29 de septiembre de 2007

Cartas desde Iwo Jima

Tomás Alfaro Drake

Ayer vi la película “Cartas desde Iwo Jima”. No la había visto en cine en su momento y la alquilé en DVD. Me hizo pensar. El hilo de mis pensamientos empezó por el asombro ante el estúpido concepto del honor japonés que, casi siempre, acababa en suicidio ante el fracaso. Hay una escena en la película en la que, en una arenga de un oficial japonés a sus hombres, les pregunta una razón por la que ellos van a ganar la guerra a pesar de la superioridad numérica y tecnológica de los americanos. Un soldado responde que la ganarán porque los americanos se dejan ganar por sus sentimientos. Aunque no lo dice, del conjunto de la película se infiere que el soldado japonés se refería a sentimientos de misericordia. Es cierto que en la película aparece también un soldado americano que mata a sangre fría a dos prisioneros. Pero por encima de ciertas tendencias perversas del ser humano hay, en la civilización occidental, una capa cultural que, aunque sólo en parte, las cubre y las humaniza. Y la cultura de esa capa, por fina que sea, está impregnada de cristianismo. Me acordé de una historia que me contó un amigo mío, sacerdote misionero, que ha pasado casi toda su vida llevando el mensaje de Cristo a Corea del Sur. Cuando explica allí el Evangelio se encuentra con una seria dificultad. Judas es considerado un hombre de honor. Traicionó a su maestro, es cierto, pero después reaccionó como lo hacen los hombres de honor; con el suicidio. En cambio Pedro es tenido por un llorica y cobarde deshonrado que, en vez de seguir la misma senda, pidió perdón. Pero lo que más les indigna no es que un cobarde pidiera perdón, sino que su jefe se lo concediese y, encima, le nombrase su sucesor. ¿Cómo puede aceptarse una religión así? –piensan.

De esta reflexión, el hilo de mi pensamiento pasó a comparar la cultura occidental, impregnada de cristianismo, con otras culturas distintas de las orientales. En la India, el hombre está preso en un sistema de castas. El brahamán lo será durante toda su vida, como le ocurrirá al intocable. Y el primero no tiene ninguna responsabilidad hacia el segundo. Además, el credo budista ha dejado allí, como en el extremo oriente, su legado. El mundo físico no es más que una ilusión de los sentidos, que nos ata con unos deseos que nos engañan, de los que, tras una rueda de reencarnaciones, sabremos desatarnos para alcanzar el nirvana, que no es sino la nada, y, con él, la cesación del sufrimiento. ¿Qué interés puede haber en conocer y transformar un mundo así?

En la cultura musulmana hay un Dios que es proclamado como misericordioso en la primera sura del Corán. Pero en muchas otras, ese mismo Dios, manda matar y saquear, aunque en otras más prescriba la limosna como algo bueno. Aparte de la invocación de Alá como misericordioso y de la limosna, no hay en el Corán un solo rastro de misericordia. Y su profeta no predicó la misericordia ni con su palabra ni con su ejemplo y sí, en cambio, la guerra y el saqueo con ambos. Tampoco hay en el Corán nada que invite a la transformación creativa del mundo creando riqueza. ¿Para qué crearla si se puede obtener por la rapiña? Además, Alá es un Dios que es libre incluso para decir hoy una cosa y mañana la opuesta. No es un Dios sometido ni siquiera a su palabra. Por eso el Islam sólo tuvo un corto momento de esplendor. Lo que duró un breve y fructífero coqueteo con Aristóteles a través de Averroes, junto con un “contagio” a través de su contacto con el Imperio Bizantino. Muy pronto el pensamiento musulmán se dio cuenta de que debía optar por el Corán o por Aristóteles. Naturalmente, condenó al segundo, junto con Averroes, al ostracismo. Por otro lado, su declive económico empezó cuando acabó su expansión geográfica. Primero en España, luego, tras el segundo sitio de Viena en el siglo XVII, en el este de Europa y, por fin, cuando su poderío naval fue superado por el cristiano, dejando así de poder saquear el Mediterráneo. La cultura musulmana es el resultado de estos tres factores: Contradicción, saqueo y falta de misericordia. Sus consecuencias llegan trágicamente hasta nuestros días. Es evidente que hay muchos musulmanes, yo diría que mayoría, que tienen una visión distinta de su religión, pero a éstos les ocurren dos cosas. La primera que, dadas las contradicciones intrínsecas y no resueltas del Corán, no pueden decir que la interpretación de los violentos sea incorrecta y la segunda, que esos violentos son los que tienen el poder y, salvo que los musulmanes pacíficos vivan en países occidentales, les tienen "secuestrados".

Los judíos son nuestros hermanos mayores en la fe. Compartimos con ellos gran parte de lo que nosotros llamamos Antiguo Testamento y ellos llaman la Torá. No es fácil de entender esta parte de la revelación. También hay en ella violencia y contradicción. Pero a diferencia del Corán sí hay en ella momentos en los que la misericordia, como una pepita de oro en medio del barro, brilla con belleza inigualable. Además, a diferencia del Corán que, según Mahoma, le fue dictado textualmente por Alá en unos pocos años, la Torá fue el fruto de una revelación paulatina, por inspiración, no por dictado, a muchos hombres, en diversas capas para cada libro, a lo largo de muchos siglos de historia. Es pues, a diferencia del Corán, interpretable bajo el principio de que Dios no puede contradecirse. Por tanto, sus contradicciones sólo son aparentes y pueden ser resueltas con una lógica de mayor amplitud de miras. Se puede, además, separar la revelación divina de lo añadido por el hombre. Compárese el libro de Josué, probablemente el primero escrito, con el de la Sabiduría[1], con seguridad el último, en los albores de la era cristiana. Sin embargo, en esta síntesis histórica Yavé mantiene todavía, junto con rasgos paternales, otros de Dios terrible y vengador. Por otra parte, en muchas partes de la Torá se ensalza la laboriosidad y la generación de riqueza por el trabajo honesto y cotidiano. Si a lo largo de su historia el pueblo judío se ha dedicado más a la economía financiera que a la real, ha sido sin duda porque el mundo en el que vivía no le brindaba otra opción. También hay en la Torá una lógica subyacente en la mente de Dios, que incita a ser investigada y descubierta. Por último, desde los primeros versículos del Génesis se deja claro que el mundo material es bueno, querido por el Creador y puesto por Él al servicio del hombre. Se puede y se debe conocer, entender, amar y utilizar para el bien. A pesar de todo, queda en toda esta revelación cierta ambigüedad sobre la infinita misericordia de Dios.

Por último, ha habido en el siglo XX dos intentos de cultura atea y neopagana. Me refiero, respectivamente, al comunismo y al nazismo[2]. Son útiles para ver a dónde puede llevar una cultura sin Dios, aunque cualquier estudioso de la historia puede ver en qué acaba la ausencia de Dios analizando, por debajo de una capa de civilización, los valores éticos de la civilización romana. Recomiendo a este respecto el libro “The rise of christianity” del sociólogo Rodney Stark, editado por Princeton University Press.

En el cristianismo se dan, heredados y llevados a su perfección desde el judaísmo, todos los ingredientes para la civilización del amor servido por la riqueza. El cristianismo es la lógica de mayor amplitud de miras que parece demandar el judaísmo. Como sí la Torá fuese una pirámide truncada que espera la cúspide desde la que mirarse a sí mismo y al mundo para interpretarse e interpretarlo. Sería demasiado largo enumerar los pasajes del Nuevo Testamento en los que Cristo o sus apóstoles señalan la primacía del amor, la necesidad del perdón y la inmensidad de la misericordia de Dios. Los cuatro Evangelios, los Hechos, todas las Epístolas y el Apocalipsis están plagados de ellos. No es, sin embargo, superfluo resaltar que Cristo marca claramente el final de la ambigüedad que todavía pudiese quedar al respecto en el Antiguo Testamento. Lo hace desde el principio de su predicación, en el sermón de la montaña. La larga sucesión de los: “habéis oído decir... pero yo os digo...”, culminados por las Bienaventuranzas, dejan bien claro que, aunque no ha venido a cambiar ni una coma de la ley, sí ha venido a llevarla a su cumplimiento por el amor y la misericordia. A darnos, ayudados por la Iglesia, la clave de su interpretación. Y más allá de su doctrina, el comportamiento de Cristo es, hasta la última gota de su sangre, el del perdón y la paz. Él ha venido a colocar la cumbrera de la pirámide. Más aún, una vez puesta la cúspide hace lo que ninguna otra religión puede hacer. Al ser Él mismo Dios, establece el contacto entre el cielo y la tierra, entre Dios y los hombres. Es la solución del mito de la torre de Babel, imposible de construir por los hombres desde ninguna religión. En cualquiera de ellas el hombre desde la altura a la que su religión le haya llevado, poca o mucha, sólo puede extender sus brazos hacia el cielo, todavía lejano y clamar a Dios. Pero en Cristo, Dios además de completar la pirámide de la religión baja Él mismo a encontrarse con el hombre, se hace hombre.

Y, aunque de manera imperfecta –la naturaleza humana es una naturaleza caída, necesitada de redención– estos rasgos han configurado la civilización occidental. Mientras que Aristóteles hubo de ser rechazado por el Islam, encontró en el cristianismo, desde santo Tomás, una acogida que completó su pensamiento y resolvió sus paradojas. En efecto, Aristóteles, apoyándose en hombros de gigantes anteriores a él, llegó mediante una lógica aplastante a descubrir, a partir de la realidad que palpaba, la necesidad filosófica de una causa primera, un motor inmóvil, creador del universo. Pero no pudo resolver por qué, esa causa primera, perfecta y completa en sí misma quiso crear algo. Sólo la revelación del misterio de la Trinidad, del flujo de amor de las tres Personas de Dios y del reflujo de la Unidad de un solo Dios dio explicación a esa voluntad creadora de la causa primera. El Amor. El mismo Amor que llevó a la redención del hombre, causa final de esa voluntad creadora, cuando su naturaleza traicionó la causa de la creación entera. Puede argüirse que la Trinidad es la respuesta con un misterio a una pregunta sin resolver. Sí, pero la matemática del siglo XX ha demostrado que en todo sistema lógico formal tiene necesariamente que haber misterios. Me refiero al teorema de la incompletitud de Gödel. “En todo sistema lógico formal –dice ese teorema, matemáticamente demostrado– hay proposiciones que no pueden demostrarse ni como verdaderas ni como falsas dentro del sistema”. No es que no sean verdaderas o falsas, sino que no pueden demostrarse como tales por el sistema. En la terminología cristiana eso es un misterio. La Trinidad del Dios Único es uno de esos misterios. Aceptarla no es, por tanto, ir contra la lógica ni la razón, sino, ir más allá de donde ella puede alcanzar. No es irracional, sino transracional. Por tanto, un misterio de Amor da respuesta a por qué la Causa Primera quiso crear el mundo. Por él Amor que ella misma es.

La ciencia nace de ese afán de conocer y comprender ese mundo bueno creado por Amor. De la mano de la ciencia y con el fin de transformar creativamente ese mundo creando riqueza para el hombre nace la tecnología. Esa orden de trabajar para transformar el mundo es la segunda que da Dios al hombre. La primera es la de: creced y multiplicaos. Y es evidente que le pide que lo transforme con amor, pues esta orden se la da en el estado de gracia primitiva. Aunque luego se la repita después acompañada de una maldición hacia la tierra y hacia el esfuerzo que tendrá que hacer para arrancarle sus frutos, esta segunda orden no revoca la primera. El hombre debe transformar la tierra por amor. Si el sudor le nubla a veces la vista y le hace dominarla sin amor ni hacia ella ni hacia el resto de los hombres, tampoco eso invalida la orden. Esa orden es recogida por el Nuevo Testamento. La parábola de los talentos o la del sembrador, dan testimonio de ella. Todo debe dar su fruto. San Pablo, nos dice que el que no trabaje, que no coma y, san Benito de Nursia nos aconseja: “ora et labora”. De esta segunda orden de Dios nacen, por tanto, la ciencia, la tecnología y la creación de riqueza. El avance tecnológico es hijo de la ciencia, es decir, del afán de conocer un mundo dotado de lógica por un Dios que respeta su propia palabra y de la orden de transformarlo por amor. Cierto que la tecnología puede usarse para el mal, pero eso no la hace mala a ella, sino a quién la usa perversamente.

De estos principios nace, a mi entender, la superioridad de la civilización occidental sobre las demás. Superioridad que no debería usar, como ha hecho demasiadas veces en la historia, con afán de dominio sino con afán de servicio en el amor. Sin embargo, parece que la civilización occidental se ha empeñado en negar esas raíces. Cree que puede vivir eternamente de las rentas de esos principios, usando sus frutos pero sin sembrarlos ni regarlos. No es difícil ver que, de persistir en esta actitud, el final no será muy halagüeño ni para ella ni para la humanidad.

Qué hilo de Ariadna me ha llevado desde unas reflexiones sobre la película “Cartas desde Iwo Jima” hasta aquí, lo ignoro. Pero hasta aquí he llegado. No pasaré.


[1] El libro de la Sabiduría, parte del Antiguo Testamento, no forma parte de la Torá. Fue escrito, aunque está atribuido a Salomón, por un sabio judío de Alejandría en el siglo I a. de C. Los judíos no lo consideran revelado porque tras la compilación completa de los Salmos, hacia el año 150 a. de C., dieron por cerrada la revelación. Además, el hecho de haber sido escrito originariamente en griego, lo excluiría también de la Torá. Lo consideran, sin embargo, un libro digno del máximo respeto.

[2] Ya que estamos hablando de una película, no parece inadecuado hablar de “La vida de los otros” para ilustrar la perversión del comunismo. La crueldad y vesania del nazismo no requiere mayores comentarios. La lista de películas que se podría citar sería casi interminable.

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