Esta es la última entrada del blog hasta Septiembre, si Dios quiere.
Hace unos meses me invitaron a dar una charla sobre este tema. Cuando
me dijeron que querían que hablase sobre eso, sin posibilidad de cambiar el
título, se me presentaron tres alternativas. La primera, decir que no. La
segunda decir que sí y hablar de lo que me diese la gana. La tercera, decir que
sí e intentar poner patas a tema tan peculiar y sin mucha relación entre la
afirmación inicial y la pregunta retórica subsiguiente.
Descarté la primera porque siempre digo que sí a estos retos. Descarté
la segunda por vergüenza torera. Si te piden que hables de una cosa, hay que
ser un político para hablar de otra que no tiene nada que ver y la política no
es mi fuerte. Por descarte, me quedé con la tercera y con una profunda
preocupación por lo que pudiera decir.
Como me avisaron con bastante antelación, dejé que el tema rondase por
la cabeza buscando conexiones de ideas. Al final, me salió una charla bastante
apañada en la que fui capaz, creo, de hablar de las dos partes y, luego,
establecer una razonable conexión entre ambas. Aunque no la puse por escrito,
pues cuando doy una charla, llevo sólo un guión, más o menos dije lo siguiente:
***
El ateísmo en occidente está en agonía. Esta afirmación puede parecer
absurda. Y lo sería si emplease el término agonía para decir que el ateísmo
está muriendo, extinguiéndose. Pero no me refiero a eso. Creo que, más bien, el
ateísmo en occidente es un fenómeno en auge. Y sin embargo, está en agonía.
Utilizo agonía en el sentido real de la palabra, que es el que usó Unamuno
cuando escribió su conocida obra “La agonía del cristianismo”.
La palabra agonía viene del griego αγωνία y del latín agonia idiomas en los que significa ‘lucha’, ‘combate’. El
diccionario de la Real Academia Española de la Lengua Española en su 3ª
acepción de esta palabra dice: “Angustia o
congoja provocadas por conflictos espirituales”. Y es en esta acepción en la
que digo que el ateísmo está en agonía. Porque no cabe demasiada duda de que el
ateísmo está sometiendo a la civilización occidental a una gran angustia y
congoja. O desencanto, vacío y náusea, si se prefiere.
Sin embargo,
cuando pensamos en términos de globalización, el ateísmo es un fenómeno, si no
marginal, sí claramente minoritario, aunque en occidente nos estemos zambuyendo
en él cada vez más profundamente. El siguiente cuadro nos da una idea de esto.
Cristianos (incluye los
católicos) 33% 2310 MM
Musulmanes 21% 1470 MM
Hinduistas 14% 980 MM
Budistas 5% 350 MM
Religión tradicional china 5% 350 MM
Judaísmo 0,22%
15 MM
Shiks 0,36%
25 MM
Religiones primitivas 5%
350 MM
Otras 4% 280 MM
Ateos y agnósticos 12%
840 MM
Este cuadro
puede tener una lectura triunfalista: “El cristianismo, en su conjunto, es la
religión con más adeptos del mundo”. Pero yo prefiero una interpretación mucho
más prudente. Primero, porque habría que ver cuántos de ese 33% de cristianos
realmente lo son. Y, segundo, porque veo el vaso medio vacío o, mejor, vacío en
sus dos terceras partes. Me duele más ese 67% de gente que no abraza todavía a
Cristo, que el 33% que, si no somos críticos, lo abrazan.
Tal vez
convenga hacer un repaso a vuelo de pájaro de la historia del ateísmo en
occidente y sus raíces.
En la
antigüedad clásica, las clases dirigentes eran ateas. El pueblo creía en un
panteón politeísta que era, además, una religión de Estado cuya ficción se
mantenía por esas clases dirigentes ateas. Sin embargo, los filósofos
necesitaban encontrar un principio de todas las cosas, una causa primera, una
razón del universo. Heráclito, en el siglo VI-V a. de C. habló del Logos al que
definía como “la inteligencia que gobierna todas las cosas a
través de todas las cosas”[1], y
del que decía: “Es prudente escuchar al Logos, no a mí”[2].
Platón, un siglo más tarde, situaba a esa razón de ser de todas las cosas en el
mundo de las ideas, como generadora de todas las demás. Conviene recordar que
para Platón el mundo real era el de las ideas, del que la realidad sensible era
un burdo reflejo. Aristóteles, poco después, le llamó la causa primera,
necesaria para la existencia del cosmos.
Pero ese
Logos, esa la idea generadora, esa causa primera, eran conceptos fríos,
incapaces de dar sentido a la existencia humana. Y si esa causa primera no
podía dar sentido a la vida, ¿qué decir del ateísmo? Por eso el ateísmo estaba
también en agonía en el mundo clásico.
Fue en
ese ateísmo agónico y sin respuestas en donde prendió el cristianismo como el
fuego en la yesca. De repente, una doctrina, encarnada en una persona, daba
sentido a la vida. Esa fría causa primera se convertía en un Dios trinitario,
creador por amor y encarnado en la naturaleza humana sufriente. No hubo
persecuciones capaces de frenar este novísimo. Rodney Starke, en su magnífico
libro –escrito desde el agnosticismo– “The rise of christianity”, dice que en
el año 313, cuando Constantino promulgó el edicto de Milán, los cristianos eran
unos 6 millones, aproximadamente un 10% de los habitantes del Imperio Romano.
Según este autor, fue este crecimiento imparable el que hizo al emperador
promulgar el edicto de tolerancia. Si en el año 33, justo tras la resurrección
de Cristo, los cristianos eran tan sólo unos 500 y en el año 313 –lapso de
tiempo que representa tan sólo 9 generaciones –eran 6 millones, el crecimiento
generacional fue del 270%, es decir, en cada generación, el número de
cristianos se multiplicaba casi por 4. Si hoy, en el 2013, hay en el mundo 2310
millones de cristianos, y desde el 313 han pasado 51 generaciones, el
crecimiento acumulativo generacional ha sido del 12,4% que, a lo largo de 1700
años, no está mal. Y, este mérito, hay que atribuírselo a la Iglesia. Porque,
¿quién conocería hoy a Cristo si no fuese por la Iglesia? ¿Quién creería que
Jesús es verdadero hombre y, al mismo tiempo, Dios encarnado? ¿Quién conocería
el extraordinario código ético contenido en las bienaventuranzas, en la
parábola del hijo pródigo, en el pasaje evangélico de la mujer adúltera o en el
Padrenuestro, por citar algunas muestras del mismo? Corrijo: el mérito no es de
la Iglesia, sino del Dios encarnado de la que ella es su cuerpo en la tierra.
Pero los
seres humanos somos capaces de enfriar el hierro candente encorsetándolo y
enfriándolo en moldes hechos a nuestra medida y convirtiendo ese novísimo en
una doctrina más. Peor aún, casi haciendo de esas figuras de hierro sólido un
ídolo a nuestra medida, sustituto del Dios infinito. Y así ocurrió a lo largo
de los siglos. Los cristianos hicimos del cristianismo una religión en vez de
un encuentro con el Dios encarnado, una doctrina y hasta una idolatría, en vez
del anuncio de una buena noticia. Los primerísimos cristianos, no argumentaban,
no discutían. Simplemente anunciaban ardientemente lo que habían visto, lo que
habían vivido. A ese anuncio le llamaban el kerigma, que en griego significa
anuncio, proclamación. Y ese kerigma ardiente, prendía en muchos corazones que
también experimentaban ese encuentro –no sensorialmente, sino sacramentalmente–
y prolongaban el kerigma. Y muchos cristianos, en los veinte siglos de
cristianismo, han tomado esa antorcha de fuego y la han traído, como los
atletas que llevan la antorcha olímpica desde Olimpia hasta el lugar en el que
se celebren las olimpiadas, hasta hoy. Pero, como dice Jesús: “por la maldad creciente, se enfriará el
amor de la mayoría” (Mateo 24,12), hasta preguntarse: “Cuando vuelva el Hijo del hombre, ¿encontrará fe en la tierra?”
(Lucas 18, 8). No pensemos que esa maldad es sólo la de los ateos o pecadores.
Es, también, en buena medida, la de esos muchos cristianos que hemos
solidificado el hierro hasta hacernos un ídolo. Y tarde o temprano, tenía que
pasar que hubiese gente que rechazase el frío metal en que se había convertido,
en gran parte, el cristianismo. Al principio el cristianismo usó con éxito la
filosofía griega para dar razón apologética de ese anuncio. Y seguramente fuese
necesario hacerlo así ante la cultura griega, para “dar razón de nuestra esperanza a todo el que pida explicaciones”,
como aconsejaba Pedro (1Pedro 3, 15). Pero la tragedia es que a menudo esta
apologética sustituía al kerigma, en vez de añadirse a él, incumpliendo la
segunda parte del consejo de Pedro: “pero
hacedlo con dulzura y respeto, como quien tiene limpia la conciencia”. Y
así, el cristianismo-religión pronto quedó encerrado en el molde de esa
filosofía que, poco a poco, se fue volviendo contra él. Así se inicia un
proceso de siglos, tras los pasos de los Occam, Descartes, Kant, Hegel,
Nieszche y Heidegger, entre otros muchos, que acabó desembocando en el nuevo
ateísmo de nuestros días (ver la serie de entradas en este blog bajo el título
“El camino hacia la posmodernidad y el nuevo renacimiento”, publicada entre Enero
y Julio de 2008). Sería farisaico negar que buena parte de la culpa de este
proceso la tenemos los cristianos, que hemos aprisionado el cristianismo en sus
corsés de religión y doctrina en vez de ser fuego, metal fundido, encuentro con
el Dios encarnado y anuncio de la buena noticia. Y así, hemos conseguido que
todo este movimiento de escape de la religión sea visto por muchos como una
liberación. Pero, con todo, este nuevo ateísmo no es menos agónico y falto de
respuestas que el de la antigüedad. Pero sería injusto no ver que, a lo largo
de estos veinte siglos, siempre ha habido personas que han sabido mantener ese
fuego sagrado. Y siempre lo han hecho al amparo de los sacramentos instituidos
por Cristo y mantenidos por la Iglesia, por más que ésta, en muchas de sus
actuaciones, represente, tristemente, tan sólo a la religión y a la doctrina.
Pero en
el siglo XXI el cristianismo se ha convertido en un “dejá vu”, ha dejado de ser
un novísimo, y el ansia de respuestas de mucha gente se vuelca en doctrinas
exóticas, antiguas y nuevas, como el Budismo o el New Age.
Ante
este panorama, ¿qué hacer? ¿Tal vez confiar en que tras tocar el fondo del
abismo del nihilismo, la humanidad se vuelva hacia la religión? No basta. Y no
basta, porque habría demasiadas pérdidas en el camino de descenso y retorno a
ningún sitio en el de vuelta. ¿Entonces? Tenemos que hacer revivir las ascuas,
que siempre han estado ahí, del auténtico cristianismo, encender el fuego,
reavivarlo, volver al amor primero, al anuncio del amor de Dios encarnado, en
un reencuentro con Cristo resucitado. Reencontrar el cristianismo de la
misericordia y del perdón, de la gratuidad del amor de Dios. Romper los ídolos
de hierro sólido, fundir sus pedazos para que pueda volver a fluir, ardiente.
El nuevo
Papa Francisco anuncia esto. Dice que la Iglesia, que somos todos los cristianos,
debemos salir al encuentro de todas las marginalidades y pobrezas de la
humanidad. Y hacerlo, no desde la suficiencia, sino desde nuestra propia marginalidad
y pobreza, pero apoyados en la fuerza de Cristo. Francisco dice que una Iglesia
encerrada es una Iglesia enferma, que salir al encuentro de esas marginalidades
puede producir accidentes, pero que prefiere mil veces una Iglesia accidentada
que una Iglesia enferma.
Debemos,
en definitiva, recuperar la pasión por la santidad, que es fuerza y fuego, lo
contrario de la mediocridad.
Llego
aquí al ecuador de mi charla, a la agonía del ateísmo. Tengo que entrar ahora
en la segunda parte, aparentemente inconexa: “¿es la religión el opio del
pueblo?” y, lo que es más difícil, intentar establecer un nexo entre ambas
partes.
¿Es la
religión el opio del pueblo? Esa acusación nace de Karl Marx, dirigida al
cristianismo. Y no le faltaba razón, porque puede serlo muy fácilmente y, a
veces, lo es. Voy a hacer una afirmación provocadora: El cristianismo no es una
religión. Ya se ha podido intuir esto en algunas frases anteriores. No es una
religión en el sentido de un catálogo de cosas en las que hay que creer y una
pesada y más o menos larga lista de normas que hay que cumplir. Por supuesto
que hay cosas que creer en el cristianismo, pero no como algo externo, sino
como algo en lo que creemos porque lo hemos experimentado y nos ha llenado la
vida de ardor y fuerza. Por supuesto que hay unas normas que cumplir, pero no
como una pesada imposición, sino como un código de felicidad pensado por el
Dios de amor que nos ha creado para la verdadera felicidad y que sabe el camino
hacia ella. Unas normas que, así, se cumplen con agradecimiento, con amor y con
alegría. Y cuando se hace del cristianismo una religión, le ocurre, como a
cualquier religión, que está muy cerca de convertirse en el opio del pueblo y
darle la razón a Marx.
Permítaseme
poner las acepciones que la Real Academia de la Lengua Española hace de la palabra
religión.
1. Conjunto de creencias o dogmas acerca de la divinidad, de
sentimientos de veneración y temor hacia ella, de normas morales para la
conducta individual y social y de prácticas rituales, principalmente la oración
y el sacrificio para darle culto.
2. Virtud que mueve a dar a Dios el culto debido.
3. Profesión y observancia de la doctrina religiosa.
Echo en falta,
en la definición de religión tradicional de la RAE un 5º punto:
5. La búsqueda
de la salvación individual.
Esas
acepciones son la perfecta definición de esa religión que fácilmente puede
convertirse en el opio del pueblo. Permítaseme ahora la osadía de dar mi definición del cristianismo. Es una
definición peculiar, pero creo que ortodoxa. Aunque hay en ella varios puntos,
no son distintas acepciones, sino, si se quiere, el orden cronológico por el
que se llega al auténtico cristianismo.
1ª El Amor DE DIOS. Dios nos
amó primero y gratuitamente. DEJARSE AMAR POR DIOS GRATIS.
2ª El encuentro con una
persona viva y actuante, encarnación de ese Amor; Jesucristo. Encuentro a
través de los medios que él ha establecido, que son los sacramentos, que sólo
se pueden encontrar en esa Iglesia que tantas veces en la historia ha ayudado
al establecimiento de la religión-idolatría.
3ª El amor A DIOS, A TRAVÉS
DE JESUCRISTO como respuesta a ese amor gratuito de Dios, a ese
encuentro.
4ª El amor a todos los
hombres en general, pero también y al ser humano concreto que tenemos al lado como
respuesta a ese amor nuestro a JESUCRISTO.
5ª El compromiso para hacer
mejor este mundo como consecuencia de ese amor.
6ª La sed de salvación
personal y para toda la humanidad basada en el amor A DIOS EN JESUCRISTO.
Lo que lleva al apostolado.
7ª El culto, los ritos, la
conducta moral, la liturgia, la alabanza, el agradecimiento, la oración, etc. basados
en el amor A DIOS EN JESUCRISTO.
Me
parece a mí que estas dos definiciones tienen poco en común. Si reducimos lo
segundo a lo primero, hacemos fácilmente de la religión una idolatría, que es
mucho peor que el opio del pueblo. Y así es imposible dar a la agonía del
ateísmo la respuesta que merece. ¿Cómo se va a sentir ningún ateo atraído por
esa caricatura del cristianismo? Es más, tienen razón cuando buscan una
liberación de una carga insoportable. Y, ¡cuántas veces hemos hecho eso los
cristianos a lo largo de la historia! Podría citar muchos pasajes de los
Evangelios en los que Jesús nos previene, a los que somos practicantes de
alguna religión, en este tipo de idólatras. Generalmente se refiere a los
escribas y fariseos que, al parecer, tenían una mentalidad mercantilista para
“comprar” la salvación y excluir de ella a los que ellos pensaban que no
pagaban el precio que ellos sentenciaban que había que pagar. ¿No somos muy a
menudo los cristianos más fariseos que los fariseos?
Podría
parecer anacrónico hablar de idolatría en Occidente, en el siglo XXI en el que
parece que hay un avance del ateísmo –aunque este avance produzca agonía– que
parece la negación de toda religión e idolatría. Pero no es así. Los ateos
pueden tener su idolatría y los cristianos, además de poder participar en la de
los ateos, pueden tener la suya propia.
La
primera idolatría es la idolatría del YO. YO soy mi propio dios. Nada por
encima de MÍ. YO soy mi propia norma. YO decido qué es bueno para mi felicidad,
sin atender a mi innegable condición de ser limitado sujeto a error. YO defino
cómo es mi naturaleza, haciendo caso omiso a toda evidencia natural. No creo
que descubra nada nuevo si digo que los seres humanos parecemos unos auténticos
especialistas en labrar nuestra propia infelicidad. No es de extrañar, si
despreciamos lo que somos, criaturas creadas por Dios de acuerdo a una
naturaleza, y las normas de amor que Dios, que sabe de nosotros infinitamente
más que nosotros, nos ha dado para alcanzar esa anhelada felicidad. Como he
dicho ateos y cristianos –o creyentes de cualquier religión, podemos compartir
–y de hecho compartimos– perfectamente esta idolatría.
La
segunda idolatría es, en cambio, exclusiva de los seguidores de alguna
religión. Consiste, como se ha dicho anteriormente en crearnos un diosecillo a
nuestra medida, a la medida de nuestros intereses. Un diosecillo con el que se
puede establecer un contrato y, luego, entrar en trapicheos para cumplirlo. Si
yo cumplo con mi parte del contrato, compro algún tipo de salvación –qué tipo
de salvación es algo que depende de cada religión– porque he pagado el precio
estipulado. Precio que, además, puede entrar en subasta a la baja. Por otro
lado, quien no paga ese precio, o lo rebaja más de lo que a nosotros nos parece
rebajable, pierde esa salvación. Esto convierte a los seguidores de cualquier
religión en unos idólatras que, además, se hacen odiosos y crean un profundo –y
muy comprensible– rechazo hacia su religión.
En el
fondo –o no tan en el fondo– debemos estar agradecidos a los ateos –y, en
general a los enemigos de la Iglesia– por su aportación. Aunque no lo hayan
hecho con esa intención, han sido muy a menudo una señal de que algo va mal.
Muchos ateos –y mucha gente que odia a la Iglesia– lo son por el mal ejemplo y
esa actitud idolátrica de muchos cristianos y de algunos estamentos de la
Iglesia. Y son para el organismo de la Iglesia como la fiebre para nuestro
cuerpo. Una señal de alarma que no debemos ignorar, despreciar ni, mucho menos,
anatemizar, sino curar su causa. Tal vez debiéramos preguntarnos: ¿qué hay de
razón en ese rechazo de la fe y de la Iglesia?, ¿qué debemos cambiar en
nosotros mismos para que esa actitud se suavice?, en vez de sentirnos víctimas
completamente inocentes, incomprendidas u odiadas.
En
conclusión, para que el cristianismo no sea el opio del pueblo y sirva como
respuesta a la agonía del ateísmo, la palabra clave es gratuidad. Aceptar que por
pura misericordia de Dios estamos salvados. Que Cristo nos ha comprado con su
sangre, un precio que jamás podríamos pagar nosotros. Esto no quiere decir que
nuestras buenas obras sean inútiles. Si salen con alegría del agradecimiento a
esa salvación gratuita, son agradables a Dios y pueden, por tanto, servir para
la santificación del mundo y la salvación de todos los hombres haciendo que
muchos acepten el regalo. Anuncio, proclamación, kerigma, que llevan con
alegría a las buenas obras, no moral farisaica de vía estrecha que crea rechazo
y distanciamiento. Gratuidad y agradecimiento, no contrato y exigencia.
Sentirnos inmensamente pobres para comprar esa salvación, necesitados de ese
regalo y agradecidos de haberlo recibido. Copiar a Dios con una oración de
alabanza gratuita a Él por su grandeza y su misericordia gratuita.