Tomás Alfaro Drake.
Este artículo es el 5º de una serie publicada en este blog. Los cuatro anteriores son: "Dios y la ciencia", "la creación", "¿Qué hay fuera del universo?" y "Un universo de diseño".
En el artículo anterior veíamos los poderosos indicios que apuntaban a que vivíamos en un universo creado por un Diseñador: un universo de diseño. Pero acabé prometiendo analizar otras respuestas y sacar del armario la tijera de Occam. Pues vamos a ello con un ejemplo. Imaginemos una casa en mitad de una llanura. Preguntamos quién la ha hecho y nos cuentan la siguiente historia: “Un inmenso avión pasó a 10.000 metros de altura por encima del llano. Llevaba en su bodega todo el material necesario para la construcción de la casa. Abrió las compuertas y los materiales fueron a caer de forma tal que se formó la casa”. A pesar de que el suceso no es absolutamente imposible, sino sólo altísimamente improbable, nadie en su sano juicio creería tan peregrina historia. “Es cierto –nos dicen–, si sólo fuese eso, la cosa parecería imposible, pero hay más. No ha sido sólo un avión el que ha pasado. Han pasado muchos millones, haciendo cada uno de ellos la misma operación. En todas las ocasiones el resultado ha sido un montón de escombros. En todas menos en una en la que ha aparecido una casa”. Indudablemente, si el número de aviones que han pasado es del mismo orden de magnitud que la probabilidad de que la casa aparezca, la cosa puede ocurrir.
Aplicando esto a la aparición de un universo viable, se diría lo siguiente. Si hubiesen aparecido al azar un número de universos del orden de 10^(10^128) –que, si se recuerda, era la probabilidad calculada por Roger Penrose para un universo viable y que suponía un número mucho mayor que un 1 seguido por tantos 0’s como partículas elementales hay en todo el universo–, entonces sería razonable pensar que hubiese aparecido, por casualidad, un universo en el que nosotros nos estemos preguntando de dónde hemos salido, para qué estamos en él y qué va a ser de nosotros.
Y ahora es cuando aparece Occam con su tijera. ¿Dónde hay una mayor economía de hipótesis; en un único universo con una finalidad creado por un Diseñador o en 10^(10^128) universos inútiles, salidos no se sabe de dónde ni para qué, simplemente para ser miserables saltos de pulga entre la nada y la nada, donde se da la ínfima casualidad de que en uno de ellos aparezcan unos pobres seres capaces de preguntarse por su sentido, pero irremisiblemente desorientados y sin la más mínima posibilidad de encontrar nunca su inexistente destino? A mí no me cabe la menor duda. Preferencias aparte, usando tan sólo el frío cálculo, ¿a qué alternativa apostaría usted su vida? Aunque, como dije en el primer artículo de la serie, la tijera de Occam no sea un argumento de demostración incontestable, no me cabe en la cabeza que alguien apostase por la segunda.
Pero sí podemos preguntarnos sobre quién debería recaer el peso de la prueba si no hay una demostración irrefutable. Cuando un tribunal juzga a un hombre por un supuesto delito, se piensa que es menos malo que un culpable quede libre que que un inocente sea condenado. De ahí la presunción de inocencia. De ahí que el peso de la prueba deba recaer sobre quien quiere establecer la culpabilidad. ¿Qué es peor, un universo-laberinto sin sentido en el que vivamos irremisiblemente desorientados o un universo creado por un Diseñador con el designio de que aparezcamos nosotros? ¿Vamos a ser tan poco civilizados como para hacer recaer el peso de la prueba sobre los apóstoles de la desesperanza antes que aceptar la presunción de inocencia? Yo, desde luego, no. No obstante, el hecho de que vivamos en un universo que parece diseñado para que aparezcamos nosotros no prueba que realmente esté diseñado precisamente para eso. No, no lo podremos probar. Pero en próximos artículos iré comentando más indicios que apuntan a que este universo ha sido diseñado para que lo habitemos nosotros.
5 de octubre de 2007
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