Nunca ha dejado de asombrarme el
prestigio del que goza la revolución francesa en el mundo moderno. Creo que se
debe a una mezcla de propaganda chauvinista francesa y de ignorancia de la
gente. Tal vez, convenga empezar por dar algunas cifras. En la apoteosis de esa
revolución, en los años llamados de “El terror”, entre el 5 de Noviembre de
1993 y el 27 de Julio de 1794, en tan sólo 325 días fueron guillotinadas entre
20.000 y 40.000 personas juzgadas por los así llamados tribunales
revolucionarios, que eran, en realidad, tribunales de represión y venganza
política sin la más mínima seguridad jurídica ni la menor garantía procesal.
Parlamentarios girondinos[1] y de
cualquier oposición a los jacobinos[2] –como
Danton, uno de los santones de la Revolución–, campesinos que escondían sus
bienes para evitar la requisa gubernamental que les condenaba a la hambruna,
jóvenes que intentaban evitar la leva obligatoria para ir a la guerra, soldados
que no demostraban ante sus jefes el deseado coraje, desertores, ciudadanos sospechosos
de actividades antirrevolucionarias, fuese eso lo que fuese, denunciados
anónimamente, todos eran carne para los tribunales revolucionarios que veían
decenas de casos al día y sentían una morbosa sensación de patriotismo en cada
condena a muerte. Nadie estaba a salvo. Esos tribunales eran, a su vez,
estrechamente vigilados por el llamado Comité de Salvación Pública –el nombre
no deja de parecer una macabra ironía–, dirigido por Robespierre, que
supervisaba su pureza revolucionaria medida por su número de condenas. La cifra
de guillotinados es así de vaga, entre 20.000 y 40.000 porque no se llevaban
actas de los juicios sumarísimos que se realizaban. ¿Para qué perder el tiempo?
Tal vez este número no impresione a algunos, pero si dividimos el número de
muertos por el de días de “el terror”, la cifra resultante es de 92 al día que,
si suponemos que las guillotinas funcionaban 12 horas diarias, supone una
ejecución cada ocho minutos. Si no se guillotinó a más gente fue porque no dio
tiempo.
Pero lo que no daba tiempo a
hacer con la guillotina, si se logró con la represión. Efectivamente, una feroz
represión militar se desencadenó sobre ciudades y regiones enteras que se
rebelaron contra el atropello y la barbarie de la revolución. En la La Vendée,
cerca de Bretaña la represión militar acabó con más de 100.000 personas,
hombres mujeres y niños, muchos de ellos ahogados en masa en el Loira. En
diciembre de 1793, el general jacobino Westermann –que había mandado las doce
heroicas columnas de la fraternal república que se conocen con el nombre de
“los infernales”– se jactaba de esta forma ante la Convención de su hazaña represiva
en esta región: “La Vendée ha dejado de existir. Ha muerto bajo nuestros
sables, con sus mujeres y sus niños. He aplastado a las mujeres con los cascos
de mis caballos, he masacrado a las mujeres, que no podrán engendrar más
bandidos. No tengo nada que reprocharme por no haber hecho prisioneros. Los he
exterminado a todos. Los caminos están diseminados de cadáveres. Hay tantos que
en muchos lugares forman una pirámide”.
Burdeos, Lyon, Marsella, Caen y
otras ciudades girondinas que se revelaron contra la tiranía, sufrieron en sus
propias carnes una brutal y sangrienta represión. No se sabe a ciencia cierta
cuantos muertos hubo en ella, pero esta frase de Robespierre nos puede dar una
idea aproximada: “Lyon se ha rebelado contra la libertad, Lyon ya no existe”.
Argumento de una lógica implacable.
Cerca de 750.000 soldados fueron
reclutados forzosamente para llevar esa maravillosa libertad al resto del
mundo. Naturalmente había que liberar a los pueblos de las tiranías opresoras. Y
si, de paso, se los saqueaba para financiar la bancarrota de la revolución,
pues no hay mal que por bien no venga. La eficacia militar de los ejércitos
revolucionarios se basaba también en el terror. El soldado que no demostraba
suficiente coraje en el combate, a juicio de sus jefes revolucionarios, era
guillotinado. Se inventó así una práctica que sería usada también con gran
éxito en el ejército soviético: el comisariado político. La guerra había sido
durante el siglo XVIII, tras la terrible Guerra de los Treinta Años del siglo
XVII, una especie de sangriento juego de ajedrez de familia. Los distintos soberanos
de Europa, casi todos emparentados, se enfrentaban con sus ejércitos procurando
que las inevitables bajas fueran las menos posibles. Con la revolución francesa
volvió a convertirse en una carnicería. Al fin y al cabo, en el catecismo laico
de Robespierre –del que hablaré más adelante– se decía en sus primeros
artículos que el odio a los tiranos, el castigo de los traidores, la
fraternidad y la práctica de la justicia –hay justicias y justicias– eran
algunos de los deberes para con el Ser Supremo. Robespierre no era, pues, más
que un fiel servidor de ese dios que se había inventado.
Este benefactor de la humanidad,
inventor del benéfico Comité de Salvación Pública, fue, a su vez, guillotinado
el 27 de Julio de 1794. No lo fue como un acto de justicia, sino por el miedo
de todos los políticos franceses de cualquier ideología a ser inmolados a su
Ser Supremo y por el odio acumulado contra él. Para los anales de la historia,
este periodo de 325 días ha quedado marcado con el nombre de “El Terror”, por
antonomasia. Pero aunque estos 325 días de “El Terror” marcan un hito de
crueldad y de vesania en la historia de la humanidad, la terrible cadena de
muertes de la revolución es anterior y posterior a este macabro periodo.
Después de Robespierre, bajo el
Directorio, se puso de moda una nueva forma de matar: la deportación a la
Guayana francesa. Los deportados esperaban durante meses su turno de embarcar,
en las condiciones más terribles que se pueda imaginar. Morían como chinches.
Cuando por fin embarcaban, era para morir en el viaje. Era casi imposible
sobrevivir a la travesía. Había barcos en los que morían más del 90% de los
deportados.
Conviene tal vez retroceder un
poco en la historia y ver cómo fue gracias a la Iglesia por lo que fue posible
el inicio de una revolución que, en sus primeros compases, pretendía tan sólo
ser un medio para conseguir una mejora de las condiciones de vida para el
pueblo. Efectivamente, para eso, en 1789, Luis XVI convocó los Estados
Generales. En ellos había tres tercios, el de la nobleza, el del alto clero y
el de la burguesía. Lo primero que se hizo fue votar si las decisiones se
debían tomar, como siempre se había hecho, por estamentos –es decir, que cada
tercio representase un voto–, o, por el contrario, por voto personal –que cada
miembro de los Estados Generales tuviese un voto. En el tercio de la nobleza,
aunque había nobles contrarios, la mayoría se decantaba por el sistema
tradicional –un estamento, un voto. En el tercio del alto clero, parecía que
ocurría lo mismo, mientras que en el tercio de la burguesía, en el que había
también una buena parte del bajo clero, la mayoría se decantaba por el sistema
de voto personal. Como esa primera votación se hacía por estamentos, parecía
que el resultado iba a ser el de siempre, un dominio de los dos tercios de la
nobleza y del alto clero. Pero he aquí que, contra todo pronóstico, el tercio
del alto clero, se decantó por el voto personal, abriendo de esta forma la
puerta a las ansiadas reformas.
Uno de los primeros actos
heroicos de la recién estrenada revolución fue la gloriosa toma de la Bastilla.
La realidad es que no fue sino un episodio tan grotesco como terrible. Allí
había sólo tres presos: un sádico, encerrado por su propia familia, y dos
falsificadores. Los falsificadores se esfumaron en cuanto les liberaron, pero
el sádico se convirtió en un héroe de la libertad que era exhibido por toda
Francia como tal. La guarnición que custodiaba a esta enorme y atroz cantidad
de presos, estaba formada por unos cuantos ancianos e inválidos que abrieron
las puertas a los libertadores tan pronto como llegaron. Pero éstos los
masacraron valientemente y pasearon por las calles de París la cabeza del
oficial al mando clavada en una pica como muestra de su hazaña. Todavía hoy se
celebra el 14 de Julio, aniversario de la heroica toma de la Bastilla, la
terrible fortaleza de la represión, llena de presos políticos, como el día de
la gran fiesta nacional francesa que conmemora la gloriosa revolución.
Tras estos inicios, la moderación
duró muy poco. Y el primer chivo expiatorio que se eligió fue, naturalmente, la
Iglesia, que había abierto la puerta a esas reformas. Se obligó a los obispos y
sacerdotes a abjurar de su pertenencia a la Iglesia Católica y a doblegarse
completamente al Estado, en desobediencia al Papa. Los obispos y sacerdotes que
así lo hicieron se llamaban constitucionales o juramentados. Los
que, manteniéndose fieles a la Iglesia, no lo hicieron, eran los refractarios.
Esta lección fue aprendida y practicada unos siglos más tarde por el partido
comunista chino al crear la iglesia patriótica china. Los sacerdotes refractarios
franceses tuvieron que huir de su país o
fueron perseguidos y asesinados como perros rabiosos. Algunos se quedaron en
Francia, ejerciendo heroica y secretamente su ministerio sacerdotal auténtico,
a riesgo de sus vidas. Pero unos años más tarde la revolución dio otra vuelta a
la tuerca que afectó a los curas juramentados a los que de nada valió su
lealtad a la revolución. Prefiero citar las palabras de un gran historiador
francés, Pierre Gaxote, que, libre de chauvinismo, ve la revolución francesa
bajo la óptica de los hechos. Quizá sea una cita un poco extensa, pero creo que
merece la pena, porque no tiene desperdicio.
“La iglesia refractaria había
desaparecido, pero subsistía la iglesia constitucional. Mientras se consideró
al clero ortodoxo como peligroso, el clero constitucional se vio colmado de
favores por parte del Gobierno; pero en cuanto se dispersó aquél, le tocó la
vez al otro de representar al fanatismo y la reacción. ¿Tan grande es la
diferencia –se decían– entre los curas antiguos y los nuevos? Cierto que estos
son elegidos y prestan un juramento, pero, a fin de cuentas, ¿no enseñan los
mismos dogmas que sus predecesores [...]. Iba ya siendo hora de abatir esta ‘orgullosa
casta’ estos ‘cultos supersticiosos e hipócritas’, estos ‘druidas rebeldes’,
dedicados a una vida que era un ‘ultraje a la naturaleza’. [...] ha ordenado a
los curas casarse, ha prohibido que vistan el hábito religioso fuera de las
iglesias, ha presidido la destrucción de las cruces, estatuas y otros signos
exteriores que se encontraban en los caminos, en las plazas y en los sitios
públicos, y ha hecho, por último, grabar sobre las puertas de todos los
cementerios la célebre inscripción: ‘La muerte es un sueño eterno’, lo que
equivale a cerrar el paraíso, el purgatorio y el infierno por disposición
gubernativa. [...] ha sometido a una policía especial a todo ‘sacerdote, suizo,
sacristán o cosa análoga’, ha encerrado a los sacerdotes de edad en una prisión
y ha reservado la catedral de Amiens para las fiestas cívicas. El
procurador-síndico de la Commune parisiense, Chaumette, era tan hostil a cuanto
conservase una huella de religión, que había cambiado sus nombres de pila,
Pedro Gaspar, por el de Anaxágoras [...] prohibió, el 16 de octubre de 1793,
todo ejercicio exterior del culto; el 23 ordenó a la desaparición de todas las
cruces e imágenes religiosas; el 6 de noviembre conminó al arzobispo
(juramentado) Gobel a que se presentase en el Ayuntamiento para hacer allí
solemne abjuración de la religión católica. Gobel se resistió. ‘Haz lo que
quieras –le replico Hébert, que, a su vez, también acabaría en la
guillotina–, pero si mañana no has abjurado, seréis sacrificados tú y tus
compañeros’. Acabaron por llegar a un acuerdo. La Commune admitió que Gobel no
renegase explícitamente de sus creencias y, por su parte, Gobel consintió en
abdicar de sus funciones episcopales. El día señalado se presentó en el
Ayuntamiento [...]. Chaumette recibió a la comitiva con un discurso filosófico,
y todos juntos se pusieron luego en marcha hacia el Louvre [...]. A la altura
del puente Nuevo, la procesión fue acogida con gritos de: ‘¡Abajo el solideo!’
Chaumette se interpuso: ‘No, amigos míos –dijo dirigiéndose a los transeúntes–;
estos son unos eclesiásticos virtuosos que van a desacerdotarse a la
Convención’. Se produjo entonces un concierto de gritos, aplausos y bromas
ordinarias que ya no cesó hasta la entrada en las Tullerías. Aún allí, tuvo
Gobel que oír dos o tres discursos dirigidos a la gloria del culto del
porvenir: el culto de la razón; luego fue invitado a leer la fórmula de
sumisión y a dejar sobre la mesa su cruz pectoral y su anillo. Hecho esto, los
eclesiásticos que le habían acompañado lo imitaron y lo mismo los que tomaban
asiento como diputados en los bancos de la Asamblea: entre otros Lindet, obispo
de l’Eure y Gay-Vernon, obispo de Alta Saboya, sin contar con un ministro
protestante, Julien, (de Touluse), que renegó del evangelio como los otros del
catolicismo. Sólo uno se resistió, Gregoire, obispo de Loir et Cher”.
“La cosa parecía bien
encarrilada: Chaumette se apresuró a organizar una nueva manifestación. Tres
días bastaron para prepararlo todo y el 10 de noviembre la Razón hizo su
entrada en Nôtre Dame. [...] A la cabeza, las autoridades del departamento y de
la Commune; detrás, los músicos y cantores, y para cerrar la marcha, muchachas
vestidas de blanco y ceñidas con bandas tricolores. En el interior de la
catedral se había levantado una montaña de cartón, coronada por un templo
griego [...]. En torno, antorchas y bustos: Voltaire, Rousseau, Franklin. Hubo
discursos, cantos, música. Las muchachas se encaramaron a la montaña y del
templo griego salió una artista de la Ópera que representaba a la Razón. [...]
Chaumette anunció que el fanatismo no había podido soportar el brillo de la
verdadera luz. El presidente Laloy anatematizó fieramente a la hidra de la
superstición. [...] la antorcha de la verdad iluminó las tinieblas, las
trompetas resonaron bajo las bóvedas, las muchachas vestidas de blanco
escalaron [...] la montaña de cartón [...]; Chaumette cantó a la Naturaleza, la
Justicia y la Verdad con un nuevo discurso; y todos se separaron un poco
cansados”.
Unos días antes, la Convención
había votado la adopción de un nuevo calendario “que señalaba como punto de
partida de la era de los franceses el 22 de septiembre de 1792. [...] Cada año
había de dividirse en doce meses [por supuesto, los nombres de los meses se
cambiaron para que no recordasen en nada al pasado], cada mes de tres
décadas, cada década en diez días. Los cinco o seis días que dejaban de
computarse con este cálculo se agrupaban al final de año, bajo el nombre de
días complementarios o sansculottides. ‘¿Para qué sirve vuestro calendario?’,
había preguntado Gregoire al ponente Romme. Y éste había contestado: ‘Para
suprimir el domingo’. Suprimir el domingo, los santos, las iglesias, la
religión, el Clero, Dios; este fue el nuevo programa hebertista”.
No había transcurrido ni nueve
meses de esta grotesca deificación de una cantante de Ópera como la diosa
Razón, cuando “Robespierre dio en pensar que había llegado el momento de
construir la religión republicana sobre las ruinas de las supersticiones
antiguas”.
“El 7 de Junio de 1794,
pronunciaba en la Convención un discurso muy estudiado sobre las relaciones
entre las ideas morales y los principios republicanos. El fundamento de la
sociedad, decía, es sustancialmente la moral. La moral es vana si no está
acompañada de sanción, y no hay sanción más eficaz que la de una divinidad
capaz de suplir los errores e insuficiencias de la autoridad humana; pero, ¿y
si no hay divinidad? Poco importa. Todo lo que es útil al mundo y es bueno en
la práctica, es verdad. En consecuencia de lo cual, la Convención, ni corta ni
perezosa, adoptó un catecismo en quince artículos”.
“El artículo primero reconocía
la existencia del Ser Supremo y la inmortalidad del alma. Los artículos 2 y 3
enumeraban los deberes para con el Ser Supremo, a saber: el odio a los tiranos,
el castigo de los traidores, la fraternidad y la práctica de la justicia. Los
artículos 4 al 10 instituían fiestas que habían de recordar al hombre ‘el
pensamiento de la divinidad y la dignidad de su ser’. Estas fiestas eran, el 14
de julio, el 10 de agosto, el 21 de enero y el 31 de mayo; más treinta y seis
fiestas, una cada diez días, a la Gloria del Ser Supremo, de la República, de
la Justicia, del Pudor, de la Frugalidad, del Estoicismo, de la Fe conyugal,
etcétera. Los otros artículos mantenían la libertad de cultos, pero castigaban
rigurosamente las “reuniones aristocráticas” y las “predicaciones fanáticas”.
La primera fiesta quedó fijada para el 20 de prairial, que resultaba ser el
domingo de Pentecostés (8 de Junio de 1794)”.
“Fue una cosa bastante
ridícula. Ante el pabellón central de las Tullerías, que coronaba un colosal
gorro frigio, se elevaba hasta la altura del primer piso un anfiteatro de
follaje sobrecargado de flores, de jarrones, de banderas y de estatuas. En la
parte baja, una estatua del Ateísmo, de estopa, en cuyo interior se encontraba
una pequeña Sabiduría incombustible. En el Campo de Marte, la inevitable y
simbólica montaña, provista de todos sus accesorios: una columna de cincuenta
pies, una gruta, senderos abruptos, cuatro tumbas etruscas, una pirámide,
candelabros, un templo griego y un altar”.
“[...] los programas del
espectáculo se habían repartido por millares. A las cinco de la mañana,
concentración. [...] A las ocho, salida para las Tullerías, en fila y marcando
el paso. Las ciudadanas, de blanco; los ciudadanos, llevando ramos de laurel y
los niños, con cestas de flores. A las diez, salva de artillería, música,
llegada de la Convención. Robespierre, [...], se instaló en un sillón aislado y
leyó un corto sermón que le preparó un antiguo cura. Los coros de la Ópera, acompañados
por los individuos de las secciones, entonaron el himno: ‘Padre del universo,
suprema inteligencia...’. Robespierre descendió del trono, prendió fuego
al Ateísmo de estopa y la Sabiduría incombustible apareció embadurnada de
hollín. Salida para el Campo de Marte en procesión: las secciones por orden
alfabético, tres músicas militares, cien tambores, un carro de la Libertad
arrastrado por dieciocho bueyes, los diputados con un ramo de flores en la mano
y Robespierre, vistiendo frac azul, bien destacado veinte pasos delante de
todos los demás. Dan todos la vuelta a la montaña; los diputados y los coros
trepan por los senderos escarpados y cantan: ‘Padre del universo, suprema
inteligencia’. Al terminar la última estrofa, truenan horrísonamente los
cañones, los niños arrojan flores y los ‘sans culottes’ de ambos sexos se
besan. Y aquí termina todo. La
Convención vuelve corporativamente a las Tullerías y los ciudadanos que aún
tienen asignados[3] se dispersan por las
tabernas”.
“La fiesta del Ser Supremo
había sido la apoteosis de Robespierre. El portaestandarte de la revolución se
había hecho el amo. Todos los días le llegaban cartas de adoración... ‘Admirable
Robespierre, antorcha, columna, piedra angular de la República...’ ‘Quiero
saciar mis ojos y mi corazón de los rasgos de tu rostro...’ ‘Protector de los patriotas,
genio incorruptible, montañés[4] despierto, que ves
todo, prevés todo, conjuras todo...’ ‘Tú
eres mi suprema divinidad, te miro como a un ángel tutelar...’. ¿Qué
hubiese pensado de todo esto el bueno de Robespierre si supiera que quedaban
pocos días para que le guillotinasen?
Como decía Cherteston; “cuando
el hombre deja de creer en Dios es capaz de creer en cualquier cosa”. Todo
esto no pasaría de ser una mascarada chusca y grotesca si no fuese porque justo
en esas fechas, tenían lugar las terroríficas masacres a que me he referido
antes.
En 1795 se volvió a permitir la
libertad de culto. A partir de ese momento, empezó a producirse un renacimiento
católico. Las iglesias se empezaron a llenar de nuevo. Pero el nuevo rebrotar
del catolicismo produjo una nueva reacción. Se intentó por todos los medios que
el pueblo abandone sus costumbres cristianas. “Para impedir a los católicos practicar
la abstención de carne, se prohibe la venta de pescado los días de ayuno; en
cada década (el día de descanso de cada diez días), destacamentos de policía
recorren los campos para obligar al descanso a los trabajadores. [..] hacen
fuego sobre los aldeanos ocupados en la tierra; [...] imponen una multa a una
anciana de ochenta y dos años por hilar con su rueca a la vista de la calle.
Las tiendas no pueden abrirse en las décadas ni cerrarse los domingos. [...]
son procesados 350 hortelanos por no haber concurrido al mercado un ex
domingo. Se volvió a obligar a los
sacerdotes a juramentarse. En un año fueron enviados la Guayana francesa, 1448
sacerdotes franceses y 8234 belgas”. No hay que olvidar que los belgas
habían sido liberados por la gloriosa revolución francesa.
La pregunta del millón de dólares
es: ¿Hay alguna relación causa-efecto entre la apostasía del auténtico Dios y las
masacres que tuvieron lugar? La respuesta es, a mi modo de ver, un rotundo sí. A
fin de cuentas éste es el único denominador común entre las purgas de Stalin,
el holocausto nazi y la Revolución francesa, los tres horrores sin parangón en
la historia de Occidente. No me cabe duda de que la democracia hubiese llegado
igual, si no antes, sin semejante barbarie. De hecho, Occidente no aprendió la
democracia de Francia, sino de Inglaterra, en la que allá por el siglo XIV, el
rey, Juan sin Tierra, muy a su pesar, tuvo que otorgar la Carta Magna a la baja
nobleza, para lograr su apoyo. De ahí arranca un lento proceso que acaba en la
democracia, principalmente en los Estados Unidos. Poco o nada tuvo que ver
Francia y su revolución en este proceso. La maravillosa revolución francesa acabó,
en cambio, en un tirano, que se autoproclamó emperador y asoló y saqueó Europa,
sumiéndola en un baño de sangre –para liberarla, naturalmente. Esta maravilla
se prolongó durante un convulso siglo XIX en una restauración borbónica, en
otras revoluciones y en un segundo imperio, si no tan sangrientos, sí tan inútiles
como el primero. Lo verdaderamente sorprendente es que la propaganda ideológica
y chauvinista haya hecho de la revolución francesa algo así como la gran
salvadora de la humanidad. Creo que tiene razón Pierre Gaxote cuando afirma:
No tengo por qué disimularlo: la historia de la revolución francesa es una
historia mediocre, tanto por sus ideas como por sus hombres. No es grande más
que por la majestad presente de la muerte[5]”.
[1] La Gironda era el partido
“moderado” y sus seguidores eran llamados los girondinos.
[2] Los jacobinos eran los miembros
más radicales del partido llamado La Montaña, el más extremista de los partidos
revolucionarios que, en un proceso de radicalización que fue desde 1789 hasta
1793 llegó a hacerse con el poder absoluto, bajo la dirección de uno de los
seres más sanguinarios que han existido: Robespierre.
[3] Ese era el nombre de la moneda
de curso legal, sobreemitida e inflacionada hasta límites increíbles.
[4] Así se llamaban los del
partido de la Montaña.
[5] Las citas están todas
tomadas del libro “La revolución francesa” de Pierre Gaxote. Áltera 2005
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