28 de junio de 2019

Dos remaches más para afianzar la credibilidad de la pretensión de Jesucristo

Hoy, según lo que dije acerca de publicar el Hit Parade con más de 2.000 visitas de las entradas hechas en mi blog desde hace 12 años, tocaría que publicase el 5º con 2424 visitas y el título de “La Revolución Francesa, ¿gloria de la Huamanidad?" Pero ocurre que la semana pasada, puse en el post el que ocupaba el número 2, “El sueño” de Jean Paul Richter”, porque tras enganchar el tema de la figura de Jesucristo, a raíz de ir ver Jesus Christ Superstar, quería seguir con el tama. Pues hoy sigo también con ese asunto. El 14 de Junio os mandé algo bajo el título de “Entonces, ¿quién es Jesucristo?” Por no alargar esa entrada no incluí algo que me parece interesante y que, por tanto, publico hoy, aunque retrase el Hit Parade. Son dos hallazgos arqueológicos que, sin ser concluyentes, dan unos martillazos más en el remache de la proclamación de Jesucristo como Dios encarnado.


Primer remache: Un hallazgo en las cuevas de Qumran

Empiezo por un hecho muy concreto. En 1947 unos niños palestinos que pastoreaban sus rebaños, descubrieron unas cuevas excavadas en las paredes del mar Muerto –las cuevas de Qumrán. En ellas había miles de ánforas selladas, conteniendo pergaminos. Qumrán fue el refugio de los esenios, una secta judía que vivía en comunidades y se dedicaban al estudio de las Sagradas Escrituras. Buscaban todo tipo de manuscritos religiosos judíos, generalmente en arameo o hebreo. Qumrán fue abandonada en el año 68 d. de C. Se han llevado a cabo miles de investigaciones acerca de esos pergaminos. Desgraciadamente, la conservación de los pergaminos es muy deficiente y, al descubrirse las cuevas, sólo se encontraron pequeñas piezas con unas pocas palabras. Pero no hay una de esas piezas que no haya pasado por el escrutinio de muchos paleógrafos. Una de ellas es el fragmento P7Q5 (Papiro de la cueva 7 de Qumrán, fragmento 5), de sólo unos pocos centímetros cuadrados. 

Se encontró en un ánfora sellada llegada de Roma el año 50 d. de C. La cueva 7 de Qumrán contenía  documentos en griego, en su mayoría del Antiguo Testamento. En este pequeño fragmento pueden verse unos retazos de 5 líneas en griego. En la línea que más caracteres tiene pueden verse siete y en la que menos, tan sólo uno. José O’Callaghan, paleógrafo jesuita de reconocido prestigio científico investigó este fragmento. Para descubrir de qué escrito era el fragmento, O’Callaghan recurrió a un método ingenioso, corriente entre este tipo de investigadores. Se toman miles de textos escritos en el mismo idioma que el fragmento investigado. Se ponen en una escritura del tamaño y el interlineado del fragmento, suponiendo varios anchos del pergamino. Después se ve si en alguna parte del texto analizado se produce una superposición con el fragmento. Si no es así, se estima que el fragmento no es parte de ese texto. Si se produce esta superposición se estima altamente probable que el fragmento sea parte del mismo. Como casi todos los textos de la cueva eran de la Torá, O’Gallaghan cotejó el fragmento con todos los textos de la versión griega de ésta. Después de muchos intentos fallidos, probó con los Evangelios. ¡Eureka! En el de san Marcos texto se superponía con Marcos 6, 52-53 que dice: “llegaron a tierra en Genesaret”.

Antes de publicarlo, O’Callaghan lo discutió con varios colegas que corroboraron su conclusión. Cuando lo publicó, se desató una polémica llena descalificaciones “ad hominem” más que científicas. Pero, poco a poco, gran mayoría de los paleógrafos han llegado a reconocer que el fragmento P7Q5 se corresponde con Marcos 6, 52-53. Se puede leer más sobre este asunto en:


Este hallazgo es de gran importancia. De ser cierta la interpretación de O’Callaghan, cosa cada vez más plausible, nos diría que el Evangelio de Marcos ya circulaba por Roma en el año 50, hasta el punto de atraer el interés de los esenios. Si para el año 50 ya era popular en Roma, con las comunicaciones de la época, ya debería estar escrito hacia el año 40, es decir, menos de una década después de la muerte de Cristo.

Ninguna demostración apodíptica, pero un sólido remache más para dar solidez a la pretensión de Cristo de ser el Hijo de Dios

Segundo remache: SATOR AREPO.

¿Cuándo empezaron los cristianos a adorar a Cristo como Dios?

En muchas excavaciones se ha encontrado grabado en piedra, a lo largo del territorio que fue el Imperio Romano, el siguiente cuadrado mágico.


SATOR
AREPO
TENET
OPERA
ROTAS

La magia de este cuadrado es que puede leerse el mismo texto en cuatro direcciones diferentes.

1.     Horizontalmente de izquierda a derecha empezando por la línea de arriba
2.     Horizontalmente de derecha a izquierda empezando por la línea de abajo
3.     Verticalmente, de arriba abajo, empezando por la columna de la izquierda
4.     Verticalmente, de abajo a arriba, empezando por la columna de la derecha.

Traducido más o menos correctamente vendría a decir:

El sembrador Arepo maneja la rueda con su trabajo.

Un mensaje, la verdad, bastante estúpido. Esta muestra de ingenio inútil no parece justificar su difusión por todo el Imperio a partir del siglo III. La inscripción más antigua del cuadrado que se conocía hasta hace poco databa de esa fecha. Se había encontrado en Dura Europos, un castro romano de la frontera oriental del Imperio. Pero a partir de este descubrimiento se empezaron a descubrir por todo el Imperio.

Desde que empezó a aparecer, todos los arqueólogos se preguntaban qué querría decir. Debía ser un texto cifrado. El mensaje debería ser importante, pues si no, no se justificaría su ubicuidad, y comprometido, pues si no, no se justificaría su cifrado. Había indicios de que la interpretación podría tener alguna relación con las creencias cristianas. La palabra TENET, en vertical y horizontal, forma una cruz, y las letras de los cuatro extremos son cuatro T’s. La T, es también la Tau, última letra del alfabeto hebreo. Ezequiel (9, 4) habla de seis hombres enviados por Yavé para matar a todos los habitantes de Jerusalén. Pero otro hombre, también enviado por Yavé, va con ellos, vestido de blanco, marcando en la frente a los que deben ser salvados de la muerte, porque “gimen y lloran por las abominaciones que se cometen en ella”. Ahora bien, “marca”, en hebreo se dice Tau. Por eso, desde muy pronto, los cristianos vieron en la Tau el símbolo de la muerte vencida por la cruz, ya que tiene también forma de cruz. Además, las cuatro Taus del cuadrado, situadas en el centro da la columna de la derecha y de la izquierda y de las dos filas de arriba y abajo, están flanqueadas por la A y la O, el Alfa y el Omega, primera y última letra del alfabeto griego y uno de los apelativos que se da a Cristo en el Apocalipsis. Pero nadie había propuesto ninguna interpretación razonable del cuadrado. En 1925, los profesores Félix Grosser y Sigrud Agrell llegaron, por separado, a una interpretación que justificaba su importancia y su necesidad de secreto para los primeros cristianos. Propusieron lo siguiente:

             P    
             A
     A     T     O
             E
             R
PATERNOSTER
             O
             S
     O     T      A
             E
             R

Esta interpretación mantiene en el centro la N, única letra que aparece una sola vez en el cuadrado. Además cada letra del mismo tiene su correspondencia en la interpretación y no sobra ni falta ninguna. Como en el cuadrado, Alfa y Omega enmarcan las Tau’s de la cruz. Su contenido era de extrema importancia para los cristianos –era, nada menos que su credo– y su cifrado estaría más que justificado, dada su situación de perseguidos. Esta interpretación, nos dice que, en el siglo III, los cristianos ya adoraban a un hombre muerto en la cruz, al que consideraban el Alfa y el Omega, que nos había asimilado a su filiación divina y que salvaba de la muerte. Ya se rezaba el Padrenuestro, que había sido ya traducido al latín en esa fecha. Pero, aún esto no desmontaría la hipótesis del mito, pues en el siglo III ya habría dado tiempo a su creación.

Pero en 1936, se encontró en Pompeya una columna en la que aparecía el cuadrado con un triángulo encima –símbolo de la trinidad– y las letras ATO al lado. Parece que hay poco lugar a dudas de que la interpretación de Grosser y Agrell es correcta. Este descubrimiento nos dice algo muy importante. Pompeya fue enterrada por la erupción del Vesubio en el año 78 d. de C. Por tanto, la fecha de la inscripción tiene que ser anterior a esa. Así pues, para el año 78 ya había, en pleno corazón del Imperio Romano, cristianos que se reconocían secretamente por ese cuadrado.


Una vez más, nada 100% concluyente, pero otro robusto remache.

21 de junio de 2019

El Sueño de Jean Paul Richter "Discurso de Cristo muerto desde lo alto del cosmos diciendo que no hay Dios"

El 3 de Julio de 2007, es decir, casi día por día hace 12 años, empecé este blog tadurraca . Su seguimiento ha sido modesto. Desde que empezó ha tenido 224.229 visitas hasta ahora mismo. Puede tal vez parecer mucho, pero son una media de unas 51 al día, que no es nada del otro mundo, pero es algo. He pensado hacer un hit parade de las entradas que han tenido más de 2.000 visitas empezando por la 5ª y seguir hasta llegar a la 1ª. A fin de cuentas, 2000 personas que lo hayan leído es más que la venta de la mayoría libros publicados (ni que decir con los leídos). Pero resulta que la 2ª con 3.303 visitas y con el título de “El sueño de Jean Paul Richter”, tiene mucho que ver con el tema de Jesucristo, iniciado con Jesus Christ Superstar y en el que estoy enganchado. Podríais pensar que qué tiene que ver el sueño de un tal Jean Paul Richter con Jesucristo. Tal vez os lo aclare –y os pique la curiosidad– saber que el título de ese sueño es “DISCURSO DE CRISTO MUERTO DESDE LO ALTO DEL COSMOS DICIENDO QUE NO HAY DIOS”. Escalofriante, ¿no? ¡Lo es! Esta entrada se produjo en 2008, pero desde entonces, ha llovido tanto… pero si llueve sobre mojado, moja más. 

En viernes sucesivos, de aquí a Agosto, seguiré con el hit parade desde el 5º hacia abajo.



Jean Paul Richter escribió en 1796, con 33 años, la edad de Cristo al morir, un pequeño opúsculo con un terrible nombre:

Discurso de Cristo muerto desde lo alto del cosmos diciendo que no hay Dios.

Jean Paul era un profundo creyente y escribió esta pequeña obra para mostrar lo terrible que sería el mundo si Dios no existiese. Le dio forma de un sueño, un mal sueño en el que se veía sumido. Al despertar de la terrible pesadilla se congratula de poder adorar a un Dios que rige con bondad este mundo. Esta obra es conocida con el nombre de “El sueño”. Su publicación no tuvo ninguna repercusión en Alemania. Pero en 1814, en la segunda edición de la obra “L´Allemagne” de Madame Germaine Staël –la primera edición fue íntegramente secuestrada por Napoleón– aparece una traducción francesa del opúsculo de Richter. Mme Staël no es la autora de la traducción al francés del original alemán de Richter, pero esta traducción es parcial y está burdamente manipulada[1]. Y no sólo la traducción, la propia obra aparece cercenada en el principio y el final, de forma que ya no es un mal sueño, sino un manifiesto del ateísmo. Bajo esta forma puede seguirse su rastro en la literatura francesa de los siglos XIX y XX franceses. Nerval, Vigny, Musset, Baudelaire y Gide son un claro exponente de estos ecos[2]. Debemos a Olegario González de Cardedal la publicación de la primera traducción fiel y directa al español –realizada por Andrés Sánchez Pascual– de la totalidad de este breve escrito de Jean Paul.

A continuación se transcribe esta traducción completa, indicando en letra cursiva los textos amputados en la traducción que aparece en la obra de Mme Staël.


JEAN PAUL
PRIMERA PIEZA FLORAL:
DISCURSO DE CRISTO MUERTO DESDE LO ALTO
DEL COSMOS, DICIENDO QUE NO HAY DIOS[3]

Nota previa


La osadía de esta ficción queda disculpada por el objetivo que pretende. Los negadores de la existencia de Dios la rechazan con el mismo escaso sentimiento con que la admiten la mayoría de sus defensores. Igual que avaros coleccionistas de monedas, así lo único que reunimos en nuestros sistemas, aun en los verdaderos, son siempre meros vocablos, fichas de juego, medallas; y solo más tarde cambiamos los vocablos por los sentimientos, las monedas por goces. Veinte años puede pasarse una persona creyendo en la inmortalidad del alma y solo en el año vigésimo primero, en un gran minuto, se queda asombrada de la inmensa riqueza de esta fe, del calor que se esconde en tal fuente de nafta.

Así es también como yo me he quedado aterrorizado al ver el calor ponzoñoso que emana del sistema del ateísmo y que, envolviendo el corazón de quien penetra en él por primera vez, se lo asfixia. Menos dolores me preocupará a mí negar la inmortalidad que la divinidad, pues en el primer caso pierdo solamente un mundo cubierto de nieblas, mientras que lo que en el segundo caso lo que pierdo es este mundo actual, es decir, su Sol. La mano del ateísmo hace añicos el universo espiritual entero, lo rompe en innumerables puntos de Yoes, que, como si fueran bolitas de mercurio, centellean, se escurren, van de un lado al otro, se juntan y separan, ya que carecen de unidad y consistencia. En el universo nadie está tan solo como el hombre que niega a Dios; su corazón, que ha perdido al más grande de los padres, se halla huérfano; y ese hombre está de duelo junto al cadáver inmenso de la Naturaleza, al que ningún espíritu universal otorga movilidad ni cohesión y que va creciendo dentro de su tumba. Y está de duelo hasta que se desprende a si mismo, parecido a una miga de pan, de aquella masa muerta. Ante él se halla quieto el mundo entero como la gran esfinge egipcia, hecha de piedra y asentada en la arena; y el universo es la fría mascara de hierro de la eternidad informe.

Es mi intención además meter el miedo en el cuerpo con esta ficción mía a algunos leídos profesorcillos, pues en verdad esos hombres, desde que han sido tomados a sueldo para ejecutar, cual si fueran presos condenados a trabajos forzados, las tareas de la obra hidráulica y el apeo de mina de la filosofía crítica, andan inquiriendo ahora sobre la existencia de Dios con igual sangre fría e igual corazón helado que si se tratara de la existencia del unicornio o de la de ese animal marino fabuloso de que hablan los noruegos.

Para otras personas, para las que no han ido tan lejos como los susodichos profesorzuelos, quisiera señalar que cabe unir sin contradicción la creencia en el ateísmo y la creencia en la inmortalidad, pues la necesidad que en esta vida arroja dentro del cáliz de una flor y bajo un sol la brillante gota de rocío que es mi Yo, esa misma Necesidad puede sin duda repetir tal cosa en la segunda vida; y hasta le resultará más fácil que en la primera ocasión hacer que yo me encarne por segunda vez.
                                                           
*     *     *

Cuando en nuestra infancia oímos contar que la hora de la medianoche, en el momento en que nuestro dormir llega muy cerca de nuestra alma y nos entenebrece incluso los sueños, los muertos se desvelan y ejecutan en las iglesias un remedo de la misa de los vivos, cuando oímos contar eso, sentimos horror de la muerte a causa de los muertos. Y en nuestra soledad nocturna desviamos los ojos de los alargados ventanales de la iglesia silenciosa y nos da miedo investigar si las fluorescencias que en ellos brillan se deben a la luz que cae de la Luna.

La infancia, y más todavía sus espantos que sus éxtasis, recobran alas y brillo en nuestros sueños y, cual si fueran pequeñas luciérnagas, se entregan a sus juegos en la pequeña noche de nuestra alma. ¡No nos aplastéis esas centellas que ahí revolotean! ¡Dejadnos incluso nuestros sueños oscuros y desagradables, que son como penumbras de la realidad, pero que nos impulsan hacia arriba! ¿Con qué va nadie a reemplazarnos esos sueños, los que nos alejan de los estruendos inferiores de la catarata y nos conducen hasta la callada cumbre de la infancia, allí donde el río de la vida, aún silencioso en su pequeña planicie, y parecido a un espejo del cielo, se encaminaba hacia sus abismos?

Un atardecer de verano me hallaba yo tendido en un monte de cara al Sol y me quedé dormido. Entonces me soñé que me despertaba en un camposanto. Lo que me desvelaba era la maquinaria siempre en movimiento del reloj de la torre, que estaba dando las once en aquel momento. En el cielo nocturno, que se hallaba completamente vacío, yo buscaba el Sol, pues creía que un eclipse lo ocultaba con la luna. Todas las tumbas estaban abiertas; y las puertas de hierro del osario, como si unas manos invisibles las moviesen, se abrían y se cerraban. Sombras rápidas, sombras que nadie proyectaba, se deslizaban por los muros, y había otras que se elevaban por los aires. Los únicos que seguían dormidos en sus abiertos ataúdes eran los niños. Del cielo colgaba formando grandes pliegues, sólo una niebla grisácea y pesada, que una sombra gigantesca iba acercando; aquella niebla se parecía a una red y a cada momento se volvía más estrecha y ardiente. Yo oía por encima de mí la lejana caída de los aludes, y por debajo las primeras pisadas de un inmenso temblor de tierra. Dos inacabables notas disonantes, que dentro de la iglesia luchaban entre sí e inútilmente procuraban confluir en un sonido armonioso, hacían que la iglesia oscilase arriba y abajo. De vez en cuando un resplandor grisáceo se aproximaba convulso hacia los ventanales y a su luz podía verse como se deslizaban por ellos el plomo y el hierro derretidos. La red de aquella niebla y el suelo oscilante me empujaban dentro del templo; dos basiliscos que desprendían chispas hallábanse apostados en dos setos de plantas venenosas delante de sus puertas. Yo iba avanzando a través de sombras desconocidas en las que estaba impresa la huella de varios siglos.

Todas ellas se hallaban congregadas en torno al altar y a todas les temblaba y palpitaba, no el corazón, sino el pecho. El único muerto al que no le temblaba el pecho era uno que, enterrado recientemente en la iglesia, aún reposaba sobre sus almohadones; en su rostro, cruzado por una sonrisa, quedaba la huella de un sueño feliz. Pero como entraba un viviente, también aquel muerto se desvelaba; y de su rostro desaparecía la sonrisa. Haciendo un gran esfuerzo levantaba sus pesados párpados, pero allí dentro no había ojos, y no era un corazón, sino una herida, lo que había en su pecho palpitante. Alzaba sus manos y las juntaba para rezar, pero sus brazos se alargaban y se desprendían, y las manos aún juntas, iban a caer lejos. Arriba, en lo alto de la cúpula de la iglesia, se hallaba la esfera del reloj de la Eternidad. No aparecían en ellas números que indicasen las horas, la esfera misma era su propia aguja; solo un dedo negro apuntaba hacia allí. Y los muertos querían ver el Tiempo en aquel reloj.

De lo alto descendía hasta el altar en aquel momento una noble figura en la que se advertía un dolor inextinguible. Y todos los muertos gritaban:

- Cristo, ¿es que no hay Dios?

Y él respondía:

- No lo hay

La sombra entera de cada uno de los muertos, y no solo su pecho, se estremecía
entonces violentamente; y aquel temblor iba dispersándolos uno tras otro.

Y Cristo continuaba:

- He cruzado los mundos, he penetrado en los soles, he volado en compañía de las vías lácteas por los desiertos del cielo; pero no hay Dios. Hasta donde llega la sombra del ser, hasta allí he bajado, y he mirado en aquel abismo, y he llamado: “Padre ¿Dónde estás?”, pero lo único que hasta mis oídos ha llegado ha sido el estruendo de la tempestad que nadie gobierna. Y encima del abismo estaba el brillante arco iris formado por los seres, sin ningún sol que lo hubiese creado; y de aquel arco iris se desprendían gotas. Y cuando he alzado la vista hacia el inmenso mundo, buscando el ojo de Dios, el mundo me ha mirado con sus cuencas; estaban vacías y no tenían fondo. Y la eternidad yacía sobre el Caos, y lo roía, y se rumiaba a sí misma. Seguid chillando, notas disonantes, dispersar con vuestros chillidos las sombras. ¡Pues Él no existe!

Igual que un vaho blanco al que el frío helado ha dotado de forma, se deshace ante un soplo cálido, así se desvanecían aleteando aquellas sombras descoloridas; y todo quedaba vacío. En el templo penetraban entonces, cosa terrible para el corazón, los niños muertos, que se habían desvelado en el camposanto; se prosternaban ante la elevada figura que estaba en el altar y decían:

- ¡Jesús!, ¿es que no tenemos padre?

Y llorando a lágrima viva, Jesús respondía:

- Todos nosotros somos huérfanos, ni yo ni vosotros tenemos padre.

En aquel momento el chirrido de las notas disonantes se hacía cada vez más fuerte y las temblorosas paredes del templo se alejaban unas de otras. Y el templo y los niños se hundían, y a continuación se hundía la tierra, y se hundía el sol, y se hundía con toda su inmensidad el cosmos entero. Y, a medida que se hundían, todas esas cosas iban pasando a nuestro lado.

Y allá arriba, en la cúspide de la inmensa Naturaleza, estaba erguido Cristo y bajaba sus ojos hacia el cosmos, atravesados por mil soles; lo que Cristo contemplaba era, por así decir, la mina excavada en la noche eterna, mina por la que caminaban los soles como lámparas de mineros y las vías lácteas como venas de plata.

Y mientras Cristo estaba mirando la rechinante aglomeración de los mundos y la danza de antorchas de los fuegos fatuos del cielo y los bancos de coral de los corazones palpitantes, mientras veía cómo, a las bolas de agua que derraman luces flotantes sobre las olas, así las bolas de los mundos iban una tras otra sus fosforescentes luces en el mar de lo muerto, mientras veía aquello, Cristo, el más grande de los seres finitos, alzaba sus ojos hacia la Nada y hacia la vacía inmensidad y decía:

- ¡Oh, Nada rígida y muda! ¡Oh, necesidad fría y eterna! ¡Oh, Azar loco! ¿Conocéis estas cosas que quedan debajo de vosotros? ¿Cuándo romperéis a golpes este cosmos y a mí con él? ¡Oh, Azar! ¿Tienes tu conocimiento de estas cosas cuando recorres con tus huracanes la tempestad de nieve de las estrellas y vas apartando uno tras otro con tu soplo los soles y a tu paso va dando destellos el luciente rocío de los astros? ¡Qué solo se encuentra cada uno de nosotros en esta vasta cripta del universo! Lo único que está a mi lado soy yo. ¡Oh, Padre!, ¿dónde está tu infinito pecho para que pueda descansar en él? Ay, ya que cada uno es su propio padre y su propio creador, ¿por qué no puede ser también su propio ángel exterminador...? Eso que está ahí, junto a mí, ¿continúa siendo un ser humano? ¡Eh, tú, pobre hombre! Vuestra pequeña vida es un suspiro de la Naturaleza, o sólo el eco de ese suspiro. Un espejo cóncavo lanza sus rayos en las nubes de polvo hechas de ceniza muerta, los deja caer sobre vuestra Tierra y entonces surgís vosotros, imágenes oscilantes y cubiertas de nubes. Baja tu mirada, hombre, bájala hacia el abismo, sobre el que se desplazan nubes de polvo. Desde el mar de lo muerto ascienden nieblas llenas de mundos; una niebla que sube es el futuro, y el presente, la niebla que cae. ¿Reconoces esa Tierra tuya?

En aquel momento miraba Cristo hacia abajo y sus ojos se llenaban de lágrimas y decía:

- Ay, yo estuve también en la tierra; pero en aquel tiempo yo aun era feliz, aun tenía a mi padre infinito, aun miraba alegre desde los montes hacia el inmenso cielo y apretaba mi taladrado pecho contra su imagen aliviadora, y hasta en la acerba muerte decía: “¡Oh, Padre, saca a tu hijo de esta sangrienta envoltura y llévalo hasta tu corazón!”... Ay, vosotros afortunadísimos habitantes de la Tierra, vosotros seguís creyendo en Él. Tal vez en este preciso instante esté poniéndose vuestro Sol, y entre flores, resplandor y lágrimas de alegría: “También a mí me conoces tú, ¡oh, Infinito!, y conoces asimismo todas mis heridas, y después de la muerte me acogerás y me las cerrarás todas...”. Oh, desventurados, no serán cerradas vuestras heridas después de la muerte. Cuando, cubiertas de ellas su espalda, ese ser lastimoso que es el hombre se eche en tierra para encaminarse adormilado hacia su hermosa mañana llena de verdad, llena de virtud y de alegría, cuando eso ocurra, el hombre se despertará en el tempestuoso caos, en la medianoche eterna. ¡Y no llegará ninguna mañana, no llegará ninguna mano que cure, no llegará ningún padre infinito! Oh, tú, mortal que te hallas ahí a mi lado, si aún estás vivo, ¡adóralo! Pues de lo contrario lo habrás perdido para siempre.

Y mientras yo iba descendiendo y mirando el resplandeciente cosmos, lo que veía eran los levantados anillos de la gigantesca serpiente de la Eternidad, que estaba tumbada alrededor del universo de los mundos. Y los anillos descendían y la serpiente rodeaba con un doble cerco el universo: luego se enroscaba de mil maneras en torno a la Naturaleza, y aplastando los mundos los dispersaba, y machacando el templo infinito lo reducía a las dimensiones de una iglesia de camposanto. Y todo se volvía angosto, sombrío y medroso. Y el badajo desmesuradamente largo de una campana iba a dar la última hora del Tiempo y a hacer pedazos el cosmos... Y fue en ese instante cuando me desperté.

Mi alma lloró de alegría de poder volver a adorar a Dios; la alegría y el llanto y la fe en Dios eran mi oración. Y cuando me puse en pie el Sol brillaba a baja altura en el horizonte, detrás de las purpúreas espigas henchidas de grano, y lanzaba apaciblemente el resplandor de su luz crepuscular hacia la pequeña Luna que, sin Aurora[4], iba descendiendo en la mañana. Y entre el Cielo y la Tierra desplegaba sus cortas alas un mundo perecedero, pero alegre, que, igual que yo, vivía en presencia del Padre infinito. Y de la entera Naturaleza que me rodeaba brotaban unos sonidos apacibles; parecía que tocasen al atardecer.


Hasta aquí el texto de Jean Paul.

Pero alegrémonos, ¡Cristo ha resucitado! Esa es la Buena Noticia que nos libera de este atroz y falso sueño.

Y ahora mi pregunta. Una pregunta que me hago constantemente y que realmente, no sé responder. ¿Por qué las obras destructivas tienen sistemáticamente más difusión que las constructivas? Creo que es un hecho evidente, del que podría contar varios casos personales y otros históricos –el de Jean Paul es uno– pero difícilmente explicable. ¿Por qué el mundo que hemos hecho da una credibilidad gratuita a la nada frente al Ser? Vagamente intuyo que el pensamiento débil dominante aprovecha su dominio para imponer una férrea censura. Cómo llegó a ser dominante este pensamiento débil es algo que intento explicar en la serie que estoy publicando en este blog “El camino hacia la posmodernidad y el nuevo renacimiento”. Disto mucho de tener claro todo este proceso de censura blanda en las formas y durísima en el pasa-no pasa. Pero sí tengo la firme convicción de que debemos luchar con uñas y dientes para romperla, porque “la gran misión que tenemos en la vida es abrir espacios en el mundo de los hombres al Dios de la verdad, que es el Dios de la luz, de la bondad y de la belleza. Ampliar el Reino de Dios con cada acción nuestra, grande o minúscula, realizada en la verdad”[5].

Otra vez más ¡Aleluya! En verdad, ¡Cristo vive! No lo busquéis entre los muertos, ¡ha resucitado!



[1] C. Pichois en su obra “l´image de Jean Paul” cita las declaraciones de su traductor en la que éste afirma haberla retocado notablemente.
[2] Véase el libro “Cuatro poetas desde la otra ladera” de Olegario González de Cardedal. Ed Trotta, 1996.
[3] Si alguna vez mi corazón hubiera de ser tan desventurado y hallarse tan muerto que en su interior estuvieran destruidos todos los sentimientos que afirman la existencia de Dios, con este texto mío me provocaría una gran conmoción; él me curaría y me devolvería mis sentimientos (Esta nota al pie del título es del propio Jean Paul).
[4] Aurora es el planeta Venus, pero también puede ser Luzbel o Lucifer.
[5] Leída en “Cuatro filósofos en busca de Dios” de Alfonso López Quintás, parafraseada de Romano Guardini y parafraseada a mi vez por mí.


14 de junio de 2019

Entonces, ¿quién es Jesucristo?


La semana pasada hablé del musical Jesus Christ Superstar. Y decía que me parecía de sombrero que un agnóstico –en el sentido etimológico de la palabra, decía, no como eufemismo para llamar al ateo– se preguntase con enorme respeto y admiración quién era este personaje. Si hoy en día preguntásemos a la gente quien creen que es Jesucristo obtendríamos una enorme variedad de respuestas. Eso ya pasaba en Israel durante su vida. En un pasaje del Evangelio Jesús pregunta a sus discípulos quién dice la gente que es él, y sus discípulos le contestan con una amplia gama de respuestas. “Unos dicen que eres Juan el Bautista –en ese momento Juan ya había sido decapitado por Herodes–, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas”. Pero cuando Jesús les pregunta: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”, Pedro toma la palabra y dice: “Tú eres el Mesías, el hijo de Dios vivo”. Algo parecido pasaría hoy. Los cristianos responderíamos como Pedro. Al menos de boquilla. Pero los no cristianos, por supuesto, no lo identificarían ni con Juan el Bautista, ni con Elías, ni con Jeremías, ni con ningún otro profeta. De hecho, las corrientes de pensamiento actuales toman varios derroteros. Unos dicen que Jesús ni siquiera existió, unos segundos que existió, pero su proclamación como Dios fue un invento de sus discípulos, unos terceros que fue un rabino bondadoso y un poco tocapelotas de la época, que de ninguna manera se proclamó Dios, que fue posteriormente mitificado a lo largo de los siglos hasta tomar tanta fuerza que por pasarse de tocapelotas acabó mal pero dado su éxito Constantino lo adoptó como religión del Imperio Romano por intereses políticos[1] y unos cuartos que fue un chiflado que se autoproclamó Dios, como hoy en día hay gente que se cree Napoleón, y acabó mal por su locura disparatada. Seguro que hay muchas más respuestas, pero para no extenderme demasiado me voy a centrar en estas cuatro[2].

La cuestión no es baladí. San Pablo en su primera carta a los corintios dice:

“Y si Cristo no ha resucitado –se refiere a una resurrección permanente, con un cuerpo glorioso, lo que sería la prueba o la consecuencia de su divinidad, no a una resurrección como, por ejemplo, la de Lázaro–, vuestra fe carece de sentido y seguís aún hundidos en vuestros pecados. Y, por supuesto, también habremos de dar por perdidos a los que han muerto en Cristo. Si nuestra esperanza en Cristo no va más allá de esta vida, somos los más miserables de todos los hombres”.

Pero inmediatamente se responde:

“Pero no, Cristo ha resucitado de entre los muertos, como anticipo de quienes duermen el sueño de la muerte”.

Si Cristo no es Dios, evidentemente, los cristianos somos unos miserables patéticos. Ahora bien, esta cuestión no admite –ni en sentido positivo ni negativo– una demostración de las que se llaman apodícticas, como el teorema de Pitágoras, que da lugar a verdades matemáticas que no admiten discusión. Ni tampoco una demostración científica, es decir, empírica, que pueda repetirse en experimentos controlados. Sin embargo, el que no admita una demostración apodíptica ni científica no significa de ninguna manera ni que sea mentira, ni que sea irracional. La certeza que nos puede aportar una supuesta “demostración” no es ni matemática ni científica. Es una certeza de tipo existencial.

Sin embargo, es importante señalar que todos nosotros, en nuestras vidas cotidianas actuamos y tomamos decisiones casi exclusivamente en base a certezas existenciales. Cuando una empresa diseña una estrategia para posicionarse mejor en el mercado, es evidente que su certeza no es ni matemática ni científica. Pero de ninguna manera puede tacharse de irracional. Seguro que en la formulación de esa estrategia han colaborado, de forma muy racional, muchas mentes brillantes, han analizado decenas de escenarios y de posibles cursos de acción según qué decisiones se tomasen, etc. Y sobre esa estrategia se apuestan, tal vez, miles de millones de Euros.

O si mañana salimos de casa a cenar dejando a nuestros hijos de 1 y 3 años al cuidado de una canguro estudiante que es amiga de la hija de unos amigos nuestros, nuestra certeza de que al volver no nos vamos a encontrar a nuestros hijos cocinados al horno, es una certeza de tipo existencial. Nos hemos basado en que nuestros amigos son gente muy normal y que, por tanto, su hija y la amiga de su hija, también deben serlo. Y sin embargo, aunque estamos hablando de la vida de nuestros hijos, nos vamos a cenar. Y no es una decisión irracional.

O si tomamos la decisión de operarnos de las vértebras lumbares en vez de seguir un proceso de rehabilitación basada exclusivamente en fisioterapia y farmacología, lo hacemos después de analizar muchas circunstancias, opiniones y condicionantes que, al final, nos llevan a la decisión quirúrgica. Tampoco aquí hay ninguna irracionalidad.

Cualquiera puede ver que en cada minuto de nuestra vida estamos actuando y tomando decisiones, algunas triviales y otras vitales, basándonos en una certeza existencial. Y no somos ni irracionales ni insensatos por ello. Por supuesto, la certeza existencial deja siempre un espacio para la duda. Pudiera ocurrir que la estrategia empresarial fuese incorrecta, que la canguro, efectivamente hornease a nuestros hijos, o que la solución quirúrgica a nuestros problemas de lumbares resultase, a la postre, un error que nos dejase postrados. Sobre este tema de la duda no puedo dejar de citar unas palabras de el papa emérito Benedicto XVI cuando era un joven teólogo:

“Nadie puede poner a Dios y su reino encima de la mesa, y el creyente por supuesto tampoco. El que no cree puede sentirse seguro en su incredulidad, pero siempre le atormenta la sospecha de que ‘quizá sea verdad’. Y lo mismo puede ocurrirle al creyente: ‘¿y si no fuese verdad?’ Digámoslo de otro modo: tanto el creyente como el no creyente participan, cada uno a su modo, en la duda y en la fe, […]. Nadie puede sustraerse totalmente a la duda o a la fe. Para uno la fe estará presente a pesar de la duda, para el otro mediante la duda o en forma de duda. Es ley fundamental del destino humano encontrar lo decisivo de su existencia en la perpetua rivalidad entre la duda y la fe […] Quizá justamente por eso la duda, que impide que ambos se cierren herméticamente en lo suyo, pueda convertirse ella misma en un lugar de comunicación. Impide a ambos que se recluyan en sí mismos: al creyente lo acerca al que duda y al que duda le lleva al creyente. Para uno es participar en el destino del no creyente; para el otro la duda es la forma en que la fe, a pesar de todo, subsiste en él como un reto[3].

Pero esto de la certeza existencial para adherirnos a la fe en la divinidad de Jesucristo es algo que dejaré para el final. Ahora vamos a adentrarnos en analizar las cuatro posibles respuestas reseñadas más arriba:

1ª Jesucristo no existió:

Teniendo en cuenta que Jesucristo fue un personaje que vivió en un pequeño rincón del Imperio Romano y que no tuvo ninguna relevancia histórica en sus años de vida en la tierra, no sería de extrañar que no hubiese ninguna mención a su persona fuera de los Evangelios y el Nuevo Testamento. Y, efectivamente son pocas las menciones que hay de él. Pero sí que hay las suficientes como para afirmar que la hipótesis de su no existencia es difícilmente mantenible. No voy a citar textualmente las referencias que hay sobre él, porque alargaría este escrito en varias páginas. Pero sí voy a citar a los autores de esas citas con alguna referencia a ellos. Sí dedicaré algunas un poco más de espacio a Flavio Josefo, autor que merece una especial atención. Exceptuando el caso de Flavio Josefo, que dejo para el último lugar, las citas van por orden cronológico.

Mará bar Serapión: Es un sirio del siglo I. Se conserva una carta suya a su hijo fechada en el año 73, muy próxima a los hechos de la muerte de Jesús, justo después de la destrucción del Templo por Tito y de la dispersión de miles de judíos. Sin citar a Jesús por su nombre, se refiere a todos los pueblos que mataron a sus sabios y las consecuencias que este acto les acarreó. Es evidente que el texto se está refiriendo a Jesús cuando habla del pueblo judío. Mará habla de un personaje real, que existió, que fue un rey sabio, que fue ajusticiado por los judíos y como consecuencia de ello les vino la desgracia de la destrucción de Jerusalén. Pero sus seguidores continuaron perpetuando su memoria a través de sus leyes. No hay ningún rey de los judíos que haya sido ajusticiado por los propios judíos. Y menos en una época cercana a la destrucción del Templo. Sólo Cristo cumple con esta descripción. No olvidemos que en su cruz figuraba un cartel que rezaba: “Jesús Nazareno Rey de los Judíos”.

Plinio el Joven: Fue procónsul en Bitinia, Asia Menor, en los años 111 al 113 bajo Trajano. Tenía el encargo de perseguir a los cristianos. Se conserva la correspondencia entre Plinio y el emperador. En la carta 96, pide instrucciones sobre cómo tratar a los cristianos y explica al emperador cómo es el ritual y el código moral de esa gente. En esta carta cita textualmente a Cristo. Existe también la carta de respuesta de Trajano a Plinio.

Tácito: Vivió entre los años 56 y 118. En su obra “Anales”, escrita en el 116, narra la historia de Roma desde el año 14 hasta el 68. El texto que va del año 29 al 32, dentro del imperio de Tiberio, se ha perdido, por lo que nunca sabremos si en él hablaba de Cristo. Pero sí cita a Cristo en la parte de su historia dedicada a Nerón.

Suetonio: Vivió entre los años 70 y 140. En su “De vita Caesarum”, escrita hacia el año 120, narra la vida de Julio César y los once primeros emperadores, desde Augusto hasta Domiciano. Al hablar de Claudio, cuenta los disturbios que acabaron con la expulsión de los judíos de Roma y nombra a “un tal Chrestus”.

Luciano de Samosata: Fue un escritor griego, satírico y filósofo escéptico. Murió hacia el 192 habiendo tenido una larga vida que cubre gran parte del siglo II. En el año 167 presenció en Olimpia cómo quemaban en la hoguera a un cristiano llamado Peregrino. Esto le hizo escribir su obra “La muerte de Peregrino”. En ella, se burla de la credulidad de los cristianos, pero cita al hombre de Palestina que fue crucificado por haber introducido esta nueva forma de iniciación. Su primer legislador les convenció de que eran inmortales y que serían todos hermanos si negaban los dioses griegos y daban culto al sofista crucificado, viviendo según sus leyes”.

Celso: Escritor griego. Se sabe que la vida de Celso, llenó gran parte del siglo II. Celso es el primero que ataca virulenta y directamente a los cristianos. Lo hace con una obra llena de insultos y argumentos “ad hominem” escrita en el año 175 con el título de “Doctrina verdadera”. Conoce las creencias cristianas y las refuta con agresividad y desprecio, basándose en la apologética judía contra el cristianismo. Esta obra se ha perdido, pero se conoce gran parte de su contenido por las citas que de ella hace Orígenes en su obra “Contra Celso”. Celso dice que Jesús fue el hijo ilegítimo de una campesina judía con un centurión llamado Pandera. Aprendió en Egipto poderes mágicos para engañar a los hombres. Era feo y pequeño de estatura. Enseñó a sus seguidores a mendigar y a robar. El testimonio sobre su resurrección viene de una mujer histérica.

Existen también referencias a Jesús en algunas compilaciones del Talmud judío.

El testimonio Flaviano: El testimonio flaviano es uno de los textos más controvertidos de la historia. Son tres párrafos de la obra Antigüedades judías” del historiador judío-romano Flavio Josefo. La historia de este personaje es curiosa. Sacerdote judío ejemplar, de la tribu de Leví, por nombre Josef bar Matatías, participa en el levantamiento de los judíos contra Roma que empieza el año 66 del siglo I y acaba con la destrucción del Templo en el año 70 y la toma de la fortaleza de Masada en el 73. El sanedrín le encarga la resistencia en Galilea. Tras un largo sitio, los romanos toman en el año 67 la ciudad de Josapata (Yodfat) después de una heroica resistencia. Josef, con otros defensores, se esconden en una cisterna vacía. Antes que entregarse a los romanos, deciden quitarse la vida. Josef se las apaña para ser el último y cuando, todos sus compañeros muertos, le toca el turno de suicidarse, sale de la cisterna y se entrega a los romanos. Para evitar que le maten afirma tener una importante profecía que comunicar al general Vespasiano, comandante de las legiones romanas contra el levantamiento judío. Cuando le llevan a su presencia le dice a Vespasiano que en muy poco tiempo va a llegar a emperador. Éste decide conservarle en vida hasta ver en qué para esa profecía. La profecía no era descabellada. Flavio Josefo era un hombre instruido, muy interesado en lo que pasaba en Roma y era evidente que Nerón podía ser derrocado en cualquier momento. Al no haber un sucesor, era muy probable que el ejército elevase a emperador a uno de los generales. Vespasiano era uno de los más populares entre las Legiones. En efecto, poco después, en el 69, el ejército le proclama emperador. Su hijo Tito toma entonces el mando de las operaciones en Israel. Tras ser proclamado emperador, Flavio Vespasiano adopta como hijo a Josef por lo que éste toma el nombre de Flavio Josefo por el que es conocido. Flavio Josefo describe esta guerra en su obra “La guerra de los judíos”. Pero en otra obra suya Antigüedades judías”, escrita en griego, cuenta, a su manera, la historia del pueblo judío. En este libro, escrito en el siglo I por un personaje absolutamente próximo a los hechos, bien informado e interesado en los avatares del que fue su pueblo, aparece el texto a que he hecho referencia más arriba y que se conoce con el nombre del testimonio Flaviano: Dice así:

“En aquel tiempo apareció Jesús, un hombre sabio, [si verdaderamente se le puede llamar hombre] porque fue autor de hechos asombrosos, maestro de gente que recibe con gusto la verdad. Y atrajo a muchos judíos y a muchos de origen griego. [Él era el Mesías].

Y cuando Pilato, a causa de una acusación hecha por los principales de entre nosotros lo condenó a la cruz, los que antes le habían amado, no dejaron de hacerlo. [Porque él se les apareció al tercer día vivo otra vez  otra vez, tal como los divinos profetas habían hablado de estas y otras innumerables cosas maravillosas acerca de él]. (Los corchetes son míos)

Y hasta este mismo día la tribu de los cristianos, llamados así a causa de él, no ha desaparecido”.

Los críticos están divididos en tres grupos. Unos creen que todo el texto es un añadido hecho por algún cristiano que creía dar un espaldarazo a su causa. Aducen que supone una profesión de fe por parte de Flavio Josefo de la que no hay la más mínima constancia histórica. Otros piensan que todo el texto es auténtico porque los tres párrafos aparecen así en las tres copias manuscritas griegas que se conservan y en todos los manuscritos en latín, árabe, siríaco, eslavo, etc.[4] y, además, el vocabulario y la gramática es muy del estilo de Josefo. Otros, por último, creen que sólo las frases entre corchetes son añadidos. El texto, después de quitar las frases entre corchetes, se llama el texto “neutral” y es el que tiene más adeptos.

Pero en 1971 Shlomo Pines, erudito judío de la Universidad Hebrea de Jerusalén, descubrió una versión –conocida como versión eslava– del testimonio Flaviano, inserto en la Historia Universal de Agapio. Este texto, que parece ser más antiguo que los tres manuscritos griegos que se conservan, se parece bastante al llamado el texto “neutral”. Dice así:

“En aquel tiempo apareció un hombre sabio, llamado Jesús. Su conducta fue buena y tuvo fama de virtuoso.

Atrajo a muchos judíos y a muchos de origen griego que se hicieron sus discípulos. Y cuando Pilato lo condenó a la cruz, sus discípulos no abandonaron el discipulado.

Contaban que se les había aparecido tres días después de su resurrección y que estaba vivo. Según eso él era quizás el Mesías sobre quien los profetas habían contado maravillas.

Así que, un historiador judío-romano, que había vivido en primera línea los avatares de su pueblo, instruido, conocedor de las intrigas de la política local y que escribe su libro hacia el año 80, afirma con muy poco lugar a dudas la existencia de Jesús, su pretensión de ser el Mesías (aunque no creyese en esa pretensión), su condena a la cruz por Pilato y la existencia de unos discípulos que afirmaban que estaba vivo. Otros historiadores, romanos, griegos y sirios, sin ser de ninguna manera cristianos, parece que también creen, desde la proximidad histórica, que en el siglo I existió un tal Jesús que fue muerto por judíos y romanos, del que se decía que había resucitado y estaba vivo y que había fundado una religión. Me parece suficiente para afirmar la enormemente probable existencia de Jesús.

2ª Sus discípulos se inventaron su divinidad y su resurrección. Vamos a analizar que condiciones debe cumplir una mentira para tener éxito. Básicamente son dos. La primera es que quien se invente la mentira saque algún provecho de ella o, por lo menos que no le cause a él mismo un perjuicio grave. Desde luego, no parece que los discípulos de Jesús sacasen mucha tajada de esa mentira. Antes bien, a todos los apóstoles manos a Juan y a muchos de sus discípulos, esa supuesta mentira les costó la vida. Y el peligro de muerte de ser cristiano duró hasta el edicto de Milán del 313 del que he hablado más arriba. O, incluso, en determinadas partes del globo, hasta hoy. Es como si alguien propalase la mentira, en el Chicago de los años 30, de que le había robado a Capone lo cobrado por un cargamento de whisky. A nadie en su sano juicio se le ocurriría. No parece que la supuesta mentira cumpla con esta condición.

La segunda condición es que tenga un cierto grado de credibilidad. Llega un alumno tarde a mi clase y, para que le deje pasar, me cuenta que al salir de casa, le atacó un dragón con su aliento de fuego, le quemó el vestido, tuvo que ir a su casa a cambiarse y eso le ha hecho llegar tarde. Naturalmente, no le dejo entrar en clase. Tal vez si me dice que su abuela se ha puesto mala esa mañana y que la han tenido que llevar al hospital, me lo pueda creer. Decirle a un judío del siglo I que un hombre humillado, flagelado, escarnecido y crucificado por los romanos era el Omnipotente, el Altísimo, el innombrable YHVH, es algo que a ningún mentiroso que quisiese tener éxito con una nueva secta del judaísmo se le ocurriría contar. Y para un romano o un griego, la cosa era todavía más inverosímil. Cómo decía san Pablo, Cristo era escándalo para los judíos y locura para los griegos. No estoy diciendo que el hecho de que la divinidad de Jesucristo sea inverosímil sea una prueba de que es verdad. Digo que es una prueba –no apodíptica, desde luego, de que es altísimamente improbable que los discípulos se inventasen semejante mentira, la mantuviesen al precio de sus vidas y se extendiese de tal forma que en el 313 alcanzase al 10% de los habitantes del Imperio, aunque eso les pudiese costar sus vidas.

3ª La divinización de Jesús no es una mentira strictu sensu, es un mito que se fue forjando a lo largo de los siguientes trescientos años. Algo similar a lo que cuenta Homero sobre la guerra de Troya. Hoy sabemos que Troya existió, que era una ciudad hitita que controlaba el Helesponto, lo que le daba la posibilidad de enriquecerse con todo el comercio que pasaba por ese estrecho. En el siglo XII a. de C. los aqueos, que por aquél entonces eran un pueblo mucho menos civilizado, atraídos por su emporio de riqueza, la asaltaron y saquearon. Pero tras cuatro siglos de tradición oral de los griegos, que iba embelleciendo esa historia tan prosaica, dándole pinceladas de amor y lujo, se llegó a formar el mito que Homero puso por escrito es la Ilíada. Esa es la teoría postulada en el siglo XIX por el alemán David Strauss y el francés Ernest Renan en sendas obras con el título ambas de “Vida de Jesús”. Pero el mismo Strauss en su obra dice: “La historia evangélica sería inatacable si se probase que había sido escrita por testigos oculares o por lo menos por autores cercanos a los sucesos”. Estos autores, Strauss y Renan, creían que esa historia había sido escrita en el siglo IV, impulsada astutamente por Constantino, con intenciones políticas, tras el edicto de Milán. Pero eso, que tal vez fuese posible de mantener en el siglo XIX es imposible hoy. De hecho, hoy se conservan 325 copias completas del Nuevo Testamento escritas entre el 250 y el 325 d. de C., 250 colecciones incompletas escritas entre el 200 y el 250 d. de C., 200 libros sueltos escritos entre el año 100 y el 200 d. de C. y 116 fragmentos escritos entre el año 50 y el 100 d. de C. Especial mención merece el llamado fragmento P7Q5 hallado en Qumrán y que, si es auténtico, cosa no totalmente probada pero cada vez más admitida, sería un trocito del evangelio de san Marcos llevado a las cuevas esenias de Qumrán en el año 68 desde Roma, donde se estima que se escribió hacia el año 50. En total, antes de la invención de la imprenta en el siglo XVI, existían 5.000 copias griegas, 10.000 latinas y 9.000 en otras lenguas (siríaco, árabe, copto, armenio). A título de comparación, de los “Diálogos” de Platón, existen sólo siete copias y la más antigua es del siglo X d. de C. Y, sin embargo, todos creen que Platón nos transmitió la filosofía de su maestro, Sócrates. Por otro lado, en los escritos los Padres de la Iglesia de los primeros tres siglos se encuentran 32.000 citas del Nuevo Testamento. Con estas citas se pueden reconstruir casi completamente todo el NT y los pasajes que no se encuentran en esas citas son poco relevantes. Como promedio, estas citas se repiten unas cuarenta veces y los pasajes más importantes se repiten más de cien veces y en todos ellos, con una concordancia prácticamente total. Así que la hipótesis del mito, tampoco parece que tenga mucha fuerza.

4ª y última respuesta analizada (por supuesto sin ninguna pretensión de exhaustividad, pero estas son las más extendidas). Era un demente que se hizo pasar por el Hijo de Dios. Desde luego, si dijo que era el Hijo de Dios, Dios mismo hecho hombre, sin serlo, era, indudablemente, un loco. Y no un pobre y pequeño loco discreto. No un loco con un gravísimo síndrome de autodestrucción. Tanto como para llevarlo al extremo de simular el cumplimiento de todas las profecías sobre la figura del Mesías, incluida la del siervo sufriente de Yahveh, que describe, ocho siglos antes, el martirio, la tortura y la muerte del Mesías. Un gravísimo enfermo mental que se hace matar en la cruz para cumplir esas profecías. Por supuesto, puede que haya locos así en el mundo. Pero suelen estar en los manicomios y, desde luego, jamás han proclamado un código de conducta y de vida como pueden ser las Bienaventuranzas o el conjunto de las enseñanzas de Jesús en los Evangelios. Hoy, el código de vida del Evangelio, creamos o no en la divinidad de Jesucristo, nos parece casi normal, un poco déjà vu. Pero en aquella época era algo inaudito, rompedor, ni remotamente comparable con ningún código de vida existente en ninguna otra religión ni filosofía. Y fue precisamente ese código de vida el que hace que hoy muchísima gente, creyentes y no creyentes, considere a Jesús un personaje ejemplar, admirable y benéfico. Pero si, a pesar de la inverosimilitud de ese contraste, era de verdad un loco de ese calibre, no sería un personaje respetable. ¿Qué pensaríamos de alguien que dice, sabiendo que miente, a una mujer a la que se le acaba de morir su hermano “yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y todo el que esté vivo y crea en mí, jamás morirá. ¿Crees eso?”, y que tiene tal ascendiente sobre la mujer engañada para que ésta diga: “Sí, Señor; yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios que tenía que venir al mundo”? ¿O que le dice, engañándole, a un padre al que le dicen que su niña de doce años acaba de morir, que la niña no está muerta, sino dormida? ¿Pensaríamos que es un hombre admirable? Más bien pensaríamos que es un miserable y despreciable embaucador. Pues si aceptamos esta respuesta, eso es lo que sería Jesús. Un loco autodestructivo, mentiroso y embaucador.

Así que: O ese hombre no existió, o sus discípulos se inventaron su mensaje y su resurrección, o todo fue un mito creado en el siglo IV, o era un loco peligroso, o… Las cuatro primeras respuestas son, como se ha visto, altísimamente implausibles. Desde luego, puede haber otras que seguramente serían igual de implausibles. Por tanto, nos queda el o… Y este o… es: Ese hombre existió, era el mismo Hijo de Dios encarnado, nos dejó el más impresionante código de vida que se pueda pensar, pasó haciendo el bien, cumplió con todas las profecías del Antiguo Testamento, murió por nosotros en una tortura anunciada ocho siglos antes, resucitó y nos libró de la condena a muerte que nos acarreó nuestra rebelión contra Dios por una mezcla de soberbia y estupidez.

Por supuesto, no pretendo decir que lo dicho más arriba es una demostración apodíptica. No lo es. Pero cualquier otra respuesta es casi imposible. Por supuesto, a la luz de nuestras vivencias como humanidad es razonable pensar que jamás un hombre ha resucitado de entre los muertos como dicen los Evangelios que lo hizo Jesucristo. Cierto. Jamás. Pero si existe un Dios que ha creado este universo, que lo ha dotado de unas leyes que lo hacen funcionar según su voluntad, que nos ha creado a nosotros, pobres seres humanos, por amor, entonces, toda nuestra experiencia como humanidad no tiene la capacidad de negar que ese Dios hiciese lo que el Antiguo Testamento y los Evangelios dicen que hizo. La cuestión entonces es: ¿Existe un Dios así? He aquí otra cuestión indemostrable, tanto positiva como negativamente. Sin embargo, se puede mostrar, que no demostrar, aunque de ninguna manera en estas líneas[5], que el universo clama por un creador de esa música y esa armonía que lo hace cosmos en lugar de caos y de esa consciencia que aparece en un mundo material que no tiene capacidad de generarla. Que es inmensamente más plausible la existencia de ese Dios que su no existencia. Pero hay otra cuestión que, sin ser prueba, da una verosimilitud todavía mayor a estas cuestiones. Si sólo un puñado de personas con un sentido crítico nulo y en una época y lugar cercanos a los hechos hubiese creído en eso, podría tacharse a esta pequeña secta de credulidad extrema o, incluso, estupidez. Pero no es el caso. Tras 2.000 años de los hechos, desde Japón hasta Alaska, desde Groenlandia hasta la Tierra de Fuego, más de dos mil millones de personas, de toda raza, de muy diferentes niveles de inteligencia, cultura, creen en que ese pequeño hombre fracasado resucitó y en que todas sus promesas son ciertas. Y la fe de todas estas personas, no es irracional, aunque no pueda ser demostrada. Tampoco nace de ningún sesudo razonamiento, aunque éste pueda reforzar esa fe. Nace de que todos los que creen eso con su vida afirman haber tenido un “encuentro” especial con Jesucristo –que se llama conversión–, que les ha cambiado la vida y les ha hecho ser mejores de lo que pudieran soñar con haber llegado a ser por ellos mismos. Incluso, las promesas de Jesucristo han alcanzado, a través de la transformación cristiana del mundo, a millones de personas que no creen el él, haciéndolas también mejores. Y esa conversión, ese “encuentro” indemostrable, incomunicable con palabras, es para estas personas lo más cierto, lo más importante, lo más valioso de su vida, sea ésta la que sea. Y todo empezó con unos hombres insignificantes que fueron también, ellos mismos, masacrados por defender esas promesas, pero que convirtieron a una segunda generación que, a su vez convirtió a una tercera, que a su vez… hasta hoy. Una llama de Espíritu Santo ha iluminado el mundo y muchas vidas desde entonces, dándoles un código de vida, un sentido, una razón de ser y una belleza que es imposible que ofrezca ninguna otra religión ni filosofía. Un frondoso árbol lleno de frutos benéficos, que es imposible de explicar sin esa raíz que se llama Jesucristo.

Queda, por supuesto, como dice el texto de Ratzinger que he citado más arriba, la duda. ¿Y si no fuese verdad?, debe preguntarse el creyente. ¿Y si fuese verdad?, se debe preguntar el agnóstico. Y si en la respuesta a estas preguntas hay tanto en juego, la respuesta que no vale es la de la pereza. La de no darse ninguna respuesta y descansar en la ignorancia. Eso es mediocridad. Ninguna de las dos respuestas es demostrable apodíptica ni empíricamente, pero eso no es impedimento para realizar una opción, basada en argumentos que lleven a una certeza existencial que permita adherirnos a una u otra. El mismo tipo de certeza que nos lleva a decidir qué tratamiento pueda ser mejor para un cáncer que nos hayan diagnosticado. Lo que uno no puede hacer es quedarse parado ante el problema como si fuese indiferente una respuesta u otra.

Debo concluir con el planteamiento del peso de la prueba. En una sociedad civilizada, en un juicio penal de vida o muerte para una persona, el peso de la prueba debe recaer sobre la culpabilidad. No debe haber ninguna duda razonable de la culpabilidad para condenar al reo. “In dubio, pro reo”, dice el aforismo de derecho romano. Esta colocación del peso de la prueba sobre la culpabilidad tiene un origen lógico. Es mejor que un culpable salga libre que que un inocente sea condenado. Aplicando el peso de la prueba al tema que nos ocupa, me preguntaría. ¿Qué es mejor un mundo lleno de sentido y de vidas con sentido, desde la aparentemente más insignificante, o un mundo del absurdo, vacío de todo sentido en las vidas que lo llenan, empezando por las aparentemente más exitosas? Para ayudar a cada uno a responder a esta pregunta, a la que yo no voy a responder aquí, planteo dos citas.

La primera es de Bertrand Rusell, mente brillante y ateo militante, que dice:

“El hombre es el producto de unas causas que no habían previsto los fines que están logrando; es decir, que su crecimiento, sus esperanzas y temores, sus amores y sus creencias no son otra cosa que el resultado de la colocación accidental de los átomos; que no hay fuego ni heroísmo, ni intensidad de pensamiento o sentimiento, que puedan conservar la vida individual más allá de la tumba; que todos los esfuerzos de todas las edades, toda la devoción, toda la inspiración y el brillo meridiano del genio humano, están destinados a la extinción en las grandes profundidades del sistema solar, y que todo el templo del logro de los hombres terminará inevitablemente enterrado bajo los restos del universo en ruinas. Todo esto, si no está más allá de cualquier discusión, está sin embargo tan cerca de ser cierto que ninguna filosofía que lo rechace podrá sobrevivir [¿debería pedirse a Bertrand Rusell que argumentase esto?]. Sólo con los andamios de estas verdades, sólo con los cimientos firmes del desespero inconmovible, podrá construirse de manera segura el habitáculo del alma”.

La segunda es de san Pablo, en la epístola a los romanos:

“La creación entera está en anhelante espera de la manifestación de los hijos de Dios. Ya que fue sometida al fracaso, no por su propia voluntad, sino por el que la sometió, con la esperanza de que será liberada de la esclavitud de la destrucción para ser admitida a la libertad gloriosa de los hijos de Dios.

 [...] La creación entera gime y siente dolores de parto [...] y nosotros mismos gemimos, suspirando por que Dios nos haga sus hijos y libere nuestro cuerpo”.

Somos libres para elegir. ¿Y si fuese verdad?



[1] La mayoría de los estudios señalan que en el 313, año en que Constantino promulgó el edicto de Milán o edicto de tolerancia, (el reconocimiento del cristianismo como religión oficial del Imperio Romano no se produjo hasta Teodosio en el año 380 en el edicto de Tesalónica), el cristianismo había llegado ser, a pesar de las persecuciones, la religión del 10% de los habitantes del Imperio Romano. Además, estos habitantes vivían en su gran mayoría en las grandes ciudades y había entre ellos gente de muy alta relevancia en el gobierno del Imperio. Por lo tanto, el edicto de Milán era, aunque no sólo, un acto de astuta política.
[2] El que esté interesado puede comprar un librito muy breve escrito por mí bajo el título “¿Existió realmente Jesucristo?” y editado por Ediciones Palabra en su colección DeBolsillo.
[3] “Introducción al cristianismo” (1968). Joseph Ratzinger, Ediciones Sígueme 2009, pag. 45. La negrita es mía.
[4] Hasta la invención de la imprenta, los manuscritos se copiaban, como su nombre indica, a mano. Era muy normal que de forma accidental o intencionada, se produjesen interpolaciones en el texto copiado. Como se sacaban copias de copias de copias hasta la saciedad, es fácil seguir, en estos manuscritos la genealogía de una interpolación. Su antigüedad es aproximadamente proporcional al porcentaje de copias que tiene esa interpolación. Por eso, un texto que aparece, como es el caso del testimonio Flaviano, en todas las copias conocidas hasta 1971, o se considera auténtico o se tiene que considerar tan próximo al original como para que todas las copias en griego anteriores a las que se conservan, hayan desaparecido. El hecho de que todas las traducciones a otros idiomas sigan también el texto de las copias griegas conocidas da más peso a su autenticidad.
[5] Tengo editado un libro con el título de “Más allá de la ciencia” editado, como el anterior, por ediciones Palabra en su colección DeBolsillo, en el que llevo a cabo la mostración, que no demostración de eso.