27 de septiembre de 2009

El Cristo de la paciencia y la humildad

Tomás Alfaro Drake

Interumpo esta semana la serie que estaba publicando sobre "Vida y muerte de las civilizaciones en la historia según Arnold J. Toynbee", porque no quiero dejar pasar más tiempo sin transmitir una vivencia espiritual de este verano. La semana que viene volveré a retomar la serie.

***

Hasta hace poco, creía que ya lo había visto todo en lo que a la imaginería de la Pasión de Cristo se refería. Me parecía que entre el Vía Crucis y los misterios dolorosos del Rosario, plasmados en miles de obras de arte, ya estaban representadas todas las escenas posibles de la pasión y muerte de Jesús. Tanto las que aparecen en el evangelio como las transmitidas por tradición oral: las caídas de Jesús, la Verónica enjugando su rostro, el encuentro con su madre en la Vía Dolorosa o la propia Piedad. Han tenido que darse un cúmulo de circunstancias para que encontrase una escena inédita para mí. Y en esta nueva imagen de la pasión de Nuestro Señor que he conocido, he encontrado una extraordinaria fuente de piedad y de oración.

Este 22 de Agosto, mi hijo Pedro se ha casado en Buenos Aires y, con este motivo, allí nos hemos ido toda la familia. La boda fue en la tradicional iglesia del Pilar, junto a la Recoleta. El día antes de la boda me acerqué a ver la iglesia, no tanto para conocer el teatro de operaciones del día siguiente, cuanto porque me habían hablado de la devoción que se respira en esa iglesia y quería ir a experimentarla antes de la ceremonia más festiva del día siguiente.

Al acercarme, la puerta abierta de par en par dejaba ver en perspectiva el magnífico retablo del altar. Entré y recorrí la nave, absorto en él. Recé un poco ante el sagrario. Otras personas rezaban a mi lado con gran recogimiento. Cuando salía, descubrí, a mi derecha, la puerta que lleva a la capilla donde está el Santísimo en adoración perpetua. Una pequeña capilla con una antecámara, con tres o cuatro pequeños bancos. Después, una cámara aun más pequeña y en penumbra justo ante la Eucaristía. En la cámara pequeña, seis sillas con sendos reclinatorios. En una urna, una custodia muy sencilla, en una semioscuridad que vela todavía más el misterio de la presencia de Cristo vivo y resucitado en la Eucaristía. Todo invita al recogimiento. La capilla está perennemente llena, con gente haciendo espera para entrar. Casi siempre hay en ella chicas en postración de adoración, sentadas sobre sus talones y con la frente apoyada en las rodillas o jóvenes sentados en el suelo, como si estuviesen en la pradera de un campus universitario, pero con una actitud de meditación o escribiendo sus reflexiones en un bloc. Se puede cortar el silencio y se perciben en él todo tipo de oraciones silenciosas de adoración, alabanza, contemplación, acción de gracias, expiación por los pecados del mundo, petición de perdón y peticiones personales. Yo diría que todas ellas vibraban en una música tan armoniosa como callada.”Música callada, soledad sonora”, en palabras del místico y poeta san Juan de la Cruz. O como una fuga a seis voces de Bach, escrita para “laudatio Deo et recreatio cordis” –alabanza a Dios y recreo del corazón. Allí estuve un buen rato, intentando armonizar mi oración con las que sentía a través de mi piel.

Al salir, un poco levitante, lleno de una alegría increíble, volví a adentrarme por la nave principal de la iglesia, para volver a contemplar el retablo. Ya me iba, cuando lo vi.

En una capilla lateral, la segunda de la derecha entrando por la entrada principal, casi enfrente de la entrada a la capilla del sagrario, había una imagen de Cristo, sentado en una roca, la sangre corriéndole desde la corona de espinas, las rodillas descarnadas y también sangrantes de las caídas, con un ronzal al cuello. No tenía, sin embargo, las llagas de manos y pies ni la del costado. Apoyaba su mejilla derecha sobre el puño del mismo lado, mientras el codo de ese brazo se apoyaba en el muslo. La mano izquierda estaba posada, como desmayada, sin fuerza, con la palma abierta hacia arriba, sobre el otro muslo, perpendicular al mismo. El torso, inclinado, hacía que la mirada de Cristo apuntase al suelo, medio metro delante de los pies y un poco a su izquierda, mientras el cabo del ronzal pendía entre las rodillas desde el lazo que formaba alrededor del cuello. Indudablemente, su utilidad era tirar del condenado si este ralentizaba la marcha. Al principio no entendí qué momento de la pasión podía representar. Y, de repente, caí en la cuenta: Así estaba el buen Jesús, ya en el calvario, manso, humilde y paciente, esperando que se llevasen a cabo los últimos preparativos de la cruz en la que iba a ser clavado y colgado en unos momentos.

-¡Tú, estate ahí quieto mientras preparamos tu cruz! –podría haberle dicho unos minutos antes un soldado de gesto imperioso y voz áspera.

La imagen estaba en un altar, los pies como a un metro y medio de altura, lo que permitía a quien quisiera, poner su cabeza y sus ojos exactamente en el punto en el que caía la mirada del Salvador. Yo lo hice. Unos ojos de miel, tristes, parecidos a un manantial de ternura, llenos de preguntas dirigidas a mí, decididos a cumplir su pasión hasta el final, me miraron, clavándose en los míos. ¿Servirá de algo lo que estoy haciendo por ti? parecían preguntarme. Me acordé de la petición del Sagrado Corazón a santa Margarita de Lacoque: “Al menos tú, ámame”. Y mi oración fluyó. “Señor, Tú lo sabes todo. Tú sabes que soy un pecador. Que te he negado y que te negaré. Que te he traicionado y te traicionaré, que he pasado al lado de tu pasión sin conmoverme y que volveré a pasar. Pero también sabes que te quiero con las pequeñas fuerzas que tengo para amar. Pero al menos hoy, al menos en este momento en el que estás sólo esperando la muerte sin que nadie se ocupe de ti, concédeme la gracia de amarte con una infinitésima parte del amor con el que Tú me amas. No creo que este mísero amor mío valga para expiar ningún pecado de nadie. Pero a lo mejor sí vale para compensar, aunque sea en su millonésima parte, el desamor y la indiferencia de tantos y tantos por los que estás aquí, solo, esperando paciente y humildemente a ser crucificado. Que este miserable amor mío pueda ser como los panecillos de ese joven que, por tu gracia, dieron de comer a miles de seres humanos”.

Estoy seguro de que lo que voy a decir ahora es fruto de mi imaginación. Pero creo que el Señor de la paciencia y la humildad –ese es el nombre de la imagen– me sonrió con agradecimiento y ternura.

20 de septiembre de 2009

Vida y muerte de las civilizaciones según Arnold J. Toynbee (III)

Tomás Alfaro Drake

Esta es la tercera entrega de una serie de entradas bajo el título “Vida y muerte de las civilizaciones en la historia”. Recomiendo a quien empiece a leer esta serie desde aquí, que procure empezar por la entrega I, publicada el 6 de Septiembre.

Antes de entrar en el contenido de esta entrada, quiero poner en guardia a los que lo leais hacia una noticia err'onea aparecida hoy, 20 de Septiembre, en El Mundo citando mal a Toynbee. Dice 'Angel Vivas, en la secci'on cultural de ese diario, como subtitular: El historiador (se refiere a Adrian Goldsworthy, autor de un libro sobre la caida del emperio romano del que Vivas hace una resena) no considera decisiva (para la ca'ida del imperio romano), como Toynbee, la irrupci'on del cristianismo. Sin duda, Vivas se deber'ia referir a Gibbon y a su obra cl'asica "Ascenso y ca'ida del imperio romano", en la que s'i achaca al cristianismo la responsabilidad de la ca'ida del imperio romano. De hecho, Toynbee, en su obra, desmiente expl'icita y categ'oricamente esta visi'on de Gibbon. En sucesivas entregas veremos el papel que Toynbee da al cristianismo en su relaci'on con el imperio romano. Vaya esta aclaraci'on por delante por los que puedan haber leido la noticia aludida de El Mundo.

4. El desarrollo de las civilizaciones.

En los seres vivos, el desarrollo del organismo es algo automático, ordenado por un código genético. No es así en el caso de las civilizaciones. Ninguna civilización tiene garantizado su desarrollo ni éste, si llega a producirse, está condicionado por ningún código. Toynbee analiza cómo cualquier incitación a la que la civilización responda con éxito, lleva en sí el germen de una nueva incitación producida por esa fuerza sobreabundante que es la que, precisamente, hace que la respuesta tenga éxito. En palabras de Walt Whitman: “Está en la naturaleza de las cosas que de todo fruto del éxito, cualquiera que sea, surgirá algo para hacer necesaria una lucha mayor”. La capacidad de responder con éxito a esta nueva incitación es la condición sine qua non para que la civilización se siga desarrollando. La respuesta con éxito a una incitación no procede del conjunto de la civilización sino de un individuo, o de un pequeño grupo de individuos, que Toynbee llama el genio creador y la minoría creadora, respectivamente. Esta minoría creadora que encuentra la respuesta de éxito tiene que ser capaz de arrastrar tras de sí al resto del cuerpo social de la civilización. Este arrastre se produce como en capas concéntricas en las que las capas más interiores captan la esencia de la respuesta y la siguen con convencimiento y entusiasmo. Pero a medida que nos alejamos del centro de la respuesta dada por la minoría creadora, es más bien por una especie de mímesis –así la llama Toynbee– o imitación más o menos refleja por lo que se sigue la respuesta. Sin embargo, el papel de minoría creadora no está exento de riesgos. La civilización puede rechazar su respuesta. En ese caso, es muy normal que la tome como chivo expiatorio, y ejerza represalias sobre ella. Así pues, el desarrollo de una civilización necesita de una cadena de incitación-respuesta de éxito-incitación. Por supuesto, las minorías creadoras no tienen conciencia de serlo. Su motivación para la búsqueda de la respuesta no suele ser, salvo muy raramente, salvar a la civilización. Carecen de esta perspectiva histórica que nos brinda Toynbee. Su motivación suele ser el impulso interno del genio creador que, tras un retiro del mundo para entenderse a sí mismo, retorna para empezar a formar la minoría creadora. Toynbee ve en esto una especie de misticismo en un movimiento que llama de retiro y retorno. De hecho, para la definición de este genio creador se apoya en Henri Bergson y en la definición del misticismo cristiano que desarrolla en su obra “Las dos fuentes de la religión y la moral”. En la próxima entrada, como un paréntesis en esta serie, publicaré la descripción que hace Bergson sobre el misticismo cristiano. Aunque sea un poco larga, creo que merece la pena. En esta cadena de incitación-respuesta de éxito-incitación, ninguna respuesta esta condicionada por ningún código, sino que son fruto de la libertad humana. Las respuestas pueden, por tanto ser diferentes en distintas civilizaciones ante incitaciones similares. En esta cadena se forja lo que Toynbee llama el estilo de la civilización, el sello de su personalidad.

Analizando multitud de ejemplos, Toynbee detecta que casi nunca es la misma minoría creadora que dio respuesta a una incitación determinada la que responde a la siguiente. Al contrario, la minoría creadora que encontró la respuesta a la incitación anterior, se encastilla en ella y suele representar un obstáculo para el éxito de la respuesta a la siguiente incitación. De hecho, cada respuesta es más difícil que la anterior porque hay más minorías creadoras preteridas que les cuesta seguir, por convencimiento o mímesis, la nueva respuesta de éxito.

¿Cuál es el signo del desarrollo de una civilización? Como siempre, Toynbee, buscando ejemplos históricos que lo avalen, detecta que ni la expansión geográfica, ni el desarrollo técnico, ni el poderío militar, son signos del crecimiento de una civilización. Estos signos los encuentra en las características de las incitaciones. En esa serie de incitaciones se detecta una tendencia hacia lo que Toynbee llama la eterealización. Oigamos cómo explica él este término:

“La historia del desarrollo de la técnica, como la historia de la expansión geográfica, no nos ha proporcionado un criterio de crecimiento de las civilizaciones, pero revela un principio por el que está gobernando el progreso técnico, que puede describirse como la ley de la simplificación progresiva[1].
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Quizá la palabra simplificación no es totalmente exacta o, al menos, no enteramente adecuada para describir estos cambios. Simplificación es una palabra negativa que representa omisiones y eliminaciones, mientras que lo que ha ocurrido en cada uno de estos casos no es una disminución sino un acrecentamiento de eficacia práctica o de satisfacción estética o de comprensión intelectual. El resultado no es una pérdida, sino una ganancia; y esta ganancia es el resultado de un proceso de simplificación porque el proceso libera fuerzas que están presas en un medio más material y, por tanto, ponerlas en libertad supone no sólo una simplificación del aparato, sino una transferencia subsiguiente de energía o cambio o acento desde una esfera inferior del ser o de la acción a una superior. Quizá podamos describir el proceso de un modo más claro si lo llamamos, no simplificación, sino eterealización
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Para Toynbee, la forma externa que mejor manifiesta el desarrollo de una civilización es la creación artística. Por otro lado, la fuerza del desarrollo de la civilización, hace que ésta no necesite una frontera –un limes, como le llama Toynbee– que mantenga a raya a los pueblos bárbaros que la circundan. Su prestigio y su influjo son sus mejores escudos y estos pueblos sueñan con integrarse pacíficamente un la civilización a la que admiran. Según Toynbee, esa fuerza de desarrollo sobreabundante hace a la civilización prácticamente invencible ante los ataques de otra civilización vecina.

Toynbee nos abruma con cantidad de ejemplos que ilustran esa cadena incitación-respuesta de éxito-incitación para distintas civilizaciones. Yo voy a poner sólo algunos ejemplos de la civilización Helénica.

Las primeras colonias griegas solucionaban el problema del crecimiento de la población mediante la emigración. Así se fundaron las principales polis griegas de la llamada Magna Gracia en las costas de Asia menor en el mar Egeo y en sus islas. Pero esta era una respuesta que hacía que los mejores talentos de cada ciudad se fuesen, condenándola a una vida vegetativa. Distintas ciudades-estado de Grecia encontraron diferentes respuestas a esta incitación. Atenas optó por la potenciación del comercio como fuente de riqueza para mantener a su población creciente. Esparta, por el contrario, optó por la esclavización de una de sus ciudades vecinas, Mesenia. Mientras el comercio dejaba libres energías sobreabundantes en Atenas, Esparta necesitaba todas sus energías para mantener a raya a sus esclavos mesenios, que se sublevaban continuamente, obligando a los espartanos a especializarse en un Estado militarizado en el que la libertad del individuo estaba totalmente supeditada al mismo y en el que, para evitar la superpoblación, tenían que recurrir a la matanza sistemática de niñas. Esparta se estancó, mientras que el desarrollo del comercio en Atenas creaba unas clases de comerciantes y artesanos que suponían un reto para su régimen aristocrático. La respuesta a esta incitación fue la democracia. El arte ateniense florecía, mientras en Esparta no hubo ninguna manifestación artística reseñable, aunque era, sin duda, la potencia militar más poderosa de Grecia. Sin embargo, cuando la civilización Helénica se vio atacada por la civilización Siríaca, a la sazón bajo el Imperio Persa, no fue Esparta, sino Atenas, la ciudad-estado que se puso al frente de la federación panhelénica que se formó –la confederación de Delos– para rechazar la invasión persa. Ciertamente, tanto el Salamina, como en las Termópilas, como en Micala o Platea, el peso militar lo llevaban los espartanos, pero la estrategia la dictaban los atenienses. No en vano, al siglo de esplendor que siguió, le llamaron el siglo de Pericles, por el gobernante ateniense. Pero Atenas se mostró incapaz de encontrar respuesta a la incitación de la definitiva unión política de Grecia. Su soberbia, elevada a la enésima potencia por sus éxitos, impidió que nadie más que ella pudiese liderar el proceso, y ella pretendía imponer tales cargas a sus aliados que lo hizo imposible. Esto dio lugar a la guerra del Peloponeso entre Atenas y Esparta que, naturalmente, ganó Esparta, pues la fuerza moral de Atenas se había eclipsado, y que, según Toynbee fue el primer colapso de los varios que tuvo la civilización Helénica.
[1] Aquí Toynbee pone una serie de ejemplos de los que el más significativo, a mi modo de ver, es el paso de la escritura por ideogramas de los egipcios al uso del alfabeto, inventado por la civilización Siríaca.

13 de septiembre de 2009

Vida y muerte de las civilizaciones en la historia según Arnold J. Toynbee (II)

Tomás Alfaro Drake

Esta es la segunda entrega de una serie de entradas bajo el título “Vida y muerte de las civilizaciones en la historia”. Recomiendo a quien empiece a leer esta serie desde aquí, que procure empezar por la entrega I, publicada en este blog el 6 de septiembre pasado.

3. ¿Por qué nacen las civilizaciones?

Para entender esto hay que preguntarse de dónde nacen las civilizaciones. Los científicos parecen datar en hace unos 50.000 años la aparición de la inteligencia simbólica, condición sine qua non para la acción histórica. La civilización más antigua, la Egipcíaca, aparece hace 6.000 años en una región muy limitada de la tierra. Luego aparecen otras. Tan sólo desde hace unos pocos siglos puede decirse que casi toda la tierra está ocupada por alguna civilización. Por lo tanto, la mayor parte de la historia humana se ha desarrollado al margen de lo que llamamos una civilización. Pero el hombre ha sido, desde que apareció la inteligencia, un ser social. Las civilizaciones no son sino un tipo de sociedad. Toynbee llama –sin ninguna intención peyorativa– a estas sociedades anteriores a la aparición de las civilizaciones, sociedades primitivas. Las sociedades primitivas no eran amorfas. Tenían sus leyes, instituciones, etc. Entonces, ¿hay alguna diferencia cualitativa entre sociedades primitivas y civilizaciones? Si enormes diferencias cuantitativas pueden ser equiparables a una diferencia cualitativa, entonces la respuesta a la anterior pregunta es sí. Veamos algunas diferencias cuantitativas.

a) Número de sociedades. El número de sociedades primitivas es tan alto que sería imposible de censar, mientras que en la historia de la humanidad parece que no ha habido más de 22 civilizaciones.

b) Individuos por sociedad. Una sociedad primitiva puede constar desde varios cientos de individuos hasta varios miles o, todo lo más, decenas de miles. En cambio los habitantes de una civilización, aún de las más antiguas, pueden contarse por millones.

c) Velocidad de cambio de la sociedad. En una sociedad primitiva los cambios se producen con una enorme lentitud. Si no se producen cambios en el entorno, la sociedad primitiva puede permanecer inmutable durante milenios. En cambio, las civilizaciones dan muestras de cambios y evoluciones mucho más rápidas.

d) Dirección de la visión. La mirada de las sociedades primitivas está orientada hacia el pasado, mientras que la mirada de las civilizaciones está casi siempre orientada hacia el futuro. Si alguna de las diferencias enumeradas puede suponer una diferencia cualitativa, sería ésta, que es, además, la causa de las otras.

e) Complejidad de las instituciones. Aunque todas las sociedades, sean primitivas o civilizaciones, han desarrollado instituciones, el grado de complejidad de las que se han desarrollado en las civilizaciones es inmensamente mayor que las desarrolladas en sociedades primitivas. Además, las instituciones creadas por las civilizaciones evolucionan más deprisa que las de las sociedades primitivas.

Parece que la transición de sociedad primitiva a civilización no supone una lenta evolución gradual de una hacia otra, sino un cambio brusco, sin solución de continuidad. Toynbee compara las sociedades primitivas a seres que viven al pie de un acantilado del que no se vislumbra la cumbre, sin plantearse siquiera la posibilidad de escalarlo para llegar a la cresta. Las civilizaciones serían algunos, unos pocos, de esos seres, que se aventurarían a la escalada, aún sin saber a dónde les pueda llevar[1]. Como hemos visto anteriormente sólo 7 sociedades primitivas han iniciado el ascenso. Hoy día, tan sólo 6 civilizaciones –y ninguna de ellas es del grupo de las que empezaron la escalada– siguen en el acantilado. Todas las que iniciaron la escalada, menos la Egipcíaca y la Andina, han tenido civilizaciones hijas antes de caerse del risco y, con la excepción de las dos civilizaciones del Lejano Oriente, las civilizaciones que se han mantenido en el acantilado son de tercera generación. Importa subrayar que, cuando se habla de civilización, no se habla de una unidad política, sino más bien de un grupo de unidades políticas –que Toynbee llama Estados parroquiales[2]– que comparten hasta cierto punto una misma cultura o –por usar el término de Toynbee un mismo estilo– que ha ido desarrollando la civilización que constituyen.

La pregunta es: ¿Qué es lo que hace que algunas sociedades primitivas se transformen en civilizaciones? ¿Por qué empiezan a escalar el risco? Vamos a centrar la atención, en primer lugar, en las 6 civilizaciones que han salido directamente de sociedades primitivas, sin relación filial con una civilización anterior.

Toynbee afirma que lo que hace que nazca una civilización es lo que él llama incitación y respuesta. Analicemos los dos términos de esta expresión.

a) Incitación. El entorno físico no es algo fijo e inmutable. Cambia a lo largo del tiempo. En los 44.000 años transcurridos desde la aparición del Homo Sapiens Sapiens inteligente hasta la entrada en escena de la primera civilización ha habido glaciaciones, cambios climáticos, procesos de deforestación y una gran variedad de fenómenos físicos que han afectado a áreas geográficas de muy variada extensión y en muy variada manera. Naturalmente, estos cambios en el entorno físico, han afectado, la mayor parte de las veces de forma drástica, a las poblaciones humanas que habitaban esas zonas. Les han creado serios problemas de subsistencia que no podían resolver a la manera tradicional. Es lo que Toynbee llama incitación.

b) Las sociedades primitivas asentadas en esas áreas geográficas han reaccionado de distinta manera a esas incitaciones. Nos encontramos aquí con el misterio de la libertad humana. Mientras que unas sociedades primitivas se extinguieron o emigraron a otras zonas como respuesta a la incitación, otras optaron por hacer frente a la incitación y buscarle una salida cambiando drásticamente su forma de vida. Es como si una riada llegase a una zona determinada del risco. Algunos de los seres que habitaban a su pie habrían muerto ahogados, otros, mal que bien, hubieran alcanzado la salvación en otra zona de la base del risco a la que la riada no hubiera llegado, pero algunos tomaron la decisión de iniciar la escalada. Es a esto a lo que Toynbee llama respuesta. ¿Libertad o necesidad? Todo parece apuntar hacia la libertad porque ante una determinada incitación, han aparecido civilizaciones mientras que en otras, con una incitación similar no ha ocurrido así, lo que parece descartar la necesidad.

Toynbee describe minuciosamente las incitaciones del entorno que dieron lugar a cada una de las civilizaciones de 1ª generación, pero aquí sólo lo haré para nuestra civilización abuela, la Minoica.

La Civilización Minoica se originó en la isla de Creta, en el Mediterráneo Oriental, justo a la entrada sur del mar Egeo, más o menos en el año 3.000 a. de C. Viendo un mapa de esta zona, uno apostaría por que los pioneers[3] de esta Civilización hubieran venido desde las costas de la península Balcánica –la actual Grecia– y Asia Menor pasando por las islas del Egeo, hasta llegar a Creta. La distancia de alguna de estas islas al continente es casi la de un tiro de piedra. Sin embargo todo indica, contra lo que pueda decir el sentido común, que el flujo migratorio fue el contrario. Los primeros pioneers llegaron a Creta desde las costas del norte de África, y de allí pasaron a las islas del Egeo. Sólo más tarde, los habitantes lo que ahora llamamos Grecia y de Asia Menor, empezaron a asentarse en las islas del Egeo y Creta, que ya eran el territorio de la Civilización Minoica. Los pioneers de esta Civilización escaparon del proceso de desertización del norte de África. La incitación que encontraron en el nuevo suelo fue, precisamente el mar. Tuvieron que convertirse en expertos marineros para dominar el comercio entre la enorme cantidad de pequeñas islas, insuficientes en sí mismas para autoabastecerse, que fueron colonizando a medida que lo necesitaban. Fueron los que lo tenían más difícil, no los que lo tuvieron más fácil los que dieron la respuesta victoriosa, creando una civilización volcada hacia el mar.

Sin embargo, no cualquier grado de dureza de la incitación es capaz de producir una respuesta civilizadora. Una incitación demasiado suave puede no ser suficiente para que se inicie la ascensión del risco, mientras que una demasiado fuerte puede, aún iniciando un conato de civilización, consumir todas sus energías de forma tal que la civilización se estanque y, eventualmente, muera. Toynbee llama a estas las civilizaciones abortadas. Pone varios ejemplos de éstas, como los polinesios, los esquimales o los nómadas de la estepa eurasiática, pero no las cuenta en su censo de civilizaciones. En definitiva, la incitación debe tener la suficiente fuerza como para despertar energías dormidas en el seno de las sociedades primitivas y orientarlas hacia el futuro, pero no tan fuerte que requiera todas estas energías sin dejar un remanente que permita el progreso.

En definitiva, algo parecido a lo que pasa con las civilizaciones ocurre con los seres humanos. Aquellos que lo tienen todo demasiado fácil en la vida, es muy poco probable que desarrollen sus talentos. Sin embargo, las personas cuyas dificultades vitales son excesivas, suelen sucumbir ante ellas si intentan desarrollar sus capacidades. Una dosis de dificultad razonable y de reveses soportables, suele ser un estímulo para el desarrollo personal. Tanto para las personas como para las civilizaciones, la libertad y la voluntad humanas hacen que el nivel de dureza de la incitación para impulsar eficazmente el desarrollo sea diferente para cada caso.
[1] Toynbee establece una evolución dentro de las sociedades primitivas. Distingue entre las sociedades primitivas del paleolítico formadas por cazadores-recolectores de aquellas del neolítico, formadas, bien por pastores nómadas que han inventado la cría de animales domésticos, bien por agricultores, que han descubierto la agricultura. Esto no afecta al hecho del salto cualitativo de sociedades primitivas a civilizaciones. Es como si, antes de llegar a la base del risco, la pradera aumentase su pendiente. Sin embargo, sigue habiendo una diferencia cualitativa entre la pradera inclinada, que se sube andando y el risco, que se sube escalando.
[2] Toynbee usa a menudo términos acuñados por él que necesitan una aclaración. El término inglés parochial no tiene nada que ver lo que en español significa parroquial –perteneciente a la parroquia– sino, más bien significa provinciano. Sería por tanto más propio hablar de los Estados provincianos, pero en la traducción al español de la obra de Toynbee aparece como parroquial y así lo dejo en este resumen.
[3] Término usado por Toynbee y no traducido en la versión española del compendio de “El estudio de la Historia” para designar a los primeros hombres que dieron una respuesta que hizo que naciera una de las civilizaciones originales.

6 de septiembre de 2009

Vida y muerte de las civilizaciones en la historia según Arnold J. Toynbee (I)

Tomás Alfaro Drake

Hace ya bastantes años leí, por casualidad, un libro que encontré en VIP’s. No, no un libro, sino tres tomos de unas quinientas páginas cada uno. Se llamaba “El estudio de la historia” y el autor era Arnold J. Toynbee. Todavía no acabo de explicarme cómo pudo llegar a suceder esto. VIP’s no es, ciertamente, el sitio donde se encuentran este tipo de libros, yo no tenía, en aquella época, ninguna afición por la historia –de hecho mi afición proviene de aquella lectura–, leer 1500 páginas es algo que siempre produce una cierta pereza, por no decir un rechazo absoluto, etc. Pero el hecho es que lo compré y lo leí. Un mundo se abrió ante mí. No era un libro de historia en el sentido tradicional del término, en el que se nos cuenta de forma más o menos pormenorizada la sucesión de hechos ocurridos en un lapso de tiempo en una geografía determinada. No. Era otra cosa completamente distinta. Era un impresionante intento de buscar explicaciones acerca de las causas por las que las civilizaciones nacen, se desarrollan, colapsan, mueren y, tal vez, dejan civilizaciones hijas. El método seguido era todo lo empírico que el objeto de estudio permitía. Toynbee identifica primero todas las civilizaciones que ha habido en la historia de la humanidad, haciendo un censo de 20 o 22 civilizaciones según el criterio adoptado para contabilizarlas. Después, en un inmenso trabajo de erudición, fruto de una vida de investigación, intenta buscar factores comunes que expliquen las vidas de las civilizaciones y le permitan extraer las causas la evolución vital de las mismas, utilizando todos los conocimientos históricos disponibles. El resultado es, sencillamente, impresionante. Toynbee va plasmando ante nuestros ojos un fresco en el que se despliega el árbol genealógico de las civilizaciones a la vez que nos descubre las posibles causas de su nacimiento, crecimiento, colapso, muerte y, a veces generación de civilizaciones hijas. Leí y releí varias veces, con intervalos de años de maduración, las 1500 páginas. Supe que esas páginas eran un compendio, hecho por D. C. Somervell con el visto bueno de Toynbee, de su ingente obra –verdadero monumento del intelecto humano– que abarca 14 tomos –que no he llegado a leer. Desde entonces se ha abierto ante mis ojos una manera integral de ver la historia que pudiera llamarse, quizá un poco grandilocuentemente, cósmica. Una visión que me llevaba irremediable e inquietantemente a aplicar los criterios de Toynbee a nuestra civilización. Un día decidí hacer yo mismo un resumen del compendio. Lo hice en 132 páginas. Posteriormente, en varios discursos del entonces cardenal Ratzinger, leí referencias suyas a “El estudio de la historia” de Toynbee. Creo interesante compartir con los lectores de mi blog esta visión cósmica de la historia y, tal vez, inquietarles un poco, como me pasa a mí, con la aplicación del análisis de Toynbbe a nuestra civilización Occidental. Pero 132 páginas me parecen demasiadas. Por eso me embarco en hacer un resumen de mi resumen del compendio de Somervell. Sé que corro el riesgo de que me pase algo parecido a lo que decía Woody Allen en un libro suyo: “He hecho un curso de lectura rápida. He leído Ana Karenina en 20 minutos. Habla de Rusia”. Pero acepto el riesgo. A fin de cuentas, el que esté interesado puede intentar encontrar el compendio de Somervell[1] o, si se atreve, la obra original de Toynbee. Al final me ha salido un resumen de treinta p’aginas. Naturalmente, si algún lector del blog quiere que le mande mi resumen de 132 páginas, no tiene más que pedírmelo. Lo voy a ir publicando en el blog en nueve entregas, para hacer más asequible su lectura. Recomiendo a quien vea este escrito por primera vez que empiece por la entrega I

Los linajes de las civilizaciones.

Toynbee cataloga las 22 civilizaciones en siete linajes genealógicos.

El primero arranca de la civilización Sínica, en China (1500 a.de C.-172 d. de C). Esta civilización engendra a dos civilizaciones gemelas, la del Lejano Oriente China (500- ) y la del Lejano Oriente del Japón (600- ), ambas vivas hoy en día.

El segundo nace de la civilización Minoica (3000 a.de C-1400 a.de C.), que engendra dos civilizaciones diferentes, la Helénica (1100 a.de C.-368 d.de C.) y la Siríaca (1100 a. de C.-969 d. de C). La Helénica, a su vez genera tres civilizaciones, la Cristiana Occidental (700- ), desde la que escribo estas líneas, la Cristiana Ortodoxa Griega (1054-1768) y la Cristiana Ortodoxa Rusa (1100- ), todavía viva. Por su parte, la Siríaca, deja descendencia en la civilización Islámica (1300- ).

El tercer linaje no es tal, ya que está formado únicamente por la civilización Egipcíaca (4000 a. de C.-330 a. de C.), una de las dos civilizaciones que no generó descendencia.

El cuarto linaje se inicia con la civilización Sumérica (3500 a. de C.-1905 a. de C.), originaria de Mesopotamia, que, a su vez engendra a la las civilizaciones Hitita (1500 a.de C.-1200 a.de C.), y la Babilónica (1500 a. de C.-331 a. de C.)

El quinto linaje se inicia con una civilización que Toynbee no se atreve a dar por cierta y a la que no da nombre, existente en el norte de la India y que podría haber existido entre los años 3200 a. de C. y 2750 a.de C. De la que no cabe dudar es de la civilización Índica, posible hija de la anterior (1500 a. de C.-475 d. de C.), que engendra a la Hindú (800- ), aún viva.

El sexto linaje es también un linaje estéril, formado únicamente por la civilización Andina, de origen incierto, pero que muere en 1533.

Por fin, el séptimo y último linaje arranca de la civilización Maya con nacimiento y muerte poco precisos, pero que engendra a la civilización Centroamericana, fusión de la Yucateca y Mexicana (ambas 650 d. de C.-1521 d. de C.)

Es decir, de todas las 20 civilizaciones, tan sólo 6 están vivas actualmente, si bien, como veremos más adelante, cuando analicemos lo que Toynbee entiende por colapso de una civilización, tan sólo la Cristiana Occidental y, tal vez, la Islámica, no hayan sufrido ese colapso todavía. Y, quizá, las civilizaciones vivas lo estén simplemente porque no han vivido lo suficiente. Por tanto, la norma parece ser –sólo lo parece, Toynbee nos tranquiliza a este respecto– que las civilizaciones –la nuestra incluida– tienen que morir.

Historia y libertad humana.

La primera y más importante conclusión de Toynbee –y que hay que tener siempre en la cabeza al leer su obra– es que la historia no es sino el campo de juego en el que se desarrolla la libertad humana. Por tanto, aunque se puedan encontrar pautas de evolución comunes a las civilizaciones, la historia no es nunca determinista. Siempre, la libertad humana puede cambiar su rumbo en contra de lo que podría ser la tendencia general. Esto contrasta con otras visiones deterministas, como las de Hegel, Marx o Spengler, que ven la historia como un mecanismo independiente y superior al hombre. Para Toynbee, el hombre, con su libertad, es el artífice de la historia. Aunque ésta le pueda condicionar en mayor o menor medida, esta libertad es capaz de modificar la más compulsiva de las tendencias. Esto es esperanzador porque, según Toynbee, ninguna ley hace que las civilizaciones tengan inexorablemente que morir. Es la libertad humana la que las puede llevar a su muerte, pero también la que las puede salvar.
[1] Este resumen fue editado por Alianza, pero actualmente está descatalogado.