Tomás Alfaro Drake
Acabo de terminar de leer la que, con toda seguridad, es la opera magna de Stephen Jay Gould. Me refiero a “The structure of the evolitionary theory”. Soy un profundo admirador de Charles Darwin. Hasta ayer me definía como católico darwinista. De hecho, los cinco primeros posts de este blog, de julio del 2007, versan sobre este tema. Ahora sigo siendo ambas cosas –católico y darwinista–, pero gracias a Gould, soy darwinista de una forma mucho más rica. Y ese enriquecimiento de mi darwinismo me ha hecho ser, si no más católico, si tener aún más admiración por la inteligencia con que este Dios, en el que creo y al que adoro, ha creado el cosmos y le ha dado las leyes para que se desarrolle. El libro de Gould, “The structure of the evolitionary theory”, ha operado este enriquecimiento. Por eso me siento obligado a llevar a cabo este somero, casi ridículo, compendio (32 páginas de 1443) de su opera magna. Lo publico en 7 partes de la que esta es la sexta. Como siempre, las cosas que sean de mi cosecha las pondré entre triple paréntesis.
Puntualizaciones a la 3ª pata del trípode del darwinismo: El alcance y ritmo de la evolución. Gradualismo y extrapolación. De la microevolución a la macroevolución.
La primera crítica principal a esta tercera pata del trípode del darwinismo se llama “equilibrio puntuado”. Veamos en qué consiste.
Para Darwin, la evolución procedía de una manera extraordinariamente lenta y gradual. Pequeños cambios se iban acumulando poco a poco a un ritmo parsimonioso y constante, que insensiblemente iba transformando a los organismos e, indirectamente, a través de ellos a las especies. A veces, en este lento proceso, dos subpoblaciones de una especie quedaban aisladas la una de la otra y empezaban a evolucionar de forma independiente hasta, que transcurridos cientos de miles de años, se diferenciaban tanto que dejaban de ser la misma especie. Incluso sin esa ramificación, la especie evolucionaba, de forma que tras varios cientos de miles de años, podía decirse que la especie ancestral era distinta de la evolucionada. A esta forma gradual de evolución, Gould la llama anagénesis. Esta visión era dogma de fe para la “síntesis moderna”. Sólo había un problema. Que esta visión no se correspondía con el registro fósil, que, al fin y al cabo, es la única forma empírica de “ver” la evolución. El registro fósil, y todos los paleontólogos lo decían, parecía indicar que las especies permanecían casi inmutables durante millones de años para, de repente, entrar en una dinámica de rapidísimas ramificaciones que producían varias especies nuevas en tan sólo decenas de miles de años. A esos periodos de estabilidad de las especies se les conocía como periodos de estasis (no éxtasis, sino estasis, palabra llana, no esdrújula, de estabilidad). Pero los biólogos evolutivos despreciaban a los paleontólogos, considerándolos como una especie de mineros sin la visión conceptual necesaria para interpretar dentro de una teoría coherente los fósiles que encontraban. Y estos biólogos evolutivos estaban tan satisfechos con su teoría que despreciaban los datos empíricos paleontológicos. Pero para un científico, despreciar los datos empíricos es, como para un sacerdote católico despreciar el Evangelio, un contrasentido. Los biólogos, para librarse de este contrasentido, afirmaban que esa aparente contradicción con los datos se debía a la pobreza del registro fósil. Y los paleontólogos, con un cierto complejo de inferioridad, aceptaban las supuestas limitaciones de su ciencia de “segunda”.
Así las cosas, Gould, iconoclasta con las vacas sagradas y las teorías acomodadas, lanzó el grito de guerra: “Estasis son datos”. Esto es de esas cosas que, vistas a posteriori, le hacen a uno preguntarse cómo era posible no darse cuenta. No faltaban datos. Los datos que existían apuntaban directa y positivamente al largo equilibrio de los periodos de estasis. Pero había periodos “puntuales” de tiempo en los que proliferaban nuevas especies en un proceso de especiación puntuada. Debido a estos periodos de equilibrio y a esos otros momentos “puntuales” de proliferación de especies, se dio a esta teoría el nombre de “equilibrio puntuado”. Sin embargo, Gould no afirma que sólo y toda la evolución se produzca como equilibrio puntuado y que no exista el proceso de anagénesis. Sí afirma, y muestra, que el proceso de equilibrio puntuado aventaja, con mucho, en frecuencia relativa al proceso de anagénesis.
(((Si se me permite describir de palabra una representación gráfica, la evolución por anagénesis sería como un matorral cuyo eje vertical fuese el tiempo y el horizontal la variación morfológica, cuyas ramas se van abriendo en diagonal de una forma paulatina, con curvas que hacen que la apertura tenga un componente horizontal más o menos acusado. De cuando en cuando, se producen fenómenos de especiación, es decir, bifurcaciones, también diagonales. En la visión gráfica del equilibrio puntuado, las ramas serían como varas verticales en las que, en determinados momentos, casi simultáneamente, aparecen ramificaciones casi horizontales, pero que en seguida toman la dirección vertical y se mantienen paralelas a la rama de la que salieron. Mi memoria registra haber visto este tipo de arbusto, pero no sé su nombre.)))
En el momento en que el equilibrio puntuado empezó a calar en la comunidad científica, los saltacionistas aprovecharon para barrer para casa diciendo que en los momentos de puntuación, se producían saltos bruscos de una especie a otra nueva, a través de la proliferación de hopeful monsters. La razón para postular estos hopeful monsters era que la aparición de una nueva especie se encontraba en un único estrato sedimentario y parecía, por tanto instantáneo. Pero no tenía por qué ser así. Los paleontólogos sabían que las capas sedimentarias representaban, generalmente, lapsos de tiempo de unos cien mil años. Fue necesario buscar lugares donde las capas sedimentarias se identificasen con periodos de tiempo más cortos. Entonces se vio con claridad que las nuevas especies no aparecían instantáneamente por la aparición de hopeful monsters, sino que se producían a lo largo de decenas de miles de años en una evolución gradual aunque muy acelerada, en episodios de especiación puntuada.
Había que buscar las razones de ese estasis y de esa repentina aceleración de la evolución para producir nueva especies. Parece que el estasis se mantiene por una especie de ley de inercia de las especies con un gran número de individuos. Hay pruebas paleontológicas de que, incluso cuando una especie se divide en dos o más grandes subpoblaciones, esa inercia hace que ambas subpoblaciones mantengan la misma identidad como especie aunque las condiciones ecológicas de los hábitats de cada una difieran en un amplio grado, desafiando el cambio por anagénesis y el principio de la selección natural, la pata dos del trípode darwinista. No es que el estasis niegue la selección natural, sino que muestra que, en condiciones normales, la inercia de las especies con grandes poblaciones es más poderosa que ella.
Pero a medida que una especie se desarrolla y crece, tanto en número de individuos como en extensión geográfica, tienden a producirse en sus bordes gemaciones de pequeñas poblaciones, como si de su borde se desprendiesen pequeñas burbujas con relativamente pocos individuos. Y esas pequeñas subpoblaciones, al no tener masa crítica, no están sujetas a la inercia y evolucionan rápidamente. En ausencia de esa inercia sí que funciona la selección natural. Incluso, esta selección natural es más potente debido a que en una población pequeña, cualquier variación beneficiosa se transmite con gran rapidez a toda la población. Aquellas burbujas que evolucionan adaptándose mejor al medio, medran, mientras que las que se adaptan peor, desaparecen. Las especies así nacidas son hijas de los individuos-especie como individuos evolucionables. A veces ocurre que una o varias de las especies hijas que se van desprendiendo a lo largo del tiempo, vuelven a colonizar el hábitat central ocupado por la especie madre, conviviendo con ella. Eso da la impresión, de anagéneis, es decir de una lenta y paulatina evolución en el mismo hábitat, cuando lo que ha habido es episodios de especiación puntuada en hábitats distintos, superpuestos posteriormente al la especie madre.
Gould muestra cómo, a partir del registro fósil, se ve que hay especies que dejan mucha descendencia de nuevas especies que duran millones de años, mientras otras especies se muestran poco prolíficas y las especies hijas tienen vidas más vidas más cortas. Eso es exactamente lo que cabría esperar al considerar las especies como individuos evolucionables. El árbol genealógico de las especies da lugar a agrupaciones taxonómicas en géneros, familias, etc. y otros órdenes superiores. A este proceso evolutivo de los individuos-especie, individuos-género e individuos-familia, de espectro mucho más amplio que el de los individuos-organismo, le llama Gould macroevolución, reservando el término de microevolución para la evolución de los individuos-organismo. No se puede negar la grandiosidad de esta visión, con una óptica muy superior a la visión provinciana (parochial) de nuestra condición de organismos.
La segunda crítica a esta tercera pata del trípode es más geológica que biológica y Gould casi pide excusas por adentrarse en un campo que no es el suyo, pero como hombre intelectualmente inquieto, que huye de la visión provinciana (parochial) de la vida, no puede ni quiere evitar este excurso. Ya vimos cuando describí la tercera pata del trípode que una de los pilares de la teoría darwinista de la evolución fue el descubrimiento de la inmensidad del tiempo geológico, así como la gradualidad de los cambios geológicos, idea que Darwin adoptó de forma absoluta del geólogo inglés Charles Lydell. En esta gradualidad geológica basaba Darwin la gradualidad evolutiva que él postulaba. Por tanto, esta era para él una premisa básica que defendió a capa y espada en “El origen de las especies”.
Sin embargo, otra vez, los paleontólgos parecían detectar en el registro fósil, que había habido determinados momentos en los que se habían producido extinciones en masa. Concretamente parecía haber habido en la historia hasta cinco de estos episodios, en uno de los cuales habían desaparecido hasta el 95% de las especies existentes. Los darwinistas de la “síntesis moderna” –y el propio Darwin lo hizo– atribuyeron al principio –otra vez– la situación a errores en el registro fósil. Esta vez, los “sabios” de la “síntesis moderna” asumían gratuitamente que había largas épocas geológicas en las que no se producían sedimentos. Por eso –argüían– ,la extinción repentina de muchas especies era sólo una apariencia. el hecho de que pareciese que se habían extinguido de golpe, era debido a que en su largo periodo de extinción no había habido sedimentación. Además, decían, no hay manera de saber si una especie que viviese en dos extremos del mundo, se hubiese extinguido al mismo tiempo en ambos lugares. Por otro lado –continuaban–, no era lógico: ¿cuál era el nexo de unión ente extinciones simultáneas en lugares distantes? Y, otra vez, los paleontólogos agacharon la cabeza admitiendo que desarrollaban una disciplina de “segunda”. Pero en este tema, ni siquiera Gould podía decir algo parecido a lo que dijo con el estasis: “estasis son datos” porque los datos fósiles no podían contradecir la petición de principio (aunque no hubiese pruebas de ella) de la no sedimentación durante largos periodos.
Pero, he aquí que, en 1980, el geólogo estadounidense Walter Álvarez y su padre el físico Luis Álvarez, publicaron un artículo científico en el que daban cuenta de que hace unos 65 millones de años, en el periodo de tránsito entre las épocas geológicas del Cretácico y el Terciario (la transición K-T), un enorme asteroide impactó en la tierra en una región de la península del Yucatán llamada Chicxulub. Este impacto produjo un enorme cambio climático, un periodo de frío y oscuridad –una especie de gigantesco “invierno nuclear”– que alteró drásticamente las condiciones de vida en la tierra. Curiosamente, este periodo coincidía con el último de los grandes –y hasta entonces negados– aparentes episodios de extinción en masa. La simultaneidad de las extinciones en cualquier punto de la tierra quedaba atestiguada por una fina capa de sedimento de iridio que no podía tener otra procedencia que la de un asteroide gigante. Éste fue el episodio que marcó la extinción de, entre otros muchos órdenes taxonómicos, toda la familia de las especies y géneros conocidos como dinosaurios y abrió las puertas al éxito den los mamíferos que habían estado bajo el dominio de estos últimos durante los 130 millones de años anteriores.
Aunque no se han encontrado evidencias similares que acompañen a los otros cuatro episodios de extinciones en masa ni se conozcan a fondo los mecanismos biológicos por los que este cambio climático provocó el episodio K-T de extinción en masa, parece que cabe poca duda sobre: primero, que existieron esos episodios y, segundo, que fueron causados por algún tipo de catástrofe geológica o planetaria, ya sea externa, como el impacto de Chicxulub o interna como un episodio de paroxismo de actividad volcánica. Esos episodios dejaban tras sí unos inmensos vacíos en el mapa de los nichos evolutivos, que tendían a llenarse rápidamente con episodios de una intensa y rápida aparición de nuevas especies, géneros o familias taxonómicas en episodios que se llaman radiaciones. En una de estas radiaciones, en la llamada explosión del cámbrico, hace unos 500 millones de años, es en la que se inició la gran corriente de la evolución que arranca con la aparición del bauplan de simetría lateral. Es en estas radiaciones en las que aparecen nuevos bauplan. No hay que confundir estas radiaciones con el equilibrio puntuado del que acabo de hablar. La ramificación puntuada en nuevas especies se produce sin necesidad de episodios previos de extinción y sin los fuegos de artificio de esas explosiones esporádicas.
La ocurrencia de estos episodios de extinción masiva rompe por completo la idea de la continuidad y la gradualidad evolutiva. Esto le da pie a Gould para negar de plano la idea de Darwin de que la evolución, al proceder por la continua mejora de los organismos progresa continuamente hacia organismos cada ve más perfectos. Esta idea de Darwin nacía, según Gould, de la mentalidad victoriana, y antropocéntrica, en general, en la que estaba mentalmente inserto Darwin, que quería ver el progreso en todo y extrapolaba ese deseo a la evolución, poniendo al ser humano en la cúspide. Para Gould, este deseo es una forma clara de mentalidad provinciana (parrochial) de la que es difícil que nos zafemos como especie humana. Gould, señala que “Dos de las tres grandes ramas del árbol de la vida siguen siendo procariotas (organismos unicelulares sin núcleo celular diferenciado), mientras que de los tres reinos multicelulares se extienden como brotes de la tercera rama. Si vemos el escepticismo intelectual hacia el antropocentrismo como una causa valiosa, no veo como podemos negar que la persistente dominación y perspectivas positivas de los eucariotas son el epítome y el aspecto fundamental de la historia de la vida. Y si debemos, en nuestro provincialismo, dar primacía a los animales, no cabe duda de que los artrópodos aventajan enormemente a los vertebrados”.
(((No puedo dejar de comentar aquí mi desacuerdo con Gould. Naturalmente, él tendría razón si la importancia de cada parte del árbol de la vida debiera medirse por el número más alto de organismos o especies que contenga. Indudablemente el número de organismos procariotas es inmensamente más alto que el de todos los demás órdenes taxológicos juntos y, probablemente fuese también verdad si lo midiésemos al peso. Pero dudo que eso sea lo marca la importancia. Y, si pensamos en la importancia de los artrópodos, considerando sólo los escarabajos, parece que hay ocho millones de especies de ellos. Esto le hizo responder a Haldane, cuando alguien le preguntó qué podía decir de Dios a la vista del árbol de la vida: “creo que tiene una inmoderada afición por los escarabajos”. Pero, más allá del chiste, dudo que podamos decir que lo más importante del árbol de la vida sean estos coleópteros. Si tomamos la imagen del abeto de la que hablé en el capítulo 3 de esta serie, a nadie se le ocurriría decir que lo más importante del abeto son las ramas más bajas, porque son o pesan más. La cúspide está lo más llamativo. La cúspide es lo que se ve desde lejos, lo que sobresale por encima del bosque. Por eso la imagen del abeto no les gusta a la mayoría de los evolucionistas (ni Gould la menciona). Pero si, en vez del abeto, tomamos la imagen del arbusto caótico, lo más llamativo es la larga rama que sale de él hasta tan lejos. En el extremo de esa larga rama del caótico arbusto está el fruto, único en el árbol de la vida, de la inteligencia simbólica, la única que puede formarse las imágenes del abeto o del arbusto y preguntarse para qué demonios está ahí. Más allá del número o del peso, esto me parece, de lejos, lo más importante del árbol de la vida, sea abeto o arbusto. Creo que, a lo largo de este resumen, se nota que me gusta la aversión de Gould hacia el provincialismo mental, pero me pregunto si en ese “ver el escepticismo intelectual hacia el antropocentrismo como una causa valiosa”, no hay un cierto antiprovincialismo rayano en la fobia, enraizado tal vez en el “fiasco” del geocentrismo y en una visión cientifsta del mundo, que es, a su vez, un tipo de provincialismo. En el epílogo del siguiente, y último, capítulo hablaré más de esto.)))
Pero lo importante de los episodios de extinción es que rompen la continuidad de la tranquila extrapolación de la microevolución para dar lugar a la macroevolución por extensión. De hecho Gould define lo que él llama las tres gradas del tiempo. La primera sería la que él llama el tiempo ecológico, en el que funciona bastante bien la evolución darwinista en su versión simple, donde sí se produce esa macha hacia el progreso de la perfección de la vida. La segunda grada del tiempo es el tiempo geológico, en el que predomina el equilibrio puntuado. En esta segunda grada del tiempo, las reglas del juego de la supuesta marcha hacia la mejora de la vida cambian drásticamente. Es como si dieran un giro de 90 grados, dejando de avanzar el la dirección correcta y rompiendo esa marcha de perfeccionamiento. La tercera grada sería la de los momentos de paroxismo en el que acontecimientos imprevisibles alteran drásticamente las reglas del juego produciendo las correspondientes extinciones en masa, seguida de las radiación en la generación de especies y la aparición de nuevos bauplan. Aquí, según Gould, la marcha hacia progresiva hacia el perfeccionamiento de la vida se convierte en una ruleta cuya dirección, tras la extinción, es totalmente contingente. Esto es lo que Gould llama la paradoja de la primera grada del tiempo (the first tier paradox). A partir de aquí, según él, empieza el dominio de lo contingente, que podría haber o no haber producido el fruto de la inteligencia simbólica. No somos, pues, para él, sino un raro accidente de un proceso evolutivo que podría haber sido de otra manera completamente distinta en la que no hubiésemos aparecido jamás. (((Sin embargo, es difícil dudar, según argumentos del propio Gould que la aparición de esos bauplan sí suponen pasos hacia el perfeccionamiento de la vida. Creo que el antiprovincialismo antropocéntrico de Gould le hace caer aquí en su propio provincialismo y en una contradicción, que analizaré en mis conclusiones personales en el siguiente capítulo.)))
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