Casi
todos los seres humanos confundimos casi siempre la santidad con la perfección.
Hemos sido educados para intentar ser perfectos o, al menos, acercarnos lo más
que podamos a ella. Además, nuestra experiencia nos dice que cuanto más nos
acerquemos a ella, seremos más recompensados, más apreciados y más queridos.
Esto es cierto a nivel humano y es natural que sea así. Y, además, es bueno que
en el plano humano sea así. Si no fuese así, la mayoría de los seres humanos
caeríamos en la mediocridad y el mundo no funcionaría. Sin embargo, a menudo esta
necesidad de ser apreciados se convierte en una pesada carga y hay gente que se
rompe bajo su peso. El único ámbito en el que, en algunos casos, no se cumple
la anterior regla empírica, es en la familia. En muchas familias, en ciertas
ocasiones y para determinados casos, podemos sentir que somos queridos sencillamente
por ser hijo, padre, hermano... Y esto es también muy sano para la salud
mental. Sentirse amado incondicionalmente es muy consolador. Es bueno que sea
así, pero sin olvidar que aunque la familia deba ser una especie de refugio en
el que sentirnos amados por lo que somos, también debe ser una escuela para la
vida y, por lo tanto, debe haber una exigencia para que no se convierta en una
fábrica de consentidos inútiles. Es muy difícil que haya este equilibrio en la
familia. De hecho, no creo que haya una familia en la que este equilibrio exista
de forma perfecta. La perfección no es de este mundo. Pero, sin lugar a dudas,
cuanto más se acerque una familia a este imposible equilibrio, mayor será la
cohesión y el amor que se respire en la misma y en ella se formarán personas
completas y equilibradas.
Pero
esto, que a nivel natural es así, no lo es a nivel sobrenatural. A nivel sobrenatural
cambian las reglas del juego. Dios nos ama SIEMPRE incondicionalmente. Y, lo
que es más, no nos ama A PESAR DE NUESTROS FALLOS, sino que nos ama EN nuestros
fallos o, si llamamos a esos fallos por el nombre teológico, EN nuestros
pecados. DESDE nuestros pecados. No ama nuestros pecados ni nos ama POR
nuestros pecados pero sí EN ellos y DESDE ellos. Por supuesto, quiere que
luchemos contra esos pecados, pero no que nos sintamos menos queridos a causa
de ellos ni que intentemos luchar contra ellos con nuestras fuerzas. Sabe de
qué material tan amorfo estamos hechos. Bueno, no estamos hechos de ningún
material amorfo, la humanidad deterioró el material del que estaba hecho por el
pecado original. Pero Dios nos ha perdonado ese pecado, aunque todavía suframos
sus consecuencias. Lo ha perdonado haciéndose hombre y encarnándose y, así,
prestarnos sus fuerzas para la lucha contra nuestro pecado. Porque sabe que sin
ellas nosotros, con nuestro fofo material, no podemos nada. No nos da el
bálsamo de fierabrás que nos haría vencer sin lucha, nos ayuda a mantener esa
lucha por amor a Él, reconociéndonos pobres y necesitados, y aprendiendo a
amarnos a nosotros mismos, nosotros también, no por nuestros logros, sino por
nuestra condición de amados por Él. Es decir, Dios es el padre y la madre de
familia perfecto.
Dios
es un trapero y un artista. Trapero, porque aprovecha todo lo que encuentra.
Artista porque con ese material crea belleza. Es un artista del collage. El maravilloso
universo es el fondo de su lienzo. Pero el universo no es libre y no puede, por
tanto, amarle. Sólo obedecer sus leyes. ¡Así, cualquiera! Por eso no basta con
el lienzo, por magnífico que sea. Hace falta pegar a ese lienzo a los seres
humanos. Tal y como somos. Y Dios no desprecia ningún material. Como un buen
artista del collage, lo aprovecha todo. Un tapo sucio, un recorte de periódico
viejo, un trozo de cartón pintarrajeado, una tabla carcomida y medio podrida…
todo. Es decir, nos aprovecha a nosotros, a todo lo que somos. Sabe sacar
belleza de la fealdad y ve lo que hay de maravillosos en lo feo de cada ser
humano. No ve la belleza que pueda haber entre lo feo, como una pepita de oro
entre el barro que se elimina para dejar sólo el oro, sino EN lo feo. Tengo en
casa un pequeño librito titulado “El héroe, el genio y el santo”. Es la transcripción
de una conferencia que dio Jean Guitton en Madrid en 1995 en el Paraninfo de la
Universidad Complutense, cuando ya tenía más de 90 años. Por si alguien está
interesado, en este envío cuelgo también esta transcripción. Es una conferencia
llena de sabiduría. Al final, en el coloquio, le preguntan acerca de lo que es
para él la poesía. Contesta:
“Me hace usted una
pregunta notable, profunda, que me obligará a hablar de los misterios de lo que
llamamos poesía. ¿Qué es la poesía? La poesía es tomar un vaso de agua, que no
es nada, y dotar a ese vaso de agua de una especie de valor supremo que es el
valor poético. [...] Es tomar una nada y hacer de ella un todo. Es tomar un ser
banal y llevarlo al infinito a través de los versos. Eso es lo que hacen en
todo momento los grandes poetas. En mi opinión, lo que hacen los poetas es la
imagen de lo que deberíamos de hacer cada uno de nosotros cada día con esa vida
banal que es la nuestra. [...] ...pido a todo el mundo que despierte la
facultad suprema que lleva en sí, y en mi opinión esa facultad es la facultad
poética”.
Hablando
de Dios, tengo la tentación de corregir esa respuesta diciendo:
¿Qué es la poesía para Dios? La poesía es, para Dios, tomar un vaso de agua sucia, de olor
repugnante, y dotar a ese […] agua de una especie de valor supremo que es
el valor de la gracia. [...] Es tomar
una cosa pútrida y hacer de ella un
tesoro. Es tomar un ser pecador y llevarlo al infinito a través de la
gracia. Eso es lo que ha hecho, está
haciendo su Hijo en el mundo. En mi
opinión, lo que está haciendo su Hijo
es el modelo de lo que deberíamos de
hacer cada uno de nosotros cada día con esa vida fea e insignificante que es la nuestra. [...] ...pido a todo el
mundo que despierte la facultad suprema que lleva en sí, y en mi opinión esa
facultad es la facultad de llevar la gracia en vasijas de barro.
Creo
que sí, creo que todos podemos, debemos y tenemos que ser poetas. Poetas del
amor, poetas de la gracia. Y serlo desde la aceptación de nuestros fallos, de
nuestras miserias y de nuestros pecados. Desde una aceptación que no es
conformismo, desde una aceptación que quiere transformarse por esa gracia que
llevamos dentro y que no es nuestra, por ese amor al que nos capacita el hecho
de ser libres, aún para hacer feas las cosas. Más que hacer esa transformación,
dejarnos transformar sin molestar.
Recuerdo
también otra obra de Jean Guitton que me llamó poderosamente la atención y cuya
lectura recomiendo vivamente. Y dentro de ella un pasaje que comento de
memoria. La obra es “Mi testamento filosófico” y creo que la última que escribió.
En ella se imagina su agonía y su muerte y, durante la una y después de la
otra, antes del Juicio, habla con filósofos de todas las épocas y personajes de
actualidad. Uno de esos personajes es François Mitterrand. En la charla con
Mitterrand le cuenta algo que le ocurrió en su juventud. Dice que Dios le llevó
a un lugar apartado y allí le pidió: “Guitton,
quiero que desaparezcas”. Su interlocutor le pregunta: “¿Cómo que desaparezca?” Y Guitton responde que él tampoco sabía en
ese momento lo que Dios quería decir con eso. Mitterrand le dice que su
obediencia a ese designio de Dios, lo que quisiera decir con ese desaparecer,
hubiese sido una enorme pérdida para la humanidad. Hay en todo el libro un poco
de sorna en comentarios como este que, en realidad hace Guitton de sí mismo. Entonces
le explica a Mitterrand que sabía que en el momento que desapareciese, Dios le
instalaría en su sitio, cualquiera que éste fuese, el más adecuado para su
relación con Él y con la humanidad. “¿Qué
hizo usted?”, pregunta Mitterrand. Y la lacónica respuesta es una de las
frases más esenciales que uno puede contestar de sí mismo. “No desaparecí, y he perdido la felicidad”. Entonces me di cuenta
de lo que Guitton quería decir. Desaparecer ante Dios, hacerse transparente a
su voluntad, es lo más grande que puede hacer el hombre. Lo único que puede
hacerle feliz, lo único que le coloca en la relación correcta con Él y con la
humanidad. “Probablemente –continúa– si hubiese desaparecido, hubieses sido el
mismo Guitton, académico, poeta de la filosofía (este título es de mi
cosecha, el se declara sólo filósofo) y
pintor, pero realmente yo, realmente
feliz”. No creo que Guitton fuese desgraciado en sa vida, pero ninguno sabemos
qué es ser realmente feliz, porque
ninguno nos hemos hecho nunca totalmente transparentes ante la voluntad de
Dios.
Entonces,
si adquirimos esa transparencia, brillaremos como la luna lo hace reflejando el
resplandor del sol y el collage de Dios tendrá una belleza inimaginable. El
lienzo, el universo, será un soporte magnífico de algo inmensamente más precioso,
fluido, móvil, libre, imprevisible en la previsibilidad de su estadio final: un
espejo que refleje la Belleza de nuestro Dios, el genio del collage.
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