El 11 de Marzo, inicié la publicación de una serie de 11
relatos que titulo genéricamente “Historias de otro mundos”. Este es octavo.
Son relatos con un cierto componente fantástico. Me han servido de modelo, en
su barroquismo los relatos y cuentos de Oscar Wilde.
El navegante y las
estrellas
Cuentan que hace muchos eones, vivió un hombre con un
inmenso barco de vela de tres palos, con el que navegaba por todo el piélago de
su mundo. El mar era grande, inmenso, y el hombre disfrutaba de libertad para
poder recorrer todas sus islas asombrándose de su variedad. El mar, con su
enorme diversidad de peces y las islas, con sus miles de frutos diferentes, le garantizaba alimento
sabroso y variado. El clima era benigno y siempre había un agradable viento del
sur para empujar su embarcación. Gozar de la vida era fácil y maravilloso.
Dicen que su mujer y sus hijos le acompañaban al principio, pero que por
extrañas disputas familiares les había arrojado a todos por la borda. A ella no
la echaba de menos, porque en las islas en las que recalaba había también
mujeres con las que disfrutar que, además, tenían la ventaja de no exigir
ningún compromiso. A sus hijos tampoco los añoraba, porque le parecían una
traba para poder construir su vida con libertad.
Sí, la vida era fácil durante el día, pero las noches le
aterraban. No recordaba cómo eran antes, pero desde que se deshizo de su
familia, eran negras como boca de lobo. En ellas no se alcanzaba a ver ni
siquiera la proa de la embarcación. Era fácil encallar en una playa o, lo que
sería trágico, estrellarse contra un acantilado. Así, las islas maravillosas,
que de día eran un paraíso, se convertían por la noche en un terrible peligro.
Pero, afortunadamente, la noche duraba poco. Era apenas un flash de oscuridad
en el día radiante. Aprendió, además, a huir de ella navegando hacia el oeste
durante el día y hacia el este en las breves noches. Pero esto le impedía
visitar islas que se encontraban al norte o al sur. Pronto, al navegar sólo
hacia el este o el oeste, se dio cuenta de que volvía siempre al mismo sitio.
La monotonía empezó a ganarle poco a poco cada vez que llegaba a una de las
islas que ya conocía de sobra. Un tedio insoportable y una terrible sensación
de vacío se apoderaban de él. Las mismas playas, las mismas frutas, las mismas
mujeres complacientes, la misma ausencia de compromiso.
Pasaron muchos, muchos años y el navegante se empezó a dar
cuenta de que algo cambiaba poco a poco en su mundo. Las islas eran cada vez
más pequeñas. Islas que antes presentaban amplias y acogedoras playas, le
ofrecían ahora terribles acantilados en los que antes anidaban, inalcanzables,
las águilas. Ya no podía desembarcar en ellas. El negro, oscuro y tenebroso
cielo nocturno parecía cada vez más amenazador y más cercano, como si las
fauces del lobo fuesen a cerrarse sobre él. Además, la noche era cada vez más
larga en relación con el día, por lo que su desplazamiento hacia el oeste
empezó a hacerse más lento cada vez, hasta que por fin se detuvo y empezó a
derivar hacia el este.
Pero no todo fue negativo en los cambios de su mundo. Una
noche apareció una mancha en un punto del negro cielo. Una mancha azul oscuro
desde la que unos pequeños puntos luminosos le hacían guiños que a él le
parecían de burla, como si se riesen de él. La mancha se agrandó poco a poco
hasta llegar a cubrir una séptima parte del cielo nocturno y entonces, se
detuvo en su crecimiento. Los puntos de luz se hicieron más y más brillantes
mientras la mancha azul aumentaba. Pero sus guiños titilantes le irritaban. No
cabía duda de que se burlaban de él, de su apurada situación, de su soledad, de
su miedo a la noche. Así, decidió no mirar esa extraña mancha burlona del
cielo. Pero una noche, una moneda de fúlgida plata atravesó la mancha
eclipsando el brillo de los pequeños puntos luminosos. Le fue imposible no
mirar tan maravillosa figura. Además, la luz de la moneda de plata alumbraba la
noche, de forma que las amenazantes islas se hicieron visibles. Al día
siguiente, por primera vez desde que
empezó a temer la noche, esperó ansiosamente su caída para extasiarse de
nuevo con el brillo de esa nueva luz. Pero esa noche no apareció, ni la
siguiente, ni la siguiente...
Mirando ansiosamente al cielo
cada noche para ver si aparecía la luna –ese nombre dio, sin saber por qué, a
la moneda de plata– se acabo dando cuenta de que las odiadas estrellas –así
llamó a los burlescos puntos de luz– tenían una pauta regular en su movimiento.
Una de ellas estaba siempre fija, en el centro de la mancha, mientras las otras
giraban en torno a ella en círculos concéntricos de distintos tamaños, a
distinto ritmo. Cada noche formaban una figura distinta. Seguía odiando a las
estrellas, pero no podía dejar de mirarlas, siempre con la esperanza de ver
aparecer de nuevo la luna. Y, para distraer su miedo, dibujó en la cubierta de
su barco, con un punzón, la forma de las figuras. Por fin, una noche, cuando ya
había casi perdido la esperanza, la luna apareció de nuevo, radiante y
luminosa. Habían pasado unos mil días. Pero ya no era un disco redondo.
Alguien, como si fuese un mal ladrón de la plata de las monedas, le había
limado un arco. Su forma ya no era perfectamente redonda. La noche siguiente,
la luna no apareció.
Pero el navegante se dio cuenta
de que la pauta de las posiciones de las estrellas se repetía con las mismas
formas que en el ciclo anterior, mil días atrás. Y decidió dar nombres a cada
una de ellas y las llamó constelaciones. Con un poco de imaginación, un día
veía osas con sus crías, al siguiente llamas de fuego, más tarde velas henchidas
de viento o plumas flotando levemente en el cielo. Por eso les fue poniendo
nombres como la Osa, la Llama, la Vela o la Pluma. Pronto se dio cuenta de que
la estrella fija le permitía situarse, incluso en la noche, y situar también a
las islas en su lugar exacto. Así, el riesgo de chocar con ellas desapareció.
Además tenía una forma fácil de contar el tiempo, en vez de esos repetitivos
palotes que anotaba en la cubierta de su barco cada día. La noche dejó de darle
miedo y ya no tenía que navegar siempre al este o al oeste para intentar
estúpidamente acortarla. Descubrió el norte y el sur que ya había olvidado.
Recuperó la libertad para moverse por todo el globo de su mundo. Nuevas islas
aparecieron en su vida, aunque no hubiese playas en ellas, y otras, lejanamente
olvidadas, se hicieron otra vez presentes. Era como si el mundo hubiese
recuperado, aunque tal vez demasiado tarde, un sentido hace tiempo perdido. Y
empezó a añorar tiempos lejanos. Y empezó a sentir su soledad como una losa.
La luna seguía apareciendo
regularmente al final del ciclo de mil días de las constelaciones, siempre con
un poco menos de su disco. En una de sus apariciones estaba exactamente partida
por la mitad y, a partir de ese momento, empezó a tener una forma cóncava, con el
hueco hacia arriba, como su nave. Se dice que un día de aparición de la luna,
pasó algo verdaderamente extraordinario. Cuando ya la luna tenía una clara
forma de barco, la constelación de las estrellas dejó de ser la habitual y
apareció una nueva, desconocida en ciclos anteriores. Doce estrellas adoptaron
una forma como de tres cuartas partes de un círculo, con la estrella fija en
uno de los extremos. Otras estrellas formaban algo que podría considerarse un
cuerpo humano, con la cabeza dentro del círculo de estrellas. A los pies de ese
cuerpo, estaba la luna, como si fuese un barco. No supo que nombre dar a esa
nueva constelación.
Los siguientes ciclos de luna, a
medida que, cada mil días, el barco se hacía más y más fino, aparecían nuevas
estrellas en la constelación sin nombre. Daba la impresión de que el cuerpo
aumentaba de tamaño alrededor del vientre, como si fuese el de una mujer
avanzando en su embarazo. Entonces se formaron en la cabeza del navegante
asociaciones de ideas, rápidas como ráfagas de viento. Aunque sólo mucho
después pudo reconstruirlas, en un fugaz instante le sugirieron el nombre que
debía dar a esa constelación con la luna en forma de nave a sus pies. “Estrella
de los mares” –se dijo, agradeciendo por primera vez a las estrellas que fuesen
las guías de su embarcación. Se dio cuenta de que a todas las constelaciones
les había puesto nombres femeninos. Indudablemente, la figura formada por las
estrellas era una figura de mujer, la Mujer Estrella de los Mares –decidió. Ni
una sombra de duda cruzó por su cabeza sobre la conveniencia de ese nombre. Lo
adoptó sin reservas, con una alegría profunda y emocionante fruto de algo que
llevaba dormido en sí mismo. Algo que había pugnado por revivir durante años y
que al despertar le devolvía una esperanza a la que había renunciado hace
tiempo. Y, por primera vez lloró de alegría y de agradecimiento. Sólo vagamente
recordaba haber llorado anteriormente. Y empezó a amar a las estrellas como
desde hace tiempo amaba a la luna.
La luna siguió menguando en cada
aparición, cada mil días, junto a la Mujer. Su silueta era cada vez más fina, y
la de la Mujer, cada vez más grávida. Y llegó un día en que la luna debía
aparecer, pero no lo hizo. La mujer, embarazada y ya a punto de dar a luz
estaba ahí, pero la luna no. Al día siguiente, la Mujer Estrella de los Mares
desapareció, como en cada ciclo. Pero la constelación que apareció en su lugar
no era la habitual. Parecía las fauces de un animal repugnante y amenazador. La
Hiena fue el primer nombre que se le ocurrió y lo adoptó con un escalofrío de
terror. El navegante creyó morir de pánico, pena y angustia. Esperó
ansiosamente el siguiente ciclo y allí volvía a estar la luna cóncava, pero
esta vez, con la concavidad hacia abajo, más como un sombrero que como una
nave. Y la constelación de la Mujer Estrella de los Mares, ya no estaba. Siguió
creciendo una luna convexa y, pasados tres mil ciclos, volvió a convertirse
otra vez en una moneda de plata. Nuevamente se adelgazó hasta parecer una nave
y la Mujer Estrella de los mares volvió a presentarse en el cielo. Y volvió a
desaparecer la luna, de nuevo, dando paso a la Hiena. Cada vez que la mujer y
la luna desaparecían para dar paso a la Hiena, el navegante se sentía un
naufrago. A ese tránsito de angustia y miedo le dio el nombre de “el vacío”.
Pasaron muchos ciclos de tres mil
lunas cóncavas y convexas, barcos y sombreros, redondas monedas y vacíos
aterradores, Mujeres y Hienas. Pero la costumbre es una magnífica anestesia y,
poco a poco, los vacíos dejaron de ser tan aterradores. Siempre eran tristes,
pero dejaron de producir en el navegante esa náusea insoportable. Era tan sólo
un sabor metálico al fondo de la boca. Pero, por debajo de todos estos
descubrimientos que había llegado a realizar, de todos esos nuevos sentimientos
que habían revivido en él, los acontecimientos de su mundo habían seguido
desarrollándose como antes. Inexorables. El nivel del mar siguió subiendo, las
islas siguieron convirtiéndose en escarpados acantilados, el ominoso cielo se
hizo más negro y se acercó más al barco, amenazador, dispuesto a devorarlo.
Hacía tiempo que no se podía desembarcar en las islas para coger frutos y ahora
los peces, cada vez más asustados del cercano cielo negro, se refugiaban en las
profundidades del océano. El fantasma del hambre empezó a rondar al navegante.
Un día, el palo mayor del barco arañó una superficie dura y abrasiva. La nave
sufrió una brutal sacudida y del cielo saltaron terribles chispas. Cuando el
marino subió a lo alto del mástil, se dio cuenta de que se había roto cerca de
su extremo. Extendió la mano hacia arriba y notó un frío terrible, al mismo
tiempo que un dolor como de gangrena le roía el brazo y un olor como a carne
podrida llegaba a su nariz. Bajó aterrorizado, y en un rapto de locura, serró el
palo mayor y el de trinquete y los lanzó al mar. En su delirio, se disponía a
serrar el palo de mesana y a resignarse a que la negra noche con olor a carne
muerta le engullese, cuando una extraña idea le vino a la cabeza. Navegaría
hasta colocar su barco justo debajo de la Mujer Estrella de los Mares un ciclo
de vacío de luna. Su barco supliría al vacío. Sus cálculos le indicaban que en
unas semanas, aparecería la constelación de la Mujer Estrella de los Mares, sin
luna. Su barco sería la luna, el escabel de los pies de la Mujer. Ella sería su
mástil y su fértil vientre, su vela henchida de viento. No sabía qué podría
pasar si lo conseguía, pero no le importaba. Si navegaba sin descanso, aunque
sólo fuese con el palo de mesana, podría llegar a tiempo para que su barco
estuviese allí el día justo. Navegó febrilmente, sin descanso, sin saber por
qué ni para qué, aparejando la nave al límite de lo que su único mástil y sus
velas podían resistir sin partirse o rasgarse. Navegó y navegó, sin preguntas,
sin respuestas. Las fuerzas le faltaban, pero el recuerdo de la Mujer Estrella
de los Mares, se las devolvía redobladas. Cazaba cabos, ceñía velas y
contrapesaba el escoramiento del barco con su cada vez más ligero cuerpo. Se
multiplicaba en mil febriles actividades. Amaneció el día en que debía formarse
la constelación de Mujer Estrella de los Mares sin luna. Ese día navegó con una
fuerza y con una ilusión como nunca, ni en los mejores tiempos de su juventud
lo había hecho. Alcanzó velocidades vertiginosas, cabalgó olas, voló. Pero en
el crepúsculo supo que no llegaría a tiempo. Por unas horas, pero llegaría
tarde. Se tumbó cara al cielo, que ya empezaba a adquirir su espantoso tinte
negro y lloró de desesperación. Entonces ocurrió. Vio su vida sin sentido, en
busca de una falsa libertad frustrante, de un espejismo de egoísmo. Se dio
cuenta de cómo la había tirado por la borda el mismo día que lo hizo con su
mujer y sus hijos. Rezó, pidió otra oportunidad, sintió el arrepentimiento
cauterizándole la herida del alma. Y la Mujer apareció. Y también, con ella,
aparecieron muchas más estrellas de lo habitual, arracimadas en su vientre.
Pero su barco no estaba donde debía estar. Entonces, un viento impetuoso, como
no recordaba haber visto en toda su vida, impulsó con extraña suavidad la
embarcación hasta el lugar exacto. En ese momento, con un gemido de dolor de
las estrellas en todo el firmamento y un mugido como de ballenas en el mar y un
balar como de corderos recién nacidos en la tierra, las estrellas nuevas se
fundieron en un nuevo sol. La noche retrocedió como si hubiese sido herida en
lo más hondo de su ser, las aguas bajaron y aparecieron otra vez las playas de
las islas, el mar empezó a hervir de peces que saltaban sobre la cubierta del
barco. Todo era nuevo. Un nuevo cielo y una nueva tierra le habían sido
regalados al navegante. La noche siguiente a este prodigio, fue una noche
mágica. Estallaba en estrellas que titilaban en brillantes sonrisas a todo lo
largo y lo ancho del cielo. Y eran incontables, como las arenas de todas las
playas de la nueva tierra. Una mancha lechosa cruzaba el cielo de extremo a
extremo. Era la leche de la Mujer Estrella de los Mares, ahora Mujer Madre
Estrella de los Mares, que cruzaba el cielo para llegar al recién nacido que
regía el día y la noche, y el cielo y las estrellas, vencedor de la Hiena. El
navegante, exhausto, se quedó dormido. Y oyó en sueños una voz que le decía, te
haré padre de un pueblo numeroso como las estrellas que acabo de crear o como
las arenas de las playas que he hecho emerger del fondo del océano. La noche
negra de la muerte, no volverá a aparecer. Cuando despertó, tenía a su lado una
bellísima mujer con una sonrisa como la de las estrellas y unos ojos verdes
como el mar. Sus cabellos, largos y brillantes como el sol, se extendían como
un abanico sobre la cubierta. Era su mujer. Siempre había sido así de bella
aunque sus ojos hubiesen estado ciegos para verlo. Las promesas de fecundidad
de los peces del mar, le brillaban en los labios y en los ojos. Supo que el cielo
le había brindado una nueva oportunidad y que esta vez iba a aprovecharla.