El 11 de Marzo, inicié la publicación de una serie de 11
relatos que titulo genéricamente “Historias de otro mundos”. Este es el décimo.
Son relatos con un cierto componente fantástico. Me han servido de modelo, en
su barroquismo los relatos y cuentos de Oscar Wilde.
La isla amurallada
La historia anterior, la de la
isla del valle profundo, la escuché hace años en una taberna del puerto de Oslo
de labios de un viejo marino. No es raro oír este tipo de historias de islas
extrañas o mares procelosos en boca de los viejos lobos de mar obligados a
estar en tierra por la edad o la salud. Pero sí me llamó la atención que nada
más acabar el relato, otro viejo marino recordase una historia que era, en
alguna forma, el polo opuesto a la anterior. Trataba de una isla amurallada. Paso
a contarla con la mayor fidelidad que mi memoria me permita.
Había en un desconocido
continente, un rey que poseía inmensos dominios de una riqueza imposible de
describir. Su dinastía se extendía hacia el pasado ilimitadamente y nadie podía
recordar a ningún monarca que no hubiese sido su ascendiente por línea directa.
Todos los reyes de la dinastía habían sido siempre bondadosos, leales y justos
con sus súbditos. Sus posesiones se extendían más allá de los límites que se
habían podido conocer hasta entonces. Cada día salían jinetes, cabalgando en
veloces corceles, hacia los cuatro puntos cardinales, para llegar más allá de
los límites alcanzados por los anteriores. Siempre volvían contando historias
fabulosas sobre las inmensas riquezas que habían encontrado en sus
exploraciones y trayendo consigo ricas muestras de las mismas. Hablaban de
minas de los más exóticos y valiosos metales y piedras preciosas, de campos de
una asombrosa fertilidad donde se cultivaban las plantas alimenticias y decorativas
más variadas, de animales exóticos de formas nunca vistas y de brillantes
colores, de ganados con reses extrañas que producían carnes sabrosísimas, miles
de tipos de leche y lanas de todas las texturas y colores. Sus relatos causaban
la admiración de la corte y una profunda satisfacción en el rey. Pero lo que
más satisfacía al soberano era la fidelidad que le guardaban súbditos que nunca
le habían visto ni a él ni a ninguno de los reyes anteriores de su dinastía.
Las historias sobre la bondad del rey circulaban de boca en boca más rápidas
que los más veloces jinetes. La verdad es que, aunque todos los días salían de
cada rincón del reino hacia la capital caravanas con enormes riquezas, éstas se
producían con tal abundancia que todos podían vivir espléndidamente. El rey
correspondía a estos envíos mandando sellos de lacre con la insignia real que
eran atesorados por las gentes de todas las partes del reino como el más
preciado bien.
Pero un día, un mensajero que
venía del este, anunció al rey que había llegado a un límite infranqueable de
su reino. No eran enemigos, a los que se podría fácilmente derrotar, ni
montañas, que se podrían escalar, lo que ponía un límite al reino. Era una
inmensa extensión de agua con un fuerte sabor salado que llegaba más allá de
donde la vista alcanzaba. Sus súbditos de allí, le llamaban mar. Con unos
extraños artefactos, parecidos a enormes cáscaras de nuez en las que cabían
muchos hombres, podían adentrarse en el mar hasta donde alcanzaban a ver la
tierra firme, pero no más allá. Algunos barcos –así llamaban a las grandes
cáscaras de nuez– se había aventurado más lejos, pero el mar se embravecía de
una manera indomable fuera de esos confines, destrozando las embarcaciones y
reduciéndolas a astillas. Los pocos náufragos que habían podido regresar de
alguna de esas aventuras, hablaban con espanto de las inmensas montañas de
agua, coronadas de nieve, que se formaban en alta mar, de los iracundos vientos
que allí soplaban y de los terribles monstruos que poblaban esas aguas. Sin
embargo –siguió contando el explorador– las noticias eran buenas. Nunca en toda
su vida –decía el explorador con un extraño brillo en los ojos, que no era
codicia, sino que recordaba más bien a la emoción– había visto nada más
maravilloso que el sol saliendo de la inmensidad del mar. Jamás había oído
arrullo tan dulce como el de sus olas al romperse. No recordaba sensaciones tan
maravillosas como la de flotar desnudo en el mar mecido y acariciado por las
olas. Ni las más caudalosas cataratas podían compararse al grandioso
espectáculo de una tempestad del mar, cuando éstas se acercaban a tierra. Por
otro lado, el amor que profesaban al rey los habitantes de la costa era
superior, si cabe, al de cualquier otro de sus súbditos. Por si fuera poco,
habían inventado la pesca. Usando sus embarcaciones y unos curiosos utensilios
parecidos a enormes telas de araña de gruesa cuerda que llamaban redes,
extraían del mar unos extraños animales con variadísimas, delicadas y
exquisitas carnes que nada tenían que ver con las de los ganados terrestres.
Peces, los llamaban. La riqueza que producían estos peces era inmensa. Como
muestra de lo que decía, traía un cofre en el que había muchos de esos animales
conservados en un tipo de piedra preciosa nunca vista que llamaban hielo y que
era gélida como el más frío invierno e irisada como el más precioso diamante.
Abrió el cofre y, para su asombro, allí no había más que un agua maloliente en
la que flotaban los cadáveres podridos de los peces.
La cólera del rey no se hizo esperar.
No era el hecho de que las riquezas del mar hubiesen desaparecido o se hubiesen
podrido por el camino lo que más le enfurecía. Nunca había sido especialmente
avaricioso. Además, seguro que acabarían encontrando la forma de hacer llegar
esas riquezas en buen estado. Lo que le hacía encolerizarse hasta echar espuma
por la boca era el hecho de que hubiese un límite para su reino, aunque hubiese
en ese llamado mar más belleza y riqueza que en todo el resto de sus
posesiones. Preso de una ira desconocida en un monarca hasta entonces magnánimo
y ecuánime, mandó cortar la cabeza a toda la expedición por la osadía de
traerle tan terrible noticia. La conmoción fue terrible, pues nunca antes se
habían producido ejecuciones. No habían apenas terminado éstas, cuando llegaron
exploradores provenientes del oeste, del norte y del sur. Todos venían
maravillados, todos contaban historias similares y todos los peces que traían
estaban también podridos, flotando en un agua nauseabunda donde se suponía que
debían encontrarse las maravillosas joyas. El rey mandó cortar la cabeza a
todos menos a uno de los expedicionarios que venía del oeste, para que pudiera
servirle de guía, pues se proponía viajar a esos confines de la tierra para ver
con sus propios ojos lo que le contaban.
Tras meses de febriles
preparativos, el séquito del rey partió hacia el oeste, siguiendo siempre la
ruta del sol. En cada sitio por el que pasaban, sus habitantes se sentían
conmocionados por la visita del rey. Nunca un rey había salido de la capital y era
la primera vez que podían verle. Pretendían agasajarle con todo tipo de fiestas
y fastos, pero él, impaciente por llegar a su destino los despreciaba. Más de
uno, que le importunó excesivamente con su afán de agasajarle, acabo pagando su
insistencia con la cabeza. El viaje fue largo y dejó tras de sí una estela de
desconcierto y resentimiento por el comportamiento desconsiderado y cruel del
rey. Pero un día, al sobrepasar una suave loma, apareció el mar. Caía el
crepúsculo y el sol estaba a punto de hundirse en la inmensidad del horizonte.
Un olor difícil de describir que recordaba vaga y lejanamente al de la tierra
reseca, mojada tras unas gotas de lluvia, invitaba a llenar los pulmones con
ese aire. El mar refulgía con miles de tonalidades doradas que titilaban como
si tuviesen vida. Poco a poco, el sol se fue hundiendo en el mar. La luz se
hacía más y más tenue y los tonos dorados viraban lentamente hacia el color del
oro viejo. Cuando desapareció el sol, todavía había un resplandor naranja que
teñía las pequeñas nubes que surcaban el cielo cerca del horizonte de un color
rosa oscuro. El cielo se fue volviendo más y más violeta, mientras una suave
brisa acariciaba el rostro del rey, haciendo flotar su larga y sedosa
cabellera. Al fin, cayó la negra noche cuajada de estrellas. Algo más tarde,
apareció una luna plateada, redonda, inmensa, que rielaba temblorosa en el mar.
Dicen algunos de sus cortesanos que a lo largo de ese rato, asomaron lágrimas a
los ojos del rey. Un cierto aire mágico parecía haberse adueñado de él y una
expresión risueña suavizaba su severo rostro. Pero, de repente, la dureza
volvió a su semblante y, nuevamente, su ceño, torvamente fruncido, revelaba su
impaciencia y su furia contenida.
Acamparon casi en lo alto de la
loma, fuera de la vista del mar. Pero tras un par de horas de descanso, la
impaciencia del rey les hizo ponerse en camino y un reducido grupo descendió
hacia la costa en el más absoluto de los incógnitos. Llegaron al borde del mar
siendo todavía noche cerrada. El ruido del mar era, como lo habían descrito los
exploradores, un dulce y cadencioso arrullo que llenaba el silencio de un
amanecer que se anunciaba próximo. El susurro del mar flotaba sobre un
impresionante silencio. Parecía como si toda la creación se hubiese quedado
muda de asombro para escuchar el canto del mar. La tregua del silencio duró
poco. De una manera lenta pero constante, como en un crescendo, se fue
desarrollando una febril actividad que daba lugar a una sinfonía de los más
variados sonidos. Todo empezó con un unas voces sincopadas que se empezaron a
oír mar adentro, a lo lejos. “Booooo... GA” –decían– a la vez que se escuchaba
un chapoteo como de algo –muchos “algos”, sería mejor decir– que golpeaban el
agua. Un ejército de luciérnagas se iba acercando desde el horizonte. Al
principio las voces invisibles y los golpes venían de lejos, pero poco a poco
se fueron acercando y llenando el aire, hasta venir de todo el mar. Las
luciérnagas se transformaron en linternas de velas sujetas por largas pértigas
que salían de unos cascarones de madera. Al tiempo, empezó a hacerse la luz del
amanecer y la vista comenzó a vislumbrar una gran cantidad de barcos que se
acercaban a la orilla. De tierra empezaron a llegar una muchedumbre de mujeres
de cimbreantes cinturas con grandes cestos de mimbre en la cabeza, mientras
cantaban mil diferentes canciones, todas ellas acompasadas, aunque con
diferentes cadencias, al ritmo de los remos y de las voces de los navegantes.
Enormes aves blancas, como atraídas por algo que intuían iba a ocurrir, volaban
en círculos sobre las mujeres emitiendo graznidos que podían parecer extraños
pero que armonizaban con el conjunto. Sobre los cestos, a la luz del alba,
refulgían blancas e irisadas piedras preciosas que lanzaban destellos azulados.
El amanecer descubrió una playa que se extendía a derecha e izquierda hasta
donde la vista alcanzaba. En ella alternaban franjas de arena con rocas
rectangulares ligeramente cóncavas y llenas de agua. Varias mujeres se
acercaron a cada roca y volcaron en ellas los brillantes que llevaban sobre la
cabeza. El ruido de las piedras preciosas al caer sobre la roca era como el de
millones de copas de fino cristal, golpeados por innumerables cubiertos de
plata. El rey se acercó a coger una de esas piedras con sus manos y un frío
glacial le recorrió todo el cuerpo. Soltó la gema presa de la mayor admiración.
Cuando los barcos encallaron en la playa, justo en las franjas de arena entre
cada roca, los hombres se lanzaron a tierra y con el ritmo sincopado de sus voces
sincronizaban ahora los tirones de las cuerdas que utilizaban para tirar de las
embarcaciones. Los barcos fueron así arrastrados junto a las rocas. Al
deslizarse sobre la arena emitían un sonido áspero pero sutil, como si alguien
reclamase silencio con la boca. Entonces, otros hombres, desde las
embarcaciones, sacaron enormes telas de araña que abrieron para dejar caer de
ellas, sobre las joyas de las rocas, una inmensidad centelleante de pequeños
animales de plata que saltaban, dando coletazos y retorciéndose. Debían ser los
llamados peces y efectivamente, su brillo de mil colores no tenía paralelo
ninguno con nada que el rey pudiera haber visto antes. Miles de las aves
blancas que habían aparecido se cernían ávidamente sobre los peces con unos
graznidos ensordecedores, mientras un ejército de hombres y mujeres, agitaban
todo su cuerpo y blandían enormes estandartes de telas de colores para
espantarlos. El rey alargó la mano para coger alguno de los peces, pero tan
pronto como los agarraba, húmedos y deslizantes, se sacudían enérgicamente
hasta escurrirse de entre sus dedos como si tuviesen un encantamiento que los
hiciese inasibles. Miraban a través de unos ojos vítreos y frescos, en el que
el rey pudo ver reflejada su figura. En seguida, las mujeres empezaron a volver
a llenar los cestos, esta vez de una mezcla de peces y hielo, y los llevaron
sobre sus cabezas con un exquisito y cimbreante equilibrio, siempre acompañadas
por los espantapájaros, a unos edificios de la costa donde mucha gente llegaba
desde tierra adentro. Una algarabía de voces se alzaba de cada lonja en las que
los hombres se desgañitaban gritando los
precios que estaban dispuestos a pagar por la mercancía. En la arena, una mujer
joven y bella pinchó unos peces en unas estacas que puso inclinadas sobre unas
brasas. Un olor indescriptiblemente delicioso llenó el aire. Con unos pinceles,
untaba agua de mar en los peces que estaban sobre las brasas. El color del pez
fue virando del color de la plata a un rojo intenso y brillante. Cuando uno de
ellos acabó tomando un tono de oro oxidado, la mujer lo tomó por la cabeza y la
cola con dos dedos de cada mano y lo comió dejando únicamente un esqueleto fino
como una pluma. La joven, al ver la adusta cara de ese desconocido que parecía
no haber visto comer un pez en su vida, le tendió el siguiente con una sonrisa
tan encantadora que hizo que el rey no pudiese hacer otra cosa que cogerlo
devolviéndole la sonrisa. Después, le enseñó, cariñosa y solícita, a comer el
pescado. Nunca había sentido en su paladar un sabor tan delicioso, tan suave y
sabroso a la vez, tan evocador de mundos desconocidos y profundos como ése. No
supo si fue por la sonrisa, por el intenso color verde de sus grandes ojos, por
la ternura con que le enseñó a comer el pescado, por su sabor o por el conjunto
de todas esas sensaciones, pero el rey quedó desde ese momento profundamente
enamorado de la joven.
Pero un momento más tarde, el
rostro del monarca se volvió pétreo y la sonrisa se borró de sus labios. Hizo
una seña a uno de los hombres que le acompañaban. Éste sacó una trompeta de
debajo de su manto y, soplando en ella, produjo un sonido estruendoso, pero
profundo y aterciopelado, que obligó a hombres y mujeres a guardar un silencio
que podía palparse en el ambiente. Hasta los pájaros enmudecieron. Sólo el mar
parecía no prestarse al silencio. Una lejana trompeta respondió a la llamada de
la primera y enseguida, el ejército apareció sobre la loma que flanqueaba la
playa tierra adentro. El rey se despojó de la capa en la que se refugiaba su
incógnito, dejando al descubierto toda la brillantez de su manto lleno de
brocados de oro. Todo el mundo supo entonces que se trataba del soberano, y
cayó rostro a tierra. El monarca avanzó majestuoso hacia el mar con parte de su
séquito. Cuando llegaron a la orilla, siguieron andando decididamente, como si
el mar no supusiera para ellos ningún obstáculo para ellos. Pero a los pocos
metros hubieron de detenerse al llegarles el agua a la altura de la boca. Una
ola les cubrió entonces a todos y tuvieron que ser salvados de morir ahogados
por unos cuantos hombres que se lanzaron desnudos al mar. La gente estaba muda
de asombro y de estupor por lo que estaba pasando, sin apenas tiempo para darse
cuenta cabal de ello. Antes de que nadie pudiese reaccionar, el rey dio media
vuelta y con su herida dignidad y sus empapados ropajes, subió a donde se
encontraba su campamento, más allá de las lomas, donde no se veía el mar. Una
delegación de sus súbditos de la costa vino a explicarle que sólo estando
desnudo podía flotarse en el mar y aprender a nadar. Se ofrecieron a enseñarle
y a llevarle a navegar en los barcos hasta donde éstos podían llegar. Pero el
rey fue sordo a sus peticiones. Sólo el hecho de pensar en despojarse de sus
ricos ropajes para aprender a nadar, le hacía hervir de indignación. Pidió que
le trajesen a la mujer que le había enseñado a comer pescado. Cuando se la
trajeron, el soberano, se inclinó ante ella y la pidió en matrimonio. Ella
aceptó y se celebró una sencilla ceremonia en la que el monarca y su nueva
esposa no dejaron de mirarse a los ojos con una sonrisa en ellos y en los
labios. Pero el rey pidió a su nueva esposa que le dejase sólo ese día y esa
noche para meditar sobre la determinación a tomar. De nada sirvieron sus ruegos
para que le dejase acompañarle en sus cavilaciones, el monarca insistió en su
necesidad de absoluta soledad.
Durante todo ese día y esa noche
nadie le vio, pero sus más allegados aseguraban que del interior de su tienda
salían gritos de ira e indignación, alternando con sollozos y suspiros y, en
algún momento, un susurro que bien podría ser una plegaria. La reina no dejó en
todo ese tiempo de caminar alrededor de la tienda, acariciándola con la palma
de su mano abierta, como intentando suavizar los sufrimientos de su esposo y
atemperar su decisión. A la mañana siguiente apareció el rey, pálido y
demacrado. Llamó a los notarios reales y dijo: “He tomado una determinación.
Posiblemente la más importante de mi vida”. Hizo una larga pausa en la que se
podía cortar el aire. Miró a su esposa con una sonrisa indescriptiblemente
triste, como si adivinase su inútil desvelo y continuó. “El mar no existe
–dijo– que se haga un muro de cien metros de alto todo alrededor de mi reino
para reducir al mar a la nada”. La reina se desmayó con un gemido.
Dicho esto, dio la orden de partida hacia la capital del
reino. Su esposa del mar fue su reina y su inseparable compañera desde ese día,
pero nunca más la sonrisa volvió a asomarse a los labios ni a los ojos de la
pareja real. Ya en la capital, se despachaban todos los días mensajeros para
informar al rey de la marcha de las obras del muro. Junto con el avance de las
obras, llegaban noticias de que el hambre y la tristeza se adueñaban de todos
los habitantes de la costa. De nada sirvieron las súplicas de la doliente
reina. Aunque el rey la trataba con una triste y solícita ternura, permanecía
sordo a sus ruegos. En ningún momento pensó el rey en revocar su orden de
construcción del muro, sino que cada día le imponía un ritmo más y más febril,
hasta que pronto estuvo terminado. Pero desde los montes más altos del reino,
con unos artefactos que permitían ver en la distancia, aún se podía divisar el
mar. En vano le pedía su mujer que le permitiese ir a uno de esos montes a ver
su añorado océano. En su inútil deseo de agradarla y de evitar su creciente
melancolía rey construyó en sus jardines un gran estanque con nenúfares en los
que hacía navegar embarcaciones y donde nadaban ánades de vivos colores. Pero
no había peces y ni la vista podía recrearse en el horizonte, ni ningún ruido
parecido al oleaje se dejaba oír. Pronto se empezaron a organizar
peregrinaciones multitudinarias a las montañas desde las que se divisaba el mar
y que estaban vedadas a la infortunada reina. De nada servía que se penase con
la muerte ir a esos montes a ver el mar. A pesar de los miles de ejecuciones
sumarias que se producían a diario, las peregrinaciones aumentaban de día en
día. Entonces, un día, el rey proclamó un terrible edicto. “Como el mar se
resiste a cumplir mi orden de dejar de existir –proclamó–, para obligarle a
ello, se construirá una enorme cúpula que cubrirá todo el reino”.
Nadie se atrevió a intentar hacer reflexionar al rey sobre
la monstruosidad de su orden. Una tiranía sanguinaria y vesánica se había apoderado
de él hasta el punto de hacer ejecutar a todo el que le contradijese. Por eso,
muchos aplaudieron su decisión y todos los días, miles de heraldos recorrían
todo el país proclamando que el mar no existía. Unos meses más tarde, la reina
murió, tras una larga agonía de pena y añoranza. Pero la construcción de la
cúpula siguió avanzando día a día, sin pausa. La tecnología prosperó
enormemente gracias a tan ingente obra y muchos vivían de ella a costa del
dinero del rey, por lo que para mucha gente la cúpula parecía una bendición.
Pero lo cierto es que los ingresos del rey disminuían continuamente, porque la
tierra cada vez producía menos. El día que se puso la piedra de clave de la
cúpula, la noche, oscura y eterna, se cernió sobre todo el reino. Hasta
entonces se había mantenido ficticiamente un remedo de día mediante un complejo
sistema de espejos distribuido por todo el país. Pero ese día, todo vestigio de
luz acabó, como también se gastó, ese mismo día, la última moneda del tesoro
real y empezó una hambruna como nunca la había habido. La propia familia real
murió de hambre en la más absoluta pobreza. Sólo algunos míseros seres humanos
pudieron sobrevivir aquí y allá alimentándose de pequeñas briznas de hierba que
brotaban donde una grieta de la cúpula dejaba pasar un rayo de luz.
Pasaron largos siglos, y por la falta de cuidados de
mantenimiento, la cúpula se empezó a resquebrajar. La materia prima de que
estaban hechos los ladrillos de la construcción era material orgánico, por lo
que los restos de la cúpula servían de fertilizante del suelo al mismo tiempo
que la luz pasaba por agujeros cada vez más grandes. También el muro se empezó
a agrietar. En recónditos parajes se habían guardado intactos los saberes
necesarios para la pesca y el cultivo de la tierra. Otra vez empezó a crearse
riqueza, otra vez se fundó un reino con su capital en mitad de la isla y otra
vez se inició una dinastía de reyes bondadosos que creían sus dominios
ilimitados.
El viejo marino que contó esta historia dijo habérsela
oído a su padre que a su vez la oyó del suyo, que a su vez... Parece que el
origen de la historia se remontaba a un lejanísimo antepasado suyo que la leyó
en un viejo pergamino que encontró en una botella en medio del mar en una de
sus travesías. El pergamino había sido escrito por uno de los descendientes de
la casta que había mantenido vivos los secretos de la pesca y la agricultura.
En él se decía que habían escrito millones de pergaminos, lanzados al mar en
millones de botellas. El documento terminaba con una angustiosa pregunta. “¿Qué
pasará –se preguntaba el copista– el día que un rey de la nueva dinastía
descubra el mar?” Yo, por mi parte, me he limitado a contar esta historia sin
poner ni quitar nada de lo que mi memoria me dicta como verdadero.
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