Tomás Alfaro Drake
Empiezo aquí una serie de cuatro entradas sobre Jean Paul Sartre que pretenden analizar su personalidad y trayectoria ideológica a traves de tres textos suyos. La cuarta entrada será una carta que le escribí y que aparece en mi libro "Al sueño de la muerte hablo despierto" editado por la BAC. Posiblemente, Sartre sea uno de los autores que más huella ha dejado en las dos últimas generaciones y que más ha contribuido a la descristianización de occidente. Por eso creo que merece la pena este recorrido.
“Cherchez la femme”, “buscad la mujer”, dice un viejo adagio francés cuando se produce una situación que se sale de lo normal en la vida de un hombre. “Buscad al ser humano”, me atrevería a decir cuando se analiza el pensamiento de alguien. Y el ser humano se encuentra en el niño. “Buscar el niño”, por tanto, si queréis conocer las razones profundas de la forma de pensar de alguien. Si queremos saber las razones profundas del pensamiento de Sartre, dejémosle a él mismo que nos descubra su infancia. Sigamos el hilo del libro autobiográfico de su niñez, escrito cuando tenía unos cincuenta y tantos años. Me refiero a “Les mots”, “Las palabras”. Tal vez así entendamos cuál es la razón profunda del odio de Sartre hacia Dios y hacia la religión, cuales son las razones que le han llevado a empujar a tanta gente hacia la desesperanza y la náusea de la vida. Hagamos silencio y escuchemos. Yo, me abstendré de ningún comentario. Si alguien quiere profundizar, que se compre el libro. Si quiere comprobar lo que escribo, sigo el texto francés, que traduzco aquí, de Editions Gallimard, colección “folio”, de mayo del 2002. Después, que cada uno saque sus conclusiones.
“No hay padre bueno, es la regla; no se tome esto como un agravio a los hombres sino a la relación de paternidad, que está podrida. ¡Hacer niños, nada mejor; tenerlos[1], qué iniquidad[2]! (Creo que merece la pena leer esta nota a pie de página). Si hubiese vivido, mi padre se hubiese acostado sobre mí cuan largo era y me hubiese aplastado” (pag. 18).
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“Mandar, obedecer, es un todo. El más autoritario manda en nombre de otro, de un parásito sacralizado –su padre–, transmite las violencias abstractas que sufrió. En mi vida, no he dado ninguna orden sin reírme, sin hacer reír. Y es que yo no fui roído por el afán de poder: Nunca me enseñaron la obediencia”.
“¿A quién obedecería? Me enseñan una joven gigante, me dicen que es mi madre. Por mi parte, más bien la tomaría por una hermana mayor. Esta virgen en residencia vigilada, sometida a todos, veo claramente que está ahí para servir. La quiero, pero ¿cómo podría respetarla si nadie la respeta? Hay tres habitaciones en nuestra casa, la de mi abuelo, la de mi abuela, la de los “niños”. Los niños somos nosotros: igualmente menores e igualmente mantenidos. Pero todos los cuidados son para mí. En mí habitación, pusieron una cama de soltera. Esta soltera duerme sola y se despierta castamente; yo duermo todavía cuando ella se levanta y se va al cuarto de baño; vuelve completamente vestida. ¿Cómo podría yo haber nacido de ella? Me cuenta sus desgracias y yo escucho con compasión: más adelante me casaré con ella para protegerla. Se lo prometo: extenderé mi mano sobre ella, pondré mi joven importancia a su servicio. ¿Se puede pensar que la vaya a obedecer? [...]”
“Quedaba el patriarca: se parecía a Dios Padre, al que tomaban a menudo por él. Un día, entró en una iglesia por la sacristía; el cura amenazaba a los tibios con los rayos celestiales: “¡Dios está ahí y os ve!” De repente, los fieles descubrieron junto al altar a un gran anciano barbudo que les miraba: salieron huyendo. Otras veces mi abuelo decía que se abrazaron a sus rodillas. Le tomó gusto a las apariciones. [...]. Cuando su barba era negra, había sido Jehová y sospecho que Emilio (Emilio era el padre de Sartre, yerno de ese abuelo-Jehova. La aclaración es mía), murió de él, indirectamente. Este Dios de cólera se nutría de la sangre de sus hijos. Pero yo aparecí al término de su larga vida, su barba había blanqueado, el tabaco la había amarilleado y la paternidad ya no le divertía. Pero, sin embargo, si me hubiese engendrado creo que no hubiese podido librarse de servirme: por hábito. Mi suerte fue pertenecer a un muerto: un muerto había derramado algunas gotas del esperma que es el precio ordinario de un niño; yo era un feudatario del sol, mi abuelo podía disfrutar de mí sin poseerme: yo fui su “maravilla”, porque deseaba acabar sus días como viejo maravillado; tomo el partido de considerarme como un favor singular del destino, como un don gratuito y siempre revocable; ¿qué podía exigir de mí? Yo le llenaba con mi sola presencia. Él fue el Dios de Amor, con su barba de Padre y el Sagrado Corazón del Hijo; me imponía las manos, yo sentía sobre mi cráneo el calor de sus palmas, el me llamaba su pequeñito con una voz que desbordaba ternura, las lágrimas empañaban sus ojos fríos. Todo el mundo exclamaba: “¡Este adorno le ha vuelto loco!” Me adoraba, eso era manifiesto. ¿Me amaba? En una pasión tan pública me cuesta distinguir la sinceridad del artificio: no creo que él haya testimoniado mucho afecto a sus otros nietos; es cierto que apenas los veía y que no tenían ninguna necesidad de él. Yo dependía de él en todo, él adoraba en mí su generosidad”. (Pags. 20-22)
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De sus 5 años recuerda
“Me sentía de más, por lo tanto, era necesario desaparecer. Yo era un logro insípido en instancia perpetua de abolición. En otras palabras, era un condenado, de un segundo a otro podía aplicarse la sentencia. [...]”
“Dios me habría sacado del trance: si hubiese sido una obra maestra firmada; seguro de tener mi parte en el concierto universal, hubiera esperado pacientemente a que Él me revelara sus designios y mi necesidad. Presentía la religión, la esperaba, era el remedio. Si me la hubiesen rehusado, la hubiera inventado yo mismo. No me la rehusaban: educado en la fe católica, aprendí que el Todopoderoso me había hecho para su gloria: eso era más de lo que me atrevía a soñar. Pero, a continuación, en el Dios maleable que me enseñaron no reconocía al que esperaba mi alma: necesitaba un Creador y me daban un Gran Patrón; los dos no eran sino el mismo, pero yo lo ignoraba; servía sin calor al Ídolo farisaico y la doctrina oficial me desanimaba a buscar mi propia fe. ¡Qué suerte! Confianza y desolación hacían de mi alma un terreno de elección para sembrar en él el Cielo: sin este desprecio, hubiese sido monje. Pero mi familia había sido tocada por el lento movimiento de descristianización que nació en la alta burguesía volteriana y tardó un siglo en extenderse a todas las capas de la sociedad. [...] Naturalmente, en casa, todo el mundo creía: por discreción. [...]; un ateo era un original, un furioso al que no se invitaba a cenar por miedo a que “tuviese una salida”, un fanático lleno de tabús que se negaba el derecho de arrodillarse en las iglesias, de casar en ellas a sus hijas, de llorar en ellas deliciosamente, que se imponía la tarea de probar la verdad de su doctrina por la pureza de sus costumbres, que se encarnizaba contra sí mismo y contra su felicidad hasta el punto de privarse del medio de morir consolado, un maníaco de Dios que veía en todas partes Su ausencia y que no podía abrir la boca sin pronunciar Su nombre. En conclusión, un señor que tenía convicciones religiosas. El creyente no las tenía en absoluto: Tras dos mil años, las certidumbres cristianas habían tenido tiempo de tener sus pruebas, pertenecían a todos, se les pedía brillar en la mirada de un sacerdote, en la media luz de una iglesia e iluminar las almas pero nadie tenía necesidad de hacerlas suyas; eran patrimonio común. La buena sociedad creía en Dios para no hablar de Él. ¡Qué tolerante aparecía la religión! ¡Qué cómoda era! El cristiano podía desertar de la misa y casar religiosamente a sus hijos, sonreírse ante la piedad simple de Saint-Sulpice y llorar de emoción con la Marcha nupcial de Lohengrin; No se esperaba de él que llevara una vida ejemplar, [...]. En nuestro medio, en mi familia, la fe no era más que un nombre ostentoso de la dulce libertad francesa; me habían bautizado, como a tantos otros, para preservar mi independencia: negándome el bautismo, hubiesen temido violentar mi alma; inscrito como católico era libre, era normal: “más tarde, decían, hará lo que quiera”. Creían que era mucho más difícil obtener la fe que perderla”.
“Charles Schweitzer (el abuelo materno de Sartre. La nota es mía) era demasiado comediante como para no necesitar un Gran Espectador pero apenas pensaba en Dios, salvo en momentos especiales; seguro de encontrarlo en el momento de su muerte, lo mantenía al margen de su vida. En privado, por fidelidad a nuestras provincias perdidas, para gran alegría de los antipapistas, sus hermanos[3], no desperdiciaba una ocasión de poner en ridículo al catolicismo: [...] Acerca de Lourdes no se contenía: Bernardette había visto a “una mujeruca que cambiaba de camisa”; una vez habían metido a un paralítico en la piscina y cuando lo sacaron “veía por los dos ojos”. Contaba la vida de san Labre, cubierto de piojos, la de santa María Alacoque, que limpiaba los excrementos de los enfermos con la lengua. Estas burlas me prestaban un buen servicio; me inclinaban tanto más a elevarme por encima de los bienes de este mundo, de los que no poseía ninguno y me hacían encontrar fácilmente mi vocación en mi confortable falta de medios; el misticismo les viene bien a las personas desplazadas, a los niños que están de más: Para precipitarme en él hubiera bastado presentarme el asunto por el otro extremo; corría el riesgo de ser presa de la santidad. Mi abuelo me la hizo desagradable para siempre: la vi a través de sus ojos, esa locura cruel me descorazonó por lo ajado de sus éxtasis, me aterrorizó por su desprecio sádico del cuerpo; [...] Escuchando estas narraciones, mi abuela hacía que se indignaba. llamaba a su marido “incrédulo” y “parpaillot[4]”, le daba golpes en los dedos, pero la indulgencia de su sonrisa acababa por desengañarme; no creía en nada; sólo su escepticismo le impedía ser atea. Mi madre se guardaba muy mucho de intervenir; tenía “su Dios para ella misma” al que apenas le pedía que la consolase secretamente. El debate proseguía, agotador, en mi cabeza: otro yo mismo, mi hermano negro, contestaba lánguidamente todos mis artículos de fe; era católico y protestante, unía en mí el espíritu crítico y el de sumisión. En el fondo, todo esto me aturdía: fui conducido a la increencia no por el conflicto de los dogmas, sino por la indiferencia de mis abuelos”. (Pags. 81-84)
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Recuerdo de sus 8 años.
“Tres meses más tarde, releí esta novela con la misma reverencia[5]; pero no me gustaba Miguel, lo encontraba demasiado juicioso: era su destino lo que me daba celos. Adoraba en él, encubiertamente, el cristiano que me habían impedido ser. El zar de todas las Rusias era Dios Padre; extraído de la nada por un decreto singular, Miguel, encargado, como todas las criaturas, de una misión única y capital, atravesaba nuestro valle de lágrimas, apartando las tentaciones y franqueando los obstáculos, degustaba el martirio, se beneficiaba de un una ayuda sobrenatural (salvado por el milagro de una lágrima. Nota a pie de página en el original), glorificaba a su creador y después, al término de su tarea, entraba en la inmortalidad. Para mí, este libro fue veneno: ¿había, entonces, elegidos? ¿Les trazaban la ruta las más altas exigencias? La santidad me repugnaba: en Miguel Strogoff me fascinaba porque había tomado los derroteros del heroísmo”. (Pags. 108-109)
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Más recuerdos de sus 8 años
“Había otra verdad. En los jardines de Luxemurgo, los niños jugaban, yo me acercaba a ellos, me rozaban sin verme, yo los miraba con ojos de pobre: ¡qué fuertes y rápidos eran! ¡qué bellos eran! Delante de estos héroes de carne y hueso, yo perdía mi inteligencia prodigiosa, mi saber universal, mi musculatura atlética, mi destreza de espadachín; me apoyaba en un árbol y esperaba. Por una palabra del jefe de la banda lanzada brutalmente: “Avanza, Pardaillan, tú harás de prisionero”, hubiera abandonado mis privilegios. Incluso un papel mudo me hubiese llenado; hubiese aceptado con entusiasmo hacer el papel de un herido en una camilla, un muerto. No me fue dada la ocasión: había encontrado mis verdaderos jueces, mis contemporáneos, mis pares y su indiferencia me condenaba. [...] Mi madre escondía mal su indignación: esta grande y hermosa mujer, se amoldaba muy bien a mi pequeña estatura y no veía en ella sino algo natural: los Schweitzer son grandes y los Sartre pequeños, yo me parecía a mi padre, eso era todo. [...] Pero viendo que nadie me invitaba a jugar llevaba su amor hasta adivinar que yo corría el riesgo de tomarme por un enano –cosa que no soy en absoluto– y sufrir. Para salvarme de la desesperación fingía impaciencia: “¿A qué esperas, tontorrón? Pregúntales si quieren jugar contigo”. Yo sacudía la cabeza: hubiera aceptado las tareas más bajas, pero ponía mi orgullo en no solicitarlas. Ella señalaba a las señoras que hacían punto en las butacas de hierro: “¿Quieres que hable con sus mamás?” Yo le suplicaba que no hiciese nada, ella me tomaba de la mano y partíamos, íbamos de árbol en árbol, de grupo en grupo, siempre implorantes, siempre excluidos. Al crepúsculo, reencontraba mi estrado, los lugares altos en los que soplaba el espíritu, mis pensamientos: me vengaba de mis desilusiones mediante seis palabras de niño y la masacre de cien soldados. No importa: esto no pasará siempre”. (pags. 81-84)
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Con 9 años.
“Mi vocación cambió todo. Los golpes de espada se esfuman, los escritos quedan. [...] El azar me había hecho hombre, la generosidad me haría libro; podría gravar mi discurso, mi conciencia, en caracteres de bronce, reemplazar los ruidos de mi vida por inscripciones imborrables, mi carne por un estilo, las volutas espirales del tiempo por la eternidad, [..., llegar a ser una obsesión para la especie, ser otro, en una palabra, otro distinto de mí, otro distinto de los otros, otro distinto de todo. Comenzaría por darme un cuerpo indesgastable y después me entregaría a los consumidores. No escribiría por el placer de escribir, sino para tallar este cuerpo de gloria en las palabras. Mi nacimiento, considerado desde lo alto de mi tumba, se me apareció como un mal necesario, como una encarnación totalmente provisional que prepararía mi transfiguración: para renacer era necesario escribir, para escribir era necesario un cerebro, ojos, brazos; terminado el trabajo, estos órganos se reabsorberían ellos mismos: hacia 1955[6], una larva eclosionaría, veinticinco mariposas en folio escaparían, batiendo todas sus páginas para ir a posarse sobre una estantería de la Biblioteca nacional. Estás páginas no serían otra cosa que yo mismo. Yo: veinticinco tomos, dieciocho mil páginas de texto, trescientos grabados con el retrato del autor. [...] Me toman, me abren, me colocan sobre la mesa, me leen la palma de la mano y a veces me desgarran. Yo me dejo hacer y después, repentinamente, fulguro, deslumbro, me impongo en la distancia, mis poderes atraviesan el espacio y el tiempo, fulminan a los malos, protegen a los buenos. Nadie puede olvidarme ni someterme al silencio: soy un gran fetiche manejable y terrible. Mi consciencia está en migajas: mucho mejor. Otras consciencias me han tomado a su cargo. Me leen, salto a los ojos; me hablan, estoy en todas las bocas, lengua universal y singular; en millones de miradas me hago curiosidad prospectiva; para aquél que sabe amarme soy su inquietud más íntima, pero, si quiere tocarme, me esfumo y desaparezco: No existo en ninguna parte, ¡soy, por fin! estoy en todas partes: parásito de la humanidad, mis buenas acciones la roen y la obligan sin cesar, a resucitar mi ausencia”.
“Este juego de magia tiene éxito: amortajo la muerte con la sábana de la gloria”. (Pags. 158-159)
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Recuerdos de 5ème del liceo en Francia, 13 años, al menos en los planes de estudio se hoy. Puede que en esos años fuese diferente. Si efectivamente Sartre tenía 13 años, ya vivía en La Rochelle, donde se fue a vivir a los 12 años tras el segundo matrimonio de su madre.
“Al final del invierno, murió (se refiere a Bénard, un compañero suyo del liceo). [...] Guardo confusamente el recuerdo de una evidencia atroz: esta costurera, esta viuda, había perdido todo. Verdaderamente, ¿habré asfixiado con horror este pensamiento? ¿Habré entrevisto el Mal, la ausencia de Dios, un mundo inhabitable? Creo que sí. ¿Por qué, si no, en mi infancia negada, olvidada, perdida, la imagen de Bénard habría guardado su nitidez dolorosa?” (Pags. 184-185)
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Memorias de sus 10 años.
“A los diez años, pretendía no amarlas más que a ellas (se refiere a las sorpresas, los imprevistos de la vida). Cada malla de la red de mi vida debía ser un imprevisto, sentir la pintura fresca. Asentía por adelantado a los contratiempos, a las desventuras y, para ser justo, debo decir que les ponía buena cara. [...] Dicho de otra manera, yo conservaba el orden de los fines en toda circunstancia, a cualquier precio; yo miraba mi vida a través de mi muerte y no veía sino un recuerdo cerrado del que nada podía salir, en el que nada entraba ¿Se puede imaginar mi seguridad? Las casualidades no existían: yo solo me fijaba en sus contratiempos providenciales. Los periódicos podían dar la impresión de que fuerzas caóticas se adueñaban de las calles, segaban a la gente: a mí, el predestinado, no me encontrarían. Podría perder un brazo, una pierna, los dos ojos. Pero todo estaba en el guión: mis infortunios no serían nunca más que pruebas, más que medios para hacer un libro. Aprendí a soportar las penas y las enfermedades: veía en ellas las primicias de mi muerte triunfal, los peldaños que ella misma me tallaba para elevarme hasta ella. [...] A los diez años estaba seguro de mí mismo: modesto, intolerable, veía en mis fracasos las condiciones de mi victoria póstuma. Ciego o sin piernas, extraviado por mis errores, ganaría la guerra a fuerza de perder batallas. No veía diferencia entre las pruebas reservadas a los elegidos y los fracasos en los que yo tenía responsabilidad, [...]: siempre me ha gustado más echarme la culpa a mí que al universo; no por bondad: para bastarme a mí mismo. Esta arrogancia no excluía la humildad: me creía falible tanto más a gusto cuanto que mis desfallecimientos eran necesariamente el camino más corto para llegar al Bien”. (Pags. 189-190)
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No hay manera de ver la edad que tenía en este relato, pero por el contexto se puede deducir que muy pocos. Por la cercanía y la continuidad con un párrafo anterior podrían ser 10 años.
“Recuerdo sin fecha: estoy sentado en un banco en los jardines de Luxemburgo: Ana María (Su madre) me ha pedido que descanse a su lado porque estoy empapado en sudor por haber corrido demasiado. Éste es por lo menos el orden de las causas. Me aburro tanto que tengo la arrogancia de dales la vuelta: he corrido porque era necesario que estuviese bañado en sudor para darle a mi madre ocasión de llamarme. Todo desembocaba en ese banco, todo debía desembocar allí. ¿Cuál es la razón de que sea así? Lo ignoro y no me preocupo: de todas las impresiones que aflorasen de mí, no se perdería ni una; hay una finalidad: yo la conoceré; mis sobrinos la conocerán. Balanceo mis cortas piernas que no tocan el suelo. [...]. Me repito en éxtasis: “Es de la máxima importancia que permanezca sentado”. El aburrimiento se redobla; no me resisto a echar un vistazo a mi interior: No pido revelaciones sensacionales pero querría adivinar el sentido de este minuto, sentir su urgencia, disfrutar un poco de esta oscura presciencia vital que atribuyo a Musset, a Hugo. [...]. Tengo hormigas en mis piernas, me remuevo inquieto. Muy oportunamente, el Cielo me encarga una nueva misión: es de la máxima importancia que me ponga a correr otra vez. Me pongo en pie, me arrastro vientre a tierra; al final del parterre me vuelvo: nada se ha movido, no se ha producido ningún cambio. [...]. Me siento en plenitud, me exalto; para forzar la mano del Espíritu Santo, le doy un voto de confianza: juro, en mi frenesí, merecer la suerte que me ha concedido. Todo está a flor de piel, todo se ha desarrollado por nervios y lo sé. [...]. Por fin, el pequeño pretendiente calamitoso se encuentra en la biblioteca, [...]; me acerco a la ventana, diviso una mosca a través de los visillos, la atrapo en un cepo de muselina y dirijo hacia ella un dedo asesino. Este momento está fuera de programa, extraído del tiempo común, puesto aparte, incomparable, inmóvil, [...]. Solo y sin futuro, en un minuto estancado, un niño busca sensaciones fuertes en el asesinato; ya que se me niega un destino de hombre, yo seré el destino de una mosca. No me apresuro, le doy tiempo para adivinar el gigante que se inclina sobre ella; ¡avanzo el dedo, la mosca explota, soy importante! ¡No había que matarla, Dios mío! De toda la creación, era el único ser que me temía; no cuento para nadie. Asesino de insectos, me pongo en el lugar de la víctima y me convierto en insecto. Soy una mosca y lo he sido siempre. Esta vez he tocado fondo. [...] Este es el momento palpitante que mi gloria ha elegido para reingresar en su domicilio, la Humanidad para despertarse en un sobresalto y llamarme en su auxilio, el Espíritu Santo para murmurarme palabras conmovedoras: “no me buscarías si no me hubieras encontrado”. [...]. Como si no hubiese oído más que esta declaración, el Ilustre Escritor hace su entrada; un sobrino lejano en el tiempo inclina su cabeza rubia sobre la historia de mi vida, el llanto le moja los ojos, el porvenir se levanta, un amor infinito me envuelve, las luces dan vueltas en mi corazón; no me muevo, no doy ni un vistazo a la fiesta”.
(Aquí, sin ningún signo de separación hay un gran hueco entre párrafos)
“He ahí mi comienzo: huía; fuerzas exteriores modelaban mi huída y me hicieron. A través de una concepción obsoleta de la cultura que servía de maqueta, se trasparentaba la religión: en su simpleza, nada más próximo a un niño. Me enseñaban la Historia sagrada, el Evangelio, el catolicismo, sin darme los medios para creer: el resultado fue un desorden que se transformó en mi orden particular. Hubo plegamientos, un desplazamiento considerable; diseccionado del catolicismo, lo sagrado se posó en la Literatura y apareció el hombre de pluma, ersatz (En alemán en el original. En ese contexto ersatz podría traducirse por “sustituto”) del cristiano que yo no podía ser: su única ocupación era su salvación, su estancia aquí abajo no tenía otro fin que hacerle merecer la beatitud póstuma por las pruebas soportadas dignamente. La muerte se reducía a un rito de tránsito y la inmortalidad terrestre se ofrecía como sustituta de la vida eterna”. (Pags. 198-202)
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12 años. Ya vive en La Rochelle después del segundo matrimonio de su madre.
“Una mañana, en 1917, en La Rochelle, yo esperaba a mis compañeros que debían acompañarme al liceo; tardaban, pronto no supe que inventar para distraerme y decidí pensar en el Todopoderoso. En ese instante, se disolvió en el cielo azul sin dar una explicación: no existe, me dije con una extrañeza educada y creí arreglado el asunto. Y lo estaba, en cierta manera, porque nunca después he tenido la menor tentación de resucitarlo. Pero el Otro se quedó, el Invisible, el Espíritu Santo, el que garantizaba mi mandato y regentaba mi vida a través de grandes fuerzas anónimas y sagradas. De éste me costó más desembarazarme porque se había instalado en la parte de detrás de mi cabeza en las nociones manipuladas de las que me valía para comprenderme, situarme y justificarme”. (Pag. 203)
Termino aquí las citas. Como dije al principio, me abstengo de hacer comentarios. Que cada uno saque sus conclusiones.
[1] Todas las cursivas se mantendrán como en el original.
[2] No puedo por menos que juxtaponer, junto a la afirmación de arriba, unas palabras de la primera obra de teatro de Sartre, un auto de Navidad escrito en 1940 y representado esa Navidad en el campo de concentración de Tréveris, en el que estuvo recluido como oficial del ejército francés. El papel de Baltasar lo representó el propio Sartre, por lo tanto, las palabras que vienen a continuación salieron, no sólo de su pluma, sino también de su boca.
Bariona: ¿Es eso lo que el Cristo ha venido a enseñarnos?
Baltasar: Tengo también un mensaje para ti.
Barioná: ¿Para mí?
Baltasar: Para ti. Ha venido a decirte: deja nacer a tu hijo. Sufrirá, es verdad. Pero eso no te incumbe. No te compadezcas de sus sufrimientos, no tienes derecho. Sólo él tendrá que tratar con ellos y hará de ellos exactamente lo que quiera, porque es libre. Lo mismo si es cojo, o si tiene que ir a la guerra y pierde en ella sus piernas o sus brazos, incluso si la mujer que ama le traiciona siete veces, es libre, libre de regocijarse eternamente de su existencia. Me decías hace un momento que Dios nada puede contra la libertad del hombre, y es verdad. ¿Entonces? Una nueva libertad va a lanzarse hacia el Cielo como un pilar etéreo ¿y tú tendrás la osadía de impedirlo? El Cristo ha nacido para todos los niños del mundo, Barioná, y cada vez que un niño va a nacer, el Cristo nacerá en él y por él, eternamente, para ser golpeado con él por todos los dolores y para que escape en él y por él, eternamente, de todos los dolores. Viene a decir a los ciegos, a los parados, a los mutilados, a los prisioneros de guerra: no debéis absteneros de engendrar niños. Porque incluso para los ciegos, para los parados, para los prisioneros de guerra y para los mutilados, incluso para ellos, existe la alegría.
Barioná: ¿Es todo lo que tenías que decirme?
Baltasar: Sí.
[3] Charles Schweitzer, el abuelo materno de Sartre era de una familia protestante de la que habían salido dos pastores de esa religión, uno de ellos de cierta fama: Albert Schweitzer. Eran de origen Alsaciano, lo que, debido a los sucesivos cambios de manos de Alsacia entre Francia y Alemania, había dividido a la familia entre estas dos nacionalidades. Su mujer, la abuela de Sartre era católica.
[4] Nombre dado despectivamente en ciertas regiones de Francia a los protestantes.
[5] Se refiere a Miguel Strogoff.
[6] Esto ocurriría, según esta visión del Sartre de 9 años, hacia sus 50 años.
27 de junio de 2009
20 de junio de 2009
La devoción al Sagrado Corazón de Jesús
Tomás Alfaro Drake
El pasado domingo de Resurrección, en una conversación de sobremesa, salió el tema de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús. Inmediatamente surgió el típico y tópico comentario: “Qué tontería pensar que por comulgar nueve primeros viernes de mes seguidos se tenga la garantía de poder confesarse antes de morir”. Todos los que participábamos en la conversación éramos creyentes y practicantes, pero nuestra fe está llena de un racionalismo que lo invade todo, y es muy difícil zafarse de él.
Empezamos por desconocer absolutamente cuál es la auténtica devoción al Sagrado Corazón de Jesús. Es cierto, desde luego, que muchas de las devociones han caído en la ñoñería y la beatería. Pero, ¿las hace eso ridículas o absurdas? Serán, tal vez, ridículos y absurdos los que las han devaluado, pero no las devociones en sí. Las devociones, como la plata, son algo a lo que se debe sacar brillo cada día si no queremos que se conviertan en algo deslucido en vez de ser, como son, algo brillante. El corazón de Cristo fue traspasado por una lanza. Estuvo realmente abierto y sangrante. Estuvo abierto y sangrante por amor. Pero Cristo no está muerto. No es un bonito recuerdo. Está vivo, en cuerpo y alma. Esto debía ser una verdad palpitante para nosotros, cristianos del siglo XXI, como lo fue para los del primero. Ese era su mensaje inicial lleno de fuerza, ardor y entusiasmo. Muchos dieron la vida por proclamarlo. Ese debía ser nuestro ardiente mensaje al mundo, especialmente ahora. Y el corazón de Cristo sigue abierto. En él metió la mano Tomás días después de la Resurrección. Cristo le hizo decir al Bautista que Él venía a bautizarnos con Espíritu Santo y fuego[1]. Él mismo nos dijo que había venido a traer fuego al mundo y que deseaba que ardiese[2]. Los corazones de los discípulos de Emaús ardían cuando Él les explicaba las escrituras[3]. En la última cena dijo a sus discípulos: “He deseado ardientemente comer esta pascua con vosotros antes de mi pasión. Os digo que ya no la comeré hasta que se cumpla en el Reino de Dios”[4]. Es decir, lo sigue esperando ardientemente. Y sin embargo, los hombres parecemos haber olvidado este amor ardiente de un Dios hecho hombre, que sigue vivo y con el corazón traspasado y ardiendo en la fiebre de la espera y del amor no correspondido. O peor aún, correspondido con indiferencia, desprecio, ofensas y sacrilegios. Todo esto es tan extraño como maravilloso. Desde luego, que Dios nos ame de esa forma, que se haga hombre por nosotros, que por nosotros sufra pasión, muerte, resurrección y anhelo de ser correspondido tiene mucho de extraño y grandioso. Pero es así, aunque nuestro racionalismo miope se niegue a aceptarlo de verdad y nuestra fe se quede en meras palabras sin brillo. Y es extraño y maravilloso que, llegados a este punto, Cristo haya elegido a un alma sencilla pero fuerte, completamente entregada a Él, para confesarle su dolor de Dios-hombre. A fin de cuentas es Dios y es todopoderoso, aunque nuestro racionalismo no lo entienda. “Al menos tú, ámame” –le dijo a santa Margarita María de Alacoque, una pequeña monja inflamada de amor a Cristo a la que se apareció con el corazón abierto y ardiente. A lo que ella respondió: “Te ofrezco todo lo que tengo y todo lo que soy, para que uses de mí como un instrumento de tu amor”. Respuesta recia y valiente donde las haya, sin el más mínimo atisbo de ñoñería. Tan recia y valiente como el “Hágase en mí según tu palabra” de María. Y al que le parezca beatería, que intente hacer este ofrecimiento pensando lo que hace. “Aunque haya tanta ingratitud, tanta indiferencia, tanto desprecio, tanto sacrilegio, tanto pecado, tanta maldad, al menos tú, ámame” –nos dice hoy a nosotros, que nos llamamos cristianos. Si hay ñoñería y beatería en esta devoción, que baje Dios y lo diga. Ya lo ha hecho, ya nos ha dicho que su corazón está sangrante y ardiente de amor, en espera de nuestra respuesta.
¿Y qué hay de los nueve primeros viernes y la confesión?
¿Acaso es malo desear morir confesado? ¿Es que la confesión es una inutilidad? Es cierto que la misericordia de Dios es inmensa y que un acto de contrición basta para salvarnos. Pero, ¿hace eso menos buena la confesión? ¿No nos gustaría morir de la mano de nuestro ser más querido en este mundo y consolados por él? Ojalá nos fuese dado. ¿Por qué entonces no consideramos una maravilla morir de la mano de Cristo –mejor, dentro del corazón de Cristo– a través de la confesión y, consolados por Él, envueltos en Él, llegar directamente al Padre Eterno? Porque eso es la confesión, un encuentro con Cristo que nos abraza y nos acoge en su corazón. ¿O es que nuestro racionalismo –perro del hortelano que ni come ni deja comer, ni ve ni deja ver– tampoco nos va a dejar creer en esto? Lo curioso es que, en esta conversación estábamos dos personas cuyos respectivos padres murieron maravillosamente, recién confesados. Mi padre, hombre bondadoso, creyente, pero no muy clerical y, tal vez, un poco deísta, vio su muerte, una madrugada, unas horas antes de que llegase. Tuvo un derrame cerebral de los que no privan instantáneamente del sentido, despertó a mi madre y le dijo: “María, me muero, llama a la Iglesia”. Vino la Iglesia en la forma de un sacerdote y con él, Cristo. Su vida se fue apagando y una hora después de confesarse se fue de este mundo de su mano. El padre de otra de las personas de esa reunión murió casi instantáneamente en un accidente de coche poco después de pasar Burgos hacia Santander. En el coche de detrás venía –¡oh casualidad!, si existe la casualidad– el Obispo de Burgos, que le confesó antes de morir. También se fue al cielo de la mano de Cristo. No puedo asegurar que lo que digo a continuación sea cierto, pero tiene todas las posibilidades de serlo. Mi padre, educado en los maristas y el padre de esta otra persona, educado en los jesuitas, es más que probable que hubiesen hecho los nueve primeros viernes de mes en su infancia. Pero las promesas de Dios no tienen fecha de caducidad y, años más tarde, es más que probable que se hicieran realidad en ambos. Hay una última pregunta socarrona de nuestro pobre e incrédulo racionalismo que cree entenderlo todo y no entiende nada de lo que realmente merece ser entendido: ¿Por qué nueve comuniones? ¿Por qué viernes? ¿Por qué los primeros de mes? Es, seguramente, la más osada de las preguntas de la ignorancia. Me acuerdo de aquel poderoso general sirio, Naamán, que se presentó cubierto de lepra ante el profeta Eliseo para que le curase. El profeta le dijo, por medio de un mensajero, sin dignarse ir a él por muy poderoso que fuera:
- Anda, báñate siete veces en el Jordán y tu carne quedará limpia.
Naamán, indignado, se marchó murmurando:
- Pensaba que saldría a recibirme, invocaría el nombre del Señor, su Dios, me tocaría, y así curaría mi lepra. ¿Acaso los ríos de Damasco, el Abana y el Farfar, no son mucho mejores que todas las aguas de Israel? ¿No podría yo bañarme en ellos y quedar limpio?
Y se fue indignado. Pero sus siervos le dijeron:
- Padre, si el profeta te hubiese mandado una cosa difícil, ¿no lo habrías hecho? Pues, cuánto más, habiéndote dicho: “Báñate y quedarás limpio”.
Entonces Naamán bajó al Jordán, se baño siete veces, como había dicho el hombre de Dios, y su carne quedó limpia como la de un niño. Acto seguido, regresó con toda su comitiva adonde estaba el hombre de Dios y, de pie ante él, dijo:
- Reconozco que no hay otro Dios en toda la tierra, fuera del Dios de Israel.[5]
¿Por qué el Jordán? ¿Por qué siete veces? ¿Es que le vamos a enseñar a Dios a ser Dios? No hay nada de malo y sí mucho de bueno en que comulguemos los siete, nueve o dieciocho primeros viernes, jueves o martes de mes. O los de en medio. O los del final. O todos los días. Si Cristo ha dicho nueve, viernes y primeros es por una buena razón: Porque quiso. Y no nos toca a nosotros decirle cómo tiene que hacerlo. Dejemos a Dios ser Dios. Sólo nos queda, como a Naamán, aceptar una gracia tan fácil y maravillosa, respetarla, postrarnos con agradecimiento ante su corazón herido y ardiente de amor por nosotros y amarle con todas nuestras fuerzas en expiación por tanta ofensa, desagradecimiento, indiferencia y sacrilegio. Tal vez, después de sacar brillo a la plata de esta devoción, al ver una imagen del Sagrado Corazón de Jesús en una casa o en una puerta, le digamos a Él: Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo. Al menos yo, te amo. O por lo menos, lo intento. Y si Tú me concedes esa gracia, te amaré. Sagrado corazón de Jesús, en Ti confío.
P.D. ¡Qué maravilla que España haya sido consagrada otra vez al Sagrado Corazón de Jesús! ¡Buena falta le hace!
[1] Lucas 3, 16.
[2] Lucas 12, 49.
[3] Lucas 24,32.
[4] Lucas 22, 15-16
[5] 2º libro de los Reyes, 5, 10-15.
El pasado domingo de Resurrección, en una conversación de sobremesa, salió el tema de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús. Inmediatamente surgió el típico y tópico comentario: “Qué tontería pensar que por comulgar nueve primeros viernes de mes seguidos se tenga la garantía de poder confesarse antes de morir”. Todos los que participábamos en la conversación éramos creyentes y practicantes, pero nuestra fe está llena de un racionalismo que lo invade todo, y es muy difícil zafarse de él.
Empezamos por desconocer absolutamente cuál es la auténtica devoción al Sagrado Corazón de Jesús. Es cierto, desde luego, que muchas de las devociones han caído en la ñoñería y la beatería. Pero, ¿las hace eso ridículas o absurdas? Serán, tal vez, ridículos y absurdos los que las han devaluado, pero no las devociones en sí. Las devociones, como la plata, son algo a lo que se debe sacar brillo cada día si no queremos que se conviertan en algo deslucido en vez de ser, como son, algo brillante. El corazón de Cristo fue traspasado por una lanza. Estuvo realmente abierto y sangrante. Estuvo abierto y sangrante por amor. Pero Cristo no está muerto. No es un bonito recuerdo. Está vivo, en cuerpo y alma. Esto debía ser una verdad palpitante para nosotros, cristianos del siglo XXI, como lo fue para los del primero. Ese era su mensaje inicial lleno de fuerza, ardor y entusiasmo. Muchos dieron la vida por proclamarlo. Ese debía ser nuestro ardiente mensaje al mundo, especialmente ahora. Y el corazón de Cristo sigue abierto. En él metió la mano Tomás días después de la Resurrección. Cristo le hizo decir al Bautista que Él venía a bautizarnos con Espíritu Santo y fuego[1]. Él mismo nos dijo que había venido a traer fuego al mundo y que deseaba que ardiese[2]. Los corazones de los discípulos de Emaús ardían cuando Él les explicaba las escrituras[3]. En la última cena dijo a sus discípulos: “He deseado ardientemente comer esta pascua con vosotros antes de mi pasión. Os digo que ya no la comeré hasta que se cumpla en el Reino de Dios”[4]. Es decir, lo sigue esperando ardientemente. Y sin embargo, los hombres parecemos haber olvidado este amor ardiente de un Dios hecho hombre, que sigue vivo y con el corazón traspasado y ardiendo en la fiebre de la espera y del amor no correspondido. O peor aún, correspondido con indiferencia, desprecio, ofensas y sacrilegios. Todo esto es tan extraño como maravilloso. Desde luego, que Dios nos ame de esa forma, que se haga hombre por nosotros, que por nosotros sufra pasión, muerte, resurrección y anhelo de ser correspondido tiene mucho de extraño y grandioso. Pero es así, aunque nuestro racionalismo miope se niegue a aceptarlo de verdad y nuestra fe se quede en meras palabras sin brillo. Y es extraño y maravilloso que, llegados a este punto, Cristo haya elegido a un alma sencilla pero fuerte, completamente entregada a Él, para confesarle su dolor de Dios-hombre. A fin de cuentas es Dios y es todopoderoso, aunque nuestro racionalismo no lo entienda. “Al menos tú, ámame” –le dijo a santa Margarita María de Alacoque, una pequeña monja inflamada de amor a Cristo a la que se apareció con el corazón abierto y ardiente. A lo que ella respondió: “Te ofrezco todo lo que tengo y todo lo que soy, para que uses de mí como un instrumento de tu amor”. Respuesta recia y valiente donde las haya, sin el más mínimo atisbo de ñoñería. Tan recia y valiente como el “Hágase en mí según tu palabra” de María. Y al que le parezca beatería, que intente hacer este ofrecimiento pensando lo que hace. “Aunque haya tanta ingratitud, tanta indiferencia, tanto desprecio, tanto sacrilegio, tanto pecado, tanta maldad, al menos tú, ámame” –nos dice hoy a nosotros, que nos llamamos cristianos. Si hay ñoñería y beatería en esta devoción, que baje Dios y lo diga. Ya lo ha hecho, ya nos ha dicho que su corazón está sangrante y ardiente de amor, en espera de nuestra respuesta.
¿Y qué hay de los nueve primeros viernes y la confesión?
¿Acaso es malo desear morir confesado? ¿Es que la confesión es una inutilidad? Es cierto que la misericordia de Dios es inmensa y que un acto de contrición basta para salvarnos. Pero, ¿hace eso menos buena la confesión? ¿No nos gustaría morir de la mano de nuestro ser más querido en este mundo y consolados por él? Ojalá nos fuese dado. ¿Por qué entonces no consideramos una maravilla morir de la mano de Cristo –mejor, dentro del corazón de Cristo– a través de la confesión y, consolados por Él, envueltos en Él, llegar directamente al Padre Eterno? Porque eso es la confesión, un encuentro con Cristo que nos abraza y nos acoge en su corazón. ¿O es que nuestro racionalismo –perro del hortelano que ni come ni deja comer, ni ve ni deja ver– tampoco nos va a dejar creer en esto? Lo curioso es que, en esta conversación estábamos dos personas cuyos respectivos padres murieron maravillosamente, recién confesados. Mi padre, hombre bondadoso, creyente, pero no muy clerical y, tal vez, un poco deísta, vio su muerte, una madrugada, unas horas antes de que llegase. Tuvo un derrame cerebral de los que no privan instantáneamente del sentido, despertó a mi madre y le dijo: “María, me muero, llama a la Iglesia”. Vino la Iglesia en la forma de un sacerdote y con él, Cristo. Su vida se fue apagando y una hora después de confesarse se fue de este mundo de su mano. El padre de otra de las personas de esa reunión murió casi instantáneamente en un accidente de coche poco después de pasar Burgos hacia Santander. En el coche de detrás venía –¡oh casualidad!, si existe la casualidad– el Obispo de Burgos, que le confesó antes de morir. También se fue al cielo de la mano de Cristo. No puedo asegurar que lo que digo a continuación sea cierto, pero tiene todas las posibilidades de serlo. Mi padre, educado en los maristas y el padre de esta otra persona, educado en los jesuitas, es más que probable que hubiesen hecho los nueve primeros viernes de mes en su infancia. Pero las promesas de Dios no tienen fecha de caducidad y, años más tarde, es más que probable que se hicieran realidad en ambos. Hay una última pregunta socarrona de nuestro pobre e incrédulo racionalismo que cree entenderlo todo y no entiende nada de lo que realmente merece ser entendido: ¿Por qué nueve comuniones? ¿Por qué viernes? ¿Por qué los primeros de mes? Es, seguramente, la más osada de las preguntas de la ignorancia. Me acuerdo de aquel poderoso general sirio, Naamán, que se presentó cubierto de lepra ante el profeta Eliseo para que le curase. El profeta le dijo, por medio de un mensajero, sin dignarse ir a él por muy poderoso que fuera:
- Anda, báñate siete veces en el Jordán y tu carne quedará limpia.
Naamán, indignado, se marchó murmurando:
- Pensaba que saldría a recibirme, invocaría el nombre del Señor, su Dios, me tocaría, y así curaría mi lepra. ¿Acaso los ríos de Damasco, el Abana y el Farfar, no son mucho mejores que todas las aguas de Israel? ¿No podría yo bañarme en ellos y quedar limpio?
Y se fue indignado. Pero sus siervos le dijeron:
- Padre, si el profeta te hubiese mandado una cosa difícil, ¿no lo habrías hecho? Pues, cuánto más, habiéndote dicho: “Báñate y quedarás limpio”.
Entonces Naamán bajó al Jordán, se baño siete veces, como había dicho el hombre de Dios, y su carne quedó limpia como la de un niño. Acto seguido, regresó con toda su comitiva adonde estaba el hombre de Dios y, de pie ante él, dijo:
- Reconozco que no hay otro Dios en toda la tierra, fuera del Dios de Israel.[5]
¿Por qué el Jordán? ¿Por qué siete veces? ¿Es que le vamos a enseñar a Dios a ser Dios? No hay nada de malo y sí mucho de bueno en que comulguemos los siete, nueve o dieciocho primeros viernes, jueves o martes de mes. O los de en medio. O los del final. O todos los días. Si Cristo ha dicho nueve, viernes y primeros es por una buena razón: Porque quiso. Y no nos toca a nosotros decirle cómo tiene que hacerlo. Dejemos a Dios ser Dios. Sólo nos queda, como a Naamán, aceptar una gracia tan fácil y maravillosa, respetarla, postrarnos con agradecimiento ante su corazón herido y ardiente de amor por nosotros y amarle con todas nuestras fuerzas en expiación por tanta ofensa, desagradecimiento, indiferencia y sacrilegio. Tal vez, después de sacar brillo a la plata de esta devoción, al ver una imagen del Sagrado Corazón de Jesús en una casa o en una puerta, le digamos a Él: Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo. Al menos yo, te amo. O por lo menos, lo intento. Y si Tú me concedes esa gracia, te amaré. Sagrado corazón de Jesús, en Ti confío.
P.D. ¡Qué maravilla que España haya sido consagrada otra vez al Sagrado Corazón de Jesús! ¡Buena falta le hace!
[1] Lucas 3, 16.
[2] Lucas 12, 49.
[3] Lucas 24,32.
[4] Lucas 22, 15-16
[5] 2º libro de los Reyes, 5, 10-15.
14 de junio de 2009
Corpus Christi en Pozuelo
No puedo por menos hoy, día del Corpus Christi que manifestar mi profunda alegría. Y eso que me he desayunado con bastante indignación viendo en El Mundo las fotos de una manifestación, ayer sábado, en la plaza de Oriente, en la que unas decenas de personas, se supone que para reivindicar el uso de la bicicleta, se manifestaban completamente desnudas. ¿Qué tendrá que ver –me pregunto– el culo con las témporas. En otra foto se veía a una joven que se cruzaba con la manifestación tapándose los ojos con las manos. Evidente falta de respeto para con los pacíficos manifestantes en cueros. Es, por supuesto, el sacrosanto derecho a la libertad de expresión que, desde luego, no tiene por qué tener en cuenta la libertad de otros de pasear una mañana de sábado por la plaza de Oriente sin tener que taparse los ojos para no ver las poco estáticas vergüenzas de unos cuantos pirados.
Así las cosas, he ido a misa de 12 a la Parroquia de Santa María de Caná, en Pozuelo de Alarcón, donde vivo. Todos los niños que este año han hecho la primera comunión estaban invitados a ir a esa misa, a los primeros bancos, vestidos de primera comunión con pétalos de rosa. La avenida de Europa, delante de la parroquia estaba decorada con altares hechos por los propios feligreses. Al final de la misa, todos hemos salido en procesión, con los niños en primer lugar, los sacerdotes después, el palio con el Santísimo Sacramento en su custodia y todo el pueblo asistente a la misa detrás, cantando distintas canciones. En cada uno de los siete altares instalados, un sacerdote daba la bendición con el Santísimo Sacramento, mientras los niños lanzaban sus pétalos de rosa. Todo con un respeto tremendo a no invadir la calle, para no entorpecer el tráfico, salvo, inevitablemente, al atravesar los pasos de cebra, derecho que asiste a cualquier transeúnte o a cualquier grupo de un colegio. Todo era alegría y simpatía.
Yo iba entre los fieles de la procesión. Me parecía –no, no me parecía, realmente lo hacía, pues Cristo está realmente en la Eucaristía– estar siguiendo a Jesús, que hubiese venido a recorrer las calles de Pozuelo. Me sentía como Zaqueo –aún sin subirme a una higuera– viendo pasar a Cristo a mi lado, mirándome a los ojos. Perdonándome tantas cosas por las que debo ser perdonado. Diciéndome que esta tarde estaría en mi casa. Yo me preguntaba qué pensaría la gente que pasaba por la calle con el coche o andando y que no fuesen creyentes. ¿Se preguntarían por qué hacíamos esto? ¿Qué se contestarían? En general me parecía percibir miradas de simpatía. Sólo un coche que tuvo que pararse dos minutos en el paso cebra, bajó la ventanilla y gritó: “Eso se hace en la iglesia”. Nadie le contestó ni le dijo nada, salvo una persona que, con una sonrisa, le dijo: “Estamos sacando a Jesús a pasear por la calle, es nuestra fe”. Con gestos de indignación el conductor le espetó: “Pues la fe, dentro de la Iglesia”.
Eso, los ciclistas tienen derecho a salir desnudos a la calle sin otro ánimo que el de provocar (por la desnudez, no por la manifestación que me parece fenomenal). Pero los católicos tenemos que quedarnos en las catacumbas para no ofender la fina conciencia de algún que otro ciudadano con más amargura que amor en el cuerpo, con independencia de la fe que tenga o no tenga. Pues no. Con todo el respeto, pero con toda libertad y con todo orgullo, los católicos tenemos el derecho –y me atrevería a decir que la obligación– de mostrar a Cristo al mundo, de sacarlo de la iglesia para que santifique las calles, para que le puedan ver, aunque tan sólo sean algunas personas que tal vez no le hayan visto nunca. Hace cuarenta años, esto era normal, después, no sé qué especie de vergüenza religiosa ha tenido atenazados a los cristianos. Ahora parece que algunas parroquias, como santa María de Caná, están volviendo a revitalizar esta costumbre. Ojalá dentro de cuarenta años lo hagan todas. Tendremos así una religión vigorosa y viva, capaz de revitalizar el mundo. ¿Quién sabe qué milagros puede obrar en más de un alma ese fortuito encuentro con Jesús? ¿Cuántos Zaqueos o Saulos o Levís-Mateos o Nicodemos pueden obtener la salvación por este inesperado cruce?
Así que hoy estoy alegre. He paseado con mi Dios y Señor que está vivo y actúa en el mundo, por las calles de mi ciudad y, así, la he santificado un poco para todos los que vivimos en ella.
Así las cosas, he ido a misa de 12 a la Parroquia de Santa María de Caná, en Pozuelo de Alarcón, donde vivo. Todos los niños que este año han hecho la primera comunión estaban invitados a ir a esa misa, a los primeros bancos, vestidos de primera comunión con pétalos de rosa. La avenida de Europa, delante de la parroquia estaba decorada con altares hechos por los propios feligreses. Al final de la misa, todos hemos salido en procesión, con los niños en primer lugar, los sacerdotes después, el palio con el Santísimo Sacramento en su custodia y todo el pueblo asistente a la misa detrás, cantando distintas canciones. En cada uno de los siete altares instalados, un sacerdote daba la bendición con el Santísimo Sacramento, mientras los niños lanzaban sus pétalos de rosa. Todo con un respeto tremendo a no invadir la calle, para no entorpecer el tráfico, salvo, inevitablemente, al atravesar los pasos de cebra, derecho que asiste a cualquier transeúnte o a cualquier grupo de un colegio. Todo era alegría y simpatía.
Yo iba entre los fieles de la procesión. Me parecía –no, no me parecía, realmente lo hacía, pues Cristo está realmente en la Eucaristía– estar siguiendo a Jesús, que hubiese venido a recorrer las calles de Pozuelo. Me sentía como Zaqueo –aún sin subirme a una higuera– viendo pasar a Cristo a mi lado, mirándome a los ojos. Perdonándome tantas cosas por las que debo ser perdonado. Diciéndome que esta tarde estaría en mi casa. Yo me preguntaba qué pensaría la gente que pasaba por la calle con el coche o andando y que no fuesen creyentes. ¿Se preguntarían por qué hacíamos esto? ¿Qué se contestarían? En general me parecía percibir miradas de simpatía. Sólo un coche que tuvo que pararse dos minutos en el paso cebra, bajó la ventanilla y gritó: “Eso se hace en la iglesia”. Nadie le contestó ni le dijo nada, salvo una persona que, con una sonrisa, le dijo: “Estamos sacando a Jesús a pasear por la calle, es nuestra fe”. Con gestos de indignación el conductor le espetó: “Pues la fe, dentro de la Iglesia”.
Eso, los ciclistas tienen derecho a salir desnudos a la calle sin otro ánimo que el de provocar (por la desnudez, no por la manifestación que me parece fenomenal). Pero los católicos tenemos que quedarnos en las catacumbas para no ofender la fina conciencia de algún que otro ciudadano con más amargura que amor en el cuerpo, con independencia de la fe que tenga o no tenga. Pues no. Con todo el respeto, pero con toda libertad y con todo orgullo, los católicos tenemos el derecho –y me atrevería a decir que la obligación– de mostrar a Cristo al mundo, de sacarlo de la iglesia para que santifique las calles, para que le puedan ver, aunque tan sólo sean algunas personas que tal vez no le hayan visto nunca. Hace cuarenta años, esto era normal, después, no sé qué especie de vergüenza religiosa ha tenido atenazados a los cristianos. Ahora parece que algunas parroquias, como santa María de Caná, están volviendo a revitalizar esta costumbre. Ojalá dentro de cuarenta años lo hagan todas. Tendremos así una religión vigorosa y viva, capaz de revitalizar el mundo. ¿Quién sabe qué milagros puede obrar en más de un alma ese fortuito encuentro con Jesús? ¿Cuántos Zaqueos o Saulos o Levís-Mateos o Nicodemos pueden obtener la salvación por este inesperado cruce?
Así que hoy estoy alegre. He paseado con mi Dios y Señor que está vivo y actúa en el mundo, por las calles de mi ciudad y, así, la he santificado un poco para todos los que vivimos en ella.
7 de junio de 2009
Una verdad incómoda y manipulada
Tomás Alfaro Drake
Antes de empezar con lo que es mi entrada de esta semana quiero comunicaros que ya está en la calle mi nuevo libro "Más allá de la ciencia" Ediciones palabra, colección "dBolsillo", al modiquísimo precio de 4 €. Sí 4, no es una errata en la que me haya comido un cero. En realidad los lectores de este blog ya lo conocéis. No es otra cosa que la serie de "Dios y la ciencia" que ha ido apareciendo en él. Bueno, está un poco abreviado, porque la editorial, para que cupuera en ese precio, así me lo exigió. Pero como lo breve es siempre mejor que lo largo, creo que el esfuerzo al que me ha sometido la editorial ha merecido la pena y el resultado es mejor que el original. Así es que, por 4 euritos, os aconsejo que lo compréis. Además, sin que interpretéis esto como mercantilismo, creo que es un buen libro para regalar a aquellos a los que creen que la ciencia puede minar los cimientos de su fe o a aquellos que supone un obstáculo para creer. Bueno, pues al grano de mi post de hoy.
Otra vez, la máquina de la tergiversación de todo lo que dice la Iglesia a través de cualquiera de sus representantes, se ha puesto a funcionar echando chispas, sapos y culebras. El jueves 18 de Mayo nos desayunamos con titulares que, según de que medio de comunicación se tratase, iban desde el “Cañizares dice que el aborto es más grave que la pederastia” hasta el “Cañizares dice que es peor la interrupción voluntaria del embarazo que la violación de niños” o “La Iglesia justifica la pederastia”. Más abajo el texto nos informaba de la desfachatez, la desvergüenza y el oscurantismo de la Iglesia católica por decir semejante cosa. Los medios competían en la energía de sus protestas y condenas. Nadie quería quedarse atrás en la carrera de los anatemas. Los dirigentes del PSOE lo usaban como una invencible arma contra sus contrincantes electorales. Incluso los católicos, un poco contagiados de esa “bienpensante” progresía –yo el primero en un principio–, agachábamos un poco las orejas. Parece como si el miércoles 17, Mons. Cañizares se hubiese levantado con ganas de polémica y hubiese hecho, gratuitamente, esta comparación con ánimo de defender los casos de pederastia. Pero no es así. Como siempre, entre la realidad y la noticia se cuela la más burda manipulación.
Vamos a los hechos. Poco antes del partido Barça-Manchester del miércoles, TV3 hizo desde Roma una entrevista de 17 minutos a Mons. Cañizares. Yo la he encontrado sin demasiado trabajo en internet, pero para ahorrar trabajo a quien le de pereza hacerlo, podéis encontrar el link en este post. En ella, en un momento dado, bastante al principio, el locutor le dice a Mons. Cañizares que estamos viviendo un aumento de la tensión en las relaciones Iglesia-Estado, básicamente debido a la píldora del día siguiente y del proyecto de ley del aborto. Mons. Cañizares aclaró que no se trataba tan sólo de las relaciones Iglesia-Estado, sino que el aborto, la muerte violenta de millones de seres humanos inocentes, suponía una grave erosión a la cultura en la que se basaba nuestra historia. Cultura greco-romana-cristiana. A su juicio, el gobierno estaba llevando a la práctica un proyecto de socavación de esos principios basados en el respeto a la vida y a la dignidad humana. La muerte de 40 millones de seres humanos en el mundo debido a esta lacra del aborto, minaba estos cimientos.
En un momento dado, el locutor le dice que hay personas que responderían a eso con los casos de pederastia en Irlanda llevados a cabo por algunos sacerdotes. Mons. Cañizares condenó explicita y taxativamente la pederastia, pero afirmando que las dos cosas no son comparables. Contestando al locutor afirmó que no es lo mismo, por muy lamentables que sean, los casos de pederastia de Irlanda que los millones de vidas segadas. Inmediatamente dice que la Iglesia pide perdón por esos casos y que una sociedad en la que las personas que actúan mal pidiesen perdón sería una sociedad mejor. Debemos pedir perdón todos, insiste.
Y me pregunto: ¿Acaso lo que dice Mons. Cañizares no es la pura verdad? ¿Acaso la muerte de millones de seres humanos no es peor que los casos de pederastia que haya podido haber. Que los tergiversadores no tuerzan mis palabras como han hecho con las de Cañizares. La pederastia es, desde luego, algo gravísimo. Deja lacras imborrables en las víctimas. Quien la practica debe ser juzgado. Y si en ese juicio se prueba que efectivamente han existido esos casos, el peso de la ley debe caer sobre los culpables. Pero dicho esto, sin paliativos, ¿es que no es verdad que la muerte de seres humanos es más grave? Es cierto que la ley no parece querer considerarlos seres humanos. Pero, ¿lo son? Lo cierto es que la ciencia y el sentido común nos llevan a que sí lo son. No voy a repetir cosas que ya dije en un envío anterior, pero en cuanto se empieza a discutir cuándo un embrión es un ser humano, se empiezan a escuchar contradicciones clamorosas. Si la mujer ha sido violada, el feto es un ser humano en un momento dado. Pero si tiene malformaciones, entonces el feto se convierte en ser humano más tarde. Debe ser que las malformaciones son un signo de inhumanidad. Así pensaban también los nazis. Parece que el argumento más contundente a favor del aborto reside –según dijo hace poco la ministra de sanidad Trinidad Jiménez– en que los gobiernos europeos han llegado al acuerdo de que no se es un ser humano hasta que no se es viable. Pero entonces deberíamos enfangarnos en una larga discusión –para la que el ministro de educación dice que no tiene tiempo y la a ministra de sanidad no le merece la pena– para definir la viabilidad. ¿Es viable un feto unos días antes del nacimiento? ¿Y un niño de seis meses? Es bastante difícil –es imposible– poner un límite a la viabilidad por debajo de los tres o cuatro años. ¿Puede alguien darle a su hijo de tres años 10 euros al día y esperar que se las apañe? ¿Debemos entonces considerar que un niño de tres años no es un ser humano? Claro que el ministro de educación no tiene tiempo para este debate ni la ministra de sanidad interés, porque en cuanto uno empieza a poner líneas que intenten definir cuando se empieza a ser persona, se mete en un jardín del que es muy difícil salir. Porque sólo hay una respuesta que se mantenga en pie. Desde que un óvulo y un espermatozoide se unen para dar la carga genética de un ovocito humano que empieza a desarrollarse con un programa perfectamente definido que le hará cambiar imperceptiblemente día a día, desde ese momento hasta su muerte natural, desde ese mismo instante, hay un ser humano único, irrepetible y lleno de dignidad.
Y me sigo preguntando: ¿Debió Cañizares haberse salido por la tangente y responder con vaguedades al las preguntas del locutor, como hacen los políticos? ¿Debe callarse el presidente del Tribunal Supremo cuando le dicen que hay quien piensa que dos delitos con evidente distinta gravedad, aunque sean los dos graves, son equivalentes?
Lo dicho hasta aquí, se refiere al hecho comparativo de estas dos gravísimas acciones. Otra cosa es cuando juzgamos a las personas. Creo –en esto no entró Mons. Cañizares, pues nadie le preguntó– que, en la mayoría de los casos la culpa moral de un pederasta es mayor que la de una mujer que aborta sin clara conciencia de lo que está haciendo, desinformada y presionada. No puedo decir lo mismo cuando, en vez de la mujer que aborta, hablamos de los gobernantes de un Estado que legisla y empuja hacia el aborto sin dar ni una oportunidad ni dedicar un duro a fomentar otras alternativas mejores, humana y éticamente.
Sin embargo, en un momento dado el locutor le preguntó a Cañizares por qué creía que el gobierno quería cambiar las bases de la cultura. Naturalmente, él contestó, en este caso, a la gallega: “Pregúnteselo al gobierno”. Claro, en lo que no hay que mojarse, no hay que mojarse, pero hay cosas en las que un obispo no puede callarse.
Pero volvamos al perdón. ¿Por qué la Iglesia debe pedir perdón por algo que han hecho tan sólo unas pocas personas de ella? ¿Debería pedir perdón el Estado español por lo que puedan hacer unos criminales españoles en Alemania? Ignoro la respuesta a la segunda pregunta, pero a la primera es un rotundo sí. Y eso sí que lo dijo Mons. Cañizares alto y claro. El por qué la respuesta es sí, lo aclaró magníficamente Juan Pablo II cuando decidió pedir perdón por los pecados de la Iglesia en la historia. Porque la Iglesia es el Cuerpo Místico de Cristo y los pecados de cualquiera de sus miembros desfiguran el su rostro y, de una forma misteriosa, todos tenemos un cierto grado de responsabilidad solidaria en los pecados de los demás. La Iglesia debe pedir perdón por los pecados de toda la humanidad, aunque sea inocente de la mayoría de ellos, porque todo lo que afecta al hombre le atañe y porque Cristo, siendo inocente, cargó sobre sí los pecados de todos. Yo, que no he practicado el aborto ni, desde luego, la pederastia, pido perdón por los 40 millones de abortos, por el pecado de los pocos sacerdotes que realmente la hayan practicado y por el de los que no son ni sacerdotes ni cristianos. Y puedo asegurar que me cuesta mucho pedir este perdón por algo que no he hecho. Pero también, a través de ese mismo Cuerpo Místico de Cristo, todas las gracias recibidas por cada miembro llegan, de una forma también misteriosa, a todos. De alguna manera, no hemos debido pedir suficientes gracias a Cristo y por eso hay abortos y casos de pederastia. Sin embargo en esa participación en Cristo a través de la Iglesia, salgo ganando, porque ahí están las gracias de un san Pablo, de un san Francisco, de una Teresa de Calcuta, de todas esas monjas contemplativas que dedican su vida a atraer esas gracias para la humanidad y de millones de personas, santos anónimos. Los santos son, tal vez, pocos en proporción, pero, ¡¿qué sería del mundo sin ellos?! Parafraseando a Wiston Churchill cuando se refería a los pilotos de la RAF: “Nunca tantos han debido tanto a tan pocos”. En resumen, que la Iglesia no es –afortunadamente– un club de perfectos. Si lo fuese, yo tendría que decir, como Groucho Marx: “Jamás sería socio de un club que me admitiese como socio”. Sí es, en cambio, un “sitio” en el que hay santos enchufados a Cristo. ¡Y en el que yo estoy invitado para comer y beber de gorra! Esta es la grandeza de la Iglesia. ¡Qué pena los que deciden quedarse fuera!
Así pues, apoyo sin reservas las palabras de Mons. Cañizares y lamento profundamente la tergiversación malintencionada de que han sido objeto. Y si alguien tergiversa estas palabras, me consuela que nos ha sido dicho: “¡Bienaventurados seréis cuando os maldigan y digan todo tipo de calumnias de vosotros por mi causa!”
Antes de empezar con lo que es mi entrada de esta semana quiero comunicaros que ya está en la calle mi nuevo libro "Más allá de la ciencia" Ediciones palabra, colección "dBolsillo", al modiquísimo precio de 4 €. Sí 4, no es una errata en la que me haya comido un cero. En realidad los lectores de este blog ya lo conocéis. No es otra cosa que la serie de "Dios y la ciencia" que ha ido apareciendo en él. Bueno, está un poco abreviado, porque la editorial, para que cupuera en ese precio, así me lo exigió. Pero como lo breve es siempre mejor que lo largo, creo que el esfuerzo al que me ha sometido la editorial ha merecido la pena y el resultado es mejor que el original. Así es que, por 4 euritos, os aconsejo que lo compréis. Además, sin que interpretéis esto como mercantilismo, creo que es un buen libro para regalar a aquellos a los que creen que la ciencia puede minar los cimientos de su fe o a aquellos que supone un obstáculo para creer. Bueno, pues al grano de mi post de hoy.
Otra vez, la máquina de la tergiversación de todo lo que dice la Iglesia a través de cualquiera de sus representantes, se ha puesto a funcionar echando chispas, sapos y culebras. El jueves 18 de Mayo nos desayunamos con titulares que, según de que medio de comunicación se tratase, iban desde el “Cañizares dice que el aborto es más grave que la pederastia” hasta el “Cañizares dice que es peor la interrupción voluntaria del embarazo que la violación de niños” o “La Iglesia justifica la pederastia”. Más abajo el texto nos informaba de la desfachatez, la desvergüenza y el oscurantismo de la Iglesia católica por decir semejante cosa. Los medios competían en la energía de sus protestas y condenas. Nadie quería quedarse atrás en la carrera de los anatemas. Los dirigentes del PSOE lo usaban como una invencible arma contra sus contrincantes electorales. Incluso los católicos, un poco contagiados de esa “bienpensante” progresía –yo el primero en un principio–, agachábamos un poco las orejas. Parece como si el miércoles 17, Mons. Cañizares se hubiese levantado con ganas de polémica y hubiese hecho, gratuitamente, esta comparación con ánimo de defender los casos de pederastia. Pero no es así. Como siempre, entre la realidad y la noticia se cuela la más burda manipulación.
Vamos a los hechos. Poco antes del partido Barça-Manchester del miércoles, TV3 hizo desde Roma una entrevista de 17 minutos a Mons. Cañizares. Yo la he encontrado sin demasiado trabajo en internet, pero para ahorrar trabajo a quien le de pereza hacerlo, podéis encontrar el link en este post. En ella, en un momento dado, bastante al principio, el locutor le dice a Mons. Cañizares que estamos viviendo un aumento de la tensión en las relaciones Iglesia-Estado, básicamente debido a la píldora del día siguiente y del proyecto de ley del aborto. Mons. Cañizares aclaró que no se trataba tan sólo de las relaciones Iglesia-Estado, sino que el aborto, la muerte violenta de millones de seres humanos inocentes, suponía una grave erosión a la cultura en la que se basaba nuestra historia. Cultura greco-romana-cristiana. A su juicio, el gobierno estaba llevando a la práctica un proyecto de socavación de esos principios basados en el respeto a la vida y a la dignidad humana. La muerte de 40 millones de seres humanos en el mundo debido a esta lacra del aborto, minaba estos cimientos.
En un momento dado, el locutor le dice que hay personas que responderían a eso con los casos de pederastia en Irlanda llevados a cabo por algunos sacerdotes. Mons. Cañizares condenó explicita y taxativamente la pederastia, pero afirmando que las dos cosas no son comparables. Contestando al locutor afirmó que no es lo mismo, por muy lamentables que sean, los casos de pederastia de Irlanda que los millones de vidas segadas. Inmediatamente dice que la Iglesia pide perdón por esos casos y que una sociedad en la que las personas que actúan mal pidiesen perdón sería una sociedad mejor. Debemos pedir perdón todos, insiste.
Y me pregunto: ¿Acaso lo que dice Mons. Cañizares no es la pura verdad? ¿Acaso la muerte de millones de seres humanos no es peor que los casos de pederastia que haya podido haber. Que los tergiversadores no tuerzan mis palabras como han hecho con las de Cañizares. La pederastia es, desde luego, algo gravísimo. Deja lacras imborrables en las víctimas. Quien la practica debe ser juzgado. Y si en ese juicio se prueba que efectivamente han existido esos casos, el peso de la ley debe caer sobre los culpables. Pero dicho esto, sin paliativos, ¿es que no es verdad que la muerte de seres humanos es más grave? Es cierto que la ley no parece querer considerarlos seres humanos. Pero, ¿lo son? Lo cierto es que la ciencia y el sentido común nos llevan a que sí lo son. No voy a repetir cosas que ya dije en un envío anterior, pero en cuanto se empieza a discutir cuándo un embrión es un ser humano, se empiezan a escuchar contradicciones clamorosas. Si la mujer ha sido violada, el feto es un ser humano en un momento dado. Pero si tiene malformaciones, entonces el feto se convierte en ser humano más tarde. Debe ser que las malformaciones son un signo de inhumanidad. Así pensaban también los nazis. Parece que el argumento más contundente a favor del aborto reside –según dijo hace poco la ministra de sanidad Trinidad Jiménez– en que los gobiernos europeos han llegado al acuerdo de que no se es un ser humano hasta que no se es viable. Pero entonces deberíamos enfangarnos en una larga discusión –para la que el ministro de educación dice que no tiene tiempo y la a ministra de sanidad no le merece la pena– para definir la viabilidad. ¿Es viable un feto unos días antes del nacimiento? ¿Y un niño de seis meses? Es bastante difícil –es imposible– poner un límite a la viabilidad por debajo de los tres o cuatro años. ¿Puede alguien darle a su hijo de tres años 10 euros al día y esperar que se las apañe? ¿Debemos entonces considerar que un niño de tres años no es un ser humano? Claro que el ministro de educación no tiene tiempo para este debate ni la ministra de sanidad interés, porque en cuanto uno empieza a poner líneas que intenten definir cuando se empieza a ser persona, se mete en un jardín del que es muy difícil salir. Porque sólo hay una respuesta que se mantenga en pie. Desde que un óvulo y un espermatozoide se unen para dar la carga genética de un ovocito humano que empieza a desarrollarse con un programa perfectamente definido que le hará cambiar imperceptiblemente día a día, desde ese momento hasta su muerte natural, desde ese mismo instante, hay un ser humano único, irrepetible y lleno de dignidad.
Y me sigo preguntando: ¿Debió Cañizares haberse salido por la tangente y responder con vaguedades al las preguntas del locutor, como hacen los políticos? ¿Debe callarse el presidente del Tribunal Supremo cuando le dicen que hay quien piensa que dos delitos con evidente distinta gravedad, aunque sean los dos graves, son equivalentes?
Lo dicho hasta aquí, se refiere al hecho comparativo de estas dos gravísimas acciones. Otra cosa es cuando juzgamos a las personas. Creo –en esto no entró Mons. Cañizares, pues nadie le preguntó– que, en la mayoría de los casos la culpa moral de un pederasta es mayor que la de una mujer que aborta sin clara conciencia de lo que está haciendo, desinformada y presionada. No puedo decir lo mismo cuando, en vez de la mujer que aborta, hablamos de los gobernantes de un Estado que legisla y empuja hacia el aborto sin dar ni una oportunidad ni dedicar un duro a fomentar otras alternativas mejores, humana y éticamente.
Sin embargo, en un momento dado el locutor le preguntó a Cañizares por qué creía que el gobierno quería cambiar las bases de la cultura. Naturalmente, él contestó, en este caso, a la gallega: “Pregúnteselo al gobierno”. Claro, en lo que no hay que mojarse, no hay que mojarse, pero hay cosas en las que un obispo no puede callarse.
Pero volvamos al perdón. ¿Por qué la Iglesia debe pedir perdón por algo que han hecho tan sólo unas pocas personas de ella? ¿Debería pedir perdón el Estado español por lo que puedan hacer unos criminales españoles en Alemania? Ignoro la respuesta a la segunda pregunta, pero a la primera es un rotundo sí. Y eso sí que lo dijo Mons. Cañizares alto y claro. El por qué la respuesta es sí, lo aclaró magníficamente Juan Pablo II cuando decidió pedir perdón por los pecados de la Iglesia en la historia. Porque la Iglesia es el Cuerpo Místico de Cristo y los pecados de cualquiera de sus miembros desfiguran el su rostro y, de una forma misteriosa, todos tenemos un cierto grado de responsabilidad solidaria en los pecados de los demás. La Iglesia debe pedir perdón por los pecados de toda la humanidad, aunque sea inocente de la mayoría de ellos, porque todo lo que afecta al hombre le atañe y porque Cristo, siendo inocente, cargó sobre sí los pecados de todos. Yo, que no he practicado el aborto ni, desde luego, la pederastia, pido perdón por los 40 millones de abortos, por el pecado de los pocos sacerdotes que realmente la hayan practicado y por el de los que no son ni sacerdotes ni cristianos. Y puedo asegurar que me cuesta mucho pedir este perdón por algo que no he hecho. Pero también, a través de ese mismo Cuerpo Místico de Cristo, todas las gracias recibidas por cada miembro llegan, de una forma también misteriosa, a todos. De alguna manera, no hemos debido pedir suficientes gracias a Cristo y por eso hay abortos y casos de pederastia. Sin embargo en esa participación en Cristo a través de la Iglesia, salgo ganando, porque ahí están las gracias de un san Pablo, de un san Francisco, de una Teresa de Calcuta, de todas esas monjas contemplativas que dedican su vida a atraer esas gracias para la humanidad y de millones de personas, santos anónimos. Los santos son, tal vez, pocos en proporción, pero, ¡¿qué sería del mundo sin ellos?! Parafraseando a Wiston Churchill cuando se refería a los pilotos de la RAF: “Nunca tantos han debido tanto a tan pocos”. En resumen, que la Iglesia no es –afortunadamente– un club de perfectos. Si lo fuese, yo tendría que decir, como Groucho Marx: “Jamás sería socio de un club que me admitiese como socio”. Sí es, en cambio, un “sitio” en el que hay santos enchufados a Cristo. ¡Y en el que yo estoy invitado para comer y beber de gorra! Esta es la grandeza de la Iglesia. ¡Qué pena los que deciden quedarse fuera!
Así pues, apoyo sin reservas las palabras de Mons. Cañizares y lamento profundamente la tergiversación malintencionada de que han sido objeto. Y si alguien tergiversa estas palabras, me consuela que nos ha sido dicho: “¡Bienaventurados seréis cuando os maldigan y digan todo tipo de calumnias de vosotros por mi causa!”
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