29 de mayo de 2011

Lección de despedida a los alumnos licenciados de la Universidad Francisco de Vitoria

Este viernes tuve el honor de pronunciar la lección de despedida a los alumnos de Administración y Dirección de Empresas y Ciencias Empresariales que terminaban sus estudios, de los que soy director. Jamás leo nada en clase, pero éste era un acto protocolario, por lo que llevaba el discurso escrito. Transcribo el texto de esta lección.

***

Excelentísimo señor rector magnífico,
Ilustrísimo señor director,
Venerables maestros y profesores
Estimados padres de alumnos
Muy queridos alumnos:

Aún recuerdo el primer día que os di clase cuando entrasteis en 1º. Luego, a los de ADE, os he vuelto a tener en clase en 4º. A los de Diplomatura os he podido seguir la pista aunque no haya tenido más clase con vosotros. ¡Cómo habéis cambiado! Os miro a los ojos y sé algo de la vida de cada uno. Todos los años me pregunto, mirando a los alumnos que terminan: ¿Cómo les irá en la vida? ¿Sabrán manejar el timón de su barco? ¿Mantendrán sus ilusiones dentro de 40 o 50 años? No son preguntas retóricas, sino existenciales, porque me importáis. Os miro a los ojos y no veo un rostro anónimo. Veo a Blanca, o a Alberto, o a Rocío. Vosotros nos importáis a todos los que en esta universidad os hemos dado clase u os hemos podido ayudar de cualquier forma que sea. No sois números para nosotros. Sois un poco hijos. No tanto, evidentemente, como lo sois para vuestros padres que os acompañan hoy, pero sí un poco. Por eso, desde este cariño, me atrevo a daros algún consejo que tal vez, sólo tal vez, pueda ayudaros a mantener intactas vuestras ilusiones durante toda la vida.

Me voy a apoyar para estos consejos en los dos últimos versos del romance anónimo del Conde Arnaldos. Permitidme que os lea el romance casi entero. Es breve, no os asustéis.

¡Quién hubiese tal ventura
sobre las aguas del mar,
como hubo el conde Arnaldos
la mañana de San Juan!
Con un falcón en la mano
la caza iba a cazar,
vio venir una galera
que a tierra quiere llegar.
[…]
marinero que la manda
diciendo viene un cantar
que la mar ponía en calma,
los vientos hace amainar,
los peces que andan nel hondo
arriba los hace andar,
las aves que andan volando
nel mástil hace posar.
Allí habló el conde Arnaldos,
bien oiréis lo que dirá:
-Por Dios ruego, marinero,
dígaisme ora ese cantar.
Respondióle el marinero,
tal respuesta le fue a dar:
-Yo no digo esta canción
sino a quien conmigo va.

Yo no digo esta canción, sino a quien conmigo va. Sobre estos dos cortos versos es sobre lo que os quiero hablar. Estos dos simples versos nos dicen muchas cosas. Fijaros, que el Conde Arnaldos, de quien se envidia la suerte de vivir este episodio, no oyó la canción del marinero. Pero tal vez su suerte fue que pudo intuir algo de ella. Y tal vez él, un orgulloso noble, tuvo la humildad de aprender de un humilde marinero. Os voy a ayudar a intuir el significado profundo de esos dos versos.

Lo primero que nos dicen es que el marinero tiene una canción que cantar. Y parece que es una canción bellísima, pues la mar ponía en calma, los vientos hace amainar, los peces que andan nel hondo arriba los hace andar, las aves que andan volando, nel mástil hace posar. Os deseo con toda el alma que vosotros también tengáis una canción así que cantar. Y que esa canción sea vuestra propia vida. Pero, ¿cómo se hace de la vida una canción así?

Esa canción tiene que transmitir paz. Transmitid paz a vuestro alrededor. Para ello, tenéis que tener paz en vuestro interior. Tarea nada fácil, vive Dios. Pero hay una receta infalible para la paz. Se llama perdón. Perdonad siempre a todo el mundo. Siempre. Incondicionalmente. De forma inmediata. Los pequeños y los grandes agravios. Que la puesta del sol nunca caiga sobre vuestro enojo. Y pedid perdón siempre que hagáis daño a alguien voluntaria o involuntariamente. Entonces, sólo entonces, os podréis perdonar y amar a vosotros mismos. Tendréis paz para vuestro mar y vuestro viento. Si así lo hacéis, la paz lloverá sobre vuestros campos amasando vuestra tierra. Entonces los pájaros del cielo vendrán a posarse en vuestro hombro, y los peces del mar cantarán para vosotros cantos de sirenas de vida, y los hombres de buena voluntad os darán su aprecio y buscarán vuestra cercanía.

Pero la canción del marinero tiene que transmitir también ilusión. Una canción argentina de mi época, popularizada por los Chalchaleros, el “sapo cancionero”, nos dice “que la vida es triste si no la vivimos con una ilusión”. (Si me atreviese la cantaría). Muy cierto, el sapo tiene razón, la vida es triste si no la vivimos con una ilusión Pero, ¿cómo se consigue vivir con ilusión? Abrazad con ardor una causa que lo merezca. No por lo grandiosa que pueda ser, sino porque sea bienhechora. Me atrevería a decir que humildemente bienhechora. Porque una causa humilde y bienhechora nunca os fallará, dejándoos con las manos vacías. Alguien dijo, “La diferencia entre el hombre insensato y el prudente estriba en que el primero ansía morir orgullosamente por una causa, mientras el segundo aspira a vivir humildemente para ella”. No creo que sea necesario que os recomiende ser de los segundos. Tened éxito profesional. Triunfad humanamente. Pero, al mismo tiempo, haced que ese triunfo os haga vivir humildemente para una causa humildemente bienhechora.

Empezad a componer vuestra canción desde hoy mismo. No esperéis a mañana. Y si desentonáis en un momento dado, que desentonaréis, marcha atrás. Deshaced el camino equivocado lo antes posible y reemprendedlo de nuevo en donde errasteis.

Lo segundo que nos dicen esos dos versos es que el marinero tenía alguien a quien cantar esa canción. Si las palabras para componer la canción son paz, perdón e ilusión, la palabra para tener compañía es compromiso. ¿Sabéis quién es Juan Palomo? Sí, es ese. El de yo me lo guiso, yo me lo como. ¡Qué triste es la vida de Juan Palomo! Y, sin embargo, parece ser el héroe de nuestros días. El modelo más presentado en estos tiempos de mediocridad que nos ha tocado vivir. Vosotros NO. NO. Vosotros sed personas de compromiso fiable. Que la gente vea en vosotros una roca sólida en la que apoyarse. Sea vuestra palabra una. Sí, sí. No, no. Chesterton nos dice en un breve escrito titulado “Una defensa de las promesas temerarias”:

El hombre que hace una promesa se cita consigo mismo en algún lugar y tiempo distantes. El peligro que esto conlleva es que no acuda a la cita. Y en tiempos modernos este terror de uno mismo, de la debilidad y mutabilidad de uno mismo, ha aumentado peligrosamente y se ha convertido en la base real de la objeción a los votos o promesas de cualquier tipo.

Y acaba este breve pero intenso artículo diciendo:

A todo nuestro alrededor se encuentra la ciudad de pequeños pecados, pero tarde o temprano, se alzará desde el puerto la llama dominante anunciando que se ha acabado el reino de los cobardes y que un hombre –o una mujer, añado yo– está quemando sus naves.

No creáis que con esto de quemar las naves esté refiriéndome a algún tipo de pirómano. No.Cuando Hernán Cortés, al desembarcar en México, se vio con sólo 600 hombres ante la inmensidad del nuevo mundo que se abría ante ellos, tuvo la tentación de volver atrás. Pero, para que no hubiera otra posibilidad que seguir adelante, quemó sus naves.

Ójala vosotros seáis uno de esos hombres o una de esas mujeres. Tendréis compañía fiel durante toda la vida. Mujer o marido e hijos cordiales, es decir, de corazón. No seáis Juanes Palomos. Comprometeos en fundar una familia sobre la roca. Sólida, pero con espacio para que dentro de vuestro hogar quepan cientos de amigos. De amigos leales que pagan con lealtad vuestra fiabilidad. Haced una cita con vosotros mismos para dentro de cincuenta años... y acudid a ella.

Pero hay otra palabra necesaria para tener alguien a quien cantar vuestra canción. Se llama ternura. Que vuestra solidez no sea nunca una solidez seca y dura, sino jugosa y tierna. Empapad vuestra solidez en la leche de la ternura. Sed tiernos con todos y cada uno de los seres humanos con los que os crucéis en la vida pero, sobre todo, con los más necesitados de ella. Da igual si sois hombres o mujeres, la ternura es lo que nos hace más humanos.

Lo tercero que nos dicen esos dos versos es que el marinero era independiente. No estaba vendido ni a los poderosos ni a los ídolos. Cantaba su canción a quien iba con él y era él el que elegía su compañía. El conde Arnaldos, con el halcón al puño, no podía obligarle a cantarle su canción. Porque el marinero iba en su barco. Que vuestro barco sea la verdad, la rectitud, la honestidad. Con éstas en vuestra vida, seréis independientes. Seréis libres. No con la libertad de hacer lo que os de la gana. Esa libertad acaba siempre en esclavitud. Con la libertad de los hijos de Dios, pues eso es lo que sois.

Pero no quiero engañaros con bellas palabras. No os engañéis. Nadie, NADIE puede ser así. Sois, todos lo somos, seres humanos. Ni más ni menos que eso. Los héroes griegos son de cartón-piedra. Os equivocaréis. Os traicionaréis a vosotros mismos. No acudiréis a muchas de vuestras citas. No os desaniméis si no sois perfectos. No lo sois ni podéis serlo. Tampoco exijáis perfección a las personas a quienes elijáis para cantar vuestra canción. Hugh Auden escribió: Tenemos que aprender a amar a nuestro mezquino prójimo con nuestro mezquino corazón. ¡Qué fácil sería la vida si todos a nuestro alrededor fuesen magnánimos! O si nosotros lo fuésemos. Pero no, no lo somos. Amar a nuestro mezquino prójimo con nuestro mezquino corazón. ¡Imposible! No, no es imposible. No lo es porque más allá de vuestras mezquindades, sois amados por quien sí tiene un corazón magnánimo. Agarraros a ese amor. No en vano este acto está presidido por Jesucristo. En vano vigila el centinela la muralla si Dios no vigila con él. Sólo Él puede restaurar las brechas de vuestra muralla. Sólo con Él podréis, a pesar desánimos, fracasos, huidas, mezquindades y sufrimientos, mantener intactas vuestras ilusiones hasta el último día. Los héroes griegos, ya os lo he dicho, no existen. Los santos sí, y son de carne y hueso. Como vosotros.

Que Dios os bendiga.


(Aplausos de ritual)

Al terminar los aplausos, continío:

Pero, pecaría de desagradecimiento si estos aplausos no se los dedicase a mi querido amigo José María Cervelló. Él fue quien me enseño el secreto de estos dos versos. Pero, más allá de lo que estos dos versos puedan enseñar sobre la vida, él fuen un ejemplo de vida para mí con su vida. Pero más aún con su muerte. Mi amigo José María, murió hace unos años de una terrible enfermedad: el ELA. El Ela te va paralizando poco a poco los músculos, desde los de los pies hasta los de la cara, en un proceso irreversible y de velocidad incontrolable pero inexorable que dura varios años. Pero te deja intacta la cabeza. Durante esos años, José María nos dio a todos sus amigos la última lección. Cuando le íbamos a ver nos transmitía optimismo y ganas de vivir hasta sus últimos días. Durante su enfermedad aprendió astrofísica, apreciación musical y matemáticas, entre otras cosas. De él aprendí que una muerte digna no es otra cosa que el final de una vida digna. La muerte es la cita más importante de la vida de todo ser humano. La única cita a la que acudimos seguro. Pero es una cita que no hemos hecho nosotros. Otro la ha hecho por nosotros. Lo que hay que acudir es a la hora exacta que nos ha fijado ese Otro. Ni antes ni después. Una muerte digna es acudir a la cita a la hora en punto, dejando tras uno una vida digna. Esta fue la última lección de mi amigo José María cuya enseñanza de esos dos versos os he transmitido. Gracias José María. Estos aplausos son para ti.

25 de mayo de 2011

Frases 25-V-2011

Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.

La búsqueda de nuestro origen es el dulce jugo de la fruta que mantiene la satisfacción en las mentes de los filósofos.

Fray Luca Pacioli (1445-1517)


Luca Pacioli fue un fraile Franciscano del siglo XIV (Creo) que inventó la contabilidad por partida doble revolucionando el mundo de los negocios. Por ello le odian los estudiantes de contabilidad que lo saben (que deben ser dos) y le deberían eterno agradecimiento las empresas y, sobre todo, los auditores. ¿Lo sabrán?

22 de mayo de 2011

La misericordia de Dios en Edith Stein y Simone Weil

Tomás Alfaro Drake

Hace unas semanas, tras la beatificación de Juan Pablo II en el aniversario de su muerte, el día de la divina misericordia, dije que iba a hacer dos entradas dedicadas a la misericordia de Dios. Hice una, pero me falta la segunda. Ahí va.

***

La vida de Simone Weil (No confundir con Simone Veil, ex presidenta del Parlamento europeo) es, de alguna manera, paralela a la de Edith Stein, aunque sin dar el paso del bautismo, ni el de la vida religiosa, ni el del martirio final. Ambas eran judías, ambas eran grandes intelectuales, ambas sentían el dolor de la humanidad como algo lacerante en sus carnes, ambas fueron ateas convertidas al catolicismo, aunque Simone Weil no se bautizase.

Simone Weil encauzó, en primera instancia, ese dolor por la humanidad doliente hacia el marxismo y, más tarde, hacia el anarquismo. Esta parte de su vida está marcada por un anticlericalismo radical. En 1934, con 25 años deja una brillante carrera universitaria para hacerse obrera manual en la Renault. Escribe: “Allí recibí, por primera vez, la marca de la esclavitud, como la marca a hierro candente que los romanos ponían en la frente de los esclavos más despreciados. Después, me he considerado siempre como una esclava”. Su precaria salud hace que sus padres, muy preocupados, la lleven a Portugal en unas vacaciones. Allí, una noche, a orillas del mar, en una pequeña aldea de pescadores, presencia una procesión y escribe: “tuve de pronto la certeza de que el cristianismo es por excelencia la religión de los esclavos, que los esclavos no podían dejar de seguirla... y yo con ellos”. Pero, aparte de la frase, no muy positiva hacia el cristianismo, aunque ella misma se considerase esclava, no parece que hubiese un mayor acercamiento a él. Tras una breve vuelta a la docencia, en 1936 lo deja todo y se viene, colaborando con grupos anarquistas, a participar en la guerra civil española. Es por esta época cuando se gana el apodo de “la virgen roja”. Termina asqueada de la brutalidad de la guerra y del poco respeto por la verdad y la justicia en ambos bandos.

Pero Dios no da puntada sin hilo y a través de España conoce y traba amistad con el escritor católico Georges Bernanos, que también estuvo en la guerra española en el bando republicano, a pesar de su profundo catolicismo. 1937 y 1938 son dos años de acercamiento al cristianismo. En el 37, en una visita a Asís se arrodilla ante Dios, según ella dice, por primera vez en su vida. Pasa la Pascua del 38, en la abadía de Solesmes donde tiene sus primeras experiencias místicas envueltas en las dolorosísimas jaquecas que sufría desde su infancia. Algunos meses más tarde tuvo una gran iluminación que cambió su vida. Nos dice: “Cristo mismo descendió y me tomó”. Desde entonces abraza la fe católica y su mirada del mundo adquiere una rotunda aceptación espiritual, aunque siempre se resistió, por causas poco definidas, a aceptar el bautismo. A partir de esa fecha, que ella guardó siempre en secreto, sus escritos toman un carácter místico que le permiten la comparación con los de los más grandes místicos.

En 1940 se refugia, huyendo de Hitler y ayudada por el sacerdote dominico J. Perrin, en la granja de un amigo de éste, el escritor católico Gustave Thibon. Se somete voluntariamente a agotadoras jornadas de trabajo en el campo que minan aún más su ya precaria salud. Las relaciones con su hospedador, al principio tormentosas, dan paso a una profunda amistad. En 1942 se va a Londres y se enrola en la Francia libre, pretendiendo ir al frente, pero consiguiendo tan sólo colaborar en labores administrativas. Enferma de tuberculosis es hospitalizada. Se niega a comer más de lo que sería la ración de una persona de la Francia ocupada. Parece, aunque no es un hecho fehaciente, que ya moribunda, accede al deseo de bautizarla de una amiga. Muere el 24 de Agosto de 1943. Posteriormente, y gracias a Gustave Thibon, a quien hizo depositario de sus obras, éstas han sido publicadas dando a Simone Weil el puesto que merece en el panorama cultural de Occidente.

Edith Stein, con quien he comparado al principio a Simone Weil, era también judía. Educada en un judaísmo respetuoso de las tradiciones, su vida derivó hacia el ateísmo radical. Tenía también un carácter perfeccionista y atormentado, así como un deseo de entrega total. Esta actitud de entrega, orientada de manera distinta a la de Simone Weil, le llevó, en la 1ª Guerra Mundial, a ser enfermera en un hospital de contagiosos, donde su celo la llevaba frecuentemente al agotamiento total. “Ahora mi vida no me pertenece –dice. Todas mis energías están al servicio del gran acontecimiento. Cuando termine la guerra, si es que vivo todavía, podré pensar de nuevo en mis asuntos personales ”.

Pero, a pesar de todo, nota dentro de sí misma un profundo vacío.

Ella misma nos cuenta hasta dónde le llevaban sus angustias perfeccionistas, esta vez en el campo de la investigación filosófica:

“Seguía trabajando en una constante desesperación. Por vez primera en mi vida me encontraba ante algo que no podía domeñar con mi fuerza de voluntad. Sin yo saberlo tenía profundamente grabadas en mi interior las máximas de mi madre que solía repetir: ‘Querer es poder’, ‘Lo que uno se propone, Dios lo ayuda’. Frecuentemente me había vanagloriado de que mi cabeza era más dura que las más gruesas paredes, y ahora me sangraba la frente y el inflexible muro no quería ceder. Esto me llevó tan lejos que la vida me parecía insoportable. Me decía frecuentemente a mí misma que esto era absurdo. Si no terminaba el trabajo de doctorado tenía más que suficiente para el examen de estado. Si no podía llegar a ser una gran filósofa, podía ser una pasable profesora. Pero los argumentos racionales no ayudaban nada. Yo no podía ir por las calles sin desear que un coche me atropellara. Si hacía una excursión, tenía la esperanza de despeñarme y no volver con vida. Nadie podía sospechar lo que estaba pasando dentro de mí ”.

Recordando desde su vida religiosa su época de intelectual atea, decía: “Mi nostalgia por la verdad era mi única oración”.

Pero Edith Stein encontró la paz total en el abrazo absoluto de la fe católica que la llevó a la profesión religiosa como carmelita, aunque esto no la libró, más bien al contrario, de morir gaseada en Auschwitz.

Me ha parecido necesario la pequeña nota biográfica anterior de Simone Weil para entender el atormentado texto que cito a continuación:

"Un hombre que todos los miembros de su familia hubiesen perecido torturados, que él mismo hubiese sido torturado durante mucho tiempo en un campo de concentración. O un indio del siglo XVI escapado él sólo del exterminio completo de todo su pueblo. Tales hombres, si creían en la misericordia de Dios, o bien dejaron de creer o bien la concibieron de otra manera distinta que antes. Yo no he pasado por tales cosas. Pero sé que tales cosas existen: entonces, ¿cuál es la diferencia?
Debo tender a tener una concepción de la misericordia de Dios que no se borre, que no cambie, sea cual sea el acontecimiento que el destino envíe sobre mí, y que pueda ser comunicada a cualquier ser humano"
.

Después de leer esto, me preguntaba, nada cómodo, por cierto, cómo podría resolverse el enigma de formular la misericordia de Dios de forma que no dependiese de ningún acontecimiento del destino y que pudiese ser comunicada a cualquier ser humano. En mi plan de lectura sistemática de la Biblia, me tocaba leer el capítulo 8 de la carta de san Pablo a los Romanos. De repente, mis ojos cayeron sobre la siguiente frase:

“¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación? ¿La angustia? ¿La persecución? ¿El hambre? ¿La desnudez? ¿El peligro? ¿La espada? Ya lo dice la escritura:

Por tu causa estamos expuestos
a la muerte cada día:
nos consideran como ovejas
destinadas al matadero :

Pero Dios, que nos ama, hará que salgamos victoriosos de todas estas pruebas.
Y estoy seguro de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni otras fuerzas sobrenaturales, ni lo presente, ni lo futuro, ni poderes de cualquier clase, ni lo de arriba, ni lo de abajo, ni cualquier otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro”
.

Ahí estaba. Cristo también había sido torturado, llevado al matadero. Mi memoria se acordó de Isaías y mis dedos buscaron el cuarto poema del siervo del Señor. “Como cordero llevado al matadero, como oveja ante el esquilador” había dicho Isaías, el segundo. Nos lo contaba seis siglos antes de que ocurriera. Ahí estaba el torturado, el masacrado. Pero más que eso. Si Cristo hubiese sufrido únicamente su tortura, sería “sólo” eso, su tortura, la suya. Terrible, injusta, pero la suya. Pero Cristo sufrió también la tortura del prisionero del campo de concentración y el sufrimiento del indio del siglo XVI superviviente de la masacre. Y también el sufrimiento de quien se está muriendo de cáncer en su juventud y de quien ha visto morir a sus seres más queridos. Ha sido también como cordero llevado a nuestro, a mi matadero, como oveja ante nuestro esquilador, ante mi esquilador, para curarnos, curarme, en sus llagas. “Sin embargo, llevaba nuestros dolores, soportaba nuestros sufrimientos. Aunque nosotros lo creíamos castigado, herido por Dios y humillado, eran nuestras rebeliones lo que lo traspasaban y nuestras culpas las que lo trituraban. Sufrió el castigo para nuestro bien y en sus llagas hemos sido curados” .

Él sí ha sufrido la tortura. La suya, desde Getsemaní hasta el Gólgota, pero antes, en Getsemaní, sólo y sudoroso, bañado en sangre, las del hombre que todos los miembros de su familia hubiesen perecido torturados, que él mismo hubiese sido torturado durante mucho tiempo en un campo de concentración. O las del indio del siglo XVI escapado él sólo del exterminio completo de todo su pueblo, todas las crueldades, iniquidades, injusticias, muertes prematuras, etc. padecidas y engendradas en toda la historia por todos y cada uno de los seres humanos que hayan sido, sean o serán. El dueño del espacio-tiempo que Einstein descubriera como algo deformable, lo deformó para que todo el sufrimiento de toda la humanidad, de todos los tiempos se concentrase en él hasta que el espacio-tiempo termine. Es decir, eso, todo eso, lo está sufriendo ahora. Esa es la concepción de la misericordia de Dios que no puede borrarse, que no puede cambiar, sea cual sea el acontecimiento que el destino haga que caiga sobre mí. “Porque la creación misma espera anhelante que se manifieste lo que serán los hijos de Dios. Condenada al fracaso, no por propia voluntad, sino por aquél que así lo dispuso, la creación vive en la esperanza de ser también ella liberada de la servidumbre de la corrupción y participar así en la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Sabemos, en efecto, que la creación entera está gimiendo con dolores de parto hasta el presente”.

Y esa misericordia puede ser comunicada a cualquier ser humano a través de Cristo. Esta es la misericordia de Dios que, en palabras de Juan Pablo II, pone un límite al mal . Porque también sabemos, además, que en los que aman a Dios, todo contribuye para el bien . Ojalá sea capaz de entenderlo así, no sólo ahora, que la vida me sonríe, sino también cuando el destino me juegue la mala pasada de la que ningún hombre se libra de una forma u otra.

Ojalá el deseo ardiente sentido por todos los hombres de buena voluntad de que cesen la injusticia, el dolor y la tortura que aquejan a la humanidad, tome la forma de la oración de Edith Stein al principio de la 2ª Guerra Mundial, ya carmelita, desde el convento de Echt de donde fue sacada para ser inmolada en Auschwitz.

“Los brazos del crucificado están extendidos para arrastrarte hasta su corazón. Él quiere tu vida para regalarte la suya.
El mundo está en llamas. Pero en lo alto, por encima de todas las llamas se eleva la Cruz para extender la Resurrección. El mundo está en llamas. ¿Deseas apagarlas? Abrázate a Cristo crucificado. Desde el corazón abierto brota la Sangre del Redentor. Ella apaga las llamas de todo infierno.
Deja libre tu corazón a Dios; en él se derramará el Amor redentor hasta inundar y hacer fecundos todos los rincones de la tierra.
Oyes el gemir de los heridos, oyes la llamada agónica de los moribundos... oyes el gemir de cada hombre en el corazón de Cristo. Te conmueve el dolor de la humanidad y deseas aliviar, abrazar y curar sus heridas más hondas.
Abraza al Crucificado. Si estás esponsalmente unida a Él, en ti está su Sangre. Unida a Él estás omnipresente como Él.
En el poder de la Cruz puedes estar en todos los frentes, en todos los lugares de aflicción y esperanza. A todas partes llevas su amor misericordioso, en todas partes derramas su preciosísima Sangre que alivia, redime, santifica y salva.
¿Quieres sellar para siempre esta alianza con Él?
¿Cuál es tu respuesta?

Señor, ¿a quién vamos a seguir? Sólo Tú tienes palabras de Vida Eterna”
.

Así sea.

19 de mayo de 2011

En el centenario de la muerte de Gustav Mahler

Tomás Alfaro Drake

Gustav Mahler es para mí uno de los compositores más emblemáticos del siglo XX y su música es reflejo de una intensa y agónica busqueda de trascendencia. Por eso, en mi libro "Cartas a poetas muertos" (Editorial Biblioteca de Autores Cristianos) le escribí una carta, que hoy, en vez de las frases de los miércoles, transcribo aquí:


30-X-2002

Carta para entregar a Gustav Mahler músico austríaco del siglo XIX y umbrales del XX.

Querido Gustav:

Recuerdo perfectamente mi primer encuentro con tu música. Fue en el Teatro Real de Madrid, cuando todavía no se había convertido en teatro de ópera y era sólo sala de conciertos. Fue tu primera sinfonía, Titán. Debía ser hacia el año 1981 ó 1982, cuando yo contaba con unos treinta años. Mi acercamiento a la música fue temprano o tardío, según se mire. Desde muy pequeño recuerdo a mi padre haciendo un ritual de la audición de música todos los sábados por la tarde. Tenía, por los años cincuenta, un excelente equipo de música para los estándares de la época y una extraordinaria colección de discos. Los sábados por la tarde, a eso de las seis, venían a casa varios amigos suyos y, cómodamente instalados, con un vaso de whisky en la mano, se disponían a una tarde musical. Encerrados en su despacho, con la música a tope, el resto de la casa debía permanecer en sepulcral silencio mientras oían música. Así, desde mis años más tempranos, empezó a llegar a mis oídos la música de los grandes maestros, desde Palestrina hasta Berio. Pero si dijese que yo escuchaba con deleite detrás de la puerta esa música mentiría como un bellaco. Generalmente yo estaba en otro rincón de la casa, dedicado a mis cosas, sin prestarle la más mínima atención a los sonidos que llegaban desde el despacho de mi padre. Si hubiese querido entrar, mi padre me hubiese recibido con entusiasmo, pero lo último que podía ocurrírseme era asistir ni cinco minutos a la velada musical. No es que me disgustase, es que ignoraba totalmente la música. Era sólo un sonido familiar de la casa, ni agradable ni desagradable que, simplemente, estaba ahí. Supongo que alguna vez llegaría a mis oídos tu música, pero si fue así, lo ignoro.

Muchos años más tarde, cuando se iba a desmantelar la casa de mis padres, se presentó el problema de qué hacer con los discos de música que llenaban estanterías enteras. Ni yo ni ninguno de mis hermanos teníamos ninguna afición por la música clásica. Yo ya estaba casado y, más bien por el valor sentimental de la discoteca que por cualquier otro motivo, me llevé los discos a casa, no sin una cierta preocupación acerca de dónde colocar tanto álbum y sin la más mínima intención de oírlos. Pero un día, casi inevitablemente, cogí un disco –recuerdo que era el concierto Emperador– y me dispuse a escucharlo. Un nuevo universo se abrió ante mí. Un universo que se había ido gestando en años de silencio. A mi madre no le gustaba la música, por lo que desde la muerte de mi padre, durante trece años, los discos habían dormido el sueño de los justos. Es verdad que en alguna ocasión habría llegado a mis oídos algún retazo de música clásica, en la televisión, la radio o el cine pero, si así ocurrió, no gozó de la menor atención por mi parte. Pero el concierto Emperador, fue la llave que abrió el desván en el que se habían acumulando, en mi niñez, las notas creadas por tantos genios de la música. Fue como una iluminación, como un rayo en la oscuridad más espesa, iluminando una escena que sólo espera la subida del telón para que empiece el espectáculo.

Pero no toda la música que me esperaba en los discos me gustaba. Empezó un proceso, que dura todavía, de asimilación, de educación del oído. Estaba al principio de ese proceso cuando fui al concierto donde se interpretaba tu 1ª sinfonía, Titán. Me horrorizó. Grotescas marchas se mezclaban con canciones populares deformadas histriónicamente. Las melodías se rompían en disonantes acordes retorcidos. Los clímax de fuerza insospechada se morían de repente, agotados en pianísimos lejanos. Unísonos de cuerdas alternaban con estridentes fanfarrias de metales y las maderas se ahogaban entre los timbales y los tachundas de platillos. Salí espantado. No sabía que no hacía sino repetir la reacción que se produjo el día del estreno de tu sinfonía en Budapest ante un público entre sorprendido e indignado. Creo que decidí no volver a escuchar nada tuyo. Pero unos años más tarde me pregunté, ante el disco de tu novena y última sinfonía, en qué habría acabado la evolución de ese músico caótico. Me puse a oírlo e inmediatamente me di cuenta de que tanto tú, en los veintiún años que habían pasado entre Titán y la novena, como yo, en unos pocos años, habíamos evolucionado musicalmente. No voy a hablar de tu novena, pero sí de su final. Recuerdo vívidamente mi escalofrío ante ese final en un largo pianísimo de las cuerdas, con largos silencios que hacen creer que ha llegado el final, en el que es imposible decir cuándo realmente ha acabado la sinfonía. La música se va apagando con tal lentitud hasta llegar a tal umbral de levedad, que parece que respirar sea un sacrilegio. Y cuando ya no cabe duda que se ha acabado, teme uno hacer el menor movimiento por miedo a romper no sé qué mágico y misterioso hechizo. Siempre que oigo ese final se repite el mismo frágil momento.

Desde entonces me convertí en un entusiasta de tu música. En la discoteca de mi padre había otras dos sinfonías tuyas aparte de la novena. La cuarta y la séptima. Naturalmente, las oí y, sin llegar al asombro de la novena, me produjeron un estupor casi extático. No hice lo que cualquiera hubiera hecho, lanzarme a comprar todas tus sinfonías para atracarme de ellas. Me daba miedo. Miedo al empacho, a perder por el abuso esa sensación de transporte que me procuraban. Decidí ir conociendo tu obra sólo a través de audición en vivo y únicamente después de conocerlas en una sala de conciertos, incorporarlas a mi discoteca. Hice una excepción a esta norma, tu 1ª sinfonía, Titán. Quería ver si mi evolución musical había sido suficiente como para cambiar mi primera impresión. La compré y la oí. Ahí seguían las charangas, los desmesurados cambios de humor, las transiciones de lo etéreo a lo grotesco. Pero aunque la sinfonía era la misma que hace unos años, yo era otro. La añadí a mi lista de obras imprescindibles, de las que te cambian tu visión del mundo. Hoy, a duras penas puedo entender que haya habido algún momento de mi vida en el que tu 1ª sinfonía no me haya apasionado.

Poco a poco fui encontrando oportunidades de conocer otras obras tuyas. Algunas de esas ocasiones las recuerdo con especial nitidez. Recuerdo un verano, cuando todavía el festival de Santander se celebraba en la plaza Porticada, en que fui a ver Carmina Burana en ballet. No conocía el programa completo y como el plato fuerte, el que quería ver, era precisamente la obra de Orff, no me preocupé de saberlo. Me sorprendí gratamente cuando vi que en el programa figuraba, de “entremés”, una obra tuya adaptada a ballet, las Kindertotenlieder. Entonces no sabía que esa larga palabra en alemán quiere decir las canciones de los niños muertos. La impresión fue enorme. Aquel día íbamos al ballet con unos amigos nuestros que tenían una niña gravemente enferma. La compañía de ballet era extraordinaria, la música impresionante, pero el texto de las canciones era, es, sencillamente sobrecogedor. Texto y música pasan por el dolor desgarrador, la desesperación y la resignación, para acabar en el consuelo de la esperanza de la inmortalidad. La última de las cinco canciones en la que se narra cómo los niños luchan en vano contra la terrible tempestad de la muerte acaba diciendo:

“Con este tiempo, en este tumulto, en esta furia,
reposan como en su casa materna,
ninguna tempestad les espanta,
protegidos por la mano de Dios,
reposan como en su casa materna”.


Y la penúltima asegura:

“¡Solamente nos han precedido
y no quieren volver a casa!
¡Les alcanzaremos en lo alto de las cimas
bañadas por el sol! ¡El día es radiante!”

Poco después la hija de nuestros amigos murió. Cuando rezo por ellos, pido que recuerden esas palabras que tú habías elegido de boca del poeta Friederich Rückert. Las escribió poco después de que muriese su niña. Tú compusiste la música poco antes de que muriese la tuya. Estas kindertotenlieder empezaron a hacer que me interesase por tu sentido de la trascendencia. Pero de ese nuevo camino de encuentro contigo te hablaré más adelante. Ahora quiero seguir con mi hallazgo musical. Algún año más tarde, también en la Porticada, Santander y la Porticada han jugado un papel enorme en nuestro encuentro, fui a oír la Canción de la Tierra. Y después de una hora de no dar crédito a mis oídos, se volvió a repetir el añorado sentimiento que yo mismo me dosificaba para que no perdiese su sentido. Volví a encontrarme con otro final paralizante. Otro final que hace que un ejército de hormigas recorran tu espina dorsal y te hagan contener la respiración por miedo a espantarlas. Pero esta vez, ¡ay! el resto del público no parecía sentir lo mismo que yo. Después de que la contralto repitiese siete veces –número eterno– la palabra ewig –eternamente–, después de que la música se apagase con lentitud, después de que el director relajase la tensión contenida de su cuerpo, estalló una impresionante salva de aplausos. Nunca he añorado más el silencio. Suelo ser de los que aplauden entusiastamente después de una representación que me llega al corazón, pero aquello era distinto. Aquello requería silencio, inmovilidad, recogimiento. Mis hormigas, espantadas por el escándalo, huían de mi espalda y la carne de gallina que me envolvía volvía a ser, demasiado rápidamente, mi carne.

Una vez más la Porticada sirvió de lugar de lugar de cita para nosotros. Esta vez fue tu sinfonía nº 8, llamada la sinfonía de los Mil por la enorme cantidad de intérpretes que requiere su representación. Tu sinfonía exige que parte de la orquesta esté distribuida en distintos lugares fuera del escenario. Yo recuerdo todos los balcones de la fachada de la plaza que están sobre el escenario, llenos de músicos. Casi todos ellos eran metales; trompetas, trompas, tubas y demás. Solamente ver situarse a la orquesta y oírla afinar bajo la supervisión del concertino, era ya un espectáculo increíble. Pero cuando el órgano ataca las primeras notas y el coro invoca al Espíritu Santo –Veni, creator Spiritus– empieza una apoteosis musical que no acaba hasta que más de una hora después el coro recuerda, en palabras de Goethe, que la eternidad nos espera como una madre para llevarnos a su seno.

También en Santander, pero ya en el recién inaugurado Palacio de Festivales, me asombraste con tu sexta interpretada por Esa Peka Salonen. En el último movimiento, me produjo escalofrío tu terrible premonición, con los tres golpes que matarían al héroe. Pocos años más tarde moría tu hija, te cesaban como director de la Ópera de Viena y te diagnosticaban una gravísima dolencia cardíaca que acabaría con tu vida a la edad de cincuenta y un años.

Cada obra tuya, un mundo. El conjunto, un universo. Todas tus sinfonías dibujan una gran sinfonía. Si tuviese que decir una constante que recorra tu obra y tu vida, sería la búsqueda de sentido para la vida, ante la certidumbre de la muerte y del sufrimiento. Todo en ti es pregunta. ¿Por qué? ¿Para qué? Tu gran amigo y discípulo, Bruno Walter, nos cuenta de ti: <<“¡Qué siniestras tinieblas se esconden bajo la existencia”, me dijo un día con una profunda emoción, y su aspecto descompuesto reflejaba todavía los tormentos de los que salía con dificultad. Y continuó, evocando con voz entrecortada el trágico dilema de la condición humana. “¿De dónde venimos? ¿Adónde vamos? ¿Es verdad, como dice Shopenhauer, que he deseado realmente vivir antes de ser concebido? ¿Por qué me creo libre, mientras mi personalidad me aprisiona como un calabozo? ¿Para qué sirven estos sufrimientos? ¿Cómo la crueldad y el mal pueden ser obra de un Dios misericordioso? ¿Nos revelará por fin la muerte el sentido de la vida?”>> A veces pareces estar a punto de encontrar las respuestas, otras parece que el desaliento y el cansancio te aplastan. Pero siempre, en búsqueda de la trascendencia.

Me gustaría haber podido hablarte cuando te hacías esas preguntas. Estoy seguro que ahora ya no te hacen falta mis palabras, porque nos ha sido dicho que el que busca encuentra y al que llama se le abre, y tú no hiciste otra cosa que buscar y llamar durante toda tu vida. Pero si hubiera podido decirte algo cuando estabas en vida, te hubiese contestado con las palabras finales de una oración de san Anselmo: “Te buscaré deseándote, te desearé buscándote. Amándote te encontraré. Encontrándote, te amaré”. Me hubiese gustado decirte que al misterio insondable del sufrimiento humano, Dios responde con la inmolación voluntaria de Cristo. Que en Getsemaní, Cristo está bebiendo la amargura y el dolor de todas las copas de sufrimiento que nos causamos los hombres. Tal vez –aunque no lo creo– si hubiera podido decirte esto, no habrías escrito la maravillosa música que escribiste y yo no sabría de ti y no te estaría escribiendo esta carta, y la humanidad hubiese perdido algo magnífico. Por eso todo está bien como está. Tu sufrimiento, tus preguntas, tu angustiada búsqueda no han sido inútiles, y ahora estás recibiendo la recompensa que ese Dios misericordioso, del que a veces dudabas, guardaba para ti.

Espero que algún día, cuando todas las preguntas hayan sido contestadas para todos, podamos seguir hablando, no de preguntas sino de respuestas. No de las tinieblas que se esconden bajo la existencia sino de la Luz que la envuelve. Y en esa Luz, tu música seguirá existiendo y seguirá siendo bella, aunque la escuchemos como quién oye los balbuceos de un niño. Y en esa Luz, que baña las cimas donde nos esperaban los niños muertos, la mano de Dios nos protegerá para siempre mientras hablamos.

Un abrazo.

Tomás

P.D. del 25 de Agosto del 2006.

Otra vez tú y Santander. Otra vez me he encontrado contigo. Otra vez tú música y su puesta en escena me han sugerido ideas que no puedo por menos que comentar contigo ahora, mientras aún tengo fresca la impresión. El plato fuerte del programa era Titán. Pero no voy a hablarte de esta sinfonía de la que ya te hablé en la carta. El preludio de tu 1ª lo constituían las “cuatro canciones de un compañero errante”, basadas, como los Kindertotenlieder, en poemas de Rückert. He tenido una sensación muy especial que te quiero comentar. Mientras el barítono, delante de la orquesta y del director a los que no podía ver, mirando al público, desglosaba su queja errante en busca del amor, yo miraba a la orquesta. La obra tiene una orquestación poderosa. Si en un momento dado los instrumentos tocasen con una fuerza media, la voz del barítono quedaría totalmente ahogada. Sin embargo, la orquesta, contenida en su fuerza por el director, acompañaba suave y delicadamente la queja de la poesía mientras el barítono, de frente al público y dando la espalda a orquesta y director, parecía ajeno a esa especie de caricia. Parecía no darse cuenta de que con un gesto de la mano del director, esa fuerza sonora, enormemente mayor que la suya, ahogaría su voz. Y ahí empezó mi imaginación a urdir relaciones. ¿No nos pasa lo mismo a los hombres? No nos pasa que nos quejamos de nuestros dolores mientras las fuerzas de la vida, inmensamente más poderosas que nosotros, controladas por el Director, nos acompañan y nos mecen? Es cierto que a veces esas fuerzas estallan y nos zarandean, pero ese es el momento, precisamente, de suspender nuestro lamento. Ese es el momento de la fuerza de la orquesta. Luego, volveremos a ser nosotros la línea melódica y, las fuerzas de la naturaleza el delicado acompañamiento. Entonces, después de la prueba del silencio, nuestra queja se transforma en oración. Mientras pensaba estas cosas, llegó el final de la última canción y la música se volvió serena y risueña, mientras la poesía decía:

“Al borde del camino se elevaba un tilo,
¡allí encontré al fin un sitio donde dormir!
¡Bajo la copa del tilo!
El polen de sus flores cayó lentamente
hasta cubrirme cual copos de nieve.
Y entonces olvidé el amargo dolor de mi existencia.
¡Todo, todo estaba bien otra vez!
¡Ah, todo era diáfano y bueno!
Todo; el amor y las penas,
el mundo y el sueño...”


Todo está bien. Aunque muchas veces no entendamos, todo está bien. El amor y las penas. El mundo y el sueño. Todo. La música de Dios, su amor, nos acompaña siempre mientras nosotros la buscamos en otra parte. Como nos dice san Agustín en sus Confesiones:

“¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y he aquí que Tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que Tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba conmigo”.

La orquesta del mundo le está sometida y, al final, como tú haces ya, dormiremos con el sueño que sabe que existe, cubiertos por un polen de paz, bajo la copa del tilo eterno de Dios y todo estará, eternamente, bien.

14 de mayo de 2011

Tomás Alfaro Drake

El 10 de Abril pasado Gregorio Peces Barba publicó un artículo en El País. No lo leí hasta el otro día y no pude evitar contestarle. Publico aquí su artículo y mi respuesta. Como en ella hago citas a un discurso de Sarkozy y a una carta del socialista francés Jean Jaurés a su hijo, publico también ambos, aunque creo que ya están en este blog en entradas anteriores.


Artículo de Peces Barba

En el siglo XXI es un signo de la cultura política y jurídica pulsar, sobre todo desde partidos de izquierdas o de centro izquierda, el proceso de secularización, cuya última meta es la laicidad, entendida como una situación pacífica y generalmente aceptada por la sociedad.

La exigencia deriva de las líneas que van identificando y señalando las perspectivas de desarrollo de la modernidad y que arrancan de la ruptura de la unidad religiosa con la aparición en el siglo XVI de los protestantismos, con la secularización de la política desde Maquiavelo y de la moral desde Pufendorf y Tomasio en el siglo XVII. En la misma línea se desmonta por Hugo Grocio el Derecho Natural clásico, subordinado a la teología, al afirmar que existiría aunque Dios no existiera y que lo descubrimos por la razón aplicada a la naturaleza humana. Todos son caminos que nos conducen a un mundo moderno secularizado donde Dios todavía no es puesto en cuestión pero que queda como el relojero que ha construido el aparato del mundo, que funciona por sí mismo.
Solo la Iglesia católica se mantiene en la línea de la tradición que arranca de las concepciones aristotélico-tomistas del mundo y de la vida. El sólido mecanismo ético de la salvación que necesita de los dos pilares inseparables de la gracia que se produce por el sacrificio de Cristo en la Cruz y de la libertad, que necesita de las obras humanas, sigue siendo el suyo, pero es un dualismo que quiebra a partir del tránsito a la modernidad.

Las éticas modernas serán las del protestantismo y las del humanismo laico. Las primeras son éticas solo de la gracia y la segunda solo de la libertad. Por un capricho de la historia, ambas, tan alejadas teóricamente, coincidirán en la práctica en la fase del trabajo mundanal y en el fondo secularizado. Los protestantes se salvan porque están predestinados y los humanistas laicos prescinden progresivamente de la divinidad. Así ambos se proyectarán en la sociedad y en la realización de proyectos seculares y buscarán para ello una ética secularizadora, en la que podrán coincidir, sin necesidad del apoyo ni de Dios ni de las Iglesias. La ética individual, la que conduce a cada uno a la virtud, al bien, a la felicidad o a la salvación, sea religiosa o laica, queda al margen de la construcción social y de los fines de la política y del Derecho, puede tener una extensión social pero no es elemento relevante para la formación de los mecanismos de decisión que orientarán el desarrollo de las sociedades modernas.

Con esta perspectiva, las ideas de participación, de consentimiento, de derechos humanos, de Constitución y de Democracia, se situarán en las perspectivas de la secularización y de la laicidad e irán formando una ética propia que ya no es la privada, sino la ética de las instituciones de los procedimientos, de los valores, de los principios y de los derechos, la ética de los ciudadanos como tales, que bebe de esas tradiciones morales, protestantes y del humanismo laico, que arrastran tradiciones libertinas, ilustradas, positivistas, científicas, darwinistas y republicanas. La escuela y las instituciones públicas son el ámbito donde se desarrolla, desde el respeto a la libertad de conciencia, la supremacía de la razón. La III República francesa fue ámbito donde esa ideología se fraguó y cristalizó, con autores como Gambetta, Ferry, Barthou, Waldeck- Rousseau, entre otros.
Ese espíritu laico, es hoy el de Europa coexistiendo con una Iglesia católica que vuelve por sus fueros y por su prepotencia desde Juan Pablo II hasta el Papa actual.

España ha sido una de las grandes perjudicadas del clericalismo, y lo ha sufrido en sus carnes antes del franquismo, durante el franquismo y con la democracia, cuando todavía hay demasiada contemporización con los peores usos clericales. Hay muchos aspectos pendientes y el gobierno de Rodríguez Zapatero consiente demasiado pensando que es una buena fórmula ¡Craso error!. En cuanto se les presenta la ocasión, como en estas elecciones autonómicas, dicen que no se puede votar a partidos que apoyan el divorcio, el aborto o el matrimonio entre personas del mismo sexo.
Todavía hay tiempo y pido al PSOE y a su Gobierno que se decidan a tomar medidas que se sitúen claramente en la línea debida. Al menos dos medidas, derogación de los acuerdos con la Santa Sede y supresión de la enseñanza reglada de la religión deben ser tomadas. ¡Todavía se puede hacer!

No podemos ser tan ingenuos como para pensar que la inacción por nuestra parte va a ser respondida con la neutralidad y el juego limpio. Eso solo ocurrió con Juan XXIII y con Pablo VI. Después las cosas volvieron a su cauce tradicional y la deslealtad a las autoridades civiles volvió a ser la regla. Son partidarios de todo lo que representa Doña Esperanza y no se puede esperar nada. Cuanto más se les consiente y se les soporta, peor responden. Solo entienden del palo y de la separación de los campos. Un Estado libre y una Iglesia libre, cada uno en su ámbito y sin que puedan tener ningún ámbito exento, ni ningún privilegio. Pactar con ellos desde la buena fe es estar seguro de que se aprovecharán todo lo que puedan.

Gregorio Peces-Barba Martínez es fundador y exrector de la Universidad Carlos III de Madrid


Mi respuesta

Gregorio Peces Barba, bajo un disfraz de republicanismo ciudadano, escribe un artículo en El País del 10 de Abril que es, cuanto menos, preocupante. En nombre de un laicismo al que llama racional, dice de los católicos que “cuanto más se les consiente y se les soporta, peor responden. Solo entienden del palo”, palo que, por supuesto, pide al señor Zapatero (nominalmente) que use. No le puede faltar el toque electoralista al decir que “son partidarios de todo cuanto representa Doña Esperanza y no se puede esperar nada”. Una de las principales razones que aduce para el uso del palo es que “dicen que no se puede votar a partidos que apoyan el divorcio, el aborto o el matrimonio entre personas del mismo sexo”.

Me parece una preciosa lección de su idea de democracia. Libertad para todos, menos para los que no les parezca bien nuestro experimento social. Ni que decir tiene que estoy totalmente de acuerdo con la laicidad, pero de ninguna manera con el laicismo. La diferencia, más allá de la semántica, es evidente. La laicidad implica la libertad religiosa y la neutralidad frente a las distintas religiones. El laicismo, en cambio, es una religión más. Bueno, no una religión más, sino la más excluyente de todas, porque no admite ninguna otra. Esa es la religión que practica el señor Zapatero al que, con gran espíritu democrático, el señor Peces Barba exhorta a que use el palo.

No señor Peces Barba. Los católicos no somos unos delincuentes ni unos asociales, de lo que usted parece tacharnos en su artículo. Muy al contrario, somos ciudadanos ejemplares. Cuando ejercemos el derecho de opinión, lo hacemos sin decir que hay que usar el palo contra nadie. Cuando ejercemos el derecho de manifestación, nos reunimos cientos de miles sin destrozar mobiliario urbano ni producir el menor altercado público. Votamos, pagamos nuestros impuestos, tenemos, en general las hijos, que serán los futuros ciudadanos y nadie nos ayuda por eso. Pero, mire usted, creemos que tenemos el derecho de educar a esos hijos a ser buenos ciudadanos libremente, no con el modelo religioso-laicista que este gobierno quiere imponer. Me parece estupendo que usted quiera educar a sus sobrinos en este modelo de ciudadanía, pero no tiene derecho a imponérnoslo a los católicos y a obligarnos a educar a nuestros hijos en su modelo.

Debo reconocer que me da una gran aprensión oírle decir que “la secularización y la laicidad irán formando una ética propia que ya no es la privada, sino la ética de las instituciones de los procedimientos, de los valores, de los principios y de los derechos, la ética de los ciudadanos como tales, que bebe de esas tradiciones morales, protestantes y del humanismo laico, que arrastran tradiciones libertinas, ilustradas, positivistas, científicas, darwinistas y republicanas. (Popurri de totus revolutum que me parece más de charlatán de feria que de todo un señor catedrático). La escuela y las instituciones públicas son el ámbito donde se desarrolla, desde el respeto a la libertad de conciencia, la supremacía de la razón”. Esto de que la ética ya no es privada sino que debo entender que la define el Estado en base a “tradiciones libertinas, ilustradas, positivistas, científicas, darwinistas y republicanas”, me trae reminiscencias de totalitarismos de ambos signos que se creen con derecho a decirles a sus “ciudadanos” lo que tienen que creer y pensar y cómo deben actuar en todo si no quieren ser “reeducados” tras una severa “autocrítica”. Paro ya que habla usted de republicanismo y hace gala de él, me voy a permitir citarle unas frases de un republicano de un país con más pedigree de republicanismo que el nuestro.

Me refiero al presidente de la República Francesa, M. Sarkozy. Dice en su discurso en Roma el 20 de Diciembre del 2007: “… la moral laica siempre corre el riesgo de agotarse o de derivar hacia el fanatismo cuando no va vinculada a una esperanza que llene la aspiración a lo infinito. Y además, porque una moral desprovista de lazos con la trascendencia está mucho más expuesta a las contingencias históricas y, finalmente, a la fragilidad”. […] “Nadie cuestiona ya que el régimen francés de laicidad es hoy una libertad: libertad de creer o no creer, de practicar una religión y de cambiarla por otra, de no ser afectado en su conciencia por prácticas obligatorias, libertad para los padres de hacer que se dé a sus hijos una educación conforme a sus convicciones, libertad de no ser discriminado por la administración en función de las propias creencias. […] Por eso hago votos por el advenimiento de una laicidad positiva, es decir una laicidad que, siempre velando por la libertad de pensar, de creer y no creer, no considere que las religiones son un peligro, sino que son un valor”.

Claro, que este testimonio de republicanismo no le vale a usted, porque, como Doña Esperanza, el M. Sarkozy no es de la “gauche divine”. Pero me atrevo a sugerirle que lea la carta que escribió el socialista francés Jean Jaurés a su hijo cuando éste le pide un justificante que le exima de cursar la asignatura de religión. Esta carta fue leída por D. Antonio Pildain en la sesión de las Cortes Constituyentes de la 2ª República el 1 de Marzo de 1933 y puede usted encontrarla en el diario de sesiones de ese día. Tal vez convendría que fuese releída hoy en el Congreso de los Diputados. Cito aquí sólo algunas líneas.

“Este justificante, querido hijo, no te lo envío ni te lo enviaré jamás. […] No es porque desee que seas clerical, a pesar de que no hay en esto ningún peligro, ni lo hay tampoco en que profeses las creencias que te expondrá el profesor. […] Estudias mitología para comprender historia y la civilización de los griegos de los romanos, y ¿qué comprenderías de la historia de Europa y del mundo entero después de Jesucristo, sin conocer la religión, que cambió la faz del mundo y produjo una nueva civilización? […]… la religión está íntimamente unida a todas las manifestaciones de la inteligencia humana; es la base de la civilización”.

Y acabo con esta réplica, en la que me han ayudado republicanos y socialistas. Pero no puedo dejar de señalar que hay socialistas y socialistas. El señor Zapatero, al que usted pide palo duro contra los católicos, es un socialista que no debió pasar por la formación que el socialista Jaurés quería para su hijo. Es decir, es un socialista inculto. Pero usted, señor Peces Barba no puede valerse del eximente de la ignorancia. Usted es la inteligentzia que siempre hay detrás de todos los experimentos sociales que llevan al desastre. Por eso su artículo me parece realmente preocupante para la democracia. Pero no se preocupe, señor Peces Barba, que aunque a usted le parezca una idiotez, yo rezaré por usted. Así somos los católicos.


Extracto del discurso pronunciado por Nicolás Sarkozy en San Juan de Letrán, Roma, de la que es canónigo como Presidente de la República Francesa,
el 20 de diciembre de 2007

Al venir esta tarde a San Juan de Letrán y aceptar el título de canónigo de esta basílica, conferido por primera vez a Enrique IV y transmitido desde entonces a casi todos los jefes de Estado franceses, asumo plenamente el pasado de Francia y ese lazo tan particular que durante tanto tiempo ha unido a nuestra nación con la Iglesia.

Fue con el bautismo de Clodoveo como Francia se convirtió en hija primogénita de la Iglesia. Esos son los hechos. Al hacer de Clodoveo el primer soberano cristiano, este acontecimiento tuvo consecuencias importantes para el destino de Francia y para la cristianización de Europa. En múltiples ocasiones después, a lo largo de su historia, los soberanos franceses tuvieron ocasión de manifestar la profundidad del vínculo que les ligaba a la Iglesia y a los sucesores de Pedro. Tal fue el caso de la conquista por Pipino el Breve de los primeros estados pontificios o de la creación ante el Papa de nuestra más antigua representación diplomática.

Mas allá de los hechos históricos, si Francia mantiene con la sede apostólica una relación tan particular es sobre todo porque la fe cristiana ha penetrado en profundidad la sociedad francesa, su cultura, sus paisajes, su forma de vivir, su arquitectura, su literatura. Las raíces de Francia son esencialmente cristianas. Y Francia ha aportado a la irradiación del cristianismo una contribución excepcional. Contribución espiritual y moral por la fuerza de santos y santas de universal alcance: San Bernardo de Claraval, San Luis, San Vicente de Paul, Santa Bernadette de Lourdes, Santa Teresa de Lisieux… Contribución literaria y artística: de Couperin a Peguy, de Claudel a Bernanos, Vierne, Poulen, Duruflé, Mauriac o Messiaen. Contribución intelectual, tan cara a Benedicto XVI: Pascal, Bossuet, Maritain, Mounier, Lubac, Girard… Permítaseme también mencionar la aportación determinante de Francia a la arqueología bíblica y eclesial, aquí en Roma, pero también en Tierra Santa, así como a la exégesis bíblica, en particular con la escuela bíblica y arqueológica francesa de Jerusalén.

[…]

Las raíces cristianas de Francia son también visibles en esos símbolos que son los establecimientos píos, la misa anual de Santa Lucía y la de la capilla de Santa Petronila. Está además, por supuesto, esta tradición que hace del presidente de la republica francesa, canónigo de honor de San Juan de Letrán. Esto no es trivial: San Juan de Letrán es la catedral del Papa, es la «cabeza y madre de todas las iglesias de Roma y del mundo», es una iglesia inscrita en el corazón de los romanos. Que Francia esté unida a la Iglesia católica por este título simbólico, es la huella de esta historia común donde el cristianismo ha contado mucho para Francia y Francia ha contado mucho para el cristianismo. Y es así como, con toda naturalidad, he venido yo, como antes el general de Gaulle, Giscard d' Estaing y más recientemente Jacques Chirac, a inscribirme felizmente en esta tradición.

Como el bautismo de Clodoveo, la laicidad es igualmente un hecho incontestable en nuestro país. Conozco bien los sufrimientos que su implantación provocó en Francia entre los católicos, entre los sacerdotes, entre las congregaciones, antes de 1905. Sé también que la interpretación de aquella ley de 1905 como un texto de libertad, de tolerancia y de neutralidad es en parte una reconstrucción retrospectiva del pasado. Fue sobre todo por su sacrificio en las trincheras de la Gran Guerra, compartiendo los sufrimientos de sus conciudadanos, como los sacerdotes y religiosos de Francia desarmaron al anticlericalismo, y fue su inteligencia común lo que permitió a Francia y a la Santa Sede superar sus querellas y restablecer sus relaciones.

Nadie cuestiona ya que el régimen francés de laicidad es hoy una libertad: libertad de creer o no creer, de practicar una religión y de cambiarla por otra, de no ser afectado en su conciencia por prácticas obligatorias, libertad para los padres de hacer que se dé a sus hijos una educación conforme a sus convicciones, libertad de no ser discriminado por la administración en función de las propias creencias.

Francia ha cambiado mucho. Los franceses tienen convicciones más diversas que antes. A partir de ahí la laicidad se ha afirmado como una necesidad y una oportunidad. Se ha convertido en una condición de la paz civil. Y por eso el pueblo francés ha sido tan ardiente para defender la libertad escolar como para desear la prohibición de signos ostentatorios en la escuela.

Así, la laicidad no podría ser la negación del pasado. La laicidad no puede cortarle a Francia sus raíces cristianas. Ha intentado hacerlo; no habría debido. Como Benedicto XVI, yo considero que una nación que ignora la herencia ética, espiritual, religiosa de su historia, comete un crimen contra su cultura, contra esa mezcla de historia, patrimonio, arte y tradiciones populares que impregnan tan profundamente nuestra manera de vivir y de pensar. Arrancar la raíz es perder la significación, es debilitar el cimiento de la identidad nacional y secar aún más las relaciones sociales, que tanta necesidad tienen de símbolos de memoria.

Por eso debemos mantener unidos los dos extremos de la cadena: asumir las raíces cristianas de Francia e incluso revalorizarlas, sin dejar de defender una laicidad que al fin ha llegado a su madurez. Ese es el sentido de mi presencia en San Juan de Letrán.

Ha llegado la hora de que, en un mismo espíritu, las religiones, y en particular la católica, que es nuestra religión mayoritaria, y todas las fuerzas vivas de la nación miren juntas a los desafíos del futuro y no sólo a las heridas del pasado.

Comparto el juicio del Papa cuando considera, en su última encíclica, que la esperanza es una de las cuestiones más importantes de nuestro tiempo. Desde el Siglo de las Luces, Europa ha experimentado muchas ideologías. Ha puesto sucesivamente sus esperanzas en la emancipación de los individuos, en la democracia, en el progreso técnico, en la mejora de las condiciones económicas y sociales, en la moral laica. Se extravió gravemente en el comunismo y el nazismo. Ninguna de estas diferentes perspectivas –que evidentemente no pongo en el mismo plano– ha estado en condiciones de satisfacer la necesidad profunda de hombres y mujeres de encontrar un sentido a la existencia.

Por supuesto, fundar una familia, contribuir a la investigación científica, enseñar, combatir por ideas, en particular si son las de la dignidad humana, dirigir un país, todo eso podría dar sentido a una vida. Esas son las pequeñas y grandes esperanzas «que día a día nos mantienen en camino», para retomar los propios términos de la encíclica del Santo Padre. Pero ellas no responden por sí mismas a las preguntas fundamentales del ser humano sobre el sentido de la vida y el misterio de la muerte. No saben explicar lo que pasa antes de la vida y lo que pasa después de la muerte.
Estas preguntas se las han hecho todas las civilizaciones en todos los tiempos. No han perdido ni un ápice de su pertinencia. Al contrario. Las facilidades materiales cada vez mayores de los países desarrollados, el frenesí del consumo, la acumulación de bienes, subrayan cada día más la aspiración profunda de las mujeres y los hombres a una dimensión que les supere, porque esa aspiración nunca ha estado menos satisfecha que hoy.

«Cuando las esperanzas se realizan –prosigue Benedicto XVI– se revela claramente que en realidad eso no es todo. Parece evidente que el hombre tiene necesidad de una esperanza que vaya más allá. Parece evidente que sólo puede bastarle algo infinito, algo que siempre será lo que él nunca podrá alcanzar. […] si no podemos esperar más que lo accesible, ni más que lo que podamos aguardar de las autoridades políticas y económicas, nuestra vida se reducirá a una vida privada de esperanza». O también, como escribía Heráclito, «si no esperamos lo inesperable, no lo reconoceremos cuando llegue».

Mi convicción profunda, de la que he hablado sobre todo en el libro de entrevistas que publiqué sobre la República, las religiones y la esperanza, es que la frontera entre la fe y la no-creencia no está y nunca estará entre quienes creen y quienes no creen, porque en realidad pasa a través de cada uno de nosotros. Incluso quien afirma no creer, no puede negar que se hace preguntas sobre lo esencial. El hecho espiritual es la tendencia natural de todos los hombres a buscar una trascendencia. El hecho religioso es la respuesta de las religiones a esta aspiración fundamental.
Ahora bien, durante mucho tiempo la República laica subestimó la importancia de la aspiración espiritual. Incluso tras el restablecimiento de las relaciones diplomáticas entre Francia y la Santa Sede, se mostró más desconfiada que benevolente respecto a los cultos. Cada vez que dio un paso hacia las religiones, ya se tratara del reconocimiento de las asociaciones diocesanas, de la cuestión escolar, de las congregaciones, dio la impresión de que actuaba así porque no podía hacerlo de otro modo. Hasta 2002 no aceptó el principio de un diálogo institucional regular con la Iglesia Católica. Que se me permita recordar también las virulentas críticas de que fui objeto por la creación del consejo francés del culto musulmán. Aún hoy, la Republica mantiene a las congregaciones bajo una forma de tutela, rehúsa reconocer carácter cultual a la acción caritativa o a los medios de comunicación de las iglesias, de mala gana reconoce el valor de los títulos otorgados por los establecimientos de enseñanza superior católicos (aunque la convención de Bolonia los prevé), ni concede ningún valor a los diplomas de teología.

Creo que esta situación es dañina para nuestro país. Por supuesto, los que no creen deben ser protegidos de toda forma de intolerancia y de proselitismo. Pero un hombre que cree, es un hombre que espera. Y el interés de la República es que haya muchos hombres y mujeres que esperan. La desafección progresiva de las parroquias rurales, el desierto espiritual de los barrios periféricos, la desaparición de los patronazgos y la carestía de sacerdotes no han hecho más felices a los franceses. Es una evidencia.

Y además quiero decir que, si incontestablemente existe una moral humana independiente de la moral religiosa, sin embargo la República tiene interés en que exista también una reflexión moral inspirada en convicciones religiosas. Primero, porque la moral laica siempre corre el riesgo de agotarse o de derivar hacia el fanatismo cuando no va vinculada a una esperanza que llene la aspiración a lo infinito. Y además, porque una moral desprovista de lazos con la trascendencia está mucho más expuesta a las contingencias históricas y, finalmente, a la fragilidad. Como escribió Joseph Ratzinger en su obra sobre Europa, «el principio hoy en curso es que la capacidad del hombre sea la medida de su acción. Lo que se sabe hacer, se puede hacer». Pero al final el peligro es que el criterio de la ética ya no sea intentar hacer lo que se debe hacer, sino hacer todo aquello que sea posible hacer. Es una enorme cuestión.

En la República laica, un político como yo no puede decidir en función de consideraciones religiosas. Pero es importante que su reflexión y su conciencia estén iluminadas sobre todo por juicios que hacen referencia a normas y convicciones libres de contingencias inmediatas. Todas las inteligencias, todas las espiritualidades que existen en nuestro país deben tomar parte en ello. Seremos más sabios si conjugamos la riqueza de nuestras diferentes tradiciones.
Por eso voto por el advenimiento de una laicidad positiva, es decir una laicidad que, siempre velando por la libertad de pensar, de creer y no creer, no considere que las religiones son un peligro, sino que son un valor. No se trata de modificar los grandes equilibrios de la ley de 1905: ni los franceses lo desean, ni las religiones lo piden. Al contrario, se trata de buscar el diálogo con las grandes religiones de Francia y de tener como principio el facilitar la vida cotidiana de las grandes corrientes espirituales, en vez de complicársela.

Para terminar mis palabras quisiera dirigirme a aquellos de ustedes que se hallan comprometidos en las congregaciones, en la curia, en el sacerdocio y en el episcopado o que actualmente siguen su formación de seminarista. Simplemente querría comunicarles los sentimientos que me inspira su opción de vida.

[…]

Lo que quiero decirles como presidente de la República, es la importancia que otorgo a lo que ustedes hacen y a lo que ustedes son. Su contribución a la acción caritativa, a la defensa de los derechos del hombre y de la dignidad humana, al diálogo interreligioso, a la formación de las inteligencias y de los corazones, a la reflexión ética y filosófica, es de primera importancia. Arraiga en lo más profundo de la sociedad francesa, en una diversidad frecuentemente insospechada, igual que se despliega a través del mundo.

[…]

Al dar en Francia y en el mundo este testimonio de una vida entregada a los otros y llena de la experiencia de Dios, crean ustedes esperanza y hacen ustedes que crezcan los sentimientos más nobles. Es una suerte para nuestro país, y yo, como presidente, lo considero con mucha atención. En la transmisión de los valores y en el aprendizaje entre el bien y el mal, el profesor nunca podrá sustituir al pastor o al cura, porque siempre le faltará la radicalidad del sacrificio de su vida y el carisma de un compromiso transportado por la esperanza.

[…]

En este mundo paradójico, obsesionado por el confort material y que al mismo tiempo busca cada vez más el sentido y la identidad, Francia necesita católicos convencidos que no teman afirmar lo que son y en lo que creen. La campaña electoral del 2007 ha demostrado que los franceses tenían ganas de política a poco que se les propusiera ideas, proyectos, ambiciones. Mi convicción es que también esperan espiritualidad, valores, esperanza.

[…]

Francia necesita creer de nuevo que no va a sufrir el futuro, porque va a construirlo. Por eso necesita el testimonio de aquellos que, impulsados por una esperanza que les trasciende, todas las mañanas se ponen en camino para construir un mundo más justo y más generoso.
Esta mañana he ofrecido al Santo Padre dos ediciones originales de Bernanos. Permítanme concluir con Él: «el futuro es algo que se supera. El futuro no se sufre, se hace. […]. El optimismo es una falsa esperanza para uso de cobardes […]. La esperanza es una virtud, una determinación heroica del alma. La más alta forma de esperanza es la desesperanza superada». ¡Qué bien comprendo el gusto del Papa por ese gran escritor que es Bernanos!
Donde quiera que ustedes actúen, en los barrios, en las instituciones, cerca de los jóvenes, en el diálogo interreligioso, yo les apoyaré. Francia tiene necesidad de su generosidad, de su coraje, de su esperanza.


CARTA DE UN PADRE SOCIALISTA A SU HIJO SOBRE LA ENSEÑANZA DE LA RELIGIÓN

El socialista Jean Jaurés nació en 1859 en Castres, Francia. Fue diputado por el Partido Obrero Francés en 1889, manteniéndose como parlamentario hasta 1898. Posteriormente fue elegido también en las elecciones de 1902, 1906, 1910 Y 1914. Murió en 1914. En 1904 fundó el periódico L'Humanité. En 1905 consigue unir bajo su liderazgo a los socialistas franceses, formando la Sección Francesa de la Internacional Obrera. Fue precisamente el diario L'Humanité el que publicó esta carta dirigida a su hijo que reproducimos. Este texto fue citado por Pildain en la Cortes Constituyentes de la II República española (Diario de Sesiones, 1 de marzo de 1933. La carta fue entregada a los taquígrafos de las Cortes para que en las actas después de la intervención de Pildain).

«Querido hijo, me pides un justificante que te exima de cursar la religión, un poco por tener la gloria de proceder de distinta manera que la mayor parte de los condiscípulos, y temo que también un poco para parecer digno hijo de un hombre que no tiene convicciones religiosas. Este justificante, querido hijo, no te lo envío ni te lo enviaré jamás.

No es porque desee que seas clerical, a pesar de que no hay en esto ningún peligro, ni lo hay tampoco en que profeses las creencias que te expondrá el profesor. Cuando tengas la edad suficiente para juzgar, serás completamente libre; pero, tengo empeño decidido en que tu instrucción y tu educación sean completas, no lo serían sin un estudio serio de la religión.

Te parecerá extraño este lenguaje después de haber oído tan bellas declaraciones sobre esta cuestión; son hijo mío, declaraciones buenas para arrastrar a algunos, pero que están en pugna con el más elemental buen sentido. ¿Cómo seria completa tu instrucción sin un conocimiento suficiente de las cuestiones religiosas sobre las cuales todo el mundo discute? ¿Quisieras tú, por ignorancia voluntaria, no poder decir una palabra sobre estos asuntos sin exponerte a soltar un disparate?

Dejemos a un lado la política y las discusiones, y veamos lo que se refiere a los conocimientos indispensables que debe tener un hombre de cierta posición. Estudias mitología para comprender historia y la civilización de los griegos de los romanos, y ¿ qué comprenderías de la historia de Europa y del mundo entero después de Jesucristo, sin conocer la religión, que cambió la faz del mundo y produjo una nueva civilización? En el arte, ¿qué serán para ti las obras maestras de la Edad Media y de los tiempos modernos, si no conoces el motivo que las ha inspirado y las ideas religiosas que ellas contienen? En las letras, ¿puedes dejar de conocer no sólo a Bossuet, Fenelón, Lacordaire, De Maistre, Veuillot y tantos otros que se ocuparon exclusivamente en cuestiones religiosas, sino también a Corneille, Racine, Hugo, en una palabra a todos estos grandes maestros que debieron al cristianismo sus más bellas inspiraciones? Si se trata de derecho, de filosofía o de moral, ¿puedes ignorar la expresión más clara del Derecho Natural, la filosofía más extendida, la moral más sabia y más universal? -éste es el pensamiento de Juan Jacobo Rousseau-.

Hasta en las ciencias naturales y matemáticas encontrarás la religión: Pascal y Newton eran cristianos fervientes; Ampere era piadoso; Pasteur probaba la existencia de Dios y decía haber recobrado por la ciencia la fe de un bretón; Flammarion se entrega a fantasías teológicas.

¿Querrás tú condenarte a saltar páginas en todas tus lecturas y en todos tus estudios? Hay que confesar/o: la religión está íntimamente unida a todas las manifestaciones de la inteligencia humana; es la base de la civilización y es ponerse fuera del mundo intelectual y condenarse a una manifiesta inferioridad el no querer conocer una ciencia que han estudiado y que poseen en nuestros días tantas inteligencias preclaras. Ya que hablo de educación: ¿para ser un joven bien educado es preciso conocer y practicar las leyes de la Iglesia? Sólo te diré lo siguiente: nada hay que reprochar a los que las practican fielmente, y con mucha frecuencia hay que llorar por los que no las toman en cuenta. No fijándome sino en la cortesía, en el simple "savoir vivre", hay que convenir en la necesidad de conocer las convicciones y los sentimientos de las personas religiosas. Si no estamos obligados a imitarlas, debemos, por lo menos, comprenderlas, para poder guardarles el respeto, las consideraciones y la tolerancia que les son debidas. Nadie será jamás delicado, fino, ni siquiera presentable sin nociones religiosas.

Querido hijo: convéncete de lo que te digo: muchos tienen interés en que los demás desconozcan la religión; pero todo el mundo desea conocerla. En cuanto a la libertad de conciencia y otras cosas análogas, eso es vana palabrería que rechazan de consuno los hechos y el sentido común. Muchos anti-católicos conocen por lo menos medianamente la religión; otros han recibido educación religiosa; su conducta prueba que han conservado toda su libertad

Además, no es preciso ser un genio para comprender que sólo son verdaderamente libres de no ser cristianos los que tienen facultad para serlo, pues, en caso contrario, la ignorancia les obliga a la irreligión. La cosa es muy clara: la libertad, exige la facultad de poder obrar en sentido contrario. Te sorprenderá esta carta, pero precisa, hijo mío, que un padre diga siempre la verdad a su hijo. Ningún compromiso podría excusarme de esa obligación».

Noticias Obreras, núm. 1.371 (1-11-2004/15-11-2004), pg. 40

Tal vez alguien debería hoy volver a leer esta carta en el Congreso de los Diputados cuando se discuta sobre la conveniencia de la obligatoriedad de la enseñanza de religión.

11 de mayo de 2011

Frases 11-V-2011

Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.

La verdad forma parte en esta vida de unas cuantas cosas verdaderamente grandes, que no se pueden comprar. Se le regalan al hombre, como el amor o la belleza.

Gustav Janouche, puesto en boca de Kafka en “Conversaciones con Kafka”.

8 de mayo de 2011

La muerte de mi padre y la misericordia de Dios

Tomás Alfaro Drake

El domingo pasado fue el día de la divina misericordia. Creo profundamente en un Dios misericordioso. No podría creer en un Dios que no lo fuera. El domingo pasado dediqué mi entrada a Juan Pablo II en el día de su beatificación. Esta entrada y, tal vez, la de la semana que viene quiero dedicarla a la misericordia de Dios.

***

Mi padre fue un hombre de bien. Toda su vida amó y practicó la justicia y el bien. Su trayectoria política le llevó, en los últimos años de la Segunda República, a ser Teniente Alcalde, en funciones de Alcalde, de Vitoria. Años antes se había adscrito al partido de Manuel Azaña, para gran escándalo de su familia de la burguesía vitoriana. Tenía creencias deístas que, lejos del agnosticismo, le hacían creer en un Dios relojero, un poco panteísta y un poco alejado de los hombres. Sin ser anticlerical, no era muy de curas y frecuentaba la iglesia más bien poco y sólo en efemérides más o menos felices como bodas, bautizos o funerales. Pero yo, siendo un niño, recuerdo las lágrimas que corrían por sus mejillas el día del entierro del Papa Juan XXIII. Era un hombre en perpetua búsqueda pero, para una familia tradicional de provincias, era el “enfant terrible” de la misma. Y él se sentía a gusto en ese papel que explotaba un poco.

Al estallar la guerra civil, estando él al frente del Ayuntamiento de Vitoria, fue detenido y encarcelado hasta el final de la misma. Alguna vez estuvo a punto de ser fusilado en las sacas que se hicieron de la cárcel de Vitoria para “preparar” la ofensiva del norte.

La tarde del 30 de Agosto de 1965, con setenta y dos años, estuvo tomando unas copas en su casa de Vitoria, donde pasaba los veranos, en animada conversación con un grupo de amigos. Tras la cena, después de escribir un poco, se fue a la cama como cualquier otro día. El día siguiente no sería para él cualquier otro día, sería el último de su vida. De madrugada sufrió un derrame cerebral que, sin hacerle perder el conocimiento, le hizo darse cuenta de que se moría. Despertó a mi madre diciéndole, “María, me muero, llama a la Iglesia”. Mi madre, persona de recia fe, sin aspavientos, se quedó un tanto sorprendida. Le preguntó, “¿llamo a Tite, que vive aquí al lado o busco a otro sacerdote?”. Tite, Enrique, es un hijo de una hermana de mi padre. Era, es, cura. Vivía al lado de casa y podía llegar en cuestión de minutos. No obstante, mi madre, que conocía muy bien a mi padre después de más de cuarenta años de matrimonio, se preguntaba si no se sentiría herido en su amor propio de “enfant terrible” si el cura de la familia iba a confesarle “in extremis”. De ahí su pregunta. Poco le importaba a mi padre, sintiendo la muerte a su puerta, su amor propio. Sin dudarlo le contestó. “Me da igual, llama a la Iglesia”. Vino Tite y le confesó en plena consciencia. No sé si después le dio tiempo a darle la comunión y el viático. Ese extremo no me lo contó mi madre. Durante varias horas el derrame fue haciendo su sorda labor y mi padre fue perdiendo la consciencia hasta que finalmente murió.

Debo ahora volver hacia atrás en el tiempo. Durante toda su vida, desde muy joven, mi padre adquirió la costumbre de anotar cada día en un libro sus impresiones. No era propiamente un diario íntimo. En ese libro había cartas pegadas, partes de boda, fotos, apuntes de dibujos para cuadros, ya que era un excelente pintor aficionado, y un misceláneo de cosas más. Naturalmente, también había pensamientos íntimos, pero no en el sentido de que fuesen secretos. El libro en el que estaba escribiendo en cada momento se encontraba siempre al alcance de la mano de cualquiera. Llenó unos cuarenta libros que guarda mi hermano Paco.

Inmediatamente después de la muerte de mi padre, mi madre se acercó al libro para ver qué era lo último que había escrito. Con la última frase escrita de su puño y letra en su diario se hicieron unos recordatorios con la imagen del Cristo de Velázquez en el anverso. La última frase rezaba, en sentido literal, así:

... Amo el nirvana pensante. El sueño sabiendo que se vive. La profundidad sapiente que une a Dios, que no hace nada, porque todo lo tiene hecho. ¡Bendito sea Dios!

A continuación, mi madre añadió:

Quiso a los suyos, amó a Cristo, buscó a Dios y Él le dio la fuente de agua viva que salta hasta la vida eterna.

Cuando alguna vez me asalta alguna duda sobre la infinita misericordia de Dios, sólo tengo que abrir mi cartera y sacar de ella un arrugado recordatorio con el Cristo de Velázquez en el anverso y estas palabras de mi padre y de mi madre en el reverso.

P.D. 1. Mi madre murió en su cama el 11 de Enero de 1977 y sus últimas palabras, que recogió Blanca, mi mujer, que estaba de turno en ese momento en su lecho de muerte, fueron ¡Dios mío!, pronunciadas al exhalar su último aliento.

P.D. 2. Mi hermana mayor, Merche, murió el 7 de Diciembre de 1999 en estado de inconsciencia, rodeada de sus hijos y hermanos. Un poco antes de perder la consciencia en su agonía, pidió que le pusieran entre los dedos de sus manos, entrelazadas sobre el pecho, un crucifijo.

4 de mayo de 2011

Frases 4-V-2011

Tomás Alfaro Drake


Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.

[Debemos] superar la escisión entre [...] [la] belleza de las cosas y Dios como Belleza. [...] Y es que la belleza es la gran necesidad del hombre; es la raíz de la que brota el tronco de nuestra paz y los frutos de nuestra esperanza. La belleza es también reveladora de Dios porque, como Él, la obra bella es pura gratuidad, invita a la libertad y arranca del egoísmo.

Benedicto XVI en su visita a Santiago y Barcelona en Noviembre del 2010