Tomás Alfaro Drake
Como cierre de esta serie dedicada a Sartre, ecce homo, transcribo aquí la carta que escribí a Jean Paul Sartre y que aparece en mi libro: “Al sueño de la muerte hablo despierto; cartas a poetas muertos”, publicado por la BAC. No me importa que os lo compréis. Con esto, me despido hasta septiembre. ¡Buen verano!
Madrid, 27 de Julio del 2003
Carta para entregar a Jean Paul Sartre, filósofo y escritor francés del siglo XX
Querido Jean Paul:
Sé, antes de empezar a escribir esta carta, que va a ser la más ardua que haya escrito. Porque me va a costar mucho encontrar la razón por la que la misericordia divina pueda tenerte en su seno. Es cierto que Dios no necesita para nada de mi entendimiento para actuar, pero yo sí necesito una razón para escribirte al Paraíso con la esperanza de que recibas la carta. De hecho, no te estaría escribiendo si no fuese por un texto tuyo, casi olvidado y desconocido, perteneciente a una obra de la que renegaste apenas escrita. Debía correr el año 40, cuando tú estabas prisionero en un stalag nazi. Fue esta obra la que me puso sobre tu pista. Hasta entonces, sabía de ti, lo tópico y lo típico. Padre del existencialismo, obras como “La náusea”, “El ser y la nada”, “El muro”, frases como “el hombre es una pasión inútil”, “el infierno son los otros”, etc. En fin, lo de siempre, una vaga idea central, tres obras y dos frases. Lo suficiente para cimentar lo que Giovanni Papini definía como la indestructible ignorancia de la gente “culta”. A partir de Barioná, así se llama la obra en cuestión, quise destruir mi ignorancia sobre ti. Pero no es todavía el momento para hablarte en esta carta de esa obra tuya.
Al leerte, me sorprendió tu honradez intelectual y el hecho de que pudiese estar absolutamente de acuerdo contigo en muchas más cosas de las que pensaba a priori. Lo primero, en la irrenunciable libertad del hombre, dueño, sin excusas, de labrar su destino. Después, en el hecho de que el hombre, cuando elige un proyecto para su vida, lo hace como si lo estuviese eligiendo para toda la humanidad. Y por último, en que el deber del escritor es gritar al mundo su cosmovisión. Me impresiona cuando dices, en tu ensayo “¿Qué es la literatura?” que el escritor jamás debe decir ante su obra: “¡Bah!, apenas tendré tres mil lectores” sino, “¿qué pasaría si el mundo entero leyera lo que he escrito?”. O, citándote un poco más extensamente:
Sabe [el escritor] que las palabras, como dice Brice Parain, son “pistolas cargadas”. Si habla, dispara. Puede callarse, pero una vez que ha elegido disparar, debe hacerlo como hombre, apuntando a la diana, y no como los niños, al azar, cerrando los ojos y por el solo placer de oír las detonaciones.
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Del mismo modo, la función del escritor es actuar de forma que nadie pueda ignorar el mundo y que nadie pueda decir que es inocente.
¡Que diferencia con el actual pensamiento débil en el que lo políticamente correcto es no tener opiniones contundentes, no hacer distinciones claras entre el bien y el mal, ser tolerante en un sentido amorfo! Me has hecho comprender un poco más la frase del Apocalipsis en la que el ángel de la Iglesia de Laodicea dice: “Conozco tus obras: no eres ni frío ni caliente. Ojalá fueses frío o caliente. Pero porque eres tibio, y no eres ni frío ni caliente, te voy a vomitar de mi boca. Estás diciendo: Yo soy rico, yo me he enriquecido, a mí no me falta nada; y no sabes que eres desdichado, miserable, pobre, ciego y desnudo”. Desde luego, tú no eras tibio, y en este mundo de pensamiento débil, eso se agradece.
Pero si he empezado por decir aquello en lo que estoy de acuerdo contigo no es para callar aquello que me aleja de ti, que es la frialdad heladora de tu cosmovisión. El hombre es libre y responsable en el vacío absoluto, en la nada. Es, como te cité antes, “una pasión inútil”, un salto de pulga entre la nada y la nada. No me extraña que este pensamiento te produzca náusea. Lo que me extraña es que un inmenso coro de grillos que cantan a la luna haya adoptado esa cosmovisión tuya y, además, lo haya hecho sólo parcialmente, desde la tibieza. Han hecho dogma de fe de la nada, rechazando la parte del compromiso vital. No sé como será el existencialismo cristiano de tu contemporáneo Gabriel Marcel, algún día tendré que sumergirme en él. Pero creo que si es la otra cara de la moneda del coro de grillos, sí al compromiso vital, no a la nada, me gustará.
Me preguntaba sobre ti; ¿por qué Sartre habrá elegido gratuitamente la nada en vez del Ser, cuando la razón más evidente debe llevar al Ser antes que a la nada? Tú mismo, en tu obra “El muro”, tienes dificultad en entender eso de la nada. En la terrible conversación de los condenados, justo antes del fusilamiento, dices por boca de Tom.
– Es como en las pesadillas, decía Tom. Queremos pensar en algo, tenemos todo el tiempo la impresión de que ya esta, que vamos a comprender y después, la sensación resbala, se escapa, y recaemos. Me digo: Después no habrá nada. Pero no comprendo lo que eso quiere decir. Hay momentos en los que casi llego... y después recaigo, empiezo a pensar otra vez en el dolor, en las balas, en las detonaciones. Soy materialista, te lo juro; no me estoy volviendo loco. Pero hay algo que no funciona. Veo mi cadáver: eso no es difícil, pero soy yo el que lo veo, con mis ojos[1]. Tendría que ser capaz de pensar... de pensar que no veré nada más, que no oiré nada más y que el mundo continuará para los demás. No estamos hechos para pensar eso, Pablo. Puedes creerme: ya me he pasado en vela más de una noche entera esperando algo. Pero eso no se parece a nada: eso nos cogerá por detrás, Pablo, y no habremos podido prepararnos.
– El montaje, le dije, ¿quieres que llame a un confesor?
En estas estaba, preguntándome, como te decía hace un momento –¿por qué Sartre eligió la nada y no el Ser?– cuando conocí la autobiografía de tu infancia en tu obra “Las palabras”. Ahí estaba todo. Hiciste la elección a los doce años y, creo, que de una manera banal y terrible. Además, y usando un término que me parece que acuñaste tú y que ha tenido un enorme éxito posterior, alienado por los otros. Lo curioso es que a los cincuenta y nueve años, cuando escribiste esta autobiografía, eras perfecta y fríamente consciente de esta alienación. Hace falta mucho valor para escribir lo que tú escribiste de ti mismo en “Las palabras”. Por eso te he dicho al principio de esta carta que admiraba tu honestidad intelectual. Siento tener que citarte con una extensión mayor de lo que me gustaría, pero no creo que sea evitable.
Presentía la religión, la esperaba, era el remedio. Si me la hubiesen negado, la hubiese inventado yo mismo. No me la negaban: educado en la fe católica, aprendí que el Todopoderoso me había hecho para su gloria: era más de lo que osaba soñar. Pero, inmediatamente, en el Dios a la medida que me enseñaban, no reconocía el que esperaba mi alma: me hacía falta un Creador y me daban un Gran Patrón; los dos eran uno solo, pero yo lo ignoraba; yo servía sin calor al Ídolo farisaico y la doctrina oficial me desanimaba de buscar mi propia fe. ¡Qué dilema! Confianza y desolación hacían de mi alma un terreno de elección para sembrar en él el Cielo: sin este desprecio, sería monje. Pero mi familia había sido tocada por el lento movimiento de descristianización que nació en la alta burguesía volteriana y que tardó un siglo en extenderse a todas las capas de la sociedad. [...]. Naturalmente, todo el mundo creía en casa: por discreción. [...] ... un ateo era un original, un furioso al que no se invitaba a cenar por miedo a “una salida de tono”, [...] un maníaco de Dios que veía en todas partes Su ausencia y que no podía abrir la boca sin pronunciar Su nombre, en suma, un señor que tenía convicciones religiosas. El creyente no las tenía en absoluto: desde hacía dos mil años, las certidumbres cristianas habían tenido tiempo de ser probadas, pertenecían a todos, se les pedía brillar en la mirada de un sacerdote en la media luz de una iglesia, alumbrando las almas, pero nadie tenía necesidad de tomarlas a su cargo; eran el patrimonio común. La buena sociedad creía en Dios para no tener que hablar de Él. ¡Que tolerante parecía la religión! Que cómoda era: el cristiano podía desertar de la Misa y casar religiosamente a sus hijos[...] no se esperaba de él ni que llevase una vida ejemplar... [...] En nuestro medio, en mi familia, la fe no era más que un nombre aparatoso para la dulce libertad francesa. [...] ... Fui llevado a la incredulidad no por conflicto con los dogmas, sino por la indiferencia de mis abuelos[2].
Si este pasaje es revelador, mucho más terrible es otro que cuentas, del que nace tu aversión a un Ser superior. Acabas de venir de un paseo con tu madre por los jardines de Luxemburgo. En un extraño juego solitario te has dado cuenta de que el mundo no depende de tu actividad, como te habías representado mentalmente. Llegas a tu casa frustrado.
... me acerco a la ventana, diviso una mosca a través de los visillos, la atrapo en un cepo de muselina y dirijo hacia ella un dedo asesino. Este momento está fuera de programa, extraído del tiempo común, puesto aparte, incomparable, inmóvil. [...] Solo y sin futuro, en un minuto estancado, un niño busca sensaciones fuertes en el asesinato; ya que se me niega un destino de hombre, yo seré el destino de una mosca. No me apresuro, le doy tiempo para adivinar el gigante que se inclina sobre ella; ¡avanzo el dedo, la mosca explota, soy importante! ¡No había que matarla, Dios mío! De toda la creación, era el único ser que me temía; no cuento para nadie. Asesino de insectos, me pongo en el lugar de la víctima y me convierto en insecto. Soy una mosca y lo he sido siempre. Esta vez he tocado fondo[3].
Sería injusto tacharte de cruel por matar una mosca a los diez años. ¿Quién no lo ha hecho? Lo terrible es tu conclusión. “Soy una mosca y lo he sido siempre”. ¿Quién quiere ser una mosca en manos de un Gran Patrón al que no te han enseñado a amar? La respuesta definitiva que marcará tu elección de la nada frente al Ser tarda dos años en llegar, como consecuencia del terrible silogismo anterior. A los doce años, en La Rochelle, un día por la mañana, estas esperando a unos compañeros que tardan en llegar:
... de pronto no supe que inventar para distraerme y decidí pensar en el Todopoderoso. En ese mismo instante, se disolvió en el cielo azul sin dar una explicación: no existe, me dije con una delicada extrañeza y creí arreglado el asunto. Y lo estaba, en cierta manera, porque nunca después he tenido la menor tentación de resucitarlo[4].
Así, en un instante fuera del tiempo o, mejor dicho, resumen de tiempos pasados, a los doce años, quedaba zanjada la cuestión para toda tu vida. La nada sobre el Ser. Y no sólo para ti. Había que conseguir que lo estuviese para toda la humanidad. Y a fe que has conseguido contagiar tu náusea a varias generaciones. Perdona la crudeza poco educada y totalmente incorrecta políticamente. ¿Has podido contar cuantos suicidios debes tener anotados en tu cuenta?
Ya te dije al principio que esta carta iba a ser ardua. ¿Por qué te la he escrito situándote en el Paraíso? Precisamente por la obra que me ha impulsado a conocerte mejor. Por Barioná. No he podido leer esta obra tuya porque está engullida por el silencio. De esto te hablaré luego. Lo que sé de ella lo he encontrado en internet, dónde, para bien o para mal, el silencio es imposible. Su historia es la siguiente: Estás prisionero en un campo de prisioneros de guerra nazi al acercarse la Navidad de 1940. Eres ya un escritor con cierta fama, has publicado “La náusea” y “El muro”. Tus compañeros de prisión te piden que escribas un auto de Navidad. Entonces escribes una obra de teatro que, además de celebrar la Navidad, sea un símbolo de resistencia ideológica antinazi. Un zelota judío[5] del año 1 a. de C. idea una estrategia de resistencia contra el invasor. Ya que no es posible exterminar a todos los romanos, exterminemos a todos los niños judíos que nazcan. Al cabo de los años los romanos se encontrarán dueños de la nada. Tierra quemada. El judío se llama Bar Joná, hijo de Juan, de ahí el nombre, con una extraña ortografía, de tu obra, Barioná. La estrategia se pone en marcha y, un día, Barioná, se encuentra con una madre que mira a su hijo, al que él se dispone a matar. Inmediatamente reconoce en ese niño al Mesías, al Hijo de Dios. Y ese momento queda grabado en el partisano judío. Su comentario sobre ese encuentro sí aparece reproducido textualmente en internet. Dice así:
“La Virgen está pálida y mira al niño. Su cara expresa una reverencia y asombro que no han aparecido más que una vez en una cara humana. Y es que Cristo es su hijo: carne de su carne y fruto de sus entrañas. Durante nueve meses lo llevó en su seno. Le dará el pecho, y su leche se convertirá en sangre divina. De vez en cuando la tentación es tan fuerte que se olvida de que Él es Dios. Le estrecha entre sus brazos y le dice: “mi niño”.
Pero en otros momentos, se queda sin habla y piensa: “Dios está ahí”. Y le atenazan temores ante este Dios mudo, ante este niño que infunde respeto. Todas las madres se han visto así alguna vez, colocadas ante ese fragmento rebelde de su carne que es su hijo, y se sienten exiliadas de esa vida nueva que han hecho con su vida, pero donde habitan pensamientos distintos. Mas ningún niño ha sido arrancado de forma tan cruel y directa de su madre como este niño, pues Él es Dios y sobrepasa por todas partes lo que ella pueda imaginar.
Aunque... yo pienso que hay otros muchos momentos, rápidos y resbaladizos, en los que ella se da cuenta de que Cristo, su hijo, es su niño y es Dios. Le mira y piensa: Este Dios es mi hijo. Esta carne divina es mi carne. Está hecha de mi. Tiene mis ojos, y la forma de su boca es la de la mía. Se parece a mi. Es Dios y se parece a mi.
Ninguna mujer jamás ha tenido a Dios para ella sola, un Dios muy pequeñito al que se puede coger en brazos y cubrir de besos, un Dios calentito que sonríe y que respira, un Dios al que se puede tocar; y que ríe. En uno de esos momentos pintaría yo a María si fuera pintor”.
Creo que es muy difícil escribir algo tan maravilloso sobre la Virgen y el niño. Me he preguntado, y espero ser capaz de encontrar la obra y salir de dudas algún día, si ese Barioná no será el mismo Simón Pedro, también hijo de Juan, que un día, treinta años más tarde, también reconocerá en Jesús al Mesías, al Hijo de Dios vivo por revelación, no de la carne, sino de Dios Padre.
No hay duda de que Barioná existe. En toda bibliografía seria tuya aparece mencionada. Sin embargo es imposible de encontrar salvo, tal vez, en alguna librería de viejo, por una edición casi pirata que se hizo de ella. Se la ha tragado el Silencio, el agujero negro del Silencio selectivo del que casi no puede salir la Luz. A poco de salir del campo de concentración renegaste de esta obra y dijiste que no querías verla publicada. Pero es tuya. ¿La escribiste bajo presión de tus compañeros?[6] Puede, pero tampoco creo que tu negativa a escribir un auto de Navidad te hubiese traído muchos problemas. Además, tu misma filosofía existencialista te debería impedir renegar de ella. ¿Me permites citarte una frase tuya extraída de tu obra “El existencialismo es un humanismo”?
En efecto, no hay un sólo acto nuestro que, al crear el hombre que queremos ser, no cree al mismo tiempo una imagen del hombre que estimamos que debe ser.
Ni un solo acto nuestro es un accidente. Tampoco Barioná lo es. Refleja algo que querías ser, que debías ser, y que no te dejaron ser. Sé que esta defensa que hago, contra tu voluntad cuando estabas vivo y creías no necesitar defensor, es tremendamente pobre. Pero es la única que se me ocurre para poder escribirte esta carta al Paraíso esperando que la recibas. Aunque, como dije al principio, la misericordia divina no necesita para nada de mi defensa para actuar. Por eso creo que cuando el pájaro de tu alma salió de ti, buscando dónde posarse, como la paloma del arca de Noé, no murió. No murió porque en el pantano de la náusea de la nada encontró en esas líneas tuyas una rama que le cobijó y dónde te pudiste hacer, otra vez, un niño menor de doce años. Desde allí tal vez tú, pudiste mirar tu cuerpo, aun caliente, con tus ojos y buscar el perdón de Dios al darte cuenta que la nada no era nada. Los seres humanos somos como Goetz, tu personaje en “El diablo y el Buen Dios”. El bien y el mal batallan en nuestro interior con resultado incierto hasta el último segundo. Dios lo sabe y yo estoy seguro que su tribunal será contigo más indulgente que el de los condenados al infierno de tu obra de teatro “A puerta cerrada”, a pesar del pésimo abogado defensor que has encontrado en mí. Por eso, cuando yo también sea llevado al Cielo por esa misma misericordia, preguntaré en primer lugar por ti y me encantará encontrarte y hablar, contigo y con Gabriel Marcel, del lado positivo del existencialismo anclado en Dios.
Hasta entonces, un abrazo.
Tomás.
P.D. Los días 20 y 21 de Diciembre del 2004, un poco antes de la Navidad, en la Universidad Francisco de Vitoria, un grupo de profesores, alumnos y personal de administración, hemos representado Barioná, tras haberla traducido y publicado. Cerca de mil personas acudieron a las representaciones y, hasta donde sé, se llevan vendidos varios miles de libros. En la representación, por motivos extraños que no vienen al caso, me tocó hacer el papel del rey Baltasar, el mismo que tú hiciste en el campo de prisioneros el día de la representación que hicisteis en la Navidad de 1940. Es el papel de la esperanza frente a la religión de la nada de Barioná. Las palabras de Baltasar convirtieron a Barioná en la obra y sabemos, por testimonios escritos que hay sobre la vida en el campo, que más de un prisionero se convirtió a la misericordia de Dios al oír sus palabras escritas por ti y pronunciadas por tus labios. Yo me siento orgulloso de haber contribuido a levantar un poco el velo de injusto silencio que ha planeado sobre esta obra tuya durante más de sesenta años. ¿Puede ser que Dios esté rescribiendo el pasado a través de nosotros? No lo sé. En todo caso, puedo decirte que he rezado por ti, por encima del tiempo, inexistente para Dios, mientras representaba el mismo papel que tú en la obra y que te estoy enormemente agradecido por haberme permitido colaborar contigo.
Y a la vuelta de vacaciones, en mi e-mail de la Universidad, he encontrado un correo que creo que te puede interesar. Te lo transcribo:
“Querido Tomás:
Quiero agradecerte tu invitación, incluyendo la de mi hermano, a la fabulosa representación teatral del otro día. Acudimos el segundo día y supuso para todos nosotros una gratísima e inesperada sorpresa. Nunca en mi vida he sentido la Navidad como la he sentido este año gracias a lo que pude "comprender" con vuestra representación, y que le da un maravilloso sentido a la celebración navideña. Enseñanzas religiosas que aprendí desde niño y que amé durante toda mi vida, ahora se realizan en mi interior: Dios viene al mundo a darnos un mensaje de esperanza, para que no nos engañemos con las apariencias y aprendamos a tratar al sufrimiento de una forma diferente, de una forma ganadora. El mismo proceso de Barioná se produjo en un instante en mi interior. He sentido algo así como cuando "pasas de la teoría a la práctica" en cualquier asunto importante. Ahora se han cristalizado mis creencias y esta maravillosa sensación la comparto con todos los que puedo porque considero que es algo que hemos de tener tan claro como yo lo tengo y siento, ahora. La representación, los actores, el auditorio, la atención solemne de todos, el salón de actos de la Universidad, el cariño que se desprendía de todo aquello, lo han situado en un lugar preferente en mi corazón. Mis más efusivas felicitaciones para todos.
Gracias amigo, enhorabuena y feliz 2005.
Un fortísimo abrazo”
[1] Las palabras yo y mis, están resaltadas en el texto original.
[2] “Les mots” Gallimard, collection folio, pag 81-84
[3] “Les mots” Gallimard, collection folio, pag 200
[4] “Les mots” Gallimard, collection folio, pag 203
[5] Posteriormente, el servicio de documentación de la Universidad Francisco de Vitoria encontró un ejemplar de la obra en la biblioteca de la Universidad de Indiana. Se editaron 500 ejemplares en 1962 y otros 500 en 1967 (Elisabeth Marescot, Editrice, 3, rue Joseph Sansboef, Paris (8º) 1967). En la presentación de ambas ediciones aparece una nota aclaratoria tuya que dice: “Si he tomado el tema de la mitología cristiana, esto no significa que la dirección de mi pensamiento haya cambiado, ni siquiera un momento, durante mi cautiverio. Se trataba simplemente, de acuerdo con los sacerdotes prisioneros, de encontrar un tema que pudiera lograr, esa noche de Navidad, la más amplia unión posible entre cristianos y no creyentes”. La descripción que hago del argumento de la obra, conocida a través de testimonios indirectos, es muy inexacta. Tras leer tu obra, que supera en espiritualidad todo lo que yo me hubiera atrevido a imaginar, te pido que me permitas dudar de lo que dices veintidós años después de escribirla. Naturalmente, traduje la obra al castellano y hoy puede leerse publicada por la editorial “Voz de papel”.
[6] También posteriormente he sabido que no, que la escribiste por propia iniciativa tuya. Tus compañeros habían conseguido del jefe del campo de prisioneros, un oficial de la Wermach no infectado de nazismo, que les dejase reunirse para cantar villancicos. Tú propusiste integrar los villancicos en un Misterio de Navidad.
26 de julio de 2009
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