Tomás Alfaro Drake
Creo que nunca dejaré
de asombrarme de la misteriosa coincidencia entre las matemáticas, abstracción
de nuestro cerebro, y el mundo real. Y utilizo el término coincidencia no sólo
en el sentido de coincidir, sino en el que se aplica a una inmensa casualidad.
Quizá si pongo algunos ejemplos concretos de esa coincidencia, pueda explicar
adecuadamente mi asombro.
1er
ejemplo: Apolonio de Pérgamo fue un geómetra griego que vivió a caballo de los
siglos III y II a. de C. Entre sus múltiples aportaciones a la geometría,
destaca el descubrimiento de las llamadas curvas cónicas. Se le ocurrió la
“inútil” idea de dedicar buena parte de su vida a estudiar qué curvas
resultarían de la intersección de un plano con una superficie cónica. Y lo hizo
sin otro motivo que la simple curiosidad intelectual, sin perseguir ningún fin
práctico. Si el cono se corta por un plano perpendicular a su eje, obtenemos
una circunferencia. Pero si vamos inclinando el ángulo del plano respecto al
eje del cono, la curva de intersección se convierte en una elipse, tanto más
alargada (o excéntrica) cuanto más se inclina el plano. Hasta que el plano
llega a ser paralelo a la superficie del cono. Entonces, la elipse se abre y se
convierte en una parábola. Pero este paralelismo es sólo una situación
excepcional. Si seguimos inclinando el plano, éste cortará al cono en sus dos
partes (un cono se prolonga hacia arriba y debajo de su vértice en dos partes
simétricas) y la curva resultante será una hipérbola.
Supongo que
Apolonio sentiría una gran satisfacción intelectual por la belleza de su
descubrimiento, pero desde luego, éste no sirvió para mucho a nivel práctico.
No obstante, diecinueve siglos más tarde, en el XVII d. de C., Kepler llegó a
descubrir que las órbitas de los planetas no eran circulares, como se había
creído siempre, sino que eran elípticas. Poco después, Newton, tras descubrir
la gravitación universal, dedujo que si un cuerpo celeste procedente del
espacio profundo pasase cerca de la tierra, describiría una hipérbola antes de
volverse a perder en el espacio. Desde el siglo XX, las curvas cónicas han sido
usadas para conseguir trazar el camino que debería seguir un satélite
artificial para poder pasar cerca de Saturno y sus lunas gastando la menor
cantidad de energía posible. Gracias a Apolonio, podemos ver fotos de este
planeta, del que se especula que pueda haber tenido o tener vida. Gracias a la
parábola se pueden construir telescopios que escudriñen las lejanas estrellas o
los faros de mi coche que me permiten conducir de noche ¡Gracias Apolonio por
tu inútil curiosidad!
2º Ejemplo:
Fue Pitágoras,
allá por el siglo VI a. de C., quien descubrió el teorema que lleva su nombre y
que conocen hasta los niños que estudian sólo letras (que garrafal error,
rayano en la tragedia, eso de que siendo aún un niño haya que elegir entre
ciencias y letras). A saber: “la suma de
los cuadrados de los catetos es igual al cuadrado de la hipotenusa”. Una
vez más, Pitágoras no pretendía nada práctico al llegar a esta conclusión. Pura
e “inútil” especulación intelectual. Creo que no es necesario explicar los
efectos prácticos que ha tenido el teorema de Pitágoras. Pero pretendo derivar
hacia otra “inútil” especulación intelectual emparentada con el teorema de
Pitágoras. La trigonometría.
No está claro si
fueron los babilonios, egipcios o griegos los que dieron más impulso a esta
rama de la matemática. Pero sea quien sea, se le ocurrió pensar cuál sería la
relación entre la longitud de determinados segmentos formados por la proyección
del radio de una circunferencia al girar alrededor de ella, en función del ángulo
que hubiese girado. No se puede encontrar curiosidad intelectual más “inútil”
que esa. Fueron apareciendo así, a lo largo de los siglos, consumiendo
“inútilmente” la capacidad intelectual de grandes genios, las funciones del
seno, coseno, tangente, cotangente, secante y cosecante de un ángulo. Cierto
que estas cosas tuvieron, casi al mismo tiempo que se especulaba sobre ellas,
aplicaciones prácticas en la medición de alturas de edificios o montañas,
distancias difíciles de medir directamente entre puntos muy alejados, etc. En
el siglo III a. de C. Eratóstenes calculó la circunferencia de la Tierra. Lo
hizo gracias a la trigonometría, al descubrimiento en la biblioteca de
Alejandría de que había un pueblo llamado Siene, al sur de su ciudad, en el que
el día del solsticio de verano el sol se reflejaba en el fondo de un pozo y a
la sombra de un palo en el jardín de su casa alejandrina ese día. Si se
equivocó no fue por el método de cálculo, sino porque la distancia entre Siene
y Alejandría la midió por los pasos que tuvo que dar un esclavo para
recorrerla. El esclavo debía tener las piernas largas, necesitó pocos pasos y
eso hizo creer a Eratóstenes que la distancia entre las dos ciudades era menor.
En el siglo III a. de C., y también gracias a la trigonometría Aristarco de
Samos, calculó la distancia de la tierra al sol. Cosas que en aquel entonces
servían para muy poco, más allá de satisfacer la curiosidad. Hoy he leído en el
periódico que se ha descubierto que hay en el mundo tres montañas más con más
de ocho mil metros de altura. Imagino que este descubrimiento habrá puesto
cachondos o les habrá hecho exclamar ¡mierda! a todos los alpinistas que hayan
conseguido coronar los hasta ahora 14 ochomiles. ¡Otros tres picos más para
escalar!
Pero he aquí,
que cuando, en el siglo XIX, Maxwell descubrió las ondas electromagnéticas, se
dio cuenta de que eran funciones sinusoidales, es decir, basadas en senos y
cosenos. Es decir, si hoy podemos comunicarnos por internet, es gracias a que
conocemos cómo son estas funciones. Pero no acaba ahí la cosa. Fourrier
descubrió que cualquier fenómeno que se repita, de la forma que sea, en el
tiempo, puede descomponerse en una serie de funciones sinusoidales. Gracias a
ello, las compañías eléctricas diseñan los tendidos de alta tensión de forma
que, aunque se rompa un cable en un tendido a mil kilómetros de mi casa, yo pueda
encender la luz sin que esto me cause ningún problema.
A los
financieros que quieren medir el riesgo comparativo de varias inversiones y
buscar una cartera de valores que minimice ese riesgo, no se les caen de la
boca las llamadas betas de una determinada acción de la bolsa. Pues bien, estas
betas no son otra cosa que la tangente trigonométrica del ángulo formado por la
recta de regresión lineal de la nube de puntos formada por la correlación a lo
largo del tiempo de la rentabilidad de esa acción con la rentabilidad del
mercado. Eso por no hablar de las ondas Elliot. Sé que un lector de a pie no
entenderá nada de lo que acabo de decir, pero cualquier dentista con ahorros
que invierte en bolsa se dará cuenta de que, detrás de los sabios –o
insensatos– consejos de inversión que recibe para sus ahorros de sus analistas
financieros, están Pitágoras, Fourrier y un largo etcétera de matemáticos que han
desarrollado la trigonometría por pura curiosidad intelectual. Y si en esta
crisis, algún analista financiero estúpido o sinvergüenza, le ha llevado a
perder sus ahorros, que no le eche la culpa a los matemáticos, sino a la
estupidez o falta de escrúpulos de sus analistas y asesores financieros. Otros
analistas y asesores usan esos conceptos con inteligencia y honestidad,
haciendo que nuestro dentista pueda obtener por sus ahorros de toda una vida
una rentabilidad acorde con el riesgo que se esté dispuesto a correr.
3er
ejemplo:
Diofanto fue un
matemático, también griego, del siglo III d. de C., que estaba intentando
conocer la longitud de los lados de un triángulo rectángulo a partir de su
perímetro y su área. Tampoco perseguía ninguna finalidad más allá de su
curiosidad intelectual. Pero he aquí que en su discurrir, se encontró con la
raíz cuadrada de un número negativo. Perplejo, tuvo que concluir que un número
negativo no podía tener raíz cuadrada. El número -1, no tiene raíz cuadrada ya
que el cuadrado de 1 es 1 y el cuadrado
de -1, es también 1, por aquello de que la multiplicación de dos números
negativos da un número positivo. Es decir el número 1 tiene dos raíces
cuadradas, 1 y -1, pero el número -1 no tiene ninguna. Tuvieron que pasar catorce
siglos hasta que Descartes, en el siglo XVII, se atreviera a decir que la raíz
de -1 era un número imaginario que más tarde se llamó i. Inmediatamente se empezaron a estudiar números híbridos formados
de una parte real y una imaginaria, números a los que se dio el nombre de
complejos. Se desarrolló una aritmética con estos números y pronto se vio que,
según esta aritmética la suma de dos números complejos podía dar un número
real. Esto llevó a Huygens a escribir una carta a Leibniz, en la que le decía:
Lo
que me escribes sobre cantidades imaginarias (complejas) que, no obstante, cuando se suman dan una cantidad real, me es
sorprendente y totalmente nuevo. Uno nunca
creería
que esto fuese cierto y debe haber algo escondido en ello que es incomprensible
para
mí.
Hasta aquí, pura
e inútil especulación intelectual. Pero el siglo XX vio la aparición de la que,
probablemente, haya sido la mayor revolución científica de la historia: la física
cuántica. Según esta física, las partículas elementales, el electrón, por
ejemplo, no son como pequeñas bolas de villar, que están en un sitio concreto.
Se parecen más bien a una nube de puntos dispersos que se van expandiendo de
una determinada forma mientras no nos empeñemos en saber dónde están. Esa nube
determinaría, si nos empeñásemos en saber dónde está el electrón, la
probabilidad de que se encontrase en un sitio u otro. Y no es que el electrón
esté en un sitio u otro sin que nosotros sepamos exactamente en cual. Hasta que
no nos empeñamos en saber dónde está, no está en ningún sitio particular, ES esa nube (hay experimentos que
demuestran sin lugar a dudas que esa nube está realmente en diferentes sitios a la vez). Y si nos empeñamos en
saber dónde está, no hay manera de saber a priori en dónde va a “colapsar” (así
se llama al fenómeno que determina el lugar donde estará en electrón si le nos
empeñamos en localizarle). Sólo podemos saber la probabilidad de que aparezca
en un sitio u otro. Y si una vez colapsado, le dejamos a su aire, el electrón
volverá a ser una nube indeterminada. A esa nube indeterminada se le llama
“función de onda”. Pues bien, Schrödinger, en el siglo XX, descubrió las
ecuaciones que rigen la evolución de esa función de onda de una partícula. Y
esas ecuaciones necesitan la matemática de los números complejos. Ahí estaban,
agazapados en la naturaleza de las cosas, esos engendros intelectuales de
Diofanto, Descartes, Huygens y Leibniz. Y no se puede decir que la física
cuántica sea una elucubración. Sin ella, yo no podría escribir en mi ordenador
y, un día, gracias a ella, habrá ordenadores cuánticos que cabrán en la punta
de un alfiler, con una capacidad de cálculo y memoria que dejarán en ridículo
al más sofisticado de los ordenadores actuales.
4º Ejemplo:
Se pierde en la
noche de los tiempos el descubrimiento de los números primos. Como todo el
mundo sabe, un número primo es aquél que sólo es divisible por sí mismo o por
la unidad. Por ejemplo, el número 13 es primo porque ningún número que no sea
el 1 o el propio 13, puede dividirlo de forma entera. Efectivamente, 13/1=13 y
13/13=1, y punto. No hay otra forma de dividir 13 y que dé un número entero.
Sin embargo, el 15, no es un número primo, porque, además de la perogrullada de
ser divisible por sí mismo y por la unidad, es divisible por 3 y por 5. ¿Se
puede encontrar algo más “inútil” en lo que gastar el tiempo que en esto? Pues
desde que se descubrieron los números primos, muchas de las mejores mentes de
la humanidad no han dejado de perder el tiempo con esta “inutilidad”. Euclides,
en el siglo IV-III a. de C. demostró que hay infinitos números primos. Desde
entonces se ha intentado buscar una regla que permita definir brevemente si un
número es primo o no. No sólo no se ha encontrado esta regla, sino que se ha
demostrado que no existe. Por tanto, para saber si un número es primo no hay
más narices que tantear para ver si es divisible por algún otro. Esto está chupado
de hacer a mano para números de 2 o 3 cifras, pero ni el más potente ordenador
puede hacerlo para un número de, pongamos 34823 cifras. El número primo más
alto del que se ha podido demostrar que lo es, es el 23021377, que
es un número de 909525 cifras. Se han generado listas de números primos hasta
valores tan altos como han permitido las más potentes computadoras, pero por
encima de este límite, entramos en territorio ignoto, con la excepción de
algunas excepciones de números más altos, como el del record citado, que se han
podido demostrar como primos. De la inspección de la lista de estos números se
ve que los números primos no siguen ningún patrón definible o, al menos, nadie
lo ha encontrado.
Sobre los
números primos se han demostrado cosas como que son infinitos y que no hay una
regla que los defina. Pero hay sobre ellos conjeturas que, si bien se han
comprobado como ciertas para todos los números primos conocidos y tienen, por
tanto visos de ser ciertas, no se han podido demostrar. Cito dos de estas
conjeturas. La primera no tiene, que yo sepa, nombre de inventor. Se llama la
conjetura de los números primos gemelos. Es evidente que, salvo el 2, todos los
números primos tienen que ser impares, puesto que los pares son divisibles por
2. Se llaman primos gemelos a aquellos que son impares consecutivos. Por
ejemplo, el 3 y el 5 son primos gemelos. El 11 y el 13, también. Y lo mismo pasa
con el 17 y 19; 29 y 31; 41 y 43; …
599 y 601. El record actual de dos primos gemelos está en los números 2003663613*2195000-1 y 2003663613*2195000+1.
Cada uno de estos números tiene 58.711 cifras. Si se mira la lista de números primos, se ve que, en
general, la distancia entre dos números primos consecutivos aumenta con el
tamaño, aunque sin ninguna regla. De hecho, para números inmensos, aparecen de
repente primos gemelos. Esto ha llevado a la conjetura de que dado cualquier
número, por grande que sea, siempre se podrá encontrar un par de primos gemelos
mayores que ese número. Muchísimas mentes brillantísimas se han dedicado
inútilmente a intentar demostrar esta conjetura.
La segunda
conjetura que voy a exponer lleva el nombre del matemático que la formuló. Se
llama la conjetura de Goldbach. Efectivamente, en 1742 Goldbach, un matemático
casi desconocido le escribió una carta a Euler en la que le decía: “Creo que todo número mayor que 5 puede
ser escrito como la suma de tres primos”.
Hoy en día, la conjetura se presenta de una forma equivalente más sencilla: “Todo número par puede ser escrito como la
suma de dos primos”. Pero, se presenten como se presenten nadie ha sido
capaz de demostrar estas conjeturas, a pesar de que muchos matemáticos han
dedicado a ello su vida. Muchos se han vuelto locos obsesionados con esas
demostraciones. Tengo un amigo que ha estado a punto de tirar por tierra una
brillantísima carrera como economista teórico por dedicarle dos compulsivos
años a la demostración de la conjetura de Goldbach. Parece que se ha curado.
Pero si un día gana, como es posible, el Nobel de Economía, estoy seguro de que
estos dos años no habrán sido inútiles.
Pero, en la vida
corriente, ¿para qué ha servido tanto esfuerzo baldío? Cada vez que entramos
por internet en nuestro banco para hacer una transferencia lo podemos hacer con
bastante seguridad gracias a sistemas de encriptación basados en la matemática
de números primos. Y, hoy día, se considera que hay métodos de encriptación
basados en ellos que son totalmente imbatibles.
***
Podría poner más ejemplos, como los números transfinitos de
Cantor, el teorema de la incompletitud de Gödel o el de la incomputabilidad de
Turing, pero esto haría insoportables estas ya demasiado largas líneas. No
puedo, sin embargo, pasar de largo sin introducir en ellas mi “locura”
particular. La mayoría de los científicos dan por hecho que la inteligencia del
hombre ha surgido por la evolución. Es bastante evidente que el cuerpo del
hombre sí que ha venido por evolución. Mi evidente parecido anatómico con el
chimpancé o el gorila me hacen pensar que nuestros cuerpos deben venir de un ancestro
común. A fin de cuentas la evolución procede siempre de forma que va
introduciendo cambios paulatinos que son inmediatamente beneficiosos para el
organismo que los “sufre” y esto, poco a poco, va haciendo que aparezcan rasgos
diferenciales que crean ramificaciones en el árbol de la vida. Se puede seguir
el rastro de las modificaciones anatómicas que han llegado a diferenciar al
hombre del chimpancé o el gorila. Pero, ¿la inteligencia humana? La
inteligencia humana capaz de elucubraciones como las matemáticas es un salto
cualitativo e inmenso, no un proceso paulatino. ¿Y la aparición de esa sed de
belleza intelectual ligada al descubrimiento de la verdad abstracta que
caracteriza a las matemáticas, de dónde viene? ¿Qué animal la posee aunque sea
en un grado muchísimo menor que el humano? Ninguno. No soy capaz de imaginarme a
ningún ser distinto del hombre dedicando su vida a descubrir la raíz cuadrada
de -1 y o asombrándose por la belleza de la relación entre los catetos y la
hipotenusa, sin sacar de ello el más mínimo beneficio. La búsqueda de la verdad
y el asombro por la belleza de la misma, son dos características exclusivas de
la inteligencia humana (decir inteligencia humana es una redundancia), que
suponen un salto cualitativo sobre cualquier otra cosa que haya existido antes.
Además, no parece que sean una ventaja competitiva para la supervivencia. Por
tanto, no tiene sentido pensar que la inteligencia humana viene, como el cuerpo
del hombre, por evolución. Pero, si no viene por evolución, ¿cómo ha aparecido?
Einstein se sorprendía de que las leyes del universo tuviesen una lógica
interna que lo hiciese inteligible. No hay ninguna razón para que el universo
tuviese lógica. No hay ninguna razón para que la ley de la gravedad no sea
ahora de una manera y dentro de un segundo de otra diferente a la de ahora. Heráclito
de Éfeso, en el siglo VI a. de C. también se asombro de esto. A este principio
que rige todas las cosas le llamó Logos. Aristóteles se asombraba de que
existiese algo. ¿Por qué habría de existir algo en vez de la nada? A ese algo
le llamó el Ser. Definió los atributos del Ser como verdad, bondad, belleza y
unidad. Sólo un ser con inteligencia ha podido hacer un universo con Logos y le
ha podido dar al hombre inteligencia para descubrir ese Logos. Sólo un ser con
belleza puede dar al hombre el sentido de la belleza de descubrir La verdad de
ese Logos. Tal vez haya que ser más rebuscado para buscar en las matemáticas la
raíz de la bondad, el tercero de los atributos del Ser, pero la verdad y la
belleza resplandecen en ellas. Y si resulta que, de una manera misteriosa, de
la búsqueda de esa verdad y esa belleza se desprende la casualidad de que aparezcan
utilizaciones prácticas que pueden hacer la vida mejor para toda la humanidad,
a lo mejor, también hay bondad en las matemáticas. El escritor alemán del siglo
XVIII Gotthold E. Lessing dejó escrito que “la
palabra coincidencia es una blasfemia; nada bajo el Sol sucede por casualidad”.
Y si en las matemáticas llegan a coincidir verdad, belleza y bondad, ¿no se
desprende de ellas también la unidad? ¿No será Dios matemático? Así pues, como
dice el título de estas líneas: ¡Gloria a las matemáticas!