Tengo un respeto
enorme por Stephen Hawkins como científico. De ninguna de las maneras me
atrevería a discutir con él –pobre de mí– sobre el proceso de evaporación de
los agujeros negros por el desdoblamiento cuántico de partículas virtuales,
principio científico postulado por él y por Roger Penrose.
Mi respeto se
convierte en admiración cuando le veo como ser humano. Su lucha titánica contra
la terrible enfermedad del ELA[1], que
ya dura cincuenta años –el promedio de supervivencia a esa enfermedad es tan
sólo de unos pocos años– me parece la de un héroe griego contra la fuerza del
sino.
Y, claro, no
sólo respeto, sino que considero como de gran peso sus opiniones sobre
cualquier aspecto de la vida, aunque sea fuera de la ciencia. Con una
diferencia: que en esos campos sí que me atrevo a discrepar de él. Y en sus
opiniones sobre la existencia de Dios, su papel en el mundo, y la relación
entre ciencia y religión, me permito discrepar. Con el mayor respeto del mundo,
pero discrepar con argumentos. Porque ninguno de estos temas es científico.
Cuando uno habla de las opiniones de un científico –y más si se trata de un
gran científico con el aura que tiene Stephen Hawking– hay que tener un fino
bisturí para separar lo que es ciencia y lo que son opiniones, muy razonables,
pero no científicas. Y a ello voy. Porque este domingo, Hawking ha saltado a la
primera página del diario El Mundo con titulares muy agresivos a ese respecto.
Pero esos titulares reflejan sólo opiniones no científicas.
El titular más grande
dice: “El milagro no es compatible con la ciencia”. Hasta el descubrimiento de la física cuántica, en
el primer tercio del siglo XX, esa frase tenía visos de poder ser cierta.
Efectivamente, hasta ese hito científico, la ciencia pensaba que vivíamos en un
mundo determinista. Era un paradigma científico la frase de Pierre Simon de Laplace
(1749-1827) que decía: “... hemos de considerar el estado actual del
universo como el efecto de su estado anterior y como la causa del que ha de
seguirle. Una inteligencia que en un momento dado conociera todas las fuerzas
que animan la naturaleza, así como la situación respectiva de los seres que la
componen, si además fuera lo suficientemente vasta como para someter a análisis
tales datos, podría abarcar en una sola fórmula los movimientos de los cuerpos
más grandes del universo y los del átomo más ligero; nada le resultaría
incierto y tanto el pasado como el presente estarían presentes ante sus ojos”. En un mundo así, no era explicable la libertad
humana. Y si hubiese un Dios que hubiese creado un mundo así, estaría atado de
manos para hacer milagros, salvo que, en su omnipotencia, vulnerase sus propias
leyes, lo que no sería digno de un Dios coherente. Pero la física cuántica ha
venido a destruir la posibilidad de un mundo determinista y a hacer añicos el
paradigma científico de Laplace. Cada partícula del universo puede, al colapsar
su función de onda[2], tomar
caminos imprevisibles que hagan que ese determinismo salte por los aires. Esto
dejaría las manos libres a ese hipotético Dios para, sin vulnerar sus leyes –él
sería también el creador de las leyes de la física cuántica que serían una
ventana para poder actuar sobre el mundo sin contradecirse– marcar cuando
quisiese el curso de los acontecimientos físicos. Por lo tanto no es lógico
decir que Dios no existe porque los milagros que se supone que hace no son
compatibles con la ciencia. La cosa queda en condicional. Si existiese ese
Dios, a través de su criatura –la física cuántica– podría hacer milagros sin
traicionar sus obras[3].
Por supuesto, esto de ninguna manera lleva a que podamos afirmar que existe
Dios, pero sí a dejar abierta la puerta a su existencia.
Lo anterior nos lleva a
una cuestión importante: Los paradigmas de la ciencia están continuamente
cambiando. Lo que hoy era incontestable, años más tarde resulta no ser así. Así
ha pasado con el determinismo, la existencia del éter, la dinámica newtoniana,
la separación entre masa y energía, la expansión relentizada del cosmos, etc.
Todos los paradigmas científicos anteriores, por citar algunos, han caído por
los suelos, minados por la propia ciencia. Nada nuevo. Ya nos lo había
explicado en filósofo de la ciencia –no creyente, por cierto– Karl Popper
(1902-1994).
Lo que nos lleva al
segundo titular, en letra sólo un poco más pequeña: “No hay ningún dios.
Soy ateo. Ningún aspecto de la realidad está fuera del alcance de la mente
humana”. Estas tres afirmaciones no
tienen ninguna base científica. Son opiniones y tomas de postura personales.
Respetabilísimas, pero opiniones al fin y al cabo. Dejo de lado las dos
primeras para centrarme en la tercera. Me parece que esta afirmación está muy
cerca de las que hacían creer que la Tierra estaba en el centro del cosmos.
Peca de un terrible antropocentrismo. Intentaré explicar esta aseveración. La
ciencia se basa en mediciones. Ahora bien, todos los aparatos de medida están
construidos en un mundo de tres dimensiones espaciales[4],
que es en el que vivimos. Y sirven para detectar partículas, medir distancias,
comparar movimientos, en estas tres dimensiones (he omitido poner medir
tiempos, porque no sabemos medir el tiempo. Lo más que sabemos es comparar
cambios y movimientos entre dos fenómenos, uno de los cuales está calibrado y
nos sirve para comparar sus cambios con otros. A esa comparación es a la que
llamamos tiempo. Pero el tiempo de verdad, la dimensión temporal, no la sabemos
medir). Pero pensar que en la realidad no hay más que estas tres dimensiones
espaciales, me parece una simplificación tan antropocéntrica como pensar que la
Tierra está en el centro del cosmos. ¿Qué tiene de mágico el número tres para
creer que sólo hay tres dimensiones espaciales? Poca cosa. Sólo que son las que
somos capaces percibir. Podría haber 8, o 37, o 5,3267*1059, o
infinitas. Y si la realidad tuviese más de tres dimensiones espaciales, ¿nos
atreveríamos a decir que nuestra mente, a través de la ciencia empírica,
llegará un día a descubrirlas? Decir que sí, es un acto de fe, que es lo que
Hawking hace. Y, además, y lo digo con todo respeto, pero razonándolo, un acto
de fe sin lógica, porque, por su propia esencia, medir, pesar, contar, todo lo
que esté más allá de tres dimensiones le está vedado a la ciencia. Me parece
oportuno aclarar que cuando digo que la ciencia no llegará a saber eso, no
estoy poniendo una barrera de posibilidad metodológica, como cuando se decía
que jamás se llegaría a saber de qué elementos estaban hechas las estrellas.
No. Me refiero a unas barreras intrínsecas a la ciencia que reconocen todos los
científicos. Empezando por el propio Hawking, que admite que no se puede,
intrínsecamente, saber lo que hay más allá del horizonte de sucesos de un
agujero negro. Es decir, la ciencia tiene fronteras intrínsecas, más allá de
las cuales la mente humana no puede llegar.
Este tema nos lleva de la
mano a otro, que no aparece en titulares, pero que late por todo el artículo.
La llamada “teoría del Todo”. Hawking, en su libro “Historia del tiempo” de
1987, afirmaba que, a no mucho tardar, la ciencia llegaría a descubrir una
ecuación general que lo explicase TODO. Y decía que esto sería como conocer “la
mente de Dios”. Por supuesto, esto no era, como parece que dicen los
periodistas, que por aquél entonces Hawking creyese en Dios. Era simplemente
una forma de hablar, una imagen. Él mismo lo aclara cuando dice: “Lo que quise
decir cuando afirmé que conoceríamos la mente de Dios era que comprenderíamos
todo lo que Dios sería capaz de comprender si acaso existiera”. Ahora, Hawking
sigue creyendo en la teoría del Todo, aunque ha prescindido del “si acaso
existiese” para pasar al “no existe”. Sigue creyendo que está a punto de
descubrirse esa “teoría del Todo” a pesar de que la mayoría de los científicos
piensan que es algo a lo que, si algún día se llaga, será dentro de mucho
tiempo. Si esa ecuación existiese, piensa Hawking, con ella todo quedaría
meridiano en nuestra mente. Pero creo que esto tampoco se sostiene. Primero,
porque esa ecuación, o se limita sólo al cosmos tridimensional, lo que
explicaría una mínima fracción de la realidad, o, si pretendiese abarcar más
dimensiones, no sería científicamente comprobable, como acabo de mostrar. Además,
tras la física cuántica, semejante afirmación es aferrarse al paradigma obsoleto
de Laplace. Podría, tal vez, llegarse a saber la fórmula que determinase la
función de onda de todo el cosmos, (hoy no se sabe calcular la función de onda
de nada que supere a unas cuantas partículas elementales interaccionando, pero
no existe límite intrínseco para avanzar en esa dirección así es que en el
futuro, tal vez pudiera determinarse la función de onda de Todo). Pero la
propia física cuántica asegura que el colapso de esa gigantesca función de onda
es indeterminado, sólo condicionado por una distribución probabilística. Pero,
además, hay una diferencia abismal entre disponer de una fórmula matemática que
describe la realidad y comprender esa misma realidad. Imagino al mejor
matemático del mundo ante la fórmula del Todo y que alguien le preguntase qué
dice la fórmula que va a pasar con su dolor de cabeza. Confundir un mapa en
Braille de un país con el territorio que representa es, creo yo, y con el
debido respeto, un error. Así que dejemos tranquila la mente de ese hipotético
Dios que, de existir, comprendería “visualmente”, toda la realidad con todas
sus dimensiones, sencillamente porque la habría creado Él. Cosa que nosotros no
podríamos hacer aunque tuviésemos la ecuación del Todo.
Pero pasemos a
otro tema abordado por Hawking. Afirma en su libro “El gran diseño” que la
materia se autogenera a sí misma. Pero, lo cierto es que ningún experimento, en
ningún acelerador de partículas ha producido jamás semejante resultado.
Ciertamente, pueden aparecer partículas a partir de la energía, como, viceversa,
se puede hacer aparecer energía en la aniquilación de partículas. Esto ya lo
descubrió Albert Einstein en su teoría especial de la relatividad con la famosa
E=m x c2. Pero, hoy por hoy, sigue manteniéndose el principio básico
de la física de la conservación de la materia-energía. Cuando, en 1989, le fue
concedido a Hawking el Premio Príncipe de Asturias de la Concordia, que no el
de Investigación Científica y Técnica, leí una entrevista en la que dijo: “El
universo salió de la nada como una burbuja de vapor brota de un recipiente de
agua hirviente”. Si esto no fue alguna malinterpretación periodística, es un
buen ejemplo de contradicción en los términos.
Más bien que a
la nada, creo que este símil alude a la teoría del multiverso. Según esta teoría
existe una materia primigenia, eterna, informe, sin leyes que la rijan, de la
cual brotan infinidad de universos, cada uno con su Big Bang particular y cada
uno de ellos con unas leyes de la física diferentes. Esta teoría del multiverso
nace para dar respuesta a una cuestión incómoda, planteada por el físico Roger
Penrose, compañero de Hawkings en el estudio de la física de los agujeros
negros, y no creyente. Según Penrose, las probabilidades de que en nuestro
universo haya unas leyes como las que lo rigen, que permitan su evolución hasta
ser como ahora es, son tan ínfimas que es un suceso inmensamente menos probable
que entrar en una habitación de 100 m2 con el suelo cubierto de
monedas y que todas estén en cara[5].
Nadie en el mundo podría convencernos de que no ha habido alguien que las ha
colocado así con alguna finalidad desconocida. Claro, esta es una situación
incómoda que requeriría una intencionalidad para el universo. Y sólo tiene una
salida. Postular la existencia de un inmenso número de universos (¿tal vez
infinitos?). Si esta petición de principio fuese cierta, nada impediría que en
algún universo se diesen las condiciones que se dan en el nuestro y que el
hecho de que parezca que tiene un designio sea un espejismo causado porque estamos aquí para observarlo por pura
casualidad. ¿Puede ser cierta esta petición de principio? Puede. Pero hay un
problema. Que lo mismo que hay una limitación intrínseca para hacer ciencia
sobre otras dimensiones o sobre el interior de los agujeros negros, la hay para
ver lo que había “antes” del Big Bang. Por tanto, la teoría del multiverso no
puede ser una teoría científica. Es tan digna de ser considerada como cualquier
otra, pero no es científica. Yo abogo por un gran diseño que surja, no de la
aparición inútil de infinitos universos de desecho, sino de uno que parta de un
diseñador con un propósito. Y mi hipótesis es, al menos, tan digna de respeto
como la de los multiversos. O tal vez más, porque sólo conocemos este universo
tan especial y nunca conoceremos otro. Especular sobre la existencia de
infinitos universos me parece ocioso. Y creo que Guillermo de Occam, con su
tijera, me daría la razón.
Pero, me queda
una última cuestión a la que creo que difícilmente puede contestar la ciencia y
de la que no habla Hawking. Y es la gran pregunta vital, la que ha movido a las
mejores mentes de la humanidad, la que puede dar un sentido a nuestra vida.
¿Todo esto para qué? ¿Para qué todo este inmensamente maravilloso universo?
¿Qué sentido tiene? ¿Qué sentido tengo yo dentro de él? ¿Para qué demonios
estoy aquí? La única respuesta que puede dar la ciencia a esto es el silencio.
Porque en el método científico no caben las causas finales. Sin embargo el que
las causas finales no entren en su método, de ninguna manera quiere decir que
no existan. No tenemos más que ver nuestra vida para darnos cuenta de que
existen y que son las que más impacto tienen en nuestros actos. Sin embargo,
muchos científicos, en vez de decir un humilde “como científico no lo sé”,
niegan la mayor y dicen: “No hay causas finales, no hay un sentido”. Pero al
hacer esto, reducen el magnífico universo que nos han dado a conocer a un salto
de pulga absurdo entre la nada y la nada. Y lo hacen gratuitamente, sin la más
mínima prueba y negando una evidencia como su propio actuar en el día a día.
Y si en nosotros
vemos unas causas finales que en la materia pura y dura no existen, ¿de dónde
vienen? ¿Cómo la materia inerte puede producir la aparición de unos seres que
buscan el sentido, que lo necesitan como el comer, que tienen sed de él? C. S.
Lewis le decía en una carta a un amigo suyo que estaba en búsqueda del sentido
de su vida. “Y ahora, otra cosa sobre los
deseos. Un deseo puede llevar a falsas creencias, te lo concedo... Pero ¿qué
sugiere la existencia del deseo? Una vez me impresionó una frase de Arnold: ‘Tener
hambre no prueba que tengamos pan’. Pero lo que es seguro, aunque no prueba que
un hombre concreto tenga ‘comida’, sí prueba que existe la comida. P. ej. si fuéramos una especie que no comiera
normalmente, que no estuviera diseñada para comer, ¿sentiríamos hambre? Dices
que el mundo del materialismo (sin sentido) es ‘feo’. Me pregunto cómo has descubierto eso. Si tú realmente eres
fruto de un mundo materialista (sin sentido), ¿cómo es que no te encuentras a gusto en él? ¿Se quejan los peces del
mar por estar mojados? Y si lo hicieren, ¿no sugeriría fuertemente este mismo
hecho que no hubieran sido siempre criaturas acuáticas?
La religión sí
que tiene algo que decir a este respecto. Cierto que no hay unanimidad, como
ocurre cuando los científicos hablan de la segunda ley de la termodinámica. Pero
es la religión la que busca en el pajar donde se encuentra la única aguja que
da sentido a la vida. Y, además, hay algunas religiones que tienen el
convencimiento de que ese Dios, creador del sentido y de quien deriva esa sed
de sentido que nos domina, nos ha revelado sus planes para enseñarnos ese
sentido. Más. Hay una religión que afirma que ese Dios dador de sentido, se ha
hecho uno de nosotros para hacérnoslo conocer. ¿Locura o sabiduría? Ya lo dijo
san Pablo: “Escándalo para los judíos, locura para los
paganos; pero para los llamados, tanto judíos como griegos (o sea, todos), un Cristo que es fuerza y sabiduría de
Dios”.
Al final, la
ciencia es un magnífico trade-off entre la renuncia a acceder a ciertas
verdades y la certidumbre de los resultados obtenidos dentro de unas
confortables fronteras. Y ese trade-off ha rendido y seguirá rindiendo grandes
beneficios para la humanidad. Pero es eso, un trade-off, no es, ni puede ser,
la negación de que haya algo misterioso más allá de las fronteras de lo
empírico. La religión explora, a tientas, es cierto, o, más bien, iluminada por
una luz diferente para la que hay que entrenarse, lo que hay más allá de esas
fronteras, que es lo realmente importante para nuestra vida. Recuerdo una
historia de un hombre que, una noche, estaba buscando unas llaves bajo la luz
de un farol. Se le acerca otro hombre y le ayuda a buscar sus llaves. Al cabo
de un rato, le pregunta: Pero, las llaves, ¿se le han caído aquí? No, le
responde el primero, se me han caído en lo oscuro, pero aquí hay más luz para
buscarlas. Nuestras llaves no están en el mundo empírico de la ciencia. Y en
esa zona incierta es donde busca a tientas la religión. ¿No sería razonable
entrenarse para percibir su peculiar luz? La religión hace de nuestra vida la
búsqueda más apasionante que pueda darse. La de preguntarse: ¿Qué tengo yo que
hacer en esta vida? ¿Cuál es mi misión? ¿Para qué estoy aquí? Y esa búsqueda
puede llenar de sentido la vida. La de todos. No sólo la de los hombres de
éxito, como Hawking, que pueden llegar a pensar que ese éxito es su sentido,
sino también la del hombre corriente, que trabaja en una oficina de 8 a 5 en un
trabajo monótono y pesado. Incluso si, además, tiene una vida personal y
familiar arruinada.
Muchos
extraordinarios científicos aceptan lo que Stephen Jay Gould bautizó con el
nombre de “non overlaping magisteria”, refiriéndose a los campos de búsqueda de
la verdad, no solapados, de ciencia y religión. Me parece una respuesta más
adecuada. Ciertamente, si solaparse quiere decir no intentar aplicar para una
los métodos de la otra, estoy totalmente de acuerdo. Pero respetando este no
solapamiento de métodos, el resultado de ambas búsquedas es mutuamente
enriquecedor. Es como ver una película en 3D gracias a la visión complementaria
de cada ojo. Esta riqueza estereoscópica la expresó, mucho mejor de lo que yo
pueda hacerlo, el premio nobel de física William Bragg cuando dijo: “De la religión procede el objetivo
del hombre; de la ciencia su poder para alcanzarlo. El objetivo sin poder es
ilusión. El poder sin objetivo es absurdo. A veces la gente se pregunta si la
religión y la ciencia no se oponen la una a la otra. Así es: en el mismo
sentido en que el pulgar y los otros dedos de mi mano se oponen entre sí. Una
oposición por medio de la cual se pueden coger firmemente muchas cosas”.
¿Qué será mejor,
ponerse las gafas que nos permitan esta visión en profundidad o sacarse un ojo?
A mí no me cabe duda. Si nos conformásemos con un solo ojo, nos
empobreceríamos. Por citar a otro gran científico, Edwin Sxcrödinger, uno de
los padres de la física cuántica: “La imagen
científica del mundo es muy deficiente. Proporciona una gran cantidad de
información sobre hechos, reduce toda la existencia a un orden maravillosamente
consistente, pero guarda un silencio sepulcral sobre [...] todo lo que
realmente nos importa. [...]... no sabe nada de lo bello o de lo feo, de lo
bueno o de lo malo, de Dios y la eternidad. A veces la ciencia pretende dar una
respuesta a estas cuestiones, pero sus respuestas son a menudo tan tontas que nos
inclinamos a no tomarlas en serio [...]. La ciencia es incapaz de explicar
mínimamente por qué la música puede deleitarnos, o por qué y cómo una antigua
canción puede hacer que se nos salten las lágrimas”.
Definitivamente, prefiero dos ojos.
[1] Por cierto, ¿habéis aceptado el
reto del cubo de agua con hielo? Si no, yo desde aquí os reto.
[2] Sería largo y tedioso explicar
qué es esto de la función de onda y su colapso. Quien quiera esta explicación
que me la pida y le mandaré algunas páginas de mi libro “El Señor del azar”, ya
agotado e imposible de adquirir. Y que luego no me recrimine por el rollo que
le mandaré. (Ponedme un comentario en el que aparezca vuestro mail para que os lo mande. No publicaré el comentario).
[3] Si alguien está interesado en
esto, que me lo diga y le mando otras páginas del mismo libro citado en la nota
al pie anterior.
[4] Parece, según algunas
construcciones matemáticas no comprobadas empíricamente que hay, además de las
3 dimensiones espaciales y la temporal, otras siete espaciales. Pero están
“enrolladas” de una forma tan pequeña que no podemos percibirlas. Es un
constructo matemático que ayuda a entender determinados fenómenos, pero al no
ser empíricamente detectables, caen fuera de las fronteras de la ciencia.
[5] Penrose cifra esta probabilidad
en 1/10(10 ^ 128). El número del denominador es inconmensurablemente
mayor que un 1 seguido de tantos ceros como partículas elementales hay en el
universo. Es decir, puede considerarse un suceso imposible.
En estos temas suelo proponer un enunciado que, a mi parecer, no solo funciona, sino tiene mucho de cierto. La 'realidad' tiene muchas dimensiones. Es labor de la ciencia explicar los qué, cómos, cuándos, dóndes, porqués. Pero los 'para qués', esos a la ciencia ni le interesa saber ni podría, aunque quisiera, responder. Porque no es su papel. De quién sí? Pues podría ser de la filosofía, o para los que creemos, de la fe, de la religión.
ResponderEliminarEste tema que sacas de la tridimensionalidad me recordó este artículo que vi apenas en un portal de noticias: http://www.periodistadigital.com/religion/opinion/2014/09/22/el-ateo-unidimensional-religion-iglesia-opinion-hawking-dios-martinez-gordo.shtml
saludos!