Tomás Alfaro Drake
En artículos anteriores hemos visto que Jesús de Nazaret realmente existió; que lo que sabemos de él no puede ser un mito; que los evangelios presentan a Jesús de Nazaret como alguien que se proclamó Hijo de Dios en un sentido estricto del término, no en sentido figurado y poético. Pero, a fin de cuentas, no siendo un mito, y presentando a Jesús como Dios, lo que sí pudieran ser los evangelios es, lisa y llanamente, una mentira inventada por alguien.
¿Quién se pudo inventar una mentira como el evangelio, en el caso de que lo sea? Dadas las fechas en las que se escribieron –recordemos que hacia el año 40 ya parece que estaba escrito al menos el evangelio de Marcos– únicamente los apóstoles, Pablo incluido, pudieron hacerlo. Aprovecharon la existencia de un pobre hombre ajusticiado por los judíos y tejieron sobre esta figura histórica una “astuta” mentira.
Todos tenemos la experiencia personal de haber mentido alguna vez. Y, ¿por qué mentimos? Evidentemente, para sacar con ello algún provecho. Podemos mentir para que no nos echen del trabajo o para no ir a la cárcel, o para dar una imagen adornada y amable de nuestra personalidad por la que parezca que somos mejores de lo que somos. Pero nadie en su sano juicio mentiría para que le echasen de su trabajo o para que le metiesen en la cárcel o para presentarse a sí mismo como un cobarde o un imbécil. Y, ¿cómo son nuestras mentiras? Todo el que miente busca, ante todo que su mentira sea creíble. Si llego tarde a una reunión importante, no se me ocurre decir que unos dragones me atacaron al salir de casa, me quemaron el traje con el fuego de su aliento y tuve que subir a mi casa a cambiarme. Por último, nadie puede inventarse una mentira superior a sus capacidades. Difícilmente podría yo inventar una historia de la riqueza de las que escribe Jorge Luis Borges, sencillamente, porque no tengo sus dotes narrativas y literarias.
Pasemos la supuesta mentira de los apóstoles por este triple tamiz.
Es evidente que si los apóstoles o Pablo inventaron esa mentira, no sacaron mucho provecho de ella. Todos ellos fueron martirizados, como lo fue ese personaje al que, no se sabe con qué extraña intención, divinizaron. Es decir, siguieron el camino de su invento, murieron por la misma blasfemia que llevó a la muerte a su hombre-Dios inventado. Y no es que la muerte les sorprendiese de repente sin darse cuenta. Ellos mismos se pusieron parsimoniosamente la soga en el cuello empecinándose en una mentira que, con sólo reconocer como tal, les hubiera librado de la muerte. Menuda estupidez. Nadie en su sano juicio lo haría. Claro que siempre cabe la hipótesis de la locura. También la analizaré en este artículo. Pero ocurre además que, incluso para los que se la creyesen, los seguidores de Cristo no salen muy bien parados de su propia invención. Pedro, el que sería su jefe, había traicionado a su maestro. En todo el evangelio aparece como un bocazas impulsivo al que se le va la fuerza por la boca. Todos, sin excepción, habían huido cobardemente en el momento de la detención, salvo el gesto violento de Pedro que se quedó, como casi todo lo que nos cuenta el evangelio que hacía, en agua de borrajas. Los Zebedeos dan una triste impresión cuando discuten con todos sus compañeros sobre quién sería el más importante en el reino de los cielos, o cuando le piden a Jesús que haga llover fuego del cielo para destruir a la ciudad de Samaría que no quiso acogerlos. Tomás es un incrédulo que no admite la resurrección de su maestro. Sinceramente, ¿alguien que escribiese una historia inventada con la intención de que pasase a la posteridad se pondría a sí mismo así? Creo que no. La supuesta mentira no pasa el primer filtro.
Tal vez pase el segundo. Veamos. En palabras llanas, los apóstoles, o Pablo, venían a decir, primero a los judíos y después a los griegos y romanos, que Dios era un judío de carne y hueso crucificado como un criminal. Ni al más estúpido de los judíos se le ocurriría montar semejante mentira. ¿Dios, Yavé, el Altísimo, aquél del que ni siquiera podía pronunciarse el nombre, el que realizó proezas en Egipto para sacar de allí a su pueblo con brazo fuerte y poderoso, era esa piltrafa humana que murió a la vista de todo el pueblo para luego resucitar a escondidas? ¿Qué judío podría creer semejante estúpida blasfemia? Y menos que nadie, los ancianos de Israel, los fariseos, los escribas, los maestros de la ley. Pero si los apóstoles hubiesen decidido inventar una mentira, hubiesen urdido una que pudiese ser creíble, precisamente, para ellos. Podría pensarse que, creyendo imposible convencer a éstos, habría que inventar una mentira creíble por el pueblo, para fomentar la rebelión contra sus jefes, encabezar la revolución y hacerse con el poder, como hizo siglos más tarde Lenin en Rusia. Pero no. Su mentira decía que eran bienaventurados los pacíficos, los misericordiosos, los pobres, los limpios de corazón, los perseguidos; que había que perdonar a los enemigos y poner la otra mejilla cuando te abofeteasen en la primera, etc. ¡Vaya mimbres para tejer el cesto de una revolución! Por si fuera poco, en su relato de divinización de ese pobre hombre que, siempre según la teoría de la invención, fue Jesús de Nazaret, cuando el pueblo quiere coronarle rey, él va, y se esconde. ¿Y que podrían pensar de esto los griegos o romanos? Es cierto que sus mitos –y estos sí son mitos– dicen que Zeus se daba de cuando en cuando un garbeo por la tierra con aspecto humano, o de cisne, o de toro, según le diese. Pero lo hacía para beneficiarse a una humana que le gustaba o por algún otro asunto turbio. Y siempre que bajaba del Olimpo, sacaba tajada. Además, ningún griego ni romano creía que realmente Zeus se hiciese hombre ni toro o cisne. No, simplemente, tomaba momentáneamente esa apariencia. San Pablo ya sabía lo poco aceptable que era Cristo para unos y otros cuando decía que Cristo era escándalo para los judíos y locura para los griegos. Por eso, no es imaginable que se inventase esa patraña. Si escribió lo que escribió, fue porque le pasó lo que le pasó. Que se encontró, ni más ni menos, que con Cristo resucitado y eso dio la vuelta a su vida como un calcetín se vuelve del revés. Le costó años poner en orden sus ideas tras semejante experiencia. Definitivamente, la teoría de la mentira no pasa por este segundo filtro. Nadie podría creer semejante cosa. ¿Por qué, entonces, algunos lo creyeron? Lo veremos más adelante. ¡Atención!, no estoy diciendo que la divinidad de Cristo sea verdad porque sea increíble. Estoy intentando descartar la hipótesis de la mentira de una forma racional porque si fuese una mentira sería un invento urdido por alguno de los seres más estúpidos de la tierra. No, parece que la hipótesis de la mentira tampoco pasa este filtro.
Vayamos al tercero, el de la capacidad literaria y creativa. Empecemos por la capacidad literaria. Cada vez que leo el evangelio, me sorprendo. Es un relato de una sencillez magnífica. Casi tosca, pero magnífica. Un día me di cuenta de que en el Evangelio hay poquísimos adjetivos calificativos. El que quiera que haga la prueba. Que abra el evangelio, cualquiera de los cuatro, por donde quiera. Y que cuente los adjetivos calificativos. Hay páginas y páginas sin uno solo. Luego, que abra un libro de Borges, o del autor que uno quiera. Lo verá lleno de adjetivos que dan color y fuerza al relato. Si dijésemos a Borges, o al escritor que hayamos elegido, que escribiese un libro sin adjetivos calificativos nos mandaría a paseo. Sería como pedirle a un soldado que fuese al combate desarmado y vestido de calle o a un boxeador que saliese al ring con las manos atadas a la espalda. Y ahí están los evangelios, emocionando hasta las lágrimas con su sencillez a personas de todos los tiempos con la parábola del hijo pródigo, o con el episodio de la samaritana, por citar sólo algunos pasajes. O indignándonos con la cobardía de Pilatos o asombrándonos de la contumacia de los fariseos, o estremeciéndonos con la oración del huerto o con cualquier escena de la pasión de Cristo. Hay que reconocer que es demasiado pedir a unos hombres toscos sin ninguna instrucción –Lucas, podría ser, hasta cierto punto, la excepción– y metidos a mentirosos. Si los evangelios se hubiesen escrito en el siglo IV, tal vez algún erudito de la corte imperial de Constantino hubiese podido realizar tal proeza. Aunque seguramente hubiese escrito un libro bizantinamente adjetivado. Pero ya vimos en artículos anteriores que los evangelios sinópticos, los escribiese quien los escribiese, fueron redactados hacia la mitad del siglo I como muy tarde. Pero si conseguir esa proeza literaria es difícil, que decir de la proeza creativa. Cuando leo una novela, sé que las situaciones y los personajes que se pintan en ella no son reales. Sin embargo, me asombra la capacidad de un novelista para inventarse determinadas historias y para construir personajes consistentes y creíbles. Yo, sinceramente, sería incapaz. Sin embargo, ahí están la historia del evangelio y sus personajes. La historia era, si se pretendía hacerla pasar por verdadera, absolutamente increíble. Pero por eso mismo, inventarla hubiese necesitado una dosis de creatividad que ya la quisieran para sí los mejores escritores de ciencia ficción de hoy en día. Pero, además, el código moral de los evangelios es totalmente nuevo, rompedor, inaudito. Cualquier hombre de buena voluntad de todos los tiempos, aunque no crea en Dios ni en Jesucristo, conviene en que es de una altura ética inimaginable. ¿Quién no se pasma ante las bienaventuranzas y todo el sermón de la montaña tal y como puede leerse en el evangelio de san Mateo? Demasiado para un zafio publicano, ¿no? Además, no hay más que leer una novela con más de un siglo de antigüedad para ver que los estilos cambian y que una forma de escribir que podía ser magistral entonces, nos parece ahora pesada, aunque el contenido nos parezca magnífico. Sin embargo, el evangelio, después de dos mil años, sigue siendo un libro de lectura agradable y fácil para todos, eruditos y gente sin instrucción. ¡Cuántos escritores suspirarían por este elixir de la eterna juventud y ese don de llegar a todo el mundo con su escritura! Por tanto, la mentira tampoco pasa el tercer filtro.
Pero antes de decir definitivamente que es irracional pensar que el evangelio fuese una mentira, debemos analizar la hipótesis de la locura. Efectivamente, un loco puede inventarse una mentira que no pase ninguno de los filtros anteriores. Ese loco podría haber sido el propio Cristo o todos sus seguidores. Pero entonces el cristianismo hubiese sido una religión de chiflados. Y no es eso lo que atestigua fehacientemente la historia de los primeros cristianos (ni de los cristianos de ninguna época de la historia). Los primeros cristianos (y muchos de todos los tiempos) se dejaban (y se dejan) matar y gastaban (y gastan) su vida por el evangelio, pero no eran (ni son) locos suicidas. Se dejaban (y se dejan) matar por Cristo, por amor a Él. Como todo ser humano, querían vivir y salvarse de la muerte y podían hacerlo con tan sólo apostatar. Pero no lo hacían y el precio era la muerte. Como todo ser humano, les gustaba una vida cómoda y “realizada”. Pero deban su vida a una misión oscura y hasta despreciada. Y estas cosas no las hicieron sólo la primera camarilla de los discípulos de Cristo, sino personas que no le habían conocido personalmente, sino sólo a través del fuego, el amor y la fuerza con que hablaban los apóstoles de lo que habían visto. Los apóstoles salieron con intrepidez a proclamar a Cristo resucitado. Y lo hacían acompañados de un ejemplo de caridad y de amor mutuo impresionante. “Ved cómo se aman”, decían de ellos los paganos. Y era ese fuego, esa intrepidez y ese ejemplo el que convertía a miles de personas cuerdas y sanas de todas las clases sociales y de toda condición, raza, sexo, cultura, posición. A esto se le llamaba proclamar el kerigma. Durante los veinte siglos transcurridos desde entonces, todavía hoy, y seguramente dentro de veinte siglos, ha habido, hay y habrá cristianos que lo sigan proclamando con la misma fuerza que los apóstoles. El mito de que el cristianismo, en el siglo I, sólo prendió entre los desheredados es falso. Sabemos que parte de la familia del emperador Vespasiano se convirtió. Filósofos, médicos, artistas, romanos, griegos, judíos, ricos y, también, gente desheredada, pero no sólo, formaban la hornada de cristianos inmediatamente posterior a los apóstoles. Era una marea incontenible que enseguida llamó la atención de los emperadores que intentaron en vano contenerla a sangre y fuego durante tres siglos. Ya al principio del siglo IV se cree que los cristianos suponían el 10% de la población del Imperio Romano. Fue la astucia política, no la conversión al cristianismo, lo que indujo a Constantino a proclamar el edicto de tolerancia en el 313. Unos años más tarde, Juliano el apóstata, quiso dar marcha atrás al proceso de cristianización y no pudo. Se dio cuenta de la red de ayuda y asistencia social creada por los cristianos y quiso imitarla, creando la primera versión del Estado del bienestar. Por supuesto, fracasó estrepitosamente. ¿Puede esto ser fruto de la invención de uno o varios locos? No parece muy plausible ni racional creerlo así.
Entonces, si Jesús de Nazaret existió, si su historia no es un mito, si se presentó como Dios encarnado, si lo fue ni mentira ni locura, ¿cuál puede ser la explicación? Antes de contestar a esta pregunta de la forma más razonable posible, voy a dedicar el próximo artículo al hecho fundamental del anuncio del cristianismo, del kerigma: la resurrección de Cristo.
7 de marzo de 2010
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