27 de mayo de 2012

Historias de otros mundos 8: El navegante y las estrellas


El 11 de Marzo, inicié la publicación de una serie de 11 relatos que titulo genéricamente “Historias de otro mundos”. Este es octavo. Son relatos con un cierto componente fantástico. Me han servido de modelo, en su barroquismo los relatos y cuentos de Oscar Wilde.

El navegante y las estrellas

Cuentan que hace muchos eones, vivió un hombre con un inmenso barco de vela de tres palos, con el que navegaba por todo el piélago de su mundo. El mar era grande, inmenso, y el hombre disfrutaba de libertad para poder recorrer todas sus islas asombrándose de su variedad. El mar, con su enorme diversidad de peces y las islas, con sus miles de  frutos diferentes, le garantizaba alimento sabroso y variado. El clima era benigno y siempre había un agradable viento del sur para empujar su embarcación. Gozar de la vida era fácil y maravilloso. Dicen que su mujer y sus hijos le acompañaban al principio, pero que por extrañas disputas familiares les había arrojado a todos por la borda. A ella no la echaba de menos, porque en las islas en las que recalaba había también mujeres con las que disfrutar que, además, tenían la ventaja de no exigir ningún compromiso. A sus hijos tampoco los añoraba, porque le parecían una traba para poder construir su vida con libertad.

Sí, la vida era fácil durante el día, pero las noches le aterraban. No recordaba cómo eran antes, pero desde que se deshizo de su familia, eran negras como boca de lobo. En ellas no se alcanzaba a ver ni siquiera la proa de la embarcación. Era fácil encallar en una playa o, lo que sería trágico, estrellarse contra un acantilado. Así, las islas maravillosas, que de día eran un paraíso, se convertían por la noche en un terrible peligro. Pero, afortunadamente, la noche duraba poco. Era apenas un flash de oscuridad en el día radiante. Aprendió, además, a huir de ella navegando hacia el oeste durante el día y hacia el este en las breves noches. Pero esto le impedía visitar islas que se encontraban al norte o al sur. Pronto, al navegar sólo hacia el este o el oeste, se dio cuenta de que volvía siempre al mismo sitio. La monotonía empezó a ganarle poco a poco cada vez que llegaba a una de las islas que ya conocía de sobra. Un tedio insoportable y una terrible sensación de vacío se apoderaban de él. Las mismas playas, las mismas frutas, las mismas mujeres complacientes, la misma ausencia de compromiso.

Pasaron muchos, muchos años y el navegante se empezó a dar cuenta de que algo cambiaba poco a poco en su mundo. Las islas eran cada vez más pequeñas. Islas que antes presentaban amplias y acogedoras playas, le ofrecían ahora terribles acantilados en los que antes anidaban, inalcanzables, las águilas. Ya no podía desembarcar en ellas. El negro, oscuro y tenebroso cielo nocturno parecía cada vez más amenazador y más cercano, como si las fauces del lobo fuesen a cerrarse sobre él. Además, la noche era cada vez más larga en relación con el día, por lo que su desplazamiento hacia el oeste empezó a hacerse más lento cada vez, hasta que por fin se detuvo y empezó a derivar hacia el este.

Pero no todo fue negativo en los cambios de su mundo. Una noche apareció una mancha en un punto del negro cielo. Una mancha azul oscuro desde la que unos pequeños puntos luminosos le hacían guiños que a él le parecían de burla, como si se riesen de él. La mancha se agrandó poco a poco hasta llegar a cubrir una séptima parte del cielo nocturno y entonces, se detuvo en su crecimiento. Los puntos de luz se hicieron más y más brillantes mientras la mancha azul aumentaba. Pero sus guiños titilantes le irritaban. No cabía duda de que se burlaban de él, de su apurada situación, de su soledad, de su miedo a la noche. Así, decidió no mirar esa extraña mancha burlona del cielo. Pero una noche, una moneda de fúlgida plata atravesó la mancha eclipsando el brillo de los pequeños puntos luminosos. Le fue imposible no mirar tan maravillosa figura. Además, la luz de la moneda de plata alumbraba la noche, de forma que las amenazantes islas se hicieron visibles. Al día siguiente, por primera vez desde que  empezó a temer la noche, esperó ansiosamente su caída para extasiarse de nuevo con el brillo de esa nueva luz. Pero esa noche no apareció, ni la siguiente, ni la siguiente...

Mirando ansiosamente al cielo cada noche para ver si aparecía la luna –ese nombre dio, sin saber por qué, a la moneda de plata– se acabo dando cuenta de que las odiadas estrellas –así llamó a los burlescos puntos de luz– tenían una pauta regular en su movimiento. Una de ellas estaba siempre fija, en el centro de la mancha, mientras las otras giraban en torno a ella en círculos concéntricos de distintos tamaños, a distinto ritmo. Cada noche formaban una figura distinta. Seguía odiando a las estrellas, pero no podía dejar de mirarlas, siempre con la esperanza de ver aparecer de nuevo la luna. Y, para distraer su miedo, dibujó en la cubierta de su barco, con un punzón, la forma de las figuras. Por fin, una noche, cuando ya había casi perdido la esperanza, la luna apareció de nuevo, radiante y luminosa. Habían pasado unos mil días. Pero ya no era un disco redondo. Alguien, como si fuese un mal ladrón de la plata de las monedas, le había limado un arco. Su forma ya no era perfectamente redonda. La noche siguiente, la luna no apareció.

Pero el navegante se dio cuenta de que la pauta de las posiciones de las estrellas se repetía con las mismas formas que en el ciclo anterior, mil días atrás. Y decidió dar nombres a cada una de ellas y las llamó constelaciones. Con un poco de imaginación, un día veía osas con sus crías, al siguiente llamas de fuego, más tarde velas henchidas de viento o plumas flotando levemente en el cielo. Por eso les fue poniendo nombres como la Osa, la Llama, la Vela o la Pluma. Pronto se dio cuenta de que la estrella fija le permitía situarse, incluso en la noche, y situar también a las islas en su lugar exacto. Así, el riesgo de chocar con ellas desapareció. Además tenía una forma fácil de contar el tiempo, en vez de esos repetitivos palotes que anotaba en la cubierta de su barco cada día. La noche dejó de darle miedo y ya no tenía que navegar siempre al este o al oeste para intentar estúpidamente acortarla. Descubrió el norte y el sur que ya había olvidado. Recuperó la libertad para moverse por todo el globo de su mundo. Nuevas islas aparecieron en su vida, aunque no hubiese playas en ellas, y otras, lejanamente olvidadas, se hicieron otra vez presentes. Era como si el mundo hubiese recuperado, aunque tal vez demasiado tarde, un sentido hace tiempo perdido. Y empezó a añorar tiempos lejanos. Y empezó a sentir su soledad como una losa.

La luna seguía apareciendo regularmente al final del ciclo de mil días de las constelaciones, siempre con un poco menos de su disco. En una de sus apariciones estaba exactamente partida por la mitad y, a partir de ese momento, empezó a tener una forma cóncava, con el hueco hacia arriba, como su nave. Se dice que un día de aparición de la luna, pasó algo verdaderamente extraordinario. Cuando ya la luna tenía una clara forma de barco, la constelación de las estrellas dejó de ser la habitual y apareció una nueva, desconocida en ciclos anteriores. Doce estrellas adoptaron una forma como de tres cuartas partes de un círculo, con la estrella fija en uno de los extremos. Otras estrellas formaban algo que podría considerarse un cuerpo humano, con la cabeza dentro del círculo de estrellas. A los pies de ese cuerpo, estaba la luna, como si fuese un barco. No supo que nombre dar a esa nueva constelación.

Los siguientes ciclos de luna, a medida que, cada mil días, el barco se hacía más y más fino, aparecían nuevas estrellas en la constelación sin nombre. Daba la impresión de que el cuerpo aumentaba de tamaño alrededor del vientre, como si fuese el de una mujer avanzando en su embarazo. Entonces se formaron en la cabeza del navegante asociaciones de ideas, rápidas como ráfagas de viento. Aunque sólo mucho después pudo reconstruirlas, en un fugaz instante le sugirieron el nombre que debía dar a esa constelación con la luna en forma de nave a sus pies. “Estrella de los mares” –se dijo, agradeciendo por primera vez a las estrellas que fuesen las guías de su embarcación. Se dio cuenta de que a todas las constelaciones les había puesto nombres femeninos. Indudablemente, la figura formada por las estrellas era una figura de mujer, la Mujer Estrella de los Mares –decidió. Ni una sombra de duda cruzó por su cabeza sobre la conveniencia de ese nombre. Lo adoptó sin reservas, con una alegría profunda y emocionante fruto de algo que llevaba dormido en sí mismo. Algo que había pugnado por revivir durante años y que al despertar le devolvía una esperanza a la que había renunciado hace tiempo. Y, por primera vez lloró de alegría y de agradecimiento. Sólo vagamente recordaba haber llorado anteriormente. Y empezó a amar a las estrellas como desde hace tiempo amaba a la luna.

La luna siguió menguando en cada aparición, cada mil días, junto a la Mujer. Su silueta era cada vez más fina, y la de la Mujer, cada vez más grávida. Y llegó un día en que la luna debía aparecer, pero no lo hizo. La mujer, embarazada y ya a punto de dar a luz estaba ahí, pero la luna no. Al día siguiente, la Mujer Estrella de los Mares desapareció, como en cada ciclo. Pero la constelación que apareció en su lugar no era la habitual. Parecía las fauces de un animal repugnante y amenazador. La Hiena fue el primer nombre que se le ocurrió y lo adoptó con un escalofrío de terror. El navegante creyó morir de pánico, pena y angustia. Esperó ansiosamente el siguiente ciclo y allí volvía a estar la luna cóncava, pero esta vez, con la concavidad hacia abajo, más como un sombrero que como una nave. Y la constelación de la Mujer Estrella de los Mares, ya no estaba. Siguió creciendo una luna convexa y, pasados tres mil ciclos, volvió a convertirse otra vez en una moneda de plata. Nuevamente se adelgazó hasta parecer una nave y la Mujer Estrella de los mares volvió a presentarse en el cielo. Y volvió a desaparecer la luna, de nuevo, dando paso a la Hiena. Cada vez que la mujer y la luna desaparecían para dar paso a la Hiena, el navegante se sentía un naufrago. A ese tránsito de angustia y miedo le dio el nombre de “el vacío”.

Pasaron muchos ciclos de tres mil lunas cóncavas y convexas, barcos y sombreros, redondas monedas y vacíos aterradores, Mujeres y Hienas. Pero la costumbre es una magnífica anestesia y, poco a poco, los vacíos dejaron de ser tan aterradores. Siempre eran tristes, pero dejaron de producir en el navegante esa náusea insoportable. Era tan sólo un sabor metálico al fondo de la boca. Pero, por debajo de todos estos descubrimientos que había llegado a realizar, de todos esos nuevos sentimientos que habían revivido en él, los acontecimientos de su mundo habían seguido desarrollándose como antes. Inexorables. El nivel del mar siguió subiendo, las islas siguieron convirtiéndose en escarpados acantilados, el ominoso cielo se hizo más negro y se acercó más al barco, amenazador, dispuesto a devorarlo. Hacía tiempo que no se podía desembarcar en las islas para coger frutos y ahora los peces, cada vez más asustados del cercano cielo negro, se refugiaban en las profundidades del océano. El fantasma del hambre empezó a rondar al navegante. Un día, el palo mayor del barco arañó una superficie dura y abrasiva. La nave sufrió una brutal sacudida y del cielo saltaron terribles chispas. Cuando el marino subió a lo alto del mástil, se dio cuenta de que se había roto cerca de su extremo. Extendió la mano hacia arriba y notó un frío terrible, al mismo tiempo que un dolor como de gangrena le roía el brazo y un olor como a carne podrida llegaba a su nariz. Bajó aterrorizado, y en un rapto de locura, serró el palo mayor y el de trinquete y los lanzó al mar. En su delirio, se disponía a serrar el palo de mesana y a resignarse a que la negra noche con olor a carne muerta le engullese, cuando una extraña idea le vino a la cabeza. Navegaría hasta colocar su barco justo debajo de la Mujer Estrella de los Mares un ciclo de vacío de luna. Su barco supliría al vacío. Sus cálculos le indicaban que en unas semanas, aparecería la constelación de la Mujer Estrella de los Mares, sin luna. Su barco sería la luna, el escabel de los pies de la Mujer. Ella sería su mástil y su fértil vientre, su vela henchida de viento. No sabía qué podría pasar si lo conseguía, pero no le importaba. Si navegaba sin descanso, aunque sólo fuese con el palo de mesana, podría llegar a tiempo para que su barco estuviese allí el día justo. Navegó febrilmente, sin descanso, sin saber por qué ni para qué, aparejando la nave al límite de lo que su único mástil y sus velas podían resistir sin partirse o rasgarse. Navegó y navegó, sin preguntas, sin respuestas. Las fuerzas le faltaban, pero el recuerdo de la Mujer Estrella de los Mares, se las devolvía redobladas. Cazaba cabos, ceñía velas y contrapesaba el escoramiento del barco con su cada vez más ligero cuerpo. Se multiplicaba en mil febriles actividades. Amaneció el día en que debía formarse la constelación de Mujer Estrella de los Mares sin luna. Ese día navegó con una fuerza y con una ilusión como nunca, ni en los mejores tiempos de su juventud lo había hecho. Alcanzó velocidades vertiginosas, cabalgó olas, voló. Pero en el crepúsculo supo que no llegaría a tiempo. Por unas horas, pero llegaría tarde. Se tumbó cara al cielo, que ya empezaba a adquirir su espantoso tinte negro y lloró de desesperación. Entonces ocurrió. Vio su vida sin sentido, en busca de una falsa libertad frustrante, de un espejismo de egoísmo. Se dio cuenta de cómo la había tirado por la borda el mismo día que lo hizo con su mujer y sus hijos. Rezó, pidió otra oportunidad, sintió el arrepentimiento cauterizándole la herida del alma. Y la Mujer apareció. Y también, con ella, aparecieron muchas más estrellas de lo habitual, arracimadas en su vientre. Pero su barco no estaba donde debía estar. Entonces, un viento impetuoso, como no recordaba haber visto en toda su vida, impulsó con extraña suavidad la embarcación hasta el lugar exacto. En ese momento, con un gemido de dolor de las estrellas en todo el firmamento y un mugido como de ballenas en el mar y un balar como de corderos recién nacidos en la tierra, las estrellas nuevas se fundieron en un nuevo sol. La noche retrocedió como si hubiese sido herida en lo más hondo de su ser, las aguas bajaron y aparecieron otra vez las playas de las islas, el mar empezó a hervir de peces que saltaban sobre la cubierta del barco. Todo era nuevo. Un nuevo cielo y una nueva tierra le habían sido regalados al navegante. La noche siguiente a este prodigio, fue una noche mágica. Estallaba en estrellas que titilaban en brillantes sonrisas a todo lo largo y lo ancho del cielo. Y eran incontables, como las arenas de todas las playas de la nueva tierra. Una mancha lechosa cruzaba el cielo de extremo a extremo. Era la leche de la Mujer Estrella de los Mares, ahora Mujer Madre Estrella de los Mares, que cruzaba el cielo para llegar al recién nacido que regía el día y la noche, y el cielo y las estrellas, vencedor de la Hiena. El navegante, exhausto, se quedó dormido. Y oyó en sueños una voz que le decía, te haré padre de un pueblo numeroso como las estrellas que acabo de crear o como las arenas de las playas que he hecho emerger del fondo del océano. La noche negra de la muerte, no volverá a aparecer. Cuando despertó, tenía a su lado una bellísima mujer con una sonrisa como la de las estrellas y unos ojos verdes como el mar. Sus cabellos, largos y brillantes como el sol, se extendían como un abanico sobre la cubierta. Era su mujer. Siempre había sido así de bella aunque sus ojos hubiesen estado ciegos para verlo. Las promesas de fecundidad de los peces del mar, le brillaban en los labios y en los ojos. Supo que el cielo le había brindado una nueva oportunidad y que esta vez iba a aprovecharla.

23 de mayo de 2012

Frases 24-V-2012


Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.

La diversidad de las criaturas no es un obstáculo para la armonía de lo sinfónico; ni la diferencia para la comunión. El amante de la verdad sabe escuchar la sinfonía de la creación como una demostración de la sabiduría, la justicia, la bondad y la munificencia del conjunto de la obra llevada a cabo por el Creador.

Juan José Ayán Calvo


20 de mayo de 2012

Historias de otros mundos 7: El vagabundo y su isla

Tomás Alfaro Drake


El 11 de Marzo, inicié la publicación de una serie de 11 relatos que titulo genéricamente “Historias de otro mundos”. Este es el séptimo. Son relatos con un cierto componente fantástico. Me han servido de modelo, en su barroquismo los relatos y cuentos de Oscar Wilde.

El vagabundo y su isla

Un viajero que había navegado los siete mares y recorrido los doce continentes me contó que había en cierto remoto lugar una pequeña isla. No era una isla como tantas otras –decía. Siempre, hasta donde se extendía la memoria colectiva, había estado cubierta de una capa de blancas nubes. Las leyendas contaban que por encima de las nubes había tres astros brillantes y cegadores que iluminaban el día, cinco discos de luz plateada con formas variables, como manzanas mordidas, y millares de luciérnagas de luz que danzaban, dibujando señales en la noche. La superficie de la isla se iba haciendo más y más abrupta a medida que se ascendía, hasta que se llagaba a un acantilado negro y brillante, liso como el cristal, de una enorme dureza, que se elevaba a pico sobre un terreno pedregoso y ya muy empinado. Era un misterioso monolito perfectamente cilíndrico del que nadie pudo dar una explicación. Llegar a su pie era ya una proeza. Las piedras sueltas estaban en el límite de su equilibrio con la pendiente. Cualquiera que intentase pasar sobre ellas provocaría, con toda seguridad, un alud de piedras que arrasaría cualquier ciudad que se encontrase ladera abajo. Pero si llegar hasta el monolito era una hazaña, trepar por su lisa superficie era totalmente imposible. Cuando todavía había quien se aventuraba hasta su falda, algunos montañeros habían intentado clavar picas que permitiesen la escalada. Todo fue siempre en vano. Era absolutamente imposible perforar el material del que estaba hecho. A bastante altura sobre la base, la capa de nubes ocultaba el inmenso cilindro, por lo que nadie podía decir hasta dónde llegaba. Debido al peligro de provocar un alud de piedras, las autoridades prohibieron, mucho tiempo ha, el ascenso a su falda. Nadie, desde hacía siglos, había llegado a la base del monolito.

Pero –contaba la gente de la isla– vivió hace mucho tiempo un hombre que la recorría continuamente. Conocía cada palmo de la misma. Sus frondosos bosques, sus inmensas llanuras, sus profundos valles umbríos, sus largas playas, sus acantilados costeros que parecían precipitarse al mar desde las alturas. Amaba la naturaleza. La isla era su vida y siempre la recorría descalzo y desnudo. Hacía tiempo que había renunciado al calzado y a la ropa, porque le daban la impresión de que le separaban del resto de la naturaleza de la que se sentía parte integrante. Le gustaba sentir la isla palpitando bajo sus pies. A través de sus plantas, callosas para las piedras pero sensibles a las señales telúricas, percibía sus vibraciones. Las brisas, al acariciar su piel desnuda le contaban lo que ocurría en cualquier otro lugar. Era un hombre inquieto que se hacía preguntas sobre todo. No sólo sobre el monolito. Es cierto que el monolito era un objeto misterioso, pero a él no se lo parecía mucho más que los bosques, que cambiaban de color varias veces al año, las llanuras, donde las hierbas crecían a mayor altura que un hombre, hasta que eran arrasadas por pavorosos incendios causados por fulminantes serpientes de fuego que bajaban del cielo, los valles, por los que a veces corrían mansos y cristalinos hilos de agua que, de repente, se convertían en tumultuosos torrentes llenos de barro, piedras y árboles, las playas, que aparecían y desaparecían cinco veces al día a intervalos sincopados cambiando su forma y el color y la textura de la arena cada vez, o los acantilados, en cuyo borde había agujeros por los qué, siguiendo ritmos misteriosos, salían vientos huracanados que le permitían mantenerse flotando en el aire, cabalgando el viento. Toda la isla era para él una fuente de misterios y preguntas sin respuesta.

Dice la leyenda que hubo una época en la que este hombre fue como cualquier otro. Vivía en la ciudad una vida ajetreada en la que cada día era igual que el anterior y un ritmo repetitivo y trepidante le marcaba lo que tenía que hacer cada segundo, sin darle tiempo para preguntarse el por qué o el para qué. Se vivía la vida sin hacerse preguntas, se buscaban distracciones para no hacérselas y se procuraba ahogar las que emergían a la consciencia. Pero hubo un día en que las preguntas fueron demasiado acuciantes para él y fue incapaz de ahogarlas. Ese día se dio cuenta que nada tenía sentido y se preguntó si era posible encontrarlo, si la propia vida lo tenía. Una noche oscura, se asomó al límite de la ciudad y vio a lo lejos, en la llanura, un rojo resplandor. Aún no sabía que era uno de los inmensos incendios que asolaban periódicamente la llanura, y le pareció de una belleza inenarrable. La ciudad mantenía a un ejército de jornaleros que cortaban a ras de tierra la hierba en muchos kilómetros la redonda. Volvió a entrar en la selva de edificios y en la rutina y preguntó a mucha gente la causa del fenómeno que había presenciado. Nadie lo había visto nunca. Tenían cosas más importantes en las que ocuparse que mirar rojos resplandores inútiles y preguntarse por su causa. No conocían el significado de la palabra belleza. Desde entonces, todos los días, al caer la noche, salía de la ciudad a contemplar el horizonte en espera de ver otra vez lo que una vez vio. Sólo muy de cuando en cuando se repetía el espectáculo de color, pero merecían la pena las noches en vela. No le importaba en absoluto el cansancio que sentía por la falta de sueño. Al día siguiente, aunque agotado, cumplía bien con sus obligaciones. Pero cada vez se le hacía más acuciante buscar el sentido de la vida. Los intentos de conversación sobre ello con sus conciudadanos chocaban siempre con un muro de indiferencia e incomprensión que, poco a poco, se fue convirtiendo en desprecio. El veredicto se fue haciendo unánime. Ese hombre, que se pasaba las noches en estúpida observación y los días haciendo ridículas preguntas a todo el que encontraba, estaba loco. Más aún, era un peligro para la paz de la ciudad. Y un día se encontró sometido a juicio, condenado y expulsado. De nada le sirvió aducir que siempre había realizado sus tareas con solvencia y seriedad. No era esa la cuestión. Era una persona peligrosa y debía ser apartado del contacto con el resto de los ciudadanos.

A partir de ese día empezó a vagar por toda la isla. Al principio se sentía un paria, abandonado, solitario, condenado al ostracismo. Sentía que la ropa le aplastaba, le oprimía, por eso fue abandonando cada prenda, una a una, hasta que quedó completamente desnudo. Tan sólo llevaba un sombrero que él mismo se había hecho con las altas hierbas de las praderas y que le protegía del resplandor hiriente de las nubes sin impedir el diálogo de la brisa con su pelo. A punto estuvo de deslizarse hacia la locura y la licantropía, pero algo le protegió de ellas. Y así empezó a desarrollarse su amistad con la isla. Al cabo de largos años, su nueva existencia llegó a parecerle mucho más atractiva que la antigua. Era libre, la brisa le susurraba dónde ir, pero él iba sólo si quería. La isla le hablaba a través de las plantas de sus pies y él le contestaba con ligeras variaciones en el ritmo de su corazón que se transmitían también al suelo amplificadas por el arco de sus plantas y se mezclaban con la brisa llevando casi inaudible tam-tam a los más recónditos lugares. Pero seguía sin encontrar la respuesta al sentido de la vida. ¿Para qué era libre? ¿De qué servía poder comunicarse con la tierra y el aire?

Un día le llegó, clara, nítida, perentoria, la llamada unísona de la brisa y la tierra. Todo su ser se estremeció desde la planta de sus pies y la piel hasta lo más profundo del tuétano de sus huesos. Lo supo. Tenía que ascender por la terrible pendiente de rocas sueltas hastaa la base del monolito y, una vez allí, esperar algo, no sabía qué. Tuvo un escalofrío de pavor. Conocía todos los recovecos de la isla, pero jamás había puesto un pie en el empinado canchal de piedras sueltas que rodeaba el monolito. Muchas veces había llegado al borde y, desde allí, forzando la vista, había divisado el negro brillo de su pulida superficie. Le intrigaba saber qué había más allá de las nubes, donde tan sólo el monolito llegaba. Pero nunca había osado poner un pie el la primera piedra.

 - Moriré en el intento –pensó para sí– y haré morir a muchos bajo el peso de una avalancha de rocas. ¿Cómo podré hacerlo? –preguntó al aire y a la tierra.

 - Tan sólo ve –sonó la respuesta en lo más profundo de sí mismo y, luego, el silencio.

Tomó consigo muchas provisiones, porque no sabía cómo de larga sería la ascensión ni cuánto duraría la espera en la base del monolito. Apesadumbrado, dubitativo, lleno de preguntas sin respuesta, empezó a subir lentamente hacia la misteriosa y negra superficie. Cuando llegó al borde del canchal se detuvo, a punto de dar media vuelta y desandar lo andado. Pero una fuerza interior le impulsó a mover su pie y apoyarlo, sin el peso del cuerpo, en una de las primeras piedras. Inmediatamente supo, por un sutil temblor, que no aguantaría. Probó con otra, y otra, y otra, hasta que encontró una en la que todo se conjugaba para decirle sí. Y cargó el peso del cuerpo. La piedra aguantó. Repitió la operación con el otro pie. Le costó mucho encontrar otra piedra afirmativa, paro la encontró. Así, paso a paso, metro a metro, muy lentamente, fue avanzando. Su trayectoria se parecía más a la de un borracho que a la de alguien que sabía a dónde iba. Más de una vez se encontró en callejones sin salida en los que ninguna piedra le decía sí, y tuvo que deshacer penosamente lo andado para encontrar la bifurcación en la que se había equivocado. Sintió hambre, y tuvo que comer de pie. Cayó la noche muchas veces, y siguió su camino sin poder abandonarse al sueño.

Trazó incontables espirales dubitativas y de sentido cambiante alrededor del monolito, cada vez más cerca de él, hasta que un día, al amanecer, llegó a su base. Con los dos pies clavados en la antepenúltima fila de piedras antes de la lisa superficie, pudo apoyar su cuerpo en él y extender los brazos a su alrededor, con las palmas de las manos en contacto con su brillante superficie negra. No podía decir mucho de su tamaño, pero le pareció muy grande porque pegado a él parecía casi plano. A través de las yemas de sus dedos y de las líneas de sus manos le llegaron mil sensaciones confusas e indescriptibles. Sentía, no ya la isla, sino el mundo a través de ellas. El frío polar y el calor del ecuador oponiéndose sin mezcla. El estruendo de inmensas cataratas sobre el silencio frío de desconocidos espacios estelares ejecutando una música callada llena de misterio. El sabor salmuera de un mar muerto dominado por la dulzura de la miel de un millón de flores distintas, derrotando a la amargura de la traición de mil amigos y a la acidez corrosiva de la crítica despiadada. Incontables matices de cinco concéntricos arcos de colores  separando la luz de las tinieblas. Olores olvidados desde la infancia, cargados de nostalgias, que recordaban el primer bizcocho haciéndose en el horno de leña de la cocina, la tierra recién regada en un jardín de madreselvas o la leche materna recién salida del pecho sentida a través del paladar. Y paz, una inmensa, redonda, suave paz. Al cabo de un tiempo, notó un casi imperceptible cambio en el tacto de la columna, un sutilísimo estremecimiento de las piedras que tenía bajo los pies, y una imprecisa corriente de aire que acariciaba sus mejillas. Al principio no supo cuál era su origen, pero pronto se dio cuenta de que la columna se estaba hundiendo en la tierra a una velocidad vertiginosa. La perfección de su forma cilíndrica y la absoluta lisura de su superficie evitaban prácticamente todo rozamiento, por lo que ni la tierra, ni el aire ni sus manos podían apenas detectar el movimiento. Tan sólo un ligero aumento de la temperatura de sus manos, causado por el imperceptible rozamiento denunciaben el rápido movimiento de la columna.

Perdida la noción del tiempo, pasó así, nunca lo supo, una eternidad o unos escasos segundos. En un momento notó en las palmas de sus manos cómo la velocidad de la columna se iba haciendo más y más lenta hasta que sus brazos se encontraron abrazando el aire. El ligero sombrero de hierbas que le cubría voló de su cabeza con el remolino que se produjo al acabarse el cilindro. La cúspide de la columna, una inmensa plataforma circular, se encontraba a la altura de su pecho, de sus caderas, de sus rodillas, de sus tobillos, hasta pararse. El hueco ocupado por el cilindro entre las nubes quedó abierto y por él se filtraba el más magnífico rompimiento de gloria que hubiese visto nunca. Cinco dedos de luz convergentes caían sobre un punto de la plataforma. Acostumbrado a apoyarse en el monolito, casi perdió el equilibrio. Sin un momento de vacilación, pero con inmensa cautela, puso el pie derecho en la plataforma y se encontró sobre ella. También sin dudarlo avanzó, ahora con paso decidido, hacia el punto en el que convergían los dedos de luz. Cuando llegó a una cierta distancia del lugar, percibió de lejos algo como una redonda hogaza de pan blanco y una copa de agua. En ese momento la columna inició el ascenso. La enorme aceleración hizo que su peso se multiplicase hasta doblarle las rodillas y después el tronco. Tuvo que tumbarse cuan largo era, rostro a tierra y con los brazos en cruz. Sólo el contacto de sus palmas con el suelo del cilindro evitaba que el pánico se apoderase de él mientras la presión de su cuerpo contra el suelo se hacía insoportable.

Poco a poco la aceleración fue disminuyendo hasta que la velocidad de ascensión se hizo constante. Pudo entonces volver a ponerse en pie. El hueco de las nubes se había cerrado y vio con pánico que éstas se acercaban a él con velocidad de vértigo. Temió morir aplastado contra ellas, pero la columna las penetró sin la menor resistencia. La bruma impedía ver más allá del alcance del brazo y la luz, filtrada y dispersada por las nubes, adquiría un tinte lechoso en cualquier dirección que se mirase. Después de un tiempo indefinido, de repente, se inició la deceleración. Sus pies seguían pegados a la plataforma, pero ingrávidos, sin apenas peso. Le parecía estar flotando en un levísimo líquido amniótico. La falta de orientación y gravidez le produjo un intenso mareo. Y entonces se hizo la luz. Cenital, deslumbrante, cegadora. Tres discos de fuego presidían el día azul. Uno, en el cenit, el más brillante, blanco. En puntos opuestos del cielo, casi pegados al horizonte, los otros dos, rojos como la sangre. La hogaza y la copa seguían ahí. Brillaban con tanta luz como los tres soles juntos con todos los colores imaginables e inimaginables. A pesar de su esplendor se las podía mirar directamente sin quedar ciego. Los cinco discos de plata, lleno el del centro y con mordiscos simétricos el resto, las escoltaban. Un sueño inmenso cayó sobre él. Los párpados le pesaban enormemente y se sumió en un profundo sueño. Le despertó una voz interior que le decía:

- Levántate, come y bebe.

Se levantó. Seguía ingrávido. Sólo un ligero resto de peso le permitía apoyarse en el suelo para avanzar hacia el pan y el agua. Se dio cuenta entonces de que sus provisiones se habían quedado al pie de la columna y de que tenía un hambre y una sed inmensas. Cuando llegó al pan y al agua, bebió y comió con avidez y volvió a quedarse profundamente dormido. Nuevamente le despertó la voz.

- Levántate, come y bebe que el camino es superior a tus fuerzas.

No podría decir cuánto durmió, pero cuando se despertó era un hombre nuevo. Los músculos de la cara le transmitían la sensación de relajación de todo el cuerpo y la alegría le inundaba el alma. Una nueva hogaza y otra copa de agua estaban a su cabecera. Cuando fue a beber, apenas el agua entró en contacto con sus labios, se convirtió en un vino fuerte, poderoso. Lo paladeó en su lengua, lo sintió pasar por su garganta, bajar a su estómago y penetrar en su torrente sanguíneo proporcionándole una fuerza sobrenatural.

La columna terminó su ascenso y él sintió cómo el peso volvía otra vez a sus miembros, pero su fuerza multiplicada le hacía seguir sintiéndose ligero. Tras un rato para acostumbrarse a la nueva sensación, volvió a notar la ingravidez. Se iniciaba el descenso. Poco tiempo después, las nubes lo envolvieron todo otra vez. Al salir de ellas volvió a ver el pan y el agua alumbrados por otro rompimiento de gloria, pero esta vez sabía que no estaban ahí para él. Al cabo de un tiempo la desaceleración de la parada le hizo sentir de nuevo un inmenso peso, pero ahora su fuerza le permitió mantenerse en pie. En seguida se encontró otra vez al nivel de las rocas. Le pareció como si estuviese en otra era o en otro eón, pero el sombrero que voló de su cabeza antes de subir a la columna, todavía no había tocado el suelo. En el tiempo de la isla no debían haber pasado más de unas escasas décimas de segundo. Añoró tener que bajar del monolito, pero sabía que tenía que hacerlo. Sabía muchas cosas. Sabía por qué crecía la hierba. Conocía la naturaleza de la serpiente de fuego que la incendiaba. Sabía de la causa de las mareas de las playas y de los vientos huracanados que salían de las rocas. Los cambios de color del bosque no eran un secreto para él ni la causa de los torrentes de los valles. Pero todo eso era irrelevante. Lo único verdaderamente importante, lo que daba sentido a su vida, era que tenía una misión. Conocía el sentido de la vida. Estaba en el monolito. Todo su ser lo había oído, cada poro de su piel lo había absorbido, las plantas de sus pies lo habían voceado: “Ponte en camino. Comunica lo que has visto a todos los pueblos y razas. YO, EL QUE SOY, estaré contigo todos los días hasta el fin de los tiempos”. Ese YO era el sentido de la vida. El principio y el fin, el alfa y el omega, el creador de campos y hierbas, valles y torrentes, playas y relámpagos, bosques y colores, acantilados y huracanes y, por supuesto, hombres. Era un YO personal que se manifestaba en la columna y se hacía carne nuestra y sangre nuestra en el pan y el agua convertida en vino de la columna. Ese YO guardaría a cada hombre, vivo por toda la eternidad, en un mundo al que se llegaba a través del monolito. Mucho más arriba de donde él había llegado.

El descenso del canchal fue infinitamente fácil. Ya no tenía que tantear. Sabía el nombre de cada piedra y lo que podía esperar de ella. Todas las piedras podían aguantar su peso si las miraba de la forma adecuada y conocía de antemano como debía ser esa mirada. Bajo en línea recta, a pico. Recorrió la isla recogiendo sus ropas abandonadas cuando salió de la ciudad. Se volvió a vestir, pero para su sorpresa, la ropa ya no le oprimía, porque sabía para qué se la ponía. Ya vestido, llegó al borde de la ciudad. Nadie le dijo nada cuando entró en ella, nadie se acordaba de él. Buscó a sus amigos, pero no le recordaban. Volvió a empezar su vida. En todo parecía un ciudadano normal, pero ni un solo día olvidó su misión. Enseñó a muchos el camino al monolito. Los cuerpos de los muertos, si lo habían deseado en vida, eran llevados allí en la noche. Cuando murió, también su cuerpo fue llevado allí.

Y cuentan los habitantes de la isla, o al menos eso me contó el viajero, que cuando llevaron su cuerpo al monolito, millones de luciérnagas voladoras danzaron al son de una música de esferas y cuerdas a su alrededor y alumbraron la noche hasta que el cilindro penetró en las nubes. Las luciérnagas se fueron con el monolito, pero la música no dejó nunca de oírse.

13 de mayo de 2012

Historias de otros mundos VI: La vida del río


Tomás Alfaro Drake

El 11 de Marzo, inicié la publicación de una serie de 11 relatos que titulo genéricamente “Historias de otro mundos”. Este es el sexto. Son relatos con un cierto componente fantástico. Me han servido de modelo, en su barroquismo los relatos y cuentos de Oscar Wilde.

La vida del río

Ciertos extraños peces de unos lejanos mares contaron una extraña historia a unos pescadores de perlas. Parece que un día, el joven e inexperto genio de un río decidió hacer su primer descenso a lo largo de él para conocerlo. Empezó a bajar, pequeño, cristalino y saltador, entre piedras y cañadas. Y lo encontró enormemente divertido. Sobre todo cuando se despeñaba en un pequeño hilo de agua en caídas de decenas de metros. Pero, poco a poco, empezó a fijarse en las piedras que dejaba atrás en su fluir. Eran bellas. Al pasar junto a ellas, las acariciaba suavemente. Les hablaba y, aunque ellas no le contestaban, sentía su presencia estimulante. Pero tan pronto pasaba las yemas de sus dedos sobre su suave superficie, ya se habían quedado atrás y no volvía a verlas nunca. Y empezó a lamentar ser río. ¡Qué cosa triste es ser río –se decía– quién pudiera ser laguna!

Un día, sus deseos se hicieron realidad. Se convirtió en laguna. Sus aguas se remansaron y tuvo tiempo para conversar largamente, sin palabras, con todas las piedras que habitaban en ella. Las había de muchas y muy variadas formas y de diferentes colores, texturas y brillos.  Le gustaban más las redondeadas que las afiladas y, con paciencia, sin prisas, a fuerza de caricias y palabras sin respuesta, las iba dando forma. El nivel del agua iba subiendo imperceptiblemente, y cada día aparecían nuevas piedras sin que por ello tuviera que abandonar a las antiguas que se iban sumergiendo cada vez más en sus profundidades. Se sentía más y más grande. Las piedras eran suyas y eso le daba una sensación de plenitud y de poder que le gustaba. Pero también fue notando un calor cada vez más sofocante, y un sabor a salmuera en la boca le iba haciendo la vida cada día más incómoda. Además, el cieno se iba sedimentando en su fondo y las aguas se volvían cada día más turbias y densas. Cada vez era más difícil moverse en ellas, oscuras y espesas como eran. Llegó el día en que ni siquiera podía disfrutar de la visión ni el tacto de sus piedras.

Deseó entonces seguir el curso del río. Recorrió palmo a palmo toda la orilla de la laguna en busca de una salida, pero no la encontró. Miró, o intentó mirar, a través del lodo. Recorrió innumerables veces hasta el más pequeño recodo de la ribera. Todo fue inútil. Tuvo que rendirse a la evidencia. No había salida. Estaba encerrado. Lloró desconsoladamente durante muchos años y, una noche sin luna de Mayo, flotando lánguidamente en la superficie de su laguna, miró al cielo y lo vio cuajado de estrellas. Siempre habían estado ahí, pero él, ensimismado en sus piedras o encerrado en su desgracia, nunca se había fijado en ellas. Le guiñaban los ojos como llamándole y deseó ardientemente ir con ellas. Cada noche sin luna ni nubes, subía a la superficie y allí les rogaba: “Llevadme con vosotras”. Pero sólo el silencio respondía a sus lastimeras peticiones.

Empezaron a pasar cosas extrañas. El fondo de la laguna se ponía a temblar de cuando en cuando. El agua se volvía más turbia en esos momentos, su superficie se agitaba y era golpeada violentamente contra los acantilados que cerraban el lado norte de la laguna o trepaba por las suaves laderas de su lado sur, para luego volver hacia atrás y dejar al descubierto piedras que hacía mucho eran exclusivamente suyas. Sintió pánico. “¿Qué era aquello?” –pensaba. Una terrible noche oscura –nunca la olvidaría– la furia de las sacudidas alcanzó límites pavorosos. De los acantilados del norte empezaron a caer enormes peñascos que le maceraban el espíritu y producían gigantescas olas.

Y, de repente, ocurrió. Con un chasquido como si el mundo se partiese en dos, una inmensa grieta se abrió en el acantilado y el agua se precipitó tumultuosamente hacia ella. Fue una galopada terrible entre peñascos temblorosos, arrasando árboles, arrastrando todo lo que encontraba en su camino, acompañado de enormes cantidades de lodo que se habían acumulado en las profundidades de la laguna. No sabría decir cuánto duró la cabalgada ni qué distancia recorrió pero, paulatinamente, el galope se convirtió en trote y luego en un paso vivo pero tranquilo. Poco a poco el cieno y los árboles y rocas arrancados se fueron quedando atrás y sus aguas volvieron a ser transparentes y pudo volver a contemplar las estrellas, pero esta vez podía mirarlas, si quería, a través de algunos metros de agua clara. Era curioso verlas bailar acompasadamente con el movimiento de la superficie en un vals lleno de gracia rítmica. Un nuevo espectáculo. También aparecieron unos extraños seres, con aletas, cola y una piel brillante e irisada, que se movían entre sus aguas con flexibilidad, parsimonia y elegancia. Parecían mirar todo fijamente a través de unos ojos redondos, brillantes y perpetuamente atentos. Venían de aguas abajo y contaban portentosas historias de ríos infinitos que habían visto con sus vidriosos ojos.

El paso vivo de su marcha discurría a veces entre profundos cañones, con paredes que se elevaban paralelas hasta el cielo y en las que su voz rebotaba infinidad de veces, creando una increíble polifonía. En esos momentos sólo podía ver las estrellas a través de la estrecha rendija que dejaban en lo alto los inmensos farallones. Otras veces volvía a saltar entre piedras, como en su primera infancia, antes de la laguna. Pero había aprendido a mirar a las estrellas y no se fijaba tanto en las piedras. Le gustaban, seguía acariciándolas y puliéndolas, pero su vida no se prendaba de ellas. Había además aprendido que no eran suyas, que no podía apegarse a ellas, sino tan sólo disfrutar alegremente de su presencia mientras durase. Tenía también la compañía de esos seres a los que llamó peces. Pero, a pesar de todo, se sentía solo. Peces, piedras, estrellas le hacían el viaje dulce, pero no eran agua, como él

Entonces ocurrió algo maravilloso. Otra poderosa corriente de agua vino a verterse a la suya, se mezclaron y se confundieron. A partir de ese momento las dos corrientes, inextricablemente mezcladas, se acompañaban en su fluir, se contaban sus experiencias, acariciaban las mismas piedras, compartían peces y miraban juntos las mismas estrellas. Otras corrientes vinieron a juntarse a ellos, grandes y pequeñas. Unas provenían del mismo valle, nacidas en escorrentías vecinas. Otras llegaban desde otros grandes valles adyacentes. Algunas venían de cuencas lejanas y habían tenido que atravesar las entrañas de la tierra por larguísimos túneles, hasta llevar sus aguas junto a las suyas. Cada corriente tenía su sabor peculiar. Todas engrandecían el caudal, aportaban peces nuevos y contaban historias en las que las constelaciones estelares eran distintas. Se sintió rico al poder compartir tanta diversidad.

Las tierras que atravesaban se iban haciendo cada vez más llanas y, consecuentemente, la corriente más lenta. A la vera de la corriente crecían grandes árboles con los que se podía conversar largamente al pasar con lentitud junto a ellos. Los árboles agradecían al río su paso, porque vivían de la riqueza de sus aguas. En ocasiones no era fácil determinar donde empezaba realmente la tierra firme porque los árboles crecían dentro de la corriente y la frondosa vegetación de la ribera difuminaba la línea de la orilla. Cada vez con más frecuencia, era difícil encontrar el camino y era necesario dar grandes rodeos y hacer enormes eses para seguir curso abajo. La superficie se iba cubriendo de un légamo verde y las orillas se hacían fangosas. Las tierras cultivadas se perdían en el horizonte y unos artefactos mecánicos absorbían de su seno grandes cantidades de agua para vivificar esas tierras. A él no le importaba, aunque le causaba una profunda sed y a veces un gran cansancio. Sabía que otros seres, a los que alguna vez había visto fugazmente en sus orillas, se alimentaban con los frutos que se producían en esas tierras gracias a su agua y esto le producía una honda satisfacción que compensaba la sed y el cansancio. A veces, uno de esos jugosos frutos cultivados en sus orillas, caía a la corriente y los peces se daban un festín y el agua se llenaba de olores y sabores extraños, exóticos y llenos de sugerencias indescifrables.

Un día tuvo una experiencia enormemente desagradable. Su corriente pasó por una aglomeración de extrañas montañas, altas y estrechas, en las que vivían, como en una colmena, esos seres que le extraían el agua para el riego. Como pago a su agua, le regalaron todo tipo de inmundicias. Algunas fue capaz de digerirlas transformándolas en sustancias que hacían aún más fértiles las tierras por las que pasaba. Pero otras se le clavaron en el alma y era totalmente incapaz de eliminarlas. Le acompañaban siempre con su dureza y su fealdad, recordándole lo peor de esos extraños seres que cultivaban tan sabrosos frutos en las tierras por las que pasaba.

Llegó a acostumbrarse agradablemente a su parsimoniosa marcha y hasta empezó a parecerle majestuosa. Se veía a sí mismo, sereno, digno, grandioso. Cuando ya pensaba que el resto de su curso iba a ser una prolongación de esa mayestática marcha, ocurrió algo que le obligó a recordar, aunque de otra manera, la precariedad de su infancia. De repente, sin previo aviso, el suelo cedió debajo de él y se encontró precipitándose desde decenas de metros a un nivel más bajo. Pero ya no era un hilo de agua. Ahora era un caudaloso río. El salto resultó verdaderamente imponente. El estruendo se hizo ensordecedor, la espuma se elevaba hasta casi la mitad del salto, creando una niebla blanca y húmeda que lo empapaba todo a su alrededor. Varios arcos iris formaban una especie de pasillo para que él pasase ensortijado en impresionantes remolinos de fuerza. El aire se mezclaba con el agua refrescándola, limpiándola, vivificándola. Todo parecía ser nuevo, creado en ese momento para él. Se sintió fuerte, vigoroso y caudaloso. Sabía de la grandeza del espectáculo, pero también que no era él, en ningún caso, el dueño de su curso. Quien quiera que fuese el que abrió el acantilado de la laguna y le libró de la muerte por estancamiento, era el mismo que creaba el desnivel por el que se deslizaba día a día y el salto que acababa de experimentar. Y se sintió agradecido a que su providencia le encaminase a un destino que presentía cercano.

A partir de ese momento, todo cambió. Las tierras eran cada vez más fangosas, pero no le importaba. La pendiente era casi inexistente y la búsqueda del camino ardua, pero le merecía la pena. Tenía que abrirse paso trabajosamente entre manglares de juncos y cañas, pero sabía que tenía un destino. Los plásticos y envases que antes le laceraban el alma dejaron de ser relevantes. Le producían un dolor que, simplemente, estaba ahí, pero al que no dedicaba ni un momento de contemplación ni le provocaba el menor sentimiento de autocompasión. Intuía que algo nuevo se acercaba. Un cierto olor en el que se mezclaban la sal, el yodo y las algas empezó a llegar hasta él, mientras unos extraños pájaros que nunca había visto se sumergían en sus mansas aguas en busca de peces. Empezó a notar un agradable sabor salado que le llegaba de aguas abajo dos veces al día. No era la sal podrida de la laguna, sino otra vivificante que daba nueva luz al mundo. También dos veces al día cambiaba el sentido de la corriente, algo sumamente extraño que jamás había experimentado. Pero estas extrañas sensaciones no le preocupaban. Al contrario, el sabor a sal yodada y el vaivén de la corriente eran como un mecerse en brazos de alguien que le alimentaba. Parecía como si toda su vida hubiese estado anhelando algo así sin saber lo que buscaba. Sentía una paz inmensa e intuía que algo grande iba a ocurrir pronto en su vida.

Y un día, al doblar un recodo, ocurrió. Se encontró sumergido, sin saber cómo en un inmenso río, salado, sin orillas, inmenso, pacífico, consolador. Y las lágrimas, también saladas, corrieron por su rostro, pero eran lágrimas de una profunda, profunda alegría. Lágrimas de plenitud. El sol, al que siempre había visto a través de las ramas de la ribera o entre las rocas, brillaba ahora esplendoroso en el cielo, recorriéndolo de este a oeste cada día. Poco a poco, muy poco a poco, bajo los efectos embriagantes de ese sol, se fue mezclando con el aire y elevándose de la superficie de ese inmenso río sin orillas. Era y no era agua. Sin dejar de ser agua se había hecho etéreo. Ya no había que bregar para buscar la pendiente. Abajo quedaban los plásticos y envases, abajo quedaban las rocas y los peces, abajo quedaban, incluso, la sal, el yodo y el potasio. Con él ascendían todas las moléculas de agua de todas las corrientes con las que se había mezclado y otras muchas que nunca había visto y que le transmitían sus ricas experiencias. Pudo ver, en un fugaz momento, todo el curso de su río, y el de todos los que habían compartido su curso, y otros valles, y otras cuencas y hasta las orillas del inmenso río sin orillas al que llegaban sin cesar las aguas de millones de ríos. Dejó atrás el aire y empezó a acercarse a las estrellas. Pero también ellas se fueron quedando atrás. Trascendió el universo. El infinito y la eternidad se abrieron ante él y escuchó una música que jamás había podido soñar pero que siempre había añorado al oír el canto de los pájaros. Supo que había sido creado por Alguien para unir su voz a esa música y empezó a cantar melodías que jamás hubiese soñado que pudieran nacer en su mente y salir de su boca. Como cuando bajaba entre acantilados, innumerables ecos repetían la melodía y cada uno se armonizaba con miles de millones de otras melodías repetidas en otras tantas reverberaciones. Se sintió arropado por el eterno presente del Creador y se dejó llevar.

Parece que la melodía volvió a bajar al mundo, llegó hasta los extraños oídos de unos extraños peces que habían visto la ascensión del río con sus extraños ojos. Los peces se lo contaron a los pescadores de perlas y éstos me lo contaron a mí. Y yo lo cuento como lo oí.

10 de mayo de 2012

Frases 10-V-2012

Tomás Alfaro Drake

Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.


La visión de las estrellas en medio de la noche colma mi alma de un modo maravilloso, y es algo que llega hasta el fondo de mi espíritu.


No sé de quién es.

6 de mayo de 2012

Historias de otros mundos 5. El herrero atrevido


Tomás Alfaro Drake

Hace muchos años, un extraño personaje me habló de una espléndida y opulenta ciudad anónima, en un país desconocido por el que cada año, en Febrero y Septiembre, pasan un inmenso número de cigüeñas migratorias. Hay, casi en el centro de la ciudad, –decía— un parque natural con dos colinas separadas por una media legua, entre las que cuelga una inmensa cadena. Las cigüeñas pasan allí seis días descansando plácidamente, posadas en la cadena. La noche anterior al séptimo día, una innumerable cantidad de abejas que hacen una miel extraordinaria en la cima de ambos montes, celebran, junto con todos los habitantes de la ciudad, un extraño ritual alrededor de un enorme montículo que crece sobre la cima de una de las montañas encadenadas. Al primer rayo de sol del séptimo día, las cigüeñas dejan una pluma cada una sobre el montículo y reemprenden su viaje migratorio. Inmediatamente las abejas recubren el manto de blancas plumas con una capa de miel y jalea real, mientras los hombres tiran de una cuerda que, mediante un complejo juego de poleas y palancas, eleva un gran peso con el que compactan el montón de plumas y miel sobre el montículo. Por el tamaño de éste, este ritual debe llevar realizándose desde hace muchos años. La persona que me habló de esa portentosa ciudad, un hombre muy viejo, cargado de una profunda sabiduría, me contó una extraordinaria historia sobre el origen de esa cadena, del montículo sobre la colina y de la extraña costumbre que une a hombres, aves e insectos. No sé que pensar sobre ella, pero como me la relató la cuento yo ahora.

Me dijo que hace muchos años, cuando los hombres eran más tenaces y resistentes de lo que son ahora, la ciudad no era más que una pequeña aldea. Un día, el joven herrero del pueblo, hizo un extraño voto. Se comprometió a tender una cadena entre las cimas de dos montes cercanos al pueblo. No eran dos inmensas montañas. Tan sólo dos colinas que se elevaban no más de cien metros sobre la llanura, situadas a media legua la una de la otra. Una mañana, con el primer rayo de sol, los habitantes de la aldea vieron al herrero dirigirse con paso firme y solemne al centro de la misma. A grandes voces, como si fuera a revelar al pueblo un profundo arcano de la naturaleza, convocó a todo el mundo en la plaza. Allí les dijo con voz potente:

-Me comprometo solemnemente, aquí, ante el rostro de Dios, en su presencia y ante todos los habitantes de la aldea, a tender una cadena entre las cimas de los picos de la Miel.

Así se llamaban las colinas porque en sus cimas había enormes enjambres de abejas que hacían una miel exquisita. Esta miel era la principal fuente de riqueza del pueblo, ya que desde los más lejanos países venían caravanas cargadas con las más exóticas mercancías, para comprarla. Inmediatamente, el pueblo emitió su veredicto: nuestro herrero se ha vuelto loco.

Al día siguiente, después de acabar su trabajo en la herrería, haciendo llantas para carros, aros para toneles o rejas de arado, el herrero, forjó el primer eslabón. Sabía que tenían que ser muy gruesos para soportar el inmenso peso de la cadena cuando estuviese suspendida de monte a monte. Cada vez que fabricaba diez calabrotes, los acarreaba a la cima de la colina desde la que iba a empezar el tendido. Empleó mucho tiempo, sin dejarse llevar por la prisa, armado de paciencia, en ganarse a las abejas. Les construyó panales que podían soportar las inclemencias del tiempo y mantener a raya a los osos que a menudo iban a saquearlos. Investigando, descubrió que si las abejas hiciesen sus celdas hexagonales, en vez de cuadradas, podrían ahorrar muchísimo en cera. Como fruto de estas ayudas, obtuvo su amistad. Y con su amistad, miel y hasta jalea real para alimentar a toda su familia. Tuvo que excavar un profundísimo hoyo y hacer una pica de más de cincuenta metros para que sirviese de enganche a la cadena. Después, empezó a ensamblarla.

De día trabajaba en su oficio y de noche acarreaba los eslabones de diez en diez y los iba ensamblando. Al principio la gente del pueblo le miraba con sorna. Algunos se dignaban, en vez de tan sólo reírse de él, a darle un consejo. No iba a poder, se iba a agotar, lo que hacía era inútil, iba  perder su clientela y arruinarse. Todos eran consejos sensatos, y nuestro herrero los agradecía con una sonrisa, paro seguía a lo suyo, haciendo caso omiso de tan prudentes recomendaciones. Lo cierto es que la cadena suponía un desafío de tal calibre –nunca el herrero se había visto en la necesidad de hacer piezas tan grandes— que tuvo que desarrollar nuevas técnicas de fundición que le permitieron hacer cosas que antes no podía ni sospechar. Hasta el punto de que los comerciantes que venían a por miel, pronto empezaron a llevarse también los magníficos objetos que hacía el herrero. Aunque éste nunca dejó de atender primero a las necesidades del pueblo, la venta de sus extraordinarias piezas, empezó a suponer una considerable fuente de riqueza. Como era, además, un hombre austero –la miel de las abejas permitía el mantenimiento de su familia y sus gastos se limitaban a ir un rato, los días que podía, a beber un poco de cerveza con los amigos fieles que tenía— pronto se convirtió en uno de los hombres más ricos del lugar. Esto empezó a despertar las envidias y habladurías del pueblo. No provenían éstas de la gente sencilla. El herrero procuraba siempre atender las necesidades de sus paisanos más desfavorecidos y eso era bien visto por el pueblo llano. Venían las envidias más bien de la gente acaudalada que vivía en continua lucha por incrementar sus riquezas y en perpetuo afán por mostrarlas. En más de una ocasión tuvo que padecer anónimos actos de sabotaje en su taller, pero la gente del pueblo, que necesitaba de sus servicios, siempre le ayudó a reparar los daños. Así fueron pasando los años y la cadena, colgando de la pica del primer monte, serpenteaba por tierra hacia el segundo.

Cuando, muchos años más tarde, el herrero juzgó que ya era suficientemente larga –sobrepasaba la cima del segundo monte en más de doscientos pasos— decidió que había llegado el momento de tenderla. Lo intentó, pero pesaba demasiado. Pidió ayuda, pero sólo sus amigos, que ya eran viejos, se ofrecieron inútilmente a ayudarle. El herrero, a pesar de los años transcurridos seguía manteniendo toda la fuerza y el vigor de su juventud –algunos decían que tenía un pacto con el diablo, mientras otros atribuían tan maravilloso efecto a la jalea real de las abejas y ninguno de los dos tenía razón— pero, a pesar de todo, era imposible que él sólo pudiese hacer la proeza de tensar la cadena. Llevado por la necesidad, diseñó un complejo mecanismo de poleas y palancas  para ayudarse. Estos mecanismos resultaron ser de gran utilidad para un sinnúmero de usos, por lo que tanto el pueblo, como los comerciantes que a él venían, comenzaron a demandarlos y nuestro herrero, y la aldea, se hicieron aún más prósperos. Pero ni aún ayudado de sus ingenios fue capaz de tender la cadena. Entonces vinieron en su ayuda sus amigas, las abejas. Aunque pequeñas, eran muchas en número y, puestas bajo los eslabones, volaban con toda la fuerza de sus pequeñas alas para levantar la cadena. Tampoco lo lograron. Entonces al herrero se le ocurrió una idea. La aldea era ruta de paso de las cigüeñas en sus viajes migratorios. Cada Febrero y Septiembre las cigüeñas pasaban volando de sur a norte y de norte a sur, respectivamente. Agotadas en su vuelo, tenían que posarse en el suelo de la inmensa llanura que rodeaba a la aldea y allí eran presa fácil de todo tipo de depredadores. Con la fuerza de sus alas, unida a la de las abejas y a sus sistemas mecánicos, era más que probable que pudiesen con la cadena. El herrero les propuso que le ayudasen en su intento. Si lograban tensar la cadena con su ayuda –les dijo— podrían posarse en ella en sus viajes, quedando así a salvo de las bestias que las amenazaban. Aceptaron gustosas las cigüeñas el trato, pero ni el efecto conjunto de cigüeñas, abejas y poleas pudo tender la cadena.

El pueblo miraba con indiferencia, con un “ya lo decía yo”, o con bromas hirientes –ya se sabe que a la mediocridad siempre le ha molestado la grandeza— el fracaso del herrero,  pero éste no se dejó vencer por el desánimo.

-Haré la cadena más ligera –se dijo. Y puso manos a la obra.

Muchos años más tarde, la nueva cadena estaba terminada y, esta vez, el esfuerzo conjunto de aves, insectos e ingenios mecánicos, colaborando con la fuerza del herrero, que seguía manteniendo su vigor de forma misteriosa, fueron capaces de tender la cadena. Pero ¡ay!, tan pronto como la soltaron, se rompió, como una cuerda de guitarra, con un espantoso estruendo. La cadena, más ligera, era también menos resistente y no pudo aguantar su propio peso.

-Ahora si está vencido este presuntuoso herrero. –Pensaron los envidiosos del pueblo, que ya eran los nietos de sus contemporáneos.

Pero, tras unos días de desánimo, nuestro hombre volvió a la carga. Pensó que tal vez pudieran existir aleaciones de otros metales que fuesen más ligeras y más resistentes que el hierro. Cerca del pueblo había una roca de un extraño material. Era blando y ligero, pero un día que cayó un rayo, dejó como residuo un material duro como el diamante, resistente como el hierro y ligero como la madera. Nuestro herrero se llevó a su taller bloques de esa roca y no paró de trabajar hasta que encontró las técnicas necesarias para convertir el mineral de aspecto terroso en el mágico y bruñido metal. Una vez más se dedicó durante largos años a forjar una nueva cadena. El material era tan maravilloso que de todos los rincones del mundo venían a comprarlo a la pequeña aldea de nuestro herrero. También el pueblo se benefició de mil maneras insospechadas del nuevo material y, de nuevo, la fortuna del herrero y la prosperidad del pueblo se multiplicaron. Pero a él no parecía importarle su inmensa fortuna. Dispensaba sus bienes a quien los necesitase y se dedicaba, en cuerpo y alma, y con una energía renovada, al ver cerca el logro de su empresa, a la construcción de su cadena.

Un día de Mayo, por fin, la vio terminada y esperó pacientemente hasta Septiembre, cuando las cigüeñas volvían de su periodo estival, volando hacia el sur. Cuando pasaron, intentaron entre todos tender la cadena. Para evitar que se rompiese, el herrero la había hecho con unos eslabones de proporciones gigantescas, por lo que la resistencia no sería problemática. Pero, a pesar de la ligereza del material, su peso era enorme. Cinco días, de ocaso a amanecer, estuvieron abejas, cigüeñas y nuestro hombre, ayudado por sus trócolas, intentando tender la cadena. Cada día les faltaban unos escasos milímetros para enganchar el último calabrote en el poderoso garfio de la pica. Pasados cinco días, las cigüeñas debían abandonar el lugar para no llegar tarde a su lugar de invernada. Los envidiosos del pueblo adelantaban con regocijo un nuevo fracaso del herrero. Pero él  habló a las cigüeñas de esta manera:

-Queridas amigas. Entiendo perfectamente que vuestra supervivencia está en juego y que no podéis correr riesgos innecesarios de morir por no llegar a tiempo a vuestro destino. No me atrevo por tanto a pediros que os quedéis. Pero, os quedéis o no un día más, os voy a hacer un regalo que os puede ser muy útil. –Y diciendo esto sacó de su bolsillo un pequeño artefacto con un hilo del que pendía una aguja—. Cuando buscaba minerales para hacer una cadena más ligera, –prosiguió— encontré uno muy extraño, que por alguna mágica razón que no alcanzo a comprender, cuando se le da forma de aguja, señala siempre hacia la estrella polar. Con este instrumento, podréis volar directas a vuestro destino, sin zigzagueos, por lo que fácilmente llegaréis a tiempo antes de los rigores del invierno.

Accedieron las cigüeñas, maravilladas por el nuevo invento y decidieron que al día siguiente pondrían también a las crías, que hacían su primer viaje hacia el sur, a levantar la cadena. El sexto día, se lo pasaron dándose ánimos unas a otras y entre sí las abejas y las cigüeñas. Pero el herrero pasó el día en su taller, haciendo los trabajos que tenía que hacer ese día. Sólo a última hora de la tarde se puso a engrasar los mecanismos de los polipastos y a pedir ayuda al cielo. Las abejas tomaron ración doble de miel y dieron al herrero una dosis extraordinaria de jalea real. Hasta la reina, que no salía jamás de sus aposentos, salió a arengar a sus obreras. Les decía:

-Queridas hermanas pequeñas. Hoy me he privado de mi ración de jalea real para dársela al herrero. No creo que por un día esto pueda afectar a mi fertilidad pero es, no obstante, un riesgo y un sacrificio para mí. Lo hago porque este hombre lo merece. Nos ha ayudado a hacer mejores panales. Más resistentes contra los osos y, ¡oh maravilla!, hexagonales. Esto nos ha hecho un gran pueblo de abejas. Creo, por tanto, que se lo debemos. Si yo he hecho este esfuerzo, os pido a vosotras que os esforcéis hasta la extenuación. Naturalmente, también los zánganos trabajarán esta noche. Os lo digo como su reina que soy.

Quedaron las abejas asombradas del sacrificio de su reina, y mucho más de que los zánganos fuesen a trabajar, y se juramentaron para dar lo mejor de sí mismas esa noche. Llegó el crepúsculo. El herrero dio la orden de comenzar. Una y otra vez lo intentaron con denuedo pero, aunque por sólo una fracción de milímetro, no conseguían su objetivo. Empezaba a rayar el día en una línea malva del horizonte, cuando decidieron que lo iban a intentar por última vez. Si no lo conseguían, las cigüeñas emprenderían viaje. Poco a poco a lo largo de la noche, el pueblo se había ido acercando a ver qué pasaba. Ya no había burlas. La admiración se había adueñado de los corazones de los más escépticos y el respeto había vencido a la mezquindad en el alma de los envidiosos. El herrero cayó de rodillas en dirección hacia el horizonte de rosados dedos, y tomando forma de ovillo, recogido sobre sí mismo, como si hablase con alguien más íntimo que el más íntimo de sus pensamientos, invocó a Dios.

-Dios Bueno y Poderoso –le rezó— sólo Tú sabes lo que me movió hace muchos años a hacer ante ti este voto. Siempre he pensado que Tú mantenías mi vigor para que pudiese cumplirlo. Ahora me pregunto si fui sacrílego al pronunciarlo ante tu faz. Si mis razones fueron buenas, no permitas que se quede sin cumplir. Pero sólo Tú eres el dueño de los destinos. Sólo Tú sabes la razón de los éxitos y los fracasos de los planes humanos. En tus manos abandono el éxito o el fracaso de éste. A ti me encomiendo. Si mi proyecto ha de tener éxito, que lo vea el primer rayo de tu sol. Hágase tu Voluntad.

-Así sea –respondió la gente toda.

Y diciendo esto, sopló las palmas de sus manos, dio con la cuerda varias vueltas alrededor de ellas y respiró hondo antes del esfuerzo. La gente se dio cuenta de que no se habían preguntado nunca, ni ellos, ni sus padres, ni sus abuelos y bisabuelos, qué fue lo que llevó al herrero a pronunciar tan atrevido voto. Fuese cual fuese el resultado del intento, se lo preguntarían esa misma mañana. En ese momento, el herrero grito con voz fuerte –“ahora”— y comenzó el intento. Lo intentaron durante diez intensos minutos. Los resoplidos del herrero se sumaban al zumbido de las alas de las abejas y el batir de las alas de las cigüeñas producía un formidable viento que silbaba al pasar entre los calabrotes de la cadena. El herrero sudaba copiosamente y sus músculos se tensaban horriblemente bajo su piel. La cuerda lanzaba crujidos espantosos y amenazaba con romperse, a pesar de estar hecha con largas crines de caballos del Cáucaso, traídos por mercaderes que aseguraban que eran más resistentes que la fibra del tiempo, que nadie puede cortar. En cambio, la gente contenía la respiración, como si temiese que su aliento pudiese oponer alguna resistencia al esfuerzo. Así transcurrieron diez larguísimos minutos en los que en algunos momentos parecía que el último eslabón había sido enganchado, sólo para retroceder un instante más tarde sin haberlo logrado. Como las olas mueren una y otra vez en la playa después de recorrer todo el océano, así era el flujo y reflujo de la cadena hacia el gancho después de los largos años de trabajo. Entonces el herrero lanzó un fuerte grito que apagó todos los demás sonidos en muchas leguas a la redonda y, de repente, cuando en el estertor del esfuerzo parecía que iba a conseguir su objetivo, cayó como fulminado por el rayo. Estaba muerto. No hacía falta acercarse para comprobarlo.

Sólo un brevísimo instante duró el estupor. Antes de que las cigüeñas dejasen de batir sus alas; antes de que las abejas cejasen en su esfuerzo; antes incluso de que pasase el tiempo necesario para que las cuerdas perdiesen su tensión, el pueblo en masa se lanzó como el rayo, en un orden espontáneo, a coger la cuerda. Más de cien hombres tiraban denodadamente de la cuerda sin conseguir nada, cuando el primer rayo de sol les dio en la frente. Fue entonces cuando, sin que nadie supiese cómo, las abejas redoblaron su esfuerzo durante una milésima de segundo, coordinadamente con las cigüeñas y con los hombres. Y el eslabón cayó dentro del garfio con un golpe seco. La cadena había sido tendida.

Sólo entonces la pena se apoderó, como un golpe de mar, de los corazones de hombres y animales. El herrero yacía muerto. Pero ni siquiera en ese momento la pena dio paso a la apatía. Instintivamente, como si de un único organismo se tratase, los hombres cavaron un hoyo en la cima del monte donde depositaron el cuerpo del herrero, las cigüeñas dejaron una pluma cada una sobre el cadáver y las abejas, por orden de su reina, cubrieron el hoyo con miel y jalea real. Así se celebraron las honras fúnebres del herrero, constructor de cadenas.

El pueblo, ansioso por conocer los motivos de tan desproporcionado voto, buscó respetuosamente entre los papeles del herrero sin encontrar nada. Pero su biznieto recordó una misteriosa frase que le dijo un día su bisabuelo, poniendo gran empeño en que la recordase. “En las promesas cumplidas encontraréis el secreto”. A alguien se le ocurrió mirar en los eslabones de la cadena y vio que había dos letras en cada uno, una por cada cara. El texto de una de las caras revelaba los secretos de la metalurgia descubiertos por el herrero. En el otro lado explicaba la razón de su voto.

Vivía el herrero, allá por su primera juventud, para hacer su trabajo con la máxima perfección de que fuese capaz. Su afán de hacer magníficas piezas de hierro para los más diversos usos empezaba a ser proverbial en el pueblo. Pero el desencanto del día a día y el ver que parecía que hacer bien las cosas no le sacaba de su pobreza, iba dejando paso, de una forma muy paulatina, inconscientemente, a una creciente mediocridad. Un día leyó un lacónico poema que decía:

fe
de
mí,

y
qué
fui.

No
hoy

lo
que
soy[1].

El poema le produjo, no sabía por qué, una inmensa tristeza. Esa noche, con la primera luz del día, se despertó sobresaltado. Se dio cuenta, en la clarividencia del duermevela del amanecer, de que estaba dejando de ser fiel a sí mismo, que la mediocridad le iba royendo, poco a poco, imperceptiblemente, el alma, de que un día, si no hacía algo grande, sería como el personaje descrito por el poema. Comprendió que tenía que parar su deslizamiento pendiente abajo, que tenía que mantenerse fiel a sí mismo.

-Haré una cita conmigo mismo en un tiempo futuro, –se dijo.— Formularé un voto ante Dios y los hombres. A mi alrededor se encuentra el mundo de los pequeños pecados, que abunda en callejuelas y retiradas pero, tarde o temprano, desde las colinas que vigilan el pueblo, se alzará una llama resplandeciente, anunciando que se ha acabado el reino de los cobardes y que un hombre está quemando sus naves[2].

Y así empezó esta historia que acabo de narrar como me la contaron.


[1] Soneto monosílabo de José Hierro.
[2] Las frases en cursiva, así como la idea de encadenar dos montes, están tomadas de un artículo de G. K. Chesterton titulado “Una defensa de la promesas temerarias” publicado en la obra recopilatoria titulada “El amor o la fuerza del sino”, editada por Rialp.

3 de mayo de 2012

Frases 3-V-2012

Ya sabéis por el nombre de mi blog que soy como una urraca que recoge todo lo que brilla para llevarlo a su nido. Desde hace años, tal vez desde más o menos 1998, he ido recopilando toda idea que me parecía brillante, viniese de donde viniese. Lo he hecho con el espíritu con que Odiseo lo hacía para no olvidarse de Ítaca y Penélope, o de Penélope tejiendo y destejiendo su manto para no olvidar a Odiseo. Cuando las brumas de la flor del loto de lo cotidiano enturbian mi recuerdo de lo que merece la pena en la vida, de cuál es la forma adecuada de vivirla, doy un paseo aleatorio por estas ideas, me rescato del olvido y recupero la consciencia. Son para mí como un elixir contra la anestesia paralizante del olvido y evitan que Circe me convierta en cerdo. Espero que también tengan este efecto benéfico para vosotros. Por eso empiezo a publicar una a la semana a partir del 13 de Enero del 2010.


Entonces comprendí que quien reconoce la sonrisa de la estatua o de la belleza del paisaje o el silencio del templo, a quien encuentra es a Dios. Puesto que supera el objeto para alcanzar la clave, y las palabras para oír el canto, y la noche y las estrellas para experimentar la eternidad. Pues Dios es, ante todo, sentido de tu lenguaje, y tu lenguaje, si cobra sentido, te muestra a Dios.

Antoine de Saint Exupéry. Ciudadela.