Antonio
Garrigues Walker es, sin lugar a dudas, una persona de una aguda inteligencia.
Pero a veces, como le pasa a todo el mundo cuando se sale de su ámbito
fundamental de conocimiento, sus afirmaciones son, claro está, discutibles y,
en algún caso, empírica y objetivamente erróneas. Así ocurre con algunas de las
opiniones que vierte en una conferencia dada en el Ateneo de Madrid bajo el
título de “Puntualizaciones personales sobre las confesiones religiosas”, que
reproduzco íntegra a continuación. En estas líneas voy a ir planteando mis
objeciones y puntualizaciones, también personales, a esa conferencia. En muchas
cosas de las que dice estoy totalmente de acuerdo con él, aunque con
puntualizaciones sutiles pero importantes, ya que pueden cambiar las
conclusiones. Y estas sutilezas son más difíciles de explicar que las
diferencias obvias. Por tanto, me temo que estas líneas no serán cortas. En
honor a la verdad debo decir que, al escribir estas líneas, yo también me salgo
de mi ámbito fundamental de conocimiento. Pero tengo, al menos, tanto derecho
como él. Ahí va la transcripción literal de su conferencia:
Antonio Garrigues Walker
Presidente de la Fundación Ortega y Gasset
1.
Al hablar del
tema de las Confesiones religiosas habrá que reconocer, por de pronto, que a lo
largo de toda la historia -incluyendo la historia de hoy mismo en el Oriente
Medio, en Irlanda del Norte, en los Balcanes, etc.- la gran mayoría de los
enfrentamientos violentos de los seres humanos han tenido y siguen teniendo,
como factor decisivo, el elemento religioso, ya sea sólo o unido a otras causas
políticas o económicas. Es este un tema extremadamente grave en una época
especialmente peligrosa. Merece la pena una reflexión seria y profunda sobre el
mismo.
• El problema
reside fundamentalmente en la pretensión de todas las religiones no sólo de ser
verdaderas sino, concretamente, de ser las únicas verdaderas, con lo cual se
reduce, a un mínimo, si es que no se anulan, las posibilidades de diálogo y
entendimiento. Habrá que corregir este rumbo que no conduce a ninguna parte.
Los dramas actuales del mundo y especialmente el drama de la miseria obligan a
los líderes religiosos -como a todos los demás líderes- a salir de sus
encerramientos dogmáticos. Si la humanidad pudiera contemplar un hermanamiento
real que llevara a esos líderes a generar declaraciones y sobre todo acciones
conjuntas, el proceso de cambio se pondría pronto en marcha.
• Las religiones
cristianas, sin duda las más poderosas e influyentes a nivel global, tienen que
reconocer, en concreto, que un 70% de la humanidad profesa o está influida por
otras religiones y que ese porcentaje –aunque sea sólo por razones de
crecimiento poblacional- irá aumentando, por intensa que sea la actividad
misionera que se realice. Como poderosas e influyentes religiones pero
fuertemente minoritarias, las religiones cristianas tienen que asumir con
grandeza de miras el liderazgo de un movimiento ecuménico, nuevo y profundo, y
en el ejercicio de esa función deben extremar la generosidad con las demás
religiones, evitando en lo que se pueda –y se podrá casi siempre- la
insistencia en las cuestiones que les separan y profundizando en las enormes
posibilidades de coordinación y colaboración en los temas vitales de la
humanidad. La intolerancia genera violencia y los fundamentalismos generan
fundamentalismos.
• La Iglesia
Católica tiene que reconocer su especial responsabilidad en estas materias y
evitar declaraciones como las que se contienen en la Dominus Iesus que presentó
el 6 de agosto de 2000 el Cardenal Ratzinger. En ella no sólo se reitera que la
Iglesia Católica es “la única Iglesia verdadera” sino que se justifica toda la
Dominus Iesus en la necesidad de hacer frente a "una mentalidad
relativista que termina por pensar que una religión es tan buena como la
otra" y para explicar que ello no es así se llega a decir –duele leerlo-
lo siguiente: “Si bien es cierto que los no cristianos pueden recibir la gracia
divina también es cierto que objetivamente se hallan en una situación
gravemente deficitaria si se compara con la de aquellos que en la Iglesia
(cristiana) tienen la plenitud de los medios salvíficos". O en otras
palabras que aunque se reconozca “la posibilidad real de la salvación en Cristo
para todos los hombres”, los cristianos y los católicos tienen de hecho más y
mejores posibilidades de alcanzar el reino de Dios que aquéllos que no lo son.
2.
Es necesario cambiar
de actitud. Se hace preciso abrir, sin límites, reservas ni miedos, un amplio
debate sobre la responsabilidad de las Iglesias y los líderes religiosos en
este momento histórico. El relativismo, -se podría decir, gracias a Dios-
avanza con gran fuerza. El fracaso del marxismo como método de análisis de la
realidad debe interpretarse como el primero de los fracasos de una larga lista
de dogmatismos ideológicos (obsérvese lo que está pasando en la vida política),
económicos (analícese el debate globalización y mercado) y culturales y
sociales (véanse los debates sobre multiculturalismo y sobre protección
social).
Se están abriendo las puertas de una nueva era, una
era filosófica, en la que nos guste o no vamos a tener que sobrevivir sin
asideros dogmáticos y vaciar nuestros cerebros de muchas dialécticas
tradicionales. Acabará prevaleciendo la idea –paradójicamente dogmática- de que
no se puede partir de planteamientos dogmáticos en ningún caso y se pondrá por
ende de manifiesto el protagonismo esencial que debe tener el diálogo en la
convivencia humana. Habrá que aprender en definitiva, a convivir con civilidad,
con respeto e incluso con gozo en el desacuerdo. Ahí se encuentra la clave del
progreso humano.
***
Quiero empezar
por las afirmaciones que considero, como he dicho antes, muy discutibles,
dejando las objeciones más sutiles para más adelante.
Parecería como
si antes de la aparición de las religiones monoteístas –porque cuando se culpa
a las religiones de las guerras, se hace siempre con los monoteísmos– no
hubiese habido una triste historia de violencia y guerras en la humanidad. En todas las épocas de la historia –antes o después de la
aparición de los monoteísmos– se podrían citar guerras que de ninguna manera
tuvieron el más mínimo componente religioso. Ahí van algunas como botón de
muestra. Guerras como la del Peloponeso, las médicas, las púnicas, las de
conquista de la república o el Imperio Romano o de Ghengis Kan o Tamerlán. O
las invasiones germánicas del Imperio Romano y las posteriores normandas de la
Europa medieval, o la guerra de los Cien Años. Más recientemente, las guerras de
independencia y secesión americana o la franco-prusiana o la ruso-japonesa o
las dos guerras mundiales o la revolución soviética o la guerra de la triple
alianza de Argentina, Brasil y Uruguay contra Paraguay, en el siglo XIX, gran
desconocida en la que murieron más de un millón de personas. Ni el menor atisbo
de religión en ninguna. Y podría hacer más larga la lista. El ser humano se
basta y se sobra para organizar guerras por dinero, por territorio, por afán de
poder, por ideología o por miles de razones más, completamente independientes
de la religión.
Pero en las guerras en las que se ha mezclado el componente
religioso, éste fue, en general, muy secundario. Las llamadas guerras de
religión de Europa no fueron tales más que en segunda o tercera derivada. La
guerra de los Treinta Años, la más sangrienta de ellas, comenzó porque los nobles
checos, que eran calvinistas, quisieron independizarse del Imperio Austro-Húngaro
y tomaron la religión, que en realidad, les importaba bastante poco, como
bandera de diferenciación. Pero eso alteraba el equilibrio de poder e hizo que
las potencias europeas tomasen partido por uno u otro bando. Francia, como no
podía ser de otra manera para mantener su hegemonía continental, se puso del
lado que era mayoritariamente protestante. Anteriormente, las guerras de
religión de Carlos V eran sobre todo guerras políticas de los príncipes
alemanes que querían sacudirse el yugo del emperador y eran alentados para ello
por el católico rey de Francia Francisco I que, celoso por no haber sido él
mismo elegido emperador, se aliaba con quien hiciese falta para perjudicar a la
potencia hegemónica, España y a su rival personal Carlos V. En el mosaico de
alianzas entre los príncipes alemanes, a menudo se podían ver mezclados
príncipes católicos y protestantes. De hecho, el protestantismo no hubiese
tenido el éxito que tuvo entre los príncipes alemanes si éstos no lo hubiesen
usado como bandera de independencia y de apropiación. Francisco I llegó, en su
intento de debilitar a Carlos V, a aliarse con los turcos, que no querían otra
cosa que el dominio del Mediterráneo para hacerse con la riqueza de los
venecianos. La guerra civil española, a pesar de que se ha dado en llamar
cruzada, no fue una guerra de religión, fue una guerra ideológica, entre la
ideología marxista y los españoles que no querían serlo, agravada por la
intervención de Alemania y la Unión Soviética que, ciertamente, no se
enfrentaban por motivos religiosos. Colateralmente, los desmandados del bando
republicano cometieron todo tipo de tropelías contra el clero y de ahí que el
bando sublevado de Franco le diese el nombre de cruzada. Pero es evidente que
los instigadores de esta guerra, ni la iniciaron ni la completaron por motivos
religiosos.
Decir que las guerras actuales o recientes en Oriente
Medio, en Irlanda del Norte, en los Balcanes son guerras de religión es
deformar de forma bastante burda la realidad. La primera es una guerra
territorial en la que el lema de los palestinos es “paz por territorios”, la
segunda es una guerra de independencia entre irlandeses y británicos, que nace
antes de la constitución de la república de Irlanda y en la que el hecho de que
los primeros sean católicos y los segundos anglicanos, no es más que una
anécdota. La de los Balcanes es una guerra impulsada por la ideología
nacionalista de “un pueblo, un Estado” nacida de la filosofía romántica del
siglo XIX.
¿Ha habido
guerras en las que la religión jugase un papel principal? Por supuesto. Las
cruzadas medievales pueden ser un ejemplo (aún así, habría mucho que
puntualizar, pero no es este el sitio de hacerlo). Menos clara, pero con un
componente importante de religión, la reconquista de España. Seguro que hay
más. Pero, decir que a lo largo de toda la historia la gran mayoría de las
guerras han sido de religión es algo totalmente insostenible si hablamos con
seriedad.
Paso
ahora a los temas más sutiles. Por supuesto que creo, con Antonio Garrigues,
que los líderes religiosos deberían buscar declaraciones y líneas de acción
concretas que hagan avanzar a la humanidad hacia la superación de las muchas
lacras que tiene. Pero el origen de que esto no se produzca al ritmo y de la
forma que a él y a mí nos gustaría, no está en que las religiones pretendan ser
las verdaderas, sino en que –unas más y otras menos y de forma diferente en
distintos momentos de la historia– pretendan imponer ese convencimiento al
resto por métodos irracionales y/o violentos.
Creer
que mis convicciones son verdaderas no es, ni mucho menos, equivalente a querer
imponerlas. Ciertamente, los líderes –de cualquier religión y, por supuesto,
los de cualquier sociedad–, a lo largo de la historia han cedido a la tentación
de imponer sus convicciones. Pero eso no es culpa de las convicciones, sino de
la naturaleza humana. Y el antídoto contra esto, no es el relativismo, en el
sentido de que todas las convicciones y creencias tengan el mismo valor. Por supuesto si
igualamos a cero el valor de todas las creencias, no existe el peligro de
imponerlas, pero es a costa de la más absoluta irracionalidad, sencillamente,
porque la realidad no es así. No todas las creencias o convicciones tienen el
mismo valor ni, por supuesto, este valor es cero. Propugnar esto es un
empobrecimiento intelectual, humano y social insostenible. Estoy seguro de que
Antonio Garrigues no da el mismo valor, y mucho menos valor cero, a todas las
creencias, ni a todos los planteamientos legales, ni políticos, ni económicos.
Lo difícil, pero lo enriquecedor, es saber partir de esa diversidad
enriquecedora para buscar juntos la verdad. Por supuesto, con declaraciones y
acciones contra las lacras de la humanidad, pero también, por qué no, en la
búsqueda de la verdad en lo que a creencias religiosas se refiere. Lo fácil,
pero empobrecedor, para la libertad, para la inteligencia y para la dignidad
humanas es el relativismo. Sin diversidad de creencias, ya sean religiosas,
económicas o políticas, no existe más que la uniformidad de la mediocridad. Por
tanto, de acuerdo con Garrigues: nada de dogmatismos. En claro desacuerdo con
él: convicción no es dogmatismo.
Pero,
además, el relativismo crea un vacío de criterios que es fácil que se llene con
disparates en todos los campos de la acción humana que, eventualmente, pueden
desembocar en una violencia mayor de la que se pretendía evitar. En particular,
el relativismo ha dado lugar a una de las lacras que hoy asolan el mundo, que
es el aborto. Y decir que el aborto es una lacra nada tiene nada que ver con
ninguna creencia religiosa. Es una cuestión científica y de aplicación de dos
principios básicos de cualquier cultura civilizada: la presunción de inocencia
y la protección del débil. Por supuesto, como es lógico, la Iglesia católica
también se opone, con razón, a esta barbarie. El aborto es fruto de la
irracionalidad relativista. No se podría mantener sin la mentira y el silencio
consensuados del pensamiento relativista políticamente correcto. Dos de esas
mentiras son hacer creer que es una cuestión religiosa y hablar del derecho de
la mujer a su propio cuerpo. Un silencio es inhibir la presentación de imágenes
de fetos abortados en nombre del buen gusto. Un día, la Historia se horrorizará
de esta lacra.
No
es éste el lugar para argumentar sobre la mayor o menor veracidad de una u otra
religión ni sobre la forma de la pretensión de cada una de ellas de ser la
verdadera, pero sí debo decir, a favor de la religión que profeso, que es la
católica, que, a pesar de los muchos errores históricos en los que ha caído la
jerarquía católica a lo largo de la historia –errores a los que no dedicaré un
segundo para intentar justificar–, muy pocos, si es que alguno, de los grandes
logros de la civilización occidental hubiesen sido posibles fuera de la
cosmovisión cristiana. Mal que les pese a algunos, la civilización occidental
es hija de la filosofía griega, del derecho romano y del pensamiento religioso judeo-cristiano.
Sin estas tres patas, el trípode se derrumbaría. Y es admirable como la pata del
judeo-cristianismo adoptó, adaptó y mejoró algunas de las funciones de las
otras dos patas. La idea de historia como camino y avance hacia una meta no era
propia de la cosmovisión griega, que tenía una concepción circular de la
historia. La idea del mundo material como bueno, era ajena a la filosofía
griega y a cualquier filosofía antes del “y vio Dios que era bueno” del primer
capítulo del Génesis. La idea de igualdad ante la ley no existía en el derecho
romano. Por supuesto, el mérito de la jerarquía de la Iglesia en cada una de
estas mejoras es, en algunos casos –no en todos– nulo. En otros casos, el
cristianismo, impulsado por esa misma jerarquía, tuvo un efecto civilizador que
transformó la sociedad. Gracias a ella, los normandos pasaron de ser un pueblo
salvaje y saqueador a crear en el sur de Italia uno de los focos culturales más
florecientes de la Edad Media. Y algo similar ocurrió con los francos y
Carlomagno o con los sajones y el Sacro imperio Romano Germánico. Pero no estoy
hablando sólo de los méritos de la Iglesia como institución humana sino, sobre
todo, del cristianismo como religión y cosmovisión. El cristianismo fue un
imponente motor para el arte en todas sus modalidades, pintura, escultura,
arquitectura, música, literatura, etc. Sin los monasterios no hubiese existido
el Renacimiento. Las universidades fueron una creación de la Iglesia. Tomás de
Aquino dio al cristianismo un sólido armazón racional y, con ello, impulsó el
pensamiento filosófico. Pero desde finales del siglo XVI, si no antes, la
civilización occidental está desarrollando una enfermedad autoinmune que, de
persistir, puede acabar con ella.
No
entiendo muy bien el escándalo que le produce a Garrigues lo que se dice acerca de la salvación en la declaración
Dominus Iesus. Parece bastante normal que la Iglesia católica piense que la
religión católica es la verdadera, ¿no? Más bien parece que lo que le
escandaliza es que esta declaración diga que “si bien es cierto que los no cristianos pueden recibir la gracia
divina también es cierto que objetivamente se hallan en una situación
gravemente deficitaria si se compara con la de aquellos que en la Iglesia
(cristiana) tienen la plenitud de los medios salvíficos”. Los cristianos
creemos que la encarnación, vida, obras, pasión, muerte y resurrección del Hijo
de Dios son una fuente inagotable de salvación, a través de los sacramentos,
para todos los hombres. Nadie tiene las puertas cerradas. Incluso sin los
sacramentos, los hombres de buena voluntad de cualquier religión tienen abiertas
las puertas de la salvación. Pero, a través de ellos, la gracia –que viene de
gratuidad– de la salvación es más fácilmente alcanzable. Es como si yo regalo
billetes para ir a América en avión a quien los quiera y digo que, aunque se
puede llegar allí en barco de vela, es más cómodo tomar los billetes que
regalo. El cristianismo nunca ha sido una religión para elegidos ni iniciados,
sino para todos los hombres y, sobre todo, para los más pecadores. ¿Dónde está
el escándalo? Pero me pregunto si además de los párrafos que Garrigues entresaca
de esa declaración habrá leído también, en el mismo documento, los que expongo
a continuación, aún a riesgo de ser demasiado exhaustivo:
“La
Iglesia católica no rechaza nada de lo que en estas religiones hay de santo y
verdadero. Considera con sincero respeto los modos de obrar y de vivir, los
preceptos y las doctrinas, que, por más que discrepen en mucho de lo que ella
profesa y enseña, no pocas veces reflejan un destello de aquella Verdad que
ilumina a todos los hombres”.
“El
Verbo de Dios, por quien todo fue hecho, se encarnó para que, Hombre perfecto,
salvara a todos y recapitulara todas las cosas”.
“Además,
la acción salvífica de Jesucristo, con y por medio de su Espíritu, se extiende
más allá de los confines visibles de la Iglesia y alcanza a toda la humanidad.
Hablando del misterio pascual, en el cual Cristo asocia vitalmente al creyente
a sí mismo en el Espíritu Santo, y le da la esperanza de la resurrección, el
Concilio afirma: «Esto vale no solamente para los cristianos, sino también para
todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de modo
invisible. Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre en realidad
es una sola, es decir, la divina. En consecuencia, debemos creer que el
Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios
conocida, se asocien a este misterio pascual»”.
“… el
Reino de Dios —si bien considerado en su fase histórica— no se identifica con
la Iglesia en su realidad visible y social. En efecto, no se debe excluir «la
obra de Cristo y del Espíritu Santo fuera de los confines visibles de la
Iglesia». […] Construir el Reino significa trabajar por la liberación del mal
en todas sus formas. En resumen, el Reino de Dios es la manifestación y la
realización de su designio de salvación en toda su plenitud”.
“Para
aquellos que no son formal y visiblemente miembros de la Iglesia, «la salvación
de Cristo es accesible en virtud de la gracia que, aun teniendo una misteriosa
relación con la Iglesia, no les introduce formalmente en ella, sino que los
ilumina de manera adecuada en su situación interior y ambiental. Esta gracia
proviene de Cristo; es fruto de su sacrificio y es comunicada por el Espíritu
Santo»”.
“Acerca
del modo en el cual la
gracia salvífica de Dios, que es donada siempre por medio de Cristo en el
Espíritu y tiene una misteriosa relación con la Iglesia, llega a los individuos
no cristianos, el Concilio Vaticano II se limitó a afirmar que Dios la dona «por
caminos que Él sabe»”.
“Ciertamente,
las diferentes tradiciones religiosas contienen y ofrecen elementos de
religiosidad que proceden de Dios y
que forman parte de «todo lo que el Espíritu obra en los hombres y en la
historia de los pueblos, así como en las culturas y religiones»”.
“Desde
lugares y tradiciones diferentes todos están llamados en Cristo a participar en
la unidad de la familia de los hijos de Dios [...]. Jesús derriba los muros de
la división y realiza la unificación de forma original y suprema mediante la participación
en su misterio”.
Todos
estos párrafos están en la misma declaración Dominus Iesus, elegida por
Garrigues. Podría seguir con un número interminable de párrafos extraídos de
innumerables textos del magisterio de la Iglesia en los que la concordia, la
misericordia de Dios para con todos los hombres, la gratuidad de la salvación
dada por Cristo con carácter universal, y otros temas, forman una sinfonía de
maneras distintas de decir lo mismo. Y si fuésemos a las fuentes, al Evangelio,
no creo que haya un código moral en el mundo en el que se predique el amor al
enemigo, la mansedumbre, la paz, como en él. Los cristianos habremos podido, y
lo hemos hecho con demasiada frecuencia, hacer caso omiso de esos mandatos
evangélicos, o incluso haber actuado contra ellos, pero eso no es culpa del
cristianismo, sino de la naturaleza humana. Entrar con dos frases
descontextualizadas en esta polémica es un simplismo inaceptable. Creo que una
visión holística es intelectualmente superior a una fragmentaria.
Nada
pues, de dogmatismos, pero, ¡por favor!, también nada del simplismo de que el
relativismo igualatorio por abajo de todas las creencias es la panacea. Es el
inicio de un camino, en el que llevamos mucho avanzado, hacia el desastre.
Por
acabar con más acuerdo que desacuerdo, lo hago con la última frase de la
conferencia de Garrigues. Transcribo:
Se están
abriendo las puertas de una nueva era, una era filosófica, en la que nos guste
o no vamos a tener que sobrevivir sin asideros dogmáticos y vaciar nuestros
cerebros de muchas dialécticas tradicionales. Acabará prevaleciendo la idea
–paradójicamente dogmática– de que no se puede partir de planteamientos
dogmáticos en ningún caso y se pondrá por ende de manifiesto el protagonismo
esencial que debe tener el diálogo en la convivencia humana. Habrá que aprender
en definitiva, a convivir con civilidad, con respeto e incluso con gozo en el
desacuerdo. Ahí se encuentra la clave del progreso humano.
Lo
firmo. Pero, permítanseme algunas preguntas. ¿Por qué las creencias religiosas
no pueden ser parte del gozo en el desacuerdo? ¿Por qué se deben eliminar de
ese diálogo las cuestiones religiosas? ¿En nombre de qué soberbio dogmatismo filosófico
las religiones que expresen pacífica y respetuosamente sus más profundas convicciones,
deben quedar excluidas de ese diálogo? ¿Qué manera de pensar humana se puede
arrogar el derecho a desechar de la esfera de las relaciones humanas algo que
ha sido y es la pregunta y la búsqueda más intensa de la inmensa mayoría de los
seres humanos desde que existen?
Termino.
Seguramente la conferencia de Antonio Garrigues fue muy bien acogida en el foro
del Ateneo de Madrid, teñido de un sentimiento antirreligioso un poco
decimonónico. Pero me parece que no soportaría la presentación en foros en los
que se pretenda analizar con seriedad y profundidad el papel de la religión en
la construcción de un mundo mejor.
Estaba yo leyendo en el bar el ABC, de hace un par de viernes, y me topé con un manifiesto del prf Garrigues titulado "sepulcros blanqueados", que mas o menos viene a decir lo mismo que comentas.
ResponderEliminarY me preguntaba yo si ser jurista de apellido popular, da derecho a saber de todo, bueno a creer saber de todo.
Pues mas o menos como si yo opino de la masoneria, lo que pasa es que mi apellido no es conocido y ni me publicarían, ni me darían un hueco en el Ateneo.
El ABC en este caso tiene la culpa por permitir una tercera con un texto indocumentado; por cosas como estas no compro la prensa, solo la ojeo gratis en el bar.
Abrazos
Juan
Gracias Tomás por esta disertación elegante y constructiva.Parece que eres de los que aman con la cabeza y piensan con el corazón.Un abrazo.CB
ResponderEliminarGracias Juan y Carlos, soy Tomás:
ResponderEliminarJuan ya es habitual en estos comentarios pero a ti, Carlos, te doy la bienevenida. ¡"Amar con la cabeza y pensar con el corazón"! Me gusta. Me encantaría ser así de verdad.
Un abrazo.
Tomás
Habiendo leído el artículo del ABC mencionado, no he necesitado leer lo que has transcrito del "ilustre", he ido sólo a tu opinión que, en esta ocasión, comparto plenamente.
ResponderEliminarQuizá, en efecto, "pensada con el corazón" porque ante tamaña indocumentación he visto una réplica muy ponderada y bien trabajada.
Te la deberían publicar en el ABC y darte un huequecito en el Ateneo, porque la gravedad es que lo que dice Garrigues seguro que fue aplaudido, al no haber nadie que le conteste.
Abrazos
Juan
Hola Juan: Sabes que pasa, que escribo cosas demasiado largas para los periódicos y demasiado poco "progres" para el Ateneo. Me conformo -y encantado, que es mucho- con que, a través de mi blog llegua a algunas personas y, si éstas lo difunden, pues mejor. Hace tiempo leí una frase que me impreionó. Decía: "Lo importante es anunciar a Cristo, no contar cuantos escuchan". El tiene sabiduría y poder para hacer que cada palabra llegue a los oídos a los que tiene que llegar.
ResponderEliminarUn abrazo.
Tomás