Tomás Alfaro Drake
¿Quién
podría atreverse a dudar que Kant fue un gran filósofo? Yo no, desde luego.
Suscribo en sus dos partes su archiconocida frase: “Dos cosas llenan mi alma
de renovada y creciente admiración y reverencia: el firmamento estrellado por
encima de mí y la ley moral dentro de mí.” También me parece
magnífico, como norma ética, su imperativo categórico: “Obra sólo de forma que puedas desear que la máxima de tu acción se
convierta en una ley universal”.
Sin embargo, me cuesta más aceptar la razón que aduce Kant para cumplir con ese
imperativo categórico. Esta razón se reduce, en última instancia, al deber por
el deber. Si la razón me dice que esa es la forma racional de actuar y quiero
comportarme racionalmente, así debo de actuar. Y, por supuesto, estoy de
acuerdo con esto. Toda norma moral debe ser aceptable por la razón. Pero, y
perdóneseme, a lo largo de estas líneas, la redundancia y el uso equívoco de la
palabra razón, creo que la razón no puede ser la única razón para cumplir el
código moral. Porque si la razón fuese la única razón estaríamos ante un código
moral frío que se convertiría, más bien pronto que tarde, en árido y que haría
del cumplirlo una obligación odiosa. Y los seres humanos, y otra vez incurro
adrede en redundancia, odiamos cumplir obligaciones odiosas.
Sin
embargo, parece como si, por alguna razón que desconozco, los católicos nos
hayamos empeñado en aceptar la razón kantiana como única razón para cumplir con
el código de la moral cristiana y hacerlo, de esta manera, odioso. Peor aún. Los
católicos hemos aceptado como otra razón el miedo al castigo. Si cumplir una
norma sólo porque nuestra razón nos la impone puede hacerse odioso, el
cumplirla por miedo al castigo la hace doblemente insufrible. También se oye a
veces decir a algunos católicos que la moral es un conjunto de normas que se
tienen que cumplir si se quiere pertenecer al “club”. Y así, vemos como mucha
gente rechaza de plano la moral católica, opta por irse del “club”, y acaba por
rechazar cualquier otro tipo de moral, cayendo en el relativismo y el
subjetivismo moral, con consecuencias bastante deplorables.
Sin
embargo, nada hay más lejano que el miedo o la pura razón kantiana de la
auténtica razón por la que los católicos debemos cumplir con nuestras normas
morales. Esta moral nace del amor de Dios al hombre y del agradecimiento del
hombre a Dios por ese amor. Y si realmente sentimos que nace de ahí, cumplir
con sus normas, lejos de ser algo frío, árido u odioso, es algo cálido, jugoso
y amable.
En
efecto, el Dios que nos ama y que nos ha creado por amor, sabe cómo somos, sabe
de qué estamos hechos, porque nos ha hecho él. Sabe que lo que más deseamos en
este mundo es ser felices y sabe cómo tenemos que actuar para serlo. Y nos ha
dado unas normas para ello. Por supuesto que se puede llegar con la razón a la
razón de ser de esas normas, pero sería demasiado largo y tedioso hacerlo así y
estaría fuera del alcance de la mayoría de la gente. Por eso nos ha dado un
código para ser felices. Sin embargo, los hombres somos unos bichitos bastante
miopes y, casi siempre, preferimos lo que nos va a producir alguna satisfacción
a corto plazo, aunque nos haga profundamente desgraciados, a lo que nos va a
hacer verdaderamente felices más adelante, pero que requiere algún tipo de
privación a corto plazo. Y con ello nos hacemos expertos en labrar nuestra
infelicidad.
Hace
años leí en el libro “Inteligencia emocional” de Daniel Goleman una historia
reveladora. Se trataba de un experimento real de largo plazo llevado a cabo con
un grupo de niños de primaria. Un profesor llagaba a una clase con una enorme
bolsa de caramelos. La dejaba encima de la mesa y decía a los niños que iba a
salir del aula. Les avisaba de que podían, mientras él no estuviese, levantarse
y coger un caramelo, pero que a los que esperasen a que él volviese sin coger
el caramelo, les daría varios a su regreso. Tras eso salía de clase, pero una
cámara oculta grababa lo que pasaba en ella. Naturalmente, en cuanto salía del
aula había niños que se levantaban y cogían uno o un puñado de caramelos. Otros
se quedaban sentados esperando la vuelta del profesor. Cuando éste volvía,
llamaba en privado a cada niño y le preguntaba si había tomado un caramelo. Si
el niño le decía que sí, no había nuevo caramelo, pero si decía que no, con
independencia de lo que realmente hubiese hecho, le daba varios caramelos.
Durante los siguientes treinta años –cuenta Goleman– se llevaba a cabo un
seguimiento de la vida profesional, social y emocional de las personas que habían
participado en el experimento. Básicamente había tres grupos. Los que habían
tomado uno o varios caramelos, habían dicho que no habían tomado ninguno y
habían recibido la recompensa. Los que habían tomado caramelos, lo reconocían y
no recibían recompensa y, por último, los que no lo habían tomado y recibían la
justa recompensa. Con una fuerte correlación –aunque, obviamente, no del 100%–,
los del primer grupo, en los siguientes treinta años, fracasaban en todos los
ámbitos vitales. A veces estrepitosamente, llegando, en algunos casos a la
delincuencia. Entre los del segundo grupo había un poco de todo. Pero entre los
del tercer grupo se daban altos porcentajes de éxito en muy distintos aspectos
de la vida. Goleman lo llamaba “el éxito de saber aplazar la recompensa”.
Pues
Dios, que nos ama, nos da las normas a seguir para alcanzar la felicidad. El
amor de Dios es tal que Él mismo sufre si nosotros no somos felices. ¿Cómo
puede un Dios sufrir si los hombres no somos felices? Haciéndose auténticamente
hombre, encarnándose. Por eso, cuando nosotros hacemos algo contra las normas
de la moral revelada por Dios, nos alejamos del círculo de felicidad que nos
tiene reservado, empezamos a labrar nuestra desgracia y le hacemos sufrir a Él.
Porque este Dios que nos ha amado hasta encarnarse es, además, esclavo de
nuestra libertad y cuando salimos del círculo de felicidad que nos ha dado,
sólo puede esperarnos en el límite del círculo, triste y apesadumbrado. No
viene mal al respecto una lectura de la parábola del hijo pródigo en el
evangelio de san Lucas (15, 11-32). Si esto es así, ¿cuál sería la postura más
racional? Cumplir las normas para alcanzar esa felicidad. Pero no cumplirlas
sólo por eso –aunque intentar alcanzar la felicidad es una cosa perfectamente
lícita y honesta– sino además, porque amor con amor se paga y es de bien
nacidos ser agradecidos. Pero también el agradecimiento puede ser una carga si
no va acompañado del amor. El amor, en cambio, es feliz cuando ve la felicidad
del ser amado. Si Dios nos ha amado primero, si lo ha hecho hasta el punto de
hacer de nuestra desgracia su sufrimiento, si nos ha dado unas normas para
lograr la felicidad, ¿no es sensato, cálido, jugoso y amable e incluso,
delicioso, seguir esas normas?
¿Será
verdad todo esto? Saberlo en las propias carnes lleva toda una vida. Pero
podemos mirar a nuestro alrededor. Yo lo hago y, al hacerlo, encuentro muchos
tipos de personas. La gama entre los dos extremos que voy a exponer es un
degradé que va de uno a otro muy paulatinamente, no caeré en el simplismo del
blanco y el negro. Y también está lleno de excepciones. Pero me atrevo a decir
que hay una clara tendencia. En un extremo están las personas que hacen alarde
de ponerse al mundo por montera y no aceptar ninguna regla de vida. Casi sin
excepción son personas que han tirado su vida a la basura y son profundamente
desgraciadas. Tristemente, son muchos más los que están más cerca de este
extremo que del otro. En el otro extremo están los que siguen unas sanas normas
morales, cristianas o no, y lo hacen con alegría, entendiendo su sentido.
Aunque no siempre, estos suelen ser personas de una profunda fe, vivida desde un
compromiso libre, son esencialmente felices y tienen una vida plena que está
relativamente poco influenciada por los avatares y desgracias de la vida. La
casuística es, sin embargo, inmensa. Hay gente que se aferra a una norma moral
por sí misma, incluso cristiana, con un estoicismo kantiano y sienten una gran
amargura interna. Hay gente que ha encontrado el camino hacia este extremo sin
ninguna base religiosa, mediante una moral puramente humana. Naturalmente,
estas apreciaciones son siempre peligrosas, porque rara vez la cara que nos
muestran las personas refleja su auténtico estado de felicidad interna. Pero si
se observa a personas con los que uno tiene una larga relación, es difícil que
el fondo no se haga evidente.
Pero
Dios, en su amor al hombre, no le ha bastado con crearlo para la felicidad, con
darle unas normas para alcanzarla, con encarnarse en Cristo para tener la
capacidad de sufrir con su desgracia, sino que se ha quedado hecho Sacramento y
luz en su Iglesia.
Sacramento,
porque sabe lo difícil que es mantener el amor primero y la ilusión para
cumplir con esas normas, que a menudo son arduas. Sabe que es imposible de
conseguir si no es con su Gracia. Por eso nos ha dejado su Sacramento, que es
Cristo, que a través de la Iglesia, que administra los sacramentos –con
minúscula–, nos da el medio ordinario para recibir esa imprescindible Gracia.
Pero Gracia viene de gratis. No compramos esa gracia con los sacramentos. Nos
es regalada con ellos. Por eso nuestro agradecimiento debe ser inmenso. Y la
gratuidad de la Gracia, que es la misericordia de Dios, puede hacer que la
Gracia llegue a quien Él quiera por medios extraordinarios. Nadie, ni siquiera
la Iglesia, puede poner límites a la fuerza de la misericordia de Dios. Por eso
a veces vemos personas aparentemente alejadas de Cristo que reciben esa Gracia
de forma misteriosa y extraordinaria. Esa es la ilimitada fuerza de su misericordia.
Luz,
porque no cesa de avisar de cuáles son los caminos que llevan a la felicidad y
cuáles los que nos precipitan en la desgracia. Y, al hacer esto, al ser luz, se
gana muy a menudo el odio o la incomprensión de quienes no quieren la luz, de
quienes les desagrada que alguien les diga que persiguiendo sus apetencias
momentáneas están labrando su desgracia, de quienes, a menudo con buena
voluntad e ingenuamente, prefieren los cantos de las sirenas asesinas de la
Odisea a llegar a la Ítaca de la felicidad.
Ciertamente,
la Iglesia, que es ese Sacramento, esposa de Cristo y su Cuerpo Místico, está
también formada por esos bichitos imperfectos que somos los seres humanos. Y mucho
más a menudo de lo que sería de desear los seres humanos que formamos la Iglesia,
que deberíamos ser luz con nuestras vidas, damos un ejemplo lamentable y
ahuyentamos a la gente.
Y
el primer mal ejemplo es la pésima forma de enseñar esas normas morales. Somos
nosotros los que hemos caído en el kantismo. Somos nosotros los que hemos caído
en la moral de pertenencia a un club. Somos nosotros los que hemos caído en la
moral del miedo. Demasiado a menudo se ha transmitido la moral sin ternura, sin
el más mínimo atisbo de su causa, el deseo de Dios de la felicidad del hombre, su
amor, su ternura y su misericordia, para convertirla en una especie de mercado
en el que a, base de cumplir normas, creemos ir ganando puntos que nos dan
derecho, si ganamos suficientes, a un cielo adulterado que no puede apetecer a
nadie, y en el que si no ganamos suficientes puntos, nos espera un infierno en
el que, a fuerza de abusar de él, se ha dejado de creer. Pues vaya desgracia. Y
hasta nos gloriamos de comparar los puntos que creemos tener con los que
atribuimos a los otros y les despreciamos si creemos tener más que ellos. Llegamos
a veces, como el hermano mayor del hijo pródigo, a indignarlos con la
misericordia de Dios y a lamentar que quien creemos que tiene menos puntos que
nosotros sea amado por Dios como nosotros. Lamentable. Convendría también leer
la parábola de los trabajadores de la última hora (Mateo 20, 1-16).
El
segundo mal ejemplo es nuestro propio comportamiento ético. Demasiado a menudo,
los católicos nos comportamos éticamente igual o peor que muchos no cristianos
o no creyentes. Y, si de verdad creyésemos en lo que decimos creer, no debería
ser así. Nuestras obras deberían dar continuo testimonio de lo que somos. Sin
ningún tipo de vana gloria, sino sabiendo, como dice san Pablo, que llevamos un
tesoro en vasijas de barro. Pero, aún en vasijas de barro, ese tesoro debería
hacerse patente y que ocurriese como ocurría con los primeros cristianos de los
que los paganos decían con admiración “¡Ved cómo se aman!”. Y no sólo como se
aman entre ellos, sino cómo aman también a sus enemigos y a los que los
persiguen. Sería, sin embargo, injusto, cargar las tintas sobre el
comportamiento indiferenciado de muchos cristianos sin ver también el de otros.
Sin tener que ir muy lejos, nos encontramos a menudo con gente discretamente
excepcional, que pasa por la vida haciendo el bien de forma silenciosa y
discreta y que lo hace por su fe y obtiene su fuerza de los sacramentos. Ello
sin olvidar a los héroes actuales, aquellos que gastan su vida con entrega
total por los más necesitados. Si tomamos un mapamundi y, con los ojos
cerrados, ponemos el dedo en cualquier sitio, veremos que en ese rincón del
mundo, sea el que sea, Nueva York o Ruanda, los que están con aquellos con los
que nadie querría pasar una hora, son, en su mayoría, católicos. Y si se les pregunta
–yo lo he hecho– por qué lo hacen, responden sin dudar que por amor a
Jesucristo. Y si se les pregunta –también lo he hecho– de dónde sacan las
fuerzas para dedicar toda su vida a ello, responden, también sin dudar, que de
la Iglesia de Cristo y sus sacramentos. Ciertamente, tampoco quiero caer en la
injusticia de decir que todos los que actúan así son católicos. Ya he hablado
antes de la fuerza de la misericordia de Dios, que no conoce límites. Pero sí
debo decir que entre este tipo de personas, la mayoría son católicos. Y que si
tomamos el grupo de los que entregan TODA su vida, esa mayoría roza el 100%.
Volviendo
al principio. Haríamos bien los católicos en librarnos del principio kantiano
de la moral para recuperar la más auténtica esencia de nuestra moral. El amor
de Dios al hombre, su misericordia sin límites, su ansia de que seamos felices,
nuestro reconocimiento de ese amor, nuestro agradecimiento y nuestra reciprocidad
en el amor hacia un Dios que sufre si no somos felices. Seguramente volveríamos
a hacer de la moral católica algo admirado por los no cristianos y no
creyentes. Tal vez, en una próxima entrada, me anime a aplicar estas ideas a un
tema que hoy día se entiende mal, incluso entre muchos cristianos. La
indisolubilidad del matrimonio y sus consecuencias.