Tomás Alfaro Drake
En los dos artículos anteriores hemos visto cómo los evangelios, lejos de ser un mito, reflejaban lo que en un tiempo cercano a la muerte de Cristo, escribieron sus seguidores. Descartada la hipótesis del mito, queda, ello no obstante, la de la pura invención, la más descarada mentira. Sin embargo, antes de analizar esta posibilidad –cosa que haré en el siguiente artículo– vamos a analizar la increíble pretensión del evangelio. La verdad es que la inaudita pretensión del Evangelio se enuncia en cuatro líneas:
Cristo afirmó categóricamente que era el mismo Dios encarnado, salvador de los hombres, que fue crucificado y que resucitó al tercer día, que vive, que tiene poder sobre la vida y la muerte y que vendrá al final de los tiempos para juzgar a la humanidad y a la historia.
Desgraciadamente, para el hombre del siglo XXI, acostumbrado a oír esto desde niño, a verlo representado en el arte, a leerlo sin pensar lo que lee, esta pretensión no le resulta sorprendente. ¡Dejá vu! Con la indiferencia propia de la modernidad, no se pregunta qué consecuencias tendría para su vida que esta pretensión fuese cierta. Pero es asombrosa hasta el punto que muchos autores de la crítica racionalista afirman que Jesús nunca se presentó como tal hijo de Dios. El Jesús histórico habría sido un profeta como tantos otros, portador de una bonita enseñanza de amor y bondad, pero que jamás se autoproclamó Hijo de Dios. Eso fue, según ellos, una invención posterior de la Iglesia. Ya vimos en los dos artículos anteriores que si fue una mentira, tuvo que haberse inventado muy poco después de la muerte de Jesús. Analizaremos la hipótesis del invento o la mentira en otro artículo.
Otros autores afirman que Cristo, en los evangelios, se presenta efectivamente como Hijo de Dios, pero lo hace en sentido figurado y poético, no en su sentido literal. En este artículo me centraré en mostrar cómo el evangelio, tanto si es una historia verdadera como si es una mentira o una invención, pretende presentar a Cristo como Hijo de Dios, no en un sentido figurado o poético, sino como algo real. No expondré más que algunas situaciones que lo muestran ya que una exposición exhaustiva sería excesivamente larga y prolija.
Juan nos narra (Cfr. Juan 8, 21-59) una larga dialéctica mantenida entre Jesús y los fariseos en el Templo de Jerusalén. En tres momentos de esa discusión Jesús les dice:
“Porque si no creéis que YO SOY, moriréis en vuestros pecados”. Ellos, extrañados de esta afirmación sin predicado le preguntan: “Pero, ¿quién eres tú?” a lo que Cristo aparentemente no responde, ya que dice simplemente: “Os lo estoy diciendo desde el principio”. Un poco después les vuelve a hacer la misma extraña afirmación: “Cuando levantéis en alto al hijo del hombre, entonces reconoceréis que YO SOY”. En el fragor de la discusión, con los fariseos cada vez más exacerbados, se cruzan estas palabras: “Yo os aseguro que el que acepta mi palabra, no morirá nunca”. Le responden: “Tanto Abraham como los profetas murieron y ahora tú dices: El que acepta mi palabra no experimentará nunca la muerte. ¿Acaso eres tú más importante que nuestro padre Abraham? Tanto él como los profetas murieron. ¿Por quién te tienes?”. Tras un circunloquio, Jesús les espeta: “Abraham, vuestro padre, se alegró sólo con el pensamiento de que iba a ver mi día; lo vio y se llenó de gozo”. A lo que los fariseos responden con natural extrañeza: “De modo que tú, que aún no tienes cincuenta años, has visto a Abraham?”. Y entonces, Cristo les da una última y definitiva respuesta: “Os aseguro que antes de que Abraham naciera, YO SOY”. Para nosotros, estas tres afirmaciones de Cristo de YO SOY, pueden parecernos sin sentido y gramaticalmente incorrectas. No así para un judío. YO SOY era el nombre de YHVH, que ellos no podían ni siquiera pronunciar, pues su sola mención era sacrilegio. Cuando Dios se presenta ante Moisés en la zarza ardiente, y éste le pregunta su nombre, Dios le dice, por primera vez en la historia: “YO SOY EL QUE SOY explícaselo así a los israelitas: YO SOY me envía a vosotros” (Génesis 3, 14). YO SOY, en hebreo, quitándole las vocales para que no se pueda pronunciar se YHVH, de donde deriva Yahveh y Yavé. Para un judío esto era claro como el agua. Ese hombre que afirmaba tener poder sobre la muerte, que decía existir antes de que hubiera nacido Abraham 1800 años antes, y que había repetido tres veces hablando de sí mismo YO SOY, ese hombre tenía la osadía de decir que era el propio Yavé. Doble terrible sacrilegio; pronunciar el nombre de Yavé y, además y sobre todo, decir que él era YO SOY. Y lo decía, nada menos que en el Templo del Dios Altísimo al que había llamado la casa de su Padre. Por eso su reacción no se hace esperar. “Ante esta afirmación, los judíos tomaron piedras para tirárselas. Pero Jesús se escondió y salió del Templo”.
No sería esta la única ocasión en la que quisieron lapidar a Jesús por equipararse a Dios. Unos meses más tarde del incidente anterior, otra vez en el Templo, vuelve a enzarzarse con los fariseos y les dice (Juan 10, 17-42): “El Padre y yo, somos uno”. Otra vez, los judíos vuelven a tomar piedras para lapidarle y Jesús les dice: “He hecho ante vosotros muchas obras buenas por encargo del Padre. ¿Por cuál de ellas queréis apedrearme?” A lo que ellos responden: “No es por ninguna obra buena por lo que queremos apedrearte, sino por haber blasfemado. Pues tú, siendo hombre, te haces Dios”. Entonces Cristo pronuncia una frase extraña y ambigua: “¿No está escrito en vuestra Ley: ‘Yo os digo, vosotros sois dioses’? Pues si la Ley llama dioses a aquellos a los que fue dirigida la palabra de Dios, [...], ¿con qué derecho me acusáis de blasfemia a mí, que he sido elegido por el Padre para ser enviado al mundo, sólo por haber dicho YO SOY Hijo de Dios?” Pudiera parecer que Cristo está aquí reconociendo que se llama Hijo de Dios en un sentido figurado, del que pudieran participar todos los judíos, según la escritura. Pero eso es sólo una apariencia. Los que oían esta declaración de Jesús, al menos los fariseos, conocían las escrituras al dedillo y sabían perfectamente que el salmo 82, de donde está tomada esta cita hecha por Jesús, dice: “Os aseguro: ‘Todos vosotros sois dioses e hijos del Altísimo, pero moriréis como todos los hombres’ ” (Salmo 82, 6-7). Tan sólo un momento antes, Jesús había dicho: “El Padre me ama, porque yo doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie tiene poder para quitármela; soy yo quien la doy por mi propia voluntad. Yo tengo poder para darla y para recuperarla de nuevo. Esta es la misión que debo cumplir por encargo de mi Padre”. Es decir, él acababa de decirles que no iba a morir. Más aún que iba a entregar voluntariamente su vida pero que la iba a recuperar resucitando. Es decir, que no era hijo del Altísimo de la misma manera que lo podía ser cualquier judío, condenado a morir como cualquier otro hombre. El se presentaba realmente como Hijo de Dios porque iba a vencer a la muerte. Sin embargo, la alusión a esta cita de la Escritura bastó para crear una confusión entre los fariseos que, además de luchar con su perplejidad, tenían que estar atentos a lo que pensase la gente que les rodeaba y que no conocía tan bien las escrituras y que, por lo tanto, aceptaban que Cristo no había blasfemado al proclamarse Hijo de Dios. Juan nos dice: “Así pues, intentaron de nuevo detener a Jesús, pero él se les escapó de entre las manos”. Fue ese momento de vacilación, creado por esa cita, la que le permitió escapar.
Pero, ¿por qué quería Cristo escapar? La clave está en la frase dicha por él mismo, citada anteriormente. “Nadie tiene poder para quitármela [la vida]; soy yo quien la doy por mi propia voluntad”. Sencillamente, todavía no había llegado su hora. Cristo, el cordero de Dios, quería y tenía que morir en Pascua y el viaje a Jerusalén en el que ocurre esto, era en invierno, el 25 de Diciembre, fiesta de dedicación del Templo. Ese era el día de su nacimiento, pero todavía no el de su muerte. Unos meses más tarde, llegada ya su hora, en Pascua, él mismo se dejaría encontrar en Getsemaní y él mismo, cuando el juicio ante el Sanedrín estaba a punto de tener que liberarle por la contradicción de los testigos, se convertiría, voluntariamente, en su propio testigo de cargo. Marcos, y todos los sinópticos (Marcos 14, 61-64, Mateo 26, 63-66, Lucas 22, 67-71), nos lo cuentan de manera casi idéntica. Exasperado al ver que Jesús se le escapa por la falta de concordancia de los testigos, el sumo sacerdote le pregunta: “¿Eres tú el Mesías, el Hijo del Bendito?”. Nada más fácil para Jesús que contestar con una evasiva dialéctica y probablemente eso era lo que temía, rabioso, el sumo sacerdote, previendo que, una vez más, el astuto galileo se le iba a escapar entre los dedos, esta vez estando ya detenido. Pero ahora sí había llegado para Cristo la hora de entregar su vida voluntariamente. Responde: “YO SOY, y veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del Todopoderoso y que viene entre las nubes del cielo”. ¡Clarísimo! Jesús aludía a un misterioso pasaje del libro de Daniel que dice (Daniel 7, 13-14): “Seguía yo contemplando estas visiones nocturnas y vi venir sobre las nubes a alguien, semejante a un hijo de hombre; se dirigió hacia el anciano y fue conducido por él. Se le dio poder, gloria y reino, [...]. Su poder es eterno y nunca pasará y su reino jamás será destruido”. El Hijo del Hombre es una figura incomprensible para el judaísmo, ya que es un hombre que comparte el poder de Dios y que juzgará a la humanidad al final de los tiempos y eso no encajaba con su credo. Sólo en Cristo cobra sentido esta profecía. No hacía falta más para que le condenasen. Cristo, en su vida pública, se había llamado continua y abiertamente a sí mismo el hijo del hombre. ¿No podrían haberle acusado muchas veces antes? No, porque, ¿acaso no era un ser humano?, ¿podían haberle acusado por eso de blasfemia? Si lo hacían, tenía mil escapatorias posibles. Pero ahora era imposible ninguna interpretación de escapatoria. Además de pronunciar el sacrílego YO SOY, se había identificado explícitamente con esa misteriosa profecía de Daniel. Tampoco él quería escapar. El sumo sacerdote, entendió la cita sin ninguna duda y con un grito de triunfo, teñido de incredulidad por esa, a su juicio, estúpida respuesta del astuto nazareno, se rasgó las vestiduras exclamando: “ ‘¿Qué necesidad tenemos ya de testigos? Acabáis de oír la blasfemia. ¿Qué os parece?’ [...] Todos lo juzgaron reo de muerte”.
Este tipo de dialécticas con referencias a las escrituras son muy corrientes en todo el evangelio. Para nosotros, que apenas conocemos las escrituras, son difíciles de seguir, pero para un judío instruido, eran evidentes ya que tanto Jesús como los fariseos, escribas, ancianos y saduceos sabían de memoria todos los textos sagrados. Merece la pena leer con detenimiento –yo no la voy a citar aquí– la esgrima escriturística que tiene lugar en la Pascua de la detención de Jesús, en el atrio del Templo. Nos la cuentan los tres evangelios sinópticos (Mateo 21, 23-22, 46; Marcos 11, 27-12, 37; Lucas 19, 47-20, 44). Pero no puedo dejar de citar aquí la que se desarrolla entre Jesús moribundo en la cruz y los jefes de los judíos (Mateo 27, 42-49). Estos dicen entre sí en voz alta, para ser oídos por Jesús: “A otros salvó y a sí mismo no puede salvarse. Si es el rey de Israel, que baje ahora de la cruz y creeremos en él. Ha puesto su confianza en Dios; que lo libre ahora, si es que lo quiere, ya que decía: ‘Soy Hijo de Dios’ ”. Todos los que conocían las escrituras sabían que se estaban refiriendo a un texto del libro de la sabiduría que dice: “... se llama a sí mismo hijo del Señor. [...] ... y se precia de tener a Dios por Padre. Veamos si es verdad lo que dice, comprobemos cómo le va al final. Porque si el justo es hijo de Dios, Él lo asistirá, y lo librará de las manos de sus adversarios. Probémoslo con ultrajes y tortura: así veremos hasta donde llega su paciencia y comprobaremos su resistencia. Condenémoslo a muerte ignominiosa, pues, según dice, Dios lo librará” (Sabiduría 2, 13-20). Esta tentación es muy parecida a la que le propuso Satanás justo antes de empezar su vida pública: “Entonces lo llevó a Jerusalén [el diablo a Cristo], lo puso en el alero del Templo y le dijo: ‘Si eres Hijo de Dios, tírate desde aquí; porque está escrito: Dará órdenes a sus ángeles para que te guarden; te levarán en brazos y tu pie no tropezará en piedra alguna’. Jesús respondió: ‘Está dicho: No tentarás al señor, tu Dios’. Cuando terminó de poner a prueba a Jesús, el diablo se alejó de él hasta el momento oportuno” (Lucas 4, 9-13). La cruz era ese momento oportuno. Tal vez en ese trance extremo Cristo cediese a la tentación de manifestar su poder, pero lo mismo que entonces, resistió la tentación de Satanás. Contestó, eso sí, al sumo sacerdote y a los miembros del Sanedrín con otro texto de las escrituras: “Eloí, Eloí, ¿lemá sabaktaní? (que quiere decir, Señor, Señor, ¿por qué me has abandonado?)” (Marcos 15, 34). Es evidente que éste era un grito desgarrador de la naturaleza humana de Cristo que se sentía horriblemente abandonada. Pero también era un acto de fe en su Padre y una respuesta al Sanedrín, porque este es el principio del salmo 22, que todos sabían de memoria y que acaba diciendo: “Yo viviré para el Señor, mi descendencia le rendirá culto, hablarán de él a la generación venidera, contarán su salvación al pueblo por nacer, diciendo: ‘Esto hizo el Señor’ ”(Salmo 22, 2 y 30-32).
Por otro lado, Jesús se atribuye continuamente atributos y fórmulas que los profetas del el Antiguo Testamento aplican a Dios. El buen Pastor, la Luz, etc. Cualquier judío sabía lo que esto quería decir. Y, sobre todo, Jesús se atribuye la figura de Juez Supremo del hombre y de la Historia. Además de su confesión como el Hijo del Hombre, no hay más que leer la descripción que el evangelio de Mateo hace del Juicio Final, justo antes de su pasión, para darse cuenta de que se presenta como el juez del hombre y de la Historia. Un juicio basado en el amor (Mateo 25, 11-46).
Pero a veces, más que las palabras, hablan las actitudes. Todavía en los primeros compases de la vida pública de Jesús, tal y como nos la cuenta el evangelio de san Mateo, se encuentra el sermón de la montaña. El núcleo de este discurso de Jesús lo forman las Bienaventuranzas que son, efectivamente, un código ético de bondad, amor y humildad. Pero hay en él más cosas. En este discurso, Mateo nos cuenta (Mateo 5, 1-7, 29) cómo Jesús repite hasta seis veces el famoso: “Habéis oído decir… pero yo os digo…”. Estas famosas sentencias vienen a llevar a su cumplimiento, corrigiéndola al alza, nada menos que la Ley dada por el propio Yavé a Moisés. Ningún ser humano podía arrogarse el poder de cambiar o perfeccionar esa Ley. Cristo cambia, el sentido del “no matarás”, del adulterio, del repudio a la esposa, del juramento, del “ojo por ojo” y del amor, no sólo al prójimo, sino también al enemigo. Todo judío sabía que eso sólo podía hacerlo Dios y, quien lo hiciese, blasfemaba. Y Jesús lo hacía “con autoridad, no como los maestros de la Ley” (Mateo 7, 29). Lo mismo ocurre con el perdón de los pecados. La Ley establecía un ritual, prescrito directamente por Yavé y dictado a Moisés, para la expiación de los pecados. Sólo el sumo sacerdote podía hacer esto en representación del pueblo y eso, una vez al año y tras grandes rituales para purificarse él mismo. Pero Jesús, al presentarle un paralítico para que lo cure, le dice sencillamente (Cfr. Mateo 9, 1-8): “Animo hijo, tus pecados te son perdonados”. El juicio de los fariseos que están presentes no se hace esperar: “Éste blasfema”. Y, desde luego, Jesús sabía que iban a pensar eso. Con su actitud se estaba proclamando Dios, tan claramente como si lo gritase. Como última actitud de autoproclamación de Jesús como Dios quiero señalar su reiterada postura de situarse por encima del sábado. También el descanso sabático era algo dictado por Dios a Moisés. El castigo del antiguo testamento por la violación de este mandato era, nada menos, que la muerte. Y reiteradamente, casi provocativamente, Jesús cura en sábado, recoge espigas en sábado, etc. Cuando cura a un paralítico que llevaba treinta y ocho años intentando curarse en la piscina de Betesda, lo hace en sábado. Ante la indignación de los fariseos, les dice: “Mi Padre no cesa nunca de trabajar; por eso yo trabajo también en todo tiempo”. Y, desde luego, esto fue muy bien entendido por los judíos porque “esta afirmación provocó en ellos un mayor deseo de matarlo porque, no solamente no respetaba el sábado, sino que además, decía que Dios era su propio Padre y se hacía igual a Dios” (Cfr. Juan 5, 1-18).
Y qué decir del poder sobre la vida y la muerte. Ya he citado antes algún párrafo al respecto, pero el más poderoso es el diálogo entre Jesús y Marta justo antes de la resurrección de Lázaro. Jesús llega tarde a propósito cuando Lázaro ya ha muerto (Juan 11, 21-27). Cuando se acerca, Marta sale a su encuentro hecha una hiena y le lanza: “Señor, si hubieses estado aquí, no habría muerto mi hermano”. Seguramente la mirada de Jesús la aplacó un tanto, porque añade: “Pero aún así, yo sé que todo lo que le pidas a Dios, Él te lo concederá. [...] Tu hermano resucitará”, le contesta lacónicamente Jesús. Marta, imagino que con un tono del que acepta la muerte pero no se consuela por la fe en la resurrección futura, le dice: “Ya sé que resucitará cuando tenga lugar la resurrección de los muertos, al final de los tiempos”. Convendría tal vez leer aquí la narración que de esa resurrección hace el profeta Ezequiel (Ezequiel 37, 1-14). La omito por brevedad, aunque recomiendo vivamente su lectura. Pero he aquí lo que responde Jesús a esa lejana esperanza: “Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá y todo el que esté vivo y crea en mí no morirá jamás. ¿Crees esto?”. La respuesta de Marta es: “Sí, Señor, yo creo que eres el Mesías, el Hijo de Dios que tenía que venir a este mundo”. Es difícil encontrar algo más contundente. Podremos pensar que el evangelio es todo él una mentira, pero es difícil, si no imposible, pensar que en él se proclama a Cristo como Dios de una manera simbólica y poética. Verdad o mentira, en el evangelio, que como hemos visto ya estaba escrito hacia el año cuarenta, se proclama a Cristo como Dios de una manera contundente, no simbólica ni poética. Los judíos también lo entendieron así y por eso mataron a Jesús. Ahora bien, si el evangelio es una invención o una mentira, tendremos que ver quién se la pudo inventar y para qué. Lo analizaré en el próximo artículo.
28 de febrero de 2010
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