Hoy despido este blog hasta primeros de Septiembre. Os
deseo unas muy felices vacaciones a todos los seguidores y espero que retoméis
el contacto a la vuelta. Si Dios quiere. Un abrazo. Tomás.
El 11 de Marzo, inicié la publicación de una serie de 11
relatos que titulo genéricamente “Historias de otro mundos”. Este es el decimo
primero y último. Son relatos con un cierto componente fantástico. Me han
servido de modelo, en su barroquismo los relatos y cuentos de Oscar Wilde.
El árbol, el
hombre y la selva del Gran Río
Dicen que hubo, en un planeta
lejano, hace muchos milenios, antes de que la vida desapareciese de él, una
selva que lo recubría en gran parte. Estaba regada por un poderoso río. Podría
decirse más bien que estaba anegada en el Gran Río de cauces imprecisos, a los
que la tierra no sabía poner límites. El río era su recurso vital, su sangre.
La selva se alimentaba de él. Por él pululaban todo tipo de animales, grandes y
pequeños. También en él flotaban ricos líquenes y légamos. Todos se alimentaban
de todos en un grandioso y equilibrado juego de vida y muerte, de caducidad y
renovación, en una larguísima cadena trófica de alimentados y fuente de
alimento, de presas y depredadores. Entre todas las criaturas de la selva, los
árboles crecían majestuosos hacia el cielo, para alcanzar los rayos de sol que
eran la fuente de todo ese magnífico espectáculo de la vida. Ellos nutrían al
resto. Eran el punto de arranque y de llegada de la cadena trófica. El sol les
daba energía para producir su alimento. Pero, al mismo tiempo, ellos eran
alimento de gusanos y roedores, que servían de sustento a otras formas de vida
animal, desde el mosquito hasta el jaguar. En su corteza crecían musgos de
irisados colores. En el umbrío suelo, medraban hongos de todo tipo y especie.
Las hojas caducas, muertas cada año para volver a crecer de nuevo, caían a
tierra y se pudrían, junto con los cuerpos de los animales muertos. Alimentado
por toda esa vida muerta, se iba formando un humus que, a su vez alimentaba a
los árboles. La selva era tan frondosa, tan impenetrable, que la luz no llegaba
nunca al suelo y la rueda de la vida giraba, lenta, inexorable, majestuosa,
como las galaxias en el cosmos.
Cada día, más de un coloso que
había tardado tal vez milenios en llegar a ser lo que era, se derrumbaba con
estrépito. La humedad, las termitas, los gusanos y los roedores, el tiempo, en
definitiva, habían minado su antes poderoso cuerpo, llenándolo de agujeros en
los que podían llegar a anidar enormes pájaros de vistosos plumajes. Su tronco,
cada vez más grande y corpulento, su copa, cada vez más alta y frondosa, la
tupida tela de araña de lianas, gruesas como un brazo, que pendía de él, eran
una carga demasiado pesada para sus socavadas raíces. Y se producía el
hundimiento. En su caída, el coloso arrastraba a otros árboles menores,
aplastando y enterrando a multitud de seres vivos. Pero su madera, al pudrirse,
seguía aportando riqueza al humus fecundo y alimenticio.
Habitaba en la selva un hombre
solitario que conocía sus más íntimos secretos. Era muy viejo, de una raza
inmortal. Vagaba sin rumbo por la selva, llegando a veces hasta los confines de
la misma. Pero de tanto viajar y verlo todo, había llegado a hastiarse de su
larga vida y esperaba algo que no sabía definir, que no había visto nunca, pero
que le llamaba con gemidos profundos desde lo más recóndito de su alma. Hablaba
el lenguaje de todos los gusanos, roedores, pájaros, líquenes, hongos, lianas y
demás seres vivos de la selva. Sólo ignoraba, si lo tenían, el lenguaje de los
gigantes, de los árboles. Nunca, nadie, les había oído pronunciar una palabra,
pero se decía que se comunicaban sin ruido y que tenían leyendas que provenían
del principio de los tiempos. Pero un día, pudo entenderse con un joven árbol.
Lo había cuidado durante años, cuando era tan sólo un pequeño tallo verde y
tierno, antes de que su piel adquiriese tacto leñoso. Le hablaba en todos los
lenguajes que sabía, le daba consejos, le instruía, le consolaba de los daños
que otros seres de la selva le pudieran causar. Y, aunque no obtenía de él
ninguna señal de comprensión, seguía, imperturbable, en su aparente monólogo.
Le hablaba de muchas cosas, pero con frecuencia le contaba cómo, muy lejos,
allí donde la selva terminaba, más allá del límite que ni los árboles ni ningún
otro ser de la selva se atrevía a franquear, existía algo esplendoroso,
imposible de expresar con palabras, que te bañaba con su calor y su resplandor.
Se llamaba luz. El hombre se pasaba largos años intentando, en todos los
lenguajes de la selva, explicarle al árbol cómo era la luz. Ningún otro ser
vivo de la selva podía entender el poema que iba tejiendo el hombre al intentar
explicar, un verso en cada lenguaje, la inefable maravilla de la luz.
Un día, un gigante imponente que vivía en las proximidades
del joven árbol, se desplomó con estrépito. Poco faltó para que le aplastase y
con él, al hombre, que en ese momento estaba allí, hablándole, como siempre, de
la luz. A través el inmenso hueco dejado en el dosel de la selva por el coloso
desplomado, entró un poderoso torrente de luz. Era como un rompimiento de
gloria entre nubes después de la tormenta, como esos dedos de luz que
atraviesan las nubes para secar con su tibieza la tierra empapada. Llegaba
ligeramente velada por la humedad del ambiente, impregnada de cobre por el sol
del atardecer, con sus bordes temblorosos tamizados en mil verdes, misteriosa y
poderosa a la vez. Entonces, pasada la
conmoción, el joven árbol habló en un lenguaje que el hombre entendió. No era
ninguno de los que él le había estado hablando durante siglos. Era una extraña
mezcla de todos ellos. Una extravagante jerga pero, a pesar de todo,
perfectamente inteligible para el hombre. “La luz –dijo el joven árbol–, quiero
alcanzar la luz. Nunca la había visto. Nunca pude imaginar que fuese así. ¡Qué
bella es!”. El resto de los seres de la selva parecían huir de ella, como si
les hiciese daño. Los hongos preferían la oscuridad del humus y se enterraron
en él. Los roedores parecían no poder soportarla en su piel blanca y delicada.
Los jaguares, con la vista aclimatada a la oscuridad, quedaban cegados por ella
y la rehuían. Los otros árboles
inmaduros que crecían junto al amigo del hombre, parecían indiferentes.
Pero, en ese mismo momento, el joven árbol decidió, con toda la fuerza de su
savia, que alcanzaría la luz. A partir de ese momento, dedicó todas sus
energías a crecer hacia la ella. “Juro –dijo– que viviré para ella, para
alcanzarla”. Los que habían sido sus compañeros se burlaban de él. “¿Para qué
tanto esfuerzo inútil? –se reían–, ¿de qué sirve tanta devoción?” Por las
noches, cuando la luz desaparecía, pasaba a veces sobre el hueco de la selva un
disco de plata extraño, con formas sinuosas dibujadas en él formando algo que
vagamente recordaba a un rostro. Su luz, más misteriosa, más tenue que la del
día, no era por ello menos bella.
Pasaron los siglos, parsimoniosos, largos, lentos, y el
hombre y el árbol, cimentaron una sólida amistad. El árbol crecía fuerte y
vigoroso, más rápido que todos los demás árboles jóvenes, indiferentes a la luz.
Ni por un momento disminuyó su determinación de subir hacia ella, a la que
aprendió a conocer y a amar cada vez más. Siendo siempre la misma, nunca era
igual. Los matices cambiaban con las estaciones. Los oblicuos amaneceres de oro
daban paso a los mediodías meridianos
que, a su vez, abrían paso a los declinantes atardeceres de rojo cobre.
El viento, con su intensidad, modulaba los temblores de sus bordes, que
cambiaban, al son del movimiento de las hojas, de una suave melodía cadenciosa
a un climax tumultuoso, pasando por un trémolo vibrante. El hombre, le seguía
hablando de la luz a cielo abierto que podía contemplarse desde fuera de la
selva. Pero la idea de “fuera de la selva” era incomprensible para el árbol que
se lamentaba de no poder aprehenderla. El lamento del árbol daba pie para que
el hombre le abriese su alma y le hablase de su nostalgia, de su vacío, de su
anhelo por algo distinto que ese continuo transcurrir del tiempo. A su vez, el
árbol contaba al hombre las misteriosas leyendas de los árboles, que hablaban
de mundos de fuego, de la primera formación del humus, de la simbiosis de éste
con la vida naciente, de la formación de la selva. Y estas leyendas despertaban
en el alma del hombre ecos de su nostalgia y de su anhelo infinito. A veces lloraban
juntos su añoranza. Uno por esa luz a cielo abierto, el otro por algo que no
conocía ni podía expresar.
El hombre cuidaba con amor de su
árbol. Le construía acequias para que el agua llegase a sus raíces en
abundancia. Y el árbol crecía rápidamente. Y a medida que ascendía en su
carrera hacia la luz, su perspectiva del cielo cambiaba. Se hacía más y más
abierta cada siglo, pero seguía siendo una visión de túnel, un hueco abierto,
un agujero en el techo de hojas. Sin esos horizontes de los que le hablaba el
hombre. Sin embargo, la esperanza mantenía su ilusión. “Más alto –se decía cada
día–. Arriba está el horizonte. Llegaré. Ya falta poco”.
Pero un día de tormenta, oscuro y
sin luz, cegado por negros nubarrones ominosos, un terrible rayo descargó su
furia sobre el árbol, dejándole medio tullido. Se acabó el crecimiento y, poco
a poco, empezó un doloroso declive. Le dolía el cuerpo, pero más aún le dolía
el alma. Intentó el hombre, con toda su sabiduría, restañar las heridas con
lianas que apretasen los dos lados del tronco resquebrajado, con bálsamos y
ungüentos que soldasen lo roto. Todo inútil. Primero se cayeron las hojas para
siempre. Luego empezaron a aparecer largas grietas verticales a lo largo del
tronco. Las ramas empezaron a desgajarse y a venirse abajo. Al final, después
de casi un siglo de agonía, el árbol murió. Pero no cayó. Un tronco erguido,
seco y pelado, quedó plantado en el sitio que antes había ocupado. El hombre
hizo un túmulo alrededor del enhiesto tronco seco. Podaba cada día los brotes
de otros árboles que salían en la zona para que la luz no dejase nunca de caer
sobre él. Cultivó allí, a la luz perpetua que bajaba del cielo, un jardín de
las más variadas especies. Los pájaros, los roedores, los gusanos, las lianas,
los árboles circundantes y todos los demás seres vivos de la selva se
extasiaban ante él. Hasta el salvaje jaguar, parecía firmar una tregua con sus
víctimas para asomarse de cuando en cuando al jardín. El hombre lo regaba con
sus lágrimas y le pedía a su amigo desaparecido que lo llevase con él.
Un día su llanto alcanzó una
tristeza más honda que nunca. Cayó la noche y apareció, en el claro de la
selva, un disco de plata grande y brillante. Jamás había sido visto así. El
cansancio le venció y se durmió entre las plantas de su jardín. Fue un sueño
extrañamente profundo. Soñó que caía, por un agujero sin fondo, hacia lo
desconocido. Apareció al otro lado del mundo, en un paraje exactamente igual a
aquél del que venía. Entonces se vio a sí mismo dormido sobre el túmulo, hecho
un ovillo alrededor del tronco, y vio cómo su árbol, renacido, empezaba a
crecer otra vez. Una rama recién brotada lo recogió del suelo y comenzó a
alzarlo. Rápido, intrépido, impetuoso, el nuevo árbol dejaba atrás a todos los
que le rodeaban y se acercaba veloz al hueco del techo de la selva. Y él
cabalgaba dormido en su rama, que ya era la más alta de la copa. El hueco de
entre los árboles se acercaba velozmente. Justo en el momento en el que
atravesó el agujero, se despertó. Su consciencia externa volvió a entrar en el
cuerpo dormido y se puso de pie sobre la frondosa copa. En ese momento explotó
la luz, como nunca antes la había visto, dibujando, sin disgregarse, cuatro
arcos y tres círculos, cada uno de siete colores desconocidos. Explotó el horizonte,
circular, anchuroso, ilimitado, infinito. Explotó el tiempo, que dejó de
transcurrir para quedarse quieto en un presente indescriptible, innombrable.
Oyó, en ese presente sin tiempo, el canto de su árbol, que se unía al de una
muchedumbre incontable de árboles que se extendía hasta el horizonte,
perdiéndose en él. Se puso él también a cantar y sintió que en ese canto
comunicaba a su árbol y recibía de él todos los más bellos poemas que nunca
supo expresar en el suelo. Tenían un extraño parecido con las leyendas
ancestrales de los árboles. Él era su árbol y su árbol era él. Supo que nunca
volvería a sentir la añoranza que le angustiaba. Su anhelo estaba colmado y el
tiempo ya no existía. Puso a esa nueva noción de la duración del presente el
nombre de eternidad. Supo que había entrado en la eternidad. Supo que había
alcanzado la plenitud.
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