12 de enero de 2014

Anticoncepción, moral sexual y civilización

En la entrada del pasado 4 de Enero de 2014, sobre “Optimismo empírico y riesgos catastróficos, cerca ya del final, decía: Entre los ataques a esa matriz no quiero dejar de citar uno de enorme incorrección política. Se trata de las consecuencias que han traído al mundo las distintas formas de contracepción. No voy a desarrollar este tema ahora porque su explicación es larga y prolija, pero intentaré poner mis argumentos en negro sobre blanco y publicarlos”. Pues bien, ahí va el cumplimiento de lo dicho.

Muchas personas, sobre todo –aunque no únicamente– en las filas de la izquierda, opinan que la aparición de los anticonceptivos ha sido un gran avance para la humanidad. Yo opino exactamente lo contrario. Creo que es algo que puede llevar a la caída de la civilización occidental.

Quiero empezar por deshacer un equívoco. No estoy contra el control de la natalidad. Sí estoy contra la contracepción. Puede parecer una distinción semántica, pero no lo es.

El control de la natalidad significa que las parejas estables regulen, de acuerdo con sus capacidades y posibilidades, el número de hijos que quieran tener. Éste es también el parecer del magisterio de la Iglesia, plasmado en la encíclica Humanae Vitae de Pablo VI con la expresión de “paternidad responsable”. Se abre aquí un campo ético en el que no voy a entrar. ¿Cuándo la regulación de la natalidad es un ejercicio de responsabilidad y cuando es egoísmo? Éste es un tema de la conciencia de cada uno en la que nadie tiene derecho a entrar y a juzgar. “De internis, neque Ecclesia” afirma un aforismo de los Padres de la Iglesia. Pero eso no quiere decir que no exista una frontera entre la limitación por responsabilidad y por egoísmo. Significa que corresponde a la conciencia de cada pareja estable determinar ese límite, de cuya fijación es responsable. Otra cosa es que para ese control de la natalidad orientado a la paternidad responsable, se puedan usar únicamente métodos de inacción en vez de los de acción positiva (prefiero esta terminología en vez de la de métodos naturales y artificiales). Esto es debido a que un hijo, aunque en un momento dado pueda no ser conveniente, jamás es una enfermedad contra la que se pueda luchar con medios de acción positiva. Pero todo esto es un tema que no forma parte del propósito de estas líneas. Sí quiero, no obstante, decir que aunque, ciertamente, los métodos pasivos son menos eficaces que los activos, el mito de que los primeros fallan como escopeta de feria mientras que los segundos son infalibles, es radicalmente falso. Era así en los años 60´s del siglo XX. Pero en el siglo XXI cualquier persona que quiera saber, puede encontrar métodos pasivos de gran eficacia y no es ningún secreto que los métodos activos también fallan.

La contracepción, en cambio, es un medio de evitar el embarazo y la procreación a toda costa, bajo cualquier circunstancia y por cualquier medio, hasta por el aborto si es necesario.

Ciertamente, la aparición de anticonceptivos ha traído consigo una mayor libertad sexual. Pero cuando se habla de libertad, también merece la pena distinguir entre lo que podríamos llamar libertad operativa y libertad creativa.

La libertad operativa es libertad de hacer lo que me dé la gana. La libertad creativa es la libertad de poner los medios orientados a un fin deseable y positivo. Paradójicamente, el uso inadecuado de la libertad operativa lleva a perder la libertad creativa y a rebajar la calidad de la vida. Son muchos los ejemplos que podría poner a este respecto, pero pondré sólo tres. Un estudiante que no estudia porque no le da la gana, ejerce su libertad operativa, pero si persiste indefinidamente en ello, acabará siendo un miserable que jamás tendrá un trabajo digno. Al final, le faltará libertad para hacer muchas cosas y tendrá una vida empobrecida. Una partida de ajedrez en la que uno de los contrincantes decida que él elije para mover en cada jugada la ficha le da la gana y sin una estrategia definida, pronto se encontrará con que cualquier movimiento que haga le lleva a perder una pieza importante y, poco después, la partida. Un pianista que decida que va a tocar el “Hammerklavier” de Beethoven haciendo lo que le da la gana, sin fijarse en la partitura que tiene delante, hará una música lamentable, recogerá muchos silbidos y pocos contratos. En cambio, el sometimiento a ciertas reglas –estudiar lo necesario, mover las fichas con un plan o seguir fielmente, aunque con matices creativos, la partitura del Hammerklavier de Beethoven–, abre nuevas perspectivas profesionales, lúdicas y estéticas que mejoran la vida. En definitiva, se trata de supeditar la liberrtyad operativa a la creativa. La regla de oro para juzgar el fin que se persigue con la libertad es preguntarse: “¿ha hecho mi vida mejor esa supeditación del medio al fin?” Naturalmente, esto requiere la perspectiva de los años, a veces lustros. Conviene, sin embargo, analizar a priori la bondad del fin buscado con la libertad creativa, porque si no, cuando el fruto desastroso de la libertad mal orientada se haga patente, ya no habrá remedio o éste será muy duro. A veces tan duro que nos negaremos a aplicar el remedio.

Pues bien, la libertad de usar el sexo como a cada uno le dé la gana, con la libertad operativa irrestricta que puede venir de la mano de la contracepción, lleva al desastre. Isabel Allende, nada sospechosa de ñoñería sexual, en su novela “El plan infinito”, afirma que “el amor es la música y el sexo el instrumento”. La llamada libertad sexual ha trivializado el sexo, separándolo del amor. Y usar el sexo separado del amor es como usar un instrumento musical como el violín como una raqueta para jugar un partido de tenis en vez de para hacer música. Es seguro que se romperá el violín y que se perderá el partido. Y este uso del sexo tiene sus consecuencias. Enumeraré sólo algunas. Esa trivialización del sexo y su separación del amor, ha hecho que muchos jóvenes renieguen del matrimonio y de cualquier compromiso. Esto ha hecho que la natalidad caiga bajo mínimos, hasta el punto de que en muchos países de occidente no sea posible el mantenimiento de la población, creando la inversión de la pirámide poblacional. Esta pirámide invertida de población hace inviable el mantenimiento de un sistema de pensiones de jubilación, al tiempo que crea una necesidad de inmigración. Mientras los países en vías de desarrollo no puedan mantener dignamente a su población, el vacío poblacional de occidente se cubrirá con esta inmigración. Pero el día, deseable y que llegará, en que esos países puedan mantener a su población y este flujo de inmigración se acabe, occidente tendrá un serio problema. Además, este aporte de inmigración procede a menudo de culturas muy diferentes de la occidental, como la musulmana, lo que socaba la identidad y la cultura propia de los países receptores. El conjunto de este fenómeno causado por la bajada de natalidad y de sus consecuencias ha recibido el nombre, a mi entender acertado, de “invierno demográfico”, en alusión al “invierno nuclear” que producirían en la climatología las catastróficas consecuencias de una guerra nuclear.

Pero la separación del amor y el sexo, además de traducirse en ese invierno demográfico, se transforma también en la huída de cualquier tipo de compromiso. El ídolo de muchos jóvenes –y ya no tan jóvenes– de hoy es “Juan Palomo, yo me lo guiso, yo me lo como”. Esto ha convertido a muchos jóvenes –afortunadamente no a todos– en una especie solitaria en búsqueda continua de una aventura sexual sin ningún tipo de continuidad en ninguna relación y con una rotación de pareja que puede ir desde diaria hasta unas semanas o meses, en el mejor de los casos. Generalmente, este proceso se da más en hombres que en mujeres pero, al final, muchas mujeres sucumben también a este comportamiento machista y son arrastradas, en nombre de un supuesto y falso feminismo, a conductas similares, creyendo con eso que son más modernas. Esto acaba con frecuencia en el hastío sexual y, de ahí a la búsqueda de nuevas experiencias antinaturales de distintos tipos hay un paso que, muy a menudo, se da.

En otros casos sí se produce una vida de pareja más estable, aunque no con un propósito definitivo, con una vaga idea de, un día indefinido y continuamente pospuesto, regularizar la situación. Naturalmente, huyendo como de la peste de tener hijos. La estabilidad que nace de este comportamiento es, a menudo, una estabilidad de utilización recíproca. Son adultos –cuando lo son– que se utilizan mutuamente. La filosofía vital, más o menos explicitada, es: “Mientras nos gustemos y la vida juntos sea agradable, vamos al tran tran, nos utilizamos mutuamente y estamos tan contentos”. Pero este flujo bidireccional de utilización no da un resultado 0. Al contrario, la utilización mutua se multiplica y rebaja a la pareja a la condición de cosa de usar y tirar. Y el día en que, unilateralmente, uno de ellos se cansa, no se percibe ninguna causa por la que haya que continuar ni un día más. Esto deja profundamente herido a uno de los dos miembros de la pareja, pero también deja huellas de desencanto en el otro, porque utilizar a los demás deja siempre un poso de insatisfacción en el que lo hace. De cada acto moral que hacemos a los demás, queda siempre un residuo en nuestro interior y si acumulamos residuos podridos, acabaremos por pudrirnos nosotros. A pesar de esto, esta mentalidad ha permeado tanto en la sociedad que parece lo normal y hasta lo sano. Incluso muchos padres, educados en otros principios, se resignan a este proceso en sus hijos, desde la impotencia o, a veces, hasta considerándose más modernos por aceptarlo con buena cara. Por supuesto que un padre es un padre haga lo que haga su hijo, cuya libertad debe respetar, y es su obligación quererle bajo cualquier circunstancia y abrazarle aunque su proceder sea incorrecto. Pero de ahí a aceptar como bueno lo que no lo es, haciéndose un poco “colega” del hijo, hay un abismo. La verdad no está reñida con el amor. Al contrario, la verdad, usada con amor, es necesaria para ese amor que busca el bien del otro.

 También hay –cada vez más– matrimonios formalizados que se fundan sobre esos principios y, naturalmente, se rompen en un plazo cortísimo. A veces lo hacen tras dejar algún hijo, concebido desde la irresponsabilidad, como una experiencia más que hay que vivir en busca de sensaciones. En cambio, los jóvenes que se quieren comprometer desde el principio en un proyecto de vida definitivo que lleve a constituir una familia en la que educar a los hijos –los ciudadanos del mañana– hasta la edad adulta –que eso es la música del amor–, parecen como bichos raros, un poco tontos, que desperdician los mejores años de su vida. Debo aclarar que cuando hablo de este compromiso no me estoy refiriendo exclusivamente al matrimonio cristiano. Por supuesto, creo que el matrimonio cristiano, si se vive con fe y seriedad, da medios sobrenaturales para tener la fuerza de vivir ese compromiso. Pero respeto profundamente a aquellos que, sin ese sello del matrimonio cristiano, afrontan con seriedad y determinación ese compromiso de un proyecto vital. Es cierto que hay matrimonios –cristianos y no cristianos– que fracasan a pesar de sus buenos fundamentos. Habrá que ver como apoyarlos en sus dificultades, pero de ninguna manera admitir experimentos sociales que tomen este fracaso como punto de partida, como premisa mayor.

Naturalmente, esta distorsión de las cosas no es gratis. Se paga con un desencanto, una ausencia de sentido de la vida, un vacío existencial que roba la felicidad a toda una sociedad. Más aún, se produce una generación de niños y jóvenes que no han visto en su vida un ejemplo de auténtico amor.

Por otro lado, las relaciones sexuales se han adelantado a edades en las que no se deberían tener, porque no existe la madurez para el amor. Se crea así el hábito de usar el violín como raqueta y olvidarse para siempre, sin haberla oído nunca, de que existe la música del amor y su encanto, sustituida por el aprendizaje temprano de la utilización mutua. Además, como los métodos anticonceptivos también fallan –y más entre adolescentes por su mal uso– se produce así un alarmante aumento de los embarazos no deseados. Embarazos que acaban, muy frecuentemente en abortos, incrementando la prevalencia de esta lacra humana. Todo esto crea, ya desde la adolescencia, unos traumas de muy difícil superación.

Y, ¿qué tiene que ver todo esto con la civilización? Mucho. La civilización occidental nació cimentada sobre el cristianismo, que daba soporte a los valores que son como el tejido conjuntivo, la trama y la urdimbre que la sustenta y le da su forma, su estilo, su consistencia y su alma. Esos valores son valores humanos en el sentido de que se justifican como buenos por su adecuación a la naturaleza humana, sin necesidad de recurrir a la religión. No son valores religiosos. Pero la religión les da el soporte para perpetuarse y para sostenerse. No tengo claro que esos valores se puedan mantener sin el soporte del cristianismo. Muy a menudo, el rechazo de la moral sexual que se deriva de esa supuesta libertad sexual, acaba transmitiéndose al rechazo de toda moral y con ella de muchos valores. El esfuerzo y el autocontrol, en cualquier campo de la vida parecen una inutilidad. El sano crecimiento en vida profesional se ve como algo absurdo que no merece la pena. La honestidad se convierte en una caricatura y hace su aparición la corrupción. Y así, poco a poco, paulatinamente, se va produciendo una decadencia escéptica e irresponsable. A menudo nos resignamos diciendo: “la vida es así”. Casi siempre, la sociedad persiste ciegamente en no ver las causas evidentes de esa decadencia en la que está cayendo. Las busca siempre en donde no están, desde supuestos sistemas perversos hasta conspiraciones mundiales. Pero la verdadera causa se oculta bajo una capa de ideología supuestamente progresista que se niega a mirar la realidad de frente y denigra todo lo que ponga al descubierto la auténtica causa. Generalmente, la sociedad, de una forma más o menos consciente, se revuelve contra el cristianismo que le recuerda tozudamente la causa de esa decadencia e insiste en que, sin esos valores, camina hacia la destrucción. Y este rechazo degenera en un destructivo nihilismo relativista del “total para qué”, del “todo vale lo mismo”. La antítesis de lo que hizo nacer nuestra civilización. Benedicto XVI alzaba su voz contra esto. Toynbee se dio cuenta de que una civilización que se rebela contra los valores que le dieron la vida, es una civilización que está sembrando las semillas de su destrucción. Afortunadamente, creo que la situación no es todavía irreversible. Hay todavía mucha gente que sigue defendiendo y viviendo los valores de la civilización occidental y el cristianismo que los sustenta, moral sexual incluida. Hay muchos jóvenes extraordinarios que, aunque no sean conscientes de lo que está pasando, no han caído en las garras de ese nihilismo relativista destructor. En determinados sitios, se percibe una corriente de regeneración que, sin ser mayoritaria, puede ser semilla de recuperación. Pero el deterioro es evidente y nadie sabe dónde está el punto de no retorno. Confiemos en no traspasarlo. Mejor dicho, pongamos todos los medios para no traspasarlo. Seamos lo que Toynbee llama minorías creadoras, que afrontan como es debido las incitaciones, las resuelven, e insuflan así nueva vida a la civilización. Si se logra, esta aparición, de la que no cabe marcha atrás, de métodos anticonceptivos, puede convertirse en una incitación que, superada, aporte mayor madurez a una sociedad que, sabiendo que hay árboles del bien y del mal que no se deben tocar, sepan prescindir de sus frutos y disfrutar de la inmensa cantidad de árboles con frutos deliciosos y magníficos.

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