SHELDON VANAUKEN fue un escritor americano, nacido en 1914. Es uno de esos autores que se hace famoso por una sola de sus obras: “A severe mercy” (una misericordia severa). Es muy conocido en el mundo anglosajón y menos en el europeo continental. Estudió en Oxford. Era ateo por rechazo de su cristianismo de la infancia. Se reconvirtió al cristianismo en sus años de Oxford y tras su retorno a Virginia, fue profesor de Historia e Inglés. Se casó con Jean Davies, “Davy”, con quien tuvo un feliz matrimonio hasta la muerte de su mujer. Varios años después escribió su libro más famoso, “Una misericordia severa” donde narra su conversión, su amistad con C. S. Lewis, la muerte de su mujer y la superación del sufrimiento que esta muerte le causó. Posteriormente se hizo católico desde su cristianismo episcopaliano. Otro libro famoso suyo, continuación de “Una misericordia severa” es “Bajo la misericordia”. Murió en 1996.
“Encuentro con la luz”, el breve escrito que transcribo aquí en cinco partes de la que esta es la 2ª, narra, escrito por él mismo, su largo y difícil camino, primero, hacia la fe perdida en la juventud y, después, hacia la Iglesia católica desde la episcopaliana. Es un relato apasionante para todo aquel que se pregunte sobre el sentido de la vida con ardor y honestidad intelectual.
Primeros pasos
Una noche de insomnio, en la cubierta de un barco en aguas tropicales, frente a una reluciente luna que extendía su luz desde mis pies al horizonte, me encontré desgranando una serie peligrosa de pensamientos: qué raro (el pensamiento vuela) que gente tan inteligente en otras materias, como T.S. Elliot, el gran poeta, y Eddington, el famoso físico, y Dorothy Sayers, una novelista y ensayista de ingenio tan cáustico y de tan aguda inteligencia, qué raro que, al parecer crean de verdad en este cristianismo que yo viví en mis años jóvenes. ¿Es que habría algo más que yo no vi? No, claro que no. Aún así, sigue siendo extraño. Me pregunto cómo es posible que lo crean. Ahí hay algo. ¿Sería que yo, posiblemente, debiera adoptar otra perspectiva alguna vez? No, por supuesto que no. ¡Imposible! De todas formas, se supone que uno debe tener la honradez intelectual de escuchar a la otra parte. Evidentemente no es verdadero, pero, ¡cielos!, no me hará daño comprobarlo. Sí, eso haré, algún día.
Al día siguiente, aunque no me había echado atrás en mi resolución, pensé con una pizca de desgana que iba a ser un trabajo muy aburrido y, total, ¿para qué? Sólo por honestidad intelectual. ¿Quién me había metido esa idea en la cabeza? Naturalmente, el cristianismo no era verdad: era precisamente increíble, y eran horribles casi todos los cristianos. A todas luces no fue posible un segundo acercamiento ni por aquel entonces, ni por mucho tiempo. No obstante, nunca lo olvidé del todo; puede que Alguien a mi lado viera que no podía olvidarlo.
Pero estaba ocupado con cosas “importantes”, estudiando historia en el Postgrado de Yale y dando algunas clases. Me preocupaba esa tendencia en tantas partes del mundo a erigir el estado, o el estado enmascarado de “pueblo”, o la comunidad, o la organización, en un monstruo sin alma al que se le concedía mayor importancia que a los individuos que lo conformaban. Caí en la cuenta de que la Iglesia Cristiana proclamaba con fuerza la prioridad del individuo y, de un modo vago, la vi como una aliada. Al mismo tiempo, mi interés por la historia y la lengua me llevaron a asistir ocasionalmente a la iglesia anglicana, de la que era miembro nominal, sólo por escuchar aquel lenguaje, antiguo y encantador, de la liturgia: puede que, a pesar de todo, algo me calara. Una vez, de hecho, no sé para qué, participé en el sacramento y si, como creen las iglesias apostólicas, la Eucaristía es un filón de gracia, mi acción pudo tener un efecto incalculable. Pero, en realidad, no era creyente, ni cristiano.
El siguiente influjo me vino por el lugar: Inglaterra y Oxford. En esta antigua universidad, madura por la fuerte vida intelectual de todo un milenio, muchas cosas que en la ajetreada vida académica americana parecen anacronismos (la toga y el birrete, las agujas góticas, las inscripciones latinas, las ideas clásicas griegas), parecen estar en la esencia. En esta ciudad de agujas de ensueño, la Universidad, a pesar de sus modernos laboratorios, aún respira los “últimos” encantos medievales. Aquella pared que fue parte de una gran abadía; los enormes y maravillosos edificios que forman el claustro de una facultad, construidos por los benedictinos; el angosto pasadizo donde se compraban infusiones se había llamado durante siglos “entrada de los frailes”; los colegios universitarios se llamaban cosas como “Iglesia de Cristo”, “María Magdalena”, “Jesús”, “Corpus Christi” y desde ellos, así como desde medio centenar de iglesias, el repique de las campanas lanzaba su delicioso clamor por toda la ciudad. En un instante volvían a la realidad los siglos de fe, en los que la gente creía de veras, cuando las agujas les hacían levantar los ojos a Dios. Las enormes campanas hablaban aún de una fe inquebrantable (en tanto que los débiles carilloncitos de las iglesias modernas americanas sugieren una fe endeble). Había visto montones de iglesias sin belleza alguna y oído himnos sentimentaloides; y estaba harto de clichés religiosos. Pero ahora sabía que también existía un esplendor impresionante en las agujas y las catedrales, y en las vidrieras antiguas, en la música del canto llano y en las Misas, y en el augusto lenguaje de la liturgia. Cierto: aquel esplendor no garantizaba la verdad del cristianismo; pero tampoco aquellas iglesias espantosas e insulsas implicaban lo contrario. Y... yo, quizá sentía vagamente que el esplendor sugería un valor.
En todo caso, una mañana, volviendo por un prado a Oxford, al oír el repiqueteo de las campanas mientras contemplaba a la caída del sol la asombrosa altura de las puntas de “La Virgen Santa María”, pensé (o Alguien me lo susurró al oído) que, tal vez, ya era hora de aquella revisión tanto tiempo pospuesta. No me resistí. Decidí meterme inmediatamente en la cuestión del cristianismo. Incluso me detuve ante una librería y llegué tarde al té con un cargamento de libros bajo el brazo.
Fueron medio centenar de libros los de aquel otoño-invierno. Me captó desde el principio y me olvidé de todo lo demás, aunque primero se trató de un estudio interesante, no de algo que pudiera convertirse en “verdadero” y me obligara a dar otro curso a mi vida. Afortunadamente lo primero que leí (porque me pareció lo más fácil) fue una trilogía de ciencia-ficción, Out of the Silent Planet; (Fuera del planeta silencioso); Perelandra; That Hideous Strength (Esa fuerza repugnante) de un catedrático de Oxford, C.S. Lewis. Tuvo la virtud de mostrarme cómo el Dios cristiano podía, cosa bastante razonable después de todo, abarcar las estrellas y la nebulosa helicoidal; no suponía una prueba, pero, de hecho, el comprobar que el cristianismo no era una religión meramente “local” de la tierra, venció una dificultad insuperable para mí. G.K. Chesterton, con mucho ingenio y sin ninguna ostentación, exponía un lúcido y persuasivo caso del hombre cristiano (El hombre eterno, etc). Charles Williams, teólogo y novelista, me abrió esferas del espíritu cuya existencia ignoraba; aludía a que la visión que Dios tiene de la historia puede, y es más que probable, ser diversa de la del hombre (The Descent of the Dove; The Place of the Lion; All Hallows’ Eve; Descent into Hell). Graham Green enseñaba, de un modo terrible, qué era el pecado, y qué la fe (El meollo del asunto, El final de la aventura). Dorothy Sayers (Credo o caos; La mente del Creador) predicaba la cruzada, atacaba el embotamiento y la complacencia en sí mismo como un escorpión. Todos ellos hacían del cristianismo algo dramático y atrayente. Empecé a vislumbrar lo que T.S. Eliot realmente estaba diciendo en Miércoles de Ceniza y Los cuatro cuartetos (Ash Wednesday, The Four Quartets) y más bien me dio miedo. Se me quedó grabada su descripción del estado del cristiano: “condición de completa simplicidad (que vale nada menos que todo.)” ¡Todo! Sobre todo, ahí estaba C.S. Lewis, en el “Magdalen”, un clásico y toda una autoridad en Literatura inglesa; había sido ateo y ahora era cristiano y conocía mi lenguaje, el del escepticismo. La suya era quizá la inteligencia más brillante y ciertamente la más lúcida que había visto nunca; escribía sobre el cristianismo en un estilo tan claro como el agua clara, sin una pizca de mojigatería, ni vaguedad, ni doble sentido, con una franqueza absoluta, uniendo argumentación y agudeza. Escribí en mi diario por entonces: “Nadie que no se haya enfrentado honestamente a la abrumadora cuestión -¿es el Cristianismo posiblemente falso?- puede resolver para otro la cuestión contraria -¿es verdadero?”. Leí todos sus libros, especialmente El gran divorcio, El problema del dolor, Los milagros, Cartas del Diablo a su sobrino, El regreso del peregrino y (más tarde) Sorprendido por la alegría. Leí también un montón de clásicos cristianos, incluido San Agustín, La imitación de Cristo, El vuelo desde Dios, Apología pro Vita Sua y La práctica de la presencia de Dios. Y, por supuesto, numerosas traducciones del Nuevo Testamento, con comentarios católicos y protestantes. Me aproximé con desgana al Evangelio –un resto de mi antiguo aburrimiento– a pesar incluso de saber que allí se relataba el mayor acontecimiento de la Historia. Pero la desgana se desvaneció mientras todo llegaba a tener sentido.
De tanta importancia como los libros o más, fueron los cristianos. El azar (quizá) me había arrojado al lado de varios cristianos de los que me hice amigo íntimo: dos físicos, uno inglés y otro americano. Una chica que estudiaba Historia y otros estudiantes de Inglés o Clásicas; un monje benedictino, aún no ordenado, estudiante de Historia y Teología. El físico americano era Baptista del Sur, el benedictino, católico romano; los otros, un anglicano, un metodista y un luterano. No sólo era consciente de que eran cristianos antes que físicos o historiadores, sino que por vez primera, yo era más consciente de lo que unía a los cristianos, esto es la fe en Cristo, que de las sectas que los dividían. Me impresionaba bastante el que físicos nucleares brillantes e investigadores aventajados en otros campos, pudieran ser al mismo tiempo competentes, civilizados y cristianos. Y me impresionaba todavía más lo que parecía ser la virtud de la alegría que le venía a esta gente a través de su fe. Los no cristianos solían estar contentos, gastar bromas y ser felices cuando las cosas les iban bien, pero no había encontrado a menudo aquella alegría serena. He aquí una anotación en mi diario de aquella época:
“El mejor argumento a favor del cristianismo son los cristianos: su alegría, su certeza, su plenitud. Pero también son los cristianos el argumento más fuerte en contra del cristianismo, cuando están apagados y sombríos, cuando se creen justos y están pagados de sí mismos, cuando se muestran estrechos y represivos, entonces la cristiandad muere mil muertes. Pero, aunque es de justicia condenar a algunos cristianos por estas cosas, quizá, después de todo, no es justo y sí muy fácil, condenar al propio cristianismo por su culpa. En efecto, existen impresionantes indicios de que la positiva cualidad de la alegría está en el Cristianismo –y posiblemente en ningún otro sitio. Si esto fuera cierto, sería una prueba de un orden muy superior”.
Además de los libros y los amigos cristianos, tuve otra tremenda ventaja: Yo no sabía que yo fuese cristiano. Yo estaba bastante fuera del redil, y ni por un momento pensé que perteneciera a él. Así yo tenía plena conciencia de que la pretensión central del cristianismo era y había sido siempre que el mismo Dios que había creado el mundo, había vivido en el mundo y había muerto a manos del mundo, y que la (pretendida) prueba de esto era su Resurrección de los muertos. Esto era, de hecho, precisamente lo que yo no podía creer. Pero, al menos, sabía que esto era lo que tendría que creerse, si uno quería llamarse cristiano; de modo que yo no me llamaba a mí mismo cristiano. Pero en años posteriores me topé con gente que no creía más en esta pretensión central que en el conejo de Pascua, y seguían llamándose de todos modos cristianos, sobre la base, parece ser, de que iban a la iglesia y eran buenas personas: admití, en esos años posteriores, que estas gentes probaban que podía haber humo sin fuego. En cualquier caso, yo, en el momento que estoy narrando, estando apartado del cristianismo, no estaba bastante cerca para verlo: por eso puede decirse que mi conversión empezó cuando abandoné el cristianismo y comencé a poner tanta distancia como era posible entre él y yo. Ahora no estaba tan cerca que pudiera perderme en la falda de la montaña. Veía sólo la cima, demasiado clara, solitaria, vasta, cubierta de hielo y aparentemente inaccesible para mí: supe que tenía que creer. El cristianismo era una fe.
Y por ahora yo sabía que era importante. De ser verdad aquello –y yo admitía la posibilidad de que lo fuera– simplemente sería la única verdad realmente importante del mundo. Y de no ser verdad, sería falso. No había término medio. Escribí en mi cuaderno: “No se puede ser ‘cristiano por accidente’. El hecho del Cristianismo debe ser abrumadoramente lo primero, o nada. Esto da razón de mi antipatía hacia los cristianos de nombre y hacia los no cristianos: sus vidas no contienen primacías absolutas, sino muchos equilibrios”.
No sólo divisaba la hermosura resplandeciente de la fe cristiana, sino que veía que el cristianismo pretendía ser, precisamente, una respuesta. No un enigma, no un coto de caza para “exploradores” profesionales que no desearan perder su condición de “exploradores” al encontrar lo que buscan: el cristianismo ofrecía una respuesta a las eternas cuestiones –y una respuesta sólida, concluían por lo bajo mis amigos físicos.
La búsqueda del explorador terminaba al encontrar su objeto. Me gustó la perspectiva de la respuesta; yo quería una respuesta. El único problema era que yo no podía creer la cristiana. Finalmente decidí escribir a C.S. Lewis; transcribo a continuación algunos fragmentos de mis cartas y de sus contestaciones.