28 de noviembre de 2009

Desterrado de la realidad

Tomás Alfaro Drake

Publico hoy dos cosas que escribí en tres momentos del tiempo ya un poco lejanos. Una de las cosas que más me gustan de tener este blog, es que me ayuda a resucitar cosas que escribí hace años y que de otra forma caerían tal vez para siempre en el olvido. Y no sólo rescatarlas para í sino, mucho más importante, lanzarlas como una botella con un mensaje al océano para que tal vez, otro náufrago como yo las lea y reavive en él la esperanza, como hacen en mí. La primera parte la empecé el 30 de Junio del 2004 la abandoné a medio acabar y la terminé el 10 de Abril del 2005.

Si hay algo que haya sido negativo para el desarrollo de la civilización occidental, eso ha sido el idealismo. No me refiero, evidentemente, al hecho de que alguien tenga ideales elevados. Me refiero a la corriente filosófica iniciada por el racionalismo de Descartes, continuada por el idealismo de Kant y rematada por Hegel y otros filósofos del siglo XIX.

No es objeto de estas líneas describir esta corriente filosófica ni su génesis, pero sí que considero necesario dar dos pinceladas al respecto. Primero Descartes llegó a la conclusión de que la única vía de adquisición de conocimiento era la razón. Los datos de los sentidos debían ser rechazados por engañosos. Toda la filosofía anterior se había basado en que la vía primera de conocimiento eran los sentidos. Nada hay en la mente humana que no haya pasado antes por los sentidos, afirmaba Aristóteles. Naturalmente, la razón puede elaborar nuevos conocimientos a partir de los datos de la realidad aportados por los sentidos, pero la puerta de entrada del conocimiento a la mente son los sentidos. El otro extremo es el empirismo. Los empiristas sólo admitían los datos de los sentidos como fuente de conocimiento. No creían que la razón pudiese elaborar nada fiable a partir de esos datos. Del racionalismo al idealismo sólo hay un paso. Si sólo la razón puede conocer la realidad y no los sentidos, la realidad externa revelada por los sentidos, podía existir o no existir. El siguiente paso lo dio Kant. En primer lugar negó la existencia real del espacio y el tiempo. No eran realidades externas, sino categorías apriorísticas de nuestra mente que nos ayudaban a organizar la sensibilidad externa –espacio– y la interna –tiempo. Abierta la puerta, sólo había que caminar a través de ella para negar la realidad en sí misma. De ello se encargaron los seguidores de Kant. La realidad no tenía en sí misma existencia o, por lo menos, no existencia cognoscible. La “realidad” era, simplemente un constructo de nuestra mente, sin paralelo en un mundo externo.

He empezado afirmando que el idealismo era una lacra de la civilización occidental porque de aquí se deriva todo tipo de relativismo. Si no hay una realidad fuera de mi mente –o si esta no es cognoscible, tanto da– no puede hablarse de la verdad, sino de mi verdad, de la tuya, de la suya, de la de cada ser humano. Por tanto, tampoco es posible hablar del mal o el bien. Naturalmente, Kant no creía en esta consecuencia lógica de su razonamiento. En su “Crítica de la razón práctica”, elabora, basándose en la necesidad, no en la metafísica –con la que había creído acabar en su “Crítica de la razón pura”– la idea de imperativo categórico como norma moral. Piensa como sería el mundo –viene a decirnos– si todo el mudo actuase como tú lo haces; si crees que si todo el mundo hiciese lo que tú haces, éste sería mejor, tu conducta es moralmente buena, si crees que sería peor, mala. Pero, por muy categórico y bondadoso que sea el imperativo moral kantiano, al no estar basado en ninguna razón de fondo sino en la conveniencia práctica, no hay ninguna razón racional –perdóneseme la redundancia– para aceptarlo. Lo bueno y lo malo serían, en definitiva, meros constructos personales de cada uno. En pura lógica final de este razonamiento, decir que Hitler fue un monstruo de la humanidad, no pasa de ser una ingenuidad. Lo sería para más o menos gente, pero no para él. La bondad sería, como mucho una cuestión de números. Si más gente opina que Hitler era perverso, es que lo era. Pero si hubiese una mayoría que pensase que era bondadoso, lo sería. Si estas ideas se sazonan con un poco de tolerancia mal entendida, ya tenemos un cóctel explosivo. Es cierto que la creencia de estar en posesión de la verdad ha dado lugar a fanatismos a veces terribles. Pero el problema no estriba en la existencia de la verdad, sino en el uso que se hace de ella. La tolerancia basada en que nada es verdad ni mentira y que nada vale más que nada, no es tolerancia, es indiferencia. Lleva a un mundo en el que las personas se toleran como pueden, en el que “mi libertad acaba donde empieza la de los demás”, al aislamiento del otro, al individualismo extremo y estéril. La convivencia basada en que existe una verdad que hay que descubrir y respetar puede ser, como hemos dicho, víctima del fanatismo, pero si sabe sazonarse de humildad y caridad, da frutos de armonía. Humildad para reconocer que, si bien hay una verdad que hay que buscar, yo no puedo poseerla enteramente y el otro también la posee en algún grado. Caridad para intentar transmitir la verdad que yo pueda poseer como un inapreciable tesoro que si el otro acepta voluntariamente en todo o en parte, nos enriquece tanto a él como a mí. En un mundo así, mi libertad no limita con la libertad de los demás. Mi libertad, y la de los demás, se enriquecen con la verdad, que nos hace libres. Salimos así del miserable plano horizontal de las fronteras de cada uno para elevarnos mutuamente en una nueva dimensión vertical. En palabras de Arnold J. Toynbee, “la tolerancia lograda por la Ilustración constituyó una tolerancia basada, no en las virtudes de la fe, esperanza y caridad, sino en las enfermedades mefistofélicas de la desilusión, la aprensión y el cinismo. No fue una difícil conquista del fervor religioso, sino un fácil producto secundario de su decaimiento”.

Pero cambiemos, sólo aparentemente, de tema. Determinados experimentos psicológicos con voluntarios, han demostrado que el aislamiento sensorial lleva, ineludiblemente, a la locura. Si a una persona se le sitúa en una cámara oscura y acústicamente aislada, pronto empieza a dar signos de enajenación. Las imágenes absurdas, los miedos imaginarios, empiezan a convertirse en fantasmas que le acorralan. Creo que todo el mundo ha tenido la experiencia de una noche de insomnio, dando vueltas en la cama mientras imagina situaciones y escenarios catastróficos. Cuando uno se levanta y establece contacto con la realidad, los fantasmas se disipan.

Uno puede darse cuenta con la inteligencia del peligro del idealismo y, a pesar de todo, ser un idealista vital. A veces, bien despiertos, nos encerramos en un aislamiento interior de pensamientos circulares que siempre empiezan y acaban en nosotros mismos desconectándonos de la realidad. En esa situación puede crearse una espiral morbosa del “yo, me, mi, conmigo”. No hay que confundir este solipsismo vital con una sana introspección. Conócete a ti mismo es una buena máxima que requiere de introspección. Pero la sana introspección se diferencia de la morbosa porque la primera hace que uno se analice a sí mismo de acuerdo con la realidad exterior. Si mi conducta crea rechazo generalizado, la sana instrospección me dice que seguramente estoy haciendo algo mal y tengo que buscar la causa. La introspección morbosa echa inmediatamente la culpa a los demás y sigue deleitándose en el laberinto de los círculos concéntricos del solipsismo. En este idealismo vital y reflejo se encuentra la fuente de muchas depresiones. Y sólo hay una forma de salir de la espiral, difícil cuando ya se está en mitad de su remolino, pero muy fácil cuando se sienten las primeras corrientes del mismo.

La terapia consiste en algo tan simple como ver, oír, tocar, oler y degustar con consciencia. Un paseo solipsista por el campo nos deja insensibles. Pero si salimos de nosotros mismos, de nuestros pequeños o grandes problemas cotidianos y nos fijamos en los mil tonos del otoño, nos deleitamos oyendo la conversación de trinos de los pájaros mientras pasamos nuestras manos por la rugosa superficie del tronco de los árboles, aspiramos el olor a tierra mojada y comemos un fruto ácido que acabamos de coger de un madroño, todo cobra un nuevo sentido. Nuestra mente, estimulada por esa avalancha sensorial, sale de sí misma para encontrarse con la estimulante realidad, la hace suya, la medita, la vive, la reelabora sin dejar de someterse a ella. La creatividad expresiva de Beethoven –el mismo nos lo dice– no tiene otra fuente de inspiración que esa. Los pintores también lo saben. Miran a la realidad con ojos atentos, acarician su cuadro mientras se preguntan qué les está pidiendo. Y los poetas. Incluso las realidades feas, vistas con ojos nuevos, pueden transmutarse. La belleza está en los ojos del que mira, dice un viejo aforismo.

Pero, naturalmente, esto necesita entrenamiento. Un amigo mío me invitó un día al rececho de un jabalí en su finca. Yo, que nunca me había visto en esta situación, decidí tomármelo con el máximo interés. Era una noche helada de luna llena del mes de febrero en uno de los puntos más altos de la provincia de Ávila. Yo estaba quieto, atento a todo ruido para oír entrar al jabalí al ir a beber a la charca. El campo nocturno hervía de pequeños ruidos, todos llenos de armonía, pero ninguno especial. De pronto mi amigo, tocándome en el hombro, me hizo ostentosos gestos con la boca. AHÍ ESTÁ EL JABALÍ –me decía sin emitir un solo sonido mientras señalaba con el dedo hacia un lugar próximo a mí. Escuché con más atención. NO OIGO NADA –dije con similares movimientos de la boca. Y, realmente, no oía nada, pero el jabalí sí oyó nuestros “silenciosos” movimientos. Con un bufido, a menos de tres metros de mí, echó a correr rompiendo monte. Lo había tenido a mi lado sin siquiera enterarme. Mi amigo, que estaba entrenado, lo había oído. Yo no. Este entrenamiento en percibir la realidad –no me refiero, naturalmente, al jabalí, o no sólo a él– nos hace poetas. De la música, de la pintura, de la poesía propiamente dicha, de cualquier arte. Hace unos meses llegó a mis manos, como guiado por el “azar” un pequeño opúsculo con el contenido de una conferencia de Jean Guitton en la facultad de medicina de la Universidad Complutense de Madrid en 1995. Leí un texto breve pero luminoso de un hombre de 94 años que desnudaba su alma ante un auditorio de jóvenes. Ante la pregunta de cómo lograba hacer algo bello de la vida cotidiana, decía entre otras cosas:“[...] ¿Qué es la poesía? La poesía es tomar un vaso de agua, que no es nada, y dotar a ese vaso de agua de una especie de valor supremo que es el valor poético. [...] Es tomar una nada y hacer de ella un todo. Es tomar un ser banal y llevarlo al infinito a través de los versos. Eso es lo que hacen en todo momento los grandes poetas. En mi opinión, lo que hacen los poetas es la imagen de lo que deberíamos de hacer cada uno de nosotros cada día con esa vida banal que es la nuestra. [...] ...pido a todo el mundo que despierte la facultad suprema que lleva en sí, y en mi opinión esa facultad es la facultad poética”. Nuestros sentidos y nuestra sensibilidad, debidamente entrenados pueden despertar nuestra facultad poética para ver lo infinito a través de las cosas banales e, incluso, trasmutar la fealdad en belleza.

Hay una criatura banal, una nada, que nos es especialmente próxima y que solemos olvidar con frecuencia, llevados de nuestro idealismo vital. Esa criatura es una parte de nosotros mismos. Es nuestro cuerpo. En realidad, nuestro cuerpo no es una parte de nosotros mismos. Es nosotros mismos. Es cierto que somos cuerpo y alma, pero, a veces esta manera de hablar nos hace creer que cuerpo y alma son dos cosas distintas que están accidentalmente unidas. Y no es verdad. Somos una sola cosa, inextricablemente unida, que es cuerpo-alma. No es accidental que la religión católica crea en la resurrección de la carne al final de los tiempos para volverse a unir al alma y seamos, también en la eternidad, lo que somos en el tiempo. Se habla en nuestros días de una cultura del cuerpo. Y esta cultura puede ser de dos tipos, ambos incorrectos.

El primero supone que somos sólo cuerpo o, en el mejor de los casos, que el cuerpo es lo más importante de nosotros y un vehículo para el éxito personal. Quienes así piensan lo cuidan, a veces torturándolo con ejercicios y con hambre, para mantenerlo en buena forma y que sea un buen instrumento de éxito.

El segundo supone al cuerpo como un tirano al que hay que dar todas las satisfacciones y caprichos que nos pida. El cuerpo me pide fumar, comer, estar siempre en reposo; ¡hágase su voluntad! Ambos procesos pueden fácilmente acabar en la destrucción de la salud.

Sin embargo, no es malo, en la justa medida, cuidar el cuerpo, ni darle ciertas satisfacciones. Ambas cosas son necesarias. Lo importante es sentir ese equilibrio cuerpo y alma. Además de sentir el pálpito de Dios en las cosas, podemos y debemos sentirlo en nuestro propio cuerpo, siendo tan conscientes de él como de nuestros sentidos en un paseo por un bosque de otoño. Y hay un tipo de meditación corporal como la hay espiritual. Podemos, a solas con nosotros mismos, concentrarnos en sentir la relajación de cada parte de nuestro cuerpo, de su absoluto abandono. Lo mismo que el alma manda señales al cuerpo a través del cerebro y las neuronas, hay neuronas que van del cuerpo al cerebro y a la mente, para desde allí, mandar señales al alma. No hay nada nuevo en ello. Si alguien me lee un magnífico poema, comunicándome con su palabra un cálido sentimiento de paz y abandono, las neuronas llevan el sonido de su voz a mi cerebro y allí, misteriosamente, mis neuronas se comunican con mi alma inundándola de paz. Sin embargo hay algo muy especial, que no sabría definir, distinto a la percepción sensorial, en este hacerse consciente del propio cuerpo y escucharle en el silencio. Es como una recuperación de la unidad. Como el encuentro entre dos seres complementarios que se ignoran el uno al otro demasiado a menudo. Hay poesía en hacer de esta criatura banal un todo. Hay oración en ofrecerle a Dios conscientemente ese cuerpo que sentimos como regalo suyo.

Había dicho que era necesario el entrenamiento para encontrarse con la estimulante realidad, hacerla propia, meditarla, vivirla y reelaborarla. Este entrenamiento consiste, únicamente, en ponernos cada día en presencia de la Realidad, de la Belleza radical y absoluta de Dios. Hace poco, leí un libro de Michael O’Brien llamado “Father Elijah –no está traducido al español (Cuando escribí estas líneas no lo estaba, ahora sí lo está, publicado por la editorial Libros Libres, y recomiendo encarecidamente su lectura). En él vi una frase luminosa. “Si dejase de meditar cada día ante mi Dios, olvidaría el gran corazón que palpita a través de todas las cosas, en todo tiempo y en todo lugar. Dejaría de moverme hacia Él. Amaría más a las criaturas que al creador y, al final, dejaría de amar a las criaturas también. No amaría nada ni a nadie”. Sólo el entrenamiento en saber escuchar ese pálpito en las cosas nos permite amarlas de verdad y sacar a la luz la belleza que las habita.

Pero a veces la realidad no es amable, sino hiriente. Sin embargo, lo cierto es que lo que nos hace daño no es tanto la realidad en sí, sino nuestra actitud ante la realidad. En esta vida, lo importante no es lo que nos pasa, sino como vivimos en nuestra mente y en nuestra alma lo que nos pasa. Nadie está blindado contra las desgracias, pero la oración, la contemplación de Dios, el contacto con la realidad, sea ésta como sea, a través de Cristo, nos ayuda a superar sus efectos negativos. Librémonos del idealismo vital. Volvamos a realismo vital. Volvamos a la patria de la realidad de la Creación, de la que nos hemos desterrado nosotros mismos.



En Julio del 2005, tres meses después de escribir lo anterior, me encontré con una cita de la obra “El personalismo” de Emmanuel Mournier, que me vino como anillo al dedo. Dice así:

“No puedo pensar sin ser, ni ser sin mi cuerpo; yo estoy expuesto por él a mí mismo, al mundo, a los otros; por él escapo a la soledad de un pensamiento que no sería más que pensamiento de mi pensamiento. Al impedirme ser totalmente transparente a mí mismo, me arroja sin cesar fuera de mí en la problemática del mundo y las luchas del hombre. Por la solicitación de los sentidos me lanza al espacio, por su envejecimiento me enseña la duración, por su muerte me enfrenta con la eternidad. Hace sentir el peso de la esclavitud, pero al mismo tiempo está en la raíz de toda consciencia y de toda vida espiritual. Es el mediador omnipresente de la vida del espíritu”.

Este pensamiento rondó por mi cabeza durante unos meses y, por fin acabó plasmándose en lo que que sentí en la oración y escribí el 26 de Noviembre del 2005.



Cada día miro sin ver, escucho sin oír, toco sin sentir, paladeo sin saborear y respiro sin oler. Y no sé lo que me pierdo. Toco con los dedos la página de un libro para pasarla, sin darme cuenta de la maravilla de la textura del papel. Miro por la ventana de mi casa sin fijarme en la magnificencia de los colores. Participo en una conversación, sin fijarme en la sutileza de los sonidos. Doy un sorbo a una copa de vino sin notar la exquisita mezcla de aromas y sabores.

Pero hoy he descubierto un entrenamiento para que esto me ocurra cada vez menos. He descubierto el silencio de los sentidos. Eran las once de la noche. No había nadie en mi casa. Mis hijos habían salido y mi mujer estaba de viaje. Estaba intentando rezar con los ojos cerrados. El silencio era total. ¿Total? De ninguna manera. Levemente, a través de las persianas cerradas y del doble cristal, llegaba a mis oídos el ronroneo lejano de la M-40 que pasa a 500 metros de mi casa. También la nevera, a través de alguna puerta cerrada, bordoneaba lejanamente en otra tonalidad. Me he puesto a escuchar el silencio y lo he encontrado denso y rico. Armonioso. Casi musical. Y me he extasiado en él.

He pensado entonces en hacer lo mismo con los otros sentidos. Y he seguido con el silencio de la vista. Mis ojos cerrados me comunicaban con la negrura. Pero, ¿era realmente negra la negrura? ¡De ninguna manera! Había negros profunda y oscurísimamente azulados, bermellones y verdes. Los separaban líneas de una costa movediza y serpenteante en la que morían olas misteriosas. De vez en cuando, una supernova negra explotaba entre líneas de costa y horizonte, reconfigurando súbitamente el paisaje. Y todo mi yo se ha fundido en eso.

Después, he sentido los pliegues de la camisa tocar mis hombros y mi espalda en distintas partes. Estaba totalmente quieto. No se producía ni el más mínimo rozamiento, pero allí estaba. Un punto de mi espalda notaba el contacto de la camisa y el de al lado no. Pero se contaban entre ellos sus impresiones de presión o libertad. Y yo oía los ecos de su conversación. Y me he sentido agradecido, sin saber a quién o a qué.

Entonces he apretado la lengua contra el paladar. Inmediatamente, mis glándulas salivares han cumplido su función inundándome la boca. He tragado la saliva que resbalaba entre mi lengua y mi paladar y he chasqueado la una contra el otro. Así, he sentido el sabor que envuelve todos los sabores que podemos paladear. Y me han entrado ganas de llorar de alegría.

Luego he inspirado larga y repetidamente por la nariz. Al principio no olía nada. Pero a cada inspiración he empezado a percibir nítidamente el olor del aire. Dicen que es inodoro, pero no es verdad. Sólo es inodoro para el que no sabe olerlo. Tiene un olor tenue y suave que no puede compararse con ningún otro, pero que a todos presta su soporte. Y he creído llegar a la esencia de mí mismo.

Todas esas sensaciones son las que, sin darnos cuenta, nuestro cerebro resta del conjunto, las descuenta, las anula. Y nos las perdemos para siempre. Nos acostumbramos a no tenerlas y nos parece que no las necesitamos. Yo las he recogido hoy todas y he hecho con ellas una mezcla exquisita. Casi una sinfonía múltiple. Y he dado gracias a Dios por ella. A fin de cuentas, estaba rezando.

Entonces he pensado que, a veces, en nuestra vida, nos pasa lo mismo con Dios. Él nos regala la esencia de las cosas, las envuelve y nos las ofrece. Y nosotros las tomamos olvidándonos de la mano que nos las da. Y creemos que no le necesitamos. Y nos lo perdemos. Nos perdemos lo más bello de la vida sin darnos cuenta. Porque la belleza de las cosas procede de la Belleza de quien nos las ofrece. Y creemos que no le necesitamos. Concédeme, Señor, apreciar siempre el silencio de los sentidos al fondo de todas mis percepciones y tu silencio pleno, rico, profundo, al fondo de todas las cosas. Y que no pueda vivir sin él. Y que la sed de él me lleve a buscarlo. Y que él me lleve a ti.

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