30 de enero de 2011

Segunda no-casualidad: No es casualidad que la ciencia se haya desarrollado en una cultura cristiana.

En la entrada de hace dos semanas, con el título de “religión de Cristo y cristianismo”, dije que había tres no-casualidades que pretendía desarrollar, a saber:

No es casualidad que la tensión creativa entre poder civil-poder religioso haya nacido en una cultura cristiana.
No es casualidad que la ciencia se haya desarrollado en una cultura cristiana.
No es casualidad que la civilización que más riqueza ha creado haya surgido en una cultura cristiana.
Pues hoy abordo la segunda



Segunda no-casualidad: No es casualidad que la ciencia se haya desarrollado en una cultura cristiana.

Es una idea muy extendida, asumida como dogma de fe por la cultura inculta de nuestro tiempo, que la Iglesia ha sido una organización oscurantista, opuesta al avance científico por considerarlo una amenaza para su poder sobre las almas. No es el objeto de este escrito deshacer este prejuicio, sino mostrar cómo es enormemente plausible que la ciencia naciese en una cultura impregnada de cristianismo y cómo es muy difícil que se hubiese desarrollado en cualquier otra cultura. Pero para lograr este objetivo, es necesario antes desmontar este mito de la Iglesia oscurantista. Este prejuicio totalmente falso se apoya en tres patas. La primera data de hace casi cuatro siglos y es la dialéctica entre Galileo y la Iglesia por el tema del heliocentrismo. La segunda data de hace casi dos siglos y es una supuesta e inexistente oposición de la Iglesia a la teoría de la evolución. La tercera es la oposición, real, de la Iglesia a determinadas realizaciones que la ciencia hace posibles, pero que no son éticamente aceptables. Sobre la primera, la dialéctica del heliocentrismo, no voy a decir aquí nada, porque ya he publicado una entrada en este blog al respecto (ver Galileo y la Iglesia, 22 de Febrero del 2009) y, sobre todo, he escrito un libro con el título de “La victoria del sol” (publicado por ediciones Palabra) en el que hablo extensamente de este tema. Sobre la segunda, también se pueden encontrar en este blog entradas al respecto (“Visión cristiana de la evolución” y “carta a un Católico antievolucionista”, ambas de 3 de Julio de 2007). Sólo citaré aquí el primer pronunciamiento de la Iglesia sobre este tema, que data de 1951 y aparece en la encíclica de Pío XII “Humani generis”.

“Por eso, el magisterio de la Iglesia no prohibe que, según el estado actual de las ciencias humanas y de la sagrada teología, se trate en las investigaciones y disputas de los entendidos en uno y otro campo, de la doctrina del evolucionismo en cuanto busca el origen del cuerpo humano en una materia viva y preexistente –pues las almas nos manda la fe católica sostener que son creadas inmediatamente por Dios– ; pero de manera que con la debida gravedad, moderación y templanza se sopesen y examinen las razones de una y otra opinión, es decir, de los que admiten y los que niegan la evolución”.

Parece evidente que no hay ninguna condena por parte de Pío XII sobre la teoría de la evolución. La mención a que la fe católica sostiene que las almas son creadas inmediatamente por Dios, en nada se opone a la teoría de la evolución, ya que el alma es algo que cae fuera del ámbito de la ciencia. Ciertamente que hay católicos furibundos antievolucionistas pero, evidentemente, son más papistas que el Papa. La oposición al evolucionismo vino desde el principio, y continúa viniendo hoy de las confesiones más retrógradas del protestantismo.

Respecto al tercer tema, es cierto que la Iglesia se opone a las prácticas científicas que suponen una clara violación de la vida y dignidad humanas, como son la investigación con embriones humanos, la clonación humana, etc. Pero el principio de que todo lo que es científicamente posible es éticamente aceptable, mantenido por algunos cientifistas radicales, es un error que puede costar muy caro a la humanidad. No hay que olvidar que era en nombre del progreso científico por el que los nazis investigaban con judíos. Son muchas las voces de científicos de enorme prestigio que creen que la ciencia debe estar sujeta a límites éticos externos a ella misma. Incluso muchos, que no son católicos, ni siquiera creyentes, creen que la Iglesia católica es la mejor garante de esa limitación ética de la ciencia. Cito aquí las declaraciones de un grupo de premios Nobel que expresan esto a través de una asociación internacional con el nombre de “Nova Spes”:

DECLARACIÓN DE 12 PREMIOS NOBEL HECHA EN
ROMA EL 22 DE DICIEMBRE DE 1980

NOVA SPES, Movimiento Internacional para la promoción de los valores y del desarrollo humano.

J. Dausset, Nobel de Medicina, Francia. C. de Duve, Nobel de Medicina, Bélgica. L. Eccles, Nobel de Medicina, Austria. F. O. Fischer, Nobel de Química, Alemania. L. R. Klein, Nobel de Economía, U.S.A. H. A. Krelos, Nobel de Medicina, Gran Bretaña. F. A. von Hayek, Nobel de Economía, Gan Bretaña. S. Ochoa, Nobel de Medicina, España. I. Pricogine, Nobel de Química, Bélgica. C. H. Townes, Nobel de Física, U.S.A. M. F. H. Wilkins, Nobel de Medicina, Gran Bretaña. R. S. Yallow, Nobel de Medicina, U.S.A.

“Nosotros, ganadores del premio Nobel, compartimos con Alfred Nobel su preocupación por que la ciencia sea beneficiosa para la humanidad.

La ciencia ha proporcionado grandes bienes y nosotros esperamos que continúe proporcionándolos en adelante.

Sin embargo, el conocimiento científico se ha aplicado en ocasiones de forma absolutamente indeseable, como en la guerra, por ejemplo, al tiempo que su utilización para fines buenos puede tener efectos secundarios inesperados que no son deseables.

Además, la soberbia intelectual que la ciencia ha proporcionado, ha cambiado la idea que la humanidad tiene de sí misma y de su lugar en el universo, lo que ha llevado a los seres humanos a un empobrecimiento espiritual y a un vacío moral.

Creemos que los científicos deben tener una especial sensibilidad ética y estamos deseosos de derribar la tradicional barrera –o incluso oposición– entre la ciencia y la religión.

Las Iglesias, sin duda, pueden desempeñar un papel importante en el intento por conseguir este objetivo; y en particular reconocemos que la Iglesia católica está en una situación única para aportar una orientación moral a escala mundial.

Por consiguiente, acogemos muy gustosos la oportunidad que nos ha brindado Nova Spes de reunirnos para estudiar la situación de la ciencia en nuestra cultura y agradecemos vivamente la disponibilidad de Vuestra Santidad para tratar con nosotros los problemas de la humanidad a la luz de la ciencia moderna”.


Doy aquí por terminada esta especie de introducción, ajena al objeto de estas líneas, pero necesaria para poder abordar el tema que nos ocupa.

Que la ciencia pueda nacer, presupone una estructura mental, una manera de concebir el mundo, una cosmovisión previa, sin las que este nacimiento es prácticamente imposible. Dos son las ideas generatrices necesarias.

La primera es creer que ese mundo exterior es bueno y merece ser conocido. La segunda es pensar que hay un mundo exterior que es inteligible, es decir que está imbuido de una lógica interna que le hace comportarse de una manera previsible, de forma que determinadas causas produzcan siempre determinados efectos mediante unas leyes que puedan deducirse de la observación empírica.

Ya la primera de estas idas generatrices descarta la posibilidad [1] de que la ciencia apareciese en las cosmovisiones que se derivan del hinduismo y el budismo. En efecto, en la cosmovisión hinduista/budista, el mundo es un engaño de los sentidos, una especie de apariencia, una venda delante de los ojos que impide la liberación del espíritu. Para que esta liberación se produzca es necesario desprenderse de todas las ataduras que nos unen a ese mundo engañoso. Dedicar tiempo a la simple observación de ese mundo es un serio obstáculo para esa liberación. Parece bastante evidente que en una cosmovisión así sea altamente improbable la aparición de una ciencia que busque conocer las leyes por las que se rige ese mundo exterior. Esto deja fuera todo el lejano oriente, desde la India hasta China o Japón.

Más sutil es el caso de las culturas mesopotámicas de los sumerios, acadios, caldeos, asirios, persas, etc. Estas culturas tenían una base religiosa en la que dos principios, el del bien y el del mal, igualmente poderosos, se oponían entre sí. Creían en un mundo material real, que había sido creado por el principio del mal y que el espíritu, que aspiraba al bien, estaba prisionero de este mundo material, en el que se enfrentaban los dos principios. Sin embargo, observaban ese mundo real, porque habían percibido en el movimiento de los astros unas regularidades y creían que las posiciones de éstos les podían dar señales del equilibrio de fuerzas entre el principio del bien y del mal en cada momento, aconsejándoles, según ese equilibrio, emprender o no determinadas actividades. Construían zigurats y otras inmensas estructuras piramidales para observar mejor los astros y poder así predecir el sino de esa lucha entre el bien y el mal. Pero no les interesaban lo más mínimo las causas de esas regularidades que se producían en los astros y, mucho menos, del caótico mundo de la tierra, el mundo sublunar, en el cual, esas regularidades no eran tan evidentes. El seguimiento del movimiento de los astros por su influencia en los acontecimientos terrestres, dio lugar a la astrología, actividad que no tiene nada de ciencia y sí mucho de superstición y que no es, de ninguna manera, la puerta de entrada a la astronomía como ciencia. La astronomía empezó a ser ciencia cuando se descubrieron las leyes del movimiento que permitía explicar el de los astros. No parece probable que la ciencia pueda nacer en una cultura con esa cosmovisión. Las pirámides de las culturas mexicanas o egipcias, así como los puntos altos naturales como el Machu Pichu de los Incas, tenían más bien una utilidad ritual, funeraria o sacrificial, más que ser lugares para la observación de los cielos, cosa que también hacían estas culturas, pero sin intentar remontarse de los efectos a las causas.

Llegamos a la cultura griega. Es moneda corriente la creencia de que los griegos practicaban la ciencia como se practica hoy día. Pero es una creencia errónea. Los griegos establecían una distinción radical entre el mundo perfecto de las esferas celestes, desde la esfera de la luna, inclusive, hasta la de las estrellas fijas, y el mundo sublunar. En el mundo celeste descubrieron, como cualquier pueblo que mirase las estrellas, una clara regularidad, una lógica a la que dieron el nombre de Logos, la razón de todas las cosas. Pero jamás se preguntaron por las causas de esa regularidad. Simplemente el cosmos, con su Logos, era una emanación de la Causa Primera y su movimiento era como era porque esa era su naturaleza. No era necesario explicar ese movimiento como causa de unas leyes de la mecánica. Era su movimiento natural. En lo referente al mundo sublunar, existía también un movimiento natural, impuesto por la naturaleza de las cosas, que era el que hacía que estas tendiesen a dirigirse hacia el centro de la tierra, no a causa de ninguna ley de la gravedad, sino porque el centro de la tierra era –creían– el centro de las esferas celestes y del cosmos y era propio de las cosas del mundo sublunar tender hacia ese centro. Si en ese mundo sublunar imperfecto había cuerpos con otros movimientos no naturales, era por acciones extrañas sobre ellos. Si un cuerpo se movía en una dirección distinta al centro de la tierra, necesariamente tenía que haber algo que le impulsase continuamente a ello. Por ejemplo, cuando un objeto era lanzado horizontalmente, pensaban que era el aire que se cerraba tras él después de pasar el que le seguía impulsando en cada momento hacia delante. Fue este prejuicio, causado por su cosmovisión, lo que les hizo incapaces de descubrir el principio de inercia, principio que, como veremos, está en la base de la ciencia actual.

Ciertamente, los griegos eran grandes observadores y había otras cosas del mundo sublunar que les llamaban la atención. Por ejemplo, les sorprendía que al quemarse un trozo de madera, esta desapareciese y, tras apagarse la llama, sólo quedasen cenizas. Pensaron, bastante ingeniosamente, que las cosas estaban compuestas de cuatro elementos indestructibles que se combinaban en distintas proporciones entre sí en cada cuerpo. Estos cuatro elementos eran la tierra, el agua, el aire y el fuego. Así, cuando un trozo de madera se quemaba al contacto con el fuego, liberaba a su vez el fuego y el aire que tenía dentro y quedaba tan sólo la tierra, en forma de cenizas. Demócrito, llegó a idear un sistema atomista en el que cada elemento estaba formado por partículas indivisibles, llamadas átomos, es decir, sin partes. Cada material tenía una proporción distinta de átomos de cada elemento. Indudablemente, esto era una intuición muy fina e ingeniosa, pero nada les permitía establecer las causas de por qué los átomos de distinto tipo se mantenían unidos en una sustancia y qué hacía que, en un momento dado, se separasen y se recombinasen de otra manera para dar lugar a otras sustancias. Esto, que es lo que hoy llamamos química, no puede explicarse más que después de conocer las leyes del movimiento de cuerpos como los electrones. Cuerpos que se descubrieron, precisamente, tras descubrirse las leyes del movimiento. Los griegos, y más tarde los romanos, también buscaban en los sucesos físicos una anticipación del porvenir. Pero más que en el mundo celeste, buscaban esa explicación en el extraño mundo sublunar. En Delfos, las emanaciones de la tierra que se producían allí dieron lugar a los oráculos de la pitonisa de Delfos –que ayudada por Apolo sabía interpretarlas– sin los que ningún griego emprendía jamás ninguna actividad. Los romanos tenían sus augures que interpretaban el devenir de las cosas según el aspecto del hígado de un ganso, o cosas parecidas.

Es indudable, y sería un desagradecido histórico si no lo dijese así, que la ciencia actual, está en deuda con el pensamiento griego y con sus intuiciones paracientíficas. Pero no es menos cierto que la cosmovisión griega, impedía dar el paso más allá de esas intuiciones. En el mundo de las esferas celestes, el hecho de que el mundo tuviese que tener su centro en la tierra para explicar el movimiento natural de caída de los cuerpos hacia la tierra, hizo que los griegos ignorasen totalmente la intuición heliocéntrica de Aristarco de Samos. Las irregularidades que percibían en los movimientos de los astros les llevaron a complicar enormemente el sistema de esferas, suponiendo los epiciclos para evitar tener que renunciar a la perfección de las formas circulares que, necesariamente, debían constituir el perfecto cosmos celeste. Todo menos pensar en unas imperfectas órbitas elípticas. En el mundo sublunar, el convencimiento de que había movimientos naturales y antinaturales que requerían de un algo continuo para su mantenimiento, impidió a estas mentes preclaras descubrir algo tan evidente como el principio de inercia.

Sin embargo, es algo tan sencillo como eso lo que dio inicio a la ciencia. Y para ello, hubo que librarse del prejuicio de que el cosmos era perfecto en las esferas celestes y que había distintas calidades de movimientos en el mundo sublunar. Estos prejuicios nacían, conviene recordarlo, de que el cosmos era eterno, consustancial con la Causa Primera y, por tanto perfecto. Nacían de una especie de panteísmo que identificaba la sustancia del cosmos con la de la Causa Primera. Y ese prejuicio fue el que vino a romper la revelación judeo-cristiana. Porque para esta revelación, el mundo no era consustancial con una Causa Primera impersonal. El mundo era una creación de esa Causa Primera, dotada de personalidad, Dios. Era distinto de él, era una criatura. Había sido creado bueno, pero no perfecto. Sin embargo, en ningún pasaje de la Torá –el Antiguo Testamento– hay nada que haga pensar que ese mundo tenga que tener unas leyes que lo hagan inteligible. Esto es una idea de origen puramente griego. Pero fue la unión de estos dos principios –un mundo bueno, aunque no perfecto y una lógica autónoma, sin prejuicios a priori, que lo haga inteligible– lo que dio lugar al nacimiento de la ciencia como hoy la conocemos. Y esta unión sí se da nítida y tajantemente en la revelación cristiana, en la que se identifica a la segunda persona de la Trinidad divina, el Hijo, como el Logos, engendrado por el Padre, que comunica libremente ese Logos a la creación. El Evangelio de san Juan empieza afirmando tajantemente: “Al principio ya existía el Logos. El Logos estaba junto a Dios, y el Logos era Dios. Ya al principio estaba junto a Dios. Todo fue hecho por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto llegó a existir ” [2] (Juan 1, 1-3). La Segunda Persona de la Trinidad y no el cosmos, es el Logos y ésta sí es engendrada desde la eternidad por el Padre. Es ella la que comunica libremente, sin limitaciones apriorísticas, su Logos a la creación. Por eso la creación es buena e inteligible y sus leyes están libres de prejuicios panteístas. Por eso en esa cosmovisión, y sólo en ella, pudo producirse el nacimiento de la ciencia.

Conviene ahora ver rápidamente cuál es la esencia de esta ciencia moderna de la que hablamos. Los grandes logros tienen, muy a menudo, orígenes muy modestos. El modesto cimiento de la ciencia actual hay que buscarlo en el principio de inercia. Este principio fue el que permitió a Isaac Newton dar el paso hacia la formulación de los otros dos principios del movimiento. Al primero, el de inercia, Newton añadió el de acción y reacción –es decir que toda fuerza que un cuerpo hace sobre otro, genera una fuerza igual y de signo contrario del segundo sobre el primero– y, sobre todo, el tercero, el que pone en relación matemática la aceleración de un cuerpo, su masa y la fuerza que actúa sobre él, según la fórmula a=F/m. Sólo tras el enunciado de estos tres principios pudo Newton descubrir el principio de gravitación universal que es la base de la astronomía moderna. Estos tres principios del movimiento, junto con el de la gravitación universal, quedaron expuestos en su obra Principia Mathematica que se considera el texto fundacional de la ciencia moderna. Pero el principio de inercia no es original de Newton. El lugar común dice que ese principio de inercia fue descubierto por Galileo. Pero eso no es cierto. Fueron dos clérigos universitarios medievales, Jean Buridan y Nicolás de Oresmes los que, en el siglo XIV –tres siglos antes de Galileo y rompiendo con la cosmovisión griega gracias a la cosmovisión nacida de la revelación cristiana–, formularon algo tan evidente como el principio de inercia.

El Renacimiento, con el encumbramiento de la cultura griega, puso a Aristóteles en la cima del pensamiento, eclipsando la cosmovisión cristiana y obstaculizando la aparición de la ciencia. Posteriormente, pensadores como Copérnico, Kepler, Galileo o Newton –todos ellos cristianos convencidos e imbuidos de la cosmovisión cristiana–, contribuyeron al nacimiento de la ciencia. Pero no es sólo que la cosmovisión cristiana permitiese quitarse la venda para ver el modesto principio de inercia. Esta cosmovisión, al romper con el peculiar panteísmo cosmológico griego permitió superar en todos los campos la idea de unas leyes que debían responder a priori a determinados prejuicios sobre cómo debían ser éstas. Me refiero al prejuicio de los movimientos circulares de las esferas o del movimiento natural hacia el centro de los cuerpos sublunares.

Una vez superado este prejuicio, las leyes del movimiento permitieron explicar las causas de los principios de la termodinámica como movimientos de agitación de las partículas, hicieron posible descubrir y, por tanto llegar a explicar, ciertas irregularidades en las órbitas de algunos planetas, permitiendo la formulación de la teoría de la relatividad, dieron pie al descubrimiento de la estructura del átomo como un conjunto de partículas unidas por fuerzas y dotadas de movimiento lo que permitió la explicación científica de la química. Este descubrimiento abrió la puerta al electromagnetismo y desde él, a la física cuántica y así, un largo etcétera hasta llegar al estado actual de la ciencia.

Posteriormente, una vez puesto en marcha el mecanismo de razonamiento científico y demostrado su éxito predictivo y sus aplicaciones prácticas, el pensamiento científico pudo desarrollarse fuera de su matiz, bajo cualquier premisa. Pero todos los científicos, lo sepan o no, sean creyentes, agnósticos o ateos, están dando gloria a Dios y a su Logos mientras intentan desentrañar todos los entresijos de sus leyes del universo.

Desde luego, este progreso de la ciencia, desde sus inicios en la matriz de la cosmovisión cristiana, no ha sido siempre armónico con esa matriz en la que fue engendrada. Aunque los burdos estereotipos de la incompatibilidad entre ciencia y fe son falsos, es cierto que en sus inicios hubo tensiones entre ambas. Pero éstas fueron debidas, sobre todo, a que muchos humanistas cristianos renacentistas y posrenacentistas abrazaron la cosmovisión griega casi con más apego que la cristiana. Este error se transmitió al mundo universitario –no hay que olvidar que las universidades fueron una creación de la Iglesia. Es en esta dificultad para cortar las amarras necesarias con la venerada tradición griega donde hay que buscar la causa de esas desavenencias y no en la Revelación cristiana. Muy al contrario, como acabamos de ver fue la cosmovisión nacida de esa Revelación la que hizo posible el nacimiento de la ciencia, que hubiese sido prácticamente imposible bajo cualquier otra cosmovisión cultural.


[1] Cuando uso términos como “descarta”, “hace imposible”, etc, no quiero expresar imposibilidad. La libertad de pensamiento humana puede sobrepasar esas barreras culturales, pero aunque un genio las sobrepase, el caldo de cultivo de sus ideas sería hostil o, en el mejor de los casos, indiferente a esas ideas y por lo tanto, éstas no encontrarían el humus social en el que desarrollarse. Sin embargo, esto no imposibilita totalmente su desarrollo aunque lo hace muy difícil. Quiero dejar esto claro aquí de una vez por todas, porque no quiero estarlo repitiendo cada vez que use esos términos.


[2] En las traducciones normales del Evangelio de san Juan no se utiliza la palabra Logos, sino palabra o, a veces, Verbo. Pero eso ocurre porque estas traducciones proceden, en la mayoría de los casos de la traducción latina de la Vulgata. pero el Evangelio de san Juan fue escrito originalmente en griego y el término que él utilizaba era Logos.

26 de enero de 2011

Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.

Búscate en el Señor y allí encontrarás paz verdadera y podrás mirarte frente a frente y, abrazado a ti mismo en santa caridad, sentirás la paz permanente de tu alma, llamada por Cristo a la vida eterna. Es mucho más difícil de lo que se cree amarse a sí mismo. Es el principio de la verdadera caridad. ¡Cuán pocos saben amarse en Cristo! Magna labor es la de sustanciarse y hacerse uno en el Señor y vivir consigo mismo, conociéndose y amándose de verdad.

Miguel de Unamuno, Diario inédito.

Realmente sorprendente esta frase en pluma de Unamuno, pero cierta. Escrita, eso sí en su diario inédito, al que tuvo acceso Charles Moeller, para escribir su obra “Literatura del siglo XX y cristianismo”. Fernando Unamuno permitió a Charles Moeller consultar el diario inédito descubierto por Armando Zubizarreta. Verdaderamente, ¡qué distinto puede ser el rostro íntimo de una persona del que muestra hacia fuera!

23 de enero de 2011

Primera no-casualidad

En la entrada de la semana pasada, con el título de “religión de Cristo y cristianismo”, dije que había tres no-casualidades que pretendía desarrollar, a saber:

No es casualidad que la tensión creativa entre poder civil-poder religioso haya nacido en una cultura cristiana.
No es casualidad que la ciencia se haya desarrollado en una cultura cristiana.
No es casualidad que la civilización que más riqueza ha creado haya surgido en una cultura cristiana.
Pues hoy abordo la primera



Primera no-casualidad: No es casualidad que la tensión creativa entre el poder civil y el poder religioso haya nacido en una cultura cristiana.

Estoy convencido de que la tensión es algo imprescindible para la creatividad. No hay más que ver la vida de la inmensa mayoría de los genios para percatarse de ello. Una vida plácida, sin tensiones, sin sobresaltos, sin dificultades, es altamente improbable que sea una vida creativa. Y lo que pasa a nivel individual, ocurre también en la cultura de una civilización. Toynbee muestra cómo todo progreso en una civilización se produce cuando aparece lo que él llama una incitación, que no es otra cosa que una tensión surgida tras dar respuesta a una incitación anterior. Walt Whitman expresa esto admirablemente cuando dice: “Está en la naturaleza de las cosas que de todo fruto del éxito, cualquiera que sea, surgirá algo para hacer necesaria una lucha mayor”. Es evidente que las fuentes de incitaciones que empujan a una civilización hacia su progreso son muchas. Pero una de ellas, y no la menor, es la tensión entre los dos poderes, civil y religioso.

En la historia de todas las civilizaciones que ha desarrollado la humanidad, junto con las religiones que llevan aparejadas, siempre ha ocurrido que, o bien el poder civil se adueñaba completamente del religioso o viceversa, con lo que esa fuente de tensión creativa, de incitaciones, desaparecía o, al menos, se reducía a mínimos que la hacán inútil para producir ningún progreso.

En las antiguas Grecia y Roma, la religión oficial era un instrumento al servicio del Estado. En Roma, el emperador era también el sumo pontífice. Los romanos fueron maestros en domesticar todas las religiones de los pueblos conquistados, fagocitándolas, incorporando sus dioses a su panteón. Todas, menos el judaísmo y el cristianismo.
A partir de un cierto momento de la Roma Imperial, el propio emperador era considerado como un dios.

En las sucesivas civilizaciones del extremo oriente, china y japonesa, siempre ha ocurrido algo parecido. También en la civilización cristiana de Oriente el emperador, tras romper con el incómodo papado, nombraba a los patriarcas a su antojo.

Hay otras civilizaciones en las que ha ocurrido lo contrario. En las civilizaciones de la India, siempre el poder religioso ha estado por encima del civil. Tienen la creencia religiosa de que las personas nacen con distinta calidad humana intrínseca en función de sus encarnaciones anteriores, lo que hace que durante toda la vida sean brahamanes o intocables, por nombrar las dos castas extremas de la escala social. Esta convicción religiosa ha llevado a una ordenación política y social basada en el paralizante sistema de castas.

En las civilizaciones como la azteca o la inca sus creencias religiosas influían hasta el punto de obligar a actos rituales de sacrificios humanos. Sacrificios cuya materia prima se procuraba que fuesen personas de otras naciones o tribus, lo que llevaba a un sistema de guerras o razias de captura de víctimas para los sacrificios. Este sistema produjo unos terribles odios intertribales que hicieron posible la conquista de estos imperios por un puñado de españoles. Sin estas enemistades, esa conquista no hubiese sido posible.

En la civilización del antiguo Egipto, aunque el faraón era un dios, era un dios cautivo del sistema religioso. Véase si no, en qué acabó el experimento monoteísta de Amenotep IV, con su culto a un único Dios, Atón, por el que este faraón cambió su nombre por Akenatón –adorador de Atón. El experimento duró lo que su vida.

El Islam es un caso especial. Mahoma dejó claro en el Corán que la religión debería marcar la legislación hasta en sus menores detalles. Hasta la conquista turca, el título de Califa, sucesor del profeta, era el que daba la legitimidad para gobernar, por supuesto, de acuerdo con la ley coránica, la saria. El hecho de que desde casi el principio hubiese dos califatos en discordia, chiíes y suníes, no hizo sino reforzar esta sumisión. Tras la conquista del oriente próximo por los tucos selyúcidas y posteriormente por los turcos otomanos, los sultanes turcos, que no eran de raza árabe, tuvieron reparos en romper una tradición por la que el califa debía ser un descendiente del Profeta y, por tanto, de raza árabe, y separaron el poder político, ejercido por ellos, del religioso, ejercido por un califa. Pero ese califa no era otra cosa que un títere, prisionero de los sultanes, que no hacía más que lo que éstos le ordenaban. El poder político anuló totalmente al religioso. En el siglo XVI llegaron a cansarse de esa tradición y decidieron que el sultán fuese también el califa, por lo que la sumisión fue ya total, sin siquiera la ficción de un califa diferente. No fue hasta 1922 cuando Mustafá Kemal Ataturk, abolió el califato, con lo que ya no había siquiera poder religioso. Sin embargo, los pueblos árabes, tras verse libres del yugo turco, aún sin volver a instaurar el califato, comenzaron a desarrollar un fundamentalismo islámico, con su saria y sus fatuas como normas de dirección política en los países en los que se hacían con el poder, justificando el uso de la violencia como medio de conquistar y mantener ese poder. Esa marea está todavía subiendo, amenazando incluso con someter a la propia Turquía. En la historia musulmana se ha dado por lo tanto una alternancia de ida y vuelta, pero en cada una de las fases un poder dominaba totalmente al otro, sin ningún tipo de tensión creativa.

No ha ocurrido así en el cristianismo. Ya desde el principio Cristo dijo claramente que cada uno de los poderes tenía su propio ámbito. La famosa frase de “dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”, citada por los tres evangelistas sinópticos cuando le preguntan a Cristo si es lícito pagar el tributo al César, es clara a ese respecto. Pero hay otro pasaje que especifica que nuestra conducta en el mundo deben estar sujeta a la ley superior del amor y la justicia, contraria al egoísmo. Y esto también cuando el hombre promulga leyes y aún siendo éstas independientes del poder religioso. Así, cuando alguien le dice a Jesús (Cfr. Lucas 12, 13-15): “Maestro, dile a tu hermano que reparta la herencia conmigo”, éste responde: “Amigo: ¿Quién me ha hecho juez o árbitro entre vosotros?”, lo que indica la independencia del poder civil. Pero añade: “Tened mucho cuidado con todo tipo de avaricia, [...]”. Sería como, por poner un ejemplo, la independencia del poder judicial frente al ejecutivo, pero estando sujeto a la Constitución.

Este camino de actuación señalado por Jesús, encuentra su eco en la primerísima Iglesia. En efecto, san Pedro, el primer papa, dice en su primera epístola (1 Pedro 2, 13-17): “En atención al Señor, obedeced respetuosamente a toda institución humana, ya sea el jefe del Estado, en cuanto soberano, ya sean los gobernadores en cuanto comisionados por él para castigar a los malhechores y premiar a los que actúan bien. Pues esta es la voluntad de Dios: que al hacer el bien tapéis la boca a los ignorantes e insensatos. [...] Mostrad aprecio a todos, amad a los hermanos, honrad a Dios, respetad al jefe del Estado”. Conviene recordar que cuando san Pedro escribe esto, el jefe del Estado era Nerón. En este pasaje se establece que la ley humana debe estar hecha para castigar a los malhechores y premiar a los que actúan bien. La ley, incluso las leyes injustas de Nerón, deben ser obedecidas, sin dejar por ello de practicar el bien, pues ésta es la voluntad de Dios ya que es así como se tapa la boca a ignorantes e insensatos. Los primeros cristianos obedecían las leyes civiles de Roma, pero no se doblegaron al politeísmo romano de su religión oficial.

Esto dio lugar, en la tradición cristiana a la llamada “teoría de las dos espadas”. Siglos más tarde, en plena época de tensiones entre el imperio de Oriente y la Iglesia, el papa san Gelasio I (492-496), declaró: “El único poder reside en Cristo pero Él, de hecho, a causa de la debilidad y la soberbia humana, ha separado para los tiempos sucesivos los dos ministerios (civil y religioso), de manera que ninguno se ensoberbezca”.

Son estos mimbres los que han hecho que únicamente en el occidente Cristiano haya podido mantenerse durante veinte siglos esa tensión creativa. La soberbia humana, tanto de los hombres de la Iglesia como de los hombres de Estado ha hecho que unos y otros se equivocarán a lo largo de la historia . Pero siempre tenían enfrente otro poder para llamarle al orden. No ha sido fácil y, muchas veces, las tensiones han llegado a límites durísimos. Pero ninguno de los dos poderes, en ningún momento de los últimos 2000 años, se ha rendido completamente ante el otro. Sería largo enumerar todos los episodios de estas tensiones . A título de ejemplo citaré brevemente sólo algunos.

A lo largo de todas las disputas trinitarias y cristológicas de los primeros siglos, los emperadores bizantinos pretendían imponer las opciones más contemporizadoras para la unidad del conjunto de sus súbditos, con independencia de la revelación. Jamás el papa cedió ante las presiones imperiales, lo que produjo destierros y muertes entre los obispos que se mantenían fieles al papado en contra de la postura imperial. Incluso algún papa pagó cara la osadía de enfrentarse al dogma exigido por el emperador. Si se hubiese cedido, posiblemente se hubiese perdido el concepto de que en Cristo coexisten, indisolublemente unidas en una sola persona, dos naturalezas, la humana y la divina. Y un Cristo que fuese sólo hombre no daría respuesta a la esperanza cristiana y uno que fuese sólo Dios no nos daría la certidumbre de que un hombre real haya vivido en sus carnes todas las injusticias y las muertes que vivimos los humanos. Un Cristo que no fuese hombre no nos respondería al misterio del sufrimiento humano. Estas disputas culminaron en el cisma de la Iglesia ortodoxa griega, que sí se sometió casi totalmente al poder imperial. A partir de la caída de Constantinopla en 1452 ante los turcos y del dominio de éstos sobre lo que había sido el territorio europeo del Imperio Bizantino, el centro de gravedad de la Iglesia Ortodoxa se desplazó hacia Rusia, donde continuó sometida al poder de los duques moscovitas primero y de los zares más tarde. Cuando triunfó el comunismo en Rusia, fue la Iglesia católica la que le plantó cara, con el desenlace que todos conocemos.

En el Occidente, Carlomagno y sus sucesores directos e indirectos, los emperadores francos primero y germanos después, protegieron a la Iglesia, pero exigiendo como contrapartida la potestad para nombrar obispos y otros cargos eclesiásticos. Esto, llevado al límite, provocó un largo y durísimo enfrentamiento entre el papado y el imperio, que se conoce como la guerra de las investiduras. Fue por este motivo por lo que Lutero, siglos más tarde, tuvo éxito en su llamada reforma, porque cedió totalmente ante el poder de los príncipes alemanes que le protegieron.

Más tarde, las monarquías medievales, en Francia e Inglaterra principalmente, intentaron imponer el pode real sobre la Iglesia. En Inglaterra este enfrentamiento culminó, en el siglo XVI, tras siglos de tensión, con la ruptura de la iglesia anglicana de la que Enrique VIII se autoproclamó cabeza máxima. Pero nunca dejó de haber una minoría católica, privada de muchos derechos, que ha subsistido hasta hoy en día. Es significativo que el ex-Premier Británico Tony Blair o los duques de Kent, se convirtiesen recientemente al catolicismo. Cuesta un poco ver al príncipe Charles como el futuro cabeza de la iglesia anglicana.

En España, si bien no hubo grandes tensiones, ya que la monarquía española abrazó incondicionalmente el catolicismo, si fue significativo el papel de las órdenes religiosas –franciscanos, dominicos, carmelitas, jesuitas y otros– en la humanización del trato a los indios durante y tras la conquista. Los dominicos, y muy en concreto fray Bartolomé de las Casas en un papel activo y fray Francisco de Vitoria en un papel de presión intelectual, forzaron a la corona –a Carlos V, concretamente– para que promulgase las leyes de indias de 1542, únicas en la historia en las que un pueblo conquistador se plantea los límites de sus derechos de conquista. En contra de lo que afirme la leyenda negra contra la Iglesia y la monarquía Española, en Hispanoamérica, la población autóctona tiene, en la mayoría de los países, una enorme presencia, inexistente en la América sajona. Y también, a pesar del pensamiento políticamente correcto, fue tras la independencia de esos países, lograda por una minoría criolla y masónica, cuando mayor fue la opresión a esa población autóctona.

La Ilustración aumentó paulatinamente la tensión ente los dos poderes. Inicialmente ésta se produjo en un plano filosófico agresivo, representado por el grito de Voltaire de “écrasez l’infame” "aplastad a la infame", referido a la Iglesia, hasta degenerar en una sangrienta represión, en la revolución francesa. El gobierno jacobino de Francia inventó la Iglesia constitucional, sometida absolutamente al poder civil, que acabó en un fracaso histórico tan pronto como llegó el Directorio. En el Imperio Austro-Húngaro, este intento tuvo su reflejo en el llamado josefinismo y, aún hoy en día, el gobierno chino intenta someter a la muy minoritaria Iglesia católica con la llamada iglesia nacional china. Más tarde, Napoleón intentó someter a la Iglesia católica obligando al papa Pío VII a que le coronase emperador en París. Tras la Restauración, pero sobre todo a partir de 1830, la relación entre ambos poderes fue de cierta tolerancia, despectiva por parte del poder civil y vigilante por parte de la Iglesia.

Esta situación se ha prolongado, más o menos, hasta nuestros días desembocando en una beneficiosa laicidad de los Estados modernos, que a veces se trasforma en un laicismo ideológico excluyente en el que se intenta silenciar a la Iglesia en todas sus denuncias sobre leyes injustas como el aborto y reducir la fe al ámbito estrictamente privado.

Es indudable que esta tensión entre ambos poderes ha tenido efectos perniciosos, como el cisma de Oriente o la separación entre católicos y protestantes. Indudablemente, si la Iglesia católica se hubiese sometido, estos cismas probablemente no se hubieran producido pero a costa, seguramente, de la muerte del cristianismo. Pero, desde una perspectiva histórica sus efectos beneficiosos para la civilización Occidental han sido inmensos y no se hubiesen dado con ese sometimiento.

Sin duda alguna, fue la institución del papado la que permitió esa resistencia contra viento y marea. Institución que fue expresamente creada por Cristo. A quien quiera profundizar en esta afirmación, le recomiendo la lectura de mi entrada a este blog de fecha 28 de marzo del 2010, con título “La fe en Cristo VII; ¿Cristo sí, Iglesia no?”.

Pero quiero ahora ceder la palabra a dos autores agnósticos como Toynbee y Amín Maalouf para que afirmen el papel del papado y expliquen cuáles han sido los efectos beneficiosos de esta resistencia. Nos dice Toynbee en su enciclopédica obra “El estudio de la historia”:

“¿No es acaso cierto que la Iglesia romana está incomparablemente más vigorosa y ejerce una influencia mucho mayor en el siglo XX que en ninguna época anterior a partir del concilio de Trento? [...] ¿No es también cierto que en el momento de escribir estas líneas la Iglesia romana, en su armadura tridentina, sería la única institución capaz de desafiar y resistir al estado comunista totalitario y neopagano? ¿Y no queda ello demostrado por el temor y el odio particulares con que Moscú mira al Vaticano? Si fuera así, la imagen de los tegumentos exteriores del dinosaurio sería menos apropiada que la de un largo sitio resistido con éxito; la fase tridentina de la historia católica podría asemejarse a la fase churchiliana de la historia británica desde la caída de Francia hasta el día D (del desembarco en Normandía). [...] Si tomamos una vista sinóptica de las diferentes formas sobrevivientes de cristianismo occidental en su estado presente y las comparamos respecto a su relativa vitalidad, encontraremos que ésta varía en razón inversa al grado en que cada una de estas sectas ha sucumbido al dominio secular. Indudablemente el catolicismo es la forma de cristianismo occidental que muestra hoy señales más vigorosas de vida; y la Iglesia católica –a pesar de los extremos a que los modernos gobernantes han llegado, en ciertos países y en ciertos momentos, para afirmar su propio dominio secular sobre la vida de la Iglesia dentro de sus fronteras– nunca ha perdido la inestimable ventaja de estar unida en una sola comunión bajo la presidencia de una sola autoridad eclesiástica suprema”.

Toynbee escribió esto antes del Concilio Vaticano II y, por supuesto, antes de la caída del muro de Berlín. Si lo hubiese visto este último acontecimiento, se hubiese sentido halagado por la perspectiva y la agudeza de su visión histórica. Tampoco sé su opinión, que seguro la tenía, pues murió en 1975, sobre el Concilio Vaticano II, pero no creo que sea disparatado pensar que hubiese visto en él, el equivalente al desembarco en Normandía una vez que se consideró que había llegado el momento de llevar la “guerra” al territorio “enemigo” en vez de permanecer a la defensiva. Sugiero la lectura de mi entrada de fecha 18 de Julio del 2010 que lleva por título “El nuevo milenio, la Iglesia y el Espíritu Santo”.

Por su parte, Amín Maalouf, en su obra “El desajuste del mundo; cuando nuestras civilizaciones se agotan”, escribe:

“Nadie pretenderá decir, supongo, que los papas fueron, en el curso de la historia, los promotores de la libertad de pensamiento, del progreso social o de los derechos políticos. No obstante, lo fueron; indirectamente y algo así como de rebote, pero con mucha fuerza. Al hacerles de contrapeso a los poseedores del poder temporal, pusieron trabas continuamente al arbitrio de las monarquías, les bajaron los humos a los emperadores y así le crearon a un sector significativo de la población europea, sobre todo en las ciudades, una zona en la que se podía respirar. En este intersticio entre dos absolutismos se fue desarrollando despacio el embrión de la futura modernidad que un día iba a socavar los tronos de los monarcas y la autoridad de los soberanos pontífices”.

Ciertamente, hoy en día ya no hay, al menos en Occidente, gobiernos dictatoriales, y también la Iglesia ha cambiado. Pero sigue esa tensión creativa bajo distintas formas. Por ejemplo, bajo la oposición a un laicismo ideologizado que promueve la dictadura del relativismo moral bajo la etiqueta demagógica de una falsa “tolerancia”. Y es más que discutible que la Iglesia haya perdido su autoridad, en su sentido etimológico de “auctoritas”, aunque sí haya perdido, afortunadamente, su poder, en el sentido de “potestas”.

“Lo que garantizó la permanencia de los papas, y de lo que carecieron los califas, fueron una Iglesia y un clero” –continua Maalouf.

Maalouf, en esta obra se muestra muy preocupado por las raíces del choque Islam-Occidente, de ahí esta comparación y otras muchas, que omitiré en estas citas por motivos de brevedad y porque no son el tema de estas páginas.

“Pero la influencia del papado no se limitó a ese papel de contrapoder. Como guardián de la ortodoxia, contribuyó a la preservación de la estabilidad intelectual de las sociedades católicas e, incluso, a su estabilidad a secas. [...] Cuando teorías radicales, como la que predicaba en Florencia en el siglo XV el monje Savonarla, empezaron a propagarse, Roma se opuso y su autoridad permitió terminar con ellas de forma definitiva. El desdichado acabó en la hoguera. En tiempos más cercanos a los nuestros, y en otro registro, cuando a algunos católicos de América Latina los tentó, a partir de la década de 1960, una “teología de la liberación” y algunos sacerdotes –como, por ejemplo, el colombiano Camilo Torres– llegaron a empuñar las armas codo con codo con los marxistas, la Iglesia puso un punto final firme a esa “desviación”. [...]; lo que me parece significativo es la eficacia del mecanismo al que recurrió la institución papal para acabar radicalmente con esos excesos”.

Conviene diferenciar entre esos “mecanismos”. Mientras en el siglo XV, Savonarola acabó, desgraciadamente, en la hoguera, en el ejercicio de la “potestas” que entonces tenía la Iglesia, en el siglo XX fue sólo la “auctoritas” la que puso final a la “teología de la liberación”.

“Otra de las paradojas del papado es que esa institución, eminentemente conservadora, ha permitido salvaguardar, entre otras cosas, el progreso”.

Maalouf expone aquí un ejemplo anecdótico que se refiere al uso del velo por las mujeres en las celebraciones religiosas católicas. Ejemplo que omito por largo e insignificante, pero que luego traeré a colación por una generalización indebida de Maalouf.

“En la historia de Occidente, la institución eclesiástica funcionó a menudo de esa forma y, así, contribuyó al progreso material y moral de la civilización europea, al tiempo que se esforzaba en ponerle coto. Ya se trate de ciencia, de economía, de política o de conductas sociales, sobre todo en temas de sexualidad, la actitud del papado fue siempre en la misma dirección. Al principio rechazo airado, cortapisas, condenas, prohibiciones. Luego, con el paso del tiempo, casi siempre de mucho tiempo, cambian de opinión: reconsideraciones y posturas suavizadas. Después, aceptación, con algunas reticencias, del veredicto de la sociedad de los hombres; se le da validez al cambio y queda anotado, como quien dice, en el registro de las cosas lícitas. A partir de ese momento ya no se tolera a los excesivamente celosos que quieran dar marcha atrás”.

Ni que decir tiene que esa forma de funcionamiento de la institución eclesiástica, que es cierta para el uso del velo y para otras costumbres que son preceptos humanos, como el ayuno antes de la comunión o la Misa en lenguas vernáculas, no se produce para las cosas que forman parte del núcleo fundamental del dogma y la moral cristiana. No se ha producido en lo que respecta a la ordenación sacerdotal de las mujeres, ni a las relaciones prematrimoniales, ni a la indisolubilidad del matrimonio, ni al aborto, ni a la práctica de las relaciones homosexuales ni a un largo etcétera de aspectos medulares de la moral cristiana. Y estoy convencido de que no se producirán. Porque la Iglesia sabe que no es la propietaria de la doctrina que predica sino, únicamente su depositaria. Sí podría cambiar, aunque espero que no lo haga, el celibato sacerdotal, porque éste es un mandato canónico, pero no teológico. En un aspecto sustancial difieren en gran medida el judaísmo y el cristianismo por un lado, y el Islam por otro y esto debiera saberlo bien Maalouf. La revelación judeo-cristiana no es literal, sino que ha sido inspirada por Dios a personas concretas en circunstancias históricas y personales concretas. Cabe, por tanto, interpretar qué es ropaje y qué es núcleo de la revelación. No ocurre así en el Islam, que afirma que el Corán le fue dictado textualmente a Mahoma como un código completo en sí mismo y no interpretable. Como la Iglesia resistió en el pasado, y a costa de muchas penalidades, toda presión sobre las dos naturalezas de Cristo o el dogma Trinitario, con más razón lo hará en este siglo ante la presión mediática y social, insistente pero incruenta para que cambie normas esenciales de la revelación.

“Durante siglos, la Iglesia católica se negó a creer que la Tierra fuese redonda y que girase alrededor del Sol; y en lo tocante al origen de las especies, empezó por condenar a Darwin y el evolucionismo; hoy en día tomaría medidas si a uno de sus obispos se le ocurriera interpretar los textos sagrados estrictamente al pie de la letra, como lo hacen aún algunos ulemas de Arabia (todos los ortodoxos) o algunos predicadores evangelistas de Norteamérica”.

Este párrafo denota una crasa ignorancia por parte de Maalouf. Nunca la Iglesia se negó a creer que la tierra era redonda. Eso era cosa ya sabida desde la Grecia clásica y sólo el pueblo llano y los marinos supersticiosos creían en una tierra plana y en el correspondiente finisterre. Podría citar textos del siglo VII de Beda el Venerable, pero no hay más que recordar la iconografía cristiana románica para ver a Jesucristo, el Salvador del mundo, con la tierra redonda en la mano. Jamás la Iglesia católica condenó el darwinismo. Fue la iglesia anglicana la que se opuso ferozmente a Darwin. No creo necesario recordar que los predicadores evangelistas a que se refiere Maalouf son protestantes, así como los que intentan que en las escuelas de Estados Unidos se enseñe el creacionismo en pie de igualdad con la teoría de la evolución. Sobre este tema recomiendo la lectura de mis entradas a este blog, ambas con fecha 3 de Julio del 2007 y títulos “Visión cristiana de la evolución” y “Carta a un católico antievolucionista”. En cuanto a la disputa heliocéntrica, la Iglesia católica no dijo nada en su contra cuando Copérnico –que era un canónigo católico– le dedicó al papa León X su libro “De revolutionibus”. De hecho, permitió que en sus universidades se explicase esta teoría como una hipótesis. Sólo cuando Galileo se empeñó en cambiar el sentido de las escrituras en base a lo que esa teoría era entonces, una hipótesis, le prohibió a éste presentarla como cierta, aunque le estaba permitido exponerla, como ocurría en la Universidades, como una hipótesis. No fue su opinión sobre esa teoría lo que hizo que Galileo fuese condenado a arresto domiciliario. Fue su desobediencia la prohibición de presentar el heliocentrismo como mera hipótesis, en su libro “Diálogo sobre los dos sistemas del mundo” sin ser capaz de demostrar su teoría. Indudablemente que hubo abuso de la “potestas” que entonces tenía la Iglesia, pero no oscurantismo ante la ciencia. En cuanto esta teoría fue demostrada por Newton, más de medio siglo después de la muerte de Galileo, la Iglesia la aceptó sin mayor problema y procedió a cambiar el sentido de las Escrituras, como el cardenal Bellarmino le había dicho a Galileo que harían tan pronto como fuese demostrada como cierta. Para este tema recomiendo la lectura de mi entrada a este blog de fecha 22 de Febrero del 2009 y título “Galileo y la Iglesia”

“La desconfianza que prevalece en la tradición musulmana y en la protestante respecto a una autoridad religiosa centralizadora es totalmente legítima y de inspiración democrática; pero tiene un efecto secundario calamitoso: al no existir esa intolerable autoridad centralizadora, ningún progreso queda establecido de forma irreversible. Incluso cuando los creyentes viven su fe, durante décadas, de la manera más generosa, más ilustrada y más tolerante que darse pueda, nunca están a salvo de una “recaída”, nunca están a salvo de una interpretación celosa que aparezca un día y se lleve por delante lo ya conseguido. Y ya se trate, también aquí, de ciencia, de economía, de política o de conductas sociales [...]. Vuelven una y otra vez las mismas controversias referidas a lo lícito y lo ilícito, lo pío y lo impío; al faltar una autoridad suprema, no se “valida” ningún progreso de una vez por todas y ninguna opinión expresada en el transcurso de los siglos queda definitivamente catalogada como obsoleta. Tras cada paso adelante, viene un paso atrás, hasta el punto de que ya ni se sabe qué es atrás ni qué es adelante. La puerta queda siempre abierta a todas las escaladas, a todas las virulencias y a todos los retrocesos”.

A la vista del párrafo anterior parece obvio que esa desconfianza que prevalece en la tradición musulmana y en la protestante respecto a una intolerable autoridad religiosa centralizadora, será totalmente legítima y de inspiración democrática, pero es errónea desde el punto de vista del progreso. Me parece además que Maalouf hace un uso también erróneo de término democracia. La democracia es, en palabras de Churchill, “el menos malo de los sistemas de gobierno una vez descartados todos los demás”. Dado que es difícil saber dónde está la verdad en cuanto a cual es la mejor manera de proceder en política, el criterio democrático se ha demostrado como el menos malo. Pero cuando el concepto de democracia se saca de su terreno y se lleva a otros, como el científico o el ético o el de la búsqueda de la verdad, pierde su sentido y su legitimidad.

Siento que esta entrada se ha alargado más de lo razonable. Pero cada cosa requiere su tiempo y su espacio, y ser más sintético hubiese sido caer en el simplismo. Podía haberme ahorrado la larga cita de Amín Maalouf y mis comentarios a la misma, pero me ha parecido muy adecuada, más aún viniendo de una persona agnóstica.

19 de enero de 2011

Frases 19-I-2011

Tomás Alfaro Drake


Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.

¡Oh hombre!, ¿hasta dónde puedes resistir? ¿Puedes resistir aún el golpe de esto y aquello; puedes resistir, en fin, el golpe de que ya no te quede más que un absoluto de miseria? y, por encima de esto... ¿puedes, en la miseria misma, saborear, sentir el máximo de plenitud?

Charles du Bos, Diario.

Sólo si se sabe uno amado por Dios en Cristo de forma absolutamente gratuita. Sólo si uno se sabe amado infinitamente, precisamente en sus pobrezas y miserias. Sólo así se pueden aceptar nuestras miserias y, desde ellas, amarnos a nosotros mismos y sentir la plenitud de esa aceptación en el amor de Dios.

17 de enero de 2011

Religión de Cristo y cristianismo

Tomás Alfaro Drake

Acabo de terminar de leer uno de los últimos libros de Amin Maalouf, con el título de “El desajuste del mundo; cuando nuestras civilizaciones se agotan”. Es uno de esos libros que pretenden escudriñar el futuro de la humanidad ante los retos que se le presentan. Amin Maalouf es un gran novelista y, como cristiano maronita libanés y hombre cosmopolita, un puente entre la cultura occidental y la musulmana. Es además un hombre de aguda inteligencia. Por lo tanto, la lectura de su libro es de gran interés. Pero como en el caso de muchos de los escritores que abordan este tema –en el que casi siempre, desde una u otra óptica, se aborda el problema religioso–, hay pasajes que denotan una grave confusión entre lo que podríamos llamar la religión de Cristo y el cristianismo y entre éste y otras religiones.

La religión de Cristo está en los Evangelios. Éstos nos dicen que Dios, en cumplimiento de promesas antiguas hechas al pueblo que eligió para llevar la salvación a todos los hombres, se encarnó en Jesucristo para atraer a sí a todos. Afirman que Jesucristo es realmente Dios y realmente hombre. Nos dan cuenta del código moral que proclamó, en el que no puede leerse ni una sola exhortación a la violencia y sí muchas llamadas a la hermandad de todos los hombres, a la respuesta de amor ante el odio, al perdón incondicional, a la aceptación de la debilidad humana de buena voluntad. Un código moral inalcanzable por ningún otro, ni religioso ni profano. Código que no está basado en el cumplimiento formal de unos principios más o menos benéficos, sino en el amor y agradecimiento a Jesucristo por regalarnos la salvación. Nos hablan de cómo ese hombre, que es Dios, compartió nuestra naturaleza en el sufrimiento, el abandono, la injusticia y la muerte, y muerte injusta de cruz. Nos revelan cómo venció a esa muerte como primicia de que todos los hombres la venceremos con Él. Nos dicen que ese Cristo, que subió a los cielos, está, sin embargo, presente en la historia a través de la Iglesia que fundó para perpetuarle en el mundo y en cada hombre a través de los sacramentos, especialmente la Eucaristía. Para hacernos capaces de acercarnos al cumplimiento de ese código moral con su fuerza, no con nuestra debilidad. Nos hablan de la salvación de los hombres y de la historia del amor inaudito de Dios. Nos dicen que Jesucristo reescribirá la historia, borrando de ella las injusticias humanamente imborrables, restituyendo la dignidad irremisiblemente pisoteada de millones de personas, enjugando el inmenso torrente de lágrimas y el recuerdo de esas lágrimas de todas las mejillas y de todas las mentes.

Sólo una pequeña fracción de los seres humanos, pero no insignificante en número, han vivido esta religión con bastante aproximación. Son los santos. Conocidos y anónimos. Pocos, pero suficientes para mostrar que el seguimiento de Cristo no es imposible, con Él. Suficientes para iluminar el camino en la oscuridad. Son aquellos a los que se pueden aplicar las palabras de la epístola a los hebreos: “aquellos hombres, de los que el mundo no era digno”. No creo que nadie con buena voluntad dude que si la mayoría de los seres humanos siguiesen las enseñanzas de la religión de Cristo, como las han seguido los pocos santos que en el mundo han sido, esta tierra sería un lugar maravilloso y todos los inmensos problemas y desafíos –incitaciones, las llamaría Toynbee– a los que la humanidad se ve sometida, encontrarían las respuestas adecuadas. Indudablemente, esta religión de Cristo rejuvenecería al mundo. Es una receta que nunca se ha probado en la historia de la humanidad, salvo en pequeñas comunidades. No es por tanto un dejá vu, algo obsoleto como lo presentan los escritores a los que me refería al empezar este escrito, porque Cristo y su mensaje son eternos, intemporales, eternamente jóvenes. No es una de esas ideologías que han llevado a la humanidad al desastre en el siglo XX, prometiendo atajos hacia el paraíso en la tierra sin cambiar el corazón del hombre y desterrando a Dios del mismo. Es, al contrario, algo que requiere la conversión del corazón de cada uno de los seres humanos. O de un número suficiente para hacer fermentar la masa.

Cristo nos dejó dicho que el reino de los cielos estaba ya en este mundo. “El Reino de Dios está entre vosotros” (Lucas 10,9), nos dijo. No quería decirnos con esto que estuviese cerca en el tiempo. Tampoco que esté cerca en el sentido de que este mundo actual se parezca a lo que será el Reino. Nos decía que debemos construir el Reino de Dios en nuestros corazones. Y cuando esté en el corazón de los hombres, habrá llegado al mundo. Y cuando llegue, se hará realidad un paraíso terrenal auténtico, no esos sucedáneos sin Dios de las ideologías mortíferas del siglo XX y los que puedan prometer traernos las ideologías sin Dios del siglo XXI en el que entramos. Esta es la gran promesa y la gran esperanza del mundo. Esta es la Buena Noticia de la religión de Cristo. Y esta religión de Cristo, o es mentira, y entonces es la mentira más despiadada que nunca se haya contado a la humanidad o, si Dios realmente se ha encarnado, lo ha hecho para todos los hombres, para todos los hijos de Dios, sin distinción de razas o culturas. Lo ha hecho para los hombres de toda religión. Si es verdad, no puede ser más que la religión universal, la que debe acabar ganando la salvación por el amor para el corazón de todo ser humano. No es que las demás religiones sean falsas, sino que son búsquedas parciales, más o menos acertadas, pero siempre incompletas, de esa necesidad del hombre de religarse con Dios. Búsquedas que no pueden encontrar su fin y su descanso sino es en la religión de Cristo, del Dios encarnado. Porque el hombre puede llegar hasta una cumbre en su búsqueda de Dios, pero desde ella, tan alta como sea, no puede más que alzar los brazos al cielo y pedir a Dios que venga a su encuentro. Y esto es lo que ha hecho Dios en Cristo.

La Iglesia es parte de esa religión de Cristo, porque a través de ella quiso Él quedarse en el mundo con nosotros hasta el fin de los tiempos. Misteriosamente, y a través de hombres pecadores, esta Iglesia puede hacerle presente en la Eucaristía, traer su perdón al mundo, darnos su gracia para podamos hacer esa transformación de nuestros corazones.

Pero hasta ahora, en la historia de la humanidad, de esta religión de Cristo sólo hemos sido capaces de instaurar el cristianismo. Es la religión de una muchedumbre de hombres que sólo en pequeña medida hemos llevado a nuestra vida a Cristo. Esos seres humanos caminamos en la historia con nuestra mediocridad y nuestros pecados, dando un triste testimonio de Cristo, creando incluso un grave escándalo que impide creer a multitud de hombres de buena voluntad. Esa Iglesia, que forma parte de la religión de Cristo, está formada por seres humanos que, aunque deberían dar el más alto testimonio de Él, han pecado demasiado a menudo con comportamientos que han manchado horriblemente el rostro de Cristo. Nunca he gastado ni una línea en defender lo indefendible del comportamiento de los cristianos y de la Iglesia en la historia y no lo voy a hacer ahora. Pero sí, en honor a la verdad, he denunciado siempre, y lo seguiré haciendo, la leyenda negra que pesa sobre esa Iglesia que, sin ser modélica, hace de ella una caricatura tan siniestra como falsa.

Esa imperfecta Iglesia está llena de santos, conocidos y anónimos que han sido, son y serán lo más glorioso y emulable de la humanidad. Y si a esos santos –yo lo he hecho con algunos de los anónimos– se les pregunta de dónde sacan la fuerza para esa santidad nos dicen primero, con una auténtica sorpresa, que ellos no son santos y si, en cambio, unas criaturas débiles y pecadoras. Y nos lo dicen con absoluto convencimiento, sin el menor atisbo de falsa modestia, porque su cercanía a su ejemplo, Cristo, les hace conscientes del abismo entre la santidad y la fuerza de Dios y su debilidad, miseria y pequeñez. Sólo después, nos dicen que mantener esa cercanía sólo les resulta posible a través de los sacramentos de la Iglesia. De esa Iglesia que, a pesar de los pesares, es parte de la religión de Cristo. De esa Iglesia con santos orantes que la sostienen continuamente con su oración. Esos hombres y mujeres, sostenidos por la oración de la Iglesia, son los que nos encontramos en cualquier rincón del mundo, compartiendo la suerte de los que sufren la mayor carga de la injusticia y la maldad de este mundo. Son los que se empecinan en quedarse, a riesgo de sus vidas, allí donde todos los demás han abandonado y se han ido. Se podría decir de todos ellos, los orantes y los actuantes, lo que Churchill dijo de los pilotos de la RAF cuando en la batalla de Inglaterra evitaron que la aviación alemana allanase el camino para el desembarco alemán en las islas Británicas: “Nunca tantos han debido tanto a tan pocos”. Pero también en esa Iglesia, formando parte de la religión de Cristo, están los que Joseph Malègue, llamaba las clases medias de la salvación. Somos todos esos cristianos que, sin ser santos ni de lejos, luchamos cada día con nuestras mediocridades para intentar acercar un poco el mundo a Cristo.

Pero además, y ahondando más en la historia, gracias a esa Iglesia, con todos sus defectos, es en esta cultura occidental, profundamente impregnada de cristianismo, en la que se han dado lo que yo llamo tres no-casualidades.

No es casualidad que la tensión creativa entre poder civil-poder religioso haya nacido en una cultura cristiana.
No es casualidad que la ciencia se haya desarrollado en una cultura cristiana.
No es casualidad que la civilización que más riqueza ha creado haya surgido en una cultura cristiana.

Estas tres no casualidades las abordaré en las próximas entradas.

Por todo esto, los cristianos tenemos la responsabilidad, me atrevería a decir que histórica, de transfigurar el cristianismo en la religión de Cristo y exponerla al mundo. Porque, “he aquí el momento de la historia en que todos los filtros con los que se embriagaba la esperanza se han revelado, todos a la vez, como venenos. Esta esperanza loca, que en 1789 había marchado a la conquista de la felicidad –“la felicidad es una idea nueva en Europa”, decía Saint Just–; esta esperanza loca, que se había precipitado por tantos caminos, siguiendo a los jacobinos y a los adoradores de la nación deificada, siguiendo a la doble posteridad de Voltaire o de Rousseau, a los saint-simonianos, a los ideólogos de 1848, a los que creían en el interminable progreso de las luces; esta pobre loca descubre hoy que todos esos caminos convergen hacia el mismo campo de concentración, hacia la misma cámara de gas, hacia los mismos escombros de las ciudades bombardeadas, hacia los cadáveres de Hiroshima, atrozmente abrasados. Y llegada a este punto, enloquecida, se ha dejado arrastrar por los apóstoles de la nada, por los predicadores del vacío existencial, hasta llegar a un hastío incurable en medio de la opulencia y el exceso de bienes materiales. Por eso nosotros, que hemos recibido en depósito el secreto del Reino de Dios y las palabras de vida eterna, por débiles que seamos en apariencia, seguimos siendo los dueños de la hora presente.

Por eso, los que intentamos seguir la religión de Cristo tenemos que gritar el secreto que nos ha sido revelado, proclamarlo en las azoteas para que los que son presa de la desesperación no puedan decirnos: "¿Por qué calláis? ¿Por qué? ¿Es que no existe respuesta? ¿Ninguna respuesta? ”

¿Cómo? No hay más que una forma, caminando nosotros mismos hacia la santidad, sin estancarnos tranquilamente en la mediocridad. Santidad que no significa, en la religión de Cristo, el cumplimiento farisaico de unas normas en busca de una especie de nirvana individual, sino que supone un encuentro personal con Cristo para, desde el amor que necesariamente surge de ese encuentro, salir de nosotros mismos hacia el sitio en donde Él nos ha dicho que está, en todos los hombres necesitados. Y la primera necesidad de los hombres de este mundo, aunque ciertamente no la única, es precisamente Cristo. Una paradoja de la religión de Cristo es que a Él lo encontramos donde no está, es decir, en los hombres a los que Él les falta. En un mundo en el que dos tercios de la humanidad sufre miseria, la pobreza espiritual y la pobreza material se encuentran juntas muy a menudo. Es en estos doblemente pobres donde doblemente se encuentra Cristo. Pero está claro que el mundo de la miseria no podrá salir de ella sin que el mundo de la opulencia se convierta a la religión de Cristo. Sin embargo, este camino de santificación es imposible por mero voluntarismo. Nadie puede hacerse santo por sí mismo. Sólo la Gracia, que es don gratuito, regalo alcanzado por la oración y los sacramentos de la Iglesia, puede transfigurarnos. Y una vez transfigurados por ella, los adeptos de la religión de Cristo, brillarán como una lámpara puesta en medio de la habitación, como una ciudad en la cima de un monte, como la Jerusalén celestial sobre el monte Sión. Y sus obras darán gloria a Dios. Y serán la más brillante de las minorías creadoras de las que habla Toynbee como renovadoras de las civilizaciones. Así, desecho el equívoco por el brillo de los santos, se expondrá al mundo la religión de Cristo y sólo así se convertirán los corazones, sólo así la humanidad será capaz de responder a todos sus inmensos problemas, desafíos e incitaciones y sólo así podría crearse la nueva civilización del amor y la justicia, nacida de las cenizas de todas las actuales, antes de que mueran. ¿Nos atreveremos con esta tarea? ¿Transfiguraremos nuestro mediocre cristianismo de cristianos mediocres en la auténtica religión de Cristo? ¿Asumiremos nuestra responsabilidad ante la Historia?

13 de enero de 2011

Frases 13-I-2011

Tomás Alfaro Drake

Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.

Conócete a ti mismo. Por semejanza a Dios, procede como hechura de su mano. Huye del vicio, busca la virtud. Aborrece el ocio, ama el trabajo. No seas soberbio, antes humilde. No mientas, porque es la mayor vileza de los viles. Procura amigos mejores que tú, pues con esto y verdad, secreto y limpieza de alma, nos sucede bien todo. Da lo que pudieres bien distribuido. No olvides los beneficios ni te acuerdes de las injurias si quieres parecerte a Dios y advierte que el osar morir, da la vida, porque los honores con grandes peligros y trabajos se adquieren. Ama y teme a Dios y atribúyele los sucesos, porque no hay otra fortuna.

Inscripción en la torre del homenaje de Fefiñanes, construida en el siglo XVI por los padres del ministro de Felipe II, Don Juan Sarmiento de Valladares.

10 de enero de 2011

Sobre la fundación de "Iessu Communio"

Tomás Alfaro Drake

Hoy doy por terminadas mis “vacaciones” en lo que al blog se refiere.

Espero que todos hayáis tenido una feliz Navidad y que el principio del año 2011 haya sido positivo.

Hoy quiero enviaros un comunicado de las Hermanas de La Aguilera-Lerma, sobre el decreto de aprobación del Instituto religioso “Iesu Communio”, aparecido en Zenit el 23 de Diciembre (el comentario de las hermanas, la aprobación tuvo lugar el día de la Inmaculada Concepción de María, el 8 de Diciembre). Como sabéis, una hija mía ingresó en la Aguilera el día 2 de Octubre, por lo que sigo el tema de cerca y con un interés muy especial. Como quiera que la prensa se ha hecho eco del tema, a veces, de forma muy inexacta (se ha dicho en determinados medios que si ya no son de clausura, que si ya no son contemplativas) y comoquiera que en el proceso que culmina con esta aprobación ha habido también algunos malentendidos, me gustaría aclarar la cuestión y qué mejor para ello que las propias declaraciones hechas por ellas mismas.

En estas declaraciones se presenta en primer lugar un resumen de los puntos principales del decreto de aprobación, seguido de una breve historia del proceso que ha dado lugar a esta situación. Espero que sea clarificador.

La hermanas de Iesu Communio, a la vez que nos ofrecen sus oraciones, nos piden las nuestras para que Dios las proteja y el Espíritu Santo las ilumine en este nuevo camino que empiezan. Yo, como padre de una de ellas, os lo pido también de todo corazón.

Un fuerte abrazo a todos y feliz año 2011.

Tomás

ASPECTOS PRINCIPALES DE LA APROBACIÓN DEL INSTITUTO “IESU COMMUNIO”

Nota de las Hermanas de La Aguilera-Lerma

BURGOS, jueves 23 de diciembre de 2010 (ZENIT.org).- Publicamos a continuación la nota informativa que ha compartido con ZENIT la comunidad de Hermanas de Lerma-La Aguilera (Burgos, España) sobre los aspectos principales de la reciente aprobación, por parte del Papa Benedicto XVI, del instituto religioso "Iesu Communio", el pasado 4 de diciembre.

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ASPECTOS PRINCIPALES DE LA APROBACIÓN
DEL INSTITUTO RELIGIOSO “IESU COMMUNIO” y Nota informativa de la comunidad de Hermanas de Lerma-La Aguilera, 22.12.10

En la audiencia concedida el pasado 4 de diciembre al Cardenal Franc Rodé, Su Santidad el Papa Benedicto XVI, tras oír el parecer favorable del Dicasterio, dio su beneplácito a la resolución propuesta por el Prefecto de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada. En consecuencia, dicha Congregación emite el Decreto fechado el 8 de diciembre de 2010, Solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Virgen María, que contiene las siguientes disposiciones principales:

1. El monasterio autónomo de la Ascensión de Nuestro Señor Jesucristo, de Lerma, se transforma en un nuevo instituto religioso de derecho pontificio, denominado “Iesu communio”.

2. En el mismo acto se aprueban y confirman las Constituciones del nuevo instituto ad experimentum por cinco años, conforme a la praxis habitual. Durante este tiempo debe experimentarse si las normas e instrumentos previstos en la redacción aprobada resultan suficientes para ordenar la vida y misión del instituto o es preciso revisarlas o completarlas en algún aspecto antes de su aprobación definitiva.
En ejecución de dicha decisión:

—Se declara extinguido a todos los efectos canónicos el monasterio autónomo y, conforme a lo previsto para ese caso por las Constituciones Generales de la Orden de las Hermanas Pobres de Santa Clara, la Santa Sede dispone que su patrimonio, activo y pasivo, pase al nuevo instituto religioso.

—Por gracia de la Sede Apostólica, las hermanas que han hecho su profesión solemne o temporal en el monasterio extinguido, conservan en el nuevo instituto la condición respectiva de profesas solemnes o temporales, con los derechos y deberes establecidos por el derecho universal y las Constituciones del instituto religioso “Iesu communio”. Se procede análogamente, respecto a las hermanas que aún no habían profesado en la fecha del Decreto, con los tiempos de postulantado y noviciado transcurridos.

—A las hermanas que por ancianidad, salud u otros motivos fundados así lo pidan, se les concede por indulto especial de la Santa Sede la facultad de continuar como monjas clarisas, sin la obligación de pasar al nuevo instituto o a otro monasterio; y de permanecer unidas a la comunidad con derecho de voz activa en el Capítulo y con los deberes adecuados a su edad y salud.

—La Madre Verónica María Berzosa es reconocida como Fundadora y confirmada como Superiora general del nuevo instituto. Se confirma asimismo en sus cargos a la Vicaria y a las demás hermanas que forman el Consejo.

—Finalmente, se encomienda al Arzobispo de Burgos el especial cuidado y vigilancia de la vida del nuevo instituto, sin perjuicio de la autonomía de vida y gobierno propia de un instituto religioso, por un periodo de cinco años, durante los cuales se le pide que informe anualmente a la Congregación de su desarrollo.
El Decreto concluye expresando el deseo de que, “fieles a la vocación recibida y dóciles a la acción del Espíritu, los miembros del instituto ‘Iesu communio’ sean, en la Iglesia y para el mundo, signo vivo del amor de Dios, manifestado en Jesucristo, crucificado y resucitado”.

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UN ÚNICO PROYECTO: SECUNDAR EL QUERER DE DIOS

Suplicando la luz del Espíritu Santo, queremos releer con vosotros, en este momento de nuestro peregrinar, lo que el Señor ha venido haciendo en esta comunidad, como don de Dios que se nos está concediendo vivir. Hoy resuenan en nosotras, con especial fuerza, las palabras de Jesús: “La mujer, cuando va a dar a luz, está triste, porque le ha llegado su hora; pero cuando ha dado a luz al niño, ya no se acuerda del aprieto por el gozo de que ha nacido un hombre en el mundo. Vuestra alegría nadie os la podrá quitar” (Jn 16, 21). Nos sentimos pobres criaturas con el único deseo de vivir el don de Dios.

Los comienzos

Ha sido un largo camino el que nos ha traído hasta el día de hoy. Quien sólo haya conocido las últimas noticias podría tener la impresión de que nuestra vida ha cambiado de la noche a la mañana, pero no es ése el caso. Dios ha ido sembrando y trabajando este designio suyo día a día, durante bastantes años, en medio, sin duda, de nuestra fragilidad.

En la comunidad de Lerma, por pura gracia, que no es posible reducir a explicaciones humanas, comenzó a darse un crecimiento de vocaciones, que nos llenaba de asombro también a nosotras mismas. Dentro de una comunidad de Damas Pobres de Santa Clara, de modo sereno y paulatino, algo estaba naciendo. Bebíamos de San Francisco y de Santa Clara, pero también de los Padres de la Iglesia, de los santos, de los maestros y teólogos de la Iglesia y, por supuesto, del Magisterio, muy especialmente el de los Papas Juan Pablo II y Benedicto XVI, a quienes amamos entrañablemente. Muchas de nosotras hemos sentido la llamada a la consagración en las Jornadas Mundiales de la Juventud.

Nuestra situación actual no es resultado de la negación de un carisma radiante como el de San Francisco y Santa Clara, en cuyo seno se han generado y seguirán generándose grandes santos. Si, aparte de la Madre del Señor, tuviésemos que afirmar una mujer apasionadamente enamorada de Jesucristo, tenemos grabado en lo más hondo la figura de Santa Clara: hija, mujer, esposa y madre según el corazón de Cristo. Sus cartas han sellado en nosotras la certeza de que la consagración es un camino de plenitud, de bienaventuranza, vivido en “un amor incomparable” (Sta. Clara, Carta III). Esta inquebrantable certeza, con la gracia de Dios, ha sostenido nuestra perseverancia en la vida consagrada. El franciscanismo ha sido la cuna en la que Dios ha querido que surja una nueva forma de vida.

No se trata de una negación, sino de la afirmación y acogida, en obediencia, de un designio de Dios sobre la vida de esta comunidad, que se perfilaba como una vida contemplativa que se hace presencia y testimonio. Siempre han resonado en nosotras las palabras que Juan Pablo II dirigió en Ávila a las religiosas contemplativas: “Consientan vuestros monasterios en abrirse a los que tienen sed. Vuestros monasterios son lugares sagrados y podrán ser también centros de acogida cristiana para aquellas personas, sobre todo jóvenes, que van buscando una vida sencilla y transparente en contraste de la que les ofrece la sociedad de consumo”.

A lo largo del camino, se han alzado voces, no siempre afectuosas ni respetuosas, pero muchas veces también sencillas y desconcertadas, que no comprendían lo que estaba sucediendo. Hemos sentido siempre un vivo dolor al oír que hacíamos mal y hasta traición a la Orden por secundar la llamada a una vida que no observaba estrictamente la Regla de las Clarisas. Incluso algunas voces que decían que no éramos verdaderas Clarisas, eran las mismas que nos pedían a la vez que enviásemos hermanas a sus conventos. Nunca nos ha dejado indiferentes la reiterada petición de que las hermanas de una comunidad, que iba haciéndose tan numerosa, fuesen repartidas por los diversos monasterios de Clarisas. Pero no era posible, en conciencia y ante Dios, acceder a esas demandas, porque las vocaciones que iban surgiendo se sentían llamadas a abrazar precisamente esta forma de vida que acaba de ser aprobada.

Cuando nuestras hermanas de los monasterios de Briviesca y Nofuentes, necesitadas de ayuda por su avanzada edad, nos pidieron con toda sencillez que las acogiéramos entre nosotras, les explicamos lo que estaba aconteciendo en nuestra comunidad; ellas lo aceptaron y su llegada ha sido una bendición para nuestra casa.

Discernimiento y aprobación

Dios, poco a poco, ha ido desvelando su designio sobre nuestra comunidad. Pero este peregrinar, movido únicamente por el deseo de secundar dócilmente su querer, podía ser una mera ilusión sin el discernimiento y la aprobación de la Iglesia. Llevamos grabadas a fuego las palabras de Santa Clara: “Vivid siempre fieles y sujetas a los pies de la Madre Iglesia”.

El rápido y continuo crecimiento de la comunidad hizo que el espacio vital de nuestro monasterio de Lerma resultara gravemente insuficiente. Por otro lado, crecía también el número de peregrinos que se acercaban a nuestros locutorios con un único deseo en el corazón: “Queremos ver a Jesús” (Jn 12, 21); y por tanto, necesitábamos con urgencia espacios adecuados. Tras llamar a muchas puertas, sólo apareció un lugar con posibilidades realistas: el convento de San Pedro Regalado de La Aguilera (Burgos), además muy cercano a Lerma. En un primer momento, los hermanos franciscanos, con la firma de dos contratos complementarios, nos cedieron su uso por treinta años a cambio de una contraprestación económica que debería pagarse cuando se pudiera vender el convento de Briviesca. El convento de La Aguilera, aunque ofrecía el necesario espacio, llevaba mucho tiempo casi deshabitado y se hallaba en un estado de grave deterioro, que hizo necesario emprender una obra de saneamiento muy importante. Un bienhechor quiso hacerse cargo de la reconstrucción.

Pero la comunidad seguía creciendo y nos veíamos en la necesidad de realizar ampliaciones que no era prudente acometer con la incertidumbre de si sería posible seguir usando el lugar cuando transcurriera el tiempo de la cesión. Creímos oportuno, por eso, pedir a la Provincia franciscana que nos vendiera el convento de La Aguilera. La Provincia nos comunicó su aceptación y las condiciones poco después; y con la ayuda de bienhechores —muchos de ellos, como la viuda del Evangelio, incluso “nos daban de lo que tenían para vivir”— se formalizó la compra, y poco a poco lo vamos pagando.

Cuando una parte de la comunidad iba a pasar a La Aguilera, solicitamos autorización a la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada para poder ser una única Comunidad en dos sedes diferentes y con un único gobierno y una única casa de formación. El Cardenal Rodé, Prefecto de la Congregación, respondió: “Este Dicasterio para los Institutos de Vida Consagrada ha decidido acoger su instancia, en espera de que la Comunidad llegue serenamente a una mayor claridad respecto a lo que se sienten llamadas a realizar. Tal concesión es válida por tres años, con el ruego de enviar anualmente una relación a este Dicasterio”.

Nuestro Arzobispo, padre y pastor de la Diócesis, D. Francisco Gil Hellín, nos aconsejó que pusiésemos por escrito la realidad que se estaba viviendo en nuestra comunidad. Durante casi un año de oración, discernimiento y trabajo, fuimos redactando el texto de unas Constituciones. No era cuestión de idear conforme a un modelo unos Estatutos con más o menos acierto práctico, ni de elaborar un calculado proyecto de futuro. Se trataba de procurar plasmar por escrito los aspectos esenciales de la vida que ya venía viviendo la comunidad desde hacía más de diecisiete años.

Una vez acabada la redacción, se convocó un Capítulo, bajo la presidencia del Sr. Arzobispo, para que la comunidad se pronunciara sobre la oportunidad de poner en manos de la Santa Sede nuestra forma de vida, tal como quedaba expresada en el Proyecto de Constituciones. Se dio lectura del documento a toda la comunidad, con las oportunas explicaciones y dando respuesta a las preguntas que se iban planteando. Teniendo en cuenta la trascendencia del momento, se pidió en primer lugar que se pronunciaran en votación secreta, antes de abandonar la sala capitular, las hermanas que no forman parte del Capítulo, es decir, profesas temporales, novicias y postulantes. Aunque esa votación no tenía valor jurídico, parecía necesario que se expresaran en conciencia sobre el paso que la comunidad estaba decidiendo. A continuación tuvo lugar la votación del Capítulo propiamente dicha y se escrutaron por separado los resultados de las dos votaciones. Ambas asintieron por unanimidad a que los documentos que reflejaban nuestra forma de vivir fueran presentados ante la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada.

El pasado 4 de diciembre, nuestro Sr. Arzobispo nos comunicó con gozo que el Santo Padre Benedicto XVI, oído el parecer favorable de la Congregación, había manifestado su beneplácito para que las Constituciones fueran aprobadas y nuestra comunidad fuera transformada en un nuevo instituto religioso de derecho pontificio con el nombre de “Iesu communio”. El correspondiente Decreto de la Congregación está firmado el día de la Solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Virgen María.

Las hermanas nos llenamos de alegría, porque la Madre Iglesia había discernido y aprobado nuestra forma de vivir, y confirmaba su nacimiento, con el deseo de que sea acogido y cuidado por la comunidad eclesial sin sombras ni sospechas.

“Iesu communio”

Quienes nos habéis conocido y habéis leído el libro Ven y verás, tendréis muy vivas estas experiencias expresadas por las hermanas, una tras otra: “Queremos hacer presente a Jesús, la victoria del Resucitado, lo que Él ha hecho y está haciendo día tras día con nosotras; nos experimentamos gozosamente como piedrecillas de un mosaico que no se entienden separadamente sino llamadas a hacer presente en comunión una única Vida: Jesús”. La propia misión es ser “comunión de Jesús”, “Iesu communio”, comunión que brota del don de Jesucristo y se hace testimonio de la unidad en la caridad y manifestación de que el Espíritu convoca a los dispares y a los dispersos para que sean un solo corazón y una sola alma.

Como religiosas contemplativas, las hermanas nos sentimos llamadas a ser por entero de Jesucristo, a estar con Él y permanecer en vela para orar sin interrupción por los hijos que nos han sido confiados: “Que ninguno se pierda” (Jn 6, 39). Ser posada del Buen Samaritano, una casa abierta, donde los peregrinos sedientos y heridos puedan encontrarse con Jesucristo Redentor y experimentar que han sido acogidos en la oración y presentados al Padre, esperados como hijos por la Madre Iglesia; lugar de encuentro para avivar en comunión nuestra fe hasta hacer arder el deseo de santidad como plenitud de vida.

A quienes nos habéis acompañado en el camino y a toda la Iglesia os pedimos vuestra oración para vivir la misión que, por voluntad de Dios, la Iglesia nos ha confiado. Hoy más que nunca somos conscientes de nuestra fragilidad, pero avanzamos fiadas en la promesa de que el Espíritu Santo llevará a feliz término lo que ha comenzado en nosotras, porque para Dios nada hay imposible.

Somos hijas de la Iglesia; creemos y esperamos en la comunión de los santos; en ella queremos vivir, madurar y abrazar el don del seguimiento a Cristo hasta el fin, porque ¿a quién vamos a seguir? Sólo Jesucristo tiene promesa de vida eterna, sólo Él nos explica la vida. Según la palabra y experiencia de nuestro Santo Padre Benedicto XVI: “Quien deja entrar a Cristo en la propia vida no pierde nada, nada, absolutamente nada de lo que hace la vida libre, bella y grande”.

Gracias, Jesucristo; gracias, Madre Iglesia.

Hermanas Iesu communio
La Aguilera-Lerma