Tomás Alfaro Drake
Me encanta el fútbol. Siempre me
ha parecido un juego sorprendente en el que el azar, la inteligencia, la habilidad,
la fuerza, la astucia y un sinfín de componentes más, se alían a veces para dar
lugar a un espectáculo de una belleza y una emotividad increíbles. También la
ópera, los toros u otros deportes pueden brindar espectáculos maravillosos. No
establezco comparaciones. Ni digo que todos los partidos de fútbol –como todas
las óperas o todas las corridas de toros– logren esas cotas de belleza o emoción.
Pero, cuando ocurre, ocurre, sin saber muy bien el porqué. Tal vez por esto, me
dan un poco de pena estos que, adoptando una pose intelectual, dicen del fútbol
frases como que es un juego absurdo en el que veintidos descerebrados corren
detrás de un balón para darle patadas.
Pero no es del valor estético o
emotivo del fútbol de lo que quiero hablar, sino de su poder de convocatoria
sociológica. No sé si es ésta la expresión adecuada para expresar lo que quiero
decir. Creo que no. Creo que no hay una expresión que lo exprese. Necesito más
palabras para ello y eso es lo que quiero hacer con estas líneas.
En primer lugar, todos esos
tópicos de; los españoles son así, pero los alemanes son asao y los chinos de
aquella otra manera, se esfuman ante el fútbol. Todos los seres humanos
reaccionan de la misma manera ante él, independientemente de sus
nacionalidades. Evidentemente hay a quien el fútbol le convierte en un hooligan
intratable, mientras otros, cuando es bueno, disfrutan de una experiencia que
les hace disfrutar enormemente estética o emocionalmente y unos terceros les
gusta discutir sobre el acierto del entrenador, de tal o cual jugador o del
árbitro. Hay reacciones muy diferentes. Pero eso les ocurre por igual a
españoles, ingleses o chinos. Las lágrimas con que lloran los aficionados de un
equipo cuando pierden o los gestos de alegría que hacen cuando ganan, son los
mismos sean rusos, suecos o ghaneses. Ya de por sí, esto es algo muy notable.
Pero no es en esto en lo que me quiero centrar ahora.
Tampoco quiero centrarme en el
bien que ha hecho el fútbol, como también otros deportes, al romper barreras
raciales. Me duele decir –por lo mucho que admiro a Martin Luther King– que el
baloncesto y Michael Jordan han hecho más para superar el racismo que ese
magnífico y extraordinario personaje. Pero así ha sido. Y por supuesto, lo
mismo puede decirse del fútbol. Cuando yo era pequeño, había un anuncio de
Cola-Cao que se ha convertido en algo tremendamente incorrecto –incorrecto, a
secas, no políticamente incorrecto– a lo largo de los años transcurridos desde
entonces. Me refiero al anuncio de “yo soy aquel negrito del África tropical
que mientras trabaja canta la canción del Cola-Cao”. Cualquier español de más
de 55 años que lea estas líneas sabe a qué anuncio me refiero. Pues bien, hace
unos años, Roberto Carlos, Etó y Rivaldo, tres jugadores de color, salían en un
anuncio de Cola-Cao riéndose mientras cantaban esa canción y sin levantar ni la
más mínima protesta en ningún colectivo contra el racismo. Una enorme cantidad
de personas de color se ha convertido en ídolos de otras de raza blanca gracias
al deporte, entre ellos el fútbol.
Me quiero referir, ahora sí, al
poder de unión del fútbol (y de otros deportes). Podría tomar como ejemplo lo
que hizo Nelson Mandela en Sudáfrica con el rugby y que ha quedado
inmortalizado en la película “Invictus”. Pero me voy referir al fútbol en
España en los últimos cuatro años. Es cierto que a muchos energúmenos la
rivalidad entre equipos –léase Madrid-Barça– puede llevarles a un sectarismo
aberrante. Pero no lo es menos, sino más, que los éxitos de la selección
española en los dos últimos europeos, con el mundial por medio, han unido a los
españoles. Yo viví la victoria del mundial estando en Madrid. Me eché a la
calle inmediatamente después de que acabase el partido contra Holanda, y Madrid
era un hervidero de gente de buen humor que, sin conocerse de nada, se
saludaban, se abrazaban y se daban la enhorabuena con sentimientos de
pertenencia e inclusión maravillosos. Puede decirse, y es verdad, que eso, en
Madrid, no tiene mérito. Pero un hijo mío vio el partido en San Sebastián y
dice que esa ciudad se llenó de banderas españolas. Y eso sí que es chocante.
Ese mismo verano presencié una escena que me llamó la atención. Un niño de unos
diez años, que por lo que viene a continuación se verá que era de Bilbao, iba
cantando a voz en grito por una playa de Cantabria: “Yo soy español, español,
español. Yo soy español, español, español”. Su hermana, de unos dieciséis le
reprendió: “No Ander, no. Nosotros somos de Bilbao, no somos españoles”. Ander
miró durante unos segundos a su hermana con una mirada que decía a las claras:
“De qué vas, tía”. E inmediatamente, como si hubiese oído llover, retomó con
más fuerza su cantinela: “Yo soy español, español, español. Yo soy español,
español, español”.
Podrá decirse que el efecto de
catarsis de estas victorias es como la espuma de la gaseosa, que se quita en
seguida. Y es posible que sea verdad, no estoy seguro, en tantos españoles ya
maleados por años de deformación nacionalista o regionalista. En los que ya
tienen los hábitos de pensamiento anquilosados tal vez pueda ser verdad. Pero
en la mente de los Anders que hace dos años tenían más o menos diez años, que
cuando ganó España el primer Europeo tenían ocho y que hoy tienen doce, esto ha
quedado, a buen seguro, grabado en su subconsciente. Si es verdad, como afirman
los que saben de esto, que las experiencias tempranas perduran a lo largo de la
vida es muy posible que muchos de esos Anders u Orioles se sientan españoles
cuando tengan cincuenta años. Y hasta es posible que se lo enseñen así a sus
hijos. Y tal vez, sólo tal vez, estos pequeños detalles hagan renacer el
espíritu de unidad que ha hecho a España grande en momentos claves. En la historia
también existe, como en la matemática del caos, en la física o en la climatología,
el llamado efecto mariposa. Pequeños cambios en apariencia insignificantes,
como el batir de las alas de una mariposa en un jardín de Londres, pueden
transformarse, años más tarde, en efectos inconmensurablemente grandes, como el
retraso del monzón en el sudeste asiático. ¿No puede ese mismo efecto mariposa
hacer que la unión de un Iniesta con un Ramos y un Llorente –aunque en esta
Eurocopa este último no haya saltado al campo– para ganar el europeo y, sobre
todo, para ganar la final como la ganaron, se traduzca en la unión de manchegos
catalanizados, andaluces madrileñizados y riojanos vascuencizados para ganar el
campeonato de Europa de la productividad? Creo que los españoles somos un
pueblo con un caudal impresionante de energías vitales. Creo que esas energías
vitales, aunque puedan disiparse en rozamientos sectarios ficticios, tienen una
de sus fuentes en la diversidad. Creo que la unión de la selección española ha
sido un ejemplo de ello. Y creo, para terminar, que aunque esas energías
parezcan dormidas, están latentes y pueden aflorar. Tal vez sólo necesiten para
ello el batir de alas de una mariposa.
Naturalmente que el fútbol hace país,el problema son los que quieren ser "nacionalistas" excluyentes.
ResponderEliminarestaba viendo una de las carreras de Alonso, y comentaban entre dos pero..."es que hay un montón de banderas de Asturias, igual que cuando juega el Barsa en el extranjero que lleva la catalana", y contesta uno de ellos, "no, no es igual porque la bandera de Asturias no es separatista",... me hizo sonreir en silencio dándole la razón, He aquí la diferencia.
Hola Anónimo, soy Tomás:
ResponderEliminarPor supuesto que ahí está la diferencia. A mí, que la gente tenga cariño a su patria chica, Olot o Andoain dentro de Cataluña o de las Vascongadas, dentro de España, me parece sanísimo. Lo malo es cuando ese sano amor a la patria chica se convierte en un odio, basado en las mentiras inoculadas desde la niñez, por la patria grande.
Por eso creo, o quiero creer que este soy español, español, español de miles de niños de Cataluña o las Vascongadas puede ser unas alas de mariposa para el renacer del sentimiento de amor a España.
Un abrazo.
Tomás