Por no mantener durante más tiempo del estrictamente necesario la intriga sobre la pregunta que da nombre a este artículo, diré que lo de llamar al bosón de Higgs la partícula de Dios no pasa de ser la típica frase sensacionalista. Esta se le ocurrió al editor del libro del premio Nobel Leon Lederman como título del mismo y, el científico, que además de premio Nobel, debe tener ideas claras de marketing, accedió. Pero esta partícula nada tiene que ver con Dios. El que crea en Dios podrá seguir haciéndolo con independencia de que exista o no el bosón de Higgs, y lo mismo le ocurrirá al que no crea. Pero dicho esto, tal vez sea interesante dar una idea lo más inteligible posible de qué es esta partícula y por qué su descubrimiento es tan importante para la ciencia.
Desde que el hombre es hombre, no ha parado de preguntarse qué son las cosas. Lo ha hecho con las estrellas, con la luna, con los eclipses o con las mareas, etc., etc., etc. Y por supuesto, se ha preguntado de qué están hechas las cosas. Los griegos quisieron reducir toda la inmensa variedad de sustancias que forman el mundo a cuatro. Aire, tierra, agua y fuego que, combinadas de distintas maneras, daban lugar a todas las sustancias conocidas. Pero tras esa primera aproximación sistematizadora las respuestas no han parado de sofisticarse, a medida que los aparatos de medida y la acumulación de saber lo hacían posible. En estos momentos, el estado de la cuestión acerca de cuales son los componentes básicos de la materia se resumen en lo que ha dado en llamarse el modelo estándar de partículas. Sería largo enumerar aquí cuales son estas partículas. Baste con decir que son seis tipos de cuarks, tres tipos de leptones y otros tres tipos de neutrinos. Es decir, doce en total. Lástima. De los cuatro componentes de los griegos hemos pasado a doce. Y cuanto más sencilla es una teoría, parece más elegante. Así pues, la teoría de los griegos era más elegante, pero tenía un problema. No era cierta. Así que debemos conformarnos con doce partículas. Pero, desgraciadamente para la supuesta elegancia, eso no es todo. Cada una de estas partículas tiene asociada una antipartícula, lo que eleva el número a veinticuatro, si bien doce de ellas son clónicas, por decirlo de alguna manera, de las doce originales. A estas partículas que componen la materia se les llama fermiones en honor al físico Enrico Fermi. Todas estas partículas han sido ya descubiertas empíricamente.
Pero, ¡ay!, tampoco con esto basta. Todas las cosas materiales están trabadas entre sí por cuatro tipos de fuerzas. A saber. La gravitatoria, la electromagnética, la fuerza nuclear fuerte y la fuerza nuclear débil. Con el advenimiento de la física cuántica se supo que esas cuatro fuerzas afectaban a la materia a través del intercambio de un tipo de partículas diferentes de los fermiones que reciben el nombre de bosones. Así, por ejemplo, el fotón es el bosón que transmite la fuerza electromagnética. El gravitón, postulado pero no descubierto, sería el bosón que transmitiría la fuerza de la gravedad. Estos dos bosones no tienen masa. Pero para explicar cómo se transmiten las otras dos fuerzas, las nucleares fuerte y débil, hacen falta nada menos que otros once bosones, tres de los cuales tienen masa y ocho no la tienen. Es decir, trece en total. Es un alivio para la elegancia del modelo estándar que estos once bosones no tengan antibosones. Pero, con todo, son 25, si no tenemos en cuenta las antipartículas o 37 si las tenemos en cuenta.
La gracia del modelo estándar es que explica maravillosamente bien el comportamiento de la materia, por lo que los físicos le han tomado cariño. Pero, ¿dónde está el bosón de Higgs? ¿Será uno de los once a los que no he dado nombre? No. ¿Entonces? Entonces aparece el problema de la masa, que va a hacer que tengamos que remontaros a Newton. Newton ha sido, con seguridad, el mayor genio de la historia de la ciencia. Descubrió dos leyes importantísimas para entender el mundo. La primera es la de la gravitación universal. Según esa ley, todos los cuerpos se atraen con una fuerza directamente proporcional al producto de sus masas e inversamente proporcional al cuadrado de la distancia que las separa. Cualquier estudiante de la ESO sabe esto. La otra ley de Newton de enorme importancia dice que todo cuerpo sometido a una fuerza experimenta una aceleración inversamente proporcional a su masa. También esto lo sabe cualquier estudiante de la ESO. Pero lo que sabe ningún estudiante de la ESO, ni ningún oto ser humano, que es eso de la masa de un cuerpo. Se postuló para explicar la gravitación y por qué costaba acelerar los cuerpos, pero no se sabe lo que es, ni porque existe. Podría definirse como aquello que hace que los cuerpos se atraigan o que cueste acelerarlos, pero sería una definición circular. Es más, el modelo estándar de la física de partículas, por sí sólo, lleva a la conclusión de que ninguna partícula puede tener masa, lo cual es totalmente contrario a la realidad, puesto que de las 25, 15 sí que la tienen. Las únicas partículas que no tienen masa son el fotón y el gravitón y ocho bosones llamados gluones. Las otras 15 sí tienen masa. Salvo por ese “pequeño detalle”, el modelo estándar es muy bueno. Pero, ¡vaya detalle! Si no fuese por el “pequeño detalle” de que no tengo suficiente dinero, me podría comprar una isla griega, que ahora parece que se venden baratas. Pero, ¡pelillos a la mar!, dijeron los físicos de partículas. En los años 60’s, Sheldon Glashow, Steven Weinberg y Abdus Salam, basándose en unas vagas intuiciones de Robert Brout, François Eglert y –por fin–, Peter Higgs, desarrollaron un modelo en el que, si existiese un nuevo bosón, quedaría explicado el problema de la masa del resto de las partículas. Las injusticias de la vida han hecho que este bosón se conozca como el bosón de Higgs. Los otros cinco postulantes del bosón de marras, tres de los cuales tuvieron mucho más que ver con el desarrollo de la teoría que Peter Higgs, han quedado relegados al olvido.
No es la primera vez que una observación molesta lleva a postular la existencia de algo nunca visto que, luego, debidamente buscado, ha resultado que existía. Cuando los astrónomos descubrieron, a principios del siglo XX, ciertas irregularidades en la órbita de Neptuno, inexplicables con las leyes de Newton, pensaron que la explicación podía estar en la existencia de otro planeta exterior a Neptuno, más bien que en tirar a la basura las leyes de Newton que habían demostrado ser tan útiles y fiables. Aún antes de descubrirlo pusieron a ese planeta el nombre de Plutón, dios de los infiernos y de la oscuridad, quizá por estar sumido en la negrura, pero también porque los demás dioses del Olimpo ya tenían su planeta. Buscaron a Plutón con denuedo y, cuando los telescopios fueron suficientemente potentes, lo encontraron, porque sabían dónde y cómo mirar.
El famoso bosón de Higgs, como Plutón, explicaría muchas cosas. Crearía un campo que llenaría todo y que haría que las partículas tuviesen masa. Sería como si ese campo fuese una especie de melaza que hiciese que a las partículas les resultase difícil acelerarse y, por oto lado, tendiesen a apelotonarse. Pero desear que exista el bosón de Higgs no quiere decir que exista. Había que buscarlo, como se buscó Plutón cuando se detectaron irregularidades en la órbita de Neptuno. Pero como entonces, los “telescopios” debían ser suficientemente potentes y había que saber dónde buscar para encontrar lo que se buscaba. ¿Cuáles son los “telescopios” que permiten buscar partículas? Esos “telescopios” se llaman aceleradores de partículas. Son ingenios que, como su nombre indica, aceleran partículas cargadas a velocidades increíbles, a través de campos electromagnéticos, y las hacen chocar frontalmente unas con otras. Al chocar se desintegran en otras muchas partículas y así se “crean” nuevas partículas. Estas partículas, a su vez, se desintegran en otras y, tras una cascada de desintegraciones, esas otras partículas de segunda, tercera o cuarta generación se detectan en detectores especiales que miden su velocidad, su dirección, su carga, su masa y, de esta manera, como un detective que analiza las pistas del lugar del crimen, averiguan la identidad de las partículas que se “crearon” en el choque. Estos “telescopios” son más potentes cuanta mayor es la velocidad de choque de las partículas aceleradas. Al principio, los aceleradores eran lineales. Pero la longitud de los mismos imponía un límite a la velocidad que podían alcanzar las partículas que se hacían colisionar. Por supuesto, a los físicos se les ocurrió inmediatamente hacerlos circulares, ya que un círculo se puede recorrer cuantas veces se quiera para acelerar las partículas, en principio, tanto como se quiera. Pero entonces aparecen nuevos límites. Cuando un coche corre por un circuito circular, aunque el coche pueda acelerar tanto como quiera, la velocidad que puede alcanzar viene limitada por la fuerza centrífuga. Si va demasiado deprisa, derrapará y se saldrá del circuito. Cuanto mayor sea el diámetro del circuito, más deprisa podrá ir el coche sin derrapar. Pues lo mismo pasa con los aceleradores de partículas circulares. Las partículas podrán alcanzar mayores velocidades cuanto mayor sea el diámetro del anillo del acelerador. Y cuanta mayor sean las velocidades que alcanzan, mayor será la masa de las partículas que se creen en la colisión.
Hasta hace poco, el mayor acelerador de partículas era el LEP (Large Electon-Positron) del CERN (Conseil Européen pour la Recherche Nucléaire), un anillo de 27 Km. de circunferencia enterrado 100 m. bajo tierra entre Suiza y Francia que hacía colisionar a grandes velocidades electrones y positrones. Con este acelerador se logró la hazaña de descubrir el último cuark que faltaba por encontrar y los bosones de la fuerza nuclear débil, con lo que el modelo estándar de partículas quedaba completo a excepción del gravitón y, por supuesto, del bosón de Higgs. Pero con él se pudo saber que el orden de masa de este bosón era tal que no podría detectarse en el propio LEP. Entonces el CERN se embarcó en el desarrollo del LHC (Large Hadron Collider). Usando el mismo anillo se logró, gracias a la tecnología de superconductores trabajando casi a la temperatura del 0 absoluto (menos 273º C) y otras tecnologías, multiplicar por 50 el límite de masa de las partículas que podían detectarse. Es como si en un circuito de automóviles se da un mayor peralte a las curvas. El 30 de marzo del 2010, tras superar diversos problemas de puesta en marcha, el LHC produjo las primeras colisiones.
Su primer objetivo fue tratar de descubrir el bosón de Higgs. Para ello dedicó dos de los cuatro detectores de desintegración de partículas, ATLAS y CMS, con sistemas y tecnologías distintas y separados más de 5 Km. Se trataba con ello de que las comprobaciones pudiesen provenir por dos sistemas distintos, para darles mayor fiabilidad. Pronto se pudo determinar, como en el caso de Plutón, dónde había que mirar. Si el bosón de Higgs existía se supo que su masa tenía que tener un valor muy próximo a 125 veces la masa del protón. Examinando las partículas de esa masa, el 13 de diciembre del 2011, ATLAS descubrió productos de desintegración que podía provenir de bosones de Higgs. La probabilidad de que esos productos se encuentren y no exista el bosón de Higgs se cifraron en un 7%. ATLAS detectó después otros productos que combinados con los anteriores rebajaban a un 1% la probabilidad de que el bosón de Higgs no existiese. Sin embargo, los resultados de CMS no concordaban con los de ATLAS, por lo que los científicos, siempre prudentes, no dieron rienda suelta a su alegría y siguieron buscando. Esto de las probabilidades merece la pena aclararlo un poco. El bosón de Higgs tiene una vida de 10-21 segundos. Es decir, un segundo dividido por una cifra que es un 1 seguido de veintiún ceros. Esto quiere decir que, si existe, se está formando y desintegrándose continuamente. Nada nuevo. La física cuántica predice que eso pasa con todas las partículas de vida muy corta. Entonces, ¿para qué hace falta un aparato tan caro como el LHC para producirlo? Sencillamente, porque para detectarlo hace falta que se forme en grandes cantidades justo en el sitio adecuado, es decir, en el centro de los detectores ATLAS y CNS del LHC. Pero, incluso así, con esa vida tan corta, es imposible detectarlo directamente. Se detectan los productos de la desintegración de partículas que se han formado en su desintegración y así, varias generaciones de desintegraciones. Ahora bien, cada partícula tiene varios modos de desintegrarse, cada uno con una determinada probabilidad. Por tanto, cuando los detectores detectan unas partículas, es muy difícil asegurar de qué cadena de desintegración proceden y si en el origen estaba el bosón de Higgs u otra partícula. Para estar cada vez más seguros, sin jamás alcanzar la certeza absoluta, hay que acumular más y más datos y tratarlos con sofisticadísimos sistemas de análisis computacional para ir eliminando probabilidades de que lo que se detecta provenga de una combinación de partículas sin que exista el bosón de Higgs. Por eso, los prudentes científicos dicen que habrá que esperar hasta finales del 2012 para, con la acumulación de datos procedentes de muchas más colisiones se produzca, tal vez, el acuerdo entre ATLAS y CMS y para con toda esta información, debidamente tratada, se pueda afirmar que la partícula que origina estas observaciones es, realmente, el bosón de Higgs. Pero parece que los periodistas han decidido que la gente en verano quiere cambiar el tema de la prima de riesgo por otro menos agobiante y que este bosón de Higgs era el mejor candidato para el relevo.
Y, ¿qué vendrá después del bosón de Higgs? El siguiente reto del LHC será la llamada supersimetría. El universo está susurrando a nuestra inteligencia otra pregunta. ¿Qué es ese otro Plutón que desafía al conocimiento científico establecido y que los científicos llaman materia y energía oscuras? Para esto, se ha establecido otro marco conceptual. Para explicar la materia y la energía oscuras los científicos han ideado un marco teórico al que han llamado supersimetría. Según esta teoría, cada una de las partículas del modelo estándar debería tener una supercompañera supersimétrica. Esa supercompañera debería ser un bosón para cada fermión y un fermión para cada bosón. Es decir otras 25 partículas nuevas. Pero estas supercompañeras, al parecer, tendrían que tener mucha más masa que las compañeras que ahora conocemos. Tanta que muchas de ellas tendrán, a buen seguro más masa de la que se pueda descubrir con el LHC, lo que hará necesario un SLHC (Súper Large Hadrons Collider) para detectarlas. Tal vez un día la humanidad, para saber más de la materia tenga que construir LHC’s del tamaño del ecuador terrestre, o de la órbita de la tierra, o del perímetro de la galaxia o...
Y entonces surge, inevitablemente, la pregunta: ¿Merece la pena invertir la inmensidad de dinero que ha costado el LHC y que costarán los SLHC’s del futuro para ver si existen las partículas supersimétricas y otros Plutones que vayan vislumbrándose a medida que descubramos algo nuevo? ¿Qué nos importa para nuestra vida corriente que exista o no el bosón de Higgs o la supersimetría? Mi opinión al respecto es clara. Sí, merece la pena. Y no sólo, ni siquiera principalmente, por el argumento pragmático y cierto de que el desarrollo de las tecnologías necesarias para construir los SLHC serán de enorme utilidad para miles de aplicaciones que beneficiarán a la humanidad en el futuro. También podría argumentar –y creo que sería cierto– que estos macroproyectos galvanizarían las energías de la humanidad hacia esos retos. La humanidad ha salido de las cavernas gracias a ellos. Pero creo que, siendo esto importante, no es lo más importante. Creo que desde que el hombre recibió el don de la inteligencia –porque creo que le fue dado–, no puede dejar de preguntarse qué son las cosas, cómo es el universo en el que vivimos, en lo más inmenso y en lo más ínfimo, y, en última instancia para qué todo, para qué estamos aquí. Dije al principio que el bosón de Higgs no va a dar ni un argumento a favor o en contra de Dios. Yo creo en Dios. Y creeré lo mismo tanto si existe el bosón de Higgs como si no, tanto si existen las partículas supersimétricas o no, tanto si existen o no todos los Plutones que vayamos postulando. Pero, desde esa fe previa, con cada descubrimiento científico me maravillo de la finura, la precisión y la complejidad con que ese Dios en el que creo ha creado y ordenado el cosmos. Y me asombro de que ese cosmos haya podido fabricar una estructura física –nuestro cuerpo y nuestro cerebro– capaz de albergar el don de la inteligencia y de la consciencia, ausentes en todo el resto del universo. Por eso creo que la inteligencia y la consciencia nos ha sido dadas desde fuera, de forma que unas pequeñas criaturas, unas motas de polvo en medio de la inconmensurable danza de las galaxias, puedan ser la consciencia de ese universo inconsciente. ¿Cómo podría producirlas un universo material inconsciente? ¿Por azar? Me parece altamente dudoso. Y creo que ese universo, además de la fábrica diseñada para fabricar nuestro cuerpo, es el sparring que ese Dios que lo ha creado y nos ha dado el don de la inteligencia, ha puesto al servicio de ese don para que cada vez nos asombremos más y nos dejemos llenar de tanta belleza que no podamos dejar de ver su rostro en el fondo de la copa del conocimiento. Y sé que por ahí está la respuesta del “para qué todo” y del “para qué estamos aquí”. No sólo para la vida corriente, sino para buscar ese rostro. Y me siento apesadumbrado y entristecido por los que en este orden maravilloso del cosmos ven sólo el fruto del azar. Y entonces, me maravillo del bosón de Higgs, de la supersimetría y de todos los Plutones, y adoro a ese Dios.
Felicidades, Tomás. Una de las explicaciones más claras para "no profanos" que he leído. Ser capaz de explicarse así también es un don. Enhorabuena por acogerlo y cultivarlo.
ResponderEliminarAbrazo!
Gracias Juan Luis. Un abrazo.
ResponderEliminarTomás
Muchas gracias Tomás por tu apunte. Creo que por fin me he enterado de algo, aunque ahora me surgen viejas dudas, una de ellas: ¿podremos saber que hay detrás de la barrera de Planck?
ResponderEliminarComo bien apuntas, es admirable contemplar el orden maravilloso del cosmos para gloria de Dios.
Juan
Hola Juan:
ResponderEliminarSi la relatividad y la mecánica cuántica son teorías correctas, y todo apunta a que lo son, el muro de Plank es una barrera infranqueable para que se pueda saber empíricamente que había justo después, y con más motivo antes, del Big Bang. Queda por tanto abierto al pensamiento filosófico. Te sugiero que, al respecto de este pensamiento veas la serie de entradas sobre Dios y la ciencia en este blog.
Un abrazo.
Tomás
Coincido plenamente con Juan Luis: eres un magnífico docente. Me uno pues a las felicitaciones y reenvío la entrada a mis conocidos.
ResponderEliminarGracias Mª Victoria por la felicitación y por hacer llegar mis escritos a tus conocidos.
ResponderEliminarun abrazo.
Tomás