El
otro día, zapeando por la televisión, caí en la película “Contact”, basada en
la novela del mismo nombre de Carl Sagan. Sagan fue un científico escéptico,
casi me atrevería a decir que ateo militante. Obsesionado con el método
científico no creía en nada que no pudiese ser demostrado mediante ese método
y, por tanto, no creía en Dios y, un poco al estilo en que lo hace hoy en día
Richard Dawkins –aunque de una forma más sutil– pretendía transmitir a todo el
mundo esta increencia. Su extraordinaria serie televisiva, “Cosmos”, que fue un
éxito clamoroso en 1980, y el excelente libro del mismo título, que se hizo
sobre ella, le hicieron famoso. Serie y libro, ambos magníficos, son un sutil
alegato de la no existencia de Dios. Era un hombre obsesionado con la vida
extraterrestre y fue uno de los impulsores del proyecto científico SETI (Search
for Extra Terrestrial Inteligence). En 1985 escribió su única novela,
“Contact”, llevada al cine en una magnífica película dirigida por Robert
Zemickis y protagonizada por Jodie Foster y Matthew McConaughey en 1997. Sagan
murió con 62 años, en 1996, a causa de una neumonía. Por muy poco no alcanzó a
ver la excelente película basada su novela.
Como
han pasado suficientes años, puedo hacer de spoiler de las dos, novela y
película. Eleanor –Ellie– Arroway era una niña con extraordinarias dotes para
la ciencia. Desde pequeña, con un modesto aparato de radio intenta establecer
contacto con inteligencias extraterrestres. Su padre, Theodore –Ted– Arroway, un
modesto comerciante, hace todo lo posible para fomentar en su hija esas dotes y
esa afición. Pero muere de un infarto delante de su hija y esto la deja
profundamente marcada. Con el tiempo, Ellie se convierte en una prestigiosa
científica, totalmente obsesionada con el método científico –nada que no pueda
probarse empíricamente puede ser creído–. Naturalmente, se dedica a la búsqueda
de vida e inteligencia extraterrestres.
Un
día capta una señal procedente de la cercana estrella Vega, a sólo 26 años luz
de La Tierra,
que es, inequívocamente de origen extraterrestre. Cuando logran descifrarla se
dan cuenta de que son unas detalladísimas instrucciones para construir un
ingenio con el que viajar a otras galaxias sin
moverse de la tierra. Tras muchos avatares, la máquina se construye, a
un coste desorbitante, y ella es la persona que hará el “viaje”. El “viaje”
consiste en que una especie de cápsula es dejada caer a través de unos discos
en rápido movimiento. Dentro de la cápsula ella percibe cómo viaja a través de túneles
del espacio-tiempo hasta que aparece en una paradisíaca playa. Ve venir a lo
lejos una figura que, al cercarse, resulta ser su padre. Pero tras un rato de
una conversación cargada de anécdotas y recuerdos de su infancia, esa figura le
revela que no, que no es realmente su padre. Es una imagen holográfica tangible,
con todos los recuerdos de su padre. La conversación desvela que esa imagen de
su padre sabe cosas que la propia Ellie no sabe, por lo que no puede ser una
simple proyección de su deseo de ver a su padre. Los seres que se pusieron en
contacto con ella desde una lejanísima galaxia –Vega no era el origen de la
señal, sino sólo su última escala– se llaman a sí mismos los Guardianes. En
realidad son muchas civilizaciones tecnológicamente avanzadas que se pueden
comunicar a lo largo y ancho de todo el universo a través de un intrincado
sistema de túneles de “agujeros de gusano”. Pero, ninguna de esas
civilizaciones son los creadores de esa red de túneles. La primera civilización
de Guardianes se la encontró ya hecha y se dedicó a usarla para reclutar otras
civilizaciones que ya habían llegado a un avanzado estadio tecnológico. Los
Guardianes acababan de empezar con la humanidad un largo proceso de siglos, tal
vez milenios, que acabaría con el reclutamiento de la humanidad para
convertirse en Guardiana. Ella era la avanzadilla de ese proceso. Habían
elegido la forma de su padre para dirigirse a ella porque suponían que eso le
daría paz. Pero le avisan de que deberá tener mucha paciencia. Durante un rato
hablan del misterio de los desconocidos creadores de la red de canales y de
cómo los Guardianes están buscando huellas suyas en el análisis del número π. Tras un rato más
de amigable charla, llena de una paz inmensa, Ellie inicia el viaje de regreso.
Cuando
sale de la cápsula, su sensación es que, en conjunto, ha debido pasar más o
menos un día. Pero pronto se da cuenta de que todo el proceso, cuenta atrás, caída
libre de la cápsula, recuperación de la misma, recogida de su persona, etc., no
ha durado más que veinte minutos. Ella cuenta su experiencia, pero sólo
encuentra la incredulidad de la gente que le pide pruebas que ella no puede dar.
Las personas del “mundo exterior” a la máquina sólo han visto cómo la cápsula caía
en caída libre los varios cientos de metros de altura para ser atrapada en el
receptáculo de recogida. La cámara subjetiva que Ellie llevaba colocada en el
casco había grabado, efectivamente, durante un metraje equivalente a un día y
veinte minutos, pero sólo registró niebla y estaba puesta en velocidad super
rápida, por lo que, efectivamente, sólo ha grabado durante veinte minutos y los
campos magnéticos borraron cualquier cosa que se hubiese podido grabar. La
película “Contact” acaba con la resignación y frustración de Ellie al
encontrarse con la incredulidad de la gente que le pide pruebas de algo que
ella sabe con absoluta seguridad que ha vivido, pero que no podrá demostrar
jamás. Sin embargo, recuerda que los Guardianes le habían dicho que ella era el
primer eslabón y que necesitaba una enorme dosis de paciencia. Tras una ligera
declaración ante el Senado de los EEUU, le adjudican un generoso presupuesto
para que pueda dedicar el resto de sus días al proyecto de investigación que
desee, siempre que no cree problemas.
Así
acaba la película, pero el libro continúa, y lo que se cuenta en él y no narra
la película es, sin duda, lo más interesante e importante de la novela. Carece
de importancia el hecho de que en ésta sean cinco las personas, de distintos
países, que van en la cápsula, aunque sólo Ellie lleve cámara subjetiva. La
enorme diferencia empieza porque en el libro, sobre todos los personajes, que
de una forma u otra han tenido todos una experiencia como la de Ellie, pesa la
sospecha de que todo ha sido un fraude urdido por ellos con un enorme coste
económico y en vidas, por los muertos que ha habido en las distintas
vicisitudes de la construcción de la máquina. Además existe la sospecha de
posible espionaje entre los países que han contribuido a la construcción de la
máquina. Todas estas cosas, en el libro, hacen que Ellie salga libre sólo al
final de un tercer grado acusatorio, con limitaciones prohibitivas para poder
contar lo que vio en su viaje de un día. Entre las amenazas que penden sobre
ella y sobre los otros cuatro, está la de sacar un dossier, por supuesto,
manipulado y distorsionado en el que se les haría pasar por desequilibrados
mentales y arruinaría su carrera y su vida. Ellie permanece prácticamente
enclaustrada en una jaula de oro con presupuesto para sus “absurdas” investigaciones,
centradas en el número π. Está buscando en
ese número, como le habían dicho los Guardianes, algo que pueda ser una prueba
de que el universo está creado de acuerdo por una inteligencia superior.
El
último capítulo de la novela lleva el título de “La firma del artista” y termina
con el siguiente texto:
“En la mesa sobre la que descansaba el telefax
había también un espejo. Allí vio a una mujer ni joven ni vieja, ni madre ni
hija. No había avanzado lo suficiente para recibir ese mensaje, y mucho menos
descifrarlo. Había pasado su existencia procurando establecer contacto con los
seres más extraños y remotos, mientras que en la vida real no lo había logrado
casi con nadie. Siempre había criticado cruelmente a los demás por crearse
mitos, pero no advirtió la mentira que subyacía debajo de los propios. Toda su
vida había estudiado el universo, pero nunca reparó en su mensaje más sencillo:
las criaturas pequeñas como nosotros sólo podemos soportar la inmensidad por
medio del amor.
Tan insistente fue la computadora en su
intento por comunicarse con Eleanor Arroway, que fue casi como si transmitiera
una urgente necesidad personal de compartir con ella el descubrimiento. La
anomalía quedó al descubierto dentro de la aritmética en base 11, con totalidad
de ceros y unos. Comparado con lo que se había recibido de Vega, eso podía ser,
en el mejor de los casos, un mensaje simple, pero su importancia en el campo de
la estadística era inmensa. El programa reagrupó las cifras formando una trama
cuadrada, de igual número de dígitos en sentido horizontal y vertical. La
primera línea era una sucesión continua de ceros, de izquierda a derecha. En la
segunda aparecía un único uno, justo en el centro, con ceros a ambos lados.
Luego se formó un inconfundible arco, compuesto por unos. Rápidamente se
construyó una sencilla figura geométrica muy prometedora. Emergió luego la
última línea de la figura, toda de ceros, también con un cero en el centro.
Oculto en el cambiante esquema de las cifras, en lo más recóndito del número
irracional, se hallaba un círculo perfecto, trazado mediante unidades dentro de
un campo de ceros. El universo había sido creado ex profeso, manifestaba el
círculo. En cualquier galaxia que nos encontremos, tomamos la circunferencia de
un círculo, la dividimos por su diámetro y descubrimos un milagro: otro círculo
que se remonta kilómetros y kilómetros después de la coma decimal. Más adentro,
habría mensajes más completos. Ya no importa qué aspecto tenemos, de qué
estamos hechos ni de dónde provenimos. En tanto y en cuanto habitemos en este
universo y poseamos un mínimo talento para las matemáticas, tarde o temprano lo
descubriremos porque ya está aquí, en el interior de todas las cosas. No es
necesario salir de nuestro planeta para hallarlo. En la textura del espacio y
en la naturaleza de la materia, al igual que en una gran obra de arte, siempre
figura, en letras pequeñas, la firma del artista. Por encima del hombre, de los
demonios, de los Guardianes y artífices de túneles, hay una inteligencia que
precede al universo.
El círculo se ha cerrado.
Y Eleanor encontró, por fin, lo que buscaba”.
Impresionante
final que le hace a uno preguntarse qué pasó por la cabeza de Sagan al escribir
esto. Me parece que debo aclarar un poco lo de “En tanto
y en cuanto habitemos en este universo y poseamos un mínimo talento para las
matemáticas, tarde o temprano lo descubriremos porque ya está aquí, en el
interior de todas las cosas”. Pero, claro, para ello, tengo que hablar
un poco de matemáticas y estadística. Lo siento.
El
número π es uno de los
infinitos números llamados irracionales. Hay diferentes tipos de números. Los
naturales son los enteros y positivos. No creo que requieran explicación. Luego
vienen los enteros, que incluyen también los enteros negativos. A continuación
vienen los números racionales, que son aquellos que pueden expresarse como una
fracción, como, por ejemplo, 4/3 o 5.790.219/63.891. Evidentemente, todos estos
conjuntos de números son infinitos. A continuación vienen los irracionales como
π, e y otros muchos sin
nombre propio, cómo, por ejemplo, raíz
cuadrada de dos o raíz de quinto orden de 7. Los números irracionales son
también infinitos, pero son de un orden de infinitud superior a los racionales.
Si viésemos con una superlupa la línea en la que se representan los números, y
colocásemos en esa línea los racionales, veríamos que la línea estaba llena de
huecos sin ocupar. Los números irracionales, en cambio, rellenan totalmente los
huecos, de forma que entre dos racionales consecutivos cualesquiera, caben infinitos
irracionales. Estos números irracionales tienen una peculiaridad: que jamás se
puede encontrar entre sus infinitas cifras una pauta repetitiva. Por ejemplo,
el número racional 5/7 es igual a 0,714285 y ya, a partir de ahí, esa pauta
714285 se repite periódicamente para siempre. Tiene infinitos decimales, pero
se repiten con una pauta periódica. Esto no pasa con los números irracionales.
Jamás, entre sus infinitos decimales se repite ningún tipo de pauta. Pero, al
tener infinitos decimales, tarde o temprano aparecerá cualquier serie de
números que podamos imaginar. Por ejemplo, la serie 926 seguro que aparece en π. Y al ser una
pauta corta y fácil aparecerá pronto. De hecho, aparece de forma inmediata, ya
que los primeros 7 decimales de π son 3,1415926. La secuencia 926 tiene una
probabilidad de aparecer del 1/103, (1/1.000) ya que consta de 3
números, lo que quiere decir que con gran probabilidad aparecerá de forma
irregular, más o menos cada 1000 cifras. Si expresásemos todo el texto de la
Biblia en forma de cifras, la secuencia sería de millones de dígitos. Pongamos
que la Biblia pudiese expresarse en cien millones de ellos. La probabilidad de
que aparezca el texto íntegro de la Biblia sería, por tanto, 1/10100.000.000
. Esto indica que para que haya una probabilidad razonable de que aparezca habría
que calcular 10100.000.000 decimales. Este es un número
inconcebible, que, como veremos más adelante es absolutamente imposible de
conseguir.
Calcular
cifras decimales de π no es tarea
fácil. Los griegos se rompieron inútilmente la cabeza con esto y hubo que
esperar hasta que en el siglo XVIII el gran matemático Leonhard Euler demostrase
que π podía calcularse
con la siguiente serie:
π2 1 1
1 1
---
= 1 + --- + --- + --- + --- + ………
6 22 32 42 52
Pero
el problema estriba en que para obtener las dos primeras cifras de π, 3,1, hay que
sumar 100 términos, para sacar las primeras 5, es decir 3,1415 necesitamos
10.000 términos y para obtener las 8 primeras cifras, 3,1415926, es necesario
sumar 100.000.000, sí 100 millones, de términos. Es decir, que mientras las dos
primeras cifras necesitan 50 sumandos (100/2) por cifra decimal, las siguientes
3 se necesitan 3.300 sumandos ((10.000-100)/3) por cifra decimal y para obtener
las 3 siguientes hay que añadir 33 millones de sumandos ((100.000.000-10.000)/3)
por cada cifra decimal. Y eso, naturalmente requiere tiempo. Mucho tiempo. Y,
además, cada cifra cuesta más esfuerzo y más tiempo, y este esfuerzo y tiempo
crecen de forma exponencial. Por supuesto, desde Euler hasta aquí, se han
encontrado series que permiten obtener decimales de π con mucha mayor
eficiencia de cálculo. Pero, aún así, obtener muchos decimales es un problema
tremendo. El algoritmo más eficiente en la actualidad es el de Alexander Yee y
Shigeru Kondo. Con este algoritmo se han llegado a calcular 12 billones
(millones de millones) de decimales de π. Podría pensarse que esto es mucho, y lo
es, pero despreciablemente insuficiente para encontrar una determinada secuencia
larga de decimales de π. Seguramente, con
ordenadores cada vez más rápidos y algoritmos cada vez más eficientes, se
llegarán a sacar más cifras, pero el crecimiento del esfuerzo para sacar cifras
adicionales es siempre exponencial, por lo que hay un límite factible para el
cálculo de decimales de
π.
Por supuesto, para todos los fines prácticos que se nos puedan ocurrir, bastan
con 3 o 4 cifras de π, pero para
encontrar en ese número la supuesta firma de una inteligencia creadora
superior, como plantea Sagan, necesitamos muchísimos más. ¿Cuántos? Centrémonos
en el texto de “Contact”. La figura que se describe en ese texto como la que
apareció en la impresora de Ellie sería parecida la siguiente:
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Como
se ve, los 1’s en rojo del cuadrado de 0’s dibujan aproximadamente una
circunferencia (Si se ve ovalada es porque el espaciado entre líneas es mayor
que el de las columnas. Pero, aún sin considerar eso, no es una circunferencia
muy buena porque el tamaño de la página me limita a un cuadrado de 49x49
“píxeles”. Pero si fuese de, digamos, 500x500, seguro que sería una
circunferencia casi perfecta. Ahora bien, 500x500 son 250.000 cifras. La
probabilidad de que se produzca una serie predeterminada de 250.000 cifras sería
de: 1/10250.000 . Para que un suceso así
tuviese una probabilidad razonable de producirse habría que obtener 10250.000
decimales de π. Acabamos de ver
que el record alcanzado de decimales de π es de 12 billones (millones de millones),
es decir 1,2x1013. La proporción entre 1013 y 10250.000
está fuera de toda capacidad de imaginación humana. No habría tiempo en toda la
vida del universo para calcular esos decimales. No habría memoria de ordenador
para almacenarlos. Aunque cada uno de los átomos del universo fuese un Mega de
memoria, eso no daría para almacenar ni una despreciable proporción de esos
decimales. Por lo tanto, Sagan deduce en su historia –que no conviene olvidar
que es una novela– que, si en unos meses de uso de un ordenador de los años 80
del siglo pasado, hubiese aparecido una pauta como la del círculo descrito, eso
sería la firma clara de que el artista –la inteligencia creadora– que hizo el
universo con su red de túneles del tiempo que había dejado a los Guardianes, habría
querido decirnos, en lenguaje matemático, “aquí estoy YO”. Habría puesto la
firma del artista. Entonces, y sólo entonces, Ellie se hubiese lanzado, armada
con esa prueba, a contar al mundo su historia. Esto le lleva a Sagan a terminar
su historia con: “En tanto y en cuanto habitemos en este
universo y poseamos un mínimo talento para las matemáticas, tarde o temprano lo
descubriremos porque ya está aquí, en el interior de todas las cosas. No es
necesario salir de nuestro planeta para hallarlo. En la textura del espacio y
en la naturaleza de la materia, al igual que en una gran obra de arte, siempre
figura, en letras pequeñas, la firma del artista. Por encima del hombre, de los
demonios, de los Guardianes y artífices de túneles, hay una inteligencia que
precede al universo”. Pero, no, esa prueba, que se encuentra en la novela,
no se ha encontrado en el número π y, a decir verdad, no creo que se
encuentre jamás.
Pero,
aún sin la prueba de la firma del artista, hay millones de personas que, en la
vida real, han tenido una vivencia como la de Ellie. Millones de personas –yo
entre ellas– afirman, sin poder probarlo, exponiéndose a que las tomen por
simples, o por locas, o a que, tal vez, las insulten, o a que, según en que
país se encuentren, las maten, afirman que han tenido, que tienen de cuando en
cuando, encuentros personales, que jamás podrán probar, con la divinidad y, si
son cristianas, con Jesucristo. Se llama CONVERSIÓN. A algunos les ha tirado
del caballo y ha hecho que su vida cambie drásticamente de la noche a la
mañana. A otras les ha ido dando pequeños impulsos que les ha ido haciendo un
poco mejores cada día, por supuesto, con altibajos y sin dejar de ser pecadores.
Pero todas estas personas viven, vivimos, de esos flashes que nos iluminan de
cuando en cuando. Los añoramos la mayor parte del tiempo y nos son dados de
cuando en cuando para que vivamos de su recuerdo cierto. Repito, yo soy uno de
ellos. De los segundos, ciertamente, pero de ellos. No lo puedo demostrar, pero
lo sé, con más certeza de la que lo sabe Ellie en su novela. Y, no estoy solo.
Somos multitud las personas, cuerdas, racionales, que nos encontramos en todos
los estamentos de la sociedad, en todas las profesiones, sin distinción de
raza, sexo, cultura, capacidad intelectual, edad, nacionalidad, momento
histórico, etc., que lo afirmamos abiertamente. Y algunos se cuentan entre los
mejores hijos de la humanidad. Como dice Sagan en su novela: “Ya no
importa qué aspecto tenemos, de qué estamos hechos ni de dónde provenimos”. O, como dice san
Pablo: “Ya no hay distinción entre judío o griego, entre esclavo o libre,
entre varón o mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús”. Y lo
más extraordinario es que, si tomamos el conjunto de los cristianos, hemos
pasado de ser unos pocos cientos hace 2.000 años a más de mil millones hoy en día. Sin pruebas. No las
necesitamos ni para estar convencidos ni para convencer. La antorcha ha pasado
y el incendio se ha extendido por el testimonio de otros y con la ayuda de los
sacramentos.
Sin
embargo, y aunque no necesitemos ni busquemos esa firma del Artista, muy poco
después de que Sagan escribiese su novela, se encontró la rúbrica. En efecto,
en 1989 apareció un libro de divulgación científica de la máxima calidad, escrito,
nada menos, que por Roger Penrose, con el título de “La
nueva mente del emperador”. En él aparece la firma. Fue un libro que se puso de
moda, que muchos compraron pero que, creo, pocos leyeron y menos entendieron.
Yo fui uno de los que lo leyó. A fuer de ser sincero, diré que entendí la mitad
de la mitad de la mitad. Si para entender lo que dice Sagan en su libro, y yo
he intentado explicar (o tal vez emborronar) en estas líneas, hace falta que poseamos
un mínimo talento para las matemáticas, para entender ese libro hace falta una gran
capacidad matemática de la que yo carecía y carezco. Durante 6 páginas, desde
la 425 hasta la 430, ambas inclusive, Penrose se adentra en unos razonamientos
matemáticos totalmente incomprensibles para mí. Pero en la página 426 plantea
la pregunta con claridad. Dice: “Para iniciar el Universo en un estado de
baja entropía […] el Creador debe apuntar a un volumen muchísimo más pequeño
del espacio de fases. ¿Cómo de pequeña debería ser esa región para que el
resultado fuera un Universo que se pareciera estrechamente al Universo en que
vivimos?”. Y tras unas páginas también ininteligibles para mí, nos brinda
la respuesta en la página 430: “Esto nos dice lo precisa que debía haber
sido la puntería del creador: Una precisión de una parte en 10(10^123).
Esta es una cifra extraordinaria. Ni siquiera podríamos escribir el número
completo en la notación decimal ordinaria: sería un <<1>> ¡seguido de
10123 <<0>>s!
Incluso si escribiéramos un 0 en cada protón y en cada neutrón del universo
entero –y añadiésemos también todas las demás partículas– nos quedaríamos muy
cortos para escribir la cifra requerida. Se puede ver que la precisión
necesaria para poner al universo en su curso no es en modo alguno inferior a la
extraordinaria precisión a la que ya nos habíamos acostumbrado en las
ecuaciones dinámicas soberbias (las de Newton, las de Maxwell, las de Einstein)
que gobiernan el comportamiento de las cosas en cada instante”0>1>. Y en la
página 426 aparece la Figura 7.19 en la que se representa al Creador apuntando
con una aguja y dice a pie de ilustración: “Para producir un universo
parecido al que habitamos, el Creador tendría que haber apuntado a un volumen
absurdamente minúsculo del espacio de fases de los universos posibles –aproximadamente
1/10(10^123) del volumen total, para la situación considerada. (¡La
aguja, y el punto apuntado, no están dibujados a escala!)”.
Es
decir, que esta firma del artista es aún más contundente de la que proponía
Sagan en su novela y, lo que es más importante, ES REAL, no es una novela.
Sin
embargo, tampoco esta firma prueba nada. Contra ella se alza la teoría del
multiverso. Esta teoría afirma que de un “caldo cósmico” eterno e increado, han
aparecido y aparecerán, en la eternidad de su existencia, infinitos universos. De
esos infinitos universos habrá infinitos que no tendrán la posibilidad, como
tiene el nuestro, de hacer aparecer ninguna ley física ni planetas, ni
estrellas, ni galaxias, ni, menos aún, Newtons, Maxwells o Einsteins que descubran
el funcionamiento de esas inexistentes leyes en esos universos. Pero habrá,
igualmente, otros infinitos universos en los que sí haya todas estas cosas.
Incluso, entre estos infinitos universos habrá infinitos EXACTAMENTE IGUALES AL
NUESTRO, en el que YO MISMO, estoy escribiendo ESTAS MISMAS LÍNEAS. ¿Podría ser
esto cierto? Podría. Pero lo que no es, de ninguna manera, es una teoría
científica, puesto que descubrir la existencia de ese “caldo cósmico” o esos
universos paralelos es imposible empíricamente y, por lo tanto, todos, el caldo
y sus supuestos universos, caen fuera de lo que puede ser considerado ciencia.
Por supuesto, todo el mundo tiene derecho a imaginar y defender cualquier
teoría. A lo que no se tiene derecho es a colocar bajo el paraguas del
prestigio de la ciencia lo que no lo es. Más aún. Sin que esto sea, ni mucho
menos, una prueba científica de que la teoría del multiverso es falsa, lo
cierto es que no soporta la prueba de la navaja de Occam.
Pero oigamos la voz
autorizada de Dieter Lüst, profesor de física matemática y teoría de cuerdas en
la Universidad Ludwig Maximilian y director del Instituto de física Max Plank. Dice: “Pero, ¿cómo es
posible que haya físicos que, sin crítica alguna, renuncien a aplicar el
criterio de falsabilidad exigido por Karl Popper a toda la física? ¿Cómo pueden
tomar en serio conclusiones a las que sólo se llega mediante el formalismo
matemático y nunca a través de la observación de la naturaleza? La respuesta
reside, sobre todo, en la enorme potencialidad de la teoría”. […]. “Sin
embargo cada vez se alzan más voces críticas. Desde luego, quien no
renuncie al principio de falsabilidad de Popper, nunca podrá comulgar con la
teoría de cuerdas. [...] Sin embargo, la teoría carece de toda demostración de
la existencia de esos mundos adicionales. Es por ello que sus detractores
acusan a la teoría del multiverso de hacer, más que física, metafísica”. […]
“... los físicos han de preguntarse si es lícito hablar de ‘ciencia’ cuando una
teoría no hace predicciones unívocas, ni contrastables, ni falsables”. […] “Los
ataques más feroces a la teoría de cuerdas se lanzan contra sus afirmaciones
indemostrables acerca de un número indeterminado de universos. [...] A este
respecto, la comunidad científica se ha dividido en tres corrientes de opinión.
Una de ellas rechaza por principio la idea del multiverso. Sus partidarios
creen en un único universo real que debe quedar descrito por una única teoría.
David Gross, premio Nobel y descubridor de dos de las cinco teorías de cuerdas
en 10 dimensiones, dijo una vez: ‘¿La idea del paisaje (el paisaje es como
se llama al espacio de los infinitos universos)? ¡La odio! ¡Nunca os rindáis
ante ella!’ Otro grupo de físicos acepta que existan varias posibilidades de
describir un universo, pero considera dichas reflexiones un mero divertimento
matemático. Sus defensores buscan un principio de selección que privilegie a
nuestro universo frente a las diversas soluciones de la teoría de cuerdas.
[...] Por último, existe un tercer grupo que acepta la idea de una multitud de
universos como algo que en realidad existe”[…] “Parece que debemos concluir que la
búsqueda de una ‘teoría del todo’ [...] ha sido demasiado ingenua. Diríase que
la teoría de cuerdas predice todo y, como corolario de ello, nada al mismo
tiempo”.
No obstante, la sola
posibilidad, por remota que tal vez pudiera ser, de que la teoría del
multiverso pueda ser cierta, hace que la firma del artista de Penrose no se
pueda considerar prueba absoluta de que haya un autor del universo. No me
importa. Me extrañaría mucho que Dios quisiese que se le pudiese demostrar. ¿Dónde
quedaría nuestra libertad para creer o no creer si Él se dejase “demostrar”?
¿Puede caber lo eterno e infinito en una demostración dentro del estrecho campo
de una mente de tres dimensiones? Los flashes de los encuentros, sin pruebas,
mueven montañas. La recíproca no es cierta. La prueba, aunque la hubiera, sin
el encuentro, no sería sino un frío y estéril razonamiento. Lo que Dios quiere
es que los seres humanos le experimentemos, nos convirtamos libremente a Él y
paguemos con amor su Amor. “Las
criaturas pequeñas como nosotros sólo podemos soportar la inmensidad por medio
del amor”, nos recuerda Sagan. Eso es lo que millones de
personas han intentado hacer de muchas maneras, desde que el hombre existe
sobre la faz de la Tierra. Eso es lo que muchos intentamos hoy, sin la menor
necesidad de pruebas. A diferencia de la Ellie de la novela de Sagan, no nos
importa que muchos no nos crean. No tenemos que esperar ninguna prueba para
contar lo que hemos vivido. No obstante, tenemos lo que, sin pruebas, pero de
forma plausible, creemos que es el mensaje del Creador. Se llama la Biblia –esa
que se encuentra sólo después de 10100.000.000 de decimales de π– y la figura histórica de Jesucristo –la inteligencia o, si se quiere,
el Logos, encarnado–. ¡Seguiremos pasando la antorcha!