En la entrada del
pasado 4 de Enero de 2014, sobre “Optimismo empírico y riesgos catastróficos,
cerca ya del final, decía: “Entre los ataques a esa matriz no
quiero dejar de citar uno de enorme incorrección política. Se trata de las
consecuencias que han traído al mundo las distintas formas de contracepción. No
voy a desarrollar este tema ahora porque su explicación es larga y prolija,
pero intentaré poner mis argumentos en negro sobre blanco y publicarlos”. Pues bien, ahí va el
cumplimiento de lo dicho.
Muchas personas,
sobre todo –aunque no únicamente– en las filas de la izquierda, opinan que la
aparición de los anticonceptivos ha sido un gran avance para la humanidad. Yo
opino exactamente lo contrario. Creo que es algo que puede llevar a la caída de
la civilización occidental.
Quiero empezar
por deshacer un equívoco. No estoy contra el control de la natalidad. Sí estoy
contra la contracepción. Puede parecer una distinción semántica, pero no lo es.
El control de la
natalidad significa que las parejas estables regulen, de acuerdo con sus
capacidades y posibilidades, el número de hijos que quieran tener. Éste es
también el parecer del magisterio de la Iglesia, plasmado en la encíclica
Humanae Vitae de Pablo VI con la expresión de “paternidad responsable”. Se abre
aquí un campo ético en el que no voy a entrar. ¿Cuándo la regulación de la
natalidad es un ejercicio de responsabilidad y cuando es egoísmo? Éste es un
tema de la conciencia de cada uno en la que nadie tiene derecho a entrar y a
juzgar. “De internis, neque Ecclesia” afirma un aforismo de los Padres de la
Iglesia. Pero eso no quiere decir que no exista una frontera entre la
limitación por responsabilidad y por egoísmo. Significa que corresponde a la
conciencia de cada pareja estable determinar ese límite, de cuya fijación es
responsable. Otra cosa es que para ese control de la natalidad orientado a la
paternidad responsable, se puedan usar únicamente métodos de inacción en vez de
los de acción positiva (prefiero esta terminología en vez de la de métodos
naturales y artificiales). Esto es debido a que un hijo, aunque en un momento
dado pueda no ser conveniente, jamás es una enfermedad contra la que se pueda
luchar con medios de acción positiva. Pero todo esto es un tema que no forma
parte del propósito de estas líneas. Sí quiero, no obstante, decir que aunque,
ciertamente, los métodos pasivos son menos eficaces que los activos, el mito de
que los primeros fallan como escopeta de feria mientras que los segundos son
infalibles, es radicalmente falso. Era así en los años 60´s del siglo XX. Pero
en el siglo XXI cualquier persona que quiera saber, puede encontrar métodos
pasivos de gran eficacia y no es ningún secreto que los métodos activos también
fallan.
La contracepción,
en cambio, es un medio de evitar el embarazo y la procreación a toda costa,
bajo cualquier circunstancia y por cualquier medio, hasta por el aborto si es
necesario.
Ciertamente, la
aparición de anticonceptivos ha traído consigo una mayor libertad sexual. Pero
cuando se habla de libertad, también merece la pena distinguir entre lo que podríamos
llamar libertad operativa y libertad creativa.
La libertad
operativa es libertad de hacer lo que me dé la gana. La libertad creativa es la
libertad de poner los medios orientados a un fin deseable y positivo. Paradójicamente,
el uso inadecuado de la libertad operativa lleva a perder la libertad creativa
y a rebajar la calidad de la vida. Son muchos los ejemplos que podría poner a
este respecto, pero pondré sólo tres. Un estudiante que no estudia porque no le
da la gana, ejerce su libertad operativa, pero si persiste indefinidamente en
ello, acabará siendo un miserable que jamás tendrá un trabajo digno. Al final, le
faltará libertad para hacer muchas cosas y tendrá una vida empobrecida. Una
partida de ajedrez en la que uno de los contrincantes decida que él elije para
mover en cada jugada la ficha le da la gana y sin una estrategia definida, pronto
se encontrará con que cualquier movimiento que haga le lleva a perder una pieza
importante y, poco después, la partida. Un pianista que decida que va a tocar el
“Hammerklavier” de Beethoven haciendo lo que le da la gana, sin fijarse en la
partitura que tiene delante, hará una música lamentable, recogerá muchos silbidos
y pocos contratos. En cambio, el sometimiento a ciertas reglas –estudiar lo
necesario, mover las fichas con un plan o seguir fielmente, aunque con matices
creativos, la partitura del Hammerklavier de Beethoven–, abre nuevas
perspectivas profesionales, lúdicas y estéticas que mejoran la vida. En
definitiva, se trata de supeditar la liberrtyad operativa a la creativa. La
regla de oro para juzgar el fin que se persigue con la libertad es preguntarse:
“¿ha hecho mi vida mejor esa supeditación del medio al fin?” Naturalmente, esto
requiere la perspectiva de los años, a veces lustros. Conviene, sin embargo,
analizar a priori la bondad del fin buscado con la libertad creativa, porque si
no, cuando el fruto desastroso de la libertad mal orientada se haga patente, ya
no habrá remedio o éste será muy duro. A veces tan duro que nos negaremos a
aplicar el remedio.
Pues bien, la
libertad de usar el sexo como a cada uno le dé la gana, con la libertad
operativa irrestricta que puede venir de la mano de la contracepción, lleva al
desastre. Isabel Allende, nada sospechosa de ñoñería sexual, en su novela “El plan
infinito”, afirma que “el amor es la música y el sexo el instrumento”. La
llamada libertad sexual ha trivializado el sexo, separándolo del amor. Y usar
el sexo separado del amor es como usar un instrumento musical como el violín como
una raqueta para jugar un partido de tenis en vez de para hacer música. Es
seguro que se romperá el violín y que se perderá el partido. Y este uso del
sexo tiene sus consecuencias. Enumeraré sólo algunas. Esa trivialización del
sexo y su separación del amor, ha hecho que muchos jóvenes renieguen del
matrimonio y de cualquier compromiso. Esto ha hecho que la natalidad caiga bajo
mínimos, hasta el punto de que en muchos países de occidente no sea posible el
mantenimiento de la población, creando la inversión de la pirámide poblacional.
Esta pirámide invertida de población hace inviable el mantenimiento de un sistema
de pensiones de jubilación, al tiempo que crea una necesidad de inmigración.
Mientras los países en vías de desarrollo no puedan mantener dignamente a su
población, el vacío poblacional de occidente se cubrirá con esta inmigración.
Pero el día, deseable y que llegará, en que esos países puedan mantener a su
población y este flujo de inmigración se acabe, occidente tendrá un serio
problema. Además, este aporte de inmigración procede a menudo de culturas muy
diferentes de la occidental, como la musulmana, lo que socaba la identidad y la
cultura propia de los países receptores. El conjunto de este fenómeno causado
por la bajada de natalidad y de sus consecuencias ha recibido el nombre, a mi
entender acertado, de “invierno demográfico”, en alusión al “invierno nuclear”
que producirían en la climatología las catastróficas consecuencias de una
guerra nuclear.
Pero la
separación del amor y el sexo, además de traducirse en ese invierno demográfico,
se transforma también en la huída de cualquier tipo de compromiso. El ídolo de
muchos jóvenes –y ya no tan jóvenes– de hoy es “Juan Palomo, yo me lo guiso, yo
me lo como”. Esto ha convertido a muchos jóvenes –afortunadamente no a todos– en
una especie solitaria en búsqueda continua de una aventura sexual sin ningún
tipo de continuidad en ninguna relación y con una rotación de pareja que puede
ir desde diaria hasta unas semanas o meses, en el mejor de los casos.
Generalmente, este proceso se da más en hombres que en mujeres pero, al final,
muchas mujeres sucumben también a este comportamiento machista y son
arrastradas, en nombre de un supuesto y falso feminismo, a conductas similares,
creyendo con eso que son más modernas. Esto acaba con frecuencia en el hastío sexual
y, de ahí a la búsqueda de nuevas experiencias antinaturales de distintos tipos
hay un paso que, muy a menudo, se da.
En otros casos
sí se produce una vida de pareja más estable, aunque no con un propósito
definitivo, con una vaga idea de, un día indefinido y continuamente pospuesto,
regularizar la situación. Naturalmente, huyendo como de la peste de tener
hijos. La estabilidad que nace de este comportamiento es, a menudo, una
estabilidad de utilización recíproca. Son adultos –cuando lo son– que se
utilizan mutuamente. La filosofía vital, más o menos explicitada, es: “Mientras
nos gustemos y la vida juntos sea agradable, vamos al tran tran, nos utilizamos
mutuamente y estamos tan contentos”. Pero este flujo bidireccional de
utilización no da un resultado 0. Al contrario, la utilización mutua se
multiplica y rebaja a la pareja a la condición de cosa de usar y tirar. Y el
día en que, unilateralmente, uno de ellos se cansa, no se percibe ninguna causa
por la que haya que continuar ni un día más. Esto deja profundamente herido a
uno de los dos miembros de la pareja, pero también deja huellas de desencanto
en el otro, porque utilizar a los demás deja siempre un poso de insatisfacción en
el que lo hace. De cada acto moral que hacemos a los demás, queda siempre un
residuo en nuestro interior y si acumulamos residuos podridos, acabaremos por
pudrirnos nosotros. A pesar de esto, esta mentalidad ha permeado tanto en la
sociedad que parece lo normal y hasta lo sano. Incluso muchos padres, educados
en otros principios, se resignan a este proceso en sus hijos, desde la
impotencia o, a veces, hasta considerándose más modernos por aceptarlo con
buena cara. Por supuesto que un padre es un padre haga lo que haga su hijo, cuya
libertad debe respetar, y es su obligación quererle bajo cualquier
circunstancia y abrazarle aunque su proceder sea incorrecto. Pero de ahí a
aceptar como bueno lo que no lo es, haciéndose un poco “colega” del hijo, hay
un abismo. La verdad no está reñida con el amor. Al contrario, la verdad, usada
con amor, es necesaria para ese amor que busca el bien del otro.
También hay –cada vez más– matrimonios formalizados
que se fundan sobre esos principios y, naturalmente, se rompen en un plazo cortísimo.
A veces lo hacen tras dejar algún hijo, concebido desde la irresponsabilidad,
como una experiencia más que hay que vivir en busca de sensaciones. En cambio,
los jóvenes que se quieren comprometer desde el principio en un proyecto de
vida definitivo que lleve a constituir una familia en la que educar a los hijos
–los ciudadanos del mañana– hasta la edad adulta –que eso es la música del
amor–, parecen como bichos raros, un poco tontos, que desperdician los mejores
años de su vida. Debo aclarar que cuando hablo de este compromiso no me estoy
refiriendo exclusivamente al matrimonio cristiano. Por supuesto, creo que el
matrimonio cristiano, si se vive con fe y seriedad, da medios sobrenaturales para
tener la fuerza de vivir ese compromiso. Pero respeto profundamente a aquellos
que, sin ese sello del matrimonio cristiano, afrontan con seriedad y
determinación ese compromiso de un proyecto vital. Es cierto que hay
matrimonios –cristianos y no cristianos– que fracasan a pesar de sus buenos
fundamentos. Habrá que ver como apoyarlos en sus dificultades, pero de ninguna
manera admitir experimentos sociales que tomen este fracaso como punto de
partida, como premisa mayor.
Naturalmente, esta
distorsión de las cosas no es gratis. Se paga con un desencanto, una ausencia
de sentido de la vida, un vacío existencial que roba la felicidad a toda una
sociedad. Más aún, se produce una generación de niños y jóvenes que no han
visto en su vida un ejemplo de auténtico amor.
Por otro lado, las
relaciones sexuales se han adelantado a edades en las que no se deberían tener,
porque no existe la madurez para el amor. Se crea así el hábito de usar el
violín como raqueta y olvidarse para siempre, sin haberla oído nunca, de que
existe la música del amor y su encanto, sustituida por el aprendizaje temprano
de la utilización mutua. Además, como los métodos anticonceptivos también
fallan –y más entre adolescentes por su mal uso– se produce así un alarmante
aumento de los embarazos no deseados. Embarazos que acaban, muy frecuentemente
en abortos, incrementando la prevalencia de esta lacra humana. Todo esto crea,
ya desde la adolescencia, unos traumas de muy difícil superación.
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