Tomás Alfaro Drake
Creo que este escrito del converso italiano Giovani Papini, sirve muy bien de colofón, junto con “la religión del escándalo” de mi penúltima entrada, a la serie sobre la fe en Cristo que he terminado de publicar.
***
Estoy en mi rústico gabinete. Por dos partes me rodean los libros; por las otras dos, los montes. Imágenes de mi vida transcurrida entre el hablar de los montes y el murmurar de las plantas. La tarde se apresta a apagar el mundo: cada día distinta, cada día más bella. El gris ceniciento de los crepúsculos de otoño invade ya las abruptas laderas, más allá, en lo alto, ¡qué esplendor de grises, de rosáceos, de cerúleos! Si no fuese por los golpes secos del hacha que me hieren el corazón –mañana habrá un árbol vivo menos–, no tendría con qué alimentar mi voraz melancolía.
Para muchos el mundo es feo. Con frecuencia somos nosotros los feos por dentro y, con frecuencia, vemos nuestra fealdad reflejada en el mudo. Cierta vez un ser en figura de hombre me confesó su odio por el campo. Desconfiad de aquél que odia la soledad: demuestra que su compañía le es odiosa. Desconfiad de aquel que no ama al campo: demuestra que tiene miedo a Dios.
Tiene miedo de un testimonio demasiado veraz para ser hábilmente rebatido. Tiene miedo de reconocer a Dios en sí mismo, en aquel silencio inmenso y reverente que no permite ficciones, subterfugios, escapatorias. ¿Es posible acaso mentir al cielo, al desierto, a la noche?
Pon a un lado las filosofías del espíritu –pobres signos sin conexión con el aliento del alma, con la infinita riqueza del espíritu, y prueba a gritar delante de cualquier pedazo de la Creación que esta maravillosa máquina se rige por un milagro constante de coincidencias, de átomos, de mónadas, de espíritus.
Dios responde: no procurarías mi muerte si tú no supieses que yo estoy vivo, el Dios de los Vivientes.
Si Dios no existiese, tú mismo, que lo niegas, no existirías. Para negarlo has de recurrir al pensamiento, a las palabras: mas en el primer ejercicio de tu pensamiento, Dios ya está presente, y la primera palabra que pronuncias contiene, sin que tú lo adviertas, la afirmación de Dios. De Dios no se escapa: si lo afirmas, le amas; si quieres suprimirlo, le reconoces. Cualquier cosa que digas no haces más que hablar de Dios. ¿Y de qué otra cosa podría hablarse sino de Dios? Cualquier otro discurso en ininteligible, porque donde no se presupone, el ser y la ley, se emiten sonidos sin sentido, y el ser y la ley no son cogitables fuera de la divinidad.
Hay muchos que prueban la existencia de Dios con razonamientos y silogismos. Los escucho y los venero, puesto que las pruebas convienen a los desmemoriados e iluminan a los convencidos, mas los pensamientos más persuasivos de la existencia de Dios los encuentro en los mismos discursos de los ateos.
Estos creen que niegan a Dios mientras confiesan haberlo perdido. Temen a Dios y se jactan de haberle dado muerte con la esperanza de haber sofocado su temor. Ya no lo sienten más dentro de sí, y esa interna soledad los hace salir fuera de sí. Se aterrorizan de sus mandamientos, de su poder, de su omnisciencia. O bien están tan obcecados por la turbulenta sensualidad, que no saben reconocerlo. Y entonces, como librados de una cruel vigilancia, de un gran peso, van proclamando que Dios ha sido abolido, superado, muerto. Tiemblan ante la idea de su retorno: y de este temblor está hecho su ateísmo.
Tú no me buscarías si no me hubieses encontrado, dice el Dios de Pascal. No procurarías mi muerte si no me hubieses sentido vivir, dice el Dios de los ateos.
Para probar la existencia de las cosas, la excogitación de los negadores constituye el más valioso contrafuerte de la fortaleza tomista. Todos los caminos que los ateos recorren precipitadamente, enajenados por el miedo a Dios, conducen a la aniquilación del pensamiento, a la inanición del alma. Quienes siguen sus pasos sólo pueden elegir entre la nada y el retorno. Muchos, no muy hábiles en reconocer a la muerte bajo los falsos andrajos de las palabras, juegan inconscientemente al borde del abismo; los otros, aquellos que tienen ojos y ven, que tienen oídos y oyen, retornan a aquella puerta estrecha que introduce al divino cerco de las verdades eternas.
Por ello, les debemos toda nuestra gratitud a los ateos: son los esclavos de la Jerusalén cristiana. ¿Y de qué mejor manera podríamos expresarles nuestra gratitud sino llamándolos a la verdadera patria, de la cual, aunque desertores y prófugos, son ciudadanos? Librándolos del temor de Aquél que los persigue por amor.
¿Por qué no brotan de mis labios aquellas palabras brillantes que son en sí mismas tan encantadoras? ¿Existe otra lengua que, a diferencia de esta, no sea aún demasiado terrosa como para componer los cantos que ablandan la dureza de los corazones y vencen la repugnancia de los entendimientos? ¿La lengua que debería hablar Adán en el paraíso, pletórica de luz y de suave perfume, que sólo puede expresar verdad, amor, adoración; hecha de palabras válidas para la tierra y el cielo; mezcla de cielo y de tierra; de palabras que enamoran a las almas y las elevan hasta el cielo mediante una íntima y firme concordia?
Pero nuestras lenguas se resienten, como toda obra humana, de la enervación de la Caída. No son más que receptáculos de plomo para diamantes soñados. Entre mis manos no tengo más que arena; la hago deslizar entre mis dedos, al sol, y parece que irradia luz.
Pero al morir el día no es más que polvo ceniciento que el viento esparce.
16 de mayo de 2010
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