Recibo una entrada en mi blog (En Galileo y la Iglesia) de Borja, ex alumno de José María Cervelló. Hace un par de meses cambié las reglas de mi juego en este blog diciendo que cuando contestase a una entrada lo haría como un contertulio más y no como blogger. Hoy me salto esta norma. Lo hago porque percibo en la entrada de Borja un gran cariño a José María y porque una pregunta típica de José María que cita en su entrada me da pie a tratar un asunto que, vagamente, quería tratar desde hace tiempo. Borja empieza su entrada diciendo que perdone la confianza y yo le contesto que no hay nada que perdonar y que, al contrario, se lo agradezco mucho.
Efectivamente, José María, en el desarrollo de sus clases solía hacer a los alumnos que afirmaban algo que no aparecía por ningún lado la siguiente pregunta: “¿Dónde pone eso?”. Borja, que se declara en su entrada “ateo por consecuencia y curioso por jesuítico”, y a mí me da la impresión de que es un hombre de mente abierta que quiere encontrar respuestas a las preguntas verdaderamente importantes, quiere poder hacerle a un creyente la pregunta de José María: “¿Dónde pone eso?”. Y este creyente, con enorme respeto y desde la amistad del que es amigo de amigos, quiere decirle dónde cree haberlo leído, por si le sirve.
Este creyente cree que lo que cree lo pone en tres libros. El de la naturaleza, el de la Biblia y el de cierta gente con “algo”. Cuando uno mira un cielo estrellado y se queda pasmado en su contemplación, está leyendo una página de libro de la naturaleza. Cuando uno lee en el Evangelio: “Habéis oído que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente. Pero yo os digo que no hagáis frente al que os hace el mal; al contrario, al que te abofetea en la mejilla derecha, preséntale también la otra; al que quiera pleitear contigo para quitarte la túnica, dale también el manto; y al que te exija ir cargado mil pasos, ve con él dos mil. Da a quien te pida y no des la espalda a quien te pide prestado”. O, “venid a mí todos los que estéis cansados y agobiados y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy sencillo y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras vidas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera”. O cuando lee en Isaías: “Entonces clamarás y te responderá el Señor, pedirás auxilio y te dirá: ‘Aquí estoy’. Si alejas de ti toda opresión, si dejas de acusar con el dedo y de levantar calumnias, si repartes tu pan al hambriento y satisfaces al desfallecido, entonces surgirá tu luz en las tinieblas y tu oscuridad se volverá mediodía. El Señor te guiará siempre, te saciará en el desierto y te fortalecerá. Serás como un huerto regado, como un manantial inagotable; reconstruirás viejas ruinas, edificarás sobre antiguos cimientos; te llamarán ‘reparador de brechas’ y ‘restaurador de viviendas en ruinas’”. Cuando lee esto, está leyendo algunas páginas de la palabra de Dios. Cuando uno se encuentra con alguien de su entorno que, sin ser escandalosamente bueno, es alguien que es algo más que “legal” y que quiere ser “eso que es algo más que legal” cada vez más y que dice que si lo va consiguiendo poco a poco y con muchos fallos es porque se encuentra con el del yugo cada día, está leyendo unas líneas del tercer libro.
Lo que ocurre es que estos libros, como los libros de leyes de José María, o sus casos, tienen varias claves de lecturas. La primera es leerlos queriendo ver. Uno puede ver un cielo estrellado y decir: “¡Bah, otra noche más!”, o leer la Biblia y decir: “¡Cosas de beatas muy vistas!”, o ver a una de esas personas y pensar: “¡Un meapilas!”. Entonces jamás llegará a ver lo que pone en esos libros, ni en los casos de José María. Y uno no tiene que ser un experto para extasiarse ante un cielo estrellado, o para maravillarse de la belleza y bondad de tantos pasajes de la Biblia y el Evangelio o para sentir la amistad de una persona como la descrita.
Sin embargo, sí se puede profundizar en esos libros, como en los casos de José María, y ver cosas que no se perciben a la primera. Toda sabiduría tiene su metalenguaje que, si se quiere profundizar en ella, hay que aprender. Y esa profundización suele requerir arduo esfuerzo. Tanto más, cuanto más profunda es esa sabiduría. ¿Cuántas horas le dedicaste al estudio del derecho y a los casos de José María? ¿Cuánto sabe de derecho el que ha hecho la carrera sin dar un palo al agua y luego ni master ni nada. Quizá pueda ilustrar esto mejor con una cosa que me pasó hace años.
Un amigo mío me invitó un día a un aguardo de jabalís en su finca. Yo, que no soy cazador y nunca me había visto en esta situación, decidí tomármelo con el máximo interés. Era una noche helada de luna llena del mes de febrero en una finca de los montes de Ávila. Yo estaba quieto, congelado, atento a todo ruido para oír entrar al jabalí al ir a beber a la charca. El campo nocturno hervía de pequeños ruidos, pero ninguno especial. De pronto mi amigo, tocándome en el hombro, me hizo ostentosos gestos con la boca. AHÍ ESTÁ EL JABALÍ –me decía sin emitir un solo sonido mientras señalaba con el dedo hacia un lugar próximo a mí. Escuché con más atención. NO OIGO NADA –dije con similares movimientos de la boca. Yo no oía nada, pero el jabalí sí oyó nuestros “silenciosos” movimientos. Con un bufido, a menos de tres metros de mí, echó a correr rompiendo monte. Lo había tenido a mi lado sin siquiera enterarme. Mi amigo, que estaba entrenado, lo había oído. Yo no. Me dijo más tarde que al jabalí no se le oye nunca. Se oye su silencio. Se descubren sus signos. El campo se calla por donde pasa. Un grillo deja de cantar. Un pájaro sale volando. Aparentemente nada, pero el que está entrenado, “oye” al jabalí.
Lo mismo pasa con estos tres libros. Si uno quiere saber más de la maravilla que es el universo y ver qué esconde en su metalenguaje, tiene que entrenarse. Eso pretendo con mi serie de artículos. Si uno quiere entender a fondo, de verdad, la Biblia, tiene que sumergirse en su metalenguaje. Para ello, no le queda más remedio que leerla muchas veces, lentamente, de a pequeños sorbos. Labor paciente que puede durar largos años y que no acaba nunca, como oír jabalíes o leer en el libro del universo o entender lo que pone en un libro de leyes o en un caso de José María. Y es que la Biblia, por debajo –o por encima– de las palabras que forman frases que transmiten ideas, tiene otro lenguaje en el que pone muchas cosas. Algo similar pasa con la música. Cuando uno oye una sinfonía de Mahler, no aprende nada concreto, pero si uno llega a apreciar la música y la oye con frecuencia, algo le cambia en el cerebro y en el alma. ¿Qué? No sabría definirlo, pero su vida se hace más jugosa. Y también con el libro de la gente “algo más que legal” que dice que progresa gracias a Jesucristo, el del yugo, pasa lo mismo. Si uno les espiase, vería que van a misa y comulgan más allá del domingo. Que todos los días buscan un hueco para dejarse permear por ese Dios hecho hombre. Podríamos decir que se ponen en adobo en su presencia para ir cogiendo su sabor. Que se suelen reunir de cuando en cuando con otros como ellos para buscar en comunidad, por una de las muchas vías que hay, a ese Dios encarnado. Pueden ser Carismáticos, Kikos, del Regnum Christi, del Opus Dei, de Comunión y Liberación o de cualquier otro grupo, afín a su idiosincrasia, que les ayuda en su lento y penoso progreso por el camino de tener más de ese “algo”. Pascal decía: “Si quieres entenderlos haz lo que ellos hacen”. Y nada le impide a uno acercarse a personas que sí son escandalosamente buenas y hacer un poco de lo que ellas hacen. Puede uno, por ejemplo, irse a pasar una noche al mes con las misioneras de la caridad de Madre Teresa para echarles una mano. O ir al rincón más abandonado del mundo –que cada uno elija– a ver cómo llevan la presencia de Dios a gentes con las que no nos gustaría pasar ni una hora. ¿Quién no ha visto en la televisión a la “típica monjita” que, cuando las embajadas de su país están repatriando a sus conciudadanos dice que ella se queda allí caiga quien caiga. Y a menudo, caen ellas, pagando su “atrevimiento” con la vida. Son casos excepcionales, pero mucho más corrientes de lo que creemos. A lo mejor los vemos en televisión, los admiramos y, después, nos olvidamos. Pero el libro está ahí.
Querido Borja: ¿Querías preguntarle, siguiendo la pregunta de nuestro querido José María, a un creyente y amigo dónde pone lo que él cree? Pues aquí está mi respuesta. En estos tres libros yo lo he leído. ¿Loco? ¿Idiota? ¿Esquizofrénico que ve visiones? ¿Aprendiz de algún metalenguaje? Elige.
Un abrazo y muchas gracias por tu entrada que me ha hecho escribir esto.
Tomás
28 de febrero de 2009
22 de febrero de 2009
Galileo y la Iglesia
Tomás Alfaro Drake
En mi entrada de hace 15 días, "Richar Dawkins, un cruzado sin causa" afirmé que NUNCA, ni siquiera en el caso Galileo la Iglesia católica se había opuesto al avance de la ciencia, por mucho que la leyenda urbana de turno la acuse de ello. Dije que iba a argumentar mi afirmación, y aquí estoy.
Empiezo por decir lo que sí hizo mal la Iglesia. La Iglesia actuó de una manera harto injusta al condenar a Galileo, por motivos disciplinares, que no científicos, a vivir sus últimos años en arresto domiciliario en su finca cercana a Florencia. Pero eso nada tiene que ver, como se verá a continuación, con la postura de la Iglesia frente a la ciencia.
En 1610, Galileo, a sus 47 años, descubre, gracias a un telescopio fabricado por él, cuatro de los satélites de Júpiter. A raíz de este descubrimiento, escribe su obra “Siderus nuncius” por la que es públicamente aclamado por todos. Va a Roma, donde le nombran miembro de la academia dei Lincei (de los linces) en la que estaban los más prestigiosos hombres de ciencia de la época. El Papa Paulo V le recibe y le felicita efusivamente. El Colegio Romano en pleno –una universidad de los jesuitas– también le homenajea. En el Colegio de Romano estaban casi todos los mejores astrónomos de la época que eran, en su mayoría, jesuitas. Su decano era el P. Clavius que era quien había propuesto, por una iniciativa del papa Gregorio XII en 1582, la reforma del calendario juliano. El calendario Gregoriano es aceptado hasta nuestros días en todos los países del mundo menos los islámicos.
A raíz de esto, Galileo empieza a plantearse seriamente la posibilidad del sistema heliocéntrico. No era nada nuevo. Este sistema había sido ya propuesto por Aristarco de Samos en el siglo III a. de C. En el renacimiento, un gran intelectual y cardenal de la Iglesia católica, Nicolás de Cusa, redescubrió las ideas de Aristarco y en 1440 publicó un libro llamado “De docta ignorantia” en el que, sin proclamar el sistema heliocéntrico, afirmaba que la Tierra estaba en movimiento y no estaba en el centro del universo. Posteriormente, Copérnico, un canónigo católico polaco publicó en 1543 su obra magna, “De revolutionibus” en la que afirmaba con toda contundencia el heliocentrismo. Dedicó su obra al Papa Paulo III. En esta dedicatoria puede leerse el siguiente texto: “Si hay necios que, sin saber nada de matemáticas, emiten una opinión sobre estas cosas y se atreven a censurar y atacar mi principio (el heliocentrismo) tomando como base algunos pasajes de las Escrituras interpretadas para servir a sus intenciones, no me preocuparé en absoluto y no podré más que despreciar su punto de vista, considerándolo incluso como temerario”. Atrevido párrafo que no despertó la menor animadversión ni en el Papa ni en la curia romana. Muy diferente fue la postura de Lutero que se opuso frontalmente al heliocentrismo y tildó a Copérnico de loco. Posteriormente, Kepler, en Praga, publica en 1609 su obra “Astronomia nova” en la que no solamente defiende el sistema heliocéntrico, sino que describe las dos primeras leyes que llevan su nombre y que explican la forma de la trayectoria de los planetas y el ritmo de su movimiento. Diez años más tarde, en 1619, Kepler publica su obra “Harmonia mundi” en la que enuncia su tercera ley sobre el movimiento de los planetas.
Entre estas dos publicaciones de Kepler, en 1914, Galileo escribe una carta pública a la Gran duquesa de la Toscana, Cristina de Lorena. En ella afirma que la lectura de dos pasajes de la Biblia que indicaban que el Sol se movía alrededor de la tierra –la historia de Josué andando al sol detenerse para completar su victoria en la batalla de Gabaón y un salmo–, debían ser reinterpretados a la luz del heliocentrismo. Esto desató las iras de muchos sacerdotes católicos, entre ellos un dominico llamado P. Tomasso Caccini, que desde el púlpito de santa María la Novella de Florencia lanzó una homilía incendiaria contra Galileo. Galileo protestó ante el superior de los dominicos que le escribió una carta de disculpa, diciéndole que “desafortunadamente, no tengo respuesta para todas las idioteces que algunos, entre los treinta o cuarenta mil hermanos dominicos, pudieran cometer”. Conviene señalar que el discípulo predilecto de Galileo que, desde luego, creía en el sistema heliocéntrico, el P. Castelli, era también dominico. Galileo pidió a varios de sus amigos cardenales, que se enterasen de la opinión del cardenal Roberto Bellarmino, jesuita, respecto a la reinterpretación de las Escrituras según la teoría heliocéntrica. Bellarmino era uno de los cardenales con mayor prestigio de Roma. Éste, como respuesta, le escribió una carta a Galileo, a través de esos cardenales. en la que se dice textualmente: “En tercer lugar digo que, si hubiera una prueba real de que el Sol está en el centro del universo, de que la Tierra está en la tercera esfera y de que el Sol no gira alrededor de la Tierra, sino que es la Tierra la que gira alrededor del Sol, entonces, deberíamos proceder, con gran circunspección, a explicar los pasajes de las Escrituras que parecen enseñar lo contrario y deberíamos más bien decir que no los entendemos antes que declarar falsa una opinión que está probada como cierta”. Mientras esa prueba no existiese, se recomendaba a Galileo que presentase el sistema heliocéntrico como lo que era, como una hipótesis. Y es que, efectivamente, en 1614 semejante prueba, no existía y todas las teorías heliocéntricas no eran sino modelos geométricos sin ninguna base empírica. Así, como una hipótesis, se enseñaba, por ejemplo, en la universidad de Salamanca, fundada y regida por los dominicos. Galileo se afanó durante dos años en buscar esa prueba. Por fin, llego a creer que las mareas eran consecuencia de la conjunción de los movimientos de rotación y traslación de la Tierra. Pidió a sus amigos cardenales que le consiguiesen una audiencia con el Papa Paulo V para presentar su “prueba”. Éstos le aconsejaron fervientemente que no lo hiciera pues, asesorados con el Colegio Romano, sabían que la prueba era errónea. De hecho Kepler ya había atribuido las mareas a algún tipo de acción conjunta de la Luna y el Sol sobre la Tierra pues, aunque todavía no se conocía la gravitación universal, había estudiado la correlación entre las mareas y las posiciones de ambos astros respecto a la Tierra. Pero Galileo hizo oídos sordos ante las recomendaciones de sus amigos y fue a Roma en 1616 a presentar su prueba ante Paulo V y el Colegio Romano. Naturalmente, no consiguió que la prueba fuese aceptada. Le fue entonces prohibido formalmente por la Inquisición lo que antes se le había recomendado, que únicamente podía hablar del sistema heliocéntrico como una hipótesis. Y de paso, logró que el libro de Copérnico, “De revolutionibus” fuese censurado, setenta y seis años después de su publicación, eliminando de él unos párrafos que presentaban el sistema heliocéntrico como un hecho. La Inquisición propuso a Paulo V la excomunión de Galileo, pero el Papa, con buen criterio, se negó. El sistema heliocéntrico siguió enseñándose como una hipótesis en las universidades, que en aquel entonces eran todas de la Iglesia, porque fue ella quien fundó esta institución.
Unos años más tarde, en 1623, fue elegido Papa uno de los cardenales amigos de Galileo, Maffeo Barberini, que tomó el nombre de Urbano VIII. El nuevo Papa creía en el sistema heliocéntrico, pero era un personaje bastante soberbio, lo que, como luego veremos, fue una desgracia para Galileo. Éste creyó que aquí estaba su oportunidad para publicar un libro en el que presentase la entonces hipótesis heliocéntrica como un hecho. Efectivamente, tras muchas vicisitudes, el 1632 aparece el libro “Diálogo sobre los dos grandes sistemas del mundo”. El libro estaba redactado como un diálogo entre tres personajes, uno inteligentísimo, que defendía el heliocentrismo, otro muy ecuánime, que hacía de árbitro y acababa decantándose por el sistema heliocéntrico, y un tercero bastante simple –de hecho llevaba el nombre de Simplicio– que, por supuesto, defendía el sistema geocéntrico. La Inquisición se lanzó contra el libro porque, a su juicio, vulneraba la orden dada en 1616. Nada le hubiera pasado a Galileo, protegido por el Papa, si no hubiese sido porque Urbano VIII había visto algunas frases suyas en boca de Simplicio, se sintió despreciado y retiró su apoyo a Galileo. Éste fue entonces juzgado por la Inquisición y condenado por siete votos contra diez. El 22 de Junio de 1633, en la iglesia de Santa María sopra Minerva de Roma, Galileo abjuró de su sistema y oyó su sentencia. Jamás pronunció las palabras “y sin embargo se mueve” que se le atribuyen, aunque, evidentemente, las pensase. No hubo torturas, ni siquiera un día de cárcel. Durante todo el proceso Galileo estuvo hospedado en Villa Médicis, embajada del ducado de Toscana en Roma. Su condena fue arresto domiciliario en su casa de las cercanías de Florencia. En su viaje de vuelta de Roma a Florencia se alojó en las casas de varios cardenales amigos suyos. Una vez en Florencia, en su arresto domiciliario, podía recibir cuantas visitas quisiera, escribir y publicar. De hecho, su último libro lo escribió y publicó estando bajo arresto. Galileo murió en 1642 en brazos de su hija sor Angélica, monja de clausura que tuvo permiso especial para reconfortar a su padre en sus últimos días. Jamás fue excomulgado. Al final de sus días recibió y aceptó una indulgencia plenaria y escribió: “En todas mis obras no habrá quien pueda encontrar la más mínima sombra de algo que reprochar a mi piedad y reverencia a la Iglesia católica”. Galileo fue enterrado en Florencia, en la Iglesia de la Santa Croce, donde aún hoy puede verse su tumba.
Se puede especular sobre cuál hubiese sido su pena si no se hubiese retractado, pero sería tan sólo eso, una especulación. Mucha gente piensa que le hubiesen quemado y aducen que así quemaron en 1600 a Giordano Bruno, que también creía en el sistema heliocéntrico y había escrito sobre él. Pero esto es verdad sólo en parte, porque a Giordano Bruno le quemaron, cierto, pero sus opinionés heliocéntricas, sino por herejías sobre la divinidad de Cristo y su presencia en la Eucaristía vertidas en un libro llamado “La cena de las cenizas”. Por supuesto, condeno con toda mi alma esta condena, como la de Galileo, pero eso no altera el tema central de este escrito. La Iglesia JAMÁS estuvo en contra del sistema heliocéntrico.
De hecho, un poco de historia lo aclara. En 1687, cuarenta y cinco años después de la muerte de Galileo, Newton publicó su libro “Principa mathematica”, donde se describía la ley de la gravitación universal. Esto sí era una prueba matemática-física del heliocentrismo, pero no era todavía una prueba empírica. La primera prueba empírica del heliocentrismo no llego hasta que, en 1837, casi doscientos años después de la muerte de Galileo, Wilhelm Bessel descubriese el primer paralaje estelar. En algún momento, que no sé precisar, de este proceso histórico, la Iglesia católica, tal y como prometiera el cardenal Bellarmino a Galileo, procedió “a explicar los pasajes de las Escrituras que parecen enseñar lo contrario [..] antes que declarar falsa una opinión que está probada como cierta”.
Hace unos años, Juan Pablo II rehabilitó públicamente la figura de Galileo, pidió perdón por su condena disciplinar y afirmó que la carta a Cristina de Lorena, podía considerarse como un pequeño tratado de interpretación bíblica. Hasta aquí los hechos. Lo demás, pura leyenda urbana.
En mi entrada de hace 15 días, "Richar Dawkins, un cruzado sin causa" afirmé que NUNCA, ni siquiera en el caso Galileo la Iglesia católica se había opuesto al avance de la ciencia, por mucho que la leyenda urbana de turno la acuse de ello. Dije que iba a argumentar mi afirmación, y aquí estoy.
Empiezo por decir lo que sí hizo mal la Iglesia. La Iglesia actuó de una manera harto injusta al condenar a Galileo, por motivos disciplinares, que no científicos, a vivir sus últimos años en arresto domiciliario en su finca cercana a Florencia. Pero eso nada tiene que ver, como se verá a continuación, con la postura de la Iglesia frente a la ciencia.
En 1610, Galileo, a sus 47 años, descubre, gracias a un telescopio fabricado por él, cuatro de los satélites de Júpiter. A raíz de este descubrimiento, escribe su obra “Siderus nuncius” por la que es públicamente aclamado por todos. Va a Roma, donde le nombran miembro de la academia dei Lincei (de los linces) en la que estaban los más prestigiosos hombres de ciencia de la época. El Papa Paulo V le recibe y le felicita efusivamente. El Colegio Romano en pleno –una universidad de los jesuitas– también le homenajea. En el Colegio de Romano estaban casi todos los mejores astrónomos de la época que eran, en su mayoría, jesuitas. Su decano era el P. Clavius que era quien había propuesto, por una iniciativa del papa Gregorio XII en 1582, la reforma del calendario juliano. El calendario Gregoriano es aceptado hasta nuestros días en todos los países del mundo menos los islámicos.
A raíz de esto, Galileo empieza a plantearse seriamente la posibilidad del sistema heliocéntrico. No era nada nuevo. Este sistema había sido ya propuesto por Aristarco de Samos en el siglo III a. de C. En el renacimiento, un gran intelectual y cardenal de la Iglesia católica, Nicolás de Cusa, redescubrió las ideas de Aristarco y en 1440 publicó un libro llamado “De docta ignorantia” en el que, sin proclamar el sistema heliocéntrico, afirmaba que la Tierra estaba en movimiento y no estaba en el centro del universo. Posteriormente, Copérnico, un canónigo católico polaco publicó en 1543 su obra magna, “De revolutionibus” en la que afirmaba con toda contundencia el heliocentrismo. Dedicó su obra al Papa Paulo III. En esta dedicatoria puede leerse el siguiente texto: “Si hay necios que, sin saber nada de matemáticas, emiten una opinión sobre estas cosas y se atreven a censurar y atacar mi principio (el heliocentrismo) tomando como base algunos pasajes de las Escrituras interpretadas para servir a sus intenciones, no me preocuparé en absoluto y no podré más que despreciar su punto de vista, considerándolo incluso como temerario”. Atrevido párrafo que no despertó la menor animadversión ni en el Papa ni en la curia romana. Muy diferente fue la postura de Lutero que se opuso frontalmente al heliocentrismo y tildó a Copérnico de loco. Posteriormente, Kepler, en Praga, publica en 1609 su obra “Astronomia nova” en la que no solamente defiende el sistema heliocéntrico, sino que describe las dos primeras leyes que llevan su nombre y que explican la forma de la trayectoria de los planetas y el ritmo de su movimiento. Diez años más tarde, en 1619, Kepler publica su obra “Harmonia mundi” en la que enuncia su tercera ley sobre el movimiento de los planetas.
Entre estas dos publicaciones de Kepler, en 1914, Galileo escribe una carta pública a la Gran duquesa de la Toscana, Cristina de Lorena. En ella afirma que la lectura de dos pasajes de la Biblia que indicaban que el Sol se movía alrededor de la tierra –la historia de Josué andando al sol detenerse para completar su victoria en la batalla de Gabaón y un salmo–, debían ser reinterpretados a la luz del heliocentrismo. Esto desató las iras de muchos sacerdotes católicos, entre ellos un dominico llamado P. Tomasso Caccini, que desde el púlpito de santa María la Novella de Florencia lanzó una homilía incendiaria contra Galileo. Galileo protestó ante el superior de los dominicos que le escribió una carta de disculpa, diciéndole que “desafortunadamente, no tengo respuesta para todas las idioteces que algunos, entre los treinta o cuarenta mil hermanos dominicos, pudieran cometer”. Conviene señalar que el discípulo predilecto de Galileo que, desde luego, creía en el sistema heliocéntrico, el P. Castelli, era también dominico. Galileo pidió a varios de sus amigos cardenales, que se enterasen de la opinión del cardenal Roberto Bellarmino, jesuita, respecto a la reinterpretación de las Escrituras según la teoría heliocéntrica. Bellarmino era uno de los cardenales con mayor prestigio de Roma. Éste, como respuesta, le escribió una carta a Galileo, a través de esos cardenales. en la que se dice textualmente: “En tercer lugar digo que, si hubiera una prueba real de que el Sol está en el centro del universo, de que la Tierra está en la tercera esfera y de que el Sol no gira alrededor de la Tierra, sino que es la Tierra la que gira alrededor del Sol, entonces, deberíamos proceder, con gran circunspección, a explicar los pasajes de las Escrituras que parecen enseñar lo contrario y deberíamos más bien decir que no los entendemos antes que declarar falsa una opinión que está probada como cierta”. Mientras esa prueba no existiese, se recomendaba a Galileo que presentase el sistema heliocéntrico como lo que era, como una hipótesis. Y es que, efectivamente, en 1614 semejante prueba, no existía y todas las teorías heliocéntricas no eran sino modelos geométricos sin ninguna base empírica. Así, como una hipótesis, se enseñaba, por ejemplo, en la universidad de Salamanca, fundada y regida por los dominicos. Galileo se afanó durante dos años en buscar esa prueba. Por fin, llego a creer que las mareas eran consecuencia de la conjunción de los movimientos de rotación y traslación de la Tierra. Pidió a sus amigos cardenales que le consiguiesen una audiencia con el Papa Paulo V para presentar su “prueba”. Éstos le aconsejaron fervientemente que no lo hiciera pues, asesorados con el Colegio Romano, sabían que la prueba era errónea. De hecho Kepler ya había atribuido las mareas a algún tipo de acción conjunta de la Luna y el Sol sobre la Tierra pues, aunque todavía no se conocía la gravitación universal, había estudiado la correlación entre las mareas y las posiciones de ambos astros respecto a la Tierra. Pero Galileo hizo oídos sordos ante las recomendaciones de sus amigos y fue a Roma en 1616 a presentar su prueba ante Paulo V y el Colegio Romano. Naturalmente, no consiguió que la prueba fuese aceptada. Le fue entonces prohibido formalmente por la Inquisición lo que antes se le había recomendado, que únicamente podía hablar del sistema heliocéntrico como una hipótesis. Y de paso, logró que el libro de Copérnico, “De revolutionibus” fuese censurado, setenta y seis años después de su publicación, eliminando de él unos párrafos que presentaban el sistema heliocéntrico como un hecho. La Inquisición propuso a Paulo V la excomunión de Galileo, pero el Papa, con buen criterio, se negó. El sistema heliocéntrico siguió enseñándose como una hipótesis en las universidades, que en aquel entonces eran todas de la Iglesia, porque fue ella quien fundó esta institución.
Unos años más tarde, en 1623, fue elegido Papa uno de los cardenales amigos de Galileo, Maffeo Barberini, que tomó el nombre de Urbano VIII. El nuevo Papa creía en el sistema heliocéntrico, pero era un personaje bastante soberbio, lo que, como luego veremos, fue una desgracia para Galileo. Éste creyó que aquí estaba su oportunidad para publicar un libro en el que presentase la entonces hipótesis heliocéntrica como un hecho. Efectivamente, tras muchas vicisitudes, el 1632 aparece el libro “Diálogo sobre los dos grandes sistemas del mundo”. El libro estaba redactado como un diálogo entre tres personajes, uno inteligentísimo, que defendía el heliocentrismo, otro muy ecuánime, que hacía de árbitro y acababa decantándose por el sistema heliocéntrico, y un tercero bastante simple –de hecho llevaba el nombre de Simplicio– que, por supuesto, defendía el sistema geocéntrico. La Inquisición se lanzó contra el libro porque, a su juicio, vulneraba la orden dada en 1616. Nada le hubiera pasado a Galileo, protegido por el Papa, si no hubiese sido porque Urbano VIII había visto algunas frases suyas en boca de Simplicio, se sintió despreciado y retiró su apoyo a Galileo. Éste fue entonces juzgado por la Inquisición y condenado por siete votos contra diez. El 22 de Junio de 1633, en la iglesia de Santa María sopra Minerva de Roma, Galileo abjuró de su sistema y oyó su sentencia. Jamás pronunció las palabras “y sin embargo se mueve” que se le atribuyen, aunque, evidentemente, las pensase. No hubo torturas, ni siquiera un día de cárcel. Durante todo el proceso Galileo estuvo hospedado en Villa Médicis, embajada del ducado de Toscana en Roma. Su condena fue arresto domiciliario en su casa de las cercanías de Florencia. En su viaje de vuelta de Roma a Florencia se alojó en las casas de varios cardenales amigos suyos. Una vez en Florencia, en su arresto domiciliario, podía recibir cuantas visitas quisiera, escribir y publicar. De hecho, su último libro lo escribió y publicó estando bajo arresto. Galileo murió en 1642 en brazos de su hija sor Angélica, monja de clausura que tuvo permiso especial para reconfortar a su padre en sus últimos días. Jamás fue excomulgado. Al final de sus días recibió y aceptó una indulgencia plenaria y escribió: “En todas mis obras no habrá quien pueda encontrar la más mínima sombra de algo que reprochar a mi piedad y reverencia a la Iglesia católica”. Galileo fue enterrado en Florencia, en la Iglesia de la Santa Croce, donde aún hoy puede verse su tumba.
Se puede especular sobre cuál hubiese sido su pena si no se hubiese retractado, pero sería tan sólo eso, una especulación. Mucha gente piensa que le hubiesen quemado y aducen que así quemaron en 1600 a Giordano Bruno, que también creía en el sistema heliocéntrico y había escrito sobre él. Pero esto es verdad sólo en parte, porque a Giordano Bruno le quemaron, cierto, pero sus opinionés heliocéntricas, sino por herejías sobre la divinidad de Cristo y su presencia en la Eucaristía vertidas en un libro llamado “La cena de las cenizas”. Por supuesto, condeno con toda mi alma esta condena, como la de Galileo, pero eso no altera el tema central de este escrito. La Iglesia JAMÁS estuvo en contra del sistema heliocéntrico.
De hecho, un poco de historia lo aclara. En 1687, cuarenta y cinco años después de la muerte de Galileo, Newton publicó su libro “Principa mathematica”, donde se describía la ley de la gravitación universal. Esto sí era una prueba matemática-física del heliocentrismo, pero no era todavía una prueba empírica. La primera prueba empírica del heliocentrismo no llego hasta que, en 1837, casi doscientos años después de la muerte de Galileo, Wilhelm Bessel descubriese el primer paralaje estelar. En algún momento, que no sé precisar, de este proceso histórico, la Iglesia católica, tal y como prometiera el cardenal Bellarmino a Galileo, procedió “a explicar los pasajes de las Escrituras que parecen enseñar lo contrario [..] antes que declarar falsa una opinión que está probada como cierta”.
Hace unos años, Juan Pablo II rehabilitó públicamente la figura de Galileo, pidió perdón por su condena disciplinar y afirmó que la carta a Cristina de Lorena, podía considerarse como un pequeño tratado de interpretación bíblica. Hasta aquí los hechos. Lo demás, pura leyenda urbana.
14 de febrero de 2009
¿Cómo acabará todo? I
Tomás Alfaro Drake
Este es el 33º artículo de una serie sobre el tema Dios y la ciencia iniciada el 6 de Agosto del 2007.
Los anteriores son: “La ciencia, ¿acerca o aleja de Dios?”, “La creación”, “¿Qué hay fuera del universo?”, “Un universo de diseño”, “Si no hay Diseñador, ¿cuál es la explicación?”, “Un intento de encadenar a Dios”, “Y Dios descansó un poco, antes del 7º día”, “De soles y supernovas”, “¿Cómo pudo aparecer la vida? I”, “¿Cómo pudo aparecer la vida? II”, “Adenda a ¿cómo pudo aparecer la vida? I”, “Como pudo aparecer la vida? III”, “La Vía Láctea, nuestro inmenso y extraordinario castillo”, “La Tierra, nuestro pequeño gran nido”, “¿Creacionismo o evolución?”, “¿Darwin o Lamarck?”, “Darwin sí, pero sin ser más darwinistas que Darwin”, “Los primeros brotes del arbusto de la vida”, “La división del trabajo”, “La explosión del arbusto de la vida”, “¿Tiene Dios una inmoderada afición por los escarabajos?”, “Definamos la inteligencia”, “El linaje prehumano”, “¿Un Homo Sapiens sin inteligencia?”, “El coste de un cerebro desproporcionado”, “Si no hay nada que decir, hablar es muy peligroso”, “El regalo de la inteligencia”, “¿Cuántas Evas hubo?”, “El lado oscuro de la inteligencia”, “Regalos añadidos a la inteligencia”, “La posibilidad de la libertad I” y “La posibilidad de la libertad II”.
Sabemos que, con casi absoluta seguridad, el universo tuvo un principio. Pero, ¿puede la ciencia decirnos algo acerca de si tendrá un final y de cómo será ese final? Si esta pregunta la hubiésemos hecho hace 20 años, nos hubiesen dicho que el universo se expandía cada vez más despacio, debido a la atracción gravitatoria, y que existían dos posibilidades. La primera que esa expansión, aun siendo cada vez más lenta, no llegase nunca a frenarse y el universo se expandiese indefinidamente. En este caso tendríamos un universo con un principio, pero sin final. Llegaría un momento en que la formación de estrellas se pararía, las ya formadas se apagarían y ese universo, sin límite temporal, sería un universo muerto y apagado para siempre. La segunda posibilidad era que llegase un momento en el que la expansión se frenase y comenzase una época de contracción que hiciese que el universo entero se volviese a concentrar en un punto que, en contraste con el Big Bang, se denominó el Big Crunch. Algunos científicos especulaban, sin la menor base científica, que tal vez ese Big Crunch diese lugar a un nuevo Big Bang y, de esta forma, el universo fuese un ente sin principio ni fin, una cadena ininterrumpida de Big Bangs, universos con un final en Big Crunch que diera lugar a un nuevo Big Bang en un ciclo de contínuo retorno sin principio ni fin. Esta afirmación, además de acientífica –toda información física quedaría borrada en un Big Crunch-Big Bang y sería, por tanto, inobservable– es ilógica. En efecto, el universo que llegase al Big Crunch sería un universo envejecido –científicamente hablando, un universo de alta entropía– mientras que para iniciarse el ciclo de un nuevo universo es necesario un universo joven –de muy baja entropía. Esto requeriría un agente externo al universo que lo rejuveneciese. Lo más lógico sería pensar que el Big Crunch fuese el final de un camino sin retorno. Detrás de todos estos esfuerzos por negar el inicio del universo hay un deseo personal de quien los realiza de negar la existencia de un Dios personal y trascendente con una intención, postulando un universo sin principio ni fin, perpetuamente autorregenerado. Es decir, una especie de dios impersonal, material, ciego e inmanente. Algo como la Fuerza de la guerra de las galaxias.
Todo esto se quedó en pura especulación cuando determinadas observaciones parecían asegurar que el universo estaba justo en el límite entre la expansión indefinida y la contracción. Parecía como si el universo estuviese justamente en un punto de equilibrio en el que la expansión se iría frenando paulatinamente hasta pararse, pero sin que nunca se iniciase una fase de contracción. Como si tirásemos una moneda muy fina y no saliese ni cara ni cruz, sino que se quedase de canto. Por supuesto, esta casualidad requería una explicación. Para ello se necesitaron dos hipótesis. Una, la inflación cósmica. Si en una fase muy temprana de la vida del universo, en los primeros segundos de los 15.000 millones de años que lleva existiendo, el cosmos se hubiese expandido durante unas horas a una velocidad inmensamente mayor de la que se expandía justo al principio y de la que se siguió expandiendo después, se produciría la casualidad mencionada. La segunda, la materia oscura, un tipo de materia fantasma detectable únicamente por su efecto gravitatorio. Esta materia sería necesaria para completar la materia ordinaria y generar la suficiente atracción gravitatoria para frenar la expansión lo justo para que no se produjese contracción. No estaba nada claro qué pudo producir esa extraordinaria expansión durante tan poco tiempo, pero ese fenómeno inflacionario es perfectamente compatible con la estructura observada en la radiación cósmica de fondo. En este universo estacionario, el final sería, como en el caso de la expansión indefinida, un universo que acabaría por apagarse para ser frío y oscuro por siempre jamás.
Pero como demostración de que las leyes de la física son siempre provisionales, nuevas observaciones han dejado obsoleta esta visión del universo en equilibrio entre expansión y contracción. Pero de eso hablaremos en el próximo artículo.
Este es el 33º artículo de una serie sobre el tema Dios y la ciencia iniciada el 6 de Agosto del 2007.
Los anteriores son: “La ciencia, ¿acerca o aleja de Dios?”, “La creación”, “¿Qué hay fuera del universo?”, “Un universo de diseño”, “Si no hay Diseñador, ¿cuál es la explicación?”, “Un intento de encadenar a Dios”, “Y Dios descansó un poco, antes del 7º día”, “De soles y supernovas”, “¿Cómo pudo aparecer la vida? I”, “¿Cómo pudo aparecer la vida? II”, “Adenda a ¿cómo pudo aparecer la vida? I”, “Como pudo aparecer la vida? III”, “La Vía Láctea, nuestro inmenso y extraordinario castillo”, “La Tierra, nuestro pequeño gran nido”, “¿Creacionismo o evolución?”, “¿Darwin o Lamarck?”, “Darwin sí, pero sin ser más darwinistas que Darwin”, “Los primeros brotes del arbusto de la vida”, “La división del trabajo”, “La explosión del arbusto de la vida”, “¿Tiene Dios una inmoderada afición por los escarabajos?”, “Definamos la inteligencia”, “El linaje prehumano”, “¿Un Homo Sapiens sin inteligencia?”, “El coste de un cerebro desproporcionado”, “Si no hay nada que decir, hablar es muy peligroso”, “El regalo de la inteligencia”, “¿Cuántas Evas hubo?”, “El lado oscuro de la inteligencia”, “Regalos añadidos a la inteligencia”, “La posibilidad de la libertad I” y “La posibilidad de la libertad II”.
Sabemos que, con casi absoluta seguridad, el universo tuvo un principio. Pero, ¿puede la ciencia decirnos algo acerca de si tendrá un final y de cómo será ese final? Si esta pregunta la hubiésemos hecho hace 20 años, nos hubiesen dicho que el universo se expandía cada vez más despacio, debido a la atracción gravitatoria, y que existían dos posibilidades. La primera que esa expansión, aun siendo cada vez más lenta, no llegase nunca a frenarse y el universo se expandiese indefinidamente. En este caso tendríamos un universo con un principio, pero sin final. Llegaría un momento en que la formación de estrellas se pararía, las ya formadas se apagarían y ese universo, sin límite temporal, sería un universo muerto y apagado para siempre. La segunda posibilidad era que llegase un momento en el que la expansión se frenase y comenzase una época de contracción que hiciese que el universo entero se volviese a concentrar en un punto que, en contraste con el Big Bang, se denominó el Big Crunch. Algunos científicos especulaban, sin la menor base científica, que tal vez ese Big Crunch diese lugar a un nuevo Big Bang y, de esta forma, el universo fuese un ente sin principio ni fin, una cadena ininterrumpida de Big Bangs, universos con un final en Big Crunch que diera lugar a un nuevo Big Bang en un ciclo de contínuo retorno sin principio ni fin. Esta afirmación, además de acientífica –toda información física quedaría borrada en un Big Crunch-Big Bang y sería, por tanto, inobservable– es ilógica. En efecto, el universo que llegase al Big Crunch sería un universo envejecido –científicamente hablando, un universo de alta entropía– mientras que para iniciarse el ciclo de un nuevo universo es necesario un universo joven –de muy baja entropía. Esto requeriría un agente externo al universo que lo rejuveneciese. Lo más lógico sería pensar que el Big Crunch fuese el final de un camino sin retorno. Detrás de todos estos esfuerzos por negar el inicio del universo hay un deseo personal de quien los realiza de negar la existencia de un Dios personal y trascendente con una intención, postulando un universo sin principio ni fin, perpetuamente autorregenerado. Es decir, una especie de dios impersonal, material, ciego e inmanente. Algo como la Fuerza de la guerra de las galaxias.
Todo esto se quedó en pura especulación cuando determinadas observaciones parecían asegurar que el universo estaba justo en el límite entre la expansión indefinida y la contracción. Parecía como si el universo estuviese justamente en un punto de equilibrio en el que la expansión se iría frenando paulatinamente hasta pararse, pero sin que nunca se iniciase una fase de contracción. Como si tirásemos una moneda muy fina y no saliese ni cara ni cruz, sino que se quedase de canto. Por supuesto, esta casualidad requería una explicación. Para ello se necesitaron dos hipótesis. Una, la inflación cósmica. Si en una fase muy temprana de la vida del universo, en los primeros segundos de los 15.000 millones de años que lleva existiendo, el cosmos se hubiese expandido durante unas horas a una velocidad inmensamente mayor de la que se expandía justo al principio y de la que se siguió expandiendo después, se produciría la casualidad mencionada. La segunda, la materia oscura, un tipo de materia fantasma detectable únicamente por su efecto gravitatorio. Esta materia sería necesaria para completar la materia ordinaria y generar la suficiente atracción gravitatoria para frenar la expansión lo justo para que no se produjese contracción. No estaba nada claro qué pudo producir esa extraordinaria expansión durante tan poco tiempo, pero ese fenómeno inflacionario es perfectamente compatible con la estructura observada en la radiación cósmica de fondo. En este universo estacionario, el final sería, como en el caso de la expansión indefinida, un universo que acabaría por apagarse para ser frío y oscuro por siempre jamás.
Pero como demostración de que las leyes de la física son siempre provisionales, nuevas observaciones han dejado obsoleta esta visión del universo en equilibrio entre expansión y contracción. Pero de eso hablaremos en el próximo artículo.
8 de febrero de 2009
Richard Dawkins, un cruzado sin causa
Tomás Alfaro Drake
Otra vez el inefable Richard Dawkins, el mal científico que tiene que buscar notoriedad en su polémico ateísmo en vez de en su ciencia, salta a la palestra sin réplica, boxeando con el aire, haciendo fintas y filigranas sin un rival. Esta vez, eso sí, sube de nivel, al pasar de los autobuses a la prensa. Me refiero a una entrevista en el diario “El mundo” de ayer. La verdad es que me produce una mezcla de asombro y diversión las cosas que dice, si bien es cierto que en alguna destila una mala voluntad palpable. Señalaré sólo algunas perlas cultivadas.
“Nadie puede demostrar que no existe Dios. Solo que no hay una sola evidencia de ello. Pero la carga de la prueba debe recaer en aquellos que creen en algo que tiene las mismas probabilidades de existir que un hada o un unicornio”. No, desde luego que no se puede demostrar la existencia ni la no existencia de Dios. Jamás lo he intentado. Eso no quiere decir que no se pueda tener certeza de esa existencia, pero esa certeza, aunque racional, no es del tipo silogístico ni empírico, sino existencial. En otras entradas de este blog he hablado de la fuente de esa certeza y no quiero repetirme aquí. Pero comparar la posibilidad de la existencia de Dios con la de las hadas o el unicornio es de una simpleza tal, que en un debate abierto, a poco hábil que fuese su oponente hubiese cubierto al señor Dawkins de ridículo. Las hadas y el unicornio, sencillamente, no existen. Punto. Pero el mundo que observamos, con su orden, su belleza, su exquisito equilibrio y su sutileza, reclama, para una mente abierta e inquisitiva, una explicación. Aristóteles se la dio. Era necesaria una causa primera. No digo que esto sea una prueba de la existencia de Dios, digo que fenomenológicamente, las hadas y los unicornios son innecesarios para la razón, mientras que la postulación de una causa primera, llámese como se llame, parece que es algo requerido por la insaciable mente humana desde que el hombre empezó a pensar. Decir que el universo ha aparecido sólo y es fruto del azar es una muestra de irracionalidad, porque uno de los tres postulados en los que se basa la capacidad de razonar es el de que “no hay efecto sin causa suficiente”. Y no está nada mal el dicho que afirma que la ciencia se remonta de los efectos a las causas. El hecho de que la estupidez de la creencia en el azar como causa de todo sea hoy día un dogma de fe para mucha gente, es tan sólo porque se ha repetido muchas veces y ha tenido mucho eco de “el coro de los grillos que cantan a la luna”. Pero un sabio dicho popular afirma que “una tontería repetida millones de veces no deja de ser una tontería”. El propio Darwin, a quien Dawkins venera –y a quién yo respeto y apoyo, como se puede ver en otras entradas de este blog– afirma en “El origen de las especies”, refiriéndose al recurso al azar: “Hasta aquí he hablado como si las variaciones (mutaciones) [...], fuesen debidas a la casualidad. Es sin duda una expresión totalmente incorrecta, pero se utiliza para confesar francamente nuestra ignorancia de la causa de cada variación particular. [...] Consideraciones de este tipo me inclinan a atribuir menos peso a la acción directa de las condiciones ambientes, que a una tendencia a variar debida a causas que ignoramos por completo[1]”. Por tanto no parece ni muy científico, ni muy acorde con alguien que busca la verdad, elevar la ignorancia a dogma de fe. Así que el sentido común no requiere ni hadas ni unicornios mientras que sí exige una explicación de cuál pueda ser esta causa primera. Que eso pruebe la existencia de Dios no es cosa que yo defienda, pero que es una simpleza indigna de un buen científico poner a Dios a la altura de los unicornios es algo evidente.
Lo del peso de la prueba es un término jurídico que, sacado de su contexto –es mejor que un culpable quede libre que que un inocente sea condenado, de donde procede la presunción de inocencia y la necesidad de probar la culpabilidad–, es irrelevante. Pero si queremos aplicarlo, creo que la afirmación tajante de que el universo es fruto del azar es algo que debe ser probado. Y que yo sepa, ni Dawkins ni nadie que lo sostenga, lo ha hecho. No creo que requiera esa prueba con la misma urgencia la afirmación de que parece racional pensar que todo esto debe tener una causa primera, se llame como se llame. Porque Dios puede ser una respuesta a las grandes preguntas del ser humano. Quienes somos, para qué estamos aquí, qué va a ser de nosotros. El ciego azar da una respuesta también a estas preguntas. La pone Shakespeare en labios de Macbeth: “La vida es un cuento sin sentido, contado con gran aparato por un idiota”. ¿No es más racional lo primero? Así lo han creído hasta la aparición del dogma ateo la inmensa mayoría de las mejores mentes de la humanidad.
Preguntado insistentemente por el periodista si había educado a su hija en los principios ateos que profesa y tras varias respuestas esquivas, ni sin cierta agresividad, Dawkins aclara su método educativo: “Yo le escribí una carta, cuando tenía 10 años, en la que le animaba a pensar por sí misma y eso es lo mejor que un padre puede hacer por su hija”. La frase suena en los oídos modernos como cargada de tolerancia y respeto por otra persona. Pero no deja de ser una simpleza estúpida, aunque su mucha repetición haya hecho que cale en la mentalidad actual. Claro, lo mejor para educar a un hijo es dejarle que él descubra por sí solo el teorema de Pitágoras, o los principios del derecho, o que matar y robar es malo. Lo mejor es no llevarle al colegio, no vaya a ser que le enseñen algo que no descubra él por sí mismo, ni a la universidad. Tal vez, lo mejor sea dejarle en la jungla de pequeño, como al Mowgli de Rudyard Kipling, a ver si se convierte en un buen salvaje. Así las ideas de los siglos anteriores a él que ha ido creando la humanidad, las iría descubriendo él solito, en vez de ir a hombros de gigantes. Al fin y al cabo, así lo hizo Rousseau con sus hijos dejándoles en la exclusa. Se dirá que Dawkins no se refiere a eso, sino a ser neutral en cuanto a lo que se le explica sobre Dios. Pero apuesto mi brazo derecho a que, aparte de esa carta tan aséptica Dawkins se habrá ocupado personalmente de adoctrinar a su hija y de llevarla a los colegios en los que le adoctrinasen como él quería. Y está en su derecho. Lo que pasa es que me parece un hipócrita doble rasero decir que él es neutral y respetuoso por aquello de la carta y que los padres que educan a sus hijos en la fe son adoctrinadores y manipuladores. ¡Venga ya! La neutralidad no existe y los padres tienen derecho a educar a sus hijos en los principios que ellos creen y respetan. Y lo tienen, sencillamente, porque les quieren y quieren para ellos lo mejor. Naturalmente, tanto Dawkins como un padre creyente pueden equivocarse, pero eso no les quita ese derecho. Y me parece mejor método de educación el del amor que la educación por carta. “Yo le puse una carta a mi hijo en la mesa del desayuno el día que cumplió diez años en la que le decía que le quería”. ¿Os imagináis el engendro que saldría? Pero, dicho en una entrevista queda muy bonito, aunque sea una simpleza.
En un momento de la entrevista, el periodista le hace una pregunta clave: “Hay gente que no entiende su voluntad de extender el ateísmo. ¿Qué les diría?”. A lo que contesta Dawkins: “Les diría que lo que de verdad me apasiona es la verdad científica y que lo que deseo es abrir los ojos a la gente sobre el hecho maravilloso de su propia existencia. Mientras el adoctrinamiento religioso interfiera con el conocimiento de la verdad científica lo combatiré. No le quede duda”.
A Dawkins le sale de dentro el caballero andante justiciero. Pero un caballero andante justiciero de una causa inexistente es, sencillamente, patético. Le apasiona la verdad científica. Desea abrir los ojos a la gente sobre el hecho maravilloso de su propia existencia. Combatiré el “adoctrinamiento” religioso mientras interfiera con la verdad científica. Pues podría dejar de hacerlo ya, porque NUNCA la religión católica ha interferido con la verdad científica, más allá de una leyenda urbana. Y cuando digo NUNCA, digo NUNCA. Ni con heliocentrismo y Galileo, ni con la evolución ni con nada. Sobre la evolución y la fe he hablado ya en bastantes entradas de este blog y JAMÁS la Iglesia católica lo ha condenado. Sobre el caso Galileo, he escrito un libro; “La victoria del sol[2]” y, para ahorrar comprárselo a los lectores de este blog, dedicaré alguna entrada a este tema, pero tampoco la Iglesia católica condenó JAMÁS el heliocentrismo salvo, insisto, en leyendas que faltan a la verdad y que de repetidas, han llegado a hacer que mucha gente se las crea. Cierto que hay fanáticos creacionistas que niegan la evolución, pero no son católicos, salvo excepciones ni, JAMÁS, el magisterio de la Iglesia les ha apoyado. A esos creacionistas también los combato yo. A Kepler, a Galileo y a Newton también les apasionaba la verdad científica y eran creyentes convencidos. Einstein no era un creyente practicante, pero sí creía en una causa primera. Ante el universo que había descubierto, decía sentirse “como un niño que entra en una biblioteca inmensa cuyas paredes están cubiertas de libros escritos en muchas lenguas distintas. Entiende que alguien ha de haberlos escrito, pero no sabe ni quién ni cómo. Tampoco comprende los idiomas. Pero observa un orden claro en su clasificación, un plan misterioso que se le escapa, pero que sospecha vagamente. Esa es, en mi opinión, la actitud de la mente humana frente a Dios, incluso la de las personas más inteligentes”. Sobre todo de las personas más inteligentes y honestas, diría yo. Otro gran científico, Max Planck afirmaba: “el progreso de la ciencia consiste en el descubrimiento de un nuevo misterio cada vez que se cree haber descubierto una verdad fundamental [...]. La ciencia es incapaz de resolver el misterio último de la naturaleza”. Podría citar decenas de frases de grandísimos científicos –mucho más grandes que Dawkins, desde luego– que no veían ninguna razón para una cruzada antirreligiosa por defender las verdades científicas, sino más bien al contrario. Pero acabaré con una cita que tal vez debiera leer Dawkins –si no lo ha hecho y ha preferido tacharla de su acerbo. Es de un científico ateo, Robert Jastrow que tuvo, sin embargo, la honestidad de reconocer que la ciencia del siglo XX parece confirmar muchas cuestiones dichas desde hace siglos por la Revelación, naturalmente, con otro lenguaje. “Para el científico que ha basado su vida en la fe en el poder de la razón, la historia acaba como un mal sueño. Ha escalado las montañas de la ignorancia, está a punto de conquistar el pico más alto y, cuando se alza sobre la roca final, es recibido por un grupo de teólogos que estaban sentados allí desde hace siglos[3]”. Así es que parece que el pobre Dawkins se ha quedado sin causa para su cruzada. De forma que ya puede abandonarla o buscarse otra excusa mejor para su fijación obsesiva.
Otra cosa, distinta de la ciencia, es el cientifismo. El cientifismo parte de un dogma bastante poco razonable. O, mejor, totalmente irracional. Afirma como axioma de partida que no hay más realidad que la que se puede pesar, contar, medir y someter a modelos matemáticos. Es evidente que esto no es así. El amor y el odio, el heroísmo y la cobardía, la belleza, la bondad y la maldad, son realidades que no caen en la categoría cientifista. También hay algún que otro gran científico, como Edwin Schrödinger, que parece tener ideas claras sobre esto. Nos dice: “La imagen científica del mundo es muy deficiente. Proporciona una gran cantidad de información sobre hechos, reduce toda la existencia a un orden maravillosamente consistente, pero guarda un silencio sepulcral sobre [...] todo lo que realmente nos importa. [...]... no sabe nada de lo bello o de lo feo, de lo bueno o de lo malo, de Dios y la eternidad. A veces la ciencia pretende dar una respuesta a estas cuestiones, pero sus respuestas son a menudo tan tontas que nos inclinamos a no tomarlas en serio [...]. La ciencia es incapaz de explicar mínimamente por qué la música puede deleitarnos, o por qué y cómo una antigua canción puede hacer que se nos salten las lágrimas”. Pero es que, además, ¿por qué extraña razón la realidad se va a tener que limitar a las tres dimensiones más el tiempo en el que vivimos los seres humanos y en las que podemos hacer nuestras mediciones? ¿Que razonamiento lógico puede llevarnos a semejante conclusión? ¿No debería ser probada semejante afirmación? Esa mutilación de la realidad por parte del cientifismo, que no de la ciencia, es sumamente empobrecedora y acaba en el irracionalismo más prosaico. Dawkins no es un buen científico. Es un cientifista. Y me temo que hay una relación causa-efecto entre lo segundo y lo primero. Es, en definitiva, un hombre que dice simplezas. Un simple soberbio.
Hasta aquí simplezas. Lo que sigue es una muestra de ridícula mala voluntad. Afirma Dawkins: “Nadie que haya leído su vida [se refiere a la de Teresa de Calcuta] puede decir lo mismo [que era una buena persona como se lo parece a Dawkins Desmond Tutu]. A mí me parece que era una mujer malvada. Ella creía que era muy buena, pero no le importaba nada el sufrimiento de las personas, lo único que quería era convertirlas”. Es una bajeza ridícula y estúpida decir eso de una persona como Madre Teresa. Si había algo que ella hacía, era dejarse la vida por aliviar el sufrimiento de los más miserables de los hombres, aquellos con los que Dawkins, seguramente no ha pasado ni una hora. Y lo hacía sin preguntarles en qué creían y sin intentar jamás convencerles de que se hiciesen creyentes o cristianos. Lo hacía, sencillamente, por amor. Por amor a un Cristo crucificado que le decía desde la cruz “tengo sed” y que ella –y todas sus hijas –identificaba con los más pobres y desheredados. Lo hacía porque Cristo había dicho “tuve sed y me distéis de beber cuando les distéis de beber a los más pobres”. Por un inmenso amor. Por un amor que el ridículo reduccionismo cientifista de Dawkins quiere “desmitificar” reduciéndolo a química. A un alma mezquina, la grandeza ajena le produce sarpullidos. Pobre Dawkins, debe estar muy escocido. La verdad es que me imagino que cualquier persona de buena voluntad, creyente o no, al leer su afirmación anterior, sonreirá con lástima.
Claro, Dawkins no se atreve a discutir estas cosas en terreno abierto y neutral con un buen polemista cristiano, porque le dejaría en ridículo. Jamás aceptó el desafío que repetidamente le lanzó su compatriota católico Paul Johnson. Esas fintas simplistas y mezquinas, con un buen boxeador enfrente, le mandarían a la lona en el primer asalto. En definitiva, que Dawkins no goce de gran prestigio dentro de la comunidad científica es algo que la honra. Que tenga una cátedra en la Universidad de Oxford desde la que predica el ateísmo con tanta simpleza como ligereza, como si de un autobús se tratara, es algo que no dice mucho de esa Universidad. Por mucho prestigio histórico que tenga.
[1] El origen de las especies, Capítulo V, Leyes de la variación. Efectos del cambio de condiciones.
[2] Editorial Palabra.
[3] Dios y los astónomos.
Otra vez el inefable Richard Dawkins, el mal científico que tiene que buscar notoriedad en su polémico ateísmo en vez de en su ciencia, salta a la palestra sin réplica, boxeando con el aire, haciendo fintas y filigranas sin un rival. Esta vez, eso sí, sube de nivel, al pasar de los autobuses a la prensa. Me refiero a una entrevista en el diario “El mundo” de ayer. La verdad es que me produce una mezcla de asombro y diversión las cosas que dice, si bien es cierto que en alguna destila una mala voluntad palpable. Señalaré sólo algunas perlas cultivadas.
“Nadie puede demostrar que no existe Dios. Solo que no hay una sola evidencia de ello. Pero la carga de la prueba debe recaer en aquellos que creen en algo que tiene las mismas probabilidades de existir que un hada o un unicornio”. No, desde luego que no se puede demostrar la existencia ni la no existencia de Dios. Jamás lo he intentado. Eso no quiere decir que no se pueda tener certeza de esa existencia, pero esa certeza, aunque racional, no es del tipo silogístico ni empírico, sino existencial. En otras entradas de este blog he hablado de la fuente de esa certeza y no quiero repetirme aquí. Pero comparar la posibilidad de la existencia de Dios con la de las hadas o el unicornio es de una simpleza tal, que en un debate abierto, a poco hábil que fuese su oponente hubiese cubierto al señor Dawkins de ridículo. Las hadas y el unicornio, sencillamente, no existen. Punto. Pero el mundo que observamos, con su orden, su belleza, su exquisito equilibrio y su sutileza, reclama, para una mente abierta e inquisitiva, una explicación. Aristóteles se la dio. Era necesaria una causa primera. No digo que esto sea una prueba de la existencia de Dios, digo que fenomenológicamente, las hadas y los unicornios son innecesarios para la razón, mientras que la postulación de una causa primera, llámese como se llame, parece que es algo requerido por la insaciable mente humana desde que el hombre empezó a pensar. Decir que el universo ha aparecido sólo y es fruto del azar es una muestra de irracionalidad, porque uno de los tres postulados en los que se basa la capacidad de razonar es el de que “no hay efecto sin causa suficiente”. Y no está nada mal el dicho que afirma que la ciencia se remonta de los efectos a las causas. El hecho de que la estupidez de la creencia en el azar como causa de todo sea hoy día un dogma de fe para mucha gente, es tan sólo porque se ha repetido muchas veces y ha tenido mucho eco de “el coro de los grillos que cantan a la luna”. Pero un sabio dicho popular afirma que “una tontería repetida millones de veces no deja de ser una tontería”. El propio Darwin, a quien Dawkins venera –y a quién yo respeto y apoyo, como se puede ver en otras entradas de este blog– afirma en “El origen de las especies”, refiriéndose al recurso al azar: “Hasta aquí he hablado como si las variaciones (mutaciones) [...], fuesen debidas a la casualidad. Es sin duda una expresión totalmente incorrecta, pero se utiliza para confesar francamente nuestra ignorancia de la causa de cada variación particular. [...] Consideraciones de este tipo me inclinan a atribuir menos peso a la acción directa de las condiciones ambientes, que a una tendencia a variar debida a causas que ignoramos por completo[1]”. Por tanto no parece ni muy científico, ni muy acorde con alguien que busca la verdad, elevar la ignorancia a dogma de fe. Así que el sentido común no requiere ni hadas ni unicornios mientras que sí exige una explicación de cuál pueda ser esta causa primera. Que eso pruebe la existencia de Dios no es cosa que yo defienda, pero que es una simpleza indigna de un buen científico poner a Dios a la altura de los unicornios es algo evidente.
Lo del peso de la prueba es un término jurídico que, sacado de su contexto –es mejor que un culpable quede libre que que un inocente sea condenado, de donde procede la presunción de inocencia y la necesidad de probar la culpabilidad–, es irrelevante. Pero si queremos aplicarlo, creo que la afirmación tajante de que el universo es fruto del azar es algo que debe ser probado. Y que yo sepa, ni Dawkins ni nadie que lo sostenga, lo ha hecho. No creo que requiera esa prueba con la misma urgencia la afirmación de que parece racional pensar que todo esto debe tener una causa primera, se llame como se llame. Porque Dios puede ser una respuesta a las grandes preguntas del ser humano. Quienes somos, para qué estamos aquí, qué va a ser de nosotros. El ciego azar da una respuesta también a estas preguntas. La pone Shakespeare en labios de Macbeth: “La vida es un cuento sin sentido, contado con gran aparato por un idiota”. ¿No es más racional lo primero? Así lo han creído hasta la aparición del dogma ateo la inmensa mayoría de las mejores mentes de la humanidad.
Preguntado insistentemente por el periodista si había educado a su hija en los principios ateos que profesa y tras varias respuestas esquivas, ni sin cierta agresividad, Dawkins aclara su método educativo: “Yo le escribí una carta, cuando tenía 10 años, en la que le animaba a pensar por sí misma y eso es lo mejor que un padre puede hacer por su hija”. La frase suena en los oídos modernos como cargada de tolerancia y respeto por otra persona. Pero no deja de ser una simpleza estúpida, aunque su mucha repetición haya hecho que cale en la mentalidad actual. Claro, lo mejor para educar a un hijo es dejarle que él descubra por sí solo el teorema de Pitágoras, o los principios del derecho, o que matar y robar es malo. Lo mejor es no llevarle al colegio, no vaya a ser que le enseñen algo que no descubra él por sí mismo, ni a la universidad. Tal vez, lo mejor sea dejarle en la jungla de pequeño, como al Mowgli de Rudyard Kipling, a ver si se convierte en un buen salvaje. Así las ideas de los siglos anteriores a él que ha ido creando la humanidad, las iría descubriendo él solito, en vez de ir a hombros de gigantes. Al fin y al cabo, así lo hizo Rousseau con sus hijos dejándoles en la exclusa. Se dirá que Dawkins no se refiere a eso, sino a ser neutral en cuanto a lo que se le explica sobre Dios. Pero apuesto mi brazo derecho a que, aparte de esa carta tan aséptica Dawkins se habrá ocupado personalmente de adoctrinar a su hija y de llevarla a los colegios en los que le adoctrinasen como él quería. Y está en su derecho. Lo que pasa es que me parece un hipócrita doble rasero decir que él es neutral y respetuoso por aquello de la carta y que los padres que educan a sus hijos en la fe son adoctrinadores y manipuladores. ¡Venga ya! La neutralidad no existe y los padres tienen derecho a educar a sus hijos en los principios que ellos creen y respetan. Y lo tienen, sencillamente, porque les quieren y quieren para ellos lo mejor. Naturalmente, tanto Dawkins como un padre creyente pueden equivocarse, pero eso no les quita ese derecho. Y me parece mejor método de educación el del amor que la educación por carta. “Yo le puse una carta a mi hijo en la mesa del desayuno el día que cumplió diez años en la que le decía que le quería”. ¿Os imagináis el engendro que saldría? Pero, dicho en una entrevista queda muy bonito, aunque sea una simpleza.
En un momento de la entrevista, el periodista le hace una pregunta clave: “Hay gente que no entiende su voluntad de extender el ateísmo. ¿Qué les diría?”. A lo que contesta Dawkins: “Les diría que lo que de verdad me apasiona es la verdad científica y que lo que deseo es abrir los ojos a la gente sobre el hecho maravilloso de su propia existencia. Mientras el adoctrinamiento religioso interfiera con el conocimiento de la verdad científica lo combatiré. No le quede duda”.
A Dawkins le sale de dentro el caballero andante justiciero. Pero un caballero andante justiciero de una causa inexistente es, sencillamente, patético. Le apasiona la verdad científica. Desea abrir los ojos a la gente sobre el hecho maravilloso de su propia existencia. Combatiré el “adoctrinamiento” religioso mientras interfiera con la verdad científica. Pues podría dejar de hacerlo ya, porque NUNCA la religión católica ha interferido con la verdad científica, más allá de una leyenda urbana. Y cuando digo NUNCA, digo NUNCA. Ni con heliocentrismo y Galileo, ni con la evolución ni con nada. Sobre la evolución y la fe he hablado ya en bastantes entradas de este blog y JAMÁS la Iglesia católica lo ha condenado. Sobre el caso Galileo, he escrito un libro; “La victoria del sol[2]” y, para ahorrar comprárselo a los lectores de este blog, dedicaré alguna entrada a este tema, pero tampoco la Iglesia católica condenó JAMÁS el heliocentrismo salvo, insisto, en leyendas que faltan a la verdad y que de repetidas, han llegado a hacer que mucha gente se las crea. Cierto que hay fanáticos creacionistas que niegan la evolución, pero no son católicos, salvo excepciones ni, JAMÁS, el magisterio de la Iglesia les ha apoyado. A esos creacionistas también los combato yo. A Kepler, a Galileo y a Newton también les apasionaba la verdad científica y eran creyentes convencidos. Einstein no era un creyente practicante, pero sí creía en una causa primera. Ante el universo que había descubierto, decía sentirse “como un niño que entra en una biblioteca inmensa cuyas paredes están cubiertas de libros escritos en muchas lenguas distintas. Entiende que alguien ha de haberlos escrito, pero no sabe ni quién ni cómo. Tampoco comprende los idiomas. Pero observa un orden claro en su clasificación, un plan misterioso que se le escapa, pero que sospecha vagamente. Esa es, en mi opinión, la actitud de la mente humana frente a Dios, incluso la de las personas más inteligentes”. Sobre todo de las personas más inteligentes y honestas, diría yo. Otro gran científico, Max Planck afirmaba: “el progreso de la ciencia consiste en el descubrimiento de un nuevo misterio cada vez que se cree haber descubierto una verdad fundamental [...]. La ciencia es incapaz de resolver el misterio último de la naturaleza”. Podría citar decenas de frases de grandísimos científicos –mucho más grandes que Dawkins, desde luego– que no veían ninguna razón para una cruzada antirreligiosa por defender las verdades científicas, sino más bien al contrario. Pero acabaré con una cita que tal vez debiera leer Dawkins –si no lo ha hecho y ha preferido tacharla de su acerbo. Es de un científico ateo, Robert Jastrow que tuvo, sin embargo, la honestidad de reconocer que la ciencia del siglo XX parece confirmar muchas cuestiones dichas desde hace siglos por la Revelación, naturalmente, con otro lenguaje. “Para el científico que ha basado su vida en la fe en el poder de la razón, la historia acaba como un mal sueño. Ha escalado las montañas de la ignorancia, está a punto de conquistar el pico más alto y, cuando se alza sobre la roca final, es recibido por un grupo de teólogos que estaban sentados allí desde hace siglos[3]”. Así es que parece que el pobre Dawkins se ha quedado sin causa para su cruzada. De forma que ya puede abandonarla o buscarse otra excusa mejor para su fijación obsesiva.
Otra cosa, distinta de la ciencia, es el cientifismo. El cientifismo parte de un dogma bastante poco razonable. O, mejor, totalmente irracional. Afirma como axioma de partida que no hay más realidad que la que se puede pesar, contar, medir y someter a modelos matemáticos. Es evidente que esto no es así. El amor y el odio, el heroísmo y la cobardía, la belleza, la bondad y la maldad, son realidades que no caen en la categoría cientifista. También hay algún que otro gran científico, como Edwin Schrödinger, que parece tener ideas claras sobre esto. Nos dice: “La imagen científica del mundo es muy deficiente. Proporciona una gran cantidad de información sobre hechos, reduce toda la existencia a un orden maravillosamente consistente, pero guarda un silencio sepulcral sobre [...] todo lo que realmente nos importa. [...]... no sabe nada de lo bello o de lo feo, de lo bueno o de lo malo, de Dios y la eternidad. A veces la ciencia pretende dar una respuesta a estas cuestiones, pero sus respuestas son a menudo tan tontas que nos inclinamos a no tomarlas en serio [...]. La ciencia es incapaz de explicar mínimamente por qué la música puede deleitarnos, o por qué y cómo una antigua canción puede hacer que se nos salten las lágrimas”. Pero es que, además, ¿por qué extraña razón la realidad se va a tener que limitar a las tres dimensiones más el tiempo en el que vivimos los seres humanos y en las que podemos hacer nuestras mediciones? ¿Que razonamiento lógico puede llevarnos a semejante conclusión? ¿No debería ser probada semejante afirmación? Esa mutilación de la realidad por parte del cientifismo, que no de la ciencia, es sumamente empobrecedora y acaba en el irracionalismo más prosaico. Dawkins no es un buen científico. Es un cientifista. Y me temo que hay una relación causa-efecto entre lo segundo y lo primero. Es, en definitiva, un hombre que dice simplezas. Un simple soberbio.
Hasta aquí simplezas. Lo que sigue es una muestra de ridícula mala voluntad. Afirma Dawkins: “Nadie que haya leído su vida [se refiere a la de Teresa de Calcuta] puede decir lo mismo [que era una buena persona como se lo parece a Dawkins Desmond Tutu]. A mí me parece que era una mujer malvada. Ella creía que era muy buena, pero no le importaba nada el sufrimiento de las personas, lo único que quería era convertirlas”. Es una bajeza ridícula y estúpida decir eso de una persona como Madre Teresa. Si había algo que ella hacía, era dejarse la vida por aliviar el sufrimiento de los más miserables de los hombres, aquellos con los que Dawkins, seguramente no ha pasado ni una hora. Y lo hacía sin preguntarles en qué creían y sin intentar jamás convencerles de que se hiciesen creyentes o cristianos. Lo hacía, sencillamente, por amor. Por amor a un Cristo crucificado que le decía desde la cruz “tengo sed” y que ella –y todas sus hijas –identificaba con los más pobres y desheredados. Lo hacía porque Cristo había dicho “tuve sed y me distéis de beber cuando les distéis de beber a los más pobres”. Por un inmenso amor. Por un amor que el ridículo reduccionismo cientifista de Dawkins quiere “desmitificar” reduciéndolo a química. A un alma mezquina, la grandeza ajena le produce sarpullidos. Pobre Dawkins, debe estar muy escocido. La verdad es que me imagino que cualquier persona de buena voluntad, creyente o no, al leer su afirmación anterior, sonreirá con lástima.
Claro, Dawkins no se atreve a discutir estas cosas en terreno abierto y neutral con un buen polemista cristiano, porque le dejaría en ridículo. Jamás aceptó el desafío que repetidamente le lanzó su compatriota católico Paul Johnson. Esas fintas simplistas y mezquinas, con un buen boxeador enfrente, le mandarían a la lona en el primer asalto. En definitiva, que Dawkins no goce de gran prestigio dentro de la comunidad científica es algo que la honra. Que tenga una cátedra en la Universidad de Oxford desde la que predica el ateísmo con tanta simpleza como ligereza, como si de un autobús se tratara, es algo que no dice mucho de esa Universidad. Por mucho prestigio histórico que tenga.
[1] El origen de las especies, Capítulo V, Leyes de la variación. Efectos del cambio de condiciones.
[2] Editorial Palabra.
[3] Dios y los astónomos.
1 de febrero de 2009
In memoriam de José María Cervelló y María Teresa
Tomás Alfaro Drake
Hace ahora casi seis meses que murió mi amigo José María Cervelló y un poco menos que lo hizo su mujer, Maria Teresa.
El otro día, yendo de viaje, me olvidé en casa el libro que estaba leyendo. Sin demasiada convicción y aprovechando el tiempo por el retraso del avión para salir de Barajas, me di un paseo por la librería del aeropuerto. Nada, los típicos “best sellers” por los que no tengo el menor interés. De repente me encontré con un libro que se llama “Martes con mi viejo profesor”. Recordé vagamente que un ex-alumno mío me había hablado de ese libro, no recuerdo en qué circunstancia ni cómo, pero, a falta de nada mejor y un poco a desgana, lo compré sin mucha convicción. Al leer la solapa, vi que era, también este libro, un best seller. Pero un best seller distinto. Hablaba del amor, de la muerte, de la familia, de la amistad, del perdón, de la misericordia, del sufrimiento, de la aceptación, del poder, del dinero y de otras cosas de ese estilo. De la vida y su sentido, en dos palabras. Temas que no suelen formar el núcleo de los “best sellers” en boga. Eran conversaciones, siempre los martes, del autor con el que había sido su profesor en sus años universitarios, hacía más de veinte. El viejo profesor tenía ELA, Esclerosis Lateral Amiotrófica. Una terrible enfermedad que afecta a las neuronas motoras y te hace perder paulatinamente la movilidad, empezando por las piernas, hasta llegar, en unos tres o cuatro años, a los músculos de la cara. Cuando la enfermedad llega a los músculos respiratorios el enfermo muere de anoxia. Es una muerte relativamente suave, porque no hay un momento en el que dejes de respirar y te asfixies, sino que, poco a poco, el nivel de oxígeno en sangre baja, a la par que aumenta el de anhídrido carbónico, sumiéndote en el sopor de la muerte. En ese momento, el enfermo es todavía capaz de comunicarse verbalmente y se siente comunicado. Pero si entonces se hace la traqueotomía y se conecta a un respirador, puede vivir un año o un año y medio más pero los últimos meses pierde completamente la capacidad de comunicarse, ni siquiera con movimientos de los ojos. Sin embargo, la mente, en todo ese proceso, se mantiene completamente lúcida.
Conozco bien esta enfermedad, porque mi buen amigo, José María Cervelló, ha muerto de ella el pasado 10 de Agosto. Y es de mi amigo José María de quien quiero hablar. Le conocí, hará unos veinte años, siendo ambos profesores en el Instituto de Empresa, él del área jurídica, yo de la empresarial. Nuestra relación era cordial, pero no había llegado a la amistad. Luego yo me distancié un poco del Instituto de Empresa y perdí el contacto con él. Cuando me enteré de su enfermedad, ya avanzada, ya sin movilidad desde el cuello hacia abajo, restablecí el contacto con él, como le había ocurrido al autor del libro. Por entonces él ya se había hecho la traqueotomía. De hecho, me enteré de su enfermedad cuando se la hizo. Tomó la decisión de ir hasta el final de acuerdo con su mujer, María Teresa, y totalmente conscientes ambos de lo que hacían. No la tomó por motivos religiosos, sino por motivos puramente humanos. Quería luchar por la vida, aún sin esperanza, hasta el final. Si no hubiese tomado esa valiente decisión, mi relación con él, que ha sido para mí una de las más impresionantes y enriquecedoras experiencias vitales, se hubiese quedado en el embrión de hace años. Recuerdo el primer día que le fui a ver. Tras bastantes años sin vernos, de repente, nos encontramos hablando sobre la muerte, la vida, el sufrimiento, el sentido de ambos, la moral, la religión, etc. Cuando uno ve la muerte cerca no se anda con tonterías de conversaciones de salón, sino como dice el poeta:
“Cuando ya nada se espera personalmente exaltante
mas se palpita y se sigue más acá de la de la conciencia.
fieramente existiendo, ciegamente afirmando,
como un pulso que golpea las tinieblas,
cuando se miran de frente
los vertiginosos ojos claros d la muerte,
se dicen las verdades:
las bárbaras, terribles, amorosas crueldades”.
Aquél día hablamos de las verdades. No eran bárbaras ni eran crueldades, aunque sí terribles y amorosas. Y su fruto fue una amistad profunda con José María y con María Teresa. No iba todos los martes a verles, como el ex-alumno a su viejo profesor. Iba, más o menos, sin llevar las cuentas, una vez al mes y las verdades terribles y amorosas seguían fluyendo entre nosotros. Después perdió la capacidad de hablar, pero las verdades seguían fluyendo con una cartulina con letras que el señalaba con los ojos cada vez más torpemente, mientras nosotros jugábamos a adivinar la palabra, como si estuviésemos jugando a las charadas. Después, ni eso fue posible. Pero quedaba la sonrisa y la mirada y el apretón de manos y el abrazo, pues las neuronas sensitivas sí funcionaban. Después, murió. Pero su lucha hasta el final fue asombrosa. Jamás le dio vergüenza que sus amigos viésemos su deterioro y pérdida de independencia física. ¿Por qué le iba a dar vergüenza? Ambas cosas las convertía en dignas él mismo al vivirlas y padecerlas como lo hacía. Tal vez pudiera escribir yo también un best seller de mis conversaciones con mi casi joven colega –tenía la misma edad que yo– en las, más o menos, quince largas conversaciones que tuve con él. Pero sólo voy a contar algo de la única clase suya a la que fui. Él dirigía en el Instituto de Empresa el Master en Asesoría Jurídica. Un tema recurrente para él era la independencia del abogado. Cuando ya no pudo ir a dar clase, recibía pequeños grupos de alumnos en su casa. Pero el día de la clausura del último master, que se hizo coincidir con la apertura del póstumo, cuando ya no podía hablar, pero sí dictar para que otro hablase por él, dictó, textualmente hablando, su última lección magistral. No fue sobre derecho. Fue sobre la vida. Para mí, también resultó una lección magistral que todavía recuerdo. Habló de arte, de poesía, de alegría, de bondad, de sufrimiento, de aceptación, de amor y, como no, quiso acabar con su tema, la independencia. Y lo ilustró con el final del romance del infante Arnaldos. Va este infante a caballo por la orilla del mar, cuando ve pasar un barco con un marinero en él, que va cantando una canción. Le dice el infante:
“Por tu vida marinero,
dígasme ora ese cantar.
Respondióle el marinero,
tal respuesta le fue a dar:
Yo no canto mi canción
sino a quien conmigo va”.
La lección magistral acabó más o menos así:
“Estos versos nos dicen al menos tres cosas:
La primera, que el marinero tenía una canción que cantar. Ójala vosotros tengáis una canción que cantar en vuestra vida. Ojalá vuestra misma vida sea ese cantar.
La segunda, que el marinero tenía a quién cantar su canción. Ojalá vosotros tengáis alguien a quien cantar vuestra canción, a quien entregar esa vida que espero que sea vuestra canción.
Y la tercera, que el marinero tenía independencia para cantar su canción a quien él quisiera. Ojalá, vosotros, a base de honestidad, mantengáis siempre en vuestra vida la libertad e independencia frente al poder y el dinero injustos”.
Lección para no olvidar. Este escrito es ad memoriam de José María Cervelló, pero también a la de María Teresa. María Teresa dedicó por entero su vida a estar al lado de José María. Full life, 24 horas al día, 365 días al año. Era casi imposible arrancarla de su casa para llevarla al cine o a comer. Y eso a pesar de que tenían enfermeros que hacían turnos para cuidarle con un cariño que iba mucho más allá de la profesionalidad. Cariño que ellos se ganaban. No tenían hijos. Además de cuidarle, María Teresa llevaba su agenda para que nunca coincidiésemos más de dos visitas. Afortunadamente, tenía la agenda llena. Ella sabía hacer coincidir visitas que pudiesen encontrarse a gusto. Otras veces, se las apañaba para que la visita fuese en solitario. Al morir José María la vida de María Teresa se quedó vacía. Dos meses después, María Tersa se moría, literalmente, de pena. Las cenizas de ambos descansan en paz, juntas, en la cripta de la iglesia de santa Bárbara, en Madrid. Estoy seguro que se cantan una canción que, como la del marinero, está llena de clama, de paz y de amor.
“Marinero que la guía,
diciendo viene un cantar, que la mar ponía en calma,
los vientos hace amainar; los peces que andan al hondo,
arriba los hace andar; las aves que van volando,
al mástil vienen posar”.
Seguro que los ángeles se paran para escucharla.
Os doy gracias, José María y María Teresa, por haberme permitido ir de grumete en vuestro barco y haberme dejado escuchar vuestra canción.
Hasta el cielo.
Un abrazo.
Tomás.
Hace ahora casi seis meses que murió mi amigo José María Cervelló y un poco menos que lo hizo su mujer, Maria Teresa.
El otro día, yendo de viaje, me olvidé en casa el libro que estaba leyendo. Sin demasiada convicción y aprovechando el tiempo por el retraso del avión para salir de Barajas, me di un paseo por la librería del aeropuerto. Nada, los típicos “best sellers” por los que no tengo el menor interés. De repente me encontré con un libro que se llama “Martes con mi viejo profesor”. Recordé vagamente que un ex-alumno mío me había hablado de ese libro, no recuerdo en qué circunstancia ni cómo, pero, a falta de nada mejor y un poco a desgana, lo compré sin mucha convicción. Al leer la solapa, vi que era, también este libro, un best seller. Pero un best seller distinto. Hablaba del amor, de la muerte, de la familia, de la amistad, del perdón, de la misericordia, del sufrimiento, de la aceptación, del poder, del dinero y de otras cosas de ese estilo. De la vida y su sentido, en dos palabras. Temas que no suelen formar el núcleo de los “best sellers” en boga. Eran conversaciones, siempre los martes, del autor con el que había sido su profesor en sus años universitarios, hacía más de veinte. El viejo profesor tenía ELA, Esclerosis Lateral Amiotrófica. Una terrible enfermedad que afecta a las neuronas motoras y te hace perder paulatinamente la movilidad, empezando por las piernas, hasta llegar, en unos tres o cuatro años, a los músculos de la cara. Cuando la enfermedad llega a los músculos respiratorios el enfermo muere de anoxia. Es una muerte relativamente suave, porque no hay un momento en el que dejes de respirar y te asfixies, sino que, poco a poco, el nivel de oxígeno en sangre baja, a la par que aumenta el de anhídrido carbónico, sumiéndote en el sopor de la muerte. En ese momento, el enfermo es todavía capaz de comunicarse verbalmente y se siente comunicado. Pero si entonces se hace la traqueotomía y se conecta a un respirador, puede vivir un año o un año y medio más pero los últimos meses pierde completamente la capacidad de comunicarse, ni siquiera con movimientos de los ojos. Sin embargo, la mente, en todo ese proceso, se mantiene completamente lúcida.
Conozco bien esta enfermedad, porque mi buen amigo, José María Cervelló, ha muerto de ella el pasado 10 de Agosto. Y es de mi amigo José María de quien quiero hablar. Le conocí, hará unos veinte años, siendo ambos profesores en el Instituto de Empresa, él del área jurídica, yo de la empresarial. Nuestra relación era cordial, pero no había llegado a la amistad. Luego yo me distancié un poco del Instituto de Empresa y perdí el contacto con él. Cuando me enteré de su enfermedad, ya avanzada, ya sin movilidad desde el cuello hacia abajo, restablecí el contacto con él, como le había ocurrido al autor del libro. Por entonces él ya se había hecho la traqueotomía. De hecho, me enteré de su enfermedad cuando se la hizo. Tomó la decisión de ir hasta el final de acuerdo con su mujer, María Teresa, y totalmente conscientes ambos de lo que hacían. No la tomó por motivos religiosos, sino por motivos puramente humanos. Quería luchar por la vida, aún sin esperanza, hasta el final. Si no hubiese tomado esa valiente decisión, mi relación con él, que ha sido para mí una de las más impresionantes y enriquecedoras experiencias vitales, se hubiese quedado en el embrión de hace años. Recuerdo el primer día que le fui a ver. Tras bastantes años sin vernos, de repente, nos encontramos hablando sobre la muerte, la vida, el sufrimiento, el sentido de ambos, la moral, la religión, etc. Cuando uno ve la muerte cerca no se anda con tonterías de conversaciones de salón, sino como dice el poeta:
“Cuando ya nada se espera personalmente exaltante
mas se palpita y se sigue más acá de la de la conciencia.
fieramente existiendo, ciegamente afirmando,
como un pulso que golpea las tinieblas,
cuando se miran de frente
los vertiginosos ojos claros d la muerte,
se dicen las verdades:
las bárbaras, terribles, amorosas crueldades”.
Aquél día hablamos de las verdades. No eran bárbaras ni eran crueldades, aunque sí terribles y amorosas. Y su fruto fue una amistad profunda con José María y con María Teresa. No iba todos los martes a verles, como el ex-alumno a su viejo profesor. Iba, más o menos, sin llevar las cuentas, una vez al mes y las verdades terribles y amorosas seguían fluyendo entre nosotros. Después perdió la capacidad de hablar, pero las verdades seguían fluyendo con una cartulina con letras que el señalaba con los ojos cada vez más torpemente, mientras nosotros jugábamos a adivinar la palabra, como si estuviésemos jugando a las charadas. Después, ni eso fue posible. Pero quedaba la sonrisa y la mirada y el apretón de manos y el abrazo, pues las neuronas sensitivas sí funcionaban. Después, murió. Pero su lucha hasta el final fue asombrosa. Jamás le dio vergüenza que sus amigos viésemos su deterioro y pérdida de independencia física. ¿Por qué le iba a dar vergüenza? Ambas cosas las convertía en dignas él mismo al vivirlas y padecerlas como lo hacía. Tal vez pudiera escribir yo también un best seller de mis conversaciones con mi casi joven colega –tenía la misma edad que yo– en las, más o menos, quince largas conversaciones que tuve con él. Pero sólo voy a contar algo de la única clase suya a la que fui. Él dirigía en el Instituto de Empresa el Master en Asesoría Jurídica. Un tema recurrente para él era la independencia del abogado. Cuando ya no pudo ir a dar clase, recibía pequeños grupos de alumnos en su casa. Pero el día de la clausura del último master, que se hizo coincidir con la apertura del póstumo, cuando ya no podía hablar, pero sí dictar para que otro hablase por él, dictó, textualmente hablando, su última lección magistral. No fue sobre derecho. Fue sobre la vida. Para mí, también resultó una lección magistral que todavía recuerdo. Habló de arte, de poesía, de alegría, de bondad, de sufrimiento, de aceptación, de amor y, como no, quiso acabar con su tema, la independencia. Y lo ilustró con el final del romance del infante Arnaldos. Va este infante a caballo por la orilla del mar, cuando ve pasar un barco con un marinero en él, que va cantando una canción. Le dice el infante:
“Por tu vida marinero,
dígasme ora ese cantar.
Respondióle el marinero,
tal respuesta le fue a dar:
Yo no canto mi canción
sino a quien conmigo va”.
La lección magistral acabó más o menos así:
“Estos versos nos dicen al menos tres cosas:
La primera, que el marinero tenía una canción que cantar. Ójala vosotros tengáis una canción que cantar en vuestra vida. Ojalá vuestra misma vida sea ese cantar.
La segunda, que el marinero tenía a quién cantar su canción. Ojalá vosotros tengáis alguien a quien cantar vuestra canción, a quien entregar esa vida que espero que sea vuestra canción.
Y la tercera, que el marinero tenía independencia para cantar su canción a quien él quisiera. Ojalá, vosotros, a base de honestidad, mantengáis siempre en vuestra vida la libertad e independencia frente al poder y el dinero injustos”.
Lección para no olvidar. Este escrito es ad memoriam de José María Cervelló, pero también a la de María Teresa. María Teresa dedicó por entero su vida a estar al lado de José María. Full life, 24 horas al día, 365 días al año. Era casi imposible arrancarla de su casa para llevarla al cine o a comer. Y eso a pesar de que tenían enfermeros que hacían turnos para cuidarle con un cariño que iba mucho más allá de la profesionalidad. Cariño que ellos se ganaban. No tenían hijos. Además de cuidarle, María Teresa llevaba su agenda para que nunca coincidiésemos más de dos visitas. Afortunadamente, tenía la agenda llena. Ella sabía hacer coincidir visitas que pudiesen encontrarse a gusto. Otras veces, se las apañaba para que la visita fuese en solitario. Al morir José María la vida de María Teresa se quedó vacía. Dos meses después, María Tersa se moría, literalmente, de pena. Las cenizas de ambos descansan en paz, juntas, en la cripta de la iglesia de santa Bárbara, en Madrid. Estoy seguro que se cantan una canción que, como la del marinero, está llena de clama, de paz y de amor.
“Marinero que la guía,
diciendo viene un cantar, que la mar ponía en calma,
los vientos hace amainar; los peces que andan al hondo,
arriba los hace andar; las aves que van volando,
al mástil vienen posar”.
Seguro que los ángeles se paran para escucharla.
Os doy gracias, José María y María Teresa, por haberme permitido ir de grumete en vuestro barco y haberme dejado escuchar vuestra canción.
Hasta el cielo.
Un abrazo.
Tomás.
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