8 de mayo de 2010

La fe en Cristo VIII La religión del escándalo

Tomás Alfaro Drake

El 28 de Marzo publiqué "La fe en Cristo VII; ¿Cristo sí, Iglesia no?". Interrumpí la serie para abordar el tema candente de los casos de pederastia entre algunos sacerdotes. Seguiré con este tema en sucesivas entradas, pero no quiero dejar para más tarde la publicación de la última entrega de esa serie. Ahí va:


Al final de este recorrido para sopesar con la razón lo que las creencias cristianas y la Revelación nos dicen, seguramente nos asalte una duda. Es cierto que cada paso dado, de la mano de la razón, nos hace ver que es lo más razonable creer que Jesucristo es Dios encarnado, tal y como nos lo presentan los evangelios. Pero el final del camino, si se toma en serio el punto de llegada, da vértigo. Dios, el Todopoderoso, el Altísimo, creador del inmenso universo, ¿se ha encarnado realmente en una mujer? ¿Realmente se ha hecho hombre por amor al género humano, por amor a mí? Un ateo recalcitrante, Jean Paul Sartre, lo explica tal vez mejor que muchos creyentes:

“¡Un Dios transformarse en hombre! ¡Que idiotez! No veo qué podría tentarle en nuestra condición humana. Los dioses viven en el cielo, ocupados en gozar de ellos mismos. Y si decidiesen descender entre nosotros, lo harían bajo alguna forma brillante y fugaz, como una nube púrpura o un relámpago. ¿Se cambiaría un Dios en hombre? El todopoderoso, en el seno de su gloria, ¿contemplaría a estas pulgas que pululan sobre la vieja costra de la tierra y que se revuelcan en sus excrementos y diría: quiero ser uno de esos gusanos? No me hagas reír. ¿Un Dios rebajarse a nacer, a vivir nueve meses como una fresa de sangre? [...]. Si un Dios se hubiese hecho hombre por mí, le amaría con exclusión de todos los demás, habría como un lazo de sangre entre él y yo y no tendría suficiente vida para demostrarle mi agradecimiento ”.

Esa es la contradicción. La razón acepta cada paso, pero el conjunto, el camino total la excede. Porque el razonamiento la lleva a encontrarse de manos a boca con el misterio. El misterio no es algo irracional, que va contra la razón. Es algo suprarracional, que supera la razón. Y si, tras la Encarnación de Dios –no una encarnación en alguien glorioso, sino en un niño pobre de un país remoto y marginal–, nos enfrentamos con la pasión, el vértigo se centuplica. Dios, no sólo no viene bajo alguna forma brillante y fugaz, como una nube púrpura o un relámpago, sino que viene en la pobreza, para vivir una vida dura de hombre y morir ajusticiado. El misterio último es, ¿por qué? ¿Por qué un Dios haría eso por estas pulgas que pululan sobre la vieja costra de la tierra y que se revuelcan en sus excrementos y diría: quiero ser uno de esos gusanos? Y ese misterio sólo tiene una respuesta: el amor. El misterio, aunque sea el final de un razonamiento lógico, no se puede comprender desde la lógica, sólo se puede contemplar con asombro. Einstein –que no era ateo sino un deísta asombrado–, que se acercó al borde del misterio del universo, nos lo explica:

“La experiencia más bella que podemos tener es sentir el misterio [...] En esa emoción fundamental se han basado el verdadero arte y la verdadera ciencia [...] Esa experiencia engendró también la religión [...] percibir que tras lo que podemos experimentar se oculta algo inalcanzable a nuestro espíritu, la razón más profunda y la belleza más radical, que sólo son accesibles de modo indirecto –ese conocimiento y esa emoción es la verdadera religiosidad”.

En esto, tal vez, nos ganen los ateos. El ateo no cree. Para él, creer es escandaloso. Pero si creyese, sentiría ese asombro reverente que tan bien nos describe Sartre. Algunos hasta sienten la nostalgia de la fe. Los creyentes, en cambio, hemos intentado, demasiado a menudo, domesticar el misterio, hacerlo pequeño, a nuestra medida. A fuerza de costumbre nos parece natural, lo vemos como algo monótono y cotidiano que hemos aprendido de memoria desde pequeños, no nos produce escándalo. Ya no es misterio y no nos produce el sobrecogimiento que le producía a Einstein ni el asombro que nos cuenta Sartre. Casi casi, nos hemos acostumbrado a menospreciarlo. No estaría de más que de vez en cuando nos dijésemos, como Sartre: “¡Un Dios transformarse en hombre! ¡Que idiotez!” o “No me hagas reír. ¿Un Dios rebajarse a nacer, a vivir nueve meses como una fresa de sangre?”. Nosotros no. Y eso que nuestros motivos de asombro son muchos más, pero nos hemos blindado contra él. ¿Un Dios que ha vivido una vida como la nuestra? ¿Qué ha tenido las frustraciones que hayamos podido tener nosotros? ¿Que ha tenido miedos y angustias como los nuestros? ¿Que ha sentido la soledad, el abandono, el desprecio? ¿Que se ha dejado torturar para que podamos, tú y yo, unir nuestro sufrimiento al suyo? ¿Que ha sentido nuestras propias angustias, miedos y sufrimientos? ¡Venga ya! Y no acaban ahí nuestros motivos de asombro: ¿Un Dios que ha querido quedarse en medio de nosotros bajo la apariencia de pan y vino? ¿Qué ha dado poder a algunos hombres, para que le ordenen venir indefenso a la tierra? ¿Qué nos perdona siempre e incondicionalmente con sólo arrepentirnos de nuestros pecados ante un hombre pecador y miserable como nosotros? ¿Un Dios al que podemos rezar sabiendo que nos escucha y nos consuela? Deberíamos escandalizarnos cada día y, tras el escándalo, tras el vértigo, poder volver a recorrer hasta el misterio el camino de la razón iluminado por una fe sobrenatural y poder decir, desde le libertad, llenos de asombro: ¡Señor mío y Dios mío! Entonces le podríamos amar como dice Sartre que le amaría si creyese en Él, con exclusión de todos los demás dioses de todos los ídolos que reclaman nuestro amor. Entonces podríamos dejarle crear ese lazo de sangre entre él y nosotros. Entonces nos daríamos cuenta de que no tenemos suficiente vida para demostrarle nuestro agradecimiento, de que aunque le diésemos hasta el último aliento, hasta la última gota de nuestra sangre, no podríamos comprar ni una gota de la suya. Entonces apreciaríamos que nos la ha dado toda gratis, que nos ha comprado con ella, que se la ha dado al demonio, junto con la última gota de agua, a cambio de nuestra salvación. Entonces iríamos siempre que pudiéramos a contemplarle en la Eucaristía, meditaríamos todos los días su Palabra, esperaríamos con impaciencia la hora del día en que nos acercásemos a Él para recibirle dentro de nosotros, iríamos a abrazarle cada vez que tuviésemos hacia Él el más mínimo desprecio, haríamos un hueco en nuestras actividades para estar a solas un rato con Él, en su Presencia, pondríamos en sus manos todos nuestros anhelos, nuestros miedos, nuestras esperanzas. Pero los cristianos de cuna –como nos llaman en América a los que “nos lo sabemos todo” sobre Dios desde pequeños– en vez de asombrarnos, frecuentemente pagamos todos esos cuidados escandalosos de Dios hacia nosotros con la indiferencia y el desamor. ¿Cómo van a creer los ateos si ven que los creyentes, que decimos creer eso que algunos de ellos anhelan, somos tibios, mediocres, apáticos y no tenemos ilusión ni convencimiento? ¡Dios, cómo me gustaría ser ateo cada día por un momento! Poder así convertirme cada día y poder sentir fresca, recién estrenada, tierna y cálida, como un pan recién salido del horno, la alegría y el asombro de saberme salvado, amado, deseado, esperado, abrazado. No por mí, ni por mis méritos, ni por lo que hago o me gano con mi esfuerzo –¿qué podría hacer yo pulga que pululo sobre la vieja costra de la tierra, para ganarme todo esto?– sino gratis, completamente gratis, simplemente por ser hijo de ese Dios que ha creado todo para mí. Como me gustaría vivir en esa nube de resplandor que te envuelve y en la que sólo hay luz que ilumina y ciega al tiempo, respirar esa presencia que te empapa y hace que te rebosen las lágrimas de alegría. Como me gustaría emborracharme cada día de ese amor, dejarme cubrir por él, sumergirme en él. ¿Qué me importarían entonces todos los cuidados de este mundo? ¿Cómo podrían entonces engañarnos nuestras falsas seguridades, por las que nos dejamos la vida para que luego nos abandonen? Líbranos, Señor, de esta fe raquítica que nos hemos fabricado, de este miserable ídolo que hemos hecho de ti. Haznos sentir cada día el escándalo de ese amor tuyo increíble. Muéstranos al fin tu Rostro, haz que brille sobre nosotros. Rescátanos del tedio de hacerte mezquino, a nuestra medida, deja que nos abrumemos por tu grandeza disfrazada de pequeñez. Rescátanos de la indiferencia y el desamor de la costumbre. Déjanos contemplar el misterio de tu amor. Inúndanos, llénanos, disuélvenos, aligéranos, elévanos, tómanos, poséenos, transfórmanos, emborráchanos, abrásanos, purifícanos.

Amén.

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