El 11 de Marzo, inicié la publicación de una serie de 11
relatos que titulo genéricamente “Historias de otro mundos”. Este es el noveno.
Son relatos con un cierto componente fantástico. Me han servido de modelo, en
su barroquismo, los relatos y cuentos de Oscar Wilde.
La isla del valle profundo
Un extraño relato llegó hace años
a mis oídos. Al parecer lo contó una mujer que decía venir de una isla, que no
sabía situar en ninguno de los siete mares. Era una pequeña pero extraña isla.
Tenía un único valle central rodeado de inmensos farallones de roca viva, casi
lisos que se perdían entre las nubes que siempre cubrían el valle. Ningún río
nacía dentro de ese circo de acantilados. Pero todos los días, puntualmente,
cuando la luz tomaba un tinte violáceo, antes de que la noche lo convirtiera en
negrura, una lluvia, mansa pero espesa caía sobre el valle. Miles de hilos de
agua regaban los cultivos y todos sus habitantes tomaban en vasijas el agua
necesaria para el día siguiente. No había ningún lugar donde el agua se
remansase, ni jamás se había sentido la necesidad de almacenarla porque nunca,
en todo el horizonte al que alcanzaba la memoria histórica de ese pueblo, había
fallado la lluvia vivificadora. El agua de la lluvia, desaparecía por un
inmenso agujero que había en el centro del valle. Cien personas cogidas de la
mano y con los brazos extendidos no lograban abarcarlo. Cataratas de agua, que
en su descenso por el valle habían tomado un intenso color bermellón, se
precipitaban por él durante todo el día, con un estrépito ensordecedor un par
de horas después de haber empezado a llover, hasta convertirse en mansos y casi
silenciosos hilos de agua poco antes de que empezase la nueva lluvia. Cuando el
rugido del agua que caía se acallaba, se oía, procedente de lo más hondo del
agujero un lejano y profundo ruido, cadencioso, acompasado, tranquilizador,
sedante. Era como una salmodia repetida una y otra vez, que aquietaba el
espíritu inundándolo de una paz inefable. Al mismo tiempo, del agujero salía un
viento que traía un olor extraño, indefinible, pero no por ello menos evocador.
Evocaba espacios inmensos, lejanías inimaginables. En el valle había también
unas extrañas cosas –las llamaban caracolas–, con una forma que recordaba a la
concha de un caracol, pero sin bicho dentro y algo más puntiagudas. Si se
pegaban al oído producían, tenuemente, un sonido como el que surgía del
agujero.
Un día, uno de los más brillantes
jóvenes del pueblo que habitaba el valle empezó a preguntarse qué habría más
allá de las inmensas paredes de roca. Nadie, ni entre los más ancianos y
sabios, fue capaz de darle una idea, ni siquiera vaga, de lo que había del otro
lado. Lo que al principio era sólo una leve curiosidad, fue tomando cuerpo en
la mente del joven hasta convertirse en un pensamiento obsesivo. Por fin,
decidió escalar el risco, para ver que había más allá. Buscó compañeros para
semejante aventura pero fue incapaz de convencer ni siquiera a uno de sus
amigos. Parte de la tribu se opuso radicalmente a su loca aventura y hubo que
reunir al Consejo de Ancianos para ver si se le autorizaba a abordarla. Poco
faltó para que se produjese una de esas querellas que degeneraban en violencia.
Al final, por un solo voto de diferencia, se le concedió la autorización y se
evitó por poco un estallido de furia homicida. Por fin, una mañana, cuando el
cielo tomó el color rosa pálido inmediatamente anterior a la formación de la
claridad lechosa del día, el joven inició el ascenso. Sólo un reducido grupo de
personas le acompañó hasta la base del acantilado. Se despidió de ellos y, sin
volver la vista atrás ni una sola vez, inició el ascenso.
Sería largo relatar la dureza del
mismo y los enormes peligros que tuvo que arrostrar en él. Muchas veces su pie
resbaló y se encontró colgado sobre el abismo sujeto tan sólo por sus dedos a
un pequeño saliente de la roca. Cuando caía la noche y llegaba la lluvia, la
roca se convertía en un cristal resbaladizo en el que a duras penas podía uno
sujetarse. Antes de entrar en el denso mar de nubes que siempre cubría el
valle, echó una mirada, la primera y la última, hacia abajo. La vista del valle
desde esa altura era un espectáculo grandioso. Se veía a los hombres moverse
como un hormiguero. Parecía que el hormiguero tuviese una voluntad propia,
cuando sólo era un conjunto de voluntades individuales. Mil distintos tonos de
verde formaban como un tapiz de una belleza inexplicable. Viviendo en el valle
uno era incapaz de ver esa belleza. Pero la magnífica visión no le hizo olvidar
su objetivo. Con un suspiro se adentró entre las nubes. Un resplandor
blanquecino que parecía venir de todas partes le cegaba durante el día, pero
durante la noche se convertía en la más negra oscuridad que nunca hubiese
sentido. Una oscuridad que le envolvía amenazadora. No había lluvia dentro de
las nubes, pero las paredes estaban perpetuamente empapadas y, a veces, un
viento huracanado le zarandeaba como si fuese una brizna de paja.
Afortunadamente, el acantilado se hizo un poco menos vertical y aparecían
recovecos en los que era posible incluso acurrucarse. Poco a poco, el
acantilado se iba haciendo más y más horizontal, hasta que llegó a hacerse
plano. ¡Había llegado a la cima y estaba despejada de nubes!
Al llegar a la cima, era noche
cerrada, oscura como boca de lobo. No podía dormir de excitación esperando el
rosado resplandor que anunciase el día gris. Sentado en el suelo, miraba a lo
lejos en la negrura esperando ver los primeros signos de la aurora, mientras
aspiraba una brisa salobre que no podía definir. El astro de fuego no se hizo
anunciar. Apareció en el horizonte el primer rayo, rasgando la negrura como si
fuese un tenue velo de seda. Tuvo que apartar los ojos de él, cegado. Cuando
recuperó la vista, miró en otra dirección y lo que vio le dejó sin respiración.
La vista se perdía en una distancia sin límites. Lejos, muy lejos, el cielo de
arriba se fundía en una tenue línea con otro cielo que estaba abajo y que
empezaba justo donde acababa la isla. Un anillo amarillo dorado separaba el
cielo inferior de la verdura salvaje de la isla. En el cielo superior había
algunos jirones blancos. Era como si el algodón de las nubes del valle se
hubiese deshilachado y algunos jirones se hubiesen esparcido aquí y allá. El
cielo de arriba era de un azul claro intenso y el de abajo tenía un tinte más
verdoso. También en el cielo inferior había nubes blancas. Formaban como arcos
de circunferencia que abrazaban la isla de una forma discontinua. Aparecían de
repente, avanzaban hacia la isla hasta que morían suavemente en el anillo
dorado. Hacia adentro, el valle parecía un enorme caldero con un blanco e
hirviente caldo en su interior. La pendiente hacia el cielo inferior era suave
y empezó a descender. Se adentró en una selva de árboles inmensos que
explotaban en mil formas inimaginables, entrelazándose entre sí. La luz del sol
pasaba entre ellas, filtrándose, descomponiéndose para formar una gama
increíble de colores y reagrupándose luego en blancura luminosa, rielando,
temblando, vibrando. Unos sonidos jamás oídos que provenían de pájaros, hojas y
viento, se combinaban asombrosamente. La luz y el sonido creaban una atmósfera
que lo inundaba todo y se adentraba en el alma de una forma inexplicable con
palabras.
Cuando terminó de atravesar la
selva y llegó a lo que de lejos parecía una cinta amarillo-dorada, quedó
sorprendido. Era de una extraña materia en la que las pisadas quedaban impresas
pero se iban borrando poco a poco. También eso pasaba en el valle con el barro,
pero no era barro. Era como... no sabía definir como qué era, ¿tal vez como un
oro color mate molido? Pero lo que le causó una impresión cercana al mareo fue
la inmensidad del cielo azul verdoso que tenía delante, visto desde su misma
altura. Lo que visto desde arriba parecían nubes, eran en realidad ondas en el
cielo que venían de no se sabe dónde y, al acercarse a la cinta amarilla se
coronaban de blanco, se derrumbaban sobre sí mismas haciendo un ruido
cadencioso que recordaba al del agujero del valle o al de las caracolas. En
seguida se dio cuenta que era exactamente al revés. El ruido del agujero o el
de las caracolas era ese mismo ruido, pero oído de lejos y como difuminado.
Después, las nubes, cada vez más pequeñas, venían a morir mansamente en la
cinta de oro mate. Avanzó, andando sobre el oro molido notando cómo le hacía
ásperas caricias en la planta de los pies. Cuando llegó al límite donde las
nubes morían, se detuvo. Aquello parecía agua. Pero, ¿podía haber tanta agua en
el mundo? Hasta mucho más allá de donde alcanzaba su vista, llegaba la
inmensidad del agua que en el valle sólo corría en finos hilos hasta que caía
por el agujero. ¿Sería el cielo de arriba también de agua? ¿Qué la sujetaba
arriba? ¿Se comunicaría el agua del cielo de abajo con la del de arriba a
través de la línea que se divisaba a lo lejos? ¿Sería la lluvia del valle, el
agua del cielo de arriba que caía por agujeros hechos en lo que quiera que la
mantuviese arriba? ¿Quién abría esos agujeros cada día? ¿Quién había hecho
ambos cielos? Demasiadas preguntas sin respuesta. Se mareo, se tumbó y se quedó
dormido.
No supo cuanto durmió, pero se
despertó sobresaltado. El agua se había acercado a él y le lamía suavemente. Se
puso de pie de un salto y retrocedió aterrorizado. Pero, al cabo de un rato
desapareció el miedo, sustituido por la curiosidad. El lametón del agua había
sido suave, como una caricia. Avanzó y metió los pies en el agua. Una sensación
de frescor le subió desde los pies hasta la cabeza. Nunca había sentido nada
tan delicioso. Cuando la primera nube moribunda llegó a sus pies, sintió la
caricia más suave y tierna que nunca hubiese experimentado. Dio otro paso... y
otro... y otro más. El agua le iba cubriendo cada vez más. Las nubes de agua
blanca le golpeaban las piernas, el abdomen, el pecho. Era como un masaje
maravilloso. Una sensación de éxtasis empezó a fluir a través de él. Siguió
avanzando, más allá de donde se formaban los arcos de nubes y, de repente, una
onda de agua le alzó y sus pies perdieron el contacto con el fondo. Nuevamente
el pánico le dominó y nuevamente retrocedió aterrado hasta sentir la seguridad
del oro bajo sus pies. El agua le llegaba hasta la parte alta del pecho cuando
pasaban las ondas de agua y en ese punto se sintió seguro. Desde esa seguridad,
cuando pasó la siguiente onda, levantó los pies. Ahora que no tenía miedo, notó
una maravillosa sensación de ingravidez. ¡Estaba volando en el cielo de agua!
Poco a poco aprendió a volar en el agua. La alegría le invadía por todos los
poros. Pasó horas sin salir del agua, aprendiendo a volar en ella. No volaba,
simplemente flotaba, abandonado todo esfuerzo. No tenía ni la más mínima
sensación de frío ni de calor. El agua parecía estar hecha para que los hombres
flotasen en ella. ¿O serían los hombres los que estaban hechos para flotar en
el agua? No lo sabía, pero allí se estaba bien. Pasó todo el día y toda la
noche flotando en el cielo de abajo. El misterio de la negrura del agua al caer
la noche le pareció profundamente hermoso, más aún que su transparencia durante
el día. Por fin, ya entrado el nuevo día, salió del cielo. Al cruzar otra vez
la cinta de oro molido se detuvo para saborear un baño en los rayos del astro
de fuego que presidía el cielo y se asombró al percatarse de una figura como la
suya, recortada en negro sobre el oro mate y como pegada a sus pies. Cuando
saltaba, la figura se alejaba de él, pero al caer de nuevo a tierra, volvía a
estar bajo sus pies. No importaba cuan por sorpresa saltase, decidiendo en el
último momento la dirección, la negra figura parecía adivinar sus intenciones.
Llegó al borde de la cinta de oro y se adentró nuevamente en la selva. Había
allí todo tipo de frutos comestibles, jugosos y dulces al paladar. Era
especialmente maravilloso comer esos frutos después de un paseo por la selva
disfrutando de su sinfonía de luces y ruidos.
Pasaron días y días, no supo
cuántos, entre baños en el cielo de abajo, en los rayos del astro de fuego,
sinfonías del bosque, y degustación de los innumerables tipos de frutos, pero
un día empezó a pensar en su gente. Sus amigos, sus padres, aquella chica con
la que había cruzado una mirada diferente de las demás. Y añoró a su pueblo.
Tenía que volver para contarles lo que había descubierto. Con una mezcla de
sentimientos, se arrancó a sí mismo de tanta maravilla y volvió a cruzar la
selva, ascendiendo hasta el borde del caldero de nubes. Con un titánico
esfuerzo de voluntad se adentro es ese mar lechoso, tan distinto del que había
abandonado hacía unas horas. Las dificultades del descenso eran enormemente
mayores que las de la ascensión pero, afortunadamente, había dejado picas y
grandes escarpias clavadas en la pared que le hacían posible un descenso que de
otra forma hubiera sido suicida. ¡Cómo le hubiese gustado flotar en ese mar de
nubes como lo hacía en el de abajo! Muchas veces tuvo la tentación de volver,
para quedarse en la cinta de oro molido, el cielo de agua y la selva. Pero si
el recuerdo de lo que dejaba atrás le tentaba a volver, tenía un hambre
insaciable de contar a su pueblo su descubrimiento.
Cuando salió del mar de nubes por
debajo y volvió a contemplar el panorama de campos verdes cuidadosamente
trabajados de su mundo, le invadió una sensación de alegría. Volvía a casa.
Llegó a su aldea. Le recibieron con extrañeza. Con una sorpresa entreverada de
incredulidad, pero sin demasiada alegría, como si hubiesen perdido ya la
esperanza de volver a verle y hubiesen empezado a olvidarse de él. Debía haber
pasado mucho más tiempo del que creía. Se dio cuenta de que sus congéneres
tenían la piel más clara que la suya. Su piel había virado del color de un
claro café con leche al del chocolate. Cuando empezó a contar su experiencia,
se encontró con miradas de conmiseración y extrañeza, como si estuviesen oyendo
a alguien que había perdido el sentido de la realidad. Con una paciencia
infinita, el Consejo de Ancianos le explicó que no podía ser verdad lo que
contaba. No había más que dos elementos abundantes, la tierra y el aire. Y en
ninguno de ellos se podía flotar, como la experiencia se encargaba de demostrar.
El agua y el fuego del astro no podían existir, en las cantidades que él
contaba, como para poder bañarse en ellos. Lo de la negra figura era una
sencilla estupidez, le retaban a que la hiciese aparecer y no pudo hacerlo. Le
dieron un tiempo para pensar cómo demostrarles que era cierto lo que decía, sin
lo cual le tomarían por loco o idiota. Transcurrido el tiempo él sólo pudo
balbucear, ¡Os aseguro que he flotado abandonado en el agua y que me han
acariciado los rayos del astro de fuego, que he jugado con mi figura negra y
que he oído y visto el conjunto de luces y sonidos más maravilloso del mundo!
¡Además, se de dónde procede el sonido del agujero y el de las caracolas! ¡Yo
he flotado, yo he flotado! Repetía, mirando a los ojos a uno y otro,
secuencialmente, intentando transmitir su certidumbre al Consejo. Le declararon
únicamente idiota, lo que le libró de ser internado.
Pero de tanto repetir su historia
aquí y allá, acabó convenciendo a un grupo de jóvenes de que se fuesen con él y
experimentasen ellos mismos la veracidad de lo que les contaba. Una noche,
iniciaron la escalada por las mismas clavijas que había colocado en su primera
ascensión. Cuando regresaron, todos contaban maravillados las mismas historias,
con el mismo o mayor entusiasmo que el primer aventurero. También fueron
declarados idiotas. Pero la idiocia oficial parecía haberse convertido en una
enfermedad contagiosa, porque cada vez más hombres y mujeres, jóvenes, niños y
viejos emprendían la aventura del viaje, por caminos ya trillados, para
experimentar de primera mano lo que contaban los idiotas que regresaban.
Los hombres aprendieron a
construir enormes y profundas balsas donde almacenar el agua de la lluvia para
poder flotar en ella cuando les ahogaba la añoranza del cielo de abajo. No era
lo mismo que flotar en ese cielo. Uno se hundía más en el agua de las balsas y,
además, ésta no tenía el sabor ni exhalaba el olor salobre del agua del cielo
de abajo. Pero era, de todas maneras, muy reconfortante. También hicieron
inmensas explanadas en las que hacían arder enormes piras que remedaban los rayos
del astro de fuego y, en la noche, hacían aparecer temblorosas figuras negras
con las que jugar. Por su parte, las mujeres
aprendieron a fabricar extraños artefactos con conchas, huesos de
animales y cañas, que situados en el extremo de una cuerda y haciéndolos girar
manejándola desde el otro extremo, producía un conjunto de sonidos parecidos a
los de la selva. Al principio sólo obtuvieron una burda imitación. Pero poco a
poco fueron aprendiendo a encontrar sonidos diferentes y a modular su tono y
volumen por la forma de manejar la cuerda. Cuando varias de ellas se ponían de
acuerdo con distintos instrumentos, encontraban la manera de hacer un único
sonido compuesto de muchos diferentes. El resultado era distinto del de la
selva, más complejo, más polifónico, más variado en ritmos y timbres. A
diferencia de las balsas de agua y las hogueras, que eran pobres remedos del
cielo de abajo y del astro de fuego, el sonido que estos instrumentos producían
superaba enormemente el efecto de los ruidos de la selva, si bien no era
posible conseguir el juego de luces que allí se producía. Tampoco fue nadie
capaz de hacer ni siquiera una pobre imitación del oro molido de la cinta. El
sonido producido por las mujeres tenía efectos verdaderamente inexplicables.
Muchos hombres y mujeres lloraban al oírlo y decían que era de plenitud. Otros
parecían entrar en un éxtasis profundo, otros acompañaban al sonido con sus
voces, entrelazándolas con él y entre sí de miles de formas asombrosas y
evocadoras, mientras otros movían sus cuerpos acompasadamente de una forma
extraña, a veces ingrávida, sutil y vaporosa, a veces dando enormes saltos.
Cuando en el valle surgía una disputa que no podía ser resuelta de ninguna
manera, bastaba una sesión de este sonido para que la armonía volviese a
reinar. Todos parecían entender mejor las posturas de los otros y conceder
menos importancia a lo que antes les parecían cuestiones irreductibles y, al
final, siempre se llegaba a un punto de encuentro que dejaba a todos más
felices de lo que hubieran sido si hubiesen logrado sus objetivos. Generalmente
entonces se celebraban banquetes de amistad y camaradería precedidos de baños
en las balsas y de juegos con las negras figuras temblorosas.
Llegó un momento en el que
únicamente el Consejo de Ancianos se había resistido a emprender el viaje. Pero
como la vida humana tiene un término, los ancianos del Consejo fueron muriendo
de uno en uno. Para pertenecer al Consejo era imprescindible no haber hecho el
viaje, por lo que las plazas vacantes quedaban sin cubrir. Cuando murió el
último de los ancianos, el pueblo entero, con enorme veneración y respeto, tomó
los cuerpos embalsamados de todos ellos y los llevaron al cielo de abajo.
Cuando llegaron allí, construyeron una balsa de troncos, depositaron en ella las
momias de los ancianos y se las ofrecieron al cielo. Una corriente hizo que se
alejasen de la isla hasta perderse de vista. Desde entonces, todos los muertos
eran entregados en ofrenda al cielo de abajo, con la esperanza de que, a través
de la lejana línea en que se unían los dos cielos, llegasen al de arriba y,
desde allí, cuidasen al pueblo de la isla. La mujer que contó esta historia
aseguraba que ella era de esa isla. Un día cayó a tierra como muerta. La
dieron, efectivamente, por muerta y la pusieron en la balsa del viaje a la
inmensidad. Cuando despertó estaba en medio del cielo de abajo, sin nada,
absolutamente nada a su alrededor y el cielo de arriba por dosel. Un extraño
pez de madera lleno de hombres, la recogió y la llevó a una tierra extraña y desconocida.
Ella contaba y contaba a todo el mundo su historia, pero siempre la tomaban por
trastornada y nunca nadie se dignó a salir en busca de la isla del valle
profundo. Se dice que la mujer murió hace muchos siglos, pero la historia no ha
parado de repetirse durante todo ese tiempo. Quizá sea sólo por su extrañeza.
Que sea o no verdad es algo que yo no puedo atestiguar. A mí me la contó un
viejo marino en el puerto de Oslo.
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