Antes de empezar este escrito ya me temo que va a salirme
demasiado complejo porque son muchos los temas que, aunque relacionados unos
con otros, siguen una cadena que hace que el último y el primero de ellos no
tengan mucha relación. Hasta tal punto es así que he sido incapaz de ponerle un
título. Me saldría algo así como: “La
mano invisible de Bernard Mandeville y Adam Smith, las teorías de los precios y
del valor de las cosas en Adam Smith y Karl Marx, pasando por David Ricardo,
Thomas Malthus y la inteligente solución anticipada de la Escuela de Salamanca”.
Naturalmente he renunciado a un título tan absolutamente intolerable y he
optado por otro más lacónico, aunque menos explicativo: “Pues eso”. Pero basta de rollos introductorios y, al grano.
Es bastante corriente que nos formemos opiniones de muchas cosas
dejándonos ilustrar por lo que no son sino meras leyendas urbanas, lugares comunes,
tópicos sin base o con una base equivocada. Es normal. No podemos saber de todo
y, a menudo, construimos nuestras creencias y certidumbres sobre bases muy poco
sólidas. Pero tenemos que estar dispuestos a destruir el edificio de nuestro
conocimiento, si está mal construido, para reconstruirlo sobre bases sólidas. Mucha
gente se ha formado una idea de la llamada “Mano Invisible” de Adam Smith
(1723-1790) –y de la propia figura de
Adam Smith– sin saber nada de ella e identificándola a menudo con la avaricia y
la codicia. Por eso creo que merece la pena alguna aclaración.
Adam Smith no era ningún desalmado que le importase tres pimientos
la suerte de los seres humanos. Al contrario, tenía una fina sensibilidad hacia
la suerte de los otros. Una de sus primeras grandes obras, publicada en 1759
lleva por título “Teoría de los
sentimientos morales” y en ella pueden leerse frases como las siguientes:
“La
naturaleza, cuando formó al ser humano para la sociedad, lo dotó con un deseo
original de complacer a sus semejantes y una aversión original a ofenderlos. Le
enseñó a sentir placer ante su consideración favorable y dolor ante su
consideración desfavorable. Hizo que su aprobación le fuera sumamente halagadora
y grata por sí misma, y su desaprobación muy humillante y ofensiva”.
“Así como amar al
prójimo como a nosotros mismos es la gran ley de la cristiandad, el gran
precepto de la naturaleza es amarnos a nosotros mismos sólo como amamos a
nuestro prójimo, o, lo que es equivalente, como nuestro prójimo es capaz de
amarnos”.
“Por más egoísta que se pueda suponer al
hombre, existen evidentemente en su naturaleza algunos principios que le hacen
interesarse por la suerte de otros, y hacen que la felicidad de éstos resulte
necesaria, aunque no derive de ella más que el placer de contemplarla”.
“Pareciera
que la naturaleza, cuando nos cargó con nuestros propios pesares, consideró que
eran ya suficientes, y por tanto no nos ordenó que incorporásemos una cuota
adicional de los dolores ajenos más allá de lo necesario para impulsarnos a
aliviarlos”.
Diecisiete años más tarde, en 1776, publicó su obra más conocida: “Investigaciones sobre la naturaleza y causa
de la riqueza de las naciones”. Es en esta obra donde aparece la famosa
mano invisible, que queda patente en frases como las siguientes.
“No es
por la benevolencia del carnicero, del cervecero y del panadero por las que
podemos contar con nuestra cena, sino por su propio interés”.
“Cada
individuo está siempre esforzándose para encontrar la inversión más beneficiosa
para cualquier capital que tenga […] Al orientar esta actividad de modo que
produzca un valor máximo, él busca sólo su propio beneficio, pero en este caso
como en otros una mano invisible le conduce a producir un objetivo que no
entraba en sus propósitos […] Al perseguir su propio interés, frecuentemente
fomentará el de la sociedad mucho más eficazmente que si de hecho intentase
fomentarlo”.
Hay gente que opina que algo debió pasarle a Smith en esos 17 años
para que se produjese esa transformación. Pero no hubo tal. Primero porque en
la riqueza de las naciones no se alaba ni el egoísmo ni la avaricia ni la
codicia, sino el propio interés, que es algo diferente de las cosas anteriores.
Y segundo porque ya en la “Teoría de los
sentimientos morales” se habla de la mano invisible, como puede verse en la
siguiente cita de esta obra:
“Los
hombres de negocios están guiados por una mano invisible […] y de esta manera,
sin buscarlo, sin saberlo, sirven al interés de la sociedad”.
Al tiempo que en “La riqueza
de las naciones” afirma que “no puede
haber una sociedad floreciente y feliz cuando la mayor parte de sus miembros
son pobres y desdichados”.
Es decir, no hay tal ruptura en el pensamiento de Adam Smith que
en esos diecisiete años le llevase de la benevolencia al egoísmo.
Pero, y volviendo al punto de uno de los párrafos anteriores; ¿Es
el propio interés sinónimo de egoísmo, avaricia o codicia? De ninguna manera. Todos
los seres humanos actuamos en mayor o menor medida y en diferentes aspectos de
la vida llevados por nuestro propio interés sin que tengamos necesariamente por
ello que caer en el egoísmo. Por supuesto que el propio interés puede degenerar
en egoísmo, pero eso sería una aberración desordenada del mismo y, de ninguna
manera, tiene necesariamente que producirse esa aberración. Por ejemplo, una
persona que a lo largo de su vida ha logrado reunir unos ahorros que pueden ser
el sustento de su vejez, puede –y debe– sin ser por ello egoísta, invertirlo en
aquello que piense que le puede dar una mayor rentabilidad sin poner sus
ahorros en peligro. Más aún, el propio interés y el interés ajeno pueden ser, y
muy a menudo son, sinérgicos. El ahorrador, cuando busca la mayor rentabilidad
para sus ahorros, sin darse cuenta, canaliza éstos hacia las empresas que más
riqueza generan. Cuando un empresario quiere ganar dinero, lo primero que se
debe preguntar, si es inteligente, es qué puede hacer para satisfacer las
necesidades de sus clientes para que estos le compren sus productos. Y lo
segundo, a corta cabeza de lo primero, que debe hacer para atraer el talento a
su empresa y que las personas que trabajen en ella, desde el más alto directivo
hasta el más humilde operario, den voluntariamente lo mejor de sí mismos. La
realidad empresarial está plagada de miles de ejemplos de ambas cosas. ¿Lo hace
el empresario por propio interés? Sin duda, pero eso de ninguna manera tiene
que ir contra el interés ajeno. Además, aunque indudablemente la primera
motivación de casi todos los empresarios es su propio interés, eso no tiene por
qué excluir un honesto sano y recto interés por los demás porque, como dice
Smith, “existen evidentemente
en su naturaleza [la del hombre] algunos principios que […] hacen que la felicidad de éstos [los
demás seres humanos] resulte necesaria,
aunque no derive de ella más que el placer de contemplarla”. Gustave Thibon señaló acertadamente que “uno de los signos cardinales de la mediocridad de
espíritu es ver contradicciones allí donde sólo hay contrastes”. Es cierto que, lamentablemente, muchos hombres de
empresa e ideólogos de la economía de libre mercado, creo que con una enorme
miopía, identifican también el propio interés con el egoísmo y hasta se
vanaglorian de ello. Pero, ¿por qué el libre mercado, que ni en Adam Smith ni
en ninguno de sus más insignes representantes adolece de esa miopía, por qué,
pregunto, debería cargar con la estupidez de unos pocos?
Entonces, ¿por qué esa idea que subyace en tanta gente sobre la
maldad de la mano invisible? Ocurre muy a menudo en la historia que una persona
carga con los sambenitos o las alabanzas que deberían ser aplicadas a otra,
incluso aunque esta última haya caído casi en el más absoluto olvido. Tal es la
transferencia que ocurre entre Adam Smith y otro escritor que vivió unos años
antes que él: el holandés Bernard de Mandeville (1670-1733). Mandeville tenía
53 años cuando nació Adam Smith y dieciocho años antes del nacimiento de este
último ya había escrito la obra de inmenso éxito en su época y que le dio una
gran fama: “La fábula de las abejas o
cómo los vicios privados hacen la prosperidad pública”. Esta obra sí que
afirma, sin ningún tipo de pudor, que el soporte de la sociedad –y por tanto
también del libre mercado– es el vicio y la maldad. Lo hacía, como el nombre de
la obra indica, refiriéndose a la vida de un panal de abejas. Su conclusión
era: “Dejad, pues, de quejaros: sólo los
tontos se esfuerzan por hacer que un gran panal un panal honrado. Fraude, lujo
y orgullo deben vivir si queremos gozar de sus dulces beneficios”. Y, por
si alguien pensase que esto era sólo algo aplicable a las abejas pero que el
autor no pretendía que fuese aplicable a las sociedades humanas, he ahí otra
perla: “Me
congratulo a mí mismo por haber demostrado que ni las cualidades amigables, ni
los tiernos afectos que son naturales en el hombre, ni las virtudes reales que
es capaz de adquirir por la razón y la abnegación son el fundamento de la sociedad;
sino que lo que llamamos mal en el mundo […] es el gran principio que nos hace
criaturas sociables […], de la vida y del soporte de todas las transacciones y
contrataciones de trabajo, sin excepción: que en el momento en que el mal cese
la sociedad será expoliada si no totalmente disuelta”. Difícil de
encontrar frase más terrible, a la vez que falsa.
Podría
pensarse que, cuando el río suena, agua lleva y que si esos principios acabaron
en el imaginario popular aplicándose a Adam Smith, debió ser porque de una
manera más o menos suavizada, bebió de ellos. Por supuesto, Smith conocía la
obra de Mandeville pero, lejos de aprobarla, ni siquiera en una versión
suavizada, la consideraba opuesta a la suya. En la “Teoría de los sentimientos morales” afirma: “Hay otro sistema que parece desechar la distinción entre el vicio y la
virtud y cuya consecuencia es, en mi opinión, absolutamente perniciosa: Me
refiero al sistema del Sr. Mandeville”. ¡Qué terrible tiene que ser que la
Historia te gaste semejante jugarreta como la de cargar sobre Smith la aberración
de Mandeville! Por eso, vaya aquí mi modesta aportación para limpiar la memoria
de Adam Smith.
Sin
embargo, y siguiendo la máxima de a cada cual lo suyo, debo despojar a Smith de
un mérito que le es atribuido sin ser suyo. A menudo se le considera como el
padre del libre mercado. Falso. Smith cae en una contradicción. A pesar de no
ver nada pernicioso en el propio interés, recela del mercado como forma adecuada
de fijar los precios o al menos el precio correcto de las cosas. Ocurre que
sobre una contradicción en la base es difícil construir un edificio coherente.
Así, sobre este tema del precio justo y el valor de las cosas, Smith da vueltas
en círculo a lo largo de todas sus obras, embrollando su pensamiento y sin
llegar a ninguna conclusión, creando así enorme confusión en quienes han
querido interpretarle. Por supuesto, en lo que viene a continuación tengo que
ser un poco (o un mucho) simplista, porque hay ríos de tinta intentando
clarificar estas cuestiones. Para él, las cosas tienen un precio natural, algo
que, de alguna manera es esencial a la cosa. Y ese es su precio correcto. Sin
embargo, el mercado, guiado por la escasez y la apetencia de la cosa –los
términos oferta y demanda no se habían acuñado todavía–, fija para las cosas
precios distintos del precio natural. Y estos precios fluctúan según las circunstancias
y deberían hacerlo alrededor de su precio natural. Le produce enorme
perplejidad ver que esto no es así. Pone como ejemplo el
precio del agua y los diamantes.
En
su confusa teoría del valor habla del valor de uso y el valor de cambio en un
vano intento de clarificación. Para él, el precio natural está determinado –nefasta
influencia la que esto produjo en Karl Marx– por la cantidad de recursos que la
cosa acumula, es decir, la mano de obra y las rentas de la tierra y del capital
acumuladas. También utiliza el término de “simpatía” –en el sentido de
afinidad– para la fijación de precios. Supone que los demandantes llegan al
mercado con una información sobre el precio natural y que los que no están
dispuestos a pagar ese precio natural suponen un primer recorte a la “demanda”
del mercado (recuérdese que los conceptos de oferta y demanda no estaban
todavía formulados). Pero no es nada claro sobre cómo deben valorarse los
precios de esos factores. Para el precio del factor trabajo parece que aboga
por el mínimo de subsistencia del trabajador, sin que esto quiera decir que ese
sea el precio real de ese factor, sino el usado para el cálculo del precio
natural. Más adelante, veremos que esto dará pie a la ley de hierro de los
salarios de Thomas Malthus, David Ricardo y a la teoría marxista de la
plusvalía y de la inexorable muerte del sistema capitalista por sus
contradicciones internas. En cuanto a la renta del capital, Smith se limita a
hablar de las tasas históricas de interés. Las alusiones a las rentas de la
tierra son aún más escasas. Es decir, Smith cae en el error de complicar las
cosas de forma innecesaria para intentar inútilmente explicar una contradicción
de partida. Debería haber recordado a Guillermo de Occam: “Entia non sunt multiplicanda sine necesitate”.
Todo
esto contrasta con la elegante simplicidad, que no multiplica innecesariamente
las explicaciones, de los autores de la Escuela de Salamanca, dos siglos
anteriores a Smith. Para éstos, el precio de mercado, fijado por la oferta y la
demanda –usando anacrónicamente los términos– era, sin más, el precio justo,
siempre que no mediase engaño, uso de la fuerza o monopolios concedidos por el
poder. No me alargaré explicando los puntos de vista de esta Escuela. Tan sólo
pondré alguna cita de algunos de sus autores.
“Donde quiera se
halla alguna cosa venal de modo que existen muchos compradores y vendedores de
ella, no se debe tener en cuenta la naturaleza de la cosa ni el precio al que
fue comprada, es decir, lo caro que costó y con cuantos trabajos y peligros,…”
“Debemos observar,
en segundo lugar, que el precio justo de las cosas tampoco se fija atendiendo
sólo a las cosas mismas en cuanto son de utilidad del hombre, como si, caeteris
paribus, fuera la naturaleza y necesidad del empleo que se les da lo que de
forma absoluta determinase la cuantía del precio; sino que esa cuantía depende,
principalmente, de la mayor o menor estima en que los hombres desean tenerlas
para su uso. Así se explica que el precio justo de la perla, que sólo sirve
para adornar, sea mayor que el precio justo de una gran cantidad de grano,
vino, pan o caballos, a pesar de que el uso de estas cosas, por su misma
naturaleza, sea más conveniente y superior al de la perla”.
“Y debemos tener
en cuenta no sólo la valoración de los hombres prudentes, sino también la de
los imprudentes, si en un lugar éstos son suficientemente numerosos. […] La
valoración común, aún en los casos en que es disparatada, aumenta el precio
natural de los bienes, ya que éste depende de la estimación. La abundancia de
compradores y dinero,
incrementa el precio natural, disminuyéndolo los factores opuestos”.
Merece
la pena hacer notar que todos los miembros de esta Escuela eran religiosos y no
escribían en cuanto a académicos de la economía, sino que escribían, cada uno
por su lado, usando su pensamiento riguroso en cuestiones de moral, para
determinar la validez ética de las prácticas comerciales que les proponían los
comerciantes de la época, preocupados por la salvación de su alma. Y llegaban a
las mismas conclusiones usando esos principios: El precio de mercado, en
ausencia de engaño y sin violencia, era el precio justo. Punto. “Entia non sunt multiplicanda sine
necesitate”. Y no puede de ninguna manera decirse que expresasen esa
opinión para agradar a los poderosos comerciantes que les preguntaban. Más de
un fraile de esta escuela pagó con prisión la osadía de sus durísimas denuncias
a los poderosos por la concesión o uso de monopolios basados en el privilegio o
por adulterar la ley de la moneda. Así pues, en este caso, fue Smith el que
“robó” el mérito de describir la formación de los precios justos por la “oferta
y la demanda” a la Escuela de Salamanca, casi olvidada hasta hace unos años y
rescatada por la Escuela Austriaca de Economía.
Volvamos,
a retomar el hilo de lo dicho anteriormente sobre Malthus (1766-1834), Ricardo
(1772-1823) y Marx (1818-1833). Los tres daban por hecho que el precio del
trabajo llegaría realmente a ser, no como el mero artilugio de cálculo usado
por Smith, sino realmente, el precio del salario mínimo de subsistencia. Marx
dio una vuelta más de tuerca a la errónea teoría de Smith sobre los precios,
descartando del precio natural la retribución del capital y de la tierra y
dejando el trabajo como única fuente lícita del valor. Cualquier diferencia
entre el precio de mercado y el coste del trabajo acumulado era para Marx una
plusvalía, injustificada e injustificable, que suponía una apropiación, véase
robo, del capitalista de lo que en justicia correspondía a los trabajadores. De
ahí que éste, el capitalista, tratase por todos los medios, siempre según Marx,
que la retribución del trabajo se mantuviese en el mínimo de subsistencia, para
ganar él más. Esto hacía, siempre según Marx, inevitable la lucha de clases ya
que todo el proceso económico era un juego suma 0 en el que si uno ganaba más
era a costa de que otros ganasen menos. Ni que decir tiene que la realidad ha
demostrado hasta la saciedad la falsedad de estas predicciones apocalípticas
maltusianas, ricardianas y, en especial, marxistas. Pero tras estos errores,
está la sombra de Smith.
Así
pues, creo que queda claro que Adam Smith, lejos de fomentar el egoísmo o la
codicia al propugnar la mano invisible, era un hombre con un sentimiento moral
que, por falta de discernimiento, no llegó a una conclusión realmente cierta
sobre la formación de los precios y su justicia. Tuvo que cargar con el
sambenito de Mandeville pero, sin la más mínima mala voluntad, vampirizó e
ignoró –posiblemente no los conociese– los logros a los que había llegado dos
siglos antes la Escuela de Salamanca.
Queda
un tema por tratar: ¿Funciona la mano invisible? ¿Realmente hace que el
empresario, siguiendo su propio interés, frecuentemente fomentará el de la
sociedad mucho más eficazmente que si de hecho intentase fomentarlo”? ¿Realmente “los
hombres de negocios están guiados por una mano invisible […] y de esta manera,
sin buscarlo, sin saberlo, sirven al interés de la sociedad”? Se puede
enunciar el funcionamiento de la mano invisible de dos maneras: en su versión
fuerte y en su versión suave. La versión fuerte podría formularse más o menos
de esta forma. La mano invisible hace que
la economía funciones a la perfección, haciendo que no haya nadie que tenga
carencias vitales. Es evidente que nadie en su sano juicio suscribiría el
enunciado fuerte de la mano invisible. Aunque es cierto que la mano invisible
no garantiza que nadie, sin excepción, pase necesidad, es cierto que, por un
lado, disminuye notablemente la miseria y por otro, la inmensa mayoría de estas
necesidades extremas no son por su causa. La mayoría de las veces la causa de
estas necesidades extremas son el robo, las guerras o el abuso de poder. Los
países que viven en la miseria lo hacen, casi sin excepción, por culpa de los
tiranos que las gobiernan con mano de hierro y deciden quién puede y quien no
ganar dinero en su país. Y, naturalmente, los que pueden hacerlo son él, su
familia, sus amigos y quien le paga a él por ello. Por tanto, tras la mano
invisible son necesarias acciones preventivas y correctoras de las que más
tarde hablaré. Sin embargo, las acciones humanas posteriores no pueden ser en
la forma de corrección de las decisiones de la mano invisible en cuanto a
precios y volúmenes de producción de los distintos bienes y servicios. Si la
corrección o prevención se hiciese así, se empeorarían las cosas. La forma que
puede tomar la acción humana posterior es de dos tipos. El primero, preventivo,
mejorar las leyes civiles en el sentido de que den las mayores garantías
jurídicas, eviten los abusos de mercado (monopolios y oligopolios creados por
el poder político, creación artificial de escasez, uso de información
privilegiada o emisión de informaciones falsas que alteren los precios, etc.) y
de poder que irían contra las premisas del buen funcionamiento del mismo. Este
tipo de actuaciones entran en la esfera de la legislación. Tratan de hacer leyes
–pocas y razonables– que hagan que se respeten las reglas del juego y que estas
sean las mismas para todos. El cumplimiento de las leyes, debe ser garantizado
por el poder ejecutivo del Estado. El segundo tipo de actuación, paliativa, es
la caridad. Es obligación, no de justicia, pero sí de humanidad, subvenir a las
necesidades vitales no cubiertas de las personas más vulnerables, sea cual sea
su causa. Pero esto no debe ser hecho por ninguna autoridad externa que se
arrogue coercitivamente a quién y cuánto hay que quitarle algo de lo que en
justicia es suyo para dárselo a quiénes y de qué forma. Esto, que es lo que hoy
en día toma el nombre, inadecuado, de redistribución de la renta es contraproducente,
acaba en abusos, arbitrariedades y corrupción y va contra la justicia. La
caridad es algo que atañe a la esfera íntima de la conciencia de cada uno y
que, por su propia esencia, debe hacerse libremente. Creo que aquí vienen como
anillo al dedo las palabras de Pío XI en su encíclica Quadragesimo anno:
“… tanto la
Sagrada Escritura como los Santos Padres de la Iglesia evidencian con un
lenguaje de toda claridad que los ricos están obligados por el precepto
gravísimo de practicar la limosna, la beneficencia y la liberalidad.
Ahora bien,
partiendo de los principios del Doctor Angélico (cf. Sum.
Theol. II-II q. 134), Nos colegimos que el empleo de grandes capitales
para dar más amplias facilidades al trabajo asalariado, siempre que este
trabajo se destine a la producción de bienes verdaderamente útiles, debe
considerarse como la obra más digna de la virtud de la liberalidad y sumamente
apropiada a las necesidades de los tiempos”.
Quadragesimo anno, nos 50 y 51.
Para esa acción de la caridad los individuos, libremente,
pueden formar asociaciones que hagan esta acción más eficaz, pero jamás debe
esto ser llevado a cabo por el Estado.
El enunciado débil de la mano invisible podría expresarse de la
siguiente manera: La mano invisible crea
una sociedad más equitativa y más justa que cualquier otra forma de organizar
la economía y que cualquier intento por parte de instituciones superiores de
corregir su rumbo. Me atrevería a decir que este enunciado, está más allá
de cualquier duda razonable y meridianamente mostrado por la experiencia
empírica. El entramado de las decisiones de producción y precios necesarias
para crear la inmensa cantidad de bienes y servicios de una sociedad moderna es
tan sumamente extenso, intrincado, complejo y tan estrechamente
interrelacionado que ninguna mente humana, ni cualquier superordenador, por
potente que sea, puede lograr hacerlo mejor que la inteligencia distribuida de cientos
de millones de agentes que actúan libremente, buscando su propio interés,
guiados por un sistema espontáneo de precios, y que pagan con su dinero sus
errores de la misma forma que se benefician con sus aciertos en saber qué
quiere la gente en qué cantidades y a qué precio. Cualquier intento de dirigir
artificialmente la mano invisible repercutirá en ineficiencias que crearían
problemas mayores de los que se pretendían resolver.
Decir que ese entramado es extenso, intrincado, e
interrelacionado, aun añadiendo diversos adjetivos calificativos de grandeza,
es casi como no decir nada. Sin embargo, el otro día leí un relato breve
extremadamente sencillo, escrito en 1958 por Leonard Reed con el
nombre de “Yo, Lápiz”. Relata cómo
él, un sencillo lápiz, ha llegado a existir. Al final de estas líneas pongo un
link al relato completo en inglés y añado una traducción mía del mismo. Aquí
pondré sólo un breve pero descriptivo resumen del mismo sacado del libro citado
en la nota a pie de página:
“Pensamos
que un lápiz es simple. Y, sin embargo, un único lápiz requiere innumerables
antecedentes que implican a millones de personas, desde Albania hasta Zimbabwe,
realizando todo tipo de diferentes tareas. Primero hay un cedro talado en los
bosques del norte de California; los trenes para transportar la madera, la
planta de procesamiento con hornos y tintes; la electricidad que viene desde la
presa para dar energía a la planta; los millones de dólares invertidos en
distintos equipos de la planta; El grafito procedente de Sri Lanka, mezclado
con arcilla del Mississippi y sustancias químicas de Dios sabe dónde; la cera
de México y otros sitios, la laca amarilla con aceite de ricino, para que no
sea un anodino lápiz color madera, el latón para sujetar la goma, forjado con
cobre y zinc de minas de diferentes partes del mundo; la goma, hecha con caucho
de Indonesia y piedra pómez de Italia pulverizada. Finalmente están los
camiones que distribuyen los lápices y las tiendas que los venden al público
por algo así como diez céntimos cada uno. Todo eso y mucho más se necesita para
hacer un lápiz”.
Pero
un lápiz es sólo un lápiz. Si miro a mi alrededor veo cientos, miles, de
objetos cuya presencia al alcance de mi mano es un milagro comparable con el
del lápiz. El ordenador en el que escribo, el smartphone en el que al mismo
tiempo veo en internet el relato de “I,
pencil”, la mesa en la que me apoyo y la silla en la que me siento, la ropa
que me viste, el cuadro que hay enfrente de mí. Acaba de sonar el timbre y me
llega una batidora que encargué ayer a Amazon, etc., etc., etc., … etc. ¿Debo
continuar enumerando los objetos que alcanza mi vista y los que he usado en los
últimos días o los servicios que me han sido proporcionados? Mejor no. Llenaría
miles de aburridas páginas. Pero en su lugar, sí citaré el final del relato del
lápiz: serán sólo unas líneas, menos de una página, llenas de interés.
“Yo, Lápiz, soy
una compleja combinación de milagros: un árbol, zinc, cobre, grafito, y demás.
Pero en mí se ha añadido un milagro más extraordinario que los milagros que se
manifiestan en la naturaleza: la configuración de energías creativas humanas – millones
de pequeños know hows configurados natural y espontáneamente en respuesta a las
necesidades y deseos humanos y en
ausencia de cualquier mente rectora que dirija el proceso–. Dado que sólo
Dios puede hacer un árbol, insisto en que sólo Dios puede hacerme a mí, Lápiz.
Un hombre no puede dirigir estos millones de know hows necesarios para que yo
exista, de la misma manera que no puede poner juntas las moléculas para crear
un árbol.
Lo anterior es a
lo que me refiero cuando digo que si no puedes darte cuenta del milagro que yo
simbolizo, no puedes ayudar a salvar la libertad que la humanidad está,
desgraciadamente, perdiendo. Porque si uno se da cuenta de que estos know hows
se organizarán a sí mismos naturalmente y, sí, espontáneamente, en respuesta a
las necesidades y demandas humanas –esto es, en ausencia de la dirección
gubernamental o de cualquier otra mente rectora coercitiva–, entonces, uno
poseerá un ingrediente absolutamente esencial para la libertad: la fe en la gente libre. La libertad es
imposible sin esta fe.
Una vez que el
gobierno tiene el monopolio de una actividad creativa como, por ejemplo, la
distribución del correo, muchos individuos creerán que el correo no puede ser
distribuido eficientemente por personas actuando libremente. […] Ahora bien, en
ausencia de la fe en la gente libre –en la falta de atención al hecho de que
millones de diminutos know hows cooperarán de forma natural y milagrosa para
satisfacer esta necesidad– los individuos no pueden evitar alcanzar la errónea
conclusión de que el correo sólo puede ser distribuido por la mente rectora del
gobierno.
La distribución
del correo es extraordinariamente simple si se compara con, por ejemplo, la
fabricación de un automóvil o una calculadora o una dosificadora de grano o una
serrería mecánica o decenas de miles de otras cosas. ¿Distribución? ¿Por qué,
en este área, cuando a los hombres se les ha permitido libertad para
intentarlo, han distribuido la voz humana por todo el mundo en menos de un
segundo, han distribuido visualmente y en movimiento un acontecimiento, en
directo, a cualquier persona, han distribuido a 150 pasajeros desde Seatle
hasta Baltimore en menos de cuatro horas, han distribuido gas desde Texas hasta
cada horno de cada hogar en Nueva York a precios increíblemente bajos y sin
subsidios; han distribuido cada dos kilos de petróleo desde Golfo Pérsico –al
otro lado del mundo– hasta la costa Este por menos dinero del que nos carga el
gobierno para distribuir una carta de unos gramos al otro lado de la calle?
La lección que me
gustaría dejar es esta: Quitemos las trabas
a todas las energías creativas. Simplemente organicemos la sociedad para
que actúe en armonía con esta lección. Hagamos que el aparato legal de la
sociedad elimine todos los obstáculos lo mejor que pueda. Permitamos que estos
know hows creativos fluyan libremente. Tengamos fe en que los hombres y las
mujeres libres responderán a la Mano Invisible. Esta fe se verá confirmada. Yo,
Lápiz, aparentemente más simple de lo que soy, ofrezco el milagro de mi
creación como testimonio de que ésta es una fe práctica, tan práctica como el
sol, la lluvia, un cedro, la buena tierra”.
Pues
eso.
Yo, Lápiz. Mi
árbol genealógico como se lo conté a Leonard E. Read
Soy
un lápiz normal –un lápiz corriente de madera, familiar para todos los chicos y
chicas y adultos que sepan leer y escribir.
Escribir
es mi vocación y mi hobby, las dos cosas, y eso es lo que hago.
Os
podéis preguntar por qué escribo una genealogía. Bueno, para empezar, mi
historia es interesante. Y, además, soy un misterio –más que un árbol, una
puesta de sol o, incluso un rayo de luz. Pero, desgraciadamente, soy tomado
como una cosa anodina por los que me usan, como si fuera un mero incidente, sin
una historia detrás. Esta actitud arrogante me relega al nivel de un lugar
común. Este es un tipo de lamentable error en el que la humanidad no puede
permanecer mucho tiempo sin perecer. Por esto, el sabio G. K. Chesterton
observaba: “El mundo nunca
morirá por falta de maravillas, sino sólo por la falta de asombro”.
Yo, Lápiz, tan simple como aparento
ser, merezco vuestro asombro y sobrecogimiento, una afirmación que intentaré
probar. De hecho, si podéis entenderme –no, esto es demasiado pedir para
cualquiera– si podéis llegar a ser conscientes del milagro que simbolizo,
podréis ayudar a salvar la libertad que la humanidad está, desgraciadamente,
perdiendo. Tengo una profunda lección que enseñar. Y puedo enseñar esa lección
mejor que un automóvil o un avión o un friegaplatos, porque… –bueno, porque
soy, aparentemente, más simple.
¿Simple? Sin embargo, ni una sola persona sobre la faz de la
tierra sabe cómo hacerme. Esto suena a fantasía, ¿no? Especialmente cuando
se da uno cuenta de que en EEUU se producen más o menos mil quinientos millones
de lápices como yo cada año.
Tómame y échame un vistazo. ¿Qué ves?
El ojo no encuentra mucho. Hay un poco de madera barnizada, una etiqueta
impresa, carbón de grafito, una pizca de metal y una goma.
Innumerables
antecedentes
De la misma forma que no podéis
trazar el árbol genealógico de vuestra familia hasta demasiado lejos, también
es imposible para mí enumerar y explicar todos mis antecedentes. Pero me
gustaría señalar suficientes de ellos como para intuir la riqueza y la
complejidad de todo lo que hay detrás de mí.
Mi árbol genealógico empieza, de
hecho, en un árbol, un cedro de alto y de derecho tallo que crece en el norte
de California y en Oregón. Ahora, contemplad todas las sierras y camiones y
sogas y los incontables otros ingenios usados en la tala y transporte de los
troncos de cedro hasta el andén del ferrocarril. Pensad en todas las personas y
las innumerables habilidades que se aúnan en su fabricación: la minería del
mineral, la fabricación del acero y su transformación en sierras, ejes,
motores; el cultivo del cáñamo y su elaboración a través de múltiples pasos
para llegar a ser una pesada y fuerte soga. Los campamentos de leñadores con
sus camas y vestuarios, las cocinas y el cultivo de todo el alimento. ¡Cómo
miles de personas anónimas aportan su ayuda en cada taza de café que los
leñadores beben!
Los troncos son enviados a una
serrería en San Leandro, California. ¿Podéis imaginar los individuos que hacen
vagones planos y raíles y máquinas de ferrocarril y los que construyen e
instalan las líneas de comunicación dedicadas a ello? Todas estas legiones
están entre mis antecedentes.
Considerar la serrería de San
Leandro. Los troncos de cedro se cortan en pequeñas piezas de la longitud de un
lápiz y de menos de medio centímetro de grueso. Se secan en un horno y se
tiñen, por la misma razón que una mujer se da colorete en la cara. La gente
prefiere que yo parezca bonito y no de blanca palidez. Las piezas se enceran y
se secan al horno otra vez. ¿Cuántas habilidades se aúnan en la fabricación de
los tintes y de los hornos, en el suministro de calor, luz y potencia
eléctrica, de las correas de trasmisión, motores y tantas otras cosas que una
serrería necesita? ¡Habría que incluir también a los hombres que forjaron el
hormigón de la presa de la Pacific Gas & Electric Power que suministra la
energía a la serrería!
No pasemos por alto a los ancestros
presentes y distantes que echan una mano transportando sesenta camiones llenos
de estas piezas por todo el país.
Una vez en la fábrica de lápices –4.000.000
de $ en maquinaria y edificios, todo el capital acumulado por los austeros
ahorradores padres de los propietarios–, se hacen en cada pieza seis surcos con
una compleja máquina, tras de lo cual, otra máquina deposita la mina en una
pieza, aplica pegamento y pega otra pieza encima –un sandwich de grafito, por
decirlo de alguna manera. Siete hermanos y yo somos formados a partir de ese
sandwich de madera prensada.
Mi mina –no tiene plomo en absoluto– es
en sí misma compleja. El grafito se obtiene de minas en Ceilán. Considerad éstas,
a estos mineros y a los que hacen las muchas herramientas que usan y a los que
hacen los sacos de papel en los que se empaqueta el grafito para su
distribución y a los que hacen los alambres con los que se mantienen juntos los
paquetes y a los que los estiban en el barco y a los que hacen el barco. Hasta
los guardianes de los faros de la ruta del barco asistieron a mi nacimiento –y
los prácticos del puerto.
El grafito se mezcla con arcilla del
Mississippi para cuyo proceso de refino se usa hidróxido de amonio. Después se
añaden agentes humidificadores como grasa sulfatada –grasa animal químicamente
tratada con ácido sulfúrico. Tras pasar por numerosas máquinas, la mezcla pasa
finalmente por la extrusión de un tornillo sin fin y como una cortadora de
salchichas, es cortada a su medida, secada y horneada durante varias horas a
1850º Fahrenheit. Para aumentar su fuerza y suavidad las minas se tratan con
una mezcla caliente que contiene cera de velas de México, cera de parafina y
grasa natural hidrogenada.
Mi
madera de cedro recibe seis capas de barniz. ¿Conocéis todos los ingredientes
de este barniz? ¿Quién pensaría que los cultivadores de habas de ricino y los
refinadores de aceite de esa leguminosa forman parte de él? Pero lo hacen.
¡Porque, incluso el proceso por el cual la laca se hace de un amarillo precioso
conlleva las habilidades de más personas de las que uno podría enumerar!
Observad
el etiquetado. Es una película formada aplicando calor a una mezcla de carbón
negro y resinas. ¿Cómo se hacen resinas y que es, por favor, el carbón negro?
Mi
trocito de metal –la abrazadera de la goma– es latón. Pensad en todas las
personas que participan en la minería del zinc y del cobre y los que tienen las
habilidades para hacer una fina lámina de latón de esos productos de la
naturaleza. Esos anillos negros en mi abrazadera son de níquel negro. ¿Qué es
el níquel negro y cómo se aplica? La historia completa de por qué la parte
central de mi abrazadera no tiene níquel negro llevaría páginas para
explicarse.
Ahora
viene mi corona de gloria, despectivamente llamada “la tapa”, la parte que los
hombres usan para los errores que cometen usándome. Un ingrediente llamado
“factice” es lo que produce el borrado. El producto es una especie de goma
hecha mediante la reacción de aceite de colza traído de las Indias Orientales
holandesas con sulfato clorhídrico. La goma, contrariamente a lo que se piensa,
cumple sólo funciones de coalescencia. Además, también hay numerosos agentes
vulcanizantes y aceleradores. La piedra pómez viene de Italia y el pigmento que
da su color a la “tapa” es sulfato de cadmio.
Nadie sabe cómo
¿Quiere
alguien discutir mi afirmación anterior de que no hay una sola persona sobre la
faz de la tierra que sepa cómo hacerme?
Realmente,
millones de seres humanos han hecho su aportación para crearme, ninguno de los
cuales sabe apenas nada de los demás. Podréis decir que he ido demasiado lejos
relacionando con mi creación a los recolectores de las bayas de café en lo
profundo de Brasil y los cultivadores de alimentos en muchas partes; que esto
es una asunción extrema. Yo me mantengo en mi aseveración. No hay una sola
persona entre todos estos millones, incluido el presidente de la compañía de
lápices, que contribuya con algo más que con una pequeña infinitesimal parte
del know how necesario. Desde el punto de vista del know how, la única
diferencia entre el minero de grafito en Ceilán y el leñador en Oregón es el tipo de know how. Ni al minero ni al
leñador puede atribuírseles más que al químico en la fábrica o al trabajador
del campo petrolífero –al ser la parafina un derivado del petróleo.
He
aquí un hecho asombroso: Ni el trabajador en el campo petrolífero ni el químico
ni el que extrae el grafito o la arcilla ni quien maneja o fabrica los barcos,
los trenes o los camiones, ni quien maneja la máquina que hace la laminación de
mi trocito de metal ni el presidente de la compañía, llevan a cabo su tarea particular
porque me quieran a mí. Cada uno de ellos me quiere menos, tal vez, que un niño
de primaria. Por supuesto, hay muchos entre esta vasta multitud que nunca han
visto un lápiz ni sabrían cómo usarlo. Su motivación no soy yo. Tal vez sea
algo como lo siguiente: cada uno de estos millones ve que puede cambiar su
pequeño know how por los bienes y servicios que necesita y quiere. Yo puedo
estar o no estar entre esas cosas.
No hay una Mente
Rectora
Hay
un hecho todavía más asombroso: la ausencia de una mente rectora o de alguien
dictando o dirigiendo por la fuerza estas incontables acciones que me traen a
la existencia. No puede encontrarse ni rastro de semejante persona. En cambio,
vemos a la Mano Invisible trabajando. Este es el misterio al que me referí
anteriormente.
Se
ha dicho que “sólo Dios puede hacer un árbol”. ¿Por qué estamos de acuerdo con
esto? ¿No es tal vez porque nos damos cuenta de que no podemos hacer uno por
nosotros mismos? Más aún, ¿podemos siquiera describir un árbol? No podemos,
salvo en términos superficiales. Podemos decir, por ejemplo, que una cierta
configuración molecular se manifiesta como un árbol. Pero, ¿qué mente hay entre
los hombres que pueda ni remotamente registrar, por sí mismo, los constantes
cambios en las moléculas que se producen en el horizonte de la vida de un
árbol? ¡Este hecho es completamente impensable!
Yo,
Lápiz, soy una compleja combinación de milagros: un árbol, zinc, cobre,
grafito, y demás. Pero en mí se ha añadido un milagro más extraordinario que
los milagros que se manifiestan en la naturaleza: la configuración de energías
creativas humanas –millones de pequeños know hows configurados natural y
espontáneamente en respuesta a las necesidades y deseos humanos y en ausencia de cualquier mente rectora que
dirija el proceso–. Dado que sólo Dios puede hacer un árbol, insisto en que
sólo Dios puede hacerme a mí, Lápiz. Un hombre no puede dirigir estos millones
de know hows necesarios para que yo exista, de la misma manera que no puede
poner juntas las moléculas para crear un árbol.
Lo
anterior es a lo que me refiero cuando digo que si no puedes darte cuenta del
milagro que yo simbolizo, no puedes ayudar a salvar la libertad que la
humanidad está, desgraciadamente, perdiendo. Porque si uno se da cuenta de que
estos know hows se organizarán a sí mismos naturalmente, sí, espontáneamente,
en respuesta a las necesidades y demandas humanas –esto es, en ausencia de la
dirección gubernamental o de cualquier otra mente rectora coercitiva–,
entonces, uno poseerá un ingrediente absolutamente esencial para la libertad: la fe en la gente libre. La libertad es
imposible sin esta fe.
Una
vez que el gobierno tiene el monopolio de una actividad creativa como, por
ejemplo, la distribución del correo, muchos individuos creerán que el correo no
puede ser distribuido eficientemente por personas actuando libremente. He aquí
la razón: Cada uno sabe que él sólo no sabe cómo hacer todas las cosas que
inciden en la distribución del correo. También reconoce que ningún otro
individuo puede hacerlo. Estas asunciones son correctas. Ningún individuo posee
los suficientes know hows para hacer un lápiz. Ahora bien, en ausencia de la fe
en la gente libre –en la falta de atención al hecho de que millones de
diminutos know hows cooperarán de forma natural y milagrosa para satisfacer
esta necesidad– los individuos no pueden evitar alcanzar la errónea conclusión
de que el correo sólo puede ser distribuido por la mente rectora del gobierno.
La
distribución del correo es extraordinariamente simple si se compara con, por
ejemplo, la fabricación de un automóvil o una calculadora o una dosificadora de
grano o una serrería mecánica o decenas de miles de otras cosas. ¿Distribución?
¿Por qué, en este área, cuando a los hombres se les ha permitido libertad para
intentarlo, han distribuido la voz humana por todo el mundo en menos de un
segundo, han distribuido visualmente y en movimiento un acontecimiento, en
directo, a cualquier persona, han distribuido a 150 pasajeros desde Seatle
hasta Baltimore en menos de cuatro horas, han distribuido gas desde Texas hasta
cada horno de cada hogar en Nueva York a precios increíblemente bajos y sin
subsidios; han distribuido cada dos kilos de petróleo desde Golfo Pérsico –al
otro lado del mundo– hasta la costa Este por menos dinero del que nos carga el
gobierno para distribuir una carta de unos gramos al otro lado de la calle?
La
lección que me gustaría dejar es esta:
Quitemos las trabas a todas las energías creativas. Simplemente organicemos
la sociedad para que actúe en armonía con esta lección. Hagamos que el aparato
legal de la sociedad elimine todos los obstáculos lo mejor que pueda.
Permitamos que estos know hows creativos fluyan libremente. Tengamos fe en que los
hombres y las mujeres libres responderán a la Mano Invisible. Esta fe se verá
confirmada. Yo, Lápiz, aparentemente más simple de lo que soy ofrezco el
milagro de mi creación como testimonio de que ésta es una fe práctica, tan
práctica como el sol, la lluvia, un cedro, la buena tierra.
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