28 de marzo de 2010

La fe en Cristo VII: ¿Cristo sí, Iglesia no?

Tomás Alfaro Drake

Es esta una frase que, no sólo se oye mucho hoy día, sino que impregna la forma de actuar de mucha gente, incluso creyentes. Hasta entre los creyentes practicantes hay como una especie de conciencia culpable hacia la Iglesia, que les lleva a avergonzarse de ella. La gran pregunta es: ¿Tiene algo que ver la Iglesia católica del siglo XXI con este Cristo al que he tratado de ir dibujando en los artículos anteriores? Uno puede entrar en la polémica –dentro de unas líneas entraremos en ella– acerca del comportamiento histórico de esta institución en sus veinte siglos de existencia. Pero eso sería desenfocar el problema. Sería como si en una empresa se juzgase a su Presidente por lo simpático que es en vez de por su eficiencia a la hora de dirigirla. Desde luego que ser simpático es también una cosa buena para el Presidente de cualquier empresa, pero este rasgo no es, ni de lejos, el más importante para juzgarle. Lo mismo pasa con la Iglesia. Debemos también considerar su actuación humana en la historia, pero lo importante no es eso. Lo importante es, lo primero de todo, preguntarse si cuando la Iglesia actúa en este mundo en su función espiritual, representa a Cristo. Si la respuesta a esta pregunta es no, todo lo demás sobra. La Iglesia sería sólo una institución humana más como lo podría ser el Estado alemán o la ONU. En segundo lugar, y únicamente si hemos respondido sí a la primera pregunta, debemos preguntarnos cómo lo está haciendo la Iglesia en esa faceta espiritual. Y sólo en tercer lugar, cómo lo hace en su actuación humana en la historia. Este será el orden que siga en este artículo.

¿Representa la Iglesia a Cristo? Para contestar a esta pregunta hay que hacer otras dos. Primera: ¿Fundó Cristo a la Iglesia? y, segunda: ¿Le dio un poder para representarle? Un no a cualquiera de estas cuestiones, dejaría a la Iglesia reducida a una mera institución humana y, por tanto, sólo la tercera pregunta del párrafo anterior sería relevante.

No se trata en estas líneas de hacer una exégesis completa del Evangelio, pero bastan algunos pasajes para contestar a la primera de las preguntas de este párrafo. Voy a citar sólo una parte del pasaje llamado “la confesión de Cesarea” del Evangelio según san Mateo: En un aparte, tras la multiplicación de los panes y los peces, Jesús les pregunta a sus discípulos quién dice la gente que es él. Ante la vaguedad de las respuestas, les pregunta, directamente, sin ambages, a ellos mismos: “Y, vosotros, ¿quién decís que soy yo?” Es Simón Pedro quien toma la palabra y le dice a Cristo: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”. Jesús, tras bendecirle, le dice: “Yo te digo: tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no prevalecerá contra ella”.

La segunda pregunta del párrafo anterior era si Cristo dio a esa Iglesia poder para representarle. La respuesta es más evidente que la primera. La misma escena de la confesión de Cesarea, continúa: “Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo”. Esto se repite, casi textualmente, en el Evangelio de Juan. La misma tarde de su resurrección, Jesús se aparece a sus discípulos –excepto a Tomás, que estaba ausente–, reunidos en el cenáculo y les dice: “Recibid el Espíritu santo. A quienes les perdonéis los pecados les serán perdonados, a quienes se los retengáis, les serán retenidos”. Juan repite, otra vez, y esta vez a Pedro sólo, el mismo encargo. Ya resucitado, después, por tanto, de la triple negación de Pedro, se les aparece a orillas del lago de Genesaret y le hace al mismo Pedro la misma pregunta tres veces. “Pedro, ¿me amas?” Pedro no puede por menos que recordar su triple negación ante la triple pregunta y responde que sí las tres veces, aunque en la última, un poco descorazonado, se entrega a la misericordia de Jesús y le dice humildemente: “Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo”. Las tres veces le responde Cristo: “Apacienta mis ovejas”. Estas citas pueden parecer tan sólo un don que Cristo da a sus apóstoles, algo así como una fuerza especial que les dará poder para representarle si así lo desean. Pero en otro pasaje, este don toma un carácter imperativo, no es una opción, es una orden. Son, además, las últimas palabras que Cristo dice a sus discípulos: “Id por todo el mundo y proclamad la buena noticia a toda cristura” nos dice Marcos que les dijo y san Mateo: “Poneos, pues, en camino, haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos para consagrarlos al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, enseñándoles a poner por obra todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo. ¿Cómo va a estar presente Cristo todos los días en el mundo? También hay una orden explícitamente imperativa en este sentido: “Tomad y comed, esto es mi cuerpo. [...] Bebed todos de ella, porque esta es mi sangre, sangre de la alianza, que se derrama por todos para el perdón de los pecados”. San Juan nos cuenta también, en la última cena, cómo Cristo da autoridad a sus apóstoles para saber aplicar y salvaguardar a lo largo de la historia el depósito que les daba, su mensaje, su enseñanza y sus sacramentos: “El Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, hará que recordéis todo lo que yo os he enseñado y os lo explicará todo8. [...] Tendría que deciros muchas cosas más, pero no podríais entenderlas ahora. Cuando venga el espíritu de la verdad os iluminará para que podáis entender la verdad completa”.

No cabe duda, a la vista de todo lo anterior –y conviene recordar la verosimilitud del Evangelio a la luz de artículos anteriores–, que, respondiendo a la primera cuestión fundamental, cuando la Iglesia actúa en este mundo en su función espiritual, representa a Cristo, su fundador, actúa con un poder conferido por él y cuenta con el apoyo del Espíritu Santo. Pero dejemos un poco de lado el apoyo escriturístico y pensemos con lógica humana. ¿Alguien se tomaría la molestia de iniciar una actividad que el cueste un enorme esfuerzo –toda una vida– para, después de puesta en marcha abandonarla a su suerte? ¿No sería enormemente más lógico que, si una vez iniciada la empresa tuviésemos que irnos dejásemos a unas personas encargadas de llevarla a término, así como algún tipo de manual y la posibilidad de comunicación y petición de consejo? Si esto es lo lógico según la mente humana, ¿debe extrañarnos que Dios haya actuado así?

Pasemos ahora a la segunda cuestión fundamental: ¿cómo lo está haciendo la Iglesia en esa faceta espiritual? Permítaseme un pequeño análisis numérico. Desde que Cristo fundó su Iglesia, han pasado unas sesenta generaciones. En este lapso de tiempo, la Iglesia a pasado de unos quinientos seguidores a más de dos mil millones de cristianos en el mundo –incluyo también a protestantes y ortodoxos– que conocen la palabra de Cristo y la ponen en práctica con mayor o menor diligencia o, al menos lo han hecho en algún momento de su vida. Esto supone un crecimiento acumulativo del 30% por generación. Es cierto que este crecimiento se ha producido de forma desigual a lo largo de la historia pero, como promedio, no está nada mal. Y, ¿cómo ha sido posible esto? Gracias a la Iglesia. ¿Alguien duda que, si no hubiera sido por ella, el recuerdo de Cristo no pasaría de ser hoy día tan difuso como el de Heráclito o Parménides? Su figura, nacida en un anónimo rincón del imperio romano, se hubiese difuminado rápidamente hasta no ser nada. Y desde luego, lo mismo hubiera pasado con su mensaje. ¿Alguien creería hoy día en la genuina humanidad y divinidad de Cristo si no fuese por la Iglesia? ¿Alguien conocería la parábola del hijo pródigo o la del buen samaritano o el perdón a la mujer adúltera? Me atrevo a decir que nadie. Y sin embargo hoy, además de los dos mil millones de cristianos, muy pocos de los casi siete mil millones de habitantes del planeta no han oído hablar de Cristo. Y, hoy, dos mil años después, sigue habiendo sucesores de aquellos apóstoles, que le hacen presente todos los días en la Eucaristía y lo cuidan en millones de sagrarios, que perdonan en su nombre, que bautizan, que bendicen los matrimonios, que llevan consuelo físico y espiritual a los hambrientos, enfermos y moribundos, que abrazan a los que sufren en el nombre de Jesús. En todos los husos horarios hay, en todo momento, sacerdotes pronunciando las palabras que Cristo ordenó que se pronunciasen para hacerle presente y anunciando el reino de los cielos. Muchos agoreros han anunciado muchas veces en la historia el fin inminente de la Iglesia. Pero seguirá habiendo sacerdotes y la Iglesia seguirá haciendo presente a Cristo, guiada por el Espíritu Santo, todos los días hasta el fin del mundo y “el poder del infierno no prevalecerá sobre ella”, porque él mismo nos lo prometió. De hecho, en estos veinte siglos, ya ha sufrido muchos ataques del poder del infierno y sigue viva y enérgica. ¿No es esto un imponente milagro? ¿Podría haberse hecho mejor? Indudablemente. Todo puede hacerse siempre mejor. Pero también podría haberse hecho mucho peor. No voy a poner una nota, pero sí diré que apruebo su gestión del mandato de Cristo. Muchos hombres desean ardientemente la muerte de la Iglesia, pero desde aquí les auguro su fracaso.

Ahora, y sólo ahora, podemos abordar la tercera cuestión de cómo ha sido la actuación de la Iglesia en la historia humana. Desde la Ilustración parece que se ha convertido en una moda en Occidente denostar a la Iglesia, presentándola como una institución perversa, que obstaculiza el progreso material, cultural y científico de la humanidad. “¡Aplastad a la Infame!”, proclamaba Voltaire refiriéndose, naturalmente, a la ella. Esto se ha llevado hasta el punto de crear una auténtica de leyenda negra que la propaganda antiiglesia durante los siglos pasados que ha calado de forma acrítica en la mentalidad de muchos hombres. Esta leyenda, como toda leyenda, no es del todo falsa, sino que tiene algo de verdad. Su falsedad estriba, como casi todas las falsedades creíbles, en tomar esa pequeña parte de verdad por el todo. Es evidente que la Iglesia está formada por hombres pecadores y que éstos, desde el Papa hasta el último de los católicos que formamos la Iglesia, se pueden equivocar y pueden hacer el mal. Lo hemos hecho muchas veces a lo largo de la historia y, seguramente, lo seguiremos haciendo, porque no estamos libres de las secuelas del pecado original. Precísamente en este momento histórico es cuando más parece que pecados espantosos de algunos de sus miembros, están ensuciando el rostro de Cristo que la Iglesia debe reflejar.

Pero, dirán algunos, ¿no son el Papa y la Iglesia, en comunión con él, infalibles? El dogma de la infalibilidad del Papa bajo la guía del Espíritu Santo, promulgado como tal en el siglo XIX viene, precisamente a clarificar en qué campos y situaciones existe o no existe esa infalibilidad. La dirección del Espíritu Santo sobre la Iglesia, y por lo tanto su infalibilidad cuando está bajo esta guía, es algo que, como se ha visto anteriormente, está explícitamente dicho en el Evangelio y que todo el pueblo de Dios ha creído desde el principio. Lo que hace el dogma de la infalibilidad que, desde luego, ha sido tergiversado malintencionadamente por esa propaganda antiiglesia, es precisamente deslindar dónde está el límite de esa infalibilidad fuera del cual el Papa se puede equivocar como cualquier mortal. Y a fe que muchos Papas lo han hecho y que los ha habido malos y moralmente reprobables. Sin embargo –y esto me parece muy importante– jamás, y repito, jamás a lo largo de toda la historia de la Iglesia, un Papa, por pésimo que haya sido su comportamiento moral, ha usado esa infalibilidad para justificar como buena su conducta personal. No de todas las religiones se puede decir lo mismo. Piénsese si no en Lutero o en Mahoma.

Quedamos entonces en que la Iglesia, como organización formada por hombres pecadores que es, se puede equivocar cuando actúa o se pronuncia fuera del ámbito del dogma y la moral, que es al que se circunscribe, e incluso en estos casos con condiciones, su infalibilidad. Por esos errores y pecados de la Iglesia, el Papa Juan Pablo II pidió perdón, algo que tampoco es nada corriente en otras religiones u organizaciones humanas. Y en estos días, Benedicto XVI está dando una lección de cómo se pide perdón por pecados horribles de algunos sacerdotes, al tiempo que se ponen los medios para que eso no ocurra más.

No seré yo, por tanto, quien gaste una sola línea en defender los errores y pecados que sean indefendibles. Pero sí que quiero puntualizar algunas cosas sobre determinados errores y pecados de la Iglesia que, o bien son falsos, o bien están amplificados o distorsionados hasta convertirlos en una caricatura. El primero es la supuesta oposición entre la Iglesia y la ciencia. Digo categóricamente que esa oposición ni existe ni ha existido nunca. La bandera de la propaganda contra la Iglesia en este campo, es el caso Galileo. Sobre este caso no voy a decir nada aquí, pues quien quiera puede leer la entrada que hice el 2 de Febrero del 2009 en este blog sobre este tema. Fuera de esto, nunca y, repito, nunca, ha habido ninguna oposición entre la ciencia y la Iglesia. Sí que ha habido, en cambio, múltiples aportaciones al avance científico por parte de las personas que la forman, laicos y sacerdotes. Ninguna teoría científica probada, y subrayo lo de probada –desde luego no la teoría heliocéntica ni la de la evolución, que son las dos banderas de esta leyenda negra– ha merecido nunca la oposición de la Iglesia. Y sin embargo, los jesuitas, casi desde su fundación, han sido una fuerza impulsora de la ciencia. El Colegio Romano, una de las primeras fundaciones de los jesuitas, fue cuna de numerosos investigadores en astronomía. Ellos fundaron los primeros observatorios astronómicos del mundo y cuando la orden fue suspendida en el siglo XVIII, la mitad de dichos observatorios, incluido el imperial de China, estaban regidos por ellos. La moderna genética debe su nacimiento al monje agustino Gregor Mendel en el siglo XIX. La teoría del Big Bang tiene su primer inspirador en el sacerdote belga Georges Lemaître en el siglo XX. El calendario hoy en día vigente en todo el mundo, menos en el Islam, lleva el nombre de gregoriano por el Papa Gregorio XIII que fue el impulsor de la investigación astronómica que lo definió en 1582. La Unión Soviética fue el último país occidental en admitirlo, muy a su pesar, en 1918. La lista de científicos católicos, religiosos o laicos, que han hecho aportaciones importantes a la ciencia es, sencillamente interminable. Haría de este artículo algo tedioso e insoportable. A título de anécdota diré que sin el benedictino Pierre Dom Perignon, en el siglo XVII, hoy no disfrutaríamos del Champagne, por no hablar de otros digestivos como el Chartreuse o el Benedictine, inventados también por monjes, y sin el franciscano Luca Pacciolli, en el siglo XV, la contabilidad por partida doble, que está en la base de todo el mundo de los negocios, hubiese tardado mucho tiempo en inventarse. De forma que también los gourmets y los empresarios están en deuda con la Iglesia.

Pero todo esto no es más que casuística. La cosmovisión judeocristiana está en la base misma de la ciencia. Sin ella, la ciencia no hubiese aparecido o lo hubiese hecho siglos más tarde. En efecto, sólo la tradición judeocristiana admite que el mundo material es algo bueno. Desde el primer capítulo del Génesis, en el que se narra la creación, a cada acto creador de Dios, la escritura repite: “y vio Dios que era bueno”. Cierto que el pecado vino a romper el equilibrio de ese mundo bueno, pero el mundo no dejó de ser bueno por ello. Dios se encarnó en Cristo, precisamente para restaurar ese equilibrio a través de, y tras la, historia humana. Los cristianos esperamos una tierra nueva y unos cielos nuevos, redimidos de las consecuencias nefastas del pecado, pero materiales, restauración de este cielo y esta tierra. Y no sólo se restaurarán el cielo y la tierra materiales, sino que nuestros mismos cuerpos resucitarán en la resurrección de la carne que los católicos proclamamos en el Credo y que está prefigurada en la resurrección de Cristo. Sólo en una sociedad imbuida por una religión que cree en un mundo real y bueno, regido por unas leyes sabias instauradas por Dios puede aparecer algo como la ciencia. Porque sólo en una sociedad así puede haber gente dispuesta a estudiar la naturaleza. De hecho, todos los primeros científicos –Copérnico, Kepler, Galileo o Newton, por citar algunos– eran profundamente creyentes. Y éstos, seguramente no hubieran iniciado su búsqueda sin el antecedente de un san Alberto Magno o un Roger Bacon –no confundir con Francis Bacon–, los primeros naturalistas, o sin un santo Tomás, padre de un edificio filosófico llamado la teología natural, impresionante síntesis entre el logos griego y el dogma cristiano. Es perfectamente lógico pensar que no es por casualidad que la ciencia –el afán de conocer las leyes por las que se rige el mundo material– aparezca en una sociedad con una cosmovisión como la cristiana. Sólo esta tradición podía recoger la tradición griega de saber la esencia de las cosas. Pero, en el momento del advenimiento del cristienismo esa curiosidad griega parecía haberse agotado en un pesimismo existencial. Una vez puesta en marcha la ciencia en una sociedad cristiana, no antes, ésta puede continuar avanzando impulsada por científicos –sólo una parte de ellos– que puedan no creer en Dios. Por el contrario, en las tradiciones religiosas orientales, como el hinduismo y el budismo, el mundo material no es sino un engaño de los sentidos para encadenarnos y cada hombre debe liberarse de él y hacerlo desaparecer. ¿Cómo podría enraizar en una cosmovisión así el afán por conocer las leyes que rigen ese mundo material?

Otro punto de la leyenda negra de la Iglesia es el de la Inquisición. Como he dicho anteriormente, no voy a gastar ni una palabra en defender a la Inquisición. Juan Pablo II pidió perdón por sus lamentables acciones y yo me sumo a esa petición. Pero pediré perdón sólo de las cosas malas que hizo, que son muchísimas menos de las que le atribuye esta leyenda negra que se quiere hacer caer sobre la Iglesia. En este blog, en fecha 24 de Enero del 2008 publiqué una entrada bajo el título “Sobre la Inquisición” en la que dije lo que debía decir, y no voy a repetirlo aquí.

Pío XII tampoco se libra de una buena sarta de mentiras de las que ya hablé también en este blog el 12 de Agosto del 2007.

Pero no podría terminar estas líneas sobre la acción de la Iglesia en la historia humana limitándome a negar o puntualizar las mentiras o generalizaciones indebidas llevadas a cabo por la leyenda negra antiiglesia. Quiero terminar dando algunos insignificantes detalles sobre la inmensa cantidad de bien que la Iglesia ha hecho al mundo. No es casualidad que el respeto a la vida y la dignidad humanas hayan surgido, fundamentalmente de la tradición judeocristiana. Se basan en la creencia de que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza y que, por tanto, todos los hombres somos hermanos, hijos del mismo Padre y tenemos, por tanto, idéntico derecho a la vida y la dignidad. Ni en Grecia, ni en Roma, ni en ninguna otra cultura ha existido este convencimiento. De ahí se derivan, en última instancia, los derechos humanos posteriormente secularizados. El infanticidio era una práctica habitual en Roma. El efecto civilizador de la Iglesia sobre los pueblos germánicos y normandos conquistadores de Europa es algo que no puede negar ningún historiador serio, sea del signo que sea. Durante siglos la Iglesia ha sido la sanidad y la educación públicas. Y hoy, aún en el siglo del llamado “Estado del Bienestar” lo sigue siendo en gran medida. Cuando han aparecido en la historia reciente de Occidente dos neopaganismos como el nazismo y el comunismo, todos los derechos humanos han sido pisoteados. Y en el siglo XX y XXI, un nuevo neopaganismo ilustrado está perpetrando, bajo la forma del aborto, el mayor holocausto de la historia.

En el campo del arte, el impulso dado por el cristianismo a las bellas artes, en todas sus vertientes, es algo también innegable. Una parte inmensa de las obras de arte –en todas sus formas– de los últimos veinte siglos, tiene un sentido sagrado.

Por último, si hoy en día alguien conoce el sitio en el que habitan las personas más desheredadas del mundo, con las que nadie quiere pasar una hora, encontrará allí, seguro, a alguien que se dice católico, muy probablemente un religioso o una religiosa, que no dedican una hora o unos años a esos desheredados, sino que les entregan toda la vida. Y si se les pregunta por qué lo hacen, sin duda nos dirán que porque ven en ellos al mismo Cristo que nos ha dicho que si damos de beber o de comer o vestimos a alguna de esas personas, a él se lo hacemos. Y si les preguntamos de dónde sacan la fuerza para ello, con seguridad nos dirán que de la Iglesia y de sus sacramentos que ellos mismos llevan y con los que hacen presente a Cristo allí donde están además de “enseñar a pescar” a las gentes a las que entregan su vida.

Así pues, y concluyendo: Lo de Cristo sí Iglesia no, es una incongruencia, porque Dios quiso permanecer en el mundo encarnado y hecho hombre en Cristo, a través de su Iglesia. Él la fundó, le dio poder para representarle, le garantiza su asistencia a través de los siglos para que ella le pueda hacer presente en el mundo hasta el fin de los tiempos mediante los sacramentos instituidos por él. Quiso que la Iglesia fuese su Cuerpo Místico. ¿Cómo puede ser lo de Cristo sí, Iglesia no? Además, la Iglesia lo está haciendo francamente bien en su misión espiritual y, mal que les pese a los instigadores de la leyenda negra, también lo esta haciendo bastante bien en la historia humana, aunque en este aspecto de su existencia haya tenido, está teniendo en estos días y segura y desgraciadamente los siga teniendo, gravísimos fallos.

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