5 de julio de 2019

5º puesto del "Hit parade": "La revolución francesa, ¿gloria de la humanidad?"

Tal y como dije en mi entrada de este 21 de Junio pasado, empiezo con el "hit parade" de las entradas con más de 2.000 entradas. La número 5, publicada en 27 de Noviembre de 2009, con 2.424 entradas se llama "La revolución francesa, ¿gloria de la humanidad?". Sé que se podría ir a buscarla  esa fecha, pero para ahorrar trabajo, la pongo a continuación.



Nunca ha dejado de asombrarme el prestigio del que goza la revolución francesa en el mundo moderno. Creo que se debe a una mezcla de propaganda chauvinista francesa y de ignorancia de la gente. Tal vez, convenga empezar por dar algunas cifras. En la apoteosis de esa revolución, en los años llamados de “El terror”, entre el 5 de Noviembre de 1993 y el 27 de Julio de 1794, en tan sólo 325 días fueron guillotinadas entre 20.000 y 40.000 personas juzgadas por los así llamados tribunales revolucionarios, que eran, en realidad, tribunales de represión y venganza política sin la más mínima seguridad jurídica ni la menor garantía procesal. Parlamentarios girondinos[1] y de cualquier oposición a los jacobinos[2] –como Danton, uno de los santones de la Revolución–, campesinos que escondían sus bienes para evitar la requisa gubernamental que les condenaba a la hambruna, jóvenes que intentaban evitar la leva obligatoria para ir a la guerra, soldados que no demostraban ante sus jefes el deseado coraje, desertores, ciudadanos sospechosos de actividades antirrevolucionarias, fuese eso lo que fuese, denunciados anónimamente, todos eran carne para los tribunales revolucionarios que veían decenas de casos al día y sentían una morbosa sensación de patriotismo en cada condena a muerte. Nadie estaba a salvo. Esos tribunales eran, a su vez, estrechamente vigilados por el llamado Comité de Salvación Pública –el nombre no deja de parecer una macabra ironía–, dirigido por Robespierre, que supervisaba su pureza revolucionaria medida por su número de condenas. La cifra de guillotinados es así de vaga, entre 20.000 y 40.000 porque no se llevaban actas de los juicios sumarísimos que se realizaban. ¿Para qué perder el tiempo? Tal vez este número no impresione a algunos, pero si dividimos el número de muertos por el de días de “el terror”, la cifra resultante es de 92 al día que, si suponemos que las guillotinas funcionaban 12 horas diarias, supone una ejecución cada ocho minutos. Si no se guillotinó a más gente fue porque no dio tiempo.

Pero lo que no daba tiempo a hacer con la guillotina, si se logró con la represión. Efectivamente, una feroz represión militar se desencadenó sobre ciudades y regiones enteras que se rebelaron contra el atropello y la barbarie de la revolución. En la La Vendée, cerca de Bretaña la represión militar acabó con más de 100.000 personas, hombres mujeres y niños, muchos de ellos ahogados en masa en el Loira. En diciembre de 1793, el general jacobino Westermann –que había mandado las doce heroicas columnas de la fraternal república que se conocen con el nombre de “los infernales”– se jactaba de esta forma ante la Convención de su hazaña represiva en esta región: “La Vendée ha dejado de existir. Ha muerto bajo nuestros sables, con sus mujeres y sus niños. He aplastado a las mujeres con los cascos de mis caballos, he masacrado a las mujeres, que no podrán engendrar más bandidos. No tengo nada que reprocharme por no haber hecho prisioneros. Los he exterminado a todos. Los caminos están diseminados de cadáveres. Hay tantos que en muchos lugares forman una pirámide”.

Burdeos, Lyon, Marsella, Caen y otras ciudades girondinas que se revelaron contra la tiranía, sufrieron en sus propias carnes una brutal y sangrienta represión. No se sabe a ciencia cierta cuantos muertos hubo en ella, pero esta frase de Robespierre nos puede dar una idea aproximada: “Lyon se ha rebelado contra la libertad, Lyon ya no existe”. Argumento de una lógica implacable.

Cerca de 750.000 soldados fueron reclutados forzosamente para llevar esa maravillosa libertad al resto del mundo. Naturalmente había que liberar a los pueblos de las tiranías opresoras. Y si, de paso, se los saqueaba para financiar la bancarrota de la revolución, pues no hay mal que por bien no venga. La eficacia militar de los ejércitos revolucionarios se basaba también en el terror. El soldado que no demostraba suficiente coraje en el combate, a juicio de sus jefes revolucionarios, era guillotinado. Se inventó así una práctica que sería usada también con gran éxito en el ejército soviético: el comisariado político. La guerra había sido durante el siglo XVIII, tras la terrible Guerra de los Treinta Años del siglo XVII, una especie de sangriento juego de ajedrez de familia. Los distintos soberanos de Europa, casi todos emparentados, se enfrentaban con sus ejércitos procurando que las inevitables bajas fueran las menos posibles. Con la revolución francesa volvió a convertirse en una carnicería. Al fin y al cabo, en el catecismo laico de Robespierre –del que hablaré más adelante– se decía en sus primeros artículos que el odio a los tiranos, el castigo de los traidores, la fraternidad y la práctica de la justicia –hay justicias y justicias– eran algunos de los deberes para con el Ser Supremo. Robespierre no era, pues, más que un fiel servidor de ese dios que se había inventado.

Este benefactor de la humanidad, inventor del benéfico Comité de Salvación Pública, fue, a su vez, guillotinado el 27 de Julio de 1794. No lo fue como un acto de justicia, sino por el miedo de todos los políticos franceses de cualquier ideología a ser inmolados a su Ser Supremo y por el odio acumulado contra él. Para los anales de la historia, este periodo de 325 días ha quedado marcado con el nombre de “El Terror”, por antonomasia. Pero aunque estos 325 días de “El Terror” marcan un hito de crueldad y de vesania en la historia de la humanidad, la terrible cadena de muertes de la revolución es anterior y posterior a este macabro periodo.

Después de Robespierre, bajo el Directorio, se puso de moda una nueva forma de matar: la deportación a la Guayana francesa. Los deportados esperaban durante meses su turno de embarcar, en las condiciones más terribles que se pueda imaginar. Morían como chinches. Cuando por fin embarcaban, era para morir en el viaje. Era casi imposible sobrevivir a la travesía. Había barcos en los que morían más del 90% de los deportados.

Conviene tal vez retroceder un poco en la historia y ver cómo fue gracias a la Iglesia por lo que fue posible el inicio de una revolución que, en sus primeros compases, pretendía tan sólo ser un medio para conseguir una mejora de las condiciones de vida para el pueblo. Efectivamente, para eso, en 1789, Luis XVI convocó los Estados Generales. En ellos había tres tercios, el de la nobleza, el del alto clero y el de la burguesía. Lo primero que se hizo fue votar si las decisiones se debían tomar, como siempre se había hecho, por estamentos –es decir, que cada tercio representase un voto–, o, por el contrario, por voto personal –que cada miembro de los Estados Generales tuviese un voto. En el tercio de la nobleza, aunque había nobles contrarios, la mayoría se decantaba por el sistema tradicional –un estamento, un voto. En el tercio del alto clero, parecía que ocurría lo mismo, mientras que en el tercio de la burguesía, en el que había también una buena parte del bajo clero, la mayoría se decantaba por el sistema de voto personal. Como esa primera votación se hacía por estamentos, parecía que el resultado iba a ser el de siempre, un dominio de los dos tercios de la nobleza y del alto clero. Pero he aquí que, contra todo pronóstico, el tercio del alto clero, se decantó por el voto personal, abriendo de esta forma la puerta a las ansiadas reformas.

Uno de los primeros actos heroicos de la recién estrenada revolución fue la gloriosa toma de la Bastilla. La realidad es que no fue sino un episodio tan grotesco como terrible. Allí había sólo tres presos: un sádico, encerrado por su propia familia, y dos falsificadores. Los falsificadores se esfumaron en cuanto les liberaron, pero el sádico se convirtió en un héroe de la libertad que era exhibido por toda Francia como tal. La guarnición que custodiaba a esta enorme y atroz cantidad de presos, estaba formada por unos cuantos ancianos e inválidos que abrieron las puertas a los libertadores tan pronto como llegaron. Pero éstos los masacraron valientemente y pasearon por las calles de París la cabeza del oficial al mando clavada en una pica como muestra de su hazaña. Todavía hoy se celebra el 14 de Julio, aniversario de la heroica toma de la Bastilla, la terrible fortaleza de la represión, llena de presos políticos, como el día de la gran fiesta nacional francesa que conmemora la gloriosa revolución.

Tras estos inicios, la moderación duró muy poco. Y el primer chivo expiatorio que se eligió fue, naturalmente, la Iglesia, que había abierto la puerta a esas reformas. Se obligó a los obispos y sacerdotes a abjurar de su pertenencia a la Iglesia Católica y a doblegarse completamente al Estado, en desobediencia al Papa. Los obispos y sacerdotes que así lo hicieron se llamaban constitucionales o juramentados. Los que, manteniéndose fieles a la Iglesia, no lo hicieron, eran los refractarios. Esta lección fue aprendida y practicada unos siglos más tarde por el partido comunista chino al crear la iglesia patriótica china. Los sacerdotes refractarios franceses tuvieron que huir de  su país o fueron perseguidos y asesinados como perros rabiosos. Algunos se quedaron en Francia, ejerciendo heroica y secretamente su ministerio sacerdotal auténtico, a riesgo de sus vidas. Pero unos años más tarde la revolución dio otra vuelta a la tuerca que afectó a los curas juramentados a los que de nada valió su lealtad a la revolución. Prefiero citar las palabras de un gran historiador francés, Pierre Gaxote, que, libre de chauvinismo, ve la revolución francesa bajo la óptica de los hechos. Quizá sea una cita un poco extensa, pero creo que merece la pena, porque no tiene desperdicio.

“La iglesia refractaria había desaparecido, pero subsistía la iglesia constitucional. Mientras se consideró al clero ortodoxo como peligroso, el clero constitucional se vio colmado de favores por parte del Gobierno; pero en cuanto se dispersó aquél, le tocó la vez al otro de representar al fanatismo y la reacción. ¿Tan grande es la diferencia –se decían– entre los curas antiguos y los nuevos? Cierto que estos son elegidos y prestan un juramento, pero, a fin de cuentas, ¿no enseñan los mismos dogmas que sus predecesores [...]. Iba ya siendo hora de abatir esta ‘orgullosa casta’ estos ‘cultos supersticiosos e hipócritas’, estos ‘druidas rebeldes’, dedicados a una vida que era un ‘ultraje a la naturaleza’. [...] ha ordenado a los curas casarse, ha prohibido que vistan el hábito religioso fuera de las iglesias, ha presidido la destrucción de las cruces, estatuas y otros signos exteriores que se encontraban en los caminos, en las plazas y en los sitios públicos, y ha hecho, por último, grabar sobre las puertas de todos los cementerios la célebre inscripción: ‘La muerte es un sueño eterno’, lo que equivale a cerrar el paraíso, el purgatorio y el infierno por disposición gubernativa. [...] ha sometido a una policía especial a todo ‘sacerdote, suizo, sacristán o cosa análoga’, ha encerrado a los sacerdotes de edad en una prisión y ha reservado la catedral de Amiens para las fiestas cívicas. El procurador-síndico de la Commune parisiense, Chaumette, era tan hostil a cuanto conservase una huella de religión, que había cambiado sus nombres de pila, Pedro Gaspar, por el de Anaxágoras [...] prohibió, el 16 de octubre de 1793, todo ejercicio exterior del culto; el 23 ordenó a la desaparición de todas las cruces e imágenes religiosas; el 6 de noviembre conminó al arzobispo (juramentado) Gobel a que se presentase en el Ayuntamiento para hacer allí solemne abjuración de la religión católica. Gobel se resistió. ‘Haz lo que quieras –le replico Hébert, que, a su vez, también acabaría en la guillotina–, pero si mañana no has abjurado, seréis sacrificados tú y tus compañeros’. Acabaron por llegar a un acuerdo. La Commune admitió que Gobel no renegase explícitamente de sus creencias y, por su parte, Gobel consintió en abdicar de sus funciones episcopales. El día señalado se presentó en el Ayuntamiento [...]. Chaumette recibió a la comitiva con un discurso filosófico, y todos juntos se pusieron luego en marcha hacia el Louvre [...]. A la altura del puente Nuevo, la procesión fue acogida con gritos de: ‘¡Abajo el solideo!’ Chaumette se interpuso: ‘No, amigos míos –dijo dirigiéndose a los transeúntes–; estos son unos eclesiásticos virtuosos que van a desacerdotarse a la Convención’. Se produjo entonces un concierto de gritos, aplausos y bromas ordinarias que ya no cesó hasta la entrada en las Tullerías. Aún allí, tuvo Gobel que oír dos o tres discursos dirigidos a la gloria del culto del porvenir: el culto de la razón; luego fue invitado a leer la fórmula de sumisión y a dejar sobre la mesa su cruz pectoral y su anillo. Hecho esto, los eclesiásticos que le habían acompañado lo imitaron y lo mismo los que tomaban asiento como diputados en los bancos de la Asamblea: entre otros Lindet, obispo de l’Eure y Gay-Vernon, obispo de Alta Saboya, sin contar con un ministro protestante, Julien, (de Touluse), que renegó del evangelio como los otros del catolicismo. Sólo uno se resistió, Gregoire, obispo de Loir et Cher”.

“La cosa parecía bien encarrilada: Chaumette se apresuró a organizar una nueva manifestación. Tres días bastaron para prepararlo todo y el 10 de noviembre la Razón hizo su entrada en Nôtre Dame. [...] A la cabeza, las autoridades del departamento y de la Commune; detrás, los músicos y cantores, y para cerrar la marcha, muchachas vestidas de blanco y ceñidas con bandas tricolores. En el interior de la catedral se había levantado una montaña de cartón, coronada por un templo griego [...]. En torno, antorchas y bustos: Voltaire, Rousseau, Franklin. Hubo discursos, cantos, música. Las muchachas se encaramaron a la montaña y del templo griego salió una artista de la Ópera que representaba a la Razón. [...] Chaumette anunció que el fanatismo no había podido soportar el brillo de la verdadera luz. El presidente Laloy anatematizó fieramente a la hidra de la superstición. [...] la antorcha de la verdad iluminó las tinieblas, las trompetas resonaron bajo las bóvedas, las muchachas vestidas de blanco escalaron [...] la montaña de cartón [...]; Chaumette cantó a la Naturaleza, la Justicia y la Verdad con un nuevo discurso; y todos se separaron un poco cansados”.

Unos días antes, la Convención había votado la adopción de un nuevo calendario “que señalaba como punto de partida de la era de los franceses el 22 de septiembre de 1792. [...] Cada año había de dividirse en doce meses [por supuesto, los nombres de los meses se cambiaron para que no recordasen en nada al pasado], cada mes de tres décadas, cada década en diez días. Los cinco o seis días que dejaban de computarse con este cálculo se agrupaban al final de año, bajo el nombre de días complementarios o sansculottides. ‘¿Para qué sirve vuestro calendario?’, había preguntado Gregoire al ponente Romme. Y éste había contestado: ‘Para suprimir el domingo’. Suprimir el domingo, los santos, las iglesias, la religión, el Clero, Dios; este fue el nuevo programa hebertista”.

No había transcurrido ni nueve meses de esta grotesca deificación de una cantante de Ópera como la diosa Razón, cuando “Robespierre dio en pensar que había llegado el momento de construir la religión republicana sobre las ruinas de las supersticiones antiguas”.

“El 7 de Junio de 1794, pronunciaba en la Convención un discurso muy estudiado sobre las relaciones entre las ideas morales y los principios republicanos. El fundamento de la sociedad, decía, es sustancialmente la moral. La moral es vana si no está acompañada de sanción, y no hay sanción más eficaz que la de una divinidad capaz de suplir los errores e insuficiencias de la autoridad humana; pero, ¿y si no hay divinidad? Poco importa. Todo lo que es útil al mundo y es bueno en la práctica, es verdad. En consecuencia de lo cual, la Convención, ni corta ni perezosa, adoptó un catecismo en quince artículos”.

“El artículo primero reconocía la existencia del Ser Supremo y la inmortalidad del alma. Los artículos 2 y 3 enumeraban los deberes para con el Ser Supremo, a saber: el odio a los tiranos, el castigo de los traidores, la fraternidad y la práctica de la justicia. Los artículos 4 al 10 instituían fiestas que habían de recordar al hombre ‘el pensamiento de la divinidad y la dignidad de su ser’. Estas fiestas eran, el 14 de julio, el 10 de agosto, el 21 de enero y el 31 de mayo; más treinta y seis fiestas, una cada diez días, a la Gloria del Ser Supremo, de la República, de la Justicia, del Pudor, de la Frugalidad, del Estoicismo, de la Fe conyugal, etcétera. Los otros artículos mantenían la libertad de cultos, pero castigaban rigurosamente las “reuniones aristocráticas” y las “predicaciones fanáticas”. La primera fiesta quedó fijada para el 20 de prairial, que resultaba ser el domingo de Pentecostés (8 de Junio de 1794)”.

“Fue una cosa bastante ridícula. Ante el pabellón central de las Tullerías, que coronaba un colosal gorro frigio, se elevaba hasta la altura del primer piso un anfiteatro de follaje sobrecargado de flores, de jarrones, de banderas y de estatuas. En la parte baja, una estatua del Ateísmo, de estopa, en cuyo interior se encontraba una pequeña Sabiduría incombustible. En el Campo de Marte, la inevitable y simbólica montaña, provista de todos sus accesorios: una columna de cincuenta pies, una gruta, senderos abruptos, cuatro tumbas etruscas, una pirámide, candelabros, un templo griego y un altar”.

“[...] los programas del espectáculo se habían repartido por millares. A las cinco de la mañana, concentración. [...] A las ocho, salida para las Tullerías, en fila y marcando el paso. Las ciudadanas, de blanco; los ciudadanos, llevando ramos de laurel y los niños, con cestas de flores. A las diez, salva de artillería, música, llegada de la Convención. Robespierre, [...], se instaló en un sillón aislado y leyó un corto sermón que le preparó un antiguo cura. Los coros de la Ópera, acompañados por los individuos de las secciones, entonaron el himno: ‘Padre del universo, suprema inteligencia...’. Robespierre descendió del trono, prendió fuego al Ateísmo de estopa y la Sabiduría incombustible apareció embadurnada de hollín. Salida para el Campo de Marte en procesión: las secciones por orden alfabético, tres músicas militares, cien tambores, un carro de la Libertad arrastrado por dieciocho bueyes, los diputados con un ramo de flores en la mano y Robespierre, vistiendo frac azul, bien destacado veinte pasos delante de todos los demás. Dan todos la vuelta a la montaña; los diputados y los coros trepan por los senderos escarpados y cantan: ‘Padre del universo, suprema inteligencia’. Al terminar la última estrofa, truenan horrísonamente los cañones, los niños arrojan flores y los ‘sans culottes’ de ambos sexos se besan. Y aquí termina todo.  La Convención vuelve corporativamente a las Tullerías y los ciudadanos que aún tienen asignados[3] se dispersan por las tabernas”.

“La fiesta del Ser Supremo había sido la apoteosis de Robespierre. El portaestandarte de la revolución se había hecho el amo. Todos los días le llegaban cartas de adoración... ‘Admirable Robespierre, antorcha, columna, piedra angular de la República...’ ‘Quiero saciar mis ojos y mi corazón de los rasgos de tu rostro...’ ‘Protector de los patriotas, genio incorruptible, montañés[4] despierto, que ves todo, prevés todo, conjuras todo...’  ‘Tú eres mi suprema divinidad, te miro como a un ángel tutelar...’. ¿Qué hubiese pensado de todo esto el bueno de Robespierre si supiera que quedaban pocos días para que le guillotinasen?

Como decía Cherteston; “cuando el hombre deja de creer en Dios es capaz de creer en cualquier cosa”. Todo esto no pasaría de ser una mascarada chusca y grotesca si no fuese porque justo en esas fechas, tenían lugar las terroríficas masacres a que me he referido antes.

En 1795 se volvió a permitir la libertad de culto. A partir de ese momento, empezó a producirse un renacimiento católico. Las iglesias se empezaron a llenar de nuevo. Pero el nuevo rebrotar del catolicismo produjo una nueva reacción. Se intentó por todos los medios que el pueblo abandone sus costumbres cristianas. “Para impedir a los católicos practicar la abstención de carne, se prohibe la venta de pescado los días de ayuno; en cada década (el día de descanso de cada diez días), destacamentos de policía recorren los campos para obligar al descanso a los trabajadores. [..] hacen fuego sobre los aldeanos ocupados en la tierra; [...] imponen una multa a una anciana de ochenta y dos años por hilar con su rueca a la vista de la calle. Las tiendas no pueden abrirse en las décadas ni cerrarse los domingos. [...] son procesados 350 hortelanos por no haber concurrido al mercado un ex domingo.  Se volvió a obligar a los sacerdotes a juramentarse. En un año fueron enviados la Guayana francesa, 1448 sacerdotes franceses y 8234 belgas”. No hay que olvidar que los belgas habían sido liberados por la gloriosa revolución francesa.

La pregunta del millón de dólares es: ¿Hay alguna relación causa-efecto entre la apostasía del auténtico Dios y las masacres que tuvieron lugar? La respuesta es, a mi modo de ver, un rotundo sí. A fin de cuentas éste es el único denominador común entre las purgas de Stalin, el holocausto nazi y la Revolución francesa, los tres horrores sin parangón en la historia de Occidente. No me cabe duda de que la democracia hubiese llegado igual, si no antes, sin semejante barbarie. De hecho, Occidente no aprendió la democracia de Francia, sino de Inglaterra, en la que allá por el siglo XIV, el rey, Juan sin Tierra, muy a su pesar, tuvo que otorgar la Carta Magna a la baja nobleza, para lograr su apoyo. De ahí arranca un lento proceso que acaba en la democracia, principalmente en los Estados Unidos. Poco o nada tuvo que ver Francia y su revolución en este proceso. La maravillosa revolución francesa acabó, en cambio, en un tirano, que se autoproclamó emperador y asoló y saqueó Europa, sumiéndola en un baño de sangre –para liberarla, naturalmente. Esta maravilla se prolongó durante un convulso siglo XIX en una restauración borbónica, en otras revoluciones y en un segundo imperio, si no tan sangrientos, sí tan inútiles como el primero. Lo verdaderamente sorprendente es que la propaganda ideológica y chauvinista haya hecho de la revolución francesa algo así como la gran salvadora de la humanidad. Creo que tiene razón Pierre Gaxote cuando afirma: No tengo por qué disimularlo: la historia de la revolución francesa es una historia mediocre, tanto por sus ideas como por sus hombres. No es grande más que por la majestad presente de la muerte[5].



[1] La Gironda era el partido “moderado” y sus seguidores eran llamados los girondinos.
[2] Los jacobinos eran los miembros más radicales del partido llamado La Montaña, el más extremista de los partidos revolucionarios que, en un proceso de radicalización que fue desde 1789 hasta 1793 llegó a hacerse con el poder absoluto, bajo la dirección de uno de los seres más sanguinarios que han existido: Robespierre.
[3] Ese era el nombre de la moneda de curso legal, sobreemitida e inflacionada hasta límites increíbles.
[4] Así se llamaban los del partido de la Montaña.
[5] Las citas están todas tomadas del libro “La revolución francesa” de Pierre Gaxote. Áltera 2005

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