Se dice que
Diógenes, apodado el cínico, se paseaba con una linterna que acercaba al rostro
de cada persona con la que se cruzaba. Tras escrutarle los rasgos, seguía su
camino. Parece que un día alguien le preguntó por qué hacía eso, a lo que
Diógenes contestó: “Busco un hombre honesto y no lo encuentro”.
Se oye muy a
menudo hablar del Homo Economicus, pero hasta ahora no he visto ningún
individuo de esa especie. Investigando sobre dónde podría encontrarlo, me topé
con los economistas de la escuela neoclásica tardía. Todas las personas que
intentaban entender por qué las cosas pasaban como pasaban quedaron fascinados
con los hallazgos de Isaac Newton (1642-1727). Poder explicar el movimiento de
los astros era algo impensable antes de que este genio de la humanidad
descubriese unas leyes tan sencillas como las de la dinámica y las de la
gravitación universal. A partir de ese momento, grandes matemáticos como Pierre
Simon Laplace (1749-1827) o Henri Poincaré (1854-1912), entre otros muchos, se
dedicaron, con enorme éxito, a modelizar matemáticamente el movimiento de todos
los astros y de cualquier cuerpo en general, como balas de cañón o flechas,
sometidos a diversas fuerzas. La exactitud y predictibilidad de sus resultados
eran la envidia de todas las ciencias que, por la imposibilidad de tener tal
exactitud y predictibilidad pasaron a denominarse “blandas”, frente a las que
sí que podían hacerlo que se llamaban “duras”. Esto categorizó el prestigio de
las ciencias y las “blandas” pasaron a ser consideradas como de segunda categoría
frente a las “duras”.
Por supuesto, la economía caía dentro de la
categoría de las ciencias “blandas”, de segunda. Porque el hombre,
desgraciadamente –para los que lamentaban que la economía no estuviese en
primera división, afortunadamente en realidad– es un ser demasiado complejo
para que se pueda modelizar su comportamiento, como el de un asteroide, una
bala ce cañón o una flecha a partir de unas sencillas fórmulas matemáticas. Pero
ese pequeño detalle era fácil de arreglar. Si se quería que la economía
ascendiese a primera división, bastaba con simplificar al hombre. Así,
partiendo de algunos supuestos de Adam Smith (1723-1790), David Ricardo
(1772-1823) y John Stuart Mill (1806-1873), los economistas se dedicaron a
simplificar la idea de ser humano para hacerlo modelizable. Economistas como Francis
Edgeworth (1845-1926),
William Stanley Jevons (1835-1882), Léon Walras (1834-1910), Vilfredo
Pareto (1848-1923) o Alfred Marshall (1842-1924),
entre otros, fundaron la llamada escuela neoclásica de economía y construyeron
modelos matemáticos con un hipotético hombre, simplificado hasta la caricatura.
No he puesto las fechas del nacimiento y muerte de esos hombres por erudición.
Lo he hecho porque, a mi entender, la coincidencia de fechas entre las vidas de
los que matematizaron la astronomía y los que lo hicieron con la economía no es
casual. Responde a una emulación de los segundos hacia los primeros.
Así fue tomando
forma el Homo Economicus. Parece ser que fue Vilfredo Pareto el primero que usó
este nombre en su forma latina. La simplificación del Homo Economicus
podría resumirse en dos premisas.
1ª El Homo Economicus no hace planes a
largo plazo. Su “trayectoria” viene marcada por las decisiones puntuales que
toma en cada instante.
2ª El Homo Economicus toma siempre estas
decisiones únicamente para maximizar su riqueza monetaria.
Esto le
convierte en algo parecido a una piedra, que jamás se pregunta a dónde quisiera
llegar y que, en cada momento, sigue una trayectoria marcada por las leyes de
la dinámica. Sobre este engendro sí que se pueden aplicar leyes matemáticas
sencillas. Este homúnculo sí que se puede modelizar. ¡Eureka! Sólo hay un
pequeño problema. Que este hombre no existe. Es como el yeti o el monstruo del
lago Ness: son famosos, todo el mundo habla de ellos, algunos dicen que los han
vislumbrado de lejos, pero nadie los ha visto cara a cara ni ha tratado con ellos.
Uno de los últimos matematizadores del Homo Econonicus fue John Nash
(1928- ), que obtuvo el premio Nobel de
Economía en 1994 por su aplicación de la teoría de juegos al “Homo Economicus”.
Nash demostró que el Homo Economicus actuaría siempre para alcanzar el llamado,
equilibrio de Nash[1]. Pero una
sencilla investigación real tiró por tierra totalmente su equilibrio.
En
1982 los economistas Güth, Werner, Schmittberger y Schwarze idearon un juego al
que dieron el nombre del “juego del ultimátum”[2]. Es
extremadamente sencillo. Hay dos jugadores, llamados el “proponente” y
el “contestador”. Hay una suma de dinero a repartir. El proponente
dice en qué proporción quiere que se reparta esa cantidad entre él mismo y el contestador.
Si el contestador acepta, cada uno se lleva la parte que el proponente
ha propuesto. Si el contestador se niega, ambos se quedan con las manos
vacías. La fría lógica de maximización egoísta de la riqueza, el equilibrio de
Nash, debería llevarnos a pensar que la propuesta más coherente sería 99/1. En
efecto si el contestador acepta esta propuesta, se lleva 1, mientras que
si la rechaza, aunque castiga al proponente dejándole sin nada, él
también se queda con las manos vacías. Mejor 1 que nada, ¿no? –nos dice el
equilibrio de Nash.
Desde
que se inventó este juego, se han llevado a cabo miles de experimentos reales con
dinero real en cantidades importantes –hasta el equivalente al sueldo de tres
meses de proponente y contestador– y en distintos pueblos y
culturas. Se han hecho de forma que proponente y contestador
jugasen una sola vez y no se viesen las caras, para que no hubiese otro
condicionante exterior al propio juego. Los resultados han sido muy diferentes
de los predichos por el equilibrio de Nash. En general las propuestas eran
próximas al 50/50 con una ligera ventaja para el proponente.
Puede
pensarse que esta conducta bastante equitativa y muy distinta del equilibrio de
Nash podría estar motivada por el miedo a que el contestador, actuando
más por rencor que con racionalidad, diga que no a propuestas más desventajosas
para él, con la consiguiente pérdida para el proponente. En este caso,
seguiría siendo válido que el Homo Economicus, el proponente, quiere maximizar
su riqueza. Pero ya entraría en juego un factor psicológico, el miedo, muy
difícilmente matematizable. Para comprobar si el miedo era el factor que
explicaba esos resultados, se inventó el llamado “juego del dictador”.
Es en esencia igual que el del ultimátum pero en éste, el contestador
no tiene la opción de rechazar el reparto; lo ha propuesto el dictador y
punto. Si la hipótesis del miedo fuese cierta, aquí sí que deberían obtenerse
propuestas de 99/1 por parte del dictador. Pues no ocurre así. Aunque
los resultados se alejan del 50/50 más que en el caso del ultimátum, no se
acercan ni por asomo al 99/1. Por supuesto, si cualquiera de los dos juegos, en
vez de jugarse sin verse las caras, se jugaban cara a cara, aunque lo jugadores
fuesen desconocidos, los resultados eran más equitativos, Y si los
participantes se conocían, todavía más. O sea, que el Homo Económicus no
existe.
El libro de Adam Smith, “La teoría de los sentimientos
morales”, publicado en 1759, cuando
tenía 36 años, comienza con las palabras siguientes: “Por muy egoísta que se suponga que es el hombre, es evidente que hay
en su naturaleza algunos principios, que le hacen interesarse por la fortuna de
los demás, y hacerle necesaria su felicidad, aunque nada derive de ella si no
es el placer de verla”. Diecisiete años más tarde, con 51 años, en la
“Riqueza de las naciones”, escribe: “No es de la benevolencia del carnicero,
el cervecero o el panadero de lo que esperamos nuestra cena, sino de sus miras
al interés propio, y nunca les hablamos de nuestras necesidades sino de sus
ventajas”. Esta segunda
frase da lugar a la conocida expresión de “la mano invisible” y le ha valido a
Adam Smith ser considerado poco menos que un monstruo. Pero, como veremos más
adelante, estas dos frases no son contradictorias. Pero volvamos a nuestro
inexistente Homo Economicus. Es evidente que muchos carniceros son capaces de
dar un trozo de carne a un pobre que entra en la carnicería, muchos cerveceros se
pueden sentir inclinados a invitar a una ronda a una pareja que acaba de
declararse su amor en la cervecería y es posible que algunos panaderos no le
vendan pan a un vecino al que tienen manía. Son seres humanos reales. Me
permito llamarles el Homo Realis.
Por hacer justicia a Adam Smith diré algo en su favor. En la
mayoría de las situaciones, el carnicero, el cervecero y el panadero actúan por
las causas que él dice. Pero esto, lejos de ser perjudicial para mí, es
beneficioso. Claro que el carnicero quiere ganar dinero vendiéndome la carne.
Si no ganase dinero no tendría la carnicería. Necesita vivir, como el resto de
los mortales. ¿Pondría alguien una carnicería para no ganar dinero? ¿La
pondrías TÚ? Yo, desde luego, no. Y eso no me hace un despiadado. Y, además, si
el que compra la carne cree que está bien lo que paga por ella, pues ambos salen
ganando. Más aún, desde que este carnicero, que es nuevo en el barrio, se
instaló, la competencia con el otro carnicero hace que la carne sea mejor y más
barata. En realidad, le estoy muy agradecido porque hasta ayer, pagaba más por
ella. Pero si mañana se va del barrio y la carne vuelve a subir, aunque lo
lamente, se la seguiría comprando, porque el valor de la carne para mí, es
superior a lo que pago. Por eso el carnicero gana dinero. O sea, que Adam Smith
tiene bastante razón en lo del carnicero, aunque éste de de vez en cuando un
trozo de carne a un mendigo. Y la segunda frase no es incompatible con la
primera. No fue él quien inventó al Homo Economicus.
Pero claro, los economistas neoclásicos no son tontos y, poco
a poco han ido derivando, en su modelo simplificado de hombre, a decir que lo
que el hombre quiere maximizar no es únicamente, o a lo mejor ni siquiera
principalmente, su riqueza monetaria, sino algo que se ha dado en llamar, su
“función de utilidad”. ¿Y qué entra en esa “función de utilidad”? ¡Ah, con la
Iglesia hemos topado, amigo Sancho! Para uno, la felicidad de sus hijos es lo
primero y a eso sacrifica, en parte, todo lo demás. Es capaz de mandar a sus
hijos al mejor colegio o la mejor universidad pensando que con eso tendrán más
posibilidades de ser felices. Y eso da sentido a su vida. Para otro, el
profundizar en los secretos del mundo físico, vale más que todo el oro del
mundo y se dedica a la ciencia pura, aunque esto le haga dejar de lado trabajos
más remunerativos. Y a éste, eso también le da sentido a su vida. También hay a
quien lo único que le importa es, real y únicamente, maximizar su riqueza
monetaria y sacrifica a eso todo lo demás. Es un pobre hombre, tanto si
consigue su objetivo como si no, no tiene amigos y, en un momento de su vida,
se dará cuenta que ésta es una mierda. Como, en general, la gente no es idiota,
de estos hay muy pocos, si es que hay alguno. Y, claro, todas estas “funciones
de utilidad” implican hacer planes a
largo plazo. Así que, el Homo Economicus ha muerto y con él, debiera haber muerto
la economía neoclásica. Sin embargo, y de forma para mí incomprensible, en una
enorme cantidad de universidades y escuelas de negocios, esa forma de enseñar
la economía sigue viva. Es más, es lo que forma –y perdóneseme al anglicismo,
pero es que el término aparece por todas partes en spanenglish– el “main
stream”, o sea, la corriente principal de la formación en economía.
Ahora, dejemos de lado la ciencia económica que, si se quiere
que refleje la realidad, tiene que volver a ser “blanda”, y vayamos al
capitalismo. El carnicero, si quiere ganar dinero, no puede dejarse llevar por
quimeras como el Homo Economicus ni de ninguna otra entelequia de Homo. Tampoco
tiene ni idea de la “función de utilidad” de sus clientes, pero tiene que
saber, o intentar saber, cómo les gusta la carne. Sabe que tiene que tener unas
criadillas, para ese cliente tan raro que le gustan, y un poco de solomillo
para unos cuantos que pueden pagarlo y les gusta la buena carne. Así, tiene una
gran variedad en su carnicería. Pero, sobre todo, tiene que tener “aguja”, que
es la carne que más le piden. Tiene que contar con suficiente variedad para
atraer a más clientes y no tanta que se quede con carne sin vender. ¡Ah!, y
cuando se acerca la Pascua, un buen corderito. Y de ninguna manera puede
modelizar esto matemáticamente. Tiene un ayudante que es una joya. Corta la
cadera que da gusto. Doña Encarna no puede pasarse sin él. Pero un día, su
ayudante se entera de que su patrón hace trampas con la báscula y le dice que
por ahí no pasa, que si sigue haciendo trampas se va con la competencia, que le
está tirando los tejos. Al carnicero le da cierto cargo de conciencia lo de
hacer trampas –debe ser que le resta en su “función de utilidad”, aunque no
sepa ni siquiera que tiene una– pero todavía le resta más que se vaya su
empleado y acepta que cada mañana éste regule el peso. El carnicero tiene un
socio que no trabaja en el negocio, pero aportó local y él aporta el trabajo, y
van al 50%. El socio no sabe nada de carne, pero es un fenómeno con los números
y gracias a él pudieron pedir un préstamo y ampliar el local el año pasado. Eso
sí, mira las cuentas con lupa y el carnicero, que le gustaría, a pesar del
cargo de conciencia, sisarle un poco a su socio, no lo hace, porque sabe que le
pillaría y adiós a la carnicería. Pero eso sí, nuestro carnicero aunque le
guste más de la cuenta trucar la báscula y sisar a su socio, no va a dejar de
darle un trozo de carne al pobre que viene cada lunes por la noche a la hora de
cerrar. Y si el socio se cabrea, que se cabree. ¡Hasta ahí podíamos llegar, se
lo debe a su “función de utilidad”!
Esta historia puede parecer muy prosaica, pero es que el
capitalismo es así de prosaico. Pongamos juntas varios miles de carnicerías, algunas
de ellas con carniceros terribles, otras que son una joya, muchos cientos de
cervecerías (por cierto, el cervecero de la esquina ha tenido que despedir a
uno de sus camareros porque no podía tener a cuatro sobre sus espaldas) de las
cuales algunos son despiadados y otros de lo más comprensivos, un montón de
panaderías, con algunos panadros que son ellos mismos un pedazo de pan, aunque
otros tengan el corazón de piedra y millones de empresas, grandes, medianas,
pequeñas, cotizadas o no, algunas ONG’s, varias cooperativas de trabajadores –todas
ellas con clientes reales, empleados reales, socios reales– y, ¡hale hop!– he
ahí el horrible capitalismo. Si una de esas empresas hace las cosas mal y no se
adapta a lo que los hombres reales –clientes, empleados, inversores– quieren,
quiebra, pero pronto aparece otra en su lugar que hace las cosas mejor. Siempre
hay una empresa que se las ingenia para ser capaz de hacer algo que esos
hombres reales soñaban con que se pudiese hacer pero tenían que aguantarse sin
ello. Y aparece el ferrocarril, el avión, internet, el móvil, el smartphone y,
mañana, la teletransportación, la lavadora de ultrasonidos, la energía de
fusión, los viajes a la luna para turistas, etc., etc., etc. Y así, el mundo
progresa. Y, poco a poco, ese progreso llega al último rincón del mundo. Ya
tenemos el capitalismo montado. Espantoso, ¿no? La increíble máquina de hacer
pan. ¡Pasen y vean! Y nadie ha inventado esa compleja red de empresas. A nadie
se le ha ocurrido un modelo así. No es la elucubración de nadie. Se ha ido
tejiendo a lo largo de los siglos, desde que apareció el primer Homo Sapiens, pacientemente,
por prueba y error. Claro, esos hombres reales no son perfectos. La mayoría son
razonablemente honestos, pero hay entre ellos también timadores, sinvergüenzas,
desaprensivos, avaros, codiciosos, ladrones, tiburones, hijos de puta y un
largo etc. de tipos humanos. Y esa amalgama hace un agua embarrada que hay que
filtar porque es la que refrigera la máquina de hacer pan, un lubricante aguado
que hay que refrigerar para que lubrique o un combustible con muy poca
capacidad calorífica que hay que inyectar a presión para que la máquina tenga
un rendimiento adecuado. Y todo esto hace que, etre filtros, sistemas de
refrigeración e inyectores, la increíble máquina de hacer pan no haga un pan
tan bueno como nos gustaría, no lo haga tan abundante como querríamos y genere
ruidos y polución ambiental. Imaginaos una máquina que a medida que el agua
tiene menos barro, que el lubricante fuese más viscoso y que el combustible
tuviese más energía, fuese adaptando los filtros, los refrigeradores y los
inyectores. ¡Imposible!
Por eso, más que con una máquina, comparo el capitalismo con
un organismo. O mejor aún, con una phyla evolutiva: cordados, vertebrados,
mamíferos, primates, homíninos, homínidos y Homo Sapiens. O, todavía mejor, con
un ecosistema. En un ecosistema puede haber cosas que nos gustaría mejorar.
Pero si alguien intenta actuar sobre él para intentar mejorarlo, es muy posible
que dañe el ecosistema de forma irreparable. Sin embargo, el ecosistema
evoluciona para adaptarse a los cambios. Y, desde luego, crear un ecosistema de
diseño es absolutamente imposible. Algo parecido pasa con el capitalismo. No lo
ha inventado nadie. Es un ecosistema evolutivo que se ha forjado a lo largo de
la historia del Homo Sapiens sobre la tierra y se ha ido adaptando a lo que
este Homo Sapiens realmente es. Se ha pasado por el forro al Homo Economicus. Y,
en cambio, SIEMPRE que alguien ha querido diseñar una utopía
aparentemente mejor que el capitalismo, pero no adaptada a lo que es el hombre
real y lo ha querido llevar a la práctica, ha creado hambre, miseria y, al
final ha hecho daño a la humanidad. El propio Papa, en su Exhortación Apostólica
Evangelii Gaudium, tiene un apartado en el que, refiriéndose a la nueva
evangelización dice que a los procesos hay que darles su tiempo para que sean
efectivos y que querer forzar sus tempos es perjudicial[3].
Me pregunto, por qué este principio no es de aplicación al capitalismo.
Si me acuerdo, mandaré unas páginas describiendo ese proceso
evolutivo del capitalismo en la historia del Homo Sapiens y otro hablando de un
primo hermano del Homo Economicus, el Homo Faber.
[1] La
película “Una mente maravillosa” está basada, de una forma muy libre, en su
biografía. Su discurso de aceptación del Nobel terminó con la siguiente frase
textual: “Yo siempre he creído en los números, en las ecuaciones, en la
lógica del entendimiento. Después de dedicar toda una vida con estos propósitos
me pregunto: ¿Qué es realmente la lógica? ¿Qué es lo que guía a la razón? [...]
He hecho el descubrimiento más importante de mi carrera, el descubrimiento más
importante de mi vida. Es solamente en las misteriosas ecuaciones del amor
donde se pueden encontrar la lógica y la razón. Estoy aquí esta noche por ti
(dirigiéndose a su mujer). Tú eres la razón por la cual existo. Tú representas
todas mis razones. Gracias”. Nada más lejos del Homo Economicus.
[2] Todos
los datos sobre el juego del ultimátum y el dictador están sacados de la
sección de “Juegos matemáticos” del “Investigación y Ciencia” de Octubre del
2006. La sección y el artículo de ese número están firmados por Juan M. R.
Parrondo. Si alguien lo quiere, que me lo pida.
[3] Evangelii
Gaudium. Epígrafe El tiempo es superior al espacio” Nº 222-225: Hay una tensión
bipolar entre la plenitud y el límite. La plenitud provoca la voluntad de
poseerlo todo, y el límite es la pared que se nos pone delante. […] El tiempo
es superior al espacio. […] Este principio permite trabajar a largo plazo, sin
obsesionarse por los resultados inmediatos. […] Es una invitación a asumir la
tensión entre plenitud y límite, otorgando prioridad al tiempo. Uno de los
pecados que a veces se advierten en la sociedad sociopolítica consiste en
privilegiar los espacios de poder en lugar de los tiempos de los procesos.
Darle prioridad al espacio lleva a enloquecerse para tener todo resuelto en el
presente. […] Darle prioridad al tiempo es ocuparse de iniciar los procesos más que poseer espacios. […] …la
evangelización requiere tener presente el horizonte, asumir los procesos
posibles y el camino largo.
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