Tomás Alfaro Drake
Como cierre de esta serie dedicada a Sartre, ecce homo, transcribo aquí la carta que escribí a Jean Paul Sartre y que aparece en mi libro: “Al sueño de la muerte hablo despierto; cartas a poetas muertos”, publicado por la BAC. No me importa que os lo compréis. Con esto, me despido hasta septiembre. ¡Buen verano!
Madrid, 27 de Julio del 2003
Carta para entregar a Jean Paul Sartre, filósofo y escritor francés del siglo XX
Querido Jean Paul:
Sé, antes de empezar a escribir esta carta, que va a ser la más ardua que haya escrito. Porque me va a costar mucho encontrar la razón por la que la misericordia divina pueda tenerte en su seno. Es cierto que Dios no necesita para nada de mi entendimiento para actuar, pero yo sí necesito una razón para escribirte al Paraíso con la esperanza de que recibas la carta. De hecho, no te estaría escribiendo si no fuese por un texto tuyo, casi olvidado y desconocido, perteneciente a una obra de la que renegaste apenas escrita. Debía correr el año 40, cuando tú estabas prisionero en un stalag nazi. Fue esta obra la que me puso sobre tu pista. Hasta entonces, sabía de ti, lo tópico y lo típico. Padre del existencialismo, obras como “La náusea”, “El ser y la nada”, “El muro”, frases como “el hombre es una pasión inútil”, “el infierno son los otros”, etc. En fin, lo de siempre, una vaga idea central, tres obras y dos frases. Lo suficiente para cimentar lo que Giovanni Papini definía como la indestructible ignorancia de la gente “culta”. A partir de Barioná, así se llama la obra en cuestión, quise destruir mi ignorancia sobre ti. Pero no es todavía el momento para hablarte en esta carta de esa obra tuya.
Al leerte, me sorprendió tu honradez intelectual y el hecho de que pudiese estar absolutamente de acuerdo contigo en muchas más cosas de las que pensaba a priori. Lo primero, en la irrenunciable libertad del hombre, dueño, sin excusas, de labrar su destino. Después, en el hecho de que el hombre, cuando elige un proyecto para su vida, lo hace como si lo estuviese eligiendo para toda la humanidad. Y por último, en que el deber del escritor es gritar al mundo su cosmovisión. Me impresiona cuando dices, en tu ensayo “¿Qué es la literatura?” que el escritor jamás debe decir ante su obra: “¡Bah!, apenas tendré tres mil lectores” sino, “¿qué pasaría si el mundo entero leyera lo que he escrito?”. O, citándote un poco más extensamente:
Sabe [el escritor] que las palabras, como dice Brice Parain, son “pistolas cargadas”. Si habla, dispara. Puede callarse, pero una vez que ha elegido disparar, debe hacerlo como hombre, apuntando a la diana, y no como los niños, al azar, cerrando los ojos y por el solo placer de oír las detonaciones.
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Del mismo modo, la función del escritor es actuar de forma que nadie pueda ignorar el mundo y que nadie pueda decir que es inocente.
¡Que diferencia con el actual pensamiento débil en el que lo políticamente correcto es no tener opiniones contundentes, no hacer distinciones claras entre el bien y el mal, ser tolerante en un sentido amorfo! Me has hecho comprender un poco más la frase del Apocalipsis en la que el ángel de la Iglesia de Laodicea dice: “Conozco tus obras: no eres ni frío ni caliente. Ojalá fueses frío o caliente. Pero porque eres tibio, y no eres ni frío ni caliente, te voy a vomitar de mi boca. Estás diciendo: Yo soy rico, yo me he enriquecido, a mí no me falta nada; y no sabes que eres desdichado, miserable, pobre, ciego y desnudo”. Desde luego, tú no eras tibio, y en este mundo de pensamiento débil, eso se agradece.
Pero si he empezado por decir aquello en lo que estoy de acuerdo contigo no es para callar aquello que me aleja de ti, que es la frialdad heladora de tu cosmovisión. El hombre es libre y responsable en el vacío absoluto, en la nada. Es, como te cité antes, “una pasión inútil”, un salto de pulga entre la nada y la nada. No me extraña que este pensamiento te produzca náusea. Lo que me extraña es que un inmenso coro de grillos que cantan a la luna haya adoptado esa cosmovisión tuya y, además, lo haya hecho sólo parcialmente, desde la tibieza. Han hecho dogma de fe de la nada, rechazando la parte del compromiso vital. No sé como será el existencialismo cristiano de tu contemporáneo Gabriel Marcel, algún día tendré que sumergirme en él. Pero creo que si es la otra cara de la moneda del coro de grillos, sí al compromiso vital, no a la nada, me gustará.
Me preguntaba sobre ti; ¿por qué Sartre habrá elegido gratuitamente la nada en vez del Ser, cuando la razón más evidente debe llevar al Ser antes que a la nada? Tú mismo, en tu obra “El muro”, tienes dificultad en entender eso de la nada. En la terrible conversación de los condenados, justo antes del fusilamiento, dices por boca de Tom.
– Es como en las pesadillas, decía Tom. Queremos pensar en algo, tenemos todo el tiempo la impresión de que ya esta, que vamos a comprender y después, la sensación resbala, se escapa, y recaemos. Me digo: Después no habrá nada. Pero no comprendo lo que eso quiere decir. Hay momentos en los que casi llego... y después recaigo, empiezo a pensar otra vez en el dolor, en las balas, en las detonaciones. Soy materialista, te lo juro; no me estoy volviendo loco. Pero hay algo que no funciona. Veo mi cadáver: eso no es difícil, pero soy yo el que lo veo, con mis ojos[1]. Tendría que ser capaz de pensar... de pensar que no veré nada más, que no oiré nada más y que el mundo continuará para los demás. No estamos hechos para pensar eso, Pablo. Puedes creerme: ya me he pasado en vela más de una noche entera esperando algo. Pero eso no se parece a nada: eso nos cogerá por detrás, Pablo, y no habremos podido prepararnos.
– El montaje, le dije, ¿quieres que llame a un confesor?
En estas estaba, preguntándome, como te decía hace un momento –¿por qué Sartre eligió la nada y no el Ser?– cuando conocí la autobiografía de tu infancia en tu obra “Las palabras”. Ahí estaba todo. Hiciste la elección a los doce años y, creo, que de una manera banal y terrible. Además, y usando un término que me parece que acuñaste tú y que ha tenido un enorme éxito posterior, alienado por los otros. Lo curioso es que a los cincuenta y nueve años, cuando escribiste esta autobiografía, eras perfecta y fríamente consciente de esta alienación. Hace falta mucho valor para escribir lo que tú escribiste de ti mismo en “Las palabras”. Por eso te he dicho al principio de esta carta que admiraba tu honestidad intelectual. Siento tener que citarte con una extensión mayor de lo que me gustaría, pero no creo que sea evitable.
Presentía la religión, la esperaba, era el remedio. Si me la hubiesen negado, la hubiese inventado yo mismo. No me la negaban: educado en la fe católica, aprendí que el Todopoderoso me había hecho para su gloria: era más de lo que osaba soñar. Pero, inmediatamente, en el Dios a la medida que me enseñaban, no reconocía el que esperaba mi alma: me hacía falta un Creador y me daban un Gran Patrón; los dos eran uno solo, pero yo lo ignoraba; yo servía sin calor al Ídolo farisaico y la doctrina oficial me desanimaba de buscar mi propia fe. ¡Qué dilema! Confianza y desolación hacían de mi alma un terreno de elección para sembrar en él el Cielo: sin este desprecio, sería monje. Pero mi familia había sido tocada por el lento movimiento de descristianización que nació en la alta burguesía volteriana y que tardó un siglo en extenderse a todas las capas de la sociedad. [...]. Naturalmente, todo el mundo creía en casa: por discreción. [...] ... un ateo era un original, un furioso al que no se invitaba a cenar por miedo a “una salida de tono”, [...] un maníaco de Dios que veía en todas partes Su ausencia y que no podía abrir la boca sin pronunciar Su nombre, en suma, un señor que tenía convicciones religiosas. El creyente no las tenía en absoluto: desde hacía dos mil años, las certidumbres cristianas habían tenido tiempo de ser probadas, pertenecían a todos, se les pedía brillar en la mirada de un sacerdote en la media luz de una iglesia, alumbrando las almas, pero nadie tenía necesidad de tomarlas a su cargo; eran el patrimonio común. La buena sociedad creía en Dios para no tener que hablar de Él. ¡Que tolerante parecía la religión! Que cómoda era: el cristiano podía desertar de la Misa y casar religiosamente a sus hijos[...] no se esperaba de él ni que llevase una vida ejemplar... [...] En nuestro medio, en mi familia, la fe no era más que un nombre aparatoso para la dulce libertad francesa. [...] ... Fui llevado a la incredulidad no por conflicto con los dogmas, sino por la indiferencia de mis abuelos[2].
Si este pasaje es revelador, mucho más terrible es otro que cuentas, del que nace tu aversión a un Ser superior. Acabas de venir de un paseo con tu madre por los jardines de Luxemburgo. En un extraño juego solitario te has dado cuenta de que el mundo no depende de tu actividad, como te habías representado mentalmente. Llegas a tu casa frustrado.
... me acerco a la ventana, diviso una mosca a través de los visillos, la atrapo en un cepo de muselina y dirijo hacia ella un dedo asesino. Este momento está fuera de programa, extraído del tiempo común, puesto aparte, incomparable, inmóvil. [...] Solo y sin futuro, en un minuto estancado, un niño busca sensaciones fuertes en el asesinato; ya que se me niega un destino de hombre, yo seré el destino de una mosca. No me apresuro, le doy tiempo para adivinar el gigante que se inclina sobre ella; ¡avanzo el dedo, la mosca explota, soy importante! ¡No había que matarla, Dios mío! De toda la creación, era el único ser que me temía; no cuento para nadie. Asesino de insectos, me pongo en el lugar de la víctima y me convierto en insecto. Soy una mosca y lo he sido siempre. Esta vez he tocado fondo[3].
Sería injusto tacharte de cruel por matar una mosca a los diez años. ¿Quién no lo ha hecho? Lo terrible es tu conclusión. “Soy una mosca y lo he sido siempre”. ¿Quién quiere ser una mosca en manos de un Gran Patrón al que no te han enseñado a amar? La respuesta definitiva que marcará tu elección de la nada frente al Ser tarda dos años en llegar, como consecuencia del terrible silogismo anterior. A los doce años, en La Rochelle, un día por la mañana, estas esperando a unos compañeros que tardan en llegar:
... de pronto no supe que inventar para distraerme y decidí pensar en el Todopoderoso. En ese mismo instante, se disolvió en el cielo azul sin dar una explicación: no existe, me dije con una delicada extrañeza y creí arreglado el asunto. Y lo estaba, en cierta manera, porque nunca después he tenido la menor tentación de resucitarlo[4].
Así, en un instante fuera del tiempo o, mejor dicho, resumen de tiempos pasados, a los doce años, quedaba zanjada la cuestión para toda tu vida. La nada sobre el Ser. Y no sólo para ti. Había que conseguir que lo estuviese para toda la humanidad. Y a fe que has conseguido contagiar tu náusea a varias generaciones. Perdona la crudeza poco educada y totalmente incorrecta políticamente. ¿Has podido contar cuantos suicidios debes tener anotados en tu cuenta?
Ya te dije al principio que esta carta iba a ser ardua. ¿Por qué te la he escrito situándote en el Paraíso? Precisamente por la obra que me ha impulsado a conocerte mejor. Por Barioná. No he podido leer esta obra tuya porque está engullida por el silencio. De esto te hablaré luego. Lo que sé de ella lo he encontrado en internet, dónde, para bien o para mal, el silencio es imposible. Su historia es la siguiente: Estás prisionero en un campo de prisioneros de guerra nazi al acercarse la Navidad de 1940. Eres ya un escritor con cierta fama, has publicado “La náusea” y “El muro”. Tus compañeros de prisión te piden que escribas un auto de Navidad. Entonces escribes una obra de teatro que, además de celebrar la Navidad, sea un símbolo de resistencia ideológica antinazi. Un zelota judío[5] del año 1 a. de C. idea una estrategia de resistencia contra el invasor. Ya que no es posible exterminar a todos los romanos, exterminemos a todos los niños judíos que nazcan. Al cabo de los años los romanos se encontrarán dueños de la nada. Tierra quemada. El judío se llama Bar Joná, hijo de Juan, de ahí el nombre, con una extraña ortografía, de tu obra, Barioná. La estrategia se pone en marcha y, un día, Barioná, se encuentra con una madre que mira a su hijo, al que él se dispone a matar. Inmediatamente reconoce en ese niño al Mesías, al Hijo de Dios. Y ese momento queda grabado en el partisano judío. Su comentario sobre ese encuentro sí aparece reproducido textualmente en internet. Dice así:
“La Virgen está pálida y mira al niño. Su cara expresa una reverencia y asombro que no han aparecido más que una vez en una cara humana. Y es que Cristo es su hijo: carne de su carne y fruto de sus entrañas. Durante nueve meses lo llevó en su seno. Le dará el pecho, y su leche se convertirá en sangre divina. De vez en cuando la tentación es tan fuerte que se olvida de que Él es Dios. Le estrecha entre sus brazos y le dice: “mi niño”.
Pero en otros momentos, se queda sin habla y piensa: “Dios está ahí”. Y le atenazan temores ante este Dios mudo, ante este niño que infunde respeto. Todas las madres se han visto así alguna vez, colocadas ante ese fragmento rebelde de su carne que es su hijo, y se sienten exiliadas de esa vida nueva que han hecho con su vida, pero donde habitan pensamientos distintos. Mas ningún niño ha sido arrancado de forma tan cruel y directa de su madre como este niño, pues Él es Dios y sobrepasa por todas partes lo que ella pueda imaginar.
Aunque... yo pienso que hay otros muchos momentos, rápidos y resbaladizos, en los que ella se da cuenta de que Cristo, su hijo, es su niño y es Dios. Le mira y piensa: Este Dios es mi hijo. Esta carne divina es mi carne. Está hecha de mi. Tiene mis ojos, y la forma de su boca es la de la mía. Se parece a mi. Es Dios y se parece a mi.
Ninguna mujer jamás ha tenido a Dios para ella sola, un Dios muy pequeñito al que se puede coger en brazos y cubrir de besos, un Dios calentito que sonríe y que respira, un Dios al que se puede tocar; y que ríe. En uno de esos momentos pintaría yo a María si fuera pintor”.
Creo que es muy difícil escribir algo tan maravilloso sobre la Virgen y el niño. Me he preguntado, y espero ser capaz de encontrar la obra y salir de dudas algún día, si ese Barioná no será el mismo Simón Pedro, también hijo de Juan, que un día, treinta años más tarde, también reconocerá en Jesús al Mesías, al Hijo de Dios vivo por revelación, no de la carne, sino de Dios Padre.
No hay duda de que Barioná existe. En toda bibliografía seria tuya aparece mencionada. Sin embargo es imposible de encontrar salvo, tal vez, en alguna librería de viejo, por una edición casi pirata que se hizo de ella. Se la ha tragado el Silencio, el agujero negro del Silencio selectivo del que casi no puede salir la Luz. A poco de salir del campo de concentración renegaste de esta obra y dijiste que no querías verla publicada. Pero es tuya. ¿La escribiste bajo presión de tus compañeros?[6] Puede, pero tampoco creo que tu negativa a escribir un auto de Navidad te hubiese traído muchos problemas. Además, tu misma filosofía existencialista te debería impedir renegar de ella. ¿Me permites citarte una frase tuya extraída de tu obra “El existencialismo es un humanismo”?
En efecto, no hay un sólo acto nuestro que, al crear el hombre que queremos ser, no cree al mismo tiempo una imagen del hombre que estimamos que debe ser.
Ni un solo acto nuestro es un accidente. Tampoco Barioná lo es. Refleja algo que querías ser, que debías ser, y que no te dejaron ser. Sé que esta defensa que hago, contra tu voluntad cuando estabas vivo y creías no necesitar defensor, es tremendamente pobre. Pero es la única que se me ocurre para poder escribirte esta carta al Paraíso esperando que la recibas. Aunque, como dije al principio, la misericordia divina no necesita para nada de mi defensa para actuar. Por eso creo que cuando el pájaro de tu alma salió de ti, buscando dónde posarse, como la paloma del arca de Noé, no murió. No murió porque en el pantano de la náusea de la nada encontró en esas líneas tuyas una rama que le cobijó y dónde te pudiste hacer, otra vez, un niño menor de doce años. Desde allí tal vez tú, pudiste mirar tu cuerpo, aun caliente, con tus ojos y buscar el perdón de Dios al darte cuenta que la nada no era nada. Los seres humanos somos como Goetz, tu personaje en “El diablo y el Buen Dios”. El bien y el mal batallan en nuestro interior con resultado incierto hasta el último segundo. Dios lo sabe y yo estoy seguro que su tribunal será contigo más indulgente que el de los condenados al infierno de tu obra de teatro “A puerta cerrada”, a pesar del pésimo abogado defensor que has encontrado en mí. Por eso, cuando yo también sea llevado al Cielo por esa misma misericordia, preguntaré en primer lugar por ti y me encantará encontrarte y hablar, contigo y con Gabriel Marcel, del lado positivo del existencialismo anclado en Dios.
Hasta entonces, un abrazo.
Tomás.
P.D. Los días 20 y 21 de Diciembre del 2004, un poco antes de la Navidad, en la Universidad Francisco de Vitoria, un grupo de profesores, alumnos y personal de administración, hemos representado Barioná, tras haberla traducido y publicado. Cerca de mil personas acudieron a las representaciones y, hasta donde sé, se llevan vendidos varios miles de libros. En la representación, por motivos extraños que no vienen al caso, me tocó hacer el papel del rey Baltasar, el mismo que tú hiciste en el campo de prisioneros el día de la representación que hicisteis en la Navidad de 1940. Es el papel de la esperanza frente a la religión de la nada de Barioná. Las palabras de Baltasar convirtieron a Barioná en la obra y sabemos, por testimonios escritos que hay sobre la vida en el campo, que más de un prisionero se convirtió a la misericordia de Dios al oír sus palabras escritas por ti y pronunciadas por tus labios. Yo me siento orgulloso de haber contribuido a levantar un poco el velo de injusto silencio que ha planeado sobre esta obra tuya durante más de sesenta años. ¿Puede ser que Dios esté rescribiendo el pasado a través de nosotros? No lo sé. En todo caso, puedo decirte que he rezado por ti, por encima del tiempo, inexistente para Dios, mientras representaba el mismo papel que tú en la obra y que te estoy enormemente agradecido por haberme permitido colaborar contigo.
Y a la vuelta de vacaciones, en mi e-mail de la Universidad, he encontrado un correo que creo que te puede interesar. Te lo transcribo:
“Querido Tomás:
Quiero agradecerte tu invitación, incluyendo la de mi hermano, a la fabulosa representación teatral del otro día. Acudimos el segundo día y supuso para todos nosotros una gratísima e inesperada sorpresa. Nunca en mi vida he sentido la Navidad como la he sentido este año gracias a lo que pude "comprender" con vuestra representación, y que le da un maravilloso sentido a la celebración navideña. Enseñanzas religiosas que aprendí desde niño y que amé durante toda mi vida, ahora se realizan en mi interior: Dios viene al mundo a darnos un mensaje de esperanza, para que no nos engañemos con las apariencias y aprendamos a tratar al sufrimiento de una forma diferente, de una forma ganadora. El mismo proceso de Barioná se produjo en un instante en mi interior. He sentido algo así como cuando "pasas de la teoría a la práctica" en cualquier asunto importante. Ahora se han cristalizado mis creencias y esta maravillosa sensación la comparto con todos los que puedo porque considero que es algo que hemos de tener tan claro como yo lo tengo y siento, ahora. La representación, los actores, el auditorio, la atención solemne de todos, el salón de actos de la Universidad, el cariño que se desprendía de todo aquello, lo han situado en un lugar preferente en mi corazón. Mis más efusivas felicitaciones para todos.
Gracias amigo, enhorabuena y feliz 2005.
Un fortísimo abrazo”
[1] Las palabras yo y mis, están resaltadas en el texto original.
[2] “Les mots” Gallimard, collection folio, pag 81-84
[3] “Les mots” Gallimard, collection folio, pag 200
[4] “Les mots” Gallimard, collection folio, pag 203
[5] Posteriormente, el servicio de documentación de la Universidad Francisco de Vitoria encontró un ejemplar de la obra en la biblioteca de la Universidad de Indiana. Se editaron 500 ejemplares en 1962 y otros 500 en 1967 (Elisabeth Marescot, Editrice, 3, rue Joseph Sansboef, Paris (8º) 1967). En la presentación de ambas ediciones aparece una nota aclaratoria tuya que dice: “Si he tomado el tema de la mitología cristiana, esto no significa que la dirección de mi pensamiento haya cambiado, ni siquiera un momento, durante mi cautiverio. Se trataba simplemente, de acuerdo con los sacerdotes prisioneros, de encontrar un tema que pudiera lograr, esa noche de Navidad, la más amplia unión posible entre cristianos y no creyentes”. La descripción que hago del argumento de la obra, conocida a través de testimonios indirectos, es muy inexacta. Tras leer tu obra, que supera en espiritualidad todo lo que yo me hubiera atrevido a imaginar, te pido que me permitas dudar de lo que dices veintidós años después de escribirla. Naturalmente, traduje la obra al castellano y hoy puede leerse publicada por la editorial “Voz de papel”.
[6] También posteriormente he sabido que no, que la escribiste por propia iniciativa tuya. Tus compañeros habían conseguido del jefe del campo de prisioneros, un oficial de la Wermach no infectado de nazismo, que les dejase reunirse para cantar villancicos. Tú propusiste integrar los villancicos en un Misterio de Navidad.
26 de julio de 2009
19 de julio de 2009
Sartre; ecce homo III
Tom'as Alfaro Drake
Esta es la tercera entrada sobre Sartre. Creo que es un poco larga, pero tambi'en creo que merece la pena.
Casi a mitad de camino entre los recuerdos de infancia de Sartre en “Las palabras” y sus reflexiones retrospectivas de “La esperanza ahora”, está Barioná. En 1940 Sartre, como oficial del vencido ejército francés, sufre prisión en el stalag 11D del campo de oficiales de Tréveris, en Alemania. En esa difícil situación procura encontrar alivio dando clases de la filosofía de Heidegger a un sacerdote católico, también preso. El sacerdote, por otro lado, está preparando, para esa Navidad el que los prisioneros canten unos villancicos. El jefe del campo es un oficial bábaro católico de la Wermach y les da permiso. Sartre propone que los villancicos se canten dentro de un auto de Navidad que él mismo escribirá. Lo hace y así nace Barioná.
Barioná es el jefe de una pequeña aldea próxima a Belén. Indignado por una inicua subida de impuestos por parte de los romanos, que va a ahogar al pueblo, idea un plan. En el pueblo se dejará de procrear. Espera que su ejemplo sea seguido por toda la población judía y que así los romanos se vean dueños de un territorio muerto. Les dice a sus hombres de los que arranca un terrible juramento:
“¿Os lamentáis? ¿Osaríais, entonces, crear vidas jóvenes con vuestra sangre podrida? ¿Queréis refrescar con hombres nuevos la interminable agonía del mundo? ¿Qué destino deseáis para vuestros futuros hijos? ¿Qué se queden aquí, como buitres en una jaula, solitarios y desplumados? ¿O bien que bajen allí, a las ciudades, para convertirse en esclavos de los romanos, trabajar por salarios de hambre para acabar por morir en la cruz? Obedeceréis. Y deseo que nuestro ejemplo sea anunciado por toda Judea y que sea el origen de una nueva religión, la religión de la nada, y que los romanos sean los dueños de nuestras ciudades desiertas y que nuestra sangre caiga sobre sus cabezas. Repetid conmigo el juramento que voy a hacer: Ante el Dios de la Venganza y de la Cólera, delante de Jehová, juro no engendrar nunca más. Y si falto a mi juramento, que mi hijo nazca ciego, que sufra la lepra, que sea un objeto de desprecio para los demás y de vergüenza y dolor para mí. Repetid, judíos, repetid”
Justo después de este terrible juramento, su mujer, Sara, horrorizada le dice que acaba de maldecir a su hijo puesto que ella está embarazada. Él le dice que aborte y ante sus súplicas para que le deje tener el niño, Barioná le dice:
“Sara, soy señor del pueblo y dueño de la vida y la muerte. He decidido que mi familia se extinguirá conmigo. Ve. Y no tengas añoranza; tu hijo hubiese sufrido, te hubiese maldecido”.
A lo que ella le responde:
“Aunque tuviese la seguridad de que me traicionaría, que moriría en la cruz como los ladrones y me maldijera, incluso así, le traería al mundo. [...]. Quiero darle también el sol y el aire fresco y las sombras violetas de las montañas y la risa de las niñas. Te lo ruego, deja nacer un niño, deja al mundo, una vez más, una oportunidad”.
Entonces Barioná, la interpela duramente con una arenga del más lapidario existencialismo ateo:
“¡Cállate! Es una trampa. Siempre creemos que hay una oportunidad más. Cada vez que se trae a un niño al mundo creemos que le damos una oportunidad, y no es verdad. Los naipes están marcados de antemano. La miseria, la desesperanza, la muerte, le esperan en cada esquina. Mujer, este niño que tú quieres hacer nacer es como una nueva edición del mundo. A través de él, las nubes y el agua y el sol y las casas y el dolor de los hombres existirán una vez más. Vas a recrear el mundo, va a formarse como una costra espesa y negra alrededor de una pequeña conciencia escandalizada que vivirá ahí, prisionera en el centro de la costra, como una larva. ¿Comprendes qué enorme incongruencia, qué monstruosa falta de sensibilidad, traer nuevos seres a este mundo fallido? Hacer un niño es aprobar la creación en el fondo del corazón, es decirle al Dios que nos tortura: “Señor, todo está bien y te doy gracias por haber creado el universo”. ¿Verdaderamente quieres cantar ese himno? ¿Puedes asumir decir: si este mundo pudiera volver a hacerse, lo reharía exactamente como es? Déjalo, mi dulce Sara, déjalo. La existencia es una lepra vergonzosa que nos roe a todos, y nuestros padres han sido los culpables. Mantén tus manos puras, Sara, y que puedas decir el día de tu muerte: no dejo a nadie detrás de mí para perpetuar el sufrimiento humano”.
“¿Y si, sin embargo, fuese voluntad de Dios que engendrásemos?” –le replica Sara. L
La sacrílega respuesta de Barioná no se hace esperar:
“Entonces, que haga un signo a su servidor. Pero que se dé prisa, que me envíe sus ángeles antes del alba. Porque mi corazón está cansado de la espera y no se desprende uno fácilmente de la desesperanza una vez que se ha probado”.
Pero, en el auto de Navidad de Sartre, justo ese día, nace el Cristo. Así es como Sartre pinta el anuncio del ángel a los pastores:
“Escuchad: es en Belén, en un establo. Atended y haced el silencio. Hay en el cielo un gran vacío y una gran espera, porque todavía no ha ocurrido nada. Y hay un frío en mi cuerpo similar al frío del cielo. En estos momentos, en un establo, hay una mujer acostada sobre la paja. Haced el silencio porque el cielo se ha vaciado entero como un gran agujero, está desierto y los ángeles tienen frío. ¡Ah! ¡Qué frío tienen!
[...]
¡Ya está! ¡Ha nacido! Su espíritu infinito y sagrado está prisionero en un cuerpo de niño todo sucio y se extraña de sufrir y de ignorar. Ahí está. Nuestro dueño no es nada más que un niño. Un niño que no sabe hablar. Tengo frío, Señor, ¡qué frío tengo! Pero ya basta de llorar sobre la pena de los ángeles y el inmenso desierto de los cielos. Por todas partes en la tierra corren olores ligeros y ha llegado el momento para los hombres de alegrarse. No tengáis miedo de mí, Simón, Caifás, Pablo; despertad a vuestros compañeros”.
Cuando los pastores llegan al pueblo y despiertan a todos anunciando que el Cristo ha nacido para traer paz a los hombres de buena voluntad, Barioná les contesta con dureza en una segunda declaración del más puro existencialismo sartriano:
“¡Ja! ¡La buena voluntad! ¡La buena voluntad del pobre que se muere de hambre bajo la escalera del rico sin quejarse! ¡La buena voluntad del esclavo al que flagelan y que dice: gracias! ¡La buena voluntad de los soldados empujados a la masacre que luchan sin saber por qué! ¿Por qué no está aquí vuestro ángel y no hace sus encargos él mismo? Le contestaría: no hay paz para mí en la tierra; ¿y si quiero ser un hombre de mala voluntad? [...] ¡La mala voluntad! He blindado mi corazón con una triple coraza; contra los dioses, contra los hombres y contra el mundo. No pediré compasión ni diré gracias. No doblaré mi rodilla delante de nadie, pondré mi dignidad en mi odio, llevaré cuenta exacta de todos mis sufrimientos y de los demás hombres. Quiero ser el testigo del dolor de todos; lo recogeré y lo guardaré en mí como una blasfemia. Quiero elevarme contra el cielo como una columna de injusticia; moriré solo e irreconciliado y quiero que mi alma suba hacia las estrellas como un gran clamor de metales, el clamor de la ira. [...]. Aunque el Eterno me hubiese mostrado su rostro entre las nubes, rehusaría oírle porque soy libre; y contra un hombre libre, ni el mismo Dios puede nada. Puede reducirme a polvo o incendiarme como a un arbusto, puede hacer que me retuerza en mis sufrimientos como el sarmiento en el fuego, pero no puede nada contra este pilar acerado, contra esta columna inflexible: la libertad del hombre”.
Cuando Barioná ha desengañado a sus hombres de su esperanza, aparecen, en el auto de Navidad de Sartre, los Reyes Magos. Tiene entonces lugar el primer combate verbal de Baltasar contra Barioná. Lo más sorprendente de todo es que en la representación que se hizo en el campo el día de Navidad, Sartre no hizo, como cabría esperar, el papel de Barioná, sino el de Baltasar. (El único papel femenino de la obra, el de Sara lo representó la mujer del oficial alemán al frente del campo de concentración)
- “No creo más en el Mesías que en todas vuestras fábulas. Veo claro el juego de los ricos y los reyes como vosotros. Tomáis el pelo a los pobres con engaños para que estén tranquilos. Pero os digo que a mí no me tomaréis el pelo. Habitantes de Bethaur, ya no quiero ser vuestro jefe, porque habéis dudado de mí. Pero os lo repito una última vez: mirad vuestra desesperanza cara a cara, porque la dignidad del hombre está en su desesperanza”.
- “¿Estás seguro de que no está más bien en su esperanza? No te conozco de nada, pero veo en tu cara que has sufrido y veo también que te has complacido en tu dolor. Tus rasgos son nobles, pero tus ojos están medio cerrados y tus oídos parecen taponados. Veo en tu rostro la gravidez que se percibe en los ciegos y los sordos; te pareces a uno de esos ídolos trágicos y sanguinarios que adoran los pueblos paganos. Un ídolo iracundo, con el ceño fruncido, ciego y sordo a las palabras de los hombres y que no oye sino los consejos de su orgullo. Sin embargo, míranos: nosotros hemos sufrido también y somos sabios entre los hombres. Pero cuando esta estrella nueva se ha elevado, hemos dejado nuestros reinos sin dudarlo, la hemos seguido y vamos a adorar a nuestro Mesías”.
- “Bien: id a adorarle. ¿Quién os lo impide y qué hay entre vosotros y yo?”
- “¿Cuál es tu nombre?”
- “Barioná. ¿Y?”
- “Tú sufres Barioná. Sufres y, sin embargo, tu deber es esperar. Tu deber de hombre. Es para eso para lo que el Cristo ha bajado a la tierra. Para ti más que para cualquier otro, porque tú sufres más que cualquier otro. El Ángel no espera nada, porque goza de su alegría y Dios le ha dado todo por adelantado y la piedra tampoco espera, porque vive estúpidamente en un presente perpetuo. Pero cuando Dios dio forma a la naturaleza del hombre, fundió juntas la esperanza y la preocupación. Porque el hombre, ¿sabes? es siempre mucho más de lo que es. Ves a este hombre, apesadumbrado por su carne, enraizado en su sitio por sus dos grandes pies y dices, extendiendo la mano para tocarle: Está aquí. Y no es verdad: esté donde esté un hombre, Barioná, está siempre en otra parte. En otra parte, más allá de las cimas violetas que ves desde aquí, en Jerusalén; en Roma, más allá de este día helado, mañana. Y todos estos que te rodean, hace tiempo que no están aquí: están en Belén, en un establo, alrededor del pequeño cuerpo caliente de un niño. Y todo este porvenir en el que el hombre está imbricado, todas las cimas, todos los horizontes violetas, todas las ciudades maravillosas que le deslumbran sin haber puesto nunca en ellas sus pies, todo eso, es la Esperanza. La Esperanza. (Señalando a los prisioneros del público. En este momento hubo lágrimas y sollozos entre los oficiales prisioneros). Mira a los prisioneros que están delante de ti, que viven en el barro y el frío. ¿Sabes lo que verías si pudieses seguir su alma? Las colinas y los dulces meandros de un río. Y viñas, y el sol del sur. Sus viñas y su sol. Es allí donde están. Y las viñas doradas de septiembre, para un prisionero aterido de frío y cubierto de piojos, son la Esperanza. La Esperanza es lo mejor de ellos mismos. Y tú quieres privarles de sus viñas y de sus campos y del brillo de las colinas lejanas, tú no quieres dejarles más que el barro y las pulgas y las chinches, tú quieres darles el presente desorientado de los animales. Porque esa es tu desesperanza: rumiar el instante fugaz, mirarte el ombligo con una mirada rencorosa y estúpida, arrancar de tu tiempo el futuro y encerrarlo en un círculo alrededor del presente. Entonces ya no serás un hombre, Barioná, no serás más que una piedra dura y negra en el camino. Las caravanas pasan por ese camino, pero la piedra permanece sola y rígida como un mojón en su resentimiento”.
- “No haces más que chochear, viejo”.
- “Barioná, es verdad que somos muy viejos y muy sabios y que conocemos todo el mal de la tierra. Sin embargo, cuando hemos visto esa estrella en el cielo nuestros corazones han palpitado con una alegría como la de los niños. Nos hicimos como niños y nos pusimos en camino porque queríamos cumplir con nuestro deber de hombres, que es esperar. El que pierda la esperanza, Barioná, ese, será expulsado de su pueblo, será maldito y las piedras del camino serán más duras para él y los espinos más hirientes. La carga que lleve le resultará más pesada y todas los infortunios se abatirán sobre él como abejas irritadas y cada persona se burlará de él gritándole. Pero, para aquél que espera, todo serán sonrisas y el mundo le será dado como un regalo. Vosotros, los demás, ved si debéis quedaros aquí o decidiros a seguirnos”.
Sorprendente lección de esperanza viniendo de la pluma y de los mismísimos labios de Sartre. Los hombres y mujeres de Bethaur, Sara entre ellas, siguen a los Reyes y bajan a Belén a ver al niño. Barioná se queda sólo rumiando su frustración y su abandono y lanza una maldición al mismísimo Dios:
“Se han ido. Estamos solos, Señor, tú y yo. He conocido muchas penas, pero ha hecho falta que viviese hasta este día para sentir el amargo sabor del abandono. ¡Ay, qué solo estoy! Pero no oirás, Dios de los judíos, una sola queja de mi boca. Quiero vivir mucho tiempo, abandonado sobre esta roca estéril. Yo que nunca pedí nacer, yo, voy a ser tu remordimiento”.
Pero, en su soledad, no puede por menos que reflexionar sobre qué representaría un Dios que se hiciese hombre:
“¡Un Dios transformarse en hombre! ¡Que idiotez! No veo qué podría tentarle en nuestra condición humana. Los Dioses viven en el cielo, ocupados en gozar de ellos mismos. Y si decidiesen descender entre nosotros, lo harían bajo alguna forma brillante y fugaz, como una nube púrpura o un relámpago. ¿Se cambiaría un Dios en hombre? El todopoderoso, en el seno de su gloria, ¿contemplaría a estas pulgas que pululan sobre la vieja costra de la tierra y que se revuelcan en sus excrementos y diría: quiero ser uno de esos gusanos? No me hagas reír. ¿Un Dios rebajarse a nacer, a vivir nueve meses como una fresa de sangre? [...]. Si un Dios se hubiese hecho hombre por mí, le amaría con exclusión de todos los demás, habría como un lazo de sangre entre él y yo y no tendría suficiente vida para demostrarle mi agradecimiento: Barioná no es un ingrato. Pero, ¿qué Dios sería lo suficientemente loco para eso? No el nuestro, desde luego. Siempre se ha mostrado más bien distante. [...]. Un Dios-Hombre, un Dios hecho de nuestra carne humillada, un Dios que aceptase conocer este sabor amargo que hay en el fondo de nuestra boca cuando todos nos abandonan, un Dios que aceptase por adelantado sufrir lo que yo sufro ahora... Venga, es una locura”.
Sin embargo, una visión del hechicero del pueblo le hace ver a Barioná el final del Cristo crucificado y su duda se transforma en odio hacia ese Mesías:
“¡No queréis comprender! Esperábamos un soldado y se nos envía un cordero místico que nos predica la resignación y nos dice: ‘Haced como yo, morid en vuestra cruz, sin quejaros, con dulzura, para evitar escandalizar a vuestros vecinos. Sed dulces. Dulces como niños, Lamed vuestro sufrimiento despacio, como un perro pegado lame a su amo para hacerse perdonar. Sed humildes. Pensad que habéis merecido vuestros dolores, y si son demasiado fuertes, soñad que son pruebas y que os purifican. Y si sentís crecer en vosotros una cólera de hombre, asfixiadla bien. Decid gracias, siempre gracias. Gracias cuando os abofeteen. Gracias cuando os den de patadas. Haced niños para preparar nuevos culos para las patadas del porvenir. Hijos de viejos que nacerán resignados y rumiarán sus antiguos pequeños dolores marchitos con la humildad que conviene. Niños que nacerán expresamente para sufrir como yo: nacidos para la cruz. Y si sois suficientemente humildes, si habéis hecho resonar vuestro esternón como una piel de asno, golpeando vuestra culpa con aplicación, entonces, tal vez, tendréis una plaza en el reino de los humildes, que esta en los Cielos’... ¿Mi pueblo llegar a ser eso? ¿Una nación de crucificados consentidores? Pero, ¿qué has llegado a ser, Jehová, Dios de la venganza?”
Entonces decide que va a ir a Belén para estrangular a ese niño-mesías.
“Si pudiera impedir eso... Conservar en ellos la llama pura de la rebelión... ¡Oh, mis hombres! Me habéis abandonado y ya no soy vuestro jefe. Pero, por lo menos, haré esto por vosotros: Bajaré a Belén. Las mujeres retrasan vuestra marcha y conozco atajos que no conocéis. Llegaré allí antes que vosotros. ¡Y no hace falta mucho tiempo, imagino, para retorcer el frágil cuello de un niño, aunque sea el Rey de los judíos!”
Y aquí, en un intermezzo, con el telón bajado y explicando como un viejo narrador ciego pintaría a María, al niño y a José, Sartre ha escrito una de las más bellas descripciones de la escena del establo, llena de teología de la encarnación de Dios hecho hombre verdadero, junto a una de las más tiernas descripciones de la figura de José y de la aceptación de su destino:
“He aquí a la Virgen, y he aquí a José y, he aquí al niño Jesús. El artista ha puesto todo su amor en este dibujo, pero es posible que lo encontréis un poco ingenuo. Ved, los personajes tienen bonitos vestidos, pero están completamente rígidos: se diría que son marionetas. Seguramente no eran así. Si estuvieseis ciegos como yo... Pero, bueno: no tenéis más que cerrar los ojos para oírme y yo os diré como los veo dentro de mí.
La Virgen está pálida y mira al niño. Lo que habría que describir de su cara es una reverencia llena de ansiedad que no ha aparecido más que una vez en una cara humana. Y es que Cristo es su hijo, carne de su carne y fruto de sus entrañas. Durante nueve meses lo llevó en su seno, le dará el pecho y su leche se convertirá en sangre divina. De vez en cuando la tentación es tan fuerte que se olvida de que Él es Dios. Le estrecha entre sus brazos y le dice: ¡mi pequeño! Pero en otros momentos, se queda sin habla y piensa: Dios está ahí. Y le atenaza un temor reverencial ante este Dios mudo, ante este niño que infunde respeto. Porque todas las madres se han visto así alguna vez, colocadas ante ese fragmento rebelde de su carne que es su hijo, y se sienten exiliadas de esa vida nueva que han hecho con su vida, pero donde habitan pensamientos distintos. Mas ningún niño ha sido arrancado tan cruel y rápidamente de su madre como este niño, pues Él es Dios y sobrepasa por todas partes lo que ella pueda imaginar.
Y es una dura prueba para una madre tener vergüenza de sí y de su condición humana delante de su hijo.
Aunque yo pienso que hay también otros momentos, rápidos y resbaladizos, en los que siente, a la vez, que Cristo, su hijo, suyo, es su pequeño, y es Dios. Le mira y piensa: “Este Dios es mi hijo. Esta carne divina es mi carne. Está hecha de mi. Tiene mis ojos, y la forma de su boca es la de la mía. Se parece a mi. Es Dios y se parece a mi.
Y ninguna mujer, jamás, ha tenido así a su Dios para ella sola. Un Dios muy pequeñito al que se puede coger en brazos y cubrir de besos, un Dios calentito que sonríe y que respira, un Dios al que se puede tocar; y que sonríe. Es en uno de esos momentos cuando pintaría yo a María si fuera pintor. Y trataría de plasmar el aire de atrevimiento tierno y tímido con que ella adelanta el dedo para tocar la piel pequeña y suave de este niño-Dios cuyo peso tibio siente sobre sus rodillas y que le sonríe.
Eso en cuanto a Jesús y la Virgen María.
¿Y José? A José no le pintaría. Plasmaría sólo una sombra, al fondo del establo, y dos ojos brillantes. Porque no sabría qué decir de José y José no sabe qué decir de sí mismo. Está en adoración y está feliz de adorar y se siente un poco exiliado.
Creo que sufre sin confesarlo. Sufre porque ve cuánto se parece a Dios la mujer que ama y hasta qué punto está ya del lado de Dios. Porque Dios explota como una bomba en la intimidad de esa familia. José y María están separados para siempre por este incendio de claridad. Y toda la vida de José, imagino, será aprender a aceptar”.
Pero Barioná, que, efectivamente, llega a la gruta de Belén antes que los de su pueblo, no es capaz de estrangular al niño:
“Se hace tarde, los otros estarán pronto aquí. Esta será la última proeza de Barioná: estrangular a un niño. (Entreabre la puerta). La lámpara humea, las sombras llegan hasta el techo, como si fueran grandes pilares en movimiento. La mujer está de espaldas y no veo al niño. Imagino que está sobre sus rodillas. Pero veo al hombre. ¡Es verdad! ¡Cómo la mira! ¡Con qué ojos! ¿Que puede haber detrás de esos dos ojos claros, claros como dos ausencias en una cara dulce y a la vez curtida. ¡Qué esperanza! Y yo no traigo esperanza. Qué nubes de horror subirían desde lo más profundo de sí mismo para oscurecer esos dos retazos de cielo, si me viese estrangular a su hijo. No he visto todavía a ese niño y ya sé que no voy a tocarle. Para reunir el valor con el que apagar esa pequeña vida entre mis dedos, no tendría que haberme fijado antes en los ojos de su padre. Estoy vencido”.
Los hombres y las mujeres de Bethaur, con Sara, llegan y entran. Pero Barioná se queda fuera, escondido, atisbando la alegría de los de dentro, que cantan los villancicos para los que escribió el auto de Navidad, y meditando:
“Sara está ahí, con todos. Está pálida... Mientras esta larga marcha no la haya agotado. Sus pies sangran. ¡Ah! ¡Que felicidad respira! No queda detrás de esos ojos luminosos ni el más pequeño recuerdo de mí. [...] ¿Qué hacen? No se oye ni un ruido, pero este silencio no es como el de las montañas, como el silencio helado y vacío que reina entre las moles de granito. Es un silencio más rotundo que el de un bosque. Un silencio que se eleva hacia el cielo y que acaricia las estrellas como un inmenso árbol con la copa mecida por el viento. ¿Estarán arrodillados? ¡Ah, si pudiera estar entre ellos sin que me vieran! Porque, verdaderamente, el espectáculo no debe ser nada corriente; todos esos hombres, duros y austeros, resistentes al dolor y a la ambición, arrodillados delante de un niño que gime. El hijo de Shalam, que le dejó a los quince años por haber recibido demasiados mamporros, se hartaría de reír al ver a su padre adorar a un niño de teta. ¿Será esto el reino de los hijos sobre los padres? (Un silencio) Ahí están, ingenuos y felices, en el establo tibio después de su gran caminata en el frío. Han juntado sus manos y piensan: Algo acaba de comenzar. Y se equivocan, por supuesto. Han caído en una trampa y lo pagarán caro más tarde; pero, incluso así, siempre tendrán este minuto; tienen suerte de poder creer en un nuevo comienzo. ¿Que hay más conmovedor para el corazón de un hombre que el comienzo de un mundo y la ambigua juventud y el comienzo de un amor, cuando todo es todavía posible, cuando el sol, antes del amanecer, flota en el aire y en las caras como un fino polvo y cuando se presienten en la frescura agria de la mañana las grandes promesas de un nuevo día? [...]. En este establo empieza una nueva mañana... En este establo habita la mañana. Y aquí, fuera, es de noche. Noche en los caminos, noche en mi corazón. Una noche sin estrellas, profunda y tumultuosa como el alta mar. ¡Ay!, la noche me zarandea con sus olas como a un tonel y el establo, detrás de mí, luminoso y cerrado, navega como el Arca de Noé a través de la noche encerrando en él la mañana del mundo. Su primera mañana. Porque el mundo nunca había tenido una mañana. Había huido de las manos de su indignado creador y caía en un horno ardiente, en la oscuridad. Y las inmensas lenguas ardientes de esa noche sin esperanza pasaban sobre él, cubriéndole de ampollas y regalándole escorpiones y tarántulas. Y yo, yo, habito en la inmensa noche terrestre, en la noche tropical del odio y la desgracia. Pero –¡oh poder engañoso de la fe!- para mis hombres, millones de años después de la creación, se levanta, en este establo, a la tenue claridad de un pábilo, la primera mañana del mundo. (La muchedumbre canta un villancico). Cantan como peregrinos que se han puesto en camino en la fresca noche con la calabaza, las sandalias, el bordón y ven aparecer a lo lejos la primera palidez grisácea del día. Cantan, y ese niño está ahí, entre ellos, como el pálido sol del Oriente; el sol de la primera hora, al que todavía se puede mirar de frente. Un niño desnudo del color del sol naciente. ¡Ah, qué bella mentira! Daría mi mano derecha por poder creer en ella, aunque sólo fuese un instante. ¿Es acaso mi culpa, Señor, si me habéis creado como una bestia nocturna y si habéis grabado en mi piel este terrible secreto?: Jamás habrá una mañana. ¿Es acaso mi culpa si sé, yo, que vuestro Mesías no es sino un pobre paria que reventará en la cruz, si sé que Jerusalén será siempre esclava? (Segundo villancico) ¡Ay!, ellos cantan y yo me encuentro solo en el umbral de su alegría, como un búho que hace guiños deslumbrado por la luz. Me han abandonado y mi mujer está entre los que se regocijan. Han olvidado hasta mi existencia. Estoy en el extremo del camino de un mundo que termina y ellos están en el extremo en que comienza. Me siento más solo al borde de su alegría y de su oración que en mi pueblo desierto. Y lamento haber bajado en medio de los hombres, porque ya no encuentro en mí suficiente odio. ¡Ay!, ¿por qué el orgullo del hombre es como la cera, y bastan los primeros rayos de la aurora para reblandecerlo? Querría decirles: camináis hacia la infame Resignación, hacia la muerte de vuestro valor, seréis parecidos a las mujeres y a los esclavos, y cuando os abofeteen en una mejilla, pondréis la otra. Pero me callo y me quedo quieto. No tengo tripas para quitarles esa confianza bendita en la virtud de la mañana”. (Tercer villancico).
En eso, Barioná es sorprendido por Baltasar y de nuevo, tiene lugar un intercambio de ideas sobre la esperanza, el sufrimiento, el sentido de la vida y de la libertad. Quiero recordar que es Sartre el que habla por boca de Baltasar.
- Baltasar: “¿Estás aquí, Barioná? Sabía que te encontraría”.
- Barioná: “No he venido para adorar al Cristo”.
- Baltasar: “No, has venido para castigarte a ti mismo y quedarte solo al margen de nuestra feliz multitud. Lo mismo harán un día los hombres que esta noche han acudido a su cuna de paja; le traicionarán como te han traicionado a ti. Hoy le cubren con sus regalos y su ternura, pero no hay ni uno solo entre ellos, ni uno, me oyes, que no le abandonase si conociese el porvenir. Porque les decepcionará, Barioná, les decepcionará a todos. Esperan de él que expulse a los romanos, y los romanos no serán expulsados, que haga crecer flores y árboles frutales sobre las rocas, y la roca permanecerá estéril, que ponga fin al sufrimiento humano, y dentro de dos mil años la humanidad sufrirá como lo hace ahora”.
- Barioná: “Eso es lo que les he dicho”.
- Baltasar: “Lo sé. Y por eso te hablo a ti ahora, porque tú estás más cerca del Cristo que todos ellos y tus oídos pueden abrirse para recibir la verdadera buena noticia”.
- Barioná: “¿Y cuál es esa buena noticia?”
- Baltasar: “Escucha: El Cristo sufrirá en la carne porque es hombre. Pero es también Dios y toda su divinidad está más allá del sufrimiento. Y nosotros, los hombres, hechos a la imagen de Dios, estamos también más allá de nuestros sufrimientos en la medida en que nos parecemos a Dios. ¿Ves?, hasta esta noche el hombre tenía los ojos cegados por el sufrimiento como Tobías por el excremento de los pájaros. No veía más allá de él y se tenía por un animal herido y loco de dolor que galopa a través de los bosques para huir de su herida y que lleva su dolor con él a todas partes. Y tú, Barioná, tú eres el hombre de la antigua ley. Has considerado tu dolor con amargura diciéndote: estoy herido de muerte. Y querías tumbarte sobre tu costado y consumir el resto de tu vida en la meditación de la injusticia que se te había hecho. Pero hoy, el Cristo ha venido para redimirnos; ha venido para sufrir y para enseñarnos como hay que tratar al sufrimiento. Porque no hay que rumiarlo, ni poner el honor en sufrir más que los demás, ni tampoco resignarse a él. El sufrimiento es una cosa completamente natural y corriente y conviene aceptarla como algo que nos fuese debido. Es malsano hablar demasiado de él, aunque sea con uno mismo. Ponte en regla con él lo antes posible; instálalo cálidamente en el hueco de tu corazón, como un perro tumbado junto al hogar. No pienses nada sobre él, sino que está ahí, como esta piedra está en el camino, como la noche está ahí, alrededor de nosotros. Entonces descubrirás esta verdad que el Cristo ha venido a enseñarte y que tú ya sabías: tú no eres tu sufrimiento. Hagas lo que hagas y lo afrontes como lo afrontes, le sobrepasas infinitamente, porque no puede ser más que lo que tú quieras que sea. Tanto si le arropas con tu cuerpo, como una madre que se acuesta sobre el cuerpo helado de su niño para calentarlo, como si, al contrario, le das la espalda con indiferencia, eres tú quien le da su sentido y le haces ser lo que es. Porque, en sí mismo, no es nada sino materia humana. Y el Cristo ha venido a enseñarte que eres responsable ante ti mismo de tu sufrimiento. Es de la naturaleza de las piedras y de las raíces, de todo aquello que tiene gravidez y que tiende naturalmente hacia abajo. Es él el que te enraíza en la tierra, es por él por el que te aplastas pesadamente sobre el camino y presionas el suelo con la planta d tus pies. Pero tú, que estás más allá de tu propio sufrimiento y que le das forma a tu voluntad, tú eres ligero, Barioná. ¡Ah!, si supieras cuan ligero es el hombre. Y si aceptases tu ración de sufrimiento como el pan de cada día, entonces estarías más allá. Y todo lo que está más allá de tu dote de sufrimiento y más allá de tus preocupaciones, todo eso, te pertenece. Todo. Todo lo que es ligero, es decir, el mundo entero. El mundo y tú mismo, Barioná, porque todo tú eres un don gratuito a perpetuidad. Sufres, y no tengo ninguna compasión de tu sufrimiento: ¿por qué debieras no sufrir? Pero tienes alrededor tuyo esta bella noche de tinta y tienes esos cantos en el establo y tienes este frío seco y duro, hermoso, implacable como la virtud. Y todo esto te pertenece. Esta bella noche henchida de tinieblas y de fuegos que la atraviesan como los peces hienden el mar, te está esperando. Te espera al borde del camino, tímida y tiernamente, porque el Cristo ha venido para regalártela. Lánzate hacia el cielo y serás libre –¡oh! criatura superflua entre todas las criaturas superfluas– libre y palpitante, asombrada de existir en pleno corazón de Dios, en el reino de Dios, que está en el Cielo y también en la tierra”.
- Barioná: “¿Es eso lo que el Cristo ha venido a enseñarnos?”
- Baltasar: “Tengo también un mensaje para ti”.
- Barioná: “¿Para mí?”
- Baltasar: “Para ti. Ha venido a decirte: deja nacer a tu hijo. Sufrirá, es verdad. Pero eso no te incumbe. No te compadezcas de sus sufrimientos, no tienes derecho. Sólo él tendrá que tratar con ellos y hará de ellos exactamente lo que quiera, porque es libre. Lo mismo si es cojo, si tiene que ir a la guerra y pierde sus piernas o sus brazos, incluso si la mujer que ama le traiciona siete veces, es libre, libre de regocijarse eternamente de su existencia. Me decías hace un momento que Dios nada puede contra la libertad del hombre, y es verdad. ¿Entonces? Una nueva libertad va a lanzarse hacia el Cielo como un pilar etéreo ¿y tú tendrás la osadía de impedirlo? El Cristo ha nacido para todos los niños del mundo, Barioná, y cada vez que un niño va a nacer, el Cristo nacerá en él y por él, eternamente, para ser golpeado con él por todos los dolores y para escapar en él y por él, eternamente, de todos los dolores. Viene a decir a los ciegos, a los parados, a los mutilados, a los prisioneros de guerra: no debéis absteneros de hacer niños. Porque incluso par los ciegos, para los parados, para los prisioneros de guerra y para los mutilados, existe la alegría”.
- Barioná: “¿Es todo lo que tenías que decirme?”
- Baltasar: “Sí”.
- Barioná: “Entonces, está bien. Entra en ese establo y déjame solo, porque quiero meditar y hablar conmigo mismo”.
Estas conversaciones con Baltasar, su dolor y sus propias meditaciones hacen que Barioná dude si entrar o no en el establo y así acaba la escena. Sartre no nos dice si lo ha hecho o no, pero a la vista de la siguiente escena parece que sí, y que ver al niño le ha convertido en una persona distinta. La siguiente escena nos muestra a un Barioná dispuesto a morir por ese niño al que quería matar hace un momento. A muchos les parece un cambio demasiado drástico, pero a mí no me lo parece. Porque una conversión que aparentemente se produce súbitamente en un momento, es el momento de la explosión de algo que lleva mucho tiempo bullendo a fuego lento hasta que estalla. Tenemos como ejemplo las conversiones repentinas de Paul Claudel y de André Frossard. Si a eso le sumamos el encuentro con el Cristo Niño, parece que Sartre sabía lo que hacía.
Pero oigamos al nuevo Barioná reaccionando ante la amenaza de los que vienen a matar al niño.
- Barioná: “Entonces, ¿soy de nuevo vuestro jefe?”
- Todos sus hombres: “Sí, sí”.
- Barioná: “¿Ejecutaréis mis órdenes ciegamente?”
- Todos sus hombres: “Te lo juramos”.
- Barioná: “Entonces, escuchad mis órdenes: tú, Simón, ve a prevenir a José y a María. Diles que ensillen el asno de Lelius y que sigan el camino hasta el cruce. Tú les guiarás. Tú les llevarás por el atajo de las montañas hasta Hebrón. Que luego vuelvan a descender hacia el norte: el camino está libre”.
Uno de sus hombres: “Pero Barioná, los romanos estarán antes que ellos en el cruce”.
- Barioná: “No, porque nosotros, escucháis, nosotros, vamos a salir a su encuentro y les haremos retroceder. Les ocuparemos durante el tiempo suficiente para que José pueda pasar”.
Uno de sus hombre: “¿Qué dices?”
- Barioná: “¿No queríais a vuestro Cristo? Y bien, ¿quién podrá salvarle si no sois vosotros?”
Otro de sus hombres: “Pero nos van a matar a todos. No tenemos más que cayados y navajas”.
- Barioná: “Atad vuestras navajas a vuestros cayados y usadlos como lanzas”.
- Hombre 3: “Nos masacrarán”.
- Barioná: “¡Por supuesto que sí! Estoy seguro de que nos masacrarán a todos. Pero escuchad. Ahora creo en vuestro Cristo. Es verdad; Dios ha venido a la tierra. Y en este momento reclama de vosotros este sacrificio. ¿Se lo negaréis? ¿Impediréis a vuestros hijos recibir su enseñanza?”
Hombre 1: “Barioná, tú, el escéptico, tu que te negaste a seguir a los Reyes Magos, ¿crees realmente que este Niño...?”
- Barioná: “En verdad, en verdad os digo: este niño es el Cristo”.
- Barioná: “Mis compañeros, soldados de Cristo, tenéis aspecto feroz y resuelto y sé que combatiréis bien. Pero quiero de vosotros algo más que esta resolución sombría. Quiero que muráis en la alegría. El Cristo ha nacido, ¡oh!, mis hombres, y vosotros vais a culminar vuestro destino. Vais a morir como guerreros, como soñabais en vuestra juventud, y vais a morir por Dios. Sería indecente hacerlo con esas caras crispadas. Vamos, bebed un pequeño trago de vino, os lo permito, y marchemos contra los mercenarios de Herodes, marchemos, ebrios de cantos, de vino y de Esperanza”.
- Todos: “¡Barioná! ¡Barioná! ¡Navidad! ¡Navidad!”
La obra acaba cuando, justo antes de partir hacia la muerte por Cristo, Barioná se enfrenta al público, unos cinco mil prisioneros del campo y les dice:
- Barioná: “(Al público) Y vosotros, prisioneros, aquí termina nuestro auto de Navidad que ha sido escrito para vosotros. No sois felices y puede que haya más de uno entre vosotros que haya sentido este sabor de hiel, este sabor acre y salado del que hablo. Pero creo que también para vosotros, en este día de Navidad —–y en todos los demás días— ¡existirá, todavía, la alegría!”.
Tal es la obra que se encuentra en un momento de la vida de Sartre, después de “El ser y la nada”, entre los sueños de su infancia y su “La esperanza ahora” de unos días antes de su muerte. Cuando Sartre salió del campo, su deseo de inmortalidad por las letras sentido en su niñez, hizo que desterrase Barioná al olvido, prohibiendo su publicación. Sólo en 1962, veintidos años más tarde, permitió una publicación de 500 ejemplares porque los supervivientes del campo se lo suplicaron. Hizo, no obstante, que en la primera página apareciese esta frase:
“Si he tomado el tema de la mitología del cristianismo, eso no significa que la dirección de mi pensamiento haya cambiado ni siquiera por un momento durante el cautiverio. Se trataba simplemente, de acuerdo con los sacerdotes prisioneros, de encontrar un tema que pueda hacer realidad, la noche de Navidad, la unión más amplia posible entre los cristianos y los no creyentes”.
¿Es creíble esta afirmación? No lo sé. Sólo el propio Sartre podría saberlo. Pero tal vez fuese el primer hervor del caldo de cultivo en que se fraguó “La esperanza ahora” y el que, me gustaría pensar, pudo hacer que la olla a presión explotase entre la publicación de esta última entrevista y su muerte. Si el tiempo no existe para Dios, yo le pido hoy, veintinueve años después de su muerte, que así sea.
Esta es la tercera entrada sobre Sartre. Creo que es un poco larga, pero tambi'en creo que merece la pena.
Casi a mitad de camino entre los recuerdos de infancia de Sartre en “Las palabras” y sus reflexiones retrospectivas de “La esperanza ahora”, está Barioná. En 1940 Sartre, como oficial del vencido ejército francés, sufre prisión en el stalag 11D del campo de oficiales de Tréveris, en Alemania. En esa difícil situación procura encontrar alivio dando clases de la filosofía de Heidegger a un sacerdote católico, también preso. El sacerdote, por otro lado, está preparando, para esa Navidad el que los prisioneros canten unos villancicos. El jefe del campo es un oficial bábaro católico de la Wermach y les da permiso. Sartre propone que los villancicos se canten dentro de un auto de Navidad que él mismo escribirá. Lo hace y así nace Barioná.
Barioná es el jefe de una pequeña aldea próxima a Belén. Indignado por una inicua subida de impuestos por parte de los romanos, que va a ahogar al pueblo, idea un plan. En el pueblo se dejará de procrear. Espera que su ejemplo sea seguido por toda la población judía y que así los romanos se vean dueños de un territorio muerto. Les dice a sus hombres de los que arranca un terrible juramento:
“¿Os lamentáis? ¿Osaríais, entonces, crear vidas jóvenes con vuestra sangre podrida? ¿Queréis refrescar con hombres nuevos la interminable agonía del mundo? ¿Qué destino deseáis para vuestros futuros hijos? ¿Qué se queden aquí, como buitres en una jaula, solitarios y desplumados? ¿O bien que bajen allí, a las ciudades, para convertirse en esclavos de los romanos, trabajar por salarios de hambre para acabar por morir en la cruz? Obedeceréis. Y deseo que nuestro ejemplo sea anunciado por toda Judea y que sea el origen de una nueva religión, la religión de la nada, y que los romanos sean los dueños de nuestras ciudades desiertas y que nuestra sangre caiga sobre sus cabezas. Repetid conmigo el juramento que voy a hacer: Ante el Dios de la Venganza y de la Cólera, delante de Jehová, juro no engendrar nunca más. Y si falto a mi juramento, que mi hijo nazca ciego, que sufra la lepra, que sea un objeto de desprecio para los demás y de vergüenza y dolor para mí. Repetid, judíos, repetid”
Justo después de este terrible juramento, su mujer, Sara, horrorizada le dice que acaba de maldecir a su hijo puesto que ella está embarazada. Él le dice que aborte y ante sus súplicas para que le deje tener el niño, Barioná le dice:
“Sara, soy señor del pueblo y dueño de la vida y la muerte. He decidido que mi familia se extinguirá conmigo. Ve. Y no tengas añoranza; tu hijo hubiese sufrido, te hubiese maldecido”.
A lo que ella le responde:
“Aunque tuviese la seguridad de que me traicionaría, que moriría en la cruz como los ladrones y me maldijera, incluso así, le traería al mundo. [...]. Quiero darle también el sol y el aire fresco y las sombras violetas de las montañas y la risa de las niñas. Te lo ruego, deja nacer un niño, deja al mundo, una vez más, una oportunidad”.
Entonces Barioná, la interpela duramente con una arenga del más lapidario existencialismo ateo:
“¡Cállate! Es una trampa. Siempre creemos que hay una oportunidad más. Cada vez que se trae a un niño al mundo creemos que le damos una oportunidad, y no es verdad. Los naipes están marcados de antemano. La miseria, la desesperanza, la muerte, le esperan en cada esquina. Mujer, este niño que tú quieres hacer nacer es como una nueva edición del mundo. A través de él, las nubes y el agua y el sol y las casas y el dolor de los hombres existirán una vez más. Vas a recrear el mundo, va a formarse como una costra espesa y negra alrededor de una pequeña conciencia escandalizada que vivirá ahí, prisionera en el centro de la costra, como una larva. ¿Comprendes qué enorme incongruencia, qué monstruosa falta de sensibilidad, traer nuevos seres a este mundo fallido? Hacer un niño es aprobar la creación en el fondo del corazón, es decirle al Dios que nos tortura: “Señor, todo está bien y te doy gracias por haber creado el universo”. ¿Verdaderamente quieres cantar ese himno? ¿Puedes asumir decir: si este mundo pudiera volver a hacerse, lo reharía exactamente como es? Déjalo, mi dulce Sara, déjalo. La existencia es una lepra vergonzosa que nos roe a todos, y nuestros padres han sido los culpables. Mantén tus manos puras, Sara, y que puedas decir el día de tu muerte: no dejo a nadie detrás de mí para perpetuar el sufrimiento humano”.
“¿Y si, sin embargo, fuese voluntad de Dios que engendrásemos?” –le replica Sara. L
La sacrílega respuesta de Barioná no se hace esperar:
“Entonces, que haga un signo a su servidor. Pero que se dé prisa, que me envíe sus ángeles antes del alba. Porque mi corazón está cansado de la espera y no se desprende uno fácilmente de la desesperanza una vez que se ha probado”.
Pero, en el auto de Navidad de Sartre, justo ese día, nace el Cristo. Así es como Sartre pinta el anuncio del ángel a los pastores:
“Escuchad: es en Belén, en un establo. Atended y haced el silencio. Hay en el cielo un gran vacío y una gran espera, porque todavía no ha ocurrido nada. Y hay un frío en mi cuerpo similar al frío del cielo. En estos momentos, en un establo, hay una mujer acostada sobre la paja. Haced el silencio porque el cielo se ha vaciado entero como un gran agujero, está desierto y los ángeles tienen frío. ¡Ah! ¡Qué frío tienen!
[...]
¡Ya está! ¡Ha nacido! Su espíritu infinito y sagrado está prisionero en un cuerpo de niño todo sucio y se extraña de sufrir y de ignorar. Ahí está. Nuestro dueño no es nada más que un niño. Un niño que no sabe hablar. Tengo frío, Señor, ¡qué frío tengo! Pero ya basta de llorar sobre la pena de los ángeles y el inmenso desierto de los cielos. Por todas partes en la tierra corren olores ligeros y ha llegado el momento para los hombres de alegrarse. No tengáis miedo de mí, Simón, Caifás, Pablo; despertad a vuestros compañeros”.
Cuando los pastores llegan al pueblo y despiertan a todos anunciando que el Cristo ha nacido para traer paz a los hombres de buena voluntad, Barioná les contesta con dureza en una segunda declaración del más puro existencialismo sartriano:
“¡Ja! ¡La buena voluntad! ¡La buena voluntad del pobre que se muere de hambre bajo la escalera del rico sin quejarse! ¡La buena voluntad del esclavo al que flagelan y que dice: gracias! ¡La buena voluntad de los soldados empujados a la masacre que luchan sin saber por qué! ¿Por qué no está aquí vuestro ángel y no hace sus encargos él mismo? Le contestaría: no hay paz para mí en la tierra; ¿y si quiero ser un hombre de mala voluntad? [...] ¡La mala voluntad! He blindado mi corazón con una triple coraza; contra los dioses, contra los hombres y contra el mundo. No pediré compasión ni diré gracias. No doblaré mi rodilla delante de nadie, pondré mi dignidad en mi odio, llevaré cuenta exacta de todos mis sufrimientos y de los demás hombres. Quiero ser el testigo del dolor de todos; lo recogeré y lo guardaré en mí como una blasfemia. Quiero elevarme contra el cielo como una columna de injusticia; moriré solo e irreconciliado y quiero que mi alma suba hacia las estrellas como un gran clamor de metales, el clamor de la ira. [...]. Aunque el Eterno me hubiese mostrado su rostro entre las nubes, rehusaría oírle porque soy libre; y contra un hombre libre, ni el mismo Dios puede nada. Puede reducirme a polvo o incendiarme como a un arbusto, puede hacer que me retuerza en mis sufrimientos como el sarmiento en el fuego, pero no puede nada contra este pilar acerado, contra esta columna inflexible: la libertad del hombre”.
Cuando Barioná ha desengañado a sus hombres de su esperanza, aparecen, en el auto de Navidad de Sartre, los Reyes Magos. Tiene entonces lugar el primer combate verbal de Baltasar contra Barioná. Lo más sorprendente de todo es que en la representación que se hizo en el campo el día de Navidad, Sartre no hizo, como cabría esperar, el papel de Barioná, sino el de Baltasar. (El único papel femenino de la obra, el de Sara lo representó la mujer del oficial alemán al frente del campo de concentración)
- “No creo más en el Mesías que en todas vuestras fábulas. Veo claro el juego de los ricos y los reyes como vosotros. Tomáis el pelo a los pobres con engaños para que estén tranquilos. Pero os digo que a mí no me tomaréis el pelo. Habitantes de Bethaur, ya no quiero ser vuestro jefe, porque habéis dudado de mí. Pero os lo repito una última vez: mirad vuestra desesperanza cara a cara, porque la dignidad del hombre está en su desesperanza”.
- “¿Estás seguro de que no está más bien en su esperanza? No te conozco de nada, pero veo en tu cara que has sufrido y veo también que te has complacido en tu dolor. Tus rasgos son nobles, pero tus ojos están medio cerrados y tus oídos parecen taponados. Veo en tu rostro la gravidez que se percibe en los ciegos y los sordos; te pareces a uno de esos ídolos trágicos y sanguinarios que adoran los pueblos paganos. Un ídolo iracundo, con el ceño fruncido, ciego y sordo a las palabras de los hombres y que no oye sino los consejos de su orgullo. Sin embargo, míranos: nosotros hemos sufrido también y somos sabios entre los hombres. Pero cuando esta estrella nueva se ha elevado, hemos dejado nuestros reinos sin dudarlo, la hemos seguido y vamos a adorar a nuestro Mesías”.
- “Bien: id a adorarle. ¿Quién os lo impide y qué hay entre vosotros y yo?”
- “¿Cuál es tu nombre?”
- “Barioná. ¿Y?”
- “Tú sufres Barioná. Sufres y, sin embargo, tu deber es esperar. Tu deber de hombre. Es para eso para lo que el Cristo ha bajado a la tierra. Para ti más que para cualquier otro, porque tú sufres más que cualquier otro. El Ángel no espera nada, porque goza de su alegría y Dios le ha dado todo por adelantado y la piedra tampoco espera, porque vive estúpidamente en un presente perpetuo. Pero cuando Dios dio forma a la naturaleza del hombre, fundió juntas la esperanza y la preocupación. Porque el hombre, ¿sabes? es siempre mucho más de lo que es. Ves a este hombre, apesadumbrado por su carne, enraizado en su sitio por sus dos grandes pies y dices, extendiendo la mano para tocarle: Está aquí. Y no es verdad: esté donde esté un hombre, Barioná, está siempre en otra parte. En otra parte, más allá de las cimas violetas que ves desde aquí, en Jerusalén; en Roma, más allá de este día helado, mañana. Y todos estos que te rodean, hace tiempo que no están aquí: están en Belén, en un establo, alrededor del pequeño cuerpo caliente de un niño. Y todo este porvenir en el que el hombre está imbricado, todas las cimas, todos los horizontes violetas, todas las ciudades maravillosas que le deslumbran sin haber puesto nunca en ellas sus pies, todo eso, es la Esperanza. La Esperanza. (Señalando a los prisioneros del público. En este momento hubo lágrimas y sollozos entre los oficiales prisioneros). Mira a los prisioneros que están delante de ti, que viven en el barro y el frío. ¿Sabes lo que verías si pudieses seguir su alma? Las colinas y los dulces meandros de un río. Y viñas, y el sol del sur. Sus viñas y su sol. Es allí donde están. Y las viñas doradas de septiembre, para un prisionero aterido de frío y cubierto de piojos, son la Esperanza. La Esperanza es lo mejor de ellos mismos. Y tú quieres privarles de sus viñas y de sus campos y del brillo de las colinas lejanas, tú no quieres dejarles más que el barro y las pulgas y las chinches, tú quieres darles el presente desorientado de los animales. Porque esa es tu desesperanza: rumiar el instante fugaz, mirarte el ombligo con una mirada rencorosa y estúpida, arrancar de tu tiempo el futuro y encerrarlo en un círculo alrededor del presente. Entonces ya no serás un hombre, Barioná, no serás más que una piedra dura y negra en el camino. Las caravanas pasan por ese camino, pero la piedra permanece sola y rígida como un mojón en su resentimiento”.
- “No haces más que chochear, viejo”.
- “Barioná, es verdad que somos muy viejos y muy sabios y que conocemos todo el mal de la tierra. Sin embargo, cuando hemos visto esa estrella en el cielo nuestros corazones han palpitado con una alegría como la de los niños. Nos hicimos como niños y nos pusimos en camino porque queríamos cumplir con nuestro deber de hombres, que es esperar. El que pierda la esperanza, Barioná, ese, será expulsado de su pueblo, será maldito y las piedras del camino serán más duras para él y los espinos más hirientes. La carga que lleve le resultará más pesada y todas los infortunios se abatirán sobre él como abejas irritadas y cada persona se burlará de él gritándole. Pero, para aquél que espera, todo serán sonrisas y el mundo le será dado como un regalo. Vosotros, los demás, ved si debéis quedaros aquí o decidiros a seguirnos”.
Sorprendente lección de esperanza viniendo de la pluma y de los mismísimos labios de Sartre. Los hombres y mujeres de Bethaur, Sara entre ellas, siguen a los Reyes y bajan a Belén a ver al niño. Barioná se queda sólo rumiando su frustración y su abandono y lanza una maldición al mismísimo Dios:
“Se han ido. Estamos solos, Señor, tú y yo. He conocido muchas penas, pero ha hecho falta que viviese hasta este día para sentir el amargo sabor del abandono. ¡Ay, qué solo estoy! Pero no oirás, Dios de los judíos, una sola queja de mi boca. Quiero vivir mucho tiempo, abandonado sobre esta roca estéril. Yo que nunca pedí nacer, yo, voy a ser tu remordimiento”.
Pero, en su soledad, no puede por menos que reflexionar sobre qué representaría un Dios que se hiciese hombre:
“¡Un Dios transformarse en hombre! ¡Que idiotez! No veo qué podría tentarle en nuestra condición humana. Los Dioses viven en el cielo, ocupados en gozar de ellos mismos. Y si decidiesen descender entre nosotros, lo harían bajo alguna forma brillante y fugaz, como una nube púrpura o un relámpago. ¿Se cambiaría un Dios en hombre? El todopoderoso, en el seno de su gloria, ¿contemplaría a estas pulgas que pululan sobre la vieja costra de la tierra y que se revuelcan en sus excrementos y diría: quiero ser uno de esos gusanos? No me hagas reír. ¿Un Dios rebajarse a nacer, a vivir nueve meses como una fresa de sangre? [...]. Si un Dios se hubiese hecho hombre por mí, le amaría con exclusión de todos los demás, habría como un lazo de sangre entre él y yo y no tendría suficiente vida para demostrarle mi agradecimiento: Barioná no es un ingrato. Pero, ¿qué Dios sería lo suficientemente loco para eso? No el nuestro, desde luego. Siempre se ha mostrado más bien distante. [...]. Un Dios-Hombre, un Dios hecho de nuestra carne humillada, un Dios que aceptase conocer este sabor amargo que hay en el fondo de nuestra boca cuando todos nos abandonan, un Dios que aceptase por adelantado sufrir lo que yo sufro ahora... Venga, es una locura”.
Sin embargo, una visión del hechicero del pueblo le hace ver a Barioná el final del Cristo crucificado y su duda se transforma en odio hacia ese Mesías:
“¡No queréis comprender! Esperábamos un soldado y se nos envía un cordero místico que nos predica la resignación y nos dice: ‘Haced como yo, morid en vuestra cruz, sin quejaros, con dulzura, para evitar escandalizar a vuestros vecinos. Sed dulces. Dulces como niños, Lamed vuestro sufrimiento despacio, como un perro pegado lame a su amo para hacerse perdonar. Sed humildes. Pensad que habéis merecido vuestros dolores, y si son demasiado fuertes, soñad que son pruebas y que os purifican. Y si sentís crecer en vosotros una cólera de hombre, asfixiadla bien. Decid gracias, siempre gracias. Gracias cuando os abofeteen. Gracias cuando os den de patadas. Haced niños para preparar nuevos culos para las patadas del porvenir. Hijos de viejos que nacerán resignados y rumiarán sus antiguos pequeños dolores marchitos con la humildad que conviene. Niños que nacerán expresamente para sufrir como yo: nacidos para la cruz. Y si sois suficientemente humildes, si habéis hecho resonar vuestro esternón como una piel de asno, golpeando vuestra culpa con aplicación, entonces, tal vez, tendréis una plaza en el reino de los humildes, que esta en los Cielos’... ¿Mi pueblo llegar a ser eso? ¿Una nación de crucificados consentidores? Pero, ¿qué has llegado a ser, Jehová, Dios de la venganza?”
Entonces decide que va a ir a Belén para estrangular a ese niño-mesías.
“Si pudiera impedir eso... Conservar en ellos la llama pura de la rebelión... ¡Oh, mis hombres! Me habéis abandonado y ya no soy vuestro jefe. Pero, por lo menos, haré esto por vosotros: Bajaré a Belén. Las mujeres retrasan vuestra marcha y conozco atajos que no conocéis. Llegaré allí antes que vosotros. ¡Y no hace falta mucho tiempo, imagino, para retorcer el frágil cuello de un niño, aunque sea el Rey de los judíos!”
Y aquí, en un intermezzo, con el telón bajado y explicando como un viejo narrador ciego pintaría a María, al niño y a José, Sartre ha escrito una de las más bellas descripciones de la escena del establo, llena de teología de la encarnación de Dios hecho hombre verdadero, junto a una de las más tiernas descripciones de la figura de José y de la aceptación de su destino:
“He aquí a la Virgen, y he aquí a José y, he aquí al niño Jesús. El artista ha puesto todo su amor en este dibujo, pero es posible que lo encontréis un poco ingenuo. Ved, los personajes tienen bonitos vestidos, pero están completamente rígidos: se diría que son marionetas. Seguramente no eran así. Si estuvieseis ciegos como yo... Pero, bueno: no tenéis más que cerrar los ojos para oírme y yo os diré como los veo dentro de mí.
La Virgen está pálida y mira al niño. Lo que habría que describir de su cara es una reverencia llena de ansiedad que no ha aparecido más que una vez en una cara humana. Y es que Cristo es su hijo, carne de su carne y fruto de sus entrañas. Durante nueve meses lo llevó en su seno, le dará el pecho y su leche se convertirá en sangre divina. De vez en cuando la tentación es tan fuerte que se olvida de que Él es Dios. Le estrecha entre sus brazos y le dice: ¡mi pequeño! Pero en otros momentos, se queda sin habla y piensa: Dios está ahí. Y le atenaza un temor reverencial ante este Dios mudo, ante este niño que infunde respeto. Porque todas las madres se han visto así alguna vez, colocadas ante ese fragmento rebelde de su carne que es su hijo, y se sienten exiliadas de esa vida nueva que han hecho con su vida, pero donde habitan pensamientos distintos. Mas ningún niño ha sido arrancado tan cruel y rápidamente de su madre como este niño, pues Él es Dios y sobrepasa por todas partes lo que ella pueda imaginar.
Y es una dura prueba para una madre tener vergüenza de sí y de su condición humana delante de su hijo.
Aunque yo pienso que hay también otros momentos, rápidos y resbaladizos, en los que siente, a la vez, que Cristo, su hijo, suyo, es su pequeño, y es Dios. Le mira y piensa: “Este Dios es mi hijo. Esta carne divina es mi carne. Está hecha de mi. Tiene mis ojos, y la forma de su boca es la de la mía. Se parece a mi. Es Dios y se parece a mi.
Y ninguna mujer, jamás, ha tenido así a su Dios para ella sola. Un Dios muy pequeñito al que se puede coger en brazos y cubrir de besos, un Dios calentito que sonríe y que respira, un Dios al que se puede tocar; y que sonríe. Es en uno de esos momentos cuando pintaría yo a María si fuera pintor. Y trataría de plasmar el aire de atrevimiento tierno y tímido con que ella adelanta el dedo para tocar la piel pequeña y suave de este niño-Dios cuyo peso tibio siente sobre sus rodillas y que le sonríe.
Eso en cuanto a Jesús y la Virgen María.
¿Y José? A José no le pintaría. Plasmaría sólo una sombra, al fondo del establo, y dos ojos brillantes. Porque no sabría qué decir de José y José no sabe qué decir de sí mismo. Está en adoración y está feliz de adorar y se siente un poco exiliado.
Creo que sufre sin confesarlo. Sufre porque ve cuánto se parece a Dios la mujer que ama y hasta qué punto está ya del lado de Dios. Porque Dios explota como una bomba en la intimidad de esa familia. José y María están separados para siempre por este incendio de claridad. Y toda la vida de José, imagino, será aprender a aceptar”.
Pero Barioná, que, efectivamente, llega a la gruta de Belén antes que los de su pueblo, no es capaz de estrangular al niño:
“Se hace tarde, los otros estarán pronto aquí. Esta será la última proeza de Barioná: estrangular a un niño. (Entreabre la puerta). La lámpara humea, las sombras llegan hasta el techo, como si fueran grandes pilares en movimiento. La mujer está de espaldas y no veo al niño. Imagino que está sobre sus rodillas. Pero veo al hombre. ¡Es verdad! ¡Cómo la mira! ¡Con qué ojos! ¿Que puede haber detrás de esos dos ojos claros, claros como dos ausencias en una cara dulce y a la vez curtida. ¡Qué esperanza! Y yo no traigo esperanza. Qué nubes de horror subirían desde lo más profundo de sí mismo para oscurecer esos dos retazos de cielo, si me viese estrangular a su hijo. No he visto todavía a ese niño y ya sé que no voy a tocarle. Para reunir el valor con el que apagar esa pequeña vida entre mis dedos, no tendría que haberme fijado antes en los ojos de su padre. Estoy vencido”.
Los hombres y las mujeres de Bethaur, con Sara, llegan y entran. Pero Barioná se queda fuera, escondido, atisbando la alegría de los de dentro, que cantan los villancicos para los que escribió el auto de Navidad, y meditando:
“Sara está ahí, con todos. Está pálida... Mientras esta larga marcha no la haya agotado. Sus pies sangran. ¡Ah! ¡Que felicidad respira! No queda detrás de esos ojos luminosos ni el más pequeño recuerdo de mí. [...] ¿Qué hacen? No se oye ni un ruido, pero este silencio no es como el de las montañas, como el silencio helado y vacío que reina entre las moles de granito. Es un silencio más rotundo que el de un bosque. Un silencio que se eleva hacia el cielo y que acaricia las estrellas como un inmenso árbol con la copa mecida por el viento. ¿Estarán arrodillados? ¡Ah, si pudiera estar entre ellos sin que me vieran! Porque, verdaderamente, el espectáculo no debe ser nada corriente; todos esos hombres, duros y austeros, resistentes al dolor y a la ambición, arrodillados delante de un niño que gime. El hijo de Shalam, que le dejó a los quince años por haber recibido demasiados mamporros, se hartaría de reír al ver a su padre adorar a un niño de teta. ¿Será esto el reino de los hijos sobre los padres? (Un silencio) Ahí están, ingenuos y felices, en el establo tibio después de su gran caminata en el frío. Han juntado sus manos y piensan: Algo acaba de comenzar. Y se equivocan, por supuesto. Han caído en una trampa y lo pagarán caro más tarde; pero, incluso así, siempre tendrán este minuto; tienen suerte de poder creer en un nuevo comienzo. ¿Que hay más conmovedor para el corazón de un hombre que el comienzo de un mundo y la ambigua juventud y el comienzo de un amor, cuando todo es todavía posible, cuando el sol, antes del amanecer, flota en el aire y en las caras como un fino polvo y cuando se presienten en la frescura agria de la mañana las grandes promesas de un nuevo día? [...]. En este establo empieza una nueva mañana... En este establo habita la mañana. Y aquí, fuera, es de noche. Noche en los caminos, noche en mi corazón. Una noche sin estrellas, profunda y tumultuosa como el alta mar. ¡Ay!, la noche me zarandea con sus olas como a un tonel y el establo, detrás de mí, luminoso y cerrado, navega como el Arca de Noé a través de la noche encerrando en él la mañana del mundo. Su primera mañana. Porque el mundo nunca había tenido una mañana. Había huido de las manos de su indignado creador y caía en un horno ardiente, en la oscuridad. Y las inmensas lenguas ardientes de esa noche sin esperanza pasaban sobre él, cubriéndole de ampollas y regalándole escorpiones y tarántulas. Y yo, yo, habito en la inmensa noche terrestre, en la noche tropical del odio y la desgracia. Pero –¡oh poder engañoso de la fe!- para mis hombres, millones de años después de la creación, se levanta, en este establo, a la tenue claridad de un pábilo, la primera mañana del mundo. (La muchedumbre canta un villancico). Cantan como peregrinos que se han puesto en camino en la fresca noche con la calabaza, las sandalias, el bordón y ven aparecer a lo lejos la primera palidez grisácea del día. Cantan, y ese niño está ahí, entre ellos, como el pálido sol del Oriente; el sol de la primera hora, al que todavía se puede mirar de frente. Un niño desnudo del color del sol naciente. ¡Ah, qué bella mentira! Daría mi mano derecha por poder creer en ella, aunque sólo fuese un instante. ¿Es acaso mi culpa, Señor, si me habéis creado como una bestia nocturna y si habéis grabado en mi piel este terrible secreto?: Jamás habrá una mañana. ¿Es acaso mi culpa si sé, yo, que vuestro Mesías no es sino un pobre paria que reventará en la cruz, si sé que Jerusalén será siempre esclava? (Segundo villancico) ¡Ay!, ellos cantan y yo me encuentro solo en el umbral de su alegría, como un búho que hace guiños deslumbrado por la luz. Me han abandonado y mi mujer está entre los que se regocijan. Han olvidado hasta mi existencia. Estoy en el extremo del camino de un mundo que termina y ellos están en el extremo en que comienza. Me siento más solo al borde de su alegría y de su oración que en mi pueblo desierto. Y lamento haber bajado en medio de los hombres, porque ya no encuentro en mí suficiente odio. ¡Ay!, ¿por qué el orgullo del hombre es como la cera, y bastan los primeros rayos de la aurora para reblandecerlo? Querría decirles: camináis hacia la infame Resignación, hacia la muerte de vuestro valor, seréis parecidos a las mujeres y a los esclavos, y cuando os abofeteen en una mejilla, pondréis la otra. Pero me callo y me quedo quieto. No tengo tripas para quitarles esa confianza bendita en la virtud de la mañana”. (Tercer villancico).
En eso, Barioná es sorprendido por Baltasar y de nuevo, tiene lugar un intercambio de ideas sobre la esperanza, el sufrimiento, el sentido de la vida y de la libertad. Quiero recordar que es Sartre el que habla por boca de Baltasar.
- Baltasar: “¿Estás aquí, Barioná? Sabía que te encontraría”.
- Barioná: “No he venido para adorar al Cristo”.
- Baltasar: “No, has venido para castigarte a ti mismo y quedarte solo al margen de nuestra feliz multitud. Lo mismo harán un día los hombres que esta noche han acudido a su cuna de paja; le traicionarán como te han traicionado a ti. Hoy le cubren con sus regalos y su ternura, pero no hay ni uno solo entre ellos, ni uno, me oyes, que no le abandonase si conociese el porvenir. Porque les decepcionará, Barioná, les decepcionará a todos. Esperan de él que expulse a los romanos, y los romanos no serán expulsados, que haga crecer flores y árboles frutales sobre las rocas, y la roca permanecerá estéril, que ponga fin al sufrimiento humano, y dentro de dos mil años la humanidad sufrirá como lo hace ahora”.
- Barioná: “Eso es lo que les he dicho”.
- Baltasar: “Lo sé. Y por eso te hablo a ti ahora, porque tú estás más cerca del Cristo que todos ellos y tus oídos pueden abrirse para recibir la verdadera buena noticia”.
- Barioná: “¿Y cuál es esa buena noticia?”
- Baltasar: “Escucha: El Cristo sufrirá en la carne porque es hombre. Pero es también Dios y toda su divinidad está más allá del sufrimiento. Y nosotros, los hombres, hechos a la imagen de Dios, estamos también más allá de nuestros sufrimientos en la medida en que nos parecemos a Dios. ¿Ves?, hasta esta noche el hombre tenía los ojos cegados por el sufrimiento como Tobías por el excremento de los pájaros. No veía más allá de él y se tenía por un animal herido y loco de dolor que galopa a través de los bosques para huir de su herida y que lleva su dolor con él a todas partes. Y tú, Barioná, tú eres el hombre de la antigua ley. Has considerado tu dolor con amargura diciéndote: estoy herido de muerte. Y querías tumbarte sobre tu costado y consumir el resto de tu vida en la meditación de la injusticia que se te había hecho. Pero hoy, el Cristo ha venido para redimirnos; ha venido para sufrir y para enseñarnos como hay que tratar al sufrimiento. Porque no hay que rumiarlo, ni poner el honor en sufrir más que los demás, ni tampoco resignarse a él. El sufrimiento es una cosa completamente natural y corriente y conviene aceptarla como algo que nos fuese debido. Es malsano hablar demasiado de él, aunque sea con uno mismo. Ponte en regla con él lo antes posible; instálalo cálidamente en el hueco de tu corazón, como un perro tumbado junto al hogar. No pienses nada sobre él, sino que está ahí, como esta piedra está en el camino, como la noche está ahí, alrededor de nosotros. Entonces descubrirás esta verdad que el Cristo ha venido a enseñarte y que tú ya sabías: tú no eres tu sufrimiento. Hagas lo que hagas y lo afrontes como lo afrontes, le sobrepasas infinitamente, porque no puede ser más que lo que tú quieras que sea. Tanto si le arropas con tu cuerpo, como una madre que se acuesta sobre el cuerpo helado de su niño para calentarlo, como si, al contrario, le das la espalda con indiferencia, eres tú quien le da su sentido y le haces ser lo que es. Porque, en sí mismo, no es nada sino materia humana. Y el Cristo ha venido a enseñarte que eres responsable ante ti mismo de tu sufrimiento. Es de la naturaleza de las piedras y de las raíces, de todo aquello que tiene gravidez y que tiende naturalmente hacia abajo. Es él el que te enraíza en la tierra, es por él por el que te aplastas pesadamente sobre el camino y presionas el suelo con la planta d tus pies. Pero tú, que estás más allá de tu propio sufrimiento y que le das forma a tu voluntad, tú eres ligero, Barioná. ¡Ah!, si supieras cuan ligero es el hombre. Y si aceptases tu ración de sufrimiento como el pan de cada día, entonces estarías más allá. Y todo lo que está más allá de tu dote de sufrimiento y más allá de tus preocupaciones, todo eso, te pertenece. Todo. Todo lo que es ligero, es decir, el mundo entero. El mundo y tú mismo, Barioná, porque todo tú eres un don gratuito a perpetuidad. Sufres, y no tengo ninguna compasión de tu sufrimiento: ¿por qué debieras no sufrir? Pero tienes alrededor tuyo esta bella noche de tinta y tienes esos cantos en el establo y tienes este frío seco y duro, hermoso, implacable como la virtud. Y todo esto te pertenece. Esta bella noche henchida de tinieblas y de fuegos que la atraviesan como los peces hienden el mar, te está esperando. Te espera al borde del camino, tímida y tiernamente, porque el Cristo ha venido para regalártela. Lánzate hacia el cielo y serás libre –¡oh! criatura superflua entre todas las criaturas superfluas– libre y palpitante, asombrada de existir en pleno corazón de Dios, en el reino de Dios, que está en el Cielo y también en la tierra”.
- Barioná: “¿Es eso lo que el Cristo ha venido a enseñarnos?”
- Baltasar: “Tengo también un mensaje para ti”.
- Barioná: “¿Para mí?”
- Baltasar: “Para ti. Ha venido a decirte: deja nacer a tu hijo. Sufrirá, es verdad. Pero eso no te incumbe. No te compadezcas de sus sufrimientos, no tienes derecho. Sólo él tendrá que tratar con ellos y hará de ellos exactamente lo que quiera, porque es libre. Lo mismo si es cojo, si tiene que ir a la guerra y pierde sus piernas o sus brazos, incluso si la mujer que ama le traiciona siete veces, es libre, libre de regocijarse eternamente de su existencia. Me decías hace un momento que Dios nada puede contra la libertad del hombre, y es verdad. ¿Entonces? Una nueva libertad va a lanzarse hacia el Cielo como un pilar etéreo ¿y tú tendrás la osadía de impedirlo? El Cristo ha nacido para todos los niños del mundo, Barioná, y cada vez que un niño va a nacer, el Cristo nacerá en él y por él, eternamente, para ser golpeado con él por todos los dolores y para escapar en él y por él, eternamente, de todos los dolores. Viene a decir a los ciegos, a los parados, a los mutilados, a los prisioneros de guerra: no debéis absteneros de hacer niños. Porque incluso par los ciegos, para los parados, para los prisioneros de guerra y para los mutilados, existe la alegría”.
- Barioná: “¿Es todo lo que tenías que decirme?”
- Baltasar: “Sí”.
- Barioná: “Entonces, está bien. Entra en ese establo y déjame solo, porque quiero meditar y hablar conmigo mismo”.
Estas conversaciones con Baltasar, su dolor y sus propias meditaciones hacen que Barioná dude si entrar o no en el establo y así acaba la escena. Sartre no nos dice si lo ha hecho o no, pero a la vista de la siguiente escena parece que sí, y que ver al niño le ha convertido en una persona distinta. La siguiente escena nos muestra a un Barioná dispuesto a morir por ese niño al que quería matar hace un momento. A muchos les parece un cambio demasiado drástico, pero a mí no me lo parece. Porque una conversión que aparentemente se produce súbitamente en un momento, es el momento de la explosión de algo que lleva mucho tiempo bullendo a fuego lento hasta que estalla. Tenemos como ejemplo las conversiones repentinas de Paul Claudel y de André Frossard. Si a eso le sumamos el encuentro con el Cristo Niño, parece que Sartre sabía lo que hacía.
Pero oigamos al nuevo Barioná reaccionando ante la amenaza de los que vienen a matar al niño.
- Barioná: “Entonces, ¿soy de nuevo vuestro jefe?”
- Todos sus hombres: “Sí, sí”.
- Barioná: “¿Ejecutaréis mis órdenes ciegamente?”
- Todos sus hombres: “Te lo juramos”.
- Barioná: “Entonces, escuchad mis órdenes: tú, Simón, ve a prevenir a José y a María. Diles que ensillen el asno de Lelius y que sigan el camino hasta el cruce. Tú les guiarás. Tú les llevarás por el atajo de las montañas hasta Hebrón. Que luego vuelvan a descender hacia el norte: el camino está libre”.
Uno de sus hombres: “Pero Barioná, los romanos estarán antes que ellos en el cruce”.
- Barioná: “No, porque nosotros, escucháis, nosotros, vamos a salir a su encuentro y les haremos retroceder. Les ocuparemos durante el tiempo suficiente para que José pueda pasar”.
Uno de sus hombre: “¿Qué dices?”
- Barioná: “¿No queríais a vuestro Cristo? Y bien, ¿quién podrá salvarle si no sois vosotros?”
Otro de sus hombres: “Pero nos van a matar a todos. No tenemos más que cayados y navajas”.
- Barioná: “Atad vuestras navajas a vuestros cayados y usadlos como lanzas”.
- Hombre 3: “Nos masacrarán”.
- Barioná: “¡Por supuesto que sí! Estoy seguro de que nos masacrarán a todos. Pero escuchad. Ahora creo en vuestro Cristo. Es verdad; Dios ha venido a la tierra. Y en este momento reclama de vosotros este sacrificio. ¿Se lo negaréis? ¿Impediréis a vuestros hijos recibir su enseñanza?”
Hombre 1: “Barioná, tú, el escéptico, tu que te negaste a seguir a los Reyes Magos, ¿crees realmente que este Niño...?”
- Barioná: “En verdad, en verdad os digo: este niño es el Cristo”.
- Barioná: “Mis compañeros, soldados de Cristo, tenéis aspecto feroz y resuelto y sé que combatiréis bien. Pero quiero de vosotros algo más que esta resolución sombría. Quiero que muráis en la alegría. El Cristo ha nacido, ¡oh!, mis hombres, y vosotros vais a culminar vuestro destino. Vais a morir como guerreros, como soñabais en vuestra juventud, y vais a morir por Dios. Sería indecente hacerlo con esas caras crispadas. Vamos, bebed un pequeño trago de vino, os lo permito, y marchemos contra los mercenarios de Herodes, marchemos, ebrios de cantos, de vino y de Esperanza”.
- Todos: “¡Barioná! ¡Barioná! ¡Navidad! ¡Navidad!”
La obra acaba cuando, justo antes de partir hacia la muerte por Cristo, Barioná se enfrenta al público, unos cinco mil prisioneros del campo y les dice:
- Barioná: “(Al público) Y vosotros, prisioneros, aquí termina nuestro auto de Navidad que ha sido escrito para vosotros. No sois felices y puede que haya más de uno entre vosotros que haya sentido este sabor de hiel, este sabor acre y salado del que hablo. Pero creo que también para vosotros, en este día de Navidad —–y en todos los demás días— ¡existirá, todavía, la alegría!”.
Tal es la obra que se encuentra en un momento de la vida de Sartre, después de “El ser y la nada”, entre los sueños de su infancia y su “La esperanza ahora” de unos días antes de su muerte. Cuando Sartre salió del campo, su deseo de inmortalidad por las letras sentido en su niñez, hizo que desterrase Barioná al olvido, prohibiendo su publicación. Sólo en 1962, veintidos años más tarde, permitió una publicación de 500 ejemplares porque los supervivientes del campo se lo suplicaron. Hizo, no obstante, que en la primera página apareciese esta frase:
“Si he tomado el tema de la mitología del cristianismo, eso no significa que la dirección de mi pensamiento haya cambiado ni siquiera por un momento durante el cautiverio. Se trataba simplemente, de acuerdo con los sacerdotes prisioneros, de encontrar un tema que pueda hacer realidad, la noche de Navidad, la unión más amplia posible entre los cristianos y los no creyentes”.
¿Es creíble esta afirmación? No lo sé. Sólo el propio Sartre podría saberlo. Pero tal vez fuese el primer hervor del caldo de cultivo en que se fraguó “La esperanza ahora” y el que, me gustaría pensar, pudo hacer que la olla a presión explotase entre la publicación de esta última entrevista y su muerte. Si el tiempo no existe para Dios, yo le pido hoy, veintinueve años después de su muerte, que así sea.
12 de julio de 2009
Sartre; Ecce homo II
Tomás Alfaro Drake
En la primera entrega de esta mirada sobre Sartre, expuse sus propios recuerdos de la niñez, porque en ella se encuentra la clave de la vida. Pero si la niñez puede decirnos mucho sobre un hombre y su pensamiento, más aún nos dicen las palabras escritas o pronunciadas en la cercanía más o menos inmediata de la muerte. En 1980, tan sólo unos días antes de su muerte pero en plena lucidez, Sartre tuvo una larga conversación con el que durante años fue su secretario personal y acabó siendo su amigo más próximo, Benny Lévy. Sartre le tomó bajo su protección bastantes años antes, cuando era un joven maoísta que vivía ilegalmente en Francia bajo el nombre de Pierre Victor. Años después, el pensamiento de Benny Lévy –o Pierre Victor, como se prefiera, derivó hacia un judaísmo agnóstico que veía en el devenir del pueblo judío un paralelo con el sentido de la historia. La entrevista de Lévy a Sartre lleva el sorprendente título –que no sorprende cuando se lee– de “La esperanza ahora”. En esta conversación Sartre vuelve retrospectivamente sobre su pensamiento. Cuando decidió que la entrevista se publicase en Le Nouvel Observateur, estallaron las iras de la Beauvoir y del círculo más cerrado de los sartrianos que intentaron evitar la publicación. El propio Sartre tuvo que llamar al director, Jean Daniel, para exigir su publicación íntegra. Unos días después, murió. A continuación reproduzco algunos pasajes de esta entrevista. Siento ser dmasiado largo, pero creo que la cosa lo merece. El que quiera puede leerla entera editada con el título antedicho en Arena Libros, Madrid 2006. Pero oigamos a Sartre y a Benny Lévy.
1. MÁS ALLÁ DEL FRACASO
[...]
B. L. – Me dijiste un día: “He hablado de desesperación, pero eran cuentos, he hablado de ella porque se hablaba de ella, porque era el tema de moda: leíamos a Kierkegaard”.
J. P. S. – Eso es exacto, por mi parte nunca he estado desesperado, ni he considerado, de cerca o de lejos, que la desesperación fuera una cualidad que me pudiera pertenecer. Por consiguiente, era, en efecto, Kierkegaard el que me influía mucho a este respecto.
B. L. – Es curioso, porque verdaderamente no te gusta Kierkegaard.
J. P. S. – Sí, pero a pesar de todo he sufrido su influencia. Eran palabras que me parecían que para otros podían ser una realidad. Por tanto, quería tenerlas en cuenta en mi filosofía. Era la moda: la idea de que faltaba algo en mis conocimientos personales acerca de mí, de los que no podía extraer la desesperación. Pero tenía de hecho que considerar que si los demás hablaban de ella es que para ellos debía existir. [...]
[...]
B. L. – ¿Y pasa eso también con la angustia?
J. P. S. – Nunca he sentido angustia. Es una de las cuestiones claves de la filosofía de 1930 a 1940. Procedía también de Heidegger. Se trata de nociones de las que nos servíamos continuamente, pero que para mí no correspondían a nada. Es cierto, yo conocía la desolación o el hastío, la miseria, pero...
B. L. – ¿La miseria...?
J. P. S. – En fin, la conocía a través de otros, la veía, si quieres. Pero la angustia y la desesperación no. En fin, no volvamos sobre ese punto, puesto que no afecta a nuestra investigación.
B. L. – Sí, a pesar de todo es importante saber que no has hablado de esperanza, y que cuando hablabas de desesperación, en el fondo no era ese tu pensamiento.
J. P. S. – Mi pensamiento era de hecho mi pensamiento, pero la rúbrica bajo la cual lo colocaba, la “desesperación”, me era ajena. Lo más importante para mí era la idea de fracaso. La idea de fracaso relativa a lo que podríamos llamar un fin absoluto. En pocas palabras, lo que no se dice en El ser y la nada, de esta forma, es que cada hombre, más allá de los fines teóricos o prácticos que tiene en cada instante y que se refieren, por ejemplo, a cuestiones políticas o de educación, etc., más allá de todo esto, cada hombre tiene un fin, un fin que yo llamaría, si me lo permites, trascendente o absoluto, y todos aquellos fines prácticos sólo tienen sentido en relación con aquel fin. El sentido de la acción de un hombre es por tanto este fin, que, por otra parte, varía según los hombres, pero tiene de particular el ser absoluto. Y la esperanza se vincula a este fin absoluto, como por lo demás el fracaso, en el sentido de que el verdadero fracaso se refiere a ese fin.
2. EL DESEO DE SOCIEDAD.
[...]
J. P. S. – [..] Es la modalidad moral. Y la modalidad moral implica que dejemos, al menos en aquel ámbito, de tener como fin el ser, y ya no queremos ser Dios, ya no queremos ser causa sui; lo que buscamos es algo distinto.
3. DEL HOMBRE.
B. L. – Ante la dificultad de pensar y de vivir al mismo tiempo el fracaso y el sentido, ante los riesgos de extraviarse, es tal vez preferible abandonar la idea de fin...
J. P. S. – Entonces, ¿por qué vivir?
B. L. – Me gusta oírtelo decir. Pero, ¿cómo se presenta hoy esta idea del fin?
J. P. S. – Pasando por el hombre.
[...]
B. L. – Antes de 1939 nos dices que el humanismo es una mierda. Unos años más tarde, sin dar cuentas de tu cambio, das una conferencia en donde te preguntas si el existencialismo es un humanismo. Respondes que sí. Y después, unos años más tarde, en el momento de las guerras coloniales, vas a explicarnos que el humanismo es un taparrabos del colonialismo, hoy finalmente nos dices: hay que hacer al hombre, pero eso no tiene nada que ver con el humanismo.
J. P. S. – [...] He sido tal vez demasiado definitivo. Lo que pienso es que cuando exista verdadera y totalmente el hombre, sus relaciones con sus semejantes y su manera de ser en sí mismo podrán servir como objeto de lo que se suele llamar humanismo, es decir, sencillamente, será la manera de ser hombre, su relación con el prójimo y sus manera de ser él en sí mismo. Pero nosotros no vamos por ahí, somos, si a eso se lo quiere llamar así, subhombres, es decir, seres que no han llegado a un final[1], que quizá no alcanzarán nunca por lo demás, pero hacia el que van. [...] Hay esencialmente la moral de relación con el otro. Esto es un tema moral que permanecerá cuando el hombre lo sea verdaderamente. Así, pues, un tema de ese género puede dar lugar a una afirmación humanista.
B. L. – También Marx había dicho que el hombre será realmente total al final. Con semejante razonamiento, se ha tomado a los subhombres como materia prima para construir al hombre nuevo íntegro y total.
J. P. S. – ¡Ah!, sí, pero entonces, ahí, eso es absurdo. Se trata precisamente del lado humano que se encuentra en el subhombre, justamente esos principios que van hacia el hombre, que plantean en sí mismos la prohibición de servirse del hombre como si fuera una materia o un medio para obtener un fin. Ahí es donde justamente estamos en una moral.
B. L. – En otros tiempos, ¿no habrías renunciado a ese recurso a la moral como algo formal o, lo que es peor, burgués? Ya hemos jugado a ese juego. Nos hablas de prohibición, nos hablas de algo humano, ¡todo eso te lo habrías tomado a guasa hace tiempo! ¿Qué es lo que ha cambiado?
J. P. S. – Como sabes, multitud de cosas que hemos expuesto aquí. En cualquier caso, me lo habría tomado a guasa, habría hablado de moral burguesa, en suma, habría dicho tonterías. Bien mirado, según los hechos y según los subhombres que nos rodean, que nosotros mismos somos, directamente, sin tomar en consideración nuestra esencia burguesa o proletaria, el humanismo sólo puede ser realizado y vivido por hombres, y nosotros que estamos en un periodo anterior, que nos apresuramos hacia los hombres que debemos ser o que nuestros sucesores serán, no vivimos el humanismo más que como lo mejor que hay en nosotros, es decir, nuestro esfuerzo por ser algo más allá de nosotros mismos, en el círculo de los hombres. Hombres que podemos así prefigurar gracias a nuestros mejores actos.
4. ¿VIVIMOS MORALMENTE TODO EL TIEMPO?
B. L. – ¿Qué entiendes hoy en día por “moral”?
J. P. S. – Entiendo que cada conciencia, cualquiera, tiene una dimensión que no he estudiado en mis obras filosóficas y que por otra parte pocos han estudiado como tal: es la dimensión de obligación. El término obligación es un mal término, pero para encontrar otro habría casi que inventarlo. Por él entiendo que en cada momento en que tengo conciencia de sea lo que sea y en que hago sea lo que sea hay una especie de requerimiento que va más allá de lo real, y que hace que la acción que quiero realizar conlleve una especie de coacción interior que es una dimensión de mi conciencia. [...]
B.L. – Desde hace mucho tiempo has sido sensible a esa idea de que el individuo está comisionado. [...]. Entonces, con esta idea de libertad comisionada, pero sin saberse por quién, ¿estás esbozando la idea de una libertad sometida a requerimiento?
J. P. S. – [...] A mi parecer cada conciencia tiene esta dimensión moral que no analizamos nunca y que querría que analizásemos.
B. L. – [...], en tus primeros escritos; la libertad era la única fuente de valor. Hoy das un giro a tu pensamiento.
J. P. S. – Porque en mis primeras investigaciones, [...], buscaba la moral en una conciencia sin reciprocidad o sin otro (me gusta más otro que recíproco) y, hoy en día, considero que todo lo que le pasa a una conciencia en un momento dado esta necesariamente ligado a, y a menudo incluso engendrado por, [...], en cualquier caso la existencia del otro. Dicho de otro modo, toda conciencia me parece actualmente que a la vez se constituye ella misma como conciencia y, al miso tiempo, como conciencia del otro y como conciencia para el otro. Y a esta realidad, a este sí mismo considerándose sí mismo para el otro, teniendo una relación con el otro, es a lo que llamo conciencia moral.
[...] –en suma, que el prójimo está siempre ahí y me condiciona–, mi respuesta, que no sólo me responde a mí, sino que es una respuesta condicionada por el prójimo desde el nacimiento, es una respuesta de carácter moral.
B. L. – Ya no piensas de la misma manera el ser-para-el prójimo [être-pour-autrui][2].
J. P. S. – Es exacto. Dejé a cada individuo demasiado independiente en mi teoría del prójimo de El ser y la nada. He planteado algunas cuestiones que mostraban bajo un nuevo aspecto la relación con el prójimo. [...]. Pero, a pesar de todo, consideraba que cada conciencia en sí misma, cada individuo en sí mismo, era relativamente independiente del otro. No había determinado lo que hoy intento determinar: la dependencia de cada individuo en relación con todos los individuos.
B. L. – Se requería la libertad, mientras que ahora ella es “dependiente”. Reconozco que podemos sorprendernos al oírte...
J. P.S. – Es una dependencia, pero no una dependencia como la de la esclavitud. Porque pienso que esta misma dependencia es libre. Lo que de característico hay en la moral es que la acción, al mismo tiempo que aparece como sutilmente coaccionada, se da al mismo tiempo como pudiendo no ser realizada. Y que, por tanto, cuando se la realiza, se hace una elección y una elección libre. Esta coacción tiene algo de sobrerreal y es que ella, no determina, sino que se presenta como algo coaccionado y la elección se hace libremente.
5. UN PENSAMIENTO QUE SE FORMA ENTRE DOS
[...]
B. L. – ¿En qué ha sido determinante este “nosotros” para la modificación de tu pensamiento?, ¿y por qué lo has aceptado?
J. P. S. – [...]. Que era preciso aceptarte (Se lo dice a Benny Lévy) en la propia meditación, o, dicho de otro modo, que meditáramos juntos. Y eso, eso ha cambiado mi modo de investigación, pues hasta este momento nunca había trabajado más que solo, solo sentado en una mesa y con pluma y papel delante de mí. Mientras que aquí, formamos pensamiento juntos. A veces estamos en desacuerdo, pero hay un intercambio [...]
B. L. – ¿Es un mal menor?
J. P. S. – [...]
Cuando sólo hay un autor, el pensamiento lleva su marca: se entra en él y se circula por caminos que él mismo ha trazado, aunque sea un pensamiento universal. Esto es lo que me aporta nuestra colaboración: pensamientos plurales que hemos formado juntos y que me entregan sin cesar a algo nuevo aunque de antemano no esté de acuerdo con todo lo que hay en ellos[3]. He pensado en lo que podías decir para modificar una idea que viniera de mí, tus objeciones o una manera distinta de ver tu idea, etc., que eso era lo esencial, esencial porque todo ello me ponía, no frente a un público imaginado detrás de la hoja de papel, lo que ha sido siempre para mí, sino ante las reacciones mismas que mis pensamientos debían suscitar. [...]. Así, en nuestras conversaciones, y eso es importante, me devuelves de vez en cuando a lo que dije en 1945 o en 1950, para ponerme frente a lo que en mis ideas actuales puede haber que contradiga o recobre mis ideas pasadas.
[...]. Se trata de dos hombres, poco importa la edad, que conocen bien la historia de la filosofía y la historia de mis pensamientos, y que se asocian para trabajar sobre la moral. Moral que por otra parte estará muy a menudo en contradicción con algunas ideas que he tenido. [...]
[...]
8. MÁS FUNDAMENTAL QUE LA POLÍTICA
[...]
J. P. S. – [...]. Si, por el contrario, tomo la sociedad como la resultante de un vínculo entre los hombres más fundamental entre los hombres que la política, entonces considero que la gente tendría que tener o puede tener o tiene cierta relación primera que es la fraternidad.
B. L. – ¿Por qué es primera la relación de fraternidad? ¿Somos todos hijos de un mismo padre?
J. P. S. – No, pero la relación familiar es primera en relación con cualquier otra relación.
B. L. – ¿Formamos una familia?
J. P. S. – En cierto modo, formamos una familia.
9. HIJOS DE LA MADRE
[...]
J. P. S. – [...]. Y es así como por lo demás la gente define a la especie humana, no tanto por los caracteres biológicos como por cierta relación que existe entre los hombres y que es la relación de fraternidad. La cual es la relación por haber nacido de una misma madre. Eso es lo que quería decir.
[...]
J. P. S. – Nunca he tomado la frase de Sócrates como que fuera un mensaje piadoso. Él quiere decir, en realidad, que los hombres son hermanos. Pero no llega a decirlo como habría que hacerlo, no llega a definir el género de verdad que habría que dar a esta frase. Entonces hace de ella un mito.
[...]
J. P. S. – Dicho de otro modo, ellos inventan, sin saber que inventan, un animal que los ha engendrado a todos y por consiguiente, todos somos hermanos [se refiere a los totems de las culturas primitivas]. ¿Por qué? Porque se sentían originalmente hermanos. Entonces, después de eso, una invención ha dado un sentido a esta fraternidad, pero no es esta invención lo que ha dado sentido a esta fraternidad. Es exactamente al revés.
[...]
B. L. – [...] Ahora bien, de hecho me ha parecido que te has agarrado a la idea de fraternidad y no, como antes, a la idea de igualdad. Por lo tanto, hay que encontrar una forma de pensamiento que, al tiempo que asume esa referencia biológica, se despliega sobre un plano que ya no es biológico y que tampoco sea mitológico.
J. P. S. – Eso es. Entonces, ¿qué es esa relación entre un hombre y otro, que se llama fraternidad? No es la relación de igualdad. Es la relación en la que las motivaciones de un acto son del dominio afectivo, mientras que el acto es del dominio práctico. Es decir, que la relación entre el hombre y su vecino en una sociedad donde son hermanos, es una relación en primer lugar afectiva y práctica: habrá que recuperar el don. Puesto que, originalmente, la sensibilidad es casi común.
Cuando veo a un hombre pienso: tiene mi origen, es originario como yo de, digamos, la madre-humanidad, la madre tierra, como dice Sócrates o la madre...
B. L. – Entonces, ¿la humanidad, la tierra, es la madre? Siempre estamos en la mitología. ¿Hay alguna manera de romper el plano mitológico?
J. P. S. – Pienso que lo que no es mitológico, lo que es real, es la relación tuya conmigo y mía contigo. La relación del hombre con su vecino se llama fraternidad porque ellos se sienten con el mismo origen. Tienen el mismo origen y, en el futuro, el final común. Origen y fin comunes, he ahí lo que constituye su fraternidad.
B. L. – ¿Se trata de una experiencia verdadera, pensable?
J. P. S. – A mi parecer, la experiencia total, verdaderamente pensable, existirá cuando el fin que todos los hombres tienen ante sí, el Hombre, sea realizado. En ese momento se podrá decir que los hombres producidos tendrán todos un origen común, no por el sexo de la madre o del padre, sino por un conjunto de medidas tomadas después de miles de años y que desembocarán en el Hombre. Ahí será la verdadera fraternidad.
B. L. – Entiendo. ¿Y qué es lo que hoy en día prefigura ese término?
J. P. S. – Precisamente el hecho de que haya una moral.
10. HIJOS DE LA VIOLENCIA
[...]
J. P. S. – Porque ella está finalmente en el porvenir. Así pues, no ha lugar a recurrir a la mitología, que pertenece siempre al pasado. La fraternidad es lo que serán los hombres unos en relación con otros cuando, a través de toda nuestra historia, podrán decirse vinculados afectiva y activamente unos a otros. La moral es indispensable, [...].
Hay, pues, dos actitudes que son ambas humanas, pero que no parecen compatibles y que hay que intentar vivir al mismo tiempo. Está el esfuerzo, habiendo dejado aparte cualquier otra condición, para engendrar al hombre: esa es la relación moral. Y después está la lucha contra la escasez.
[...]
J. P. S. – Lo que se necesita para una moral es que se extienda la idea de una fraternidad hasta que ella se convierta en relación única y evidente entre todos los hombres, siendo en primer lugar esa relación una relación de grupo, propiamente pequeños grupos ligados de una u otra manera a la idea de familia. En un lejano pasado, la fraternidad es así. Eso está cerrado por el grupo, y precisamente la tendencia del otro o de los otros a romper el grupo, esta fraternidad que liga la fraternidad al interior, es lo que da nacimiento a la violencia, la cual es lo contrario a la fraternidad. He aquí lo que yo diría hoy[4].
[...]
12. EL JUDÍO REAL Y EL UNO
[...]
J. P. S. – [...]. Sólo que yo limitaba a eso la existencia del judío. Sin embargo, yo lo conocía. En estos momentos, pienso que hay una realidad judía más allá de los estragos que el antisemitismo ha producido en los judíos, hay una realidad profunda del judío así como del cristiano (a partir de aquí, me parece que en cada sitio en que aparezca judío o judaísmo, sería intercambiable por cristiano o cristianismo. El paréntesis es mío). Muy diferente, naturalmente, pero del mismo tipo en relación con ciertos conjuntos. El judío considera que tiene un destino. Sería preciso explicar cómo ha llegado a pensar esto.
B. L. – Iba a pedírtelo.
[...]
J. P. S. – [...]. Observa que este tipo de realidad, que es en suma metafísica, como por lo demás la del cristiano, ocupaba muy poco sitio en mi filosofía en esa época. Estaba la conciencia de sí, a la que le castraba todos los rasgos particulares que vinieran del interior y que le hacía recuperar a continuación del exterior. Privado así de caracteres metafísicos y subjetivos, el judío en cuanto tal no podía existir en mi filosofía.
[...]
B. L. – Pero cuando escribiste Refexiones (se refiere a “Reflexiones sobre la cuestión judía”, el paréntesis es mío), ¿reuniste la documentación?
J. P. S. – No.
B. L. – ¿Cómo que no?
J. P. S. – Nunca. Hice la Cuestión judía sin ninguna documentación, sin leer ningún libro judío.
B. L. – Pero ¿cómo lo hiciste?
J. P. S. – Escribí lo que pensaba.
B. L. – Pero ¿a partir de qué?
J. P. S. – A partir de nada. A partir del antisemitismo que quería combatir.
B. L. – Habrías abierto cualquier libro, por ejemplo, el que acabas de leer L’Histoire d’Israël, de Baron, ¿podría haberte eso conducido a no escribir que no hay historia judía?
J. P. S. – Me doy cuenta al leer a Baron que eso no habría alterado mi punto de vista de entonces.
B. L. – ¿Por qué?
J. P. S. – Porque en el momento que decía que no hay historia judía, pensaba en la historia de una forma bien definida: la historia de Francia, la historia de Alemania, la historia de América, de los Estados Unidos. En cualquier caso, la historia de una realidad política soberana, con tierra y relaciones con otros Estados como ella. Mientras que habría que pensar que la historia podía ser algo distinto si se quería decir que hay una historia judía. Habría que considerar la historia judía no solamente como la historia de una diseminación de los judíos a través del mundo, sino incluso como la unidad de esa diáspora, la unidad de los judíos dispersos.
B. L. – El judío, en su realidad profunda, puede por tanto permitir desconectar en relación con la filosofía de la historia.
J. P. S. – Precisamente. La filosofía de la historia no es la misma si hay una historia judía o si no la hay. Ahora bien, hay una historia judía, eso es evidente.
B. L. – Dicho de otro modo, la historia que Hegel ha instalado en nuestro paisaje ha acabado con el judío, y es el judío quien permitirá salir de esta historia que ha querido imponernos Hegel.
J. P. S. – Así es absolutamente, porque eso prueba que hay una unidad real de los judíos en el tiempo histórico, y esta unidad real no se debe a un agrupamiento sobre una tierra histórica, sino a actos, a escritos, a vínculos que no pasan por la ida de patria, o que sólo pasan por ella después de algunos años.
B. L. – ¿De dónde proviene, en tu opinión, esta unidad de la realidad judía?
J. P. S. – Eso es precisamente lo que he intentado comprender. Pero bien mirado, creo que lo esencial en el judío es que, después de varios miles de años, hay una relación con un sólo Dios, lo esencial es el monoteísmo, y eso es lo que lo distinguía de todos los antiguos pueblos que tenían múltiples dioses, y eso es lo que lo ha hecho absolutamente esencial y autónomo. Esa relación con Dios era, además, muy particular. Naturalmente, los dioses siempre han tenido relaciones con los hombres: Júpiter tenía relaciones con los hombres, se acostaba con mujeres, en pocas palabras, se transformaba en hombre cuando quería y, por tanto, en eso no había nada nuevo. Lo nuevo es aquello, que en ese Dios se ponía en relación con los hombres. La relación que caracteriza a los judíos es una relación inmediata con lo que ellos llamaban el Nombre, es decir, Dios. Dios le habla al judío, el judío escucha sus palabras y, a través de todo ello, lo que hay de real es un primer vínculo metafísico del hombre judío con lo infinito. Esa es, creo, la primera definición del judío antiguo, el hombre que de algún modo ha determinado toda su vida, reglada por su relación con Dios. Y toda la historia de los judíos consiste justamente en esta primera relación.
Por ejemplo, el gran acontecimiento que cambió la vida de los judíos, considerablemente, que convirtió en general a la gente que sufría en exilados o mártires, es la aparición del cristianismo, es decir, otra religión con un solo Dios. Ha habido por tanto dos monoteísmos, y el segundo monoteísmo –aunque inspirándose en el primero y tomando la Biblia como un texto sagrado– no ha sido por ello menos hostil al pueblo judío[5].
B. L. – Dime: ¿en qué te conciernen esa relación con un Dios único y ese destino de Israel?
J. P. S. – Pero ya no es el Nombre lo que tiene sentido para mí. Lo esencial es que el judío ha vivido y vive todavía metafísicamente.
B. L. – ¿Es entonces el carácter metafísico del judío lo que te interesa?
J. P. S. – Es su carácter metafísico, que ha venido a través de la religión.
B. L. – Naturalmente. Y entonces, ¿es eso lo que te interesa?
J. P. S. – Eso. Pero es también el hecho de que tiene un destino.
B. L. – Es lo mismo, ¿no?
J. P. S. – No es del todo lo mismo. Eso quiere decir algo muy preciso. La religión judía implica un fin de este mundo y la aparición en el mismo momento de otro mundo, otro mundo que estará hecho de éste, pero donde las cosas serán dispuestas de otro modo. Hay otra cosa que también me gusta: los muertos judíos y otros, además, resucitarán, volverán sobre la tierra. Al contrario que en la concepción cristiana los muertos judíos actuales no tienen otra existencia que la de la tumba, y ellos renacerán como vivos en ese nuevo mundo. Ese mundo nuevo es el final[6].
B. L. – ¿En qué te interesa eso?
J. P. S. – La finalidad a la que tiende cualquier judío más o menos conscientemente, pero que finalmente debe congregar a la humanidad, es este final en el fondo social lo mismo que religioso que sólo el pueblo judío...
B. L. – Se ve bien cómo has podido ser sensible a la idea del final de la prehistoria humana que has encontrado en Marx; tal final podía dar consistencia a tu pensamiento del proyecto individual. Pero, ¿en qué este final mesiánico judío puede interesarte en la actualidad?
J. P. S. – Precisamente porque no tiene el aspecto marxista, es decir, el aspecto de un final definido a partir de la situación presente y proyectando el porvenir, con estadios que permitirán alcanzarlo desarrollando ciertos hechos de hoy en día.
B. L. – ¿Puedes precisar ese punto?
J. P. S. – El final judío no tiene nada de eso. Si quieres, es el comienzo de la existencia de los hombres, unos por y para otros. Es decir, un fin moral. O, más exactamente, es la moralidad. El judío piensa que el fin del mundo, de este mundo, y el surgimiento del otro, es la aparición de la existencia ética de los hombres por y para los demás.
B. L. – Sí, pero el judío no espera el fin del mundo tal como lo has descrito para asumir la ética.
J. P. S. – También los no judíos hacemos una búsqueda de la ética. Se trata de encontrar el fin último, es decir, el momento en que la moral será sencillamente la manera de vivir de los hombres unos en relación con otros. El lado reglas, prescripciones, que tiene ahora, ya sin duda no lo tendrá; esto, por otra parte, se ha dicho con frecuencia. Será la manera de formar los pensamientos, de formar los sentimientos...
B. L. – Sí, pero el judío ha pensado que en ello puede haber una superación, si todavía se puede decir esta palabra con inocencia, de la Ley, por arriba, no por abajo. No es poniendo entre paréntesis las reglas, como dices, todo pensamiento actual de regla, como queda preparado ese final donde hay abolición de la regla. El hombre moderno ha pretendido rodear la regla por abajo. Mediante la trasgresión o decretando que cualquier idea de ley era caduca[7].
J. P. S. – Absolutamente. Por eso es por lo que, para mí, el mesianismo es algo importante que han pensado los judíos, únicamente ellos de esa manera, pero que podría ser utilizado por los no judíos para otras metas.
B. L. – ¿Por qué otras metas?
J. P. S. – Porque las metas de los no judíos, a los que me asocio, es la revolución. ¿Y qué es lo que se entiende por revolución? La supresión de la sociedad presente y su sustitución por una sociedad más justa donde los hombres podrán tener buenas relaciones unos con otros. Esta idea de revolución data desde hace mucho tiempo.
B. L. – Una de dos, o bien recuperas...
J. P. S. – Los revolucionarios quieren recuperar una sociedad que fuera humana y satisfactoria para los hombres; pero olvidan que una sociedad de este género no es una sociedad de hecho, es una sociedad, podría decirse, de derecho. Es decir, una sociedad en la cual las relaciones entre los hombres son morales. Pues bien, esta idea de la ética como fin último de la revolución, puede ser pensada verdaderamente mediante una especie de mesianismo. Naturalmente, habrá problemas económicos inmensos; pero precisamente, en oposición a Marx y a los marxistas, esos problemas no representan lo esencial. Su solución es un medio, en ciertos casos, de obtener una verdadera relación de los hombres entre sí[8].
[...]
[...]. Se hacen pequeñas revoluciones, pero no hay un final humano, no hay algo que interese al hombre, sólo hay desórdenes. Es posible pensar algo así. Ese pensamiento llega a tentarte sin cesar, sobre todo cuando uno es viejo y le cabe pensar: pues bien, de cualquier forma, voy a morir en cinco años como máximo –de hecho pienso en diez años, pero bien podrían ser cinco[9]. En cualquier caso, el mundo parece feo, malo y sin esperanza. Eso es la desesperación tranquila de un viejo que morirá ahí dentro. Pero justamente resisto y sé que moriré en la esperanza, pero esta esperanza hay que fundarla.
Hay que intentar explicar por qué el mundo de ahora, que es horrible, es sólo un momento en el largo desarrollo histórico, que la esperanza ha sido siempre una de las fuerzas dominantes de las revoluciones y de las insurrecciones, y explicar cómo siento todavía la esperanza como mi concepción del porvenir.
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Se comprende que el entorno de Sartre, con Simone de Beauvoir al frente, se subiese por las paredes ante la publicación de estos pensamientos de Sartre. Que su hombre-símbolo diese a la luz esas ideas era dejarles, lieralmente, “con el culo al aire”. En su “Ceremonia del adiós” la Beauvoir hizo todo lo posible por presentar a un Sartre chocho e intelectualmente disminuido, pero leyendo estas líneas parece un hombre enteramente lúcido.
Esta revolución en la que lo económico no es lo esencial, sino solo un medio, en lo que lo importante es la relación ética entre los hombres como fin último, que no es de hecho, sino de derecho, basada en un mesianismo diferente del judío –todo ello en palabras de Sartre– me parece que es casi, casi, el Reino de los Cielos. Y se acercaría todavía más –sin llegar a serlo hasta que se reconozca la divinidad de Jesucristo– si el fundamento de esa ética fuese el amor. Me pregunto si, en las semanas de vida que le quedaban a Sartre después de estas conversaciones, pudo dar esos dos pasos –el del reconocimiento de la divinidad de Cristo y el del amor como fundamento de la ética. Espero que sí. Creo que sí. En la tercera parte de este “Sartre; Ecce homo” diré por qué lo espero y lo creo así.
[1] En el texto dice “que han llegado a un final”, Lo he cambiado por “que no han llegado a un final” porque me parece que el contexto dice eso.
[2] Aparce así en la traducción española que uso.
[3] La traducción que copio dice “aunque de antemano esté de acuerdo”. Del contexto parece desprenderse el “aunque de antemano no esté de acuerdo”
[4] Creo necesario resaltar aquí que Sartre, en su obra “Crítica de la razón dialéctica”, defendía explícitamente hasta la muerte de aquel que perteneciendo a un grupo revolucionario quisiera abandonarlo.
[5] Sartre parece ignorar que en la primera aparición del cristianismo, los que se convertían en exilados o mártires eran los cristianos. Otra cosa es que la conducta de los cristianos para con los judíos en siglos posteriores no haya sido todo lo ejemplar que debiera. Pero eso es algo de lo que hay mucho que puntualizar y de lo que no se puede hablar con simplismo.
[6] Sartre parece también aquí ignorar las creencias cristianas. El último artículo del credo dice: “Creo en la resurrección de la carne y la vida del mundo futuro”. Esta resurrección final se producirá cuando Cristo venga por segunda vez como juez de la Historia, la rehaga y aparezcan los cielos nuevos y la tierra nueva. Y también, el Hombre que hace unas líneas añoraba el propio Sartre como fin de la Historia. Sí es cierto que los cristianos creemos, a diferencia de los judíos, que las almas de los muertos gozarán de la presencia de Dios antes incluso de la resurrección de la carne.
[7] Esto no puede por menos que evocar el sermón de la montaña en el que Jesús declaraba superada la ley por arriba. “No penséis que he venido a abolir las enseñanzas de la ley y los profetas; no he venido a abolirlas, sino a llevarlas a sus últimas consecuencias”. Por ejemplo: “Habéis oído que se dijo: Ama a tu prójimo y odia a tu enemigo. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen. De este modo seréis dignos hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir el sol sobre buenos y malos y manda la lluvia sobre justos e injustos”. Cfr Mateo 5, 17-48.
[8] Esta revolución en la que lo económico no es lo esencial, sino solo un medio, en lo que lo importante es la relación ética entre los hombres como fin último, que no es de hecho, sino de derecho, basada en un mesianismo diferente del judío –todo ello en palabras de Sartre– me parece que es casi, casi, el Reino de los Cielos. Y se acercaría todavía más –sin llegar a serlo hasta que se reconozca la divinidad de Jesucristo– si el fundamento de esa ética fuese el amor.
[9] Sartre murió el 15 de abril de 1980, muy poco tiempo después de que se produjeran estas conversaciones que fueron publicadas ya en 1980. (N. del T. que figura en el libro del que copio)
En la primera entrega de esta mirada sobre Sartre, expuse sus propios recuerdos de la niñez, porque en ella se encuentra la clave de la vida. Pero si la niñez puede decirnos mucho sobre un hombre y su pensamiento, más aún nos dicen las palabras escritas o pronunciadas en la cercanía más o menos inmediata de la muerte. En 1980, tan sólo unos días antes de su muerte pero en plena lucidez, Sartre tuvo una larga conversación con el que durante años fue su secretario personal y acabó siendo su amigo más próximo, Benny Lévy. Sartre le tomó bajo su protección bastantes años antes, cuando era un joven maoísta que vivía ilegalmente en Francia bajo el nombre de Pierre Victor. Años después, el pensamiento de Benny Lévy –o Pierre Victor, como se prefiera, derivó hacia un judaísmo agnóstico que veía en el devenir del pueblo judío un paralelo con el sentido de la historia. La entrevista de Lévy a Sartre lleva el sorprendente título –que no sorprende cuando se lee– de “La esperanza ahora”. En esta conversación Sartre vuelve retrospectivamente sobre su pensamiento. Cuando decidió que la entrevista se publicase en Le Nouvel Observateur, estallaron las iras de la Beauvoir y del círculo más cerrado de los sartrianos que intentaron evitar la publicación. El propio Sartre tuvo que llamar al director, Jean Daniel, para exigir su publicación íntegra. Unos días después, murió. A continuación reproduzco algunos pasajes de esta entrevista. Siento ser dmasiado largo, pero creo que la cosa lo merece. El que quiera puede leerla entera editada con el título antedicho en Arena Libros, Madrid 2006. Pero oigamos a Sartre y a Benny Lévy.
1. MÁS ALLÁ DEL FRACASO
[...]
B. L. – Me dijiste un día: “He hablado de desesperación, pero eran cuentos, he hablado de ella porque se hablaba de ella, porque era el tema de moda: leíamos a Kierkegaard”.
J. P. S. – Eso es exacto, por mi parte nunca he estado desesperado, ni he considerado, de cerca o de lejos, que la desesperación fuera una cualidad que me pudiera pertenecer. Por consiguiente, era, en efecto, Kierkegaard el que me influía mucho a este respecto.
B. L. – Es curioso, porque verdaderamente no te gusta Kierkegaard.
J. P. S. – Sí, pero a pesar de todo he sufrido su influencia. Eran palabras que me parecían que para otros podían ser una realidad. Por tanto, quería tenerlas en cuenta en mi filosofía. Era la moda: la idea de que faltaba algo en mis conocimientos personales acerca de mí, de los que no podía extraer la desesperación. Pero tenía de hecho que considerar que si los demás hablaban de ella es que para ellos debía existir. [...]
[...]
B. L. – ¿Y pasa eso también con la angustia?
J. P. S. – Nunca he sentido angustia. Es una de las cuestiones claves de la filosofía de 1930 a 1940. Procedía también de Heidegger. Se trata de nociones de las que nos servíamos continuamente, pero que para mí no correspondían a nada. Es cierto, yo conocía la desolación o el hastío, la miseria, pero...
B. L. – ¿La miseria...?
J. P. S. – En fin, la conocía a través de otros, la veía, si quieres. Pero la angustia y la desesperación no. En fin, no volvamos sobre ese punto, puesto que no afecta a nuestra investigación.
B. L. – Sí, a pesar de todo es importante saber que no has hablado de esperanza, y que cuando hablabas de desesperación, en el fondo no era ese tu pensamiento.
J. P. S. – Mi pensamiento era de hecho mi pensamiento, pero la rúbrica bajo la cual lo colocaba, la “desesperación”, me era ajena. Lo más importante para mí era la idea de fracaso. La idea de fracaso relativa a lo que podríamos llamar un fin absoluto. En pocas palabras, lo que no se dice en El ser y la nada, de esta forma, es que cada hombre, más allá de los fines teóricos o prácticos que tiene en cada instante y que se refieren, por ejemplo, a cuestiones políticas o de educación, etc., más allá de todo esto, cada hombre tiene un fin, un fin que yo llamaría, si me lo permites, trascendente o absoluto, y todos aquellos fines prácticos sólo tienen sentido en relación con aquel fin. El sentido de la acción de un hombre es por tanto este fin, que, por otra parte, varía según los hombres, pero tiene de particular el ser absoluto. Y la esperanza se vincula a este fin absoluto, como por lo demás el fracaso, en el sentido de que el verdadero fracaso se refiere a ese fin.
2. EL DESEO DE SOCIEDAD.
[...]
J. P. S. – [..] Es la modalidad moral. Y la modalidad moral implica que dejemos, al menos en aquel ámbito, de tener como fin el ser, y ya no queremos ser Dios, ya no queremos ser causa sui; lo que buscamos es algo distinto.
3. DEL HOMBRE.
B. L. – Ante la dificultad de pensar y de vivir al mismo tiempo el fracaso y el sentido, ante los riesgos de extraviarse, es tal vez preferible abandonar la idea de fin...
J. P. S. – Entonces, ¿por qué vivir?
B. L. – Me gusta oírtelo decir. Pero, ¿cómo se presenta hoy esta idea del fin?
J. P. S. – Pasando por el hombre.
[...]
B. L. – Antes de 1939 nos dices que el humanismo es una mierda. Unos años más tarde, sin dar cuentas de tu cambio, das una conferencia en donde te preguntas si el existencialismo es un humanismo. Respondes que sí. Y después, unos años más tarde, en el momento de las guerras coloniales, vas a explicarnos que el humanismo es un taparrabos del colonialismo, hoy finalmente nos dices: hay que hacer al hombre, pero eso no tiene nada que ver con el humanismo.
J. P. S. – [...] He sido tal vez demasiado definitivo. Lo que pienso es que cuando exista verdadera y totalmente el hombre, sus relaciones con sus semejantes y su manera de ser en sí mismo podrán servir como objeto de lo que se suele llamar humanismo, es decir, sencillamente, será la manera de ser hombre, su relación con el prójimo y sus manera de ser él en sí mismo. Pero nosotros no vamos por ahí, somos, si a eso se lo quiere llamar así, subhombres, es decir, seres que no han llegado a un final[1], que quizá no alcanzarán nunca por lo demás, pero hacia el que van. [...] Hay esencialmente la moral de relación con el otro. Esto es un tema moral que permanecerá cuando el hombre lo sea verdaderamente. Así, pues, un tema de ese género puede dar lugar a una afirmación humanista.
B. L. – También Marx había dicho que el hombre será realmente total al final. Con semejante razonamiento, se ha tomado a los subhombres como materia prima para construir al hombre nuevo íntegro y total.
J. P. S. – ¡Ah!, sí, pero entonces, ahí, eso es absurdo. Se trata precisamente del lado humano que se encuentra en el subhombre, justamente esos principios que van hacia el hombre, que plantean en sí mismos la prohibición de servirse del hombre como si fuera una materia o un medio para obtener un fin. Ahí es donde justamente estamos en una moral.
B. L. – En otros tiempos, ¿no habrías renunciado a ese recurso a la moral como algo formal o, lo que es peor, burgués? Ya hemos jugado a ese juego. Nos hablas de prohibición, nos hablas de algo humano, ¡todo eso te lo habrías tomado a guasa hace tiempo! ¿Qué es lo que ha cambiado?
J. P. S. – Como sabes, multitud de cosas que hemos expuesto aquí. En cualquier caso, me lo habría tomado a guasa, habría hablado de moral burguesa, en suma, habría dicho tonterías. Bien mirado, según los hechos y según los subhombres que nos rodean, que nosotros mismos somos, directamente, sin tomar en consideración nuestra esencia burguesa o proletaria, el humanismo sólo puede ser realizado y vivido por hombres, y nosotros que estamos en un periodo anterior, que nos apresuramos hacia los hombres que debemos ser o que nuestros sucesores serán, no vivimos el humanismo más que como lo mejor que hay en nosotros, es decir, nuestro esfuerzo por ser algo más allá de nosotros mismos, en el círculo de los hombres. Hombres que podemos así prefigurar gracias a nuestros mejores actos.
4. ¿VIVIMOS MORALMENTE TODO EL TIEMPO?
B. L. – ¿Qué entiendes hoy en día por “moral”?
J. P. S. – Entiendo que cada conciencia, cualquiera, tiene una dimensión que no he estudiado en mis obras filosóficas y que por otra parte pocos han estudiado como tal: es la dimensión de obligación. El término obligación es un mal término, pero para encontrar otro habría casi que inventarlo. Por él entiendo que en cada momento en que tengo conciencia de sea lo que sea y en que hago sea lo que sea hay una especie de requerimiento que va más allá de lo real, y que hace que la acción que quiero realizar conlleve una especie de coacción interior que es una dimensión de mi conciencia. [...]
B.L. – Desde hace mucho tiempo has sido sensible a esa idea de que el individuo está comisionado. [...]. Entonces, con esta idea de libertad comisionada, pero sin saberse por quién, ¿estás esbozando la idea de una libertad sometida a requerimiento?
J. P. S. – [...] A mi parecer cada conciencia tiene esta dimensión moral que no analizamos nunca y que querría que analizásemos.
B. L. – [...], en tus primeros escritos; la libertad era la única fuente de valor. Hoy das un giro a tu pensamiento.
J. P. S. – Porque en mis primeras investigaciones, [...], buscaba la moral en una conciencia sin reciprocidad o sin otro (me gusta más otro que recíproco) y, hoy en día, considero que todo lo que le pasa a una conciencia en un momento dado esta necesariamente ligado a, y a menudo incluso engendrado por, [...], en cualquier caso la existencia del otro. Dicho de otro modo, toda conciencia me parece actualmente que a la vez se constituye ella misma como conciencia y, al miso tiempo, como conciencia del otro y como conciencia para el otro. Y a esta realidad, a este sí mismo considerándose sí mismo para el otro, teniendo una relación con el otro, es a lo que llamo conciencia moral.
[...] –en suma, que el prójimo está siempre ahí y me condiciona–, mi respuesta, que no sólo me responde a mí, sino que es una respuesta condicionada por el prójimo desde el nacimiento, es una respuesta de carácter moral.
B. L. – Ya no piensas de la misma manera el ser-para-el prójimo [être-pour-autrui][2].
J. P. S. – Es exacto. Dejé a cada individuo demasiado independiente en mi teoría del prójimo de El ser y la nada. He planteado algunas cuestiones que mostraban bajo un nuevo aspecto la relación con el prójimo. [...]. Pero, a pesar de todo, consideraba que cada conciencia en sí misma, cada individuo en sí mismo, era relativamente independiente del otro. No había determinado lo que hoy intento determinar: la dependencia de cada individuo en relación con todos los individuos.
B. L. – Se requería la libertad, mientras que ahora ella es “dependiente”. Reconozco que podemos sorprendernos al oírte...
J. P.S. – Es una dependencia, pero no una dependencia como la de la esclavitud. Porque pienso que esta misma dependencia es libre. Lo que de característico hay en la moral es que la acción, al mismo tiempo que aparece como sutilmente coaccionada, se da al mismo tiempo como pudiendo no ser realizada. Y que, por tanto, cuando se la realiza, se hace una elección y una elección libre. Esta coacción tiene algo de sobrerreal y es que ella, no determina, sino que se presenta como algo coaccionado y la elección se hace libremente.
5. UN PENSAMIENTO QUE SE FORMA ENTRE DOS
[...]
B. L. – ¿En qué ha sido determinante este “nosotros” para la modificación de tu pensamiento?, ¿y por qué lo has aceptado?
J. P. S. – [...]. Que era preciso aceptarte (Se lo dice a Benny Lévy) en la propia meditación, o, dicho de otro modo, que meditáramos juntos. Y eso, eso ha cambiado mi modo de investigación, pues hasta este momento nunca había trabajado más que solo, solo sentado en una mesa y con pluma y papel delante de mí. Mientras que aquí, formamos pensamiento juntos. A veces estamos en desacuerdo, pero hay un intercambio [...]
B. L. – ¿Es un mal menor?
J. P. S. – [...]
Cuando sólo hay un autor, el pensamiento lleva su marca: se entra en él y se circula por caminos que él mismo ha trazado, aunque sea un pensamiento universal. Esto es lo que me aporta nuestra colaboración: pensamientos plurales que hemos formado juntos y que me entregan sin cesar a algo nuevo aunque de antemano no esté de acuerdo con todo lo que hay en ellos[3]. He pensado en lo que podías decir para modificar una idea que viniera de mí, tus objeciones o una manera distinta de ver tu idea, etc., que eso era lo esencial, esencial porque todo ello me ponía, no frente a un público imaginado detrás de la hoja de papel, lo que ha sido siempre para mí, sino ante las reacciones mismas que mis pensamientos debían suscitar. [...]. Así, en nuestras conversaciones, y eso es importante, me devuelves de vez en cuando a lo que dije en 1945 o en 1950, para ponerme frente a lo que en mis ideas actuales puede haber que contradiga o recobre mis ideas pasadas.
[...]. Se trata de dos hombres, poco importa la edad, que conocen bien la historia de la filosofía y la historia de mis pensamientos, y que se asocian para trabajar sobre la moral. Moral que por otra parte estará muy a menudo en contradicción con algunas ideas que he tenido. [...]
[...]
8. MÁS FUNDAMENTAL QUE LA POLÍTICA
[...]
J. P. S. – [...]. Si, por el contrario, tomo la sociedad como la resultante de un vínculo entre los hombres más fundamental entre los hombres que la política, entonces considero que la gente tendría que tener o puede tener o tiene cierta relación primera que es la fraternidad.
B. L. – ¿Por qué es primera la relación de fraternidad? ¿Somos todos hijos de un mismo padre?
J. P. S. – No, pero la relación familiar es primera en relación con cualquier otra relación.
B. L. – ¿Formamos una familia?
J. P. S. – En cierto modo, formamos una familia.
9. HIJOS DE LA MADRE
[...]
J. P. S. – [...]. Y es así como por lo demás la gente define a la especie humana, no tanto por los caracteres biológicos como por cierta relación que existe entre los hombres y que es la relación de fraternidad. La cual es la relación por haber nacido de una misma madre. Eso es lo que quería decir.
[...]
J. P. S. – Nunca he tomado la frase de Sócrates como que fuera un mensaje piadoso. Él quiere decir, en realidad, que los hombres son hermanos. Pero no llega a decirlo como habría que hacerlo, no llega a definir el género de verdad que habría que dar a esta frase. Entonces hace de ella un mito.
[...]
J. P. S. – Dicho de otro modo, ellos inventan, sin saber que inventan, un animal que los ha engendrado a todos y por consiguiente, todos somos hermanos [se refiere a los totems de las culturas primitivas]. ¿Por qué? Porque se sentían originalmente hermanos. Entonces, después de eso, una invención ha dado un sentido a esta fraternidad, pero no es esta invención lo que ha dado sentido a esta fraternidad. Es exactamente al revés.
[...]
B. L. – [...] Ahora bien, de hecho me ha parecido que te has agarrado a la idea de fraternidad y no, como antes, a la idea de igualdad. Por lo tanto, hay que encontrar una forma de pensamiento que, al tiempo que asume esa referencia biológica, se despliega sobre un plano que ya no es biológico y que tampoco sea mitológico.
J. P. S. – Eso es. Entonces, ¿qué es esa relación entre un hombre y otro, que se llama fraternidad? No es la relación de igualdad. Es la relación en la que las motivaciones de un acto son del dominio afectivo, mientras que el acto es del dominio práctico. Es decir, que la relación entre el hombre y su vecino en una sociedad donde son hermanos, es una relación en primer lugar afectiva y práctica: habrá que recuperar el don. Puesto que, originalmente, la sensibilidad es casi común.
Cuando veo a un hombre pienso: tiene mi origen, es originario como yo de, digamos, la madre-humanidad, la madre tierra, como dice Sócrates o la madre...
B. L. – Entonces, ¿la humanidad, la tierra, es la madre? Siempre estamos en la mitología. ¿Hay alguna manera de romper el plano mitológico?
J. P. S. – Pienso que lo que no es mitológico, lo que es real, es la relación tuya conmigo y mía contigo. La relación del hombre con su vecino se llama fraternidad porque ellos se sienten con el mismo origen. Tienen el mismo origen y, en el futuro, el final común. Origen y fin comunes, he ahí lo que constituye su fraternidad.
B. L. – ¿Se trata de una experiencia verdadera, pensable?
J. P. S. – A mi parecer, la experiencia total, verdaderamente pensable, existirá cuando el fin que todos los hombres tienen ante sí, el Hombre, sea realizado. En ese momento se podrá decir que los hombres producidos tendrán todos un origen común, no por el sexo de la madre o del padre, sino por un conjunto de medidas tomadas después de miles de años y que desembocarán en el Hombre. Ahí será la verdadera fraternidad.
B. L. – Entiendo. ¿Y qué es lo que hoy en día prefigura ese término?
J. P. S. – Precisamente el hecho de que haya una moral.
10. HIJOS DE LA VIOLENCIA
[...]
J. P. S. – Porque ella está finalmente en el porvenir. Así pues, no ha lugar a recurrir a la mitología, que pertenece siempre al pasado. La fraternidad es lo que serán los hombres unos en relación con otros cuando, a través de toda nuestra historia, podrán decirse vinculados afectiva y activamente unos a otros. La moral es indispensable, [...].
Hay, pues, dos actitudes que son ambas humanas, pero que no parecen compatibles y que hay que intentar vivir al mismo tiempo. Está el esfuerzo, habiendo dejado aparte cualquier otra condición, para engendrar al hombre: esa es la relación moral. Y después está la lucha contra la escasez.
[...]
J. P. S. – Lo que se necesita para una moral es que se extienda la idea de una fraternidad hasta que ella se convierta en relación única y evidente entre todos los hombres, siendo en primer lugar esa relación una relación de grupo, propiamente pequeños grupos ligados de una u otra manera a la idea de familia. En un lejano pasado, la fraternidad es así. Eso está cerrado por el grupo, y precisamente la tendencia del otro o de los otros a romper el grupo, esta fraternidad que liga la fraternidad al interior, es lo que da nacimiento a la violencia, la cual es lo contrario a la fraternidad. He aquí lo que yo diría hoy[4].
[...]
12. EL JUDÍO REAL Y EL UNO
[...]
J. P. S. – [...]. Sólo que yo limitaba a eso la existencia del judío. Sin embargo, yo lo conocía. En estos momentos, pienso que hay una realidad judía más allá de los estragos que el antisemitismo ha producido en los judíos, hay una realidad profunda del judío así como del cristiano (a partir de aquí, me parece que en cada sitio en que aparezca judío o judaísmo, sería intercambiable por cristiano o cristianismo. El paréntesis es mío). Muy diferente, naturalmente, pero del mismo tipo en relación con ciertos conjuntos. El judío considera que tiene un destino. Sería preciso explicar cómo ha llegado a pensar esto.
B. L. – Iba a pedírtelo.
[...]
J. P. S. – [...]. Observa que este tipo de realidad, que es en suma metafísica, como por lo demás la del cristiano, ocupaba muy poco sitio en mi filosofía en esa época. Estaba la conciencia de sí, a la que le castraba todos los rasgos particulares que vinieran del interior y que le hacía recuperar a continuación del exterior. Privado así de caracteres metafísicos y subjetivos, el judío en cuanto tal no podía existir en mi filosofía.
[...]
B. L. – Pero cuando escribiste Refexiones (se refiere a “Reflexiones sobre la cuestión judía”, el paréntesis es mío), ¿reuniste la documentación?
J. P. S. – No.
B. L. – ¿Cómo que no?
J. P. S. – Nunca. Hice la Cuestión judía sin ninguna documentación, sin leer ningún libro judío.
B. L. – Pero ¿cómo lo hiciste?
J. P. S. – Escribí lo que pensaba.
B. L. – Pero ¿a partir de qué?
J. P. S. – A partir de nada. A partir del antisemitismo que quería combatir.
B. L. – Habrías abierto cualquier libro, por ejemplo, el que acabas de leer L’Histoire d’Israël, de Baron, ¿podría haberte eso conducido a no escribir que no hay historia judía?
J. P. S. – Me doy cuenta al leer a Baron que eso no habría alterado mi punto de vista de entonces.
B. L. – ¿Por qué?
J. P. S. – Porque en el momento que decía que no hay historia judía, pensaba en la historia de una forma bien definida: la historia de Francia, la historia de Alemania, la historia de América, de los Estados Unidos. En cualquier caso, la historia de una realidad política soberana, con tierra y relaciones con otros Estados como ella. Mientras que habría que pensar que la historia podía ser algo distinto si se quería decir que hay una historia judía. Habría que considerar la historia judía no solamente como la historia de una diseminación de los judíos a través del mundo, sino incluso como la unidad de esa diáspora, la unidad de los judíos dispersos.
B. L. – El judío, en su realidad profunda, puede por tanto permitir desconectar en relación con la filosofía de la historia.
J. P. S. – Precisamente. La filosofía de la historia no es la misma si hay una historia judía o si no la hay. Ahora bien, hay una historia judía, eso es evidente.
B. L. – Dicho de otro modo, la historia que Hegel ha instalado en nuestro paisaje ha acabado con el judío, y es el judío quien permitirá salir de esta historia que ha querido imponernos Hegel.
J. P. S. – Así es absolutamente, porque eso prueba que hay una unidad real de los judíos en el tiempo histórico, y esta unidad real no se debe a un agrupamiento sobre una tierra histórica, sino a actos, a escritos, a vínculos que no pasan por la ida de patria, o que sólo pasan por ella después de algunos años.
B. L. – ¿De dónde proviene, en tu opinión, esta unidad de la realidad judía?
J. P. S. – Eso es precisamente lo que he intentado comprender. Pero bien mirado, creo que lo esencial en el judío es que, después de varios miles de años, hay una relación con un sólo Dios, lo esencial es el monoteísmo, y eso es lo que lo distinguía de todos los antiguos pueblos que tenían múltiples dioses, y eso es lo que lo ha hecho absolutamente esencial y autónomo. Esa relación con Dios era, además, muy particular. Naturalmente, los dioses siempre han tenido relaciones con los hombres: Júpiter tenía relaciones con los hombres, se acostaba con mujeres, en pocas palabras, se transformaba en hombre cuando quería y, por tanto, en eso no había nada nuevo. Lo nuevo es aquello, que en ese Dios se ponía en relación con los hombres. La relación que caracteriza a los judíos es una relación inmediata con lo que ellos llamaban el Nombre, es decir, Dios. Dios le habla al judío, el judío escucha sus palabras y, a través de todo ello, lo que hay de real es un primer vínculo metafísico del hombre judío con lo infinito. Esa es, creo, la primera definición del judío antiguo, el hombre que de algún modo ha determinado toda su vida, reglada por su relación con Dios. Y toda la historia de los judíos consiste justamente en esta primera relación.
Por ejemplo, el gran acontecimiento que cambió la vida de los judíos, considerablemente, que convirtió en general a la gente que sufría en exilados o mártires, es la aparición del cristianismo, es decir, otra religión con un solo Dios. Ha habido por tanto dos monoteísmos, y el segundo monoteísmo –aunque inspirándose en el primero y tomando la Biblia como un texto sagrado– no ha sido por ello menos hostil al pueblo judío[5].
B. L. – Dime: ¿en qué te conciernen esa relación con un Dios único y ese destino de Israel?
J. P. S. – Pero ya no es el Nombre lo que tiene sentido para mí. Lo esencial es que el judío ha vivido y vive todavía metafísicamente.
B. L. – ¿Es entonces el carácter metafísico del judío lo que te interesa?
J. P. S. – Es su carácter metafísico, que ha venido a través de la religión.
B. L. – Naturalmente. Y entonces, ¿es eso lo que te interesa?
J. P. S. – Eso. Pero es también el hecho de que tiene un destino.
B. L. – Es lo mismo, ¿no?
J. P. S. – No es del todo lo mismo. Eso quiere decir algo muy preciso. La religión judía implica un fin de este mundo y la aparición en el mismo momento de otro mundo, otro mundo que estará hecho de éste, pero donde las cosas serán dispuestas de otro modo. Hay otra cosa que también me gusta: los muertos judíos y otros, además, resucitarán, volverán sobre la tierra. Al contrario que en la concepción cristiana los muertos judíos actuales no tienen otra existencia que la de la tumba, y ellos renacerán como vivos en ese nuevo mundo. Ese mundo nuevo es el final[6].
B. L. – ¿En qué te interesa eso?
J. P. S. – La finalidad a la que tiende cualquier judío más o menos conscientemente, pero que finalmente debe congregar a la humanidad, es este final en el fondo social lo mismo que religioso que sólo el pueblo judío...
B. L. – Se ve bien cómo has podido ser sensible a la idea del final de la prehistoria humana que has encontrado en Marx; tal final podía dar consistencia a tu pensamiento del proyecto individual. Pero, ¿en qué este final mesiánico judío puede interesarte en la actualidad?
J. P. S. – Precisamente porque no tiene el aspecto marxista, es decir, el aspecto de un final definido a partir de la situación presente y proyectando el porvenir, con estadios que permitirán alcanzarlo desarrollando ciertos hechos de hoy en día.
B. L. – ¿Puedes precisar ese punto?
J. P. S. – El final judío no tiene nada de eso. Si quieres, es el comienzo de la existencia de los hombres, unos por y para otros. Es decir, un fin moral. O, más exactamente, es la moralidad. El judío piensa que el fin del mundo, de este mundo, y el surgimiento del otro, es la aparición de la existencia ética de los hombres por y para los demás.
B. L. – Sí, pero el judío no espera el fin del mundo tal como lo has descrito para asumir la ética.
J. P. S. – También los no judíos hacemos una búsqueda de la ética. Se trata de encontrar el fin último, es decir, el momento en que la moral será sencillamente la manera de vivir de los hombres unos en relación con otros. El lado reglas, prescripciones, que tiene ahora, ya sin duda no lo tendrá; esto, por otra parte, se ha dicho con frecuencia. Será la manera de formar los pensamientos, de formar los sentimientos...
B. L. – Sí, pero el judío ha pensado que en ello puede haber una superación, si todavía se puede decir esta palabra con inocencia, de la Ley, por arriba, no por abajo. No es poniendo entre paréntesis las reglas, como dices, todo pensamiento actual de regla, como queda preparado ese final donde hay abolición de la regla. El hombre moderno ha pretendido rodear la regla por abajo. Mediante la trasgresión o decretando que cualquier idea de ley era caduca[7].
J. P. S. – Absolutamente. Por eso es por lo que, para mí, el mesianismo es algo importante que han pensado los judíos, únicamente ellos de esa manera, pero que podría ser utilizado por los no judíos para otras metas.
B. L. – ¿Por qué otras metas?
J. P. S. – Porque las metas de los no judíos, a los que me asocio, es la revolución. ¿Y qué es lo que se entiende por revolución? La supresión de la sociedad presente y su sustitución por una sociedad más justa donde los hombres podrán tener buenas relaciones unos con otros. Esta idea de revolución data desde hace mucho tiempo.
B. L. – Una de dos, o bien recuperas...
J. P. S. – Los revolucionarios quieren recuperar una sociedad que fuera humana y satisfactoria para los hombres; pero olvidan que una sociedad de este género no es una sociedad de hecho, es una sociedad, podría decirse, de derecho. Es decir, una sociedad en la cual las relaciones entre los hombres son morales. Pues bien, esta idea de la ética como fin último de la revolución, puede ser pensada verdaderamente mediante una especie de mesianismo. Naturalmente, habrá problemas económicos inmensos; pero precisamente, en oposición a Marx y a los marxistas, esos problemas no representan lo esencial. Su solución es un medio, en ciertos casos, de obtener una verdadera relación de los hombres entre sí[8].
[...]
[...]. Se hacen pequeñas revoluciones, pero no hay un final humano, no hay algo que interese al hombre, sólo hay desórdenes. Es posible pensar algo así. Ese pensamiento llega a tentarte sin cesar, sobre todo cuando uno es viejo y le cabe pensar: pues bien, de cualquier forma, voy a morir en cinco años como máximo –de hecho pienso en diez años, pero bien podrían ser cinco[9]. En cualquier caso, el mundo parece feo, malo y sin esperanza. Eso es la desesperación tranquila de un viejo que morirá ahí dentro. Pero justamente resisto y sé que moriré en la esperanza, pero esta esperanza hay que fundarla.
Hay que intentar explicar por qué el mundo de ahora, que es horrible, es sólo un momento en el largo desarrollo histórico, que la esperanza ha sido siempre una de las fuerzas dominantes de las revoluciones y de las insurrecciones, y explicar cómo siento todavía la esperanza como mi concepción del porvenir.
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Se comprende que el entorno de Sartre, con Simone de Beauvoir al frente, se subiese por las paredes ante la publicación de estos pensamientos de Sartre. Que su hombre-símbolo diese a la luz esas ideas era dejarles, lieralmente, “con el culo al aire”. En su “Ceremonia del adiós” la Beauvoir hizo todo lo posible por presentar a un Sartre chocho e intelectualmente disminuido, pero leyendo estas líneas parece un hombre enteramente lúcido.
Esta revolución en la que lo económico no es lo esencial, sino solo un medio, en lo que lo importante es la relación ética entre los hombres como fin último, que no es de hecho, sino de derecho, basada en un mesianismo diferente del judío –todo ello en palabras de Sartre– me parece que es casi, casi, el Reino de los Cielos. Y se acercaría todavía más –sin llegar a serlo hasta que se reconozca la divinidad de Jesucristo– si el fundamento de esa ética fuese el amor. Me pregunto si, en las semanas de vida que le quedaban a Sartre después de estas conversaciones, pudo dar esos dos pasos –el del reconocimiento de la divinidad de Cristo y el del amor como fundamento de la ética. Espero que sí. Creo que sí. En la tercera parte de este “Sartre; Ecce homo” diré por qué lo espero y lo creo así.
[1] En el texto dice “que han llegado a un final”, Lo he cambiado por “que no han llegado a un final” porque me parece que el contexto dice eso.
[2] Aparce así en la traducción española que uso.
[3] La traducción que copio dice “aunque de antemano esté de acuerdo”. Del contexto parece desprenderse el “aunque de antemano no esté de acuerdo”
[4] Creo necesario resaltar aquí que Sartre, en su obra “Crítica de la razón dialéctica”, defendía explícitamente hasta la muerte de aquel que perteneciendo a un grupo revolucionario quisiera abandonarlo.
[5] Sartre parece ignorar que en la primera aparición del cristianismo, los que se convertían en exilados o mártires eran los cristianos. Otra cosa es que la conducta de los cristianos para con los judíos en siglos posteriores no haya sido todo lo ejemplar que debiera. Pero eso es algo de lo que hay mucho que puntualizar y de lo que no se puede hablar con simplismo.
[6] Sartre parece también aquí ignorar las creencias cristianas. El último artículo del credo dice: “Creo en la resurrección de la carne y la vida del mundo futuro”. Esta resurrección final se producirá cuando Cristo venga por segunda vez como juez de la Historia, la rehaga y aparezcan los cielos nuevos y la tierra nueva. Y también, el Hombre que hace unas líneas añoraba el propio Sartre como fin de la Historia. Sí es cierto que los cristianos creemos, a diferencia de los judíos, que las almas de los muertos gozarán de la presencia de Dios antes incluso de la resurrección de la carne.
[7] Esto no puede por menos que evocar el sermón de la montaña en el que Jesús declaraba superada la ley por arriba. “No penséis que he venido a abolir las enseñanzas de la ley y los profetas; no he venido a abolirlas, sino a llevarlas a sus últimas consecuencias”. Por ejemplo: “Habéis oído que se dijo: Ama a tu prójimo y odia a tu enemigo. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen. De este modo seréis dignos hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir el sol sobre buenos y malos y manda la lluvia sobre justos e injustos”. Cfr Mateo 5, 17-48.
[8] Esta revolución en la que lo económico no es lo esencial, sino solo un medio, en lo que lo importante es la relación ética entre los hombres como fin último, que no es de hecho, sino de derecho, basada en un mesianismo diferente del judío –todo ello en palabras de Sartre– me parece que es casi, casi, el Reino de los Cielos. Y se acercaría todavía más –sin llegar a serlo hasta que se reconozca la divinidad de Jesucristo– si el fundamento de esa ética fuese el amor.
[9] Sartre murió el 15 de abril de 1980, muy poco tiempo después de que se produjeran estas conversaciones que fueron publicadas ya en 1980. (N. del T. que figura en el libro del que copio)
4 de julio de 2009
La fe salva la razón
Tomás Alfaro Drake
Es, tristemente, muy frecuente encontrar cristianos que están convencidos de que su fe es algo irracional. Y, así, dan la razón a los ateos que, opinan exactamente eso. También hay agnósticos que afirman, casi como una queja: “A mí me gustaría creer, pero no puedo”. En ese no puedo, hay implícito un... porque iría contra la razón. A veces incluso llegan a decir que la fe es una gracia y que Dios no se la ha dado a ellos. Todo esto crea una enorme confusión.
La Iglesia ha tenido buen cuidado, desde hace siglos, de llamar “fideísmo” al error de creer que la fe va contra la razón y que, por tanto, para tener aquélla, hay que violentar ésta.
La fe es, desde luego, un don sobrenatural, una gracia de Dios, pero es una gracia que Dios da, de antemano, a todo el que se bautiza. (Y recuerdo aquí algo que es a veces clamorosamente olvidado: además del bautismo de agua, existe el bautismo de deseo y de sangre. Para más información al respecto, basta con referirse al Catecismo de la Iglesia católica. Nº 1260). Lo que ocurre es que ese don, esa gracia, necesita, para vivir, de un acto libre de la voluntad. Y este acto libre de la voluntad necesita de la razón. Es decir, tiene que ser un sí racional, razonable. Por eso hay un dicho que afirma que la fe es un don razonable.
Lo que pasa es que en este mundo, supuestamente ilustrado, en el que vivimos, la inmensa mayoría de la gente confunde lo racional con el racionalismo. De una manera concisa, el racionalismo es una manera de ver la realidad que afirma que sólo se puede creer en lo que se pueda demostrar con una cadena de silogismos que acabe en un categórico e inapelable “quod erat demostrandum”. Esto, desde luego, es una simpleza, porque ni el racionalista más acérrimo sería capaz de demostrar la mayoría de las cosas que sustentan su vida. ¿Podría demostrarse al modo racionalista el amor de los hijos a los padres o de un matrimonio enamorado tras cuarenta años, o la confianza en un viejo amigo? Desde luego que no. Y, a menos que además de racionalista se sea un misántropo, todo el mundo basa en esas cosas indemostrables su vida que, sin algunas de esas certidumbres, sería intolerable.
Porque el racionalismo, como muchos otros errores del pensamiento, se equivoca al tomar la parte por el todo, la razón por el hombre completo. El hombre es racional, pero no es sólo razón y lo racional es buscar respuestas que satisfagan a todo el hombre y no sólo a su razón.
Pero volvamos al don razonable de la fe. Es evidente que mediante el uso de silogismos no podemos llegar a demostrar que existe un Dios Único y tres veces personal, que una de esas Personas se ha encarnado en Jesucristo, que lo ha hecho en María, concebida sin pecado original, etc. Todas estas son cosas que nos vienen por la Revelación. Pero sí podemos, desde ellas, encontrar su lógica, la de todas ellas. Y el resultado es algo que no sólo salva la razón, sino que salva todas las más hondas apetencias de amor que hay en el hombre, incluso en el hombre racionalista.
Empecemos por la existencia de un Dios personal. Ya he expuesto en una larga serie de entradas en este blog por qué es enormemente más razonable creer en un Dios personal y bueno antes que en el ciego azar como causa del mundo en el que vivimos. No repetiré aquí nada de aquello. Y una vez establecido esto como premisa mayor, la Revelación nos dice algo silogísticamente indemostrable: Que ese Dios es una relación de amor entre dos personas y que esa relación es, a su vez, persona, la tercera persona en concordia. Este dato revelado, le hace a la inteligencia gritar ¡eureka! al encontrar en el Amor de las Personas divinas una razón para la creación –razón buscada silogísticamente, y no encontrada, por Aristóteles. Y es la razón la que nos lleva de la mano a la necesidad de la libertad del ser amado para poder devolver amor al Amor. Porque es razonable pensar que sólo se puede amar desde la libertad.
Nada más razonable que pensar que esa necesaria libertad implicaba un riesgo de mal uso y que un Dios de amor tiene que tener un plan B de contingencia para ese caso. ¿Quién de nosotros no lo tiene cuando se embarca en una actividad de riesgo? Pero además –como establece magníficamente el Papa Benedicto XVI en una lección de sus audiencias que publiqué como anexo a una entrada mía anterior, de 15 de Mayo de este año, tituada "La bondad de Dios y el mal de la ciega naturaleza"–, el pecado original es la única explicación del mal que no nos condena a su irremediabilidad. Responde, por tanto, a la lógica y al ansia de bien del ser humano. Cabeza y corazón.
Que ese Dios revele su plan B al hombre, de una forma didáctica, histórica, paulatina y adaptada a su situación en cada momento histórico, es algo totalmente lógico. ¿Sería más lógico, sentadas las premisas mayores anteriores, que nos dejase en las tinieblas? Me parece que no. Y es, por tanto razonable reconocer la autoridad de las Escrituras como dato de partida. Desde luego, que ese plan B sea, nada menos que la entrada en la historia, como hombre, de una de las Personas de ese Dios que creó al hombre por amor, es, ciertamente, alucinante, porque nos enseña la profundidad de ese amor. Es, desde luego mucho más de lo que le podríamos exigir o, incluso de lo que nos podríamos atrever a soñar o, siquiera, imaginar. Pero, ¿no es esa la lógica de un amor infinito?
Llegados a este punto, que decidiese hacerlo a través de una mujer y que preservase a esa mujer de ese pecado que introdujo el mal en el mundo, parece una decisión muy sensata y razonable. El Bien no podía entrar en el mundo más que sin lo que causó el mal. Y nuevamente esta es una lógica que abarca a todo lo que es el hombre no sólo a su razón, al todo, no sólo a la parte.
Seguramente podría seguir avanzando en la razonabilidad de todos y cada uno de los dogmas cristianos, pero no se trata de aburrir con esa larga lista. Sin embargo esto nos enseña una forma de usar la razón diferente del método racionalista. Nuestra inteligencia es tan sólo cemento. El cemento es un material indispensable para la construcción de una casa, pero no se puede construir una con sólo cemento. Los materiales que le dan su sostenibilidad son otros; vigas, ladrillos, piedras, etc. que no son reductibles a cemento. Lo mismo pasa con la fe. No puede construirse con sólo la razón, necesita otros elementos que sin ser reductibles a la razón, son sin embargo razonables. La Revelación es uno de ellos. El testimonio de millones de santos es otro. Un dato de experiencia que requiere una explicación.
Es cierto que para que se produzca el acto de fe, libre y razonable, que permita actuar al don sobrenatural, previamente concedido, hace falta la rendición del racionalismo, del “yo quiero creer pero no puedo porque necesito una demostración como la del teorema de Pitágoras”. Hace falta, en definitiva, humildad. Santa Teresa decía que la humildad es vivir en la verdad. La verdad en la que hay que vivir humildemente es, en este caso, el hecho, por otra parte evidente, de que nuestra razón no puede abarcar la realidad en su totalidad, en la infinitud de sus dimensiones. Debe conformarse con poderosos indicios que apuntalan la verosimilitud de la fe. Pero el resultado de esta humilde rendición parcial de la inteligencia es una vida habitable para el hombre como un todo.
Sin embargo, me gustaría ir un paso más allá. El no aceptar la fe sí es un acto irracional. Porque la primera pregunta de la inteligencia, tiene que ser sobre ella misma y sobre la sed de Verdad, Bondad y Belleza que la acompañan. ¿Por qué existo?, se tiene que preguntar la inteligencia. ¿Por qué no puedo dejar de buscar la verdad? ¿De dónde ha salido la sed de Verdad, Bondad y de Belleza que siempre me acompañan? ¿Dónde se podrá saciar esa triple sed? Dejar de buscar sería irracional, pero la inteligencia jamás llegará a la fuente que sacie esta triple sed si no es en la casa de la fe. Y renunciar a saciar esa sed es también irracional, además de descorazonador. Los griegos descubrieron la idea de Logos, aquello que daba consistencia y explicación a todo el cosmos. “Pues una sola cosa es la sabiduría, conocer la inteligencia que gobierna todas las cosas a través de todas las cosas”, nos dijo Heráclito, primer portavoz del Logos. Pero he aquí que el Logos está más allá de los límites del racionalismo. Por lo tanto, decir que sólo existe lo que está dentro del alcance de la razón, es negar la existencia del Logos y, con ella, la de la lógica de las cosas y, por tanto, al cabo del círculo, negar la razón. Antonio Machado, con intuición de poeta, nos lo dejó escrito:
El hombre es por naturaleza la bestia paradójica,
un animal absurdo que necesita lógica.
Creó de la nada un mundo y, su obra terminada,
“ya estoy en el secreto –se dijo– todo es nada”[1].
¡Magnífico!
Por su parte, con precisión de matemático, Kurt Gödel dio razón de esta incongruencia de los sistemas lógicos. Todos ellos se basan en unos axiomas indemostrables desde dentro del sistema. Toda la geometría euclídea, por ejemplo, está basada en el llamado postulado de Euclides, tan evidente como indemostrable. “Desde un punto exterior a una recta puede trazarse una y sólo una perpendicular a la misma”. Desde que Gödel, en 1931, demostró con precisión y rotundidad matemática el teorema de la incompletitud, quedó claro que todos los sistemas lógicos son incompletos, es decir que no pueden abarcar toda la realidad. Punto. Fin del racionalismo. Es decir al abjurar del racionalismo abandonamos un barco hundido y abrazar la fe libremente es aceptar un don razonable y subirnos a un barco que navega con viento favorable.
Así pues, nada de fideísmo. Nada de ver la fe como algo irracional que hay que aceptar ciegamente. Al contrario, el racionalismo, al limitar el espacio de la realidad, deja fuera el Logos, que es la realidad fundante, cae, de esta manera, en la sinrazón y acaba, como la historia demuestra, en la tiranía del nihilismo y del relativismo. Por tanto la fe, no sólo es razonable, sino que salva a la razón de su sinrazón. El sueño de la razón –el racionalismo– produce monstruos. Monstruos de los que sólo la fe nos salva.
[1] Antonio Machado; Proverbios y cantares XVI.
Es, tristemente, muy frecuente encontrar cristianos que están convencidos de que su fe es algo irracional. Y, así, dan la razón a los ateos que, opinan exactamente eso. También hay agnósticos que afirman, casi como una queja: “A mí me gustaría creer, pero no puedo”. En ese no puedo, hay implícito un... porque iría contra la razón. A veces incluso llegan a decir que la fe es una gracia y que Dios no se la ha dado a ellos. Todo esto crea una enorme confusión.
La Iglesia ha tenido buen cuidado, desde hace siglos, de llamar “fideísmo” al error de creer que la fe va contra la razón y que, por tanto, para tener aquélla, hay que violentar ésta.
La fe es, desde luego, un don sobrenatural, una gracia de Dios, pero es una gracia que Dios da, de antemano, a todo el que se bautiza. (Y recuerdo aquí algo que es a veces clamorosamente olvidado: además del bautismo de agua, existe el bautismo de deseo y de sangre. Para más información al respecto, basta con referirse al Catecismo de la Iglesia católica. Nº 1260). Lo que ocurre es que ese don, esa gracia, necesita, para vivir, de un acto libre de la voluntad. Y este acto libre de la voluntad necesita de la razón. Es decir, tiene que ser un sí racional, razonable. Por eso hay un dicho que afirma que la fe es un don razonable.
Lo que pasa es que en este mundo, supuestamente ilustrado, en el que vivimos, la inmensa mayoría de la gente confunde lo racional con el racionalismo. De una manera concisa, el racionalismo es una manera de ver la realidad que afirma que sólo se puede creer en lo que se pueda demostrar con una cadena de silogismos que acabe en un categórico e inapelable “quod erat demostrandum”. Esto, desde luego, es una simpleza, porque ni el racionalista más acérrimo sería capaz de demostrar la mayoría de las cosas que sustentan su vida. ¿Podría demostrarse al modo racionalista el amor de los hijos a los padres o de un matrimonio enamorado tras cuarenta años, o la confianza en un viejo amigo? Desde luego que no. Y, a menos que además de racionalista se sea un misántropo, todo el mundo basa en esas cosas indemostrables su vida que, sin algunas de esas certidumbres, sería intolerable.
Porque el racionalismo, como muchos otros errores del pensamiento, se equivoca al tomar la parte por el todo, la razón por el hombre completo. El hombre es racional, pero no es sólo razón y lo racional es buscar respuestas que satisfagan a todo el hombre y no sólo a su razón.
Pero volvamos al don razonable de la fe. Es evidente que mediante el uso de silogismos no podemos llegar a demostrar que existe un Dios Único y tres veces personal, que una de esas Personas se ha encarnado en Jesucristo, que lo ha hecho en María, concebida sin pecado original, etc. Todas estas son cosas que nos vienen por la Revelación. Pero sí podemos, desde ellas, encontrar su lógica, la de todas ellas. Y el resultado es algo que no sólo salva la razón, sino que salva todas las más hondas apetencias de amor que hay en el hombre, incluso en el hombre racionalista.
Empecemos por la existencia de un Dios personal. Ya he expuesto en una larga serie de entradas en este blog por qué es enormemente más razonable creer en un Dios personal y bueno antes que en el ciego azar como causa del mundo en el que vivimos. No repetiré aquí nada de aquello. Y una vez establecido esto como premisa mayor, la Revelación nos dice algo silogísticamente indemostrable: Que ese Dios es una relación de amor entre dos personas y que esa relación es, a su vez, persona, la tercera persona en concordia. Este dato revelado, le hace a la inteligencia gritar ¡eureka! al encontrar en el Amor de las Personas divinas una razón para la creación –razón buscada silogísticamente, y no encontrada, por Aristóteles. Y es la razón la que nos lleva de la mano a la necesidad de la libertad del ser amado para poder devolver amor al Amor. Porque es razonable pensar que sólo se puede amar desde la libertad.
Nada más razonable que pensar que esa necesaria libertad implicaba un riesgo de mal uso y que un Dios de amor tiene que tener un plan B de contingencia para ese caso. ¿Quién de nosotros no lo tiene cuando se embarca en una actividad de riesgo? Pero además –como establece magníficamente el Papa Benedicto XVI en una lección de sus audiencias que publiqué como anexo a una entrada mía anterior, de 15 de Mayo de este año, tituada "La bondad de Dios y el mal de la ciega naturaleza"–, el pecado original es la única explicación del mal que no nos condena a su irremediabilidad. Responde, por tanto, a la lógica y al ansia de bien del ser humano. Cabeza y corazón.
Que ese Dios revele su plan B al hombre, de una forma didáctica, histórica, paulatina y adaptada a su situación en cada momento histórico, es algo totalmente lógico. ¿Sería más lógico, sentadas las premisas mayores anteriores, que nos dejase en las tinieblas? Me parece que no. Y es, por tanto razonable reconocer la autoridad de las Escrituras como dato de partida. Desde luego, que ese plan B sea, nada menos que la entrada en la historia, como hombre, de una de las Personas de ese Dios que creó al hombre por amor, es, ciertamente, alucinante, porque nos enseña la profundidad de ese amor. Es, desde luego mucho más de lo que le podríamos exigir o, incluso de lo que nos podríamos atrever a soñar o, siquiera, imaginar. Pero, ¿no es esa la lógica de un amor infinito?
Llegados a este punto, que decidiese hacerlo a través de una mujer y que preservase a esa mujer de ese pecado que introdujo el mal en el mundo, parece una decisión muy sensata y razonable. El Bien no podía entrar en el mundo más que sin lo que causó el mal. Y nuevamente esta es una lógica que abarca a todo lo que es el hombre no sólo a su razón, al todo, no sólo a la parte.
Seguramente podría seguir avanzando en la razonabilidad de todos y cada uno de los dogmas cristianos, pero no se trata de aburrir con esa larga lista. Sin embargo esto nos enseña una forma de usar la razón diferente del método racionalista. Nuestra inteligencia es tan sólo cemento. El cemento es un material indispensable para la construcción de una casa, pero no se puede construir una con sólo cemento. Los materiales que le dan su sostenibilidad son otros; vigas, ladrillos, piedras, etc. que no son reductibles a cemento. Lo mismo pasa con la fe. No puede construirse con sólo la razón, necesita otros elementos que sin ser reductibles a la razón, son sin embargo razonables. La Revelación es uno de ellos. El testimonio de millones de santos es otro. Un dato de experiencia que requiere una explicación.
Es cierto que para que se produzca el acto de fe, libre y razonable, que permita actuar al don sobrenatural, previamente concedido, hace falta la rendición del racionalismo, del “yo quiero creer pero no puedo porque necesito una demostración como la del teorema de Pitágoras”. Hace falta, en definitiva, humildad. Santa Teresa decía que la humildad es vivir en la verdad. La verdad en la que hay que vivir humildemente es, en este caso, el hecho, por otra parte evidente, de que nuestra razón no puede abarcar la realidad en su totalidad, en la infinitud de sus dimensiones. Debe conformarse con poderosos indicios que apuntalan la verosimilitud de la fe. Pero el resultado de esta humilde rendición parcial de la inteligencia es una vida habitable para el hombre como un todo.
Sin embargo, me gustaría ir un paso más allá. El no aceptar la fe sí es un acto irracional. Porque la primera pregunta de la inteligencia, tiene que ser sobre ella misma y sobre la sed de Verdad, Bondad y Belleza que la acompañan. ¿Por qué existo?, se tiene que preguntar la inteligencia. ¿Por qué no puedo dejar de buscar la verdad? ¿De dónde ha salido la sed de Verdad, Bondad y de Belleza que siempre me acompañan? ¿Dónde se podrá saciar esa triple sed? Dejar de buscar sería irracional, pero la inteligencia jamás llegará a la fuente que sacie esta triple sed si no es en la casa de la fe. Y renunciar a saciar esa sed es también irracional, además de descorazonador. Los griegos descubrieron la idea de Logos, aquello que daba consistencia y explicación a todo el cosmos. “Pues una sola cosa es la sabiduría, conocer la inteligencia que gobierna todas las cosas a través de todas las cosas”, nos dijo Heráclito, primer portavoz del Logos. Pero he aquí que el Logos está más allá de los límites del racionalismo. Por lo tanto, decir que sólo existe lo que está dentro del alcance de la razón, es negar la existencia del Logos y, con ella, la de la lógica de las cosas y, por tanto, al cabo del círculo, negar la razón. Antonio Machado, con intuición de poeta, nos lo dejó escrito:
El hombre es por naturaleza la bestia paradójica,
un animal absurdo que necesita lógica.
Creó de la nada un mundo y, su obra terminada,
“ya estoy en el secreto –se dijo– todo es nada”[1].
¡Magnífico!
Por su parte, con precisión de matemático, Kurt Gödel dio razón de esta incongruencia de los sistemas lógicos. Todos ellos se basan en unos axiomas indemostrables desde dentro del sistema. Toda la geometría euclídea, por ejemplo, está basada en el llamado postulado de Euclides, tan evidente como indemostrable. “Desde un punto exterior a una recta puede trazarse una y sólo una perpendicular a la misma”. Desde que Gödel, en 1931, demostró con precisión y rotundidad matemática el teorema de la incompletitud, quedó claro que todos los sistemas lógicos son incompletos, es decir que no pueden abarcar toda la realidad. Punto. Fin del racionalismo. Es decir al abjurar del racionalismo abandonamos un barco hundido y abrazar la fe libremente es aceptar un don razonable y subirnos a un barco que navega con viento favorable.
Así pues, nada de fideísmo. Nada de ver la fe como algo irracional que hay que aceptar ciegamente. Al contrario, el racionalismo, al limitar el espacio de la realidad, deja fuera el Logos, que es la realidad fundante, cae, de esta manera, en la sinrazón y acaba, como la historia demuestra, en la tiranía del nihilismo y del relativismo. Por tanto la fe, no sólo es razonable, sino que salva a la razón de su sinrazón. El sueño de la razón –el racionalismo– produce monstruos. Monstruos de los que sólo la fe nos salva.
[1] Antonio Machado; Proverbios y cantares XVI.
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