3 de junio de 2012

Historias de otros mundos 9: La isla del valle profundo


El 11 de Marzo, inicié la publicación de una serie de 11 relatos que titulo genéricamente “Historias de otro mundos”. Este es el noveno. Son relatos con un cierto componente fantástico. Me han servido de modelo, en su barroquismo, los relatos y cuentos de Oscar Wilde.

La isla del valle profundo


Un extraño relato llegó hace años a mis oídos. Al parecer lo contó una mujer que decía venir de una isla, que no sabía situar en ninguno de los siete mares. Era una pequeña pero extraña isla. Tenía un único valle central rodeado de inmensos farallones de roca viva, casi lisos que se perdían entre las nubes que siempre cubrían el valle. Ningún río nacía dentro de ese circo de acantilados. Pero todos los días, puntualmente, cuando la luz tomaba un tinte violáceo, antes de que la noche lo convirtiera en negrura, una lluvia, mansa pero espesa caía sobre el valle. Miles de hilos de agua regaban los cultivos y todos sus habitantes tomaban en vasijas el agua necesaria para el día siguiente. No había ningún lugar donde el agua se remansase, ni jamás se había sentido la necesidad de almacenarla porque nunca, en todo el horizonte al que alcanzaba la memoria histórica de ese pueblo, había fallado la lluvia vivificadora. El agua de la lluvia, desaparecía por un inmenso agujero que había en el centro del valle. Cien personas cogidas de la mano y con los brazos extendidos no lograban abarcarlo. Cataratas de agua, que en su descenso por el valle habían tomado un intenso color bermellón, se precipitaban por él durante todo el día, con un estrépito ensordecedor un par de horas después de haber empezado a llover, hasta convertirse en mansos y casi silenciosos hilos de agua poco antes de que empezase la nueva lluvia. Cuando el rugido del agua que caía se acallaba, se oía, procedente de lo más hondo del agujero un lejano y profundo ruido, cadencioso, acompasado, tranquilizador, sedante. Era como una salmodia repetida una y otra vez, que aquietaba el espíritu inundándolo de una paz inefable. Al mismo tiempo, del agujero salía un viento que traía un olor extraño, indefinible, pero no por ello menos evocador. Evocaba espacios inmensos, lejanías inimaginables. En el valle había también unas extrañas cosas –las llamaban caracolas–, con una forma que recordaba a la concha de un caracol, pero sin bicho dentro y algo más puntiagudas. Si se pegaban al oído producían, tenuemente, un sonido como el que surgía del agujero.

Un día, uno de los más brillantes jóvenes del pueblo que habitaba el valle empezó a preguntarse qué habría más allá de las inmensas paredes de roca. Nadie, ni entre los más ancianos y sabios, fue capaz de darle una idea, ni siquiera vaga, de lo que había del otro lado. Lo que al principio era sólo una leve curiosidad, fue tomando cuerpo en la mente del joven hasta convertirse en un pensamiento obsesivo. Por fin, decidió escalar el risco, para ver que había más allá. Buscó compañeros para semejante aventura pero fue incapaz de convencer ni siquiera a uno de sus amigos. Parte de la tribu se opuso radicalmente a su loca aventura y hubo que reunir al Consejo de Ancianos para ver si se le autorizaba a abordarla. Poco faltó para que se produjese una de esas querellas que degeneraban en violencia. Al final, por un solo voto de diferencia, se le concedió la autorización y se evitó por poco un estallido de furia homicida. Por fin, una mañana, cuando el cielo tomó el color rosa pálido inmediatamente anterior a la formación de la claridad lechosa del día, el joven inició el ascenso. Sólo un reducido grupo de personas le acompañó hasta la base del acantilado. Se despidió de ellos y, sin volver la vista atrás ni una sola vez, inició el ascenso.

Sería largo relatar la dureza del mismo y los enormes peligros que tuvo que arrostrar en él. Muchas veces su pie resbaló y se encontró colgado sobre el abismo sujeto tan sólo por sus dedos a un pequeño saliente de la roca. Cuando caía la noche y llegaba la lluvia, la roca se convertía en un cristal resbaladizo en el que a duras penas podía uno sujetarse. Antes de entrar en el denso mar de nubes que siempre cubría el valle, echó una mirada, la primera y la última, hacia abajo. La vista del valle desde esa altura era un espectáculo grandioso. Se veía a los hombres moverse como un hormiguero. Parecía que el hormiguero tuviese una voluntad propia, cuando sólo era un conjunto de voluntades individuales. Mil distintos tonos de verde formaban como un tapiz de una belleza inexplicable. Viviendo en el valle uno era incapaz de ver esa belleza. Pero la magnífica visión no le hizo olvidar su objetivo. Con un suspiro se adentró entre las nubes. Un resplandor blanquecino que parecía venir de todas partes le cegaba durante el día, pero durante la noche se convertía en la más negra oscuridad que nunca hubiese sentido. Una oscuridad que le envolvía amenazadora. No había lluvia dentro de las nubes, pero las paredes estaban perpetuamente empapadas y, a veces, un viento huracanado le zarandeaba como si fuese una brizna de paja. Afortunadamente, el acantilado se hizo un poco menos vertical y aparecían recovecos en los que era posible incluso acurrucarse. Poco a poco, el acantilado se iba haciendo más y más horizontal, hasta que llegó a hacerse plano. ¡Había llegado a la cima y estaba despejada de nubes!

Al llegar a la cima, era noche cerrada, oscura como boca de lobo. No podía dormir de excitación esperando el rosado resplandor que anunciase el día gris. Sentado en el suelo, miraba a lo lejos en la negrura esperando ver los primeros signos de la aurora, mientras aspiraba una brisa salobre que no podía definir. El astro de fuego no se hizo anunciar. Apareció en el horizonte el primer rayo, rasgando la negrura como si fuese un tenue velo de seda. Tuvo que apartar los ojos de él, cegado. Cuando recuperó la vista, miró en otra dirección y lo que vio le dejó sin respiración. La vista se perdía en una distancia sin límites. Lejos, muy lejos, el cielo de arriba se fundía en una tenue línea con otro cielo que estaba abajo y que empezaba justo donde acababa la isla. Un anillo amarillo dorado separaba el cielo inferior de la verdura salvaje de la isla. En el cielo superior había algunos jirones blancos. Era como si el algodón de las nubes del valle se hubiese deshilachado y algunos jirones se hubiesen esparcido aquí y allá. El cielo de arriba era de un azul claro intenso y el de abajo tenía un tinte más verdoso. También en el cielo inferior había nubes blancas. Formaban como arcos de circunferencia que abrazaban la isla de una forma discontinua. Aparecían de repente, avanzaban hacia la isla hasta que morían suavemente en el anillo dorado. Hacia adentro, el valle parecía un enorme caldero con un blanco e hirviente caldo en su interior. La pendiente hacia el cielo inferior era suave y empezó a descender. Se adentró en una selva de árboles inmensos que explotaban en mil formas inimaginables, entrelazándose entre sí. La luz del sol pasaba entre ellas, filtrándose, descomponiéndose para formar una gama increíble de colores y reagrupándose luego en blancura luminosa, rielando, temblando, vibrando. Unos sonidos jamás oídos que provenían de pájaros, hojas y viento, se combinaban asombrosamente. La luz y el sonido creaban una atmósfera que lo inundaba todo y se adentraba en el alma de una forma inexplicable con palabras.

Cuando terminó de atravesar la selva y llegó a lo que de lejos parecía una cinta amarillo-dorada, quedó sorprendido. Era de una extraña materia en la que las pisadas quedaban impresas pero se iban borrando poco a poco. También eso pasaba en el valle con el barro, pero no era barro. Era como... no sabía definir como qué era, ¿tal vez como un oro color mate molido? Pero lo que le causó una impresión cercana al mareo fue la inmensidad del cielo azul verdoso que tenía delante, visto desde su misma altura. Lo que visto desde arriba parecían nubes, eran en realidad ondas en el cielo que venían de no se sabe dónde y, al acercarse a la cinta amarilla se coronaban de blanco, se derrumbaban sobre sí mismas haciendo un ruido cadencioso que recordaba al del agujero del valle o al de las caracolas. En seguida se dio cuenta que era exactamente al revés. El ruido del agujero o el de las caracolas era ese mismo ruido, pero oído de lejos y como difuminado. Después, las nubes, cada vez más pequeñas, venían a morir mansamente en la cinta de oro mate. Avanzó, andando sobre el oro molido notando cómo le hacía ásperas caricias en la planta de los pies. Cuando llegó al límite donde las nubes morían, se detuvo. Aquello parecía agua. Pero, ¿podía haber tanta agua en el mundo? Hasta mucho más allá de donde alcanzaba su vista, llegaba la inmensidad del agua que en el valle sólo corría en finos hilos hasta que caía por el agujero. ¿Sería el cielo de arriba también de agua? ¿Qué la sujetaba arriba? ¿Se comunicaría el agua del cielo de abajo con la del de arriba a través de la línea que se divisaba a lo lejos? ¿Sería la lluvia del valle, el agua del cielo de arriba que caía por agujeros hechos en lo que quiera que la mantuviese arriba? ¿Quién abría esos agujeros cada día? ¿Quién había hecho ambos cielos? Demasiadas preguntas sin respuesta. Se mareo, se tumbó y se quedó dormido.

No supo cuanto durmió, pero se despertó sobresaltado. El agua se había acercado a él y le lamía suavemente. Se puso de pie de un salto y retrocedió aterrorizado. Pero, al cabo de un rato desapareció el miedo, sustituido por la curiosidad. El lametón del agua había sido suave, como una caricia. Avanzó y metió los pies en el agua. Una sensación de frescor le subió desde los pies hasta la cabeza. Nunca había sentido nada tan delicioso. Cuando la primera nube moribunda llegó a sus pies, sintió la caricia más suave y tierna que nunca hubiese experimentado. Dio otro paso... y otro... y otro más. El agua le iba cubriendo cada vez más. Las nubes de agua blanca le golpeaban las piernas, el abdomen, el pecho. Era como un masaje maravilloso. Una sensación de éxtasis empezó a fluir a través de él. Siguió avanzando, más allá de donde se formaban los arcos de nubes y, de repente, una onda de agua le alzó y sus pies perdieron el contacto con el fondo. Nuevamente el pánico le dominó y nuevamente retrocedió aterrado hasta sentir la seguridad del oro bajo sus pies. El agua le llegaba hasta la parte alta del pecho cuando pasaban las ondas de agua y en ese punto se sintió seguro. Desde esa seguridad, cuando pasó la siguiente onda, levantó los pies. Ahora que no tenía miedo, notó una maravillosa sensación de ingravidez. ¡Estaba volando en el cielo de agua! Poco a poco aprendió a volar en el agua. La alegría le invadía por todos los poros. Pasó horas sin salir del agua, aprendiendo a volar en ella. No volaba, simplemente flotaba, abandonado todo esfuerzo. No tenía ni la más mínima sensación de frío ni de calor. El agua parecía estar hecha para que los hombres flotasen en ella. ¿O serían los hombres los que estaban hechos para flotar en el agua? No lo sabía, pero allí se estaba bien. Pasó todo el día y toda la noche flotando en el cielo de abajo. El misterio de la negrura del agua al caer la noche le pareció profundamente hermoso, más aún que su transparencia durante el día. Por fin, ya entrado el nuevo día, salió del cielo. Al cruzar otra vez la cinta de oro molido se detuvo para saborear un baño en los rayos del astro de fuego que presidía el cielo y se asombró al percatarse de una figura como la suya, recortada en negro sobre el oro mate y como pegada a sus pies. Cuando saltaba, la figura se alejaba de él, pero al caer de nuevo a tierra, volvía a estar bajo sus pies. No importaba cuan por sorpresa saltase, decidiendo en el último momento la dirección, la negra figura parecía adivinar sus intenciones. Llegó al borde de la cinta de oro y se adentró nuevamente en la selva. Había allí todo tipo de frutos comestibles, jugosos y dulces al paladar. Era especialmente maravilloso comer esos frutos después de un paseo por la selva disfrutando de su sinfonía de luces y ruidos.

Pasaron días y días, no supo cuántos, entre baños en el cielo de abajo, en los rayos del astro de fuego, sinfonías del bosque, y degustación de los innumerables tipos de frutos, pero un día empezó a pensar en su gente. Sus amigos, sus padres, aquella chica con la que había cruzado una mirada diferente de las demás. Y añoró a su pueblo. Tenía que volver para contarles lo que había descubierto. Con una mezcla de sentimientos, se arrancó a sí mismo de tanta maravilla y volvió a cruzar la selva, ascendiendo hasta el borde del caldero de nubes. Con un titánico esfuerzo de voluntad se adentro es ese mar lechoso, tan distinto del que había abandonado hacía unas horas. Las dificultades del descenso eran enormemente mayores que las de la ascensión pero, afortunadamente, había dejado picas y grandes escarpias clavadas en la pared que le hacían posible un descenso que de otra forma hubiera sido suicida. ¡Cómo le hubiese gustado flotar en ese mar de nubes como lo hacía en el de abajo! Muchas veces tuvo la tentación de volver, para quedarse en la cinta de oro molido, el cielo de agua y la selva. Pero si el recuerdo de lo que dejaba atrás le tentaba a volver, tenía un hambre insaciable de contar a su pueblo su descubrimiento.

Cuando salió del mar de nubes por debajo y volvió a contemplar el panorama de campos verdes cuidadosamente trabajados de su mundo, le invadió una sensación de alegría. Volvía a casa. Llegó a su aldea. Le recibieron con extrañeza. Con una sorpresa entreverada de incredulidad, pero sin demasiada alegría, como si hubiesen perdido ya la esperanza de volver a verle y hubiesen empezado a olvidarse de él. Debía haber pasado mucho más tiempo del que creía. Se dio cuenta de que sus congéneres tenían la piel más clara que la suya. Su piel había virado del color de un claro café con leche al del chocolate. Cuando empezó a contar su experiencia, se encontró con miradas de conmiseración y extrañeza, como si estuviesen oyendo a alguien que había perdido el sentido de la realidad. Con una paciencia infinita, el Consejo de Ancianos le explicó que no podía ser verdad lo que contaba. No había más que dos elementos abundantes, la tierra y el aire. Y en ninguno de ellos se podía flotar, como la experiencia se encargaba de demostrar. El agua y el fuego del astro no podían existir, en las cantidades que él contaba, como para poder bañarse en ellos. Lo de la negra figura era una sencilla estupidez, le retaban a que la hiciese aparecer y no pudo hacerlo. Le dieron un tiempo para pensar cómo demostrarles que era cierto lo que decía, sin lo cual le tomarían por loco o idiota. Transcurrido el tiempo él sólo pudo balbucear, ¡Os aseguro que he flotado abandonado en el agua y que me han acariciado los rayos del astro de fuego, que he jugado con mi figura negra y que he oído y visto el conjunto de luces y sonidos más maravilloso del mundo! ¡Además, se de dónde procede el sonido del agujero y el de las caracolas! ¡Yo he flotado, yo he flotado! Repetía, mirando a los ojos a uno y otro, secuencialmente, intentando transmitir su certidumbre al Consejo. Le declararon únicamente idiota, lo que le libró de ser internado.

Pero de tanto repetir su historia aquí y allá, acabó convenciendo a un grupo de jóvenes de que se fuesen con él y experimentasen ellos mismos la veracidad de lo que les contaba. Una noche, iniciaron la escalada por las mismas clavijas que había colocado en su primera ascensión. Cuando regresaron, todos contaban maravillados las mismas historias, con el mismo o mayor entusiasmo que el primer aventurero. También fueron declarados idiotas. Pero la idiocia oficial parecía haberse convertido en una enfermedad contagiosa, porque cada vez más hombres y mujeres, jóvenes, niños y viejos emprendían la aventura del viaje, por caminos ya trillados, para experimentar de primera mano lo que contaban los idiotas que regresaban.

Los hombres aprendieron a construir enormes y profundas balsas donde almacenar el agua de la lluvia para poder flotar en ella cuando les ahogaba la añoranza del cielo de abajo. No era lo mismo que flotar en ese cielo. Uno se hundía más en el agua de las balsas y, además, ésta no tenía el sabor ni exhalaba el olor salobre del agua del cielo de abajo. Pero era, de todas maneras, muy reconfortante. También hicieron inmensas explanadas en las que hacían arder enormes piras que remedaban los rayos del astro de fuego y, en la noche, hacían aparecer temblorosas figuras negras con las que jugar. Por su parte, las mujeres  aprendieron a fabricar extraños artefactos con conchas, huesos de animales y cañas, que situados en el extremo de una cuerda y haciéndolos girar manejándola desde el otro extremo, producía un conjunto de sonidos parecidos a los de la selva. Al principio sólo obtuvieron una burda imitación. Pero poco a poco fueron aprendiendo a encontrar sonidos diferentes y a modular su tono y volumen por la forma de manejar la cuerda. Cuando varias de ellas se ponían de acuerdo con distintos instrumentos, encontraban la manera de hacer un único sonido compuesto de muchos diferentes. El resultado era distinto del de la selva, más complejo, más polifónico, más variado en ritmos y timbres. A diferencia de las balsas de agua y las hogueras, que eran pobres remedos del cielo de abajo y del astro de fuego, el sonido que estos instrumentos producían superaba enormemente el efecto de los ruidos de la selva, si bien no era posible conseguir el juego de luces que allí se producía. Tampoco fue nadie capaz de hacer ni siquiera una pobre imitación del oro molido de la cinta. El sonido producido por las mujeres tenía efectos verdaderamente inexplicables. Muchos hombres y mujeres lloraban al oírlo y decían que era de plenitud. Otros parecían entrar en un éxtasis profundo, otros acompañaban al sonido con sus voces, entrelazándolas con él y entre sí de miles de formas asombrosas y evocadoras, mientras otros movían sus cuerpos acompasadamente de una forma extraña, a veces ingrávida, sutil y vaporosa, a veces dando enormes saltos. Cuando en el valle surgía una disputa que no podía ser resuelta de ninguna manera, bastaba una sesión de este sonido para que la armonía volviese a reinar. Todos parecían entender mejor las posturas de los otros y conceder menos importancia a lo que antes les parecían cuestiones irreductibles y, al final, siempre se llegaba a un punto de encuentro que dejaba a todos más felices de lo que hubieran sido si hubiesen logrado sus objetivos. Generalmente entonces se celebraban banquetes de amistad y camaradería precedidos de baños en las balsas y de juegos con las negras figuras temblorosas.

Llegó un momento en el que únicamente el Consejo de Ancianos se había resistido a emprender el viaje. Pero como la vida humana tiene un término, los ancianos del Consejo fueron muriendo de uno en uno. Para pertenecer al Consejo era imprescindible no haber hecho el viaje, por lo que las plazas vacantes quedaban sin cubrir. Cuando murió el último de los ancianos, el pueblo entero, con enorme veneración y respeto, tomó los cuerpos embalsamados de todos ellos y los llevaron al cielo de abajo. Cuando llegaron allí, construyeron una balsa de troncos, depositaron en ella las momias de los ancianos y se las ofrecieron al cielo. Una corriente hizo que se alejasen de la isla hasta perderse de vista. Desde entonces, todos los muertos eran entregados en ofrenda al cielo de abajo, con la esperanza de que, a través de la lejana línea en que se unían los dos cielos, llegasen al de arriba y, desde allí, cuidasen al pueblo de la isla. La mujer que contó esta historia aseguraba que ella era de esa isla. Un día cayó a tierra como muerta. La dieron, efectivamente, por muerta y la pusieron en la balsa del viaje a la inmensidad. Cuando despertó estaba en medio del cielo de abajo, sin nada, absolutamente nada a su alrededor y el cielo de arriba por dosel. Un extraño pez de madera lleno de hombres, la recogió y la llevó a una tierra extraña y desconocida. Ella contaba y contaba a todo el mundo su historia, pero siempre la tomaban por trastornada y nunca nadie se dignó a salir en busca de la isla del valle profundo. Se dice que la mujer murió hace muchos siglos, pero la historia no ha parado de repetirse durante todo ese tiempo. Quizá sea sólo por su extrañeza. Que sea o no verdad es algo que yo no puedo atestiguar. A mí me la contó un viejo marino en el puerto de Oslo.

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