17 de junio de 2012

Historias de otros mundos 10. La isla amurallada


El 11 de Marzo, inicié la publicación de una serie de 11 relatos que titulo genéricamente “Historias de otro mundos”. Este es el décimo. Son relatos con un cierto componente fantástico. Me han servido de modelo, en su barroquismo los relatos y cuentos de Oscar Wilde.

La isla amurallada

La historia anterior, la de la isla del valle profundo, la escuché hace años en una taberna del puerto de Oslo de labios de un viejo marino. No es raro oír este tipo de historias de islas extrañas o mares procelosos en boca de los viejos lobos de mar obligados a estar en tierra por la edad o la salud. Pero sí me llamó la atención que nada más acabar el relato, otro viejo marino recordase una historia que era, en alguna forma, el polo opuesto a la anterior. Trataba de una isla amurallada. Paso a contarla con la mayor fidelidad que mi memoria me permita.

Había en un desconocido continente, un rey que poseía inmensos dominios de una riqueza imposible de describir. Su dinastía se extendía hacia el pasado ilimitadamente y nadie podía recordar a ningún monarca que no hubiese sido su ascendiente por línea directa. Todos los reyes de la dinastía habían sido siempre bondadosos, leales y justos con sus súbditos. Sus posesiones se extendían más allá de los límites que se habían podido conocer hasta entonces. Cada día salían jinetes, cabalgando en veloces corceles, hacia los cuatro puntos cardinales, para llegar más allá de los límites alcanzados por los anteriores. Siempre volvían contando historias fabulosas sobre las inmensas riquezas que habían encontrado en sus exploraciones y trayendo consigo ricas muestras de las mismas. Hablaban de minas de los más exóticos y valiosos metales y piedras preciosas, de campos de una asombrosa fertilidad donde se cultivaban las plantas alimenticias y decorativas más variadas, de animales exóticos de formas nunca vistas y de brillantes colores, de ganados con reses extrañas que producían carnes sabrosísimas, miles de tipos de leche y lanas de todas las texturas y colores. Sus relatos causaban la admiración de la corte y una profunda satisfacción en el rey. Pero lo que más satisfacía al soberano era la fidelidad que le guardaban súbditos que nunca le habían visto ni a él ni a ninguno de los reyes anteriores de su dinastía. Las historias sobre la bondad del rey circulaban de boca en boca más rápidas que los más veloces jinetes. La verdad es que, aunque todos los días salían de cada rincón del reino hacia la capital caravanas con enormes riquezas, éstas se producían con tal abundancia que todos podían vivir espléndidamente. El rey correspondía a estos envíos mandando sellos de lacre con la insignia real que eran atesorados por las gentes de todas las partes del reino como el más preciado bien.

Pero un día, un mensajero que venía del este, anunció al rey que había llegado a un límite infranqueable de su reino. No eran enemigos, a los que se podría fácilmente derrotar, ni montañas, que se podrían escalar, lo que ponía un límite al reino. Era una inmensa extensión de agua con un fuerte sabor salado que llegaba más allá de donde la vista alcanzaba. Sus súbditos de allí, le llamaban mar. Con unos extraños artefactos, parecidos a enormes cáscaras de nuez en las que cabían muchos hombres, podían adentrarse en el mar hasta donde alcanzaban a ver la tierra firme, pero no más allá. Algunos barcos –así llamaban a las grandes cáscaras de nuez– se había aventurado más lejos, pero el mar se embravecía de una manera indomable fuera de esos confines, destrozando las embarcaciones y reduciéndolas a astillas. Los pocos náufragos que habían podido regresar de alguna de esas aventuras, hablaban con espanto de las inmensas montañas de agua, coronadas de nieve, que se formaban en alta mar, de los iracundos vientos que allí soplaban y de los terribles monstruos que poblaban esas aguas. Sin embargo –siguió contando el explorador– las noticias eran buenas. Nunca en toda su vida –decía el explorador con un extraño brillo en los ojos, que no era codicia, sino que recordaba más bien a la emoción– había visto nada más maravilloso que el sol saliendo de la inmensidad del mar. Jamás había oído arrullo tan dulce como el de sus olas al romperse. No recordaba sensaciones tan maravillosas como la de flotar desnudo en el mar mecido y acariciado por las olas. Ni las más caudalosas cataratas podían compararse al grandioso espectáculo de una tempestad del mar, cuando éstas se acercaban a tierra. Por otro lado, el amor que profesaban al rey los habitantes de la costa era superior, si cabe, al de cualquier otro de sus súbditos. Por si fuera poco, habían inventado la pesca. Usando sus embarcaciones y unos curiosos utensilios parecidos a enormes telas de araña de gruesa cuerda que llamaban redes, extraían del mar unos extraños animales con variadísimas, delicadas y exquisitas carnes que nada tenían que ver con las de los ganados terrestres. Peces, los llamaban. La riqueza que producían estos peces era inmensa. Como muestra de lo que decía, traía un cofre en el que había muchos de esos animales conservados en un tipo de piedra preciosa nunca vista que llamaban hielo y que era gélida como el más frío invierno e irisada como el más precioso diamante. Abrió el cofre y, para su asombro, allí no había más que un agua maloliente en la que flotaban los cadáveres podridos de los peces.

La cólera del rey no se hizo esperar. No era el hecho de que las riquezas del mar hubiesen desaparecido o se hubiesen podrido por el camino lo que más le enfurecía. Nunca había sido especialmente avaricioso. Además, seguro que acabarían encontrando la forma de hacer llegar esas riquezas en buen estado. Lo que le hacía encolerizarse hasta echar espuma por la boca era el hecho de que hubiese un límite para su reino, aunque hubiese en ese llamado mar más belleza y riqueza que en todo el resto de sus posesiones. Preso de una ira desconocida en un monarca hasta entonces magnánimo y ecuánime, mandó cortar la cabeza a toda la expedición por la osadía de traerle tan terrible noticia. La conmoción fue terrible, pues nunca antes se habían producido ejecuciones. No habían apenas terminado éstas, cuando llegaron exploradores provenientes del oeste, del norte y del sur. Todos venían maravillados, todos contaban historias similares y todos los peces que traían estaban también podridos, flotando en un agua nauseabunda donde se suponía que debían encontrarse las maravillosas joyas. El rey mandó cortar la cabeza a todos menos a uno de los expedicionarios que venía del oeste, para que pudiera servirle de guía, pues se proponía viajar a esos confines de la tierra para ver con sus propios ojos lo que le contaban.

Tras meses de febriles preparativos, el séquito del rey partió hacia el oeste, siguiendo siempre la ruta del sol. En cada sitio por el que pasaban, sus habitantes se sentían conmocionados por la visita del rey. Nunca un rey había salido de la capital y era la primera vez que podían verle. Pretendían agasajarle con todo tipo de fiestas y fastos, pero él, impaciente por llegar a su destino los despreciaba. Más de uno, que le importunó excesivamente con su afán de agasajarle, acabo pagando su insistencia con la cabeza. El viaje fue largo y dejó tras de sí una estela de desconcierto y resentimiento por el comportamiento desconsiderado y cruel del rey. Pero un día, al sobrepasar una suave loma, apareció el mar. Caía el crepúsculo y el sol estaba a punto de hundirse en la inmensidad del horizonte. Un olor difícil de describir que recordaba vaga y lejanamente al de la tierra reseca, mojada tras unas gotas de lluvia, invitaba a llenar los pulmones con ese aire. El mar refulgía con miles de tonalidades doradas que titilaban como si tuviesen vida. Poco a poco, el sol se fue hundiendo en el mar. La luz se hacía más y más tenue y los tonos dorados viraban lentamente hacia el color del oro viejo. Cuando desapareció el sol, todavía había un resplandor naranja que teñía las pequeñas nubes que surcaban el cielo cerca del horizonte de un color rosa oscuro. El cielo se fue volviendo más y más violeta, mientras una suave brisa acariciaba el rostro del rey, haciendo flotar su larga y sedosa cabellera. Al fin, cayó la negra noche cuajada de estrellas. Algo más tarde, apareció una luna plateada, redonda, inmensa, que rielaba temblorosa en el mar. Dicen algunos de sus cortesanos que a lo largo de ese rato, asomaron lágrimas a los ojos del rey. Un cierto aire mágico parecía haberse adueñado de él y una expresión risueña suavizaba su severo rostro. Pero, de repente, la dureza volvió a su semblante y, nuevamente, su ceño, torvamente fruncido, revelaba su impaciencia y su furia contenida.

Acamparon casi en lo alto de la loma, fuera de la vista del mar. Pero tras un par de horas de descanso, la impaciencia del rey les hizo ponerse en camino y un reducido grupo descendió hacia la costa en el más absoluto de los incógnitos. Llegaron al borde del mar siendo todavía noche cerrada. El ruido del mar era, como lo habían descrito los exploradores, un dulce y cadencioso arrullo que llenaba el silencio de un amanecer que se anunciaba próximo. El susurro del mar flotaba sobre un impresionante silencio. Parecía como si toda la creación se hubiese quedado muda de asombro para escuchar el canto del mar. La tregua del silencio duró poco. De una manera lenta pero constante, como en un crescendo, se fue desarrollando una febril actividad que daba lugar a una sinfonía de los más variados sonidos. Todo empezó con un unas voces sincopadas que se empezaron a oír mar adentro, a lo lejos. “Booooo... GA” –decían– a la vez que se escuchaba un chapoteo como de algo –muchos “algos”, sería mejor decir– que golpeaban el agua. Un ejército de luciérnagas se iba acercando desde el horizonte. Al principio las voces invisibles y los golpes venían de lejos, pero poco a poco se fueron acercando y llenando el aire, hasta venir de todo el mar. Las luciérnagas se transformaron en linternas de velas sujetas por largas pértigas que salían de unos cascarones de madera. Al tiempo, empezó a hacerse la luz del amanecer y la vista comenzó a vislumbrar una gran cantidad de barcos que se acercaban a la orilla. De tierra empezaron a llegar una muchedumbre de mujeres de cimbreantes cinturas con grandes cestos de mimbre en la cabeza, mientras cantaban mil diferentes canciones, todas ellas acompasadas, aunque con diferentes cadencias, al ritmo de los remos y de las voces de los navegantes. Enormes aves blancas, como atraídas por algo que intuían iba a ocurrir, volaban en círculos sobre las mujeres emitiendo graznidos que podían parecer extraños pero que armonizaban con el conjunto. Sobre los cestos, a la luz del alba, refulgían blancas e irisadas piedras preciosas que lanzaban destellos azulados. El amanecer descubrió una playa que se extendía a derecha e izquierda hasta donde la vista alcanzaba. En ella alternaban franjas de arena con rocas rectangulares ligeramente cóncavas y llenas de agua. Varias mujeres se acercaron a cada roca y volcaron en ellas los brillantes que llevaban sobre la cabeza. El ruido de las piedras preciosas al caer sobre la roca era como el de millones de copas de fino cristal, golpeados por innumerables cubiertos de plata. El rey se acercó a coger una de esas piedras con sus manos y un frío glacial le recorrió todo el cuerpo. Soltó la gema presa de la mayor admiración. Cuando los barcos encallaron en la playa, justo en las franjas de arena entre cada roca, los hombres se lanzaron a tierra y con el ritmo sincopado de sus voces sincronizaban ahora los tirones de las cuerdas que utilizaban para tirar de las embarcaciones. Los barcos fueron así arrastrados junto a las rocas. Al deslizarse sobre la arena emitían un sonido áspero pero sutil, como si alguien reclamase silencio con la boca. Entonces, otros hombres, desde las embarcaciones, sacaron enormes telas de araña que abrieron para dejar caer de ellas, sobre las joyas de las rocas, una inmensidad centelleante de pequeños animales de plata que saltaban, dando coletazos y retorciéndose. Debían ser los llamados peces y efectivamente, su brillo de mil colores no tenía paralelo ninguno con nada que el rey pudiera haber visto antes. Miles de las aves blancas que habían aparecido se cernían ávidamente sobre los peces con unos graznidos ensordecedores, mientras un ejército de hombres y mujeres, agitaban todo su cuerpo y blandían enormes estandartes de telas de colores para espantarlos. El rey alargó la mano para coger alguno de los peces, pero tan pronto como los agarraba, húmedos y deslizantes, se sacudían enérgicamente hasta escurrirse de entre sus dedos como si tuviesen un encantamiento que los hiciese inasibles. Miraban a través de unos ojos vítreos y frescos, en el que el rey pudo ver reflejada su figura. En seguida, las mujeres empezaron a volver a llenar los cestos, esta vez de una mezcla de peces y hielo, y los llevaron sobre sus cabezas con un exquisito y cimbreante equilibrio, siempre acompañadas por los espantapájaros, a unos edificios de la costa donde mucha gente llegaba desde tierra adentro. Una algarabía de voces se alzaba de cada lonja en las que los hombres se desgañitaban  gritando los precios que estaban dispuestos a pagar por la mercancía. En la arena, una mujer joven y bella pinchó unos peces en unas estacas que puso inclinadas sobre unas brasas. Un olor indescriptiblemente delicioso llenó el aire. Con unos pinceles, untaba agua de mar en los peces que estaban sobre las brasas. El color del pez fue virando del color de la plata a un rojo intenso y brillante. Cuando uno de ellos acabó tomando un tono de oro oxidado, la mujer lo tomó por la cabeza y la cola con dos dedos de cada mano y lo comió dejando únicamente un esqueleto fino como una pluma. La joven, al ver la adusta cara de ese desconocido que parecía no haber visto comer un pez en su vida, le tendió el siguiente con una sonrisa tan encantadora que hizo que el rey no pudiese hacer otra cosa que cogerlo devolviéndole la sonrisa. Después, le enseñó, cariñosa y solícita, a comer el pescado. Nunca había sentido en su paladar un sabor tan delicioso, tan suave y sabroso a la vez, tan evocador de mundos desconocidos y profundos como ése. No supo si fue por la sonrisa, por el intenso color verde de sus grandes ojos, por la ternura con que le enseñó a comer el pescado, por su sabor o por el conjunto de todas esas sensaciones, pero el rey quedó desde ese momento profundamente enamorado de la joven.

Pero un momento más tarde, el rostro del monarca se volvió pétreo y la sonrisa se borró de sus labios. Hizo una seña a uno de los hombres que le acompañaban. Éste sacó una trompeta de debajo de su manto y, soplando en ella, produjo un sonido estruendoso, pero profundo y aterciopelado, que obligó a hombres y mujeres a guardar un silencio que podía palparse en el ambiente. Hasta los pájaros enmudecieron. Sólo el mar parecía no prestarse al silencio. Una lejana trompeta respondió a la llamada de la primera y enseguida, el ejército apareció sobre la loma que flanqueaba la playa tierra adentro. El rey se despojó de la capa en la que se refugiaba su incógnito, dejando al descubierto toda la brillantez de su manto lleno de brocados de oro. Todo el mundo supo entonces que se trataba del soberano, y cayó rostro a tierra. El monarca avanzó majestuoso hacia el mar con parte de su séquito. Cuando llegaron a la orilla, siguieron andando decididamente, como si el mar no supusiera para ellos ningún obstáculo para ellos. Pero a los pocos metros hubieron de detenerse al llegarles el agua a la altura de la boca. Una ola les cubrió entonces a todos y tuvieron que ser salvados de morir ahogados por unos cuantos hombres que se lanzaron desnudos al mar. La gente estaba muda de asombro y de estupor por lo que estaba pasando, sin apenas tiempo para darse cuenta cabal de ello. Antes de que nadie pudiese reaccionar, el rey dio media vuelta y con su herida dignidad y sus empapados ropajes, subió a donde se encontraba su campamento, más allá de las lomas, donde no se veía el mar. Una delegación de sus súbditos de la costa vino a explicarle que sólo estando desnudo podía flotarse en el mar y aprender a nadar. Se ofrecieron a enseñarle y a llevarle a navegar en los barcos hasta donde éstos podían llegar. Pero el rey fue sordo a sus peticiones. Sólo el hecho de pensar en despojarse de sus ricos ropajes para aprender a nadar, le hacía hervir de indignación. Pidió que le trajesen a la mujer que le había enseñado a comer pescado. Cuando se la trajeron, el soberano, se inclinó ante ella y la pidió en matrimonio. Ella aceptó y se celebró una sencilla ceremonia en la que el monarca y su nueva esposa no dejaron de mirarse a los ojos con una sonrisa en ellos y en los labios. Pero el rey pidió a su nueva esposa que le dejase sólo ese día y esa noche para meditar sobre la determinación a tomar. De nada sirvieron sus ruegos para que le dejase acompañarle en sus cavilaciones, el monarca insistió en su necesidad de absoluta soledad.

Durante todo ese día y esa noche nadie le vio, pero sus más allegados aseguraban que del interior de su tienda salían gritos de ira e indignación, alternando con sollozos y suspiros y, en algún momento, un susurro que bien podría ser una plegaria. La reina no dejó en todo ese tiempo de caminar alrededor de la tienda, acariciándola con la palma de su mano abierta, como intentando suavizar los sufrimientos de su esposo y atemperar su decisión. A la mañana siguiente apareció el rey, pálido y demacrado. Llamó a los notarios reales y dijo: “He tomado una determinación. Posiblemente la más importante de mi vida”. Hizo una larga pausa en la que se podía cortar el aire. Miró a su esposa con una sonrisa indescriptiblemente triste, como si adivinase su inútil desvelo y continuó. “El mar no existe –dijo– que se haga un muro de cien metros de alto todo alrededor de mi reino para reducir al mar a la nada”. La reina se desmayó con un gemido.

Dicho esto, dio la orden de partida hacia la capital del reino. Su esposa del mar fue su reina y su inseparable compañera desde ese día, pero nunca más la sonrisa volvió a asomarse a los labios ni a los ojos de la pareja real. Ya en la capital, se despachaban todos los días mensajeros para informar al rey de la marcha de las obras del muro. Junto con el avance de las obras, llegaban noticias de que el hambre y la tristeza se adueñaban de todos los habitantes de la costa. De nada sirvieron las súplicas de la doliente reina. Aunque el rey la trataba con una triste y solícita ternura, permanecía sordo a sus ruegos. En ningún momento pensó el rey en revocar su orden de construcción del muro, sino que cada día le imponía un ritmo más y más febril, hasta que pronto estuvo terminado. Pero desde los montes más altos del reino, con unos artefactos que permitían ver en la distancia, aún se podía divisar el mar. En vano le pedía su mujer que le permitiese ir a uno de esos montes a ver su añorado océano. En su inútil deseo de agradarla y de evitar su creciente melancolía rey construyó en sus jardines un gran estanque con nenúfares en los que hacía navegar embarcaciones y donde nadaban ánades de vivos colores. Pero no había peces y ni la vista podía recrearse en el horizonte, ni ningún ruido parecido al oleaje se dejaba oír. Pronto se empezaron a organizar peregrinaciones multitudinarias a las montañas desde las que se divisaba el mar y que estaban vedadas a la infortunada reina. De nada servía que se penase con la muerte ir a esos montes a ver el mar. A pesar de los miles de ejecuciones sumarias que se producían a diario, las peregrinaciones aumentaban de día en día. Entonces, un día, el rey proclamó un terrible edicto. “Como el mar se resiste a cumplir mi orden de dejar de existir –proclamó–, para obligarle a ello, se construirá una enorme cúpula que cubrirá todo el reino”.

Nadie se atrevió a intentar hacer reflexionar al rey sobre la monstruosidad de su orden. Una tiranía sanguinaria y vesánica se había apoderado de él hasta el punto de hacer ejecutar a todo el que le contradijese. Por eso, muchos aplaudieron su decisión y todos los días, miles de heraldos recorrían todo el país proclamando que el mar no existía. Unos meses más tarde, la reina murió, tras una larga agonía de pena y añoranza. Pero la construcción de la cúpula siguió avanzando día a día, sin pausa. La tecnología prosperó enormemente gracias a tan ingente obra y muchos vivían de ella a costa del dinero del rey, por lo que para mucha gente la cúpula parecía una bendición. Pero lo cierto es que los ingresos del rey disminuían continuamente, porque la tierra cada vez producía menos. El día que se puso la piedra de clave de la cúpula, la noche, oscura y eterna, se cernió sobre todo el reino. Hasta entonces se había mantenido ficticiamente un remedo de día mediante un complejo sistema de espejos distribuido por todo el país. Pero ese día, todo vestigio de luz acabó, como también se gastó, ese mismo día, la última moneda del tesoro real y empezó una hambruna como nunca la había habido. La propia familia real murió de hambre en la más absoluta pobreza. Sólo algunos míseros seres humanos pudieron sobrevivir aquí y allá alimentándose de pequeñas briznas de hierba que brotaban donde una grieta de la cúpula dejaba pasar un rayo de luz.

Pasaron largos siglos, y por la falta de cuidados de mantenimiento, la cúpula se empezó a resquebrajar. La materia prima de que estaban hechos los ladrillos de la construcción era material orgánico, por lo que los restos de la cúpula servían de fertilizante del suelo al mismo tiempo que la luz pasaba por agujeros cada vez más grandes. También el muro se empezó a agrietar. En recónditos parajes se habían guardado intactos los saberes necesarios para la pesca y el cultivo de la tierra. Otra vez empezó a crearse riqueza, otra vez se fundó un reino con su capital en mitad de la isla y otra vez se inició una dinastía de reyes bondadosos que creían sus dominios ilimitados.

El viejo marino que contó esta historia dijo habérsela oído a su padre que a su vez la oyó del suyo, que a su vez... Parece que el origen de la historia se remontaba a un lejanísimo antepasado suyo que la leyó en un viejo pergamino que encontró en una botella en medio del mar en una de sus travesías. El pergamino había sido escrito por uno de los descendientes de la casta que había mantenido vivos los secretos de la pesca y la agricultura. En él se decía que habían escrito millones de pergaminos, lanzados al mar en millones de botellas. El documento terminaba con una angustiosa pregunta. “¿Qué pasará –se preguntaba el copista– el día que un rey de la nueva dinastía descubra el mar?” Yo, por mi parte, me he limitado a contar esta historia sin poner ni quitar nada de lo que mi memoria me dicta como verdadero.

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