11 de octubre de 2019

Cosmovisión occidental, cosmovisiones orientalistas


Hace ya bastantes años que escuché por primera vez la palabra cosmovisión y debo confesar que no sabía muy bien cuál era su verdadero alcance. En el diccionario de la RAE hay sólo una acepción de la palabra: “Visión o concepción global del universo”. La verdad es que me parecía demasiado vaga, muy genérica. Pero un día, leyendo el libro de “La democracia en América” de Alexis de Tocqueville, encontré lo que me parece la más precisa descripción del término y su utilidad para la vida:

“No hay casi acción humana, por particular que se la suponga, que no nazca de una idea muy general que los hombres han concebido de Dios, de sus relaciones con el género humano, de la naturaleza de su alma y de sus deberes hacia sus semejantes. No se puede evitar que esas ideas sean la fuente común de donde surge todo lo demás. Por tanto, los hombres tienen un interés inmenso [o deberían tenerlo] en concebir ideas muy firmes sobre Dios, su alma, sus deberes generales hacia su creador y sus semejantes, porque la duda sobre esos puntos dejaría al azar todas sus acciones y las condenaría, en cierto modo, al desorden y a la impotencia. Es esa la materia en la que resulta más importante que cada uno de nosotros tenga ideas sólidas […].

El mundo occidental, basado en una cosmovisión judeocristiana –tanto si uno profesa la religión cristiana como si no, tanto si es consciente de ello como si no–, desde hace unas décadas, está experimentando un auge de una cosmovisión basada en las religiones/filosofías orientales nacidas principalmente en la India. Me refiero al hinduismo, budismo, jainismo, yoga, taoísmo, confucionismo (estos últimos nacidos en China), etc. Tal vez la causa de ese auge haya que buscarla en el sentimiento de aburrimiento del cristianismo –¡Eso ya lo tengo muy visto!, aunque no se conozca más que superficial y sesgadamente su contenido– y en el exotismo novedoso de estas religiones/filosofías[1]. Soy consciente que he metido en el mismo saco de religiones/filosofías orientales, cosas muy diversas. Pero, aunque no sepa diferenciar claramente las fronteras de esas religiones/filosofías –como un budista no sabría hacerlo entre el catolicismo y el anabaptismo o, incluso entre cristianismo y judaísmo– creo, sin demasiado miedo a equivocarme, que todas tienen una cosmovisión similar.

En las siguientes líneas voy a intentar formular, de acuerdo con la definición de Tocqueville, cuáles pueden ser las cosmovisiones judeocristiana por un lado y oriental por otro, y, sobre todo, su impacto en el obrar humano a los largo de la historia de ambas civilizaciones.

Me atrevería a decir que la cosmovisión judeocristiana se basa en la existencia de un Dios personal bondadoso, todopoderoso, inteligencia creadora por amor de mundos visibles e invisibles. Para todas las cosmogonías anteriores al Génesis el mundo era poco más que material de desecho, cuando no una prisión en el que el ser humano estaba atrapado o una niebla ilusoria que nos impedía la visión. La revolución se produce con una sola frase, repetida tras cada acto creador. “Y vio Dios que era bueno”. Estos mundos, visible e invisibles, han sido construidos con un propósito, de acuerdo con esa inteligencia. Y, en esos mundos ha auspiciado la aparición de seres libres, personales e individuales y racionales que, con su inteligencia pueden, y tienen el deber y la compulsión, de acercarse al propósito de esa creación, entenderla y configurar su acción a ese propósito. Cuando esos seres fueron (fuimos) creados, el Génesis dice: “Y vio Dios que era muy bueno”. Y si ese Dios ha creado todo por amor, entonces nosotros tenemos hacia nuestros semejantes el deber de transmitirles ese amor. Ese Dios-Inteligencia es todopoderoso en todo menos en una cosa: No puede ni engañarse ni engañarnos. Por tanto, no puede escamotearnos la búsqueda de su propósito cambiando las reglas del juego. Esos mundos y el ser humano son buenos en su esencia, pero por un “accidente” del mal uso de la libertad, han hecho que apareciese el mal. Sin embargo, este mal no es consustancial ni al mundo ni a los seres inteligentes que pueda haber en él. Este mal no tiene existencia ontológica sino que es, únicamente, la ausencia de un bien, como el frío no es sino la ausencia del calor. Por tanto, este mal puede y será corregido por esos seres libres e inteligentes con la ayuda de su Creador. Esta ayuda se traduce en una revelación de su propósito, a través de unos textos que pueden y deben ser interpretados por la inteligencia de esos seres. Por último, esa ayuda se ha materializado –esto ya únicamente dentro de la cosmovisión cristiana– en la irrupción del mismo Dios, hecho hombre, en la historia. Los hombres pueden, con la oración, entrar en contacto con ese Dios personal. En la religión católica, ese contacto se logra sobre todo a través de la Eucaristía, el Cuerpo y la Sangre de ese Dios encarnado, que nos asimila a Él. Esta historia tiene un fin que será la redención final del hombre y de la creación entera, y su unión beatífica con su Dios.

Comprendo que este párrafo me ha salido largo y retorcido, pero no es fácil describir en unas líneas la cosmovisión judeocristiana y, seguramente, a pesar de su longitud y retorcimiento, sea incompleta. Por supuesto, no es el objetivo de la descripción de esta cosmovisión inducir a nadie a creer en ella. Su objetivo es meramente descriptivo.

Ahora, con mucho más miedo del que he tenido para describir la cosmovisión judeocristiana, me voy a atrever a hacer lo mismo con la de las religiones/filosofías orientales, teniendo por seguro que no voy a hacer justicia a los sutiles matices que diferencian a unas y otras. Pero quiero dejar constancia que lo que voy a describir no es esas religiones/filosofías, sino la cosmovisión que subyace a ellas.

Esta cosmovisión postula la existencia eterna de una fuerza impersonal, a veces desplegada en distintas deidades “personales” menores (Hinduismo). Los seres humanos (y esas deidades “personales” menores en el caso del hinduismo) no son criaturas distintas ni creadas por esa fuerza impersonal. Son uno con ella que es la Unidad. No existe, por tanto, el dualismo creador-creación. Por supuesto, la experiencia sensible cotidiana dice que cada una de las personas que vivimos en el mundo no somos esa fuerza impersonal y experimentamos nuestra individualidad y nuestras inmensas limitaciones. Pero, según esta cosmovisión, eso es debido a que entre nosotros y esa fuerza impersonal, hay un velo de ficción, llamado maya, que es el mundo (¿cómo, si somos Uno con ella puede haber algo entre nosotros y ella?). Precisamente lo que los seres humanos deben lograr es hacer desaparecer la ficción de ese velo del maya-mundo para acceder a la experiencia directa de esa Unidad, previamente existente, con la fuerza impersonal y a su poder. Esto es el nirvana. No hay acuerdo en distintas versiones de esta cosmovisión si ese nirvana es la unión con esa fuerza impersonal o la simple y llana extinción en el no-ser. Porque, en definitiva, la cosmovisión monística, no distingue la dualidad del ser y el no-ser, como no distingue la dualidad entre el bien y el mal. Todo se subsume en un monismo de contrarios que es el yin y el yang. Así que el mal es consustancial con el bien y jamás desaparecerá. Sea como fuere, la forma de eliminar ese velo maya es lograr el desapego total de todo lo que forma ese maya, incluidos afectos personales. Pero, una vida no es suficiente para lograr ese desapego que lleve a los seres humanos al nirvana. Por eso, hay que pasar por el calvario de sucesivas reencarnaciones que, lejos de ser una magnífica oportunidad de vivir otra vida son, para esta cosmovisión, una terrible rueda, una espantosa pesadilla: el samsara, que nos esclaviza. Hay distintas versiones del samsara en las diferentes religiones/filosofías orientales. El conjunto de las acciones que nos llevan a ese desapego es el karma. Lo terrible es que al pasar de una reencarnación a otra, olvidamos el karma que pudiéramos llevar acumulado, con lo que no hay aprendizaje, al menos consciente, de una vida a la otra[2]. La meditación es la única vía para salir de la rueda del samsara.

Me temo que este párrafo descriptivo de la cosmovisión oriental me ha salido aún más largo y retorcido que el de la cosmovisión judeocristiana. El lógico, puesto que sé menos de esta segunda que de la primera. Pero aún así, me atrevo a seguir adelante. Veré cómo esas cosmovisiones condicionan la relación del ser humano con el mundo, con sus semejantes y con Dios.

La cosmovisión judeocristiana ve en el mundo un libro que refleja la inteligencia de ese Dios. Es un mundo con unas leyes coherentes, fruto de un propósito misterioso, sí, pero en el que se puede uno adentrar usando la razón de la que Dios ha dotado al ser humano. Por tanto, el hombre debe dejarse llevar por ese afán, innato en él, de investigar ese mundo con los pobres medios que tenga para arrancarle su secreto. Y esa búsqueda es la misma que la búsqueda de la intención de su creador, siempre sabiendo que el amor es lo que subyace en la creación. Desde los primeros padres de la Iglesia se percibe ese rastro. En el siglo II, decía Tertuliano: La razón es cosa de Dios, en la medida en que no hay nada que Dios, el Hacedor de todo, no haya proveído, dispuesto u ordenado por la razón –nada que no haya querido que que sea manejado y entendido por la razón”. En el siglo III Clemente de Alejandría: “No creáis que decimos que estas cosas son para ser recibidas sólo por la fe, sino que también son para ser asentidas por la razón. Porque está claro que no es seguro comprometerse con estas cosas con la fe desnuda de la razón, porque es seguro que la verdad no puede ser irrazonable”.  En el siglo V, san Agustín: “Los cielos no quieren que Dios odie en nosotros aquello por lo que nos ha hecho superiores a los animales. Los cielos no quieren que debamos creer de tal forma que no tengamos que aceptar o buscar razones, ya que no podríamos siquiera creer si no poseyéramos almas racionales”. O: “hay ciertos asuntos pertenecientes a la doctrina de la salvación que no podemos aprehender todavía… un día seremos capaces de hacerlo”. Pero no sólo celebraba el progreso teológico, sino que, con los pies en la tierra, también aplaudía y admiraba el progreso material: “¿Acaso el genio del hombre no ha inventado y aplicado incontables y asombrosas artes[3], en parte por necesidad y en parte como resultado de su exuberante inventiva, de forma que el vigor de su mente es signo de una inagotable riqueza de su naturaleza que le permite inventar, aprender o emplear tales artes? ¡Qué maravillosos –puede uno decir asombrado– avances ha hecho la laboriosidad humana en las artes del tejido, y la construcción, de la agricultura y la navegación!”. O Gilbert de Tournay en el siglo XIII: “Nunca encontraremos la verdad si nos contentamos con lo que ya conocemos. Todo lo que se ha escrito antes de nosotros no son leyes, sino guías. La verdad está abierta a todos, ya que nunca es totalmente poseída”. O Fray Giordano de Florencia en el siglo XIV: “No hemos encontrado todas las artes; nunca encontraremos el fin en esa búsqueda. ¡Cada día se descubre un nuevo arte! ¡Cada día uno descubre y admira la habilidad que se ha alcanzado en medidas y números! ¡Con qué sagacidad se han descubierto los movimientos y conexiones de las estrellas! Y todo esto se debe al inefable don de que Dios confiriese a su creación una naturaleza racional[4]. ¿Y qué decir de Tomás de Aquino? ¿Y de toda la escolástica tardía de la Escuela de Salamanca, que aplicando la razón a la política y la economía fueron pioneros innovadores en esas dos ramas del saber? Francisco de Vitoria es considerado como el padre del Derecho internacional y una pléyade de clérigos de diferentes órdenes, son los padres de la actual liberal escuela austríaca de economía. De Cusa, Copérnico, Brahe, Kepler y Galileo, entre otros, veían la creación como un libro en el que Dios se había revelado por un camino complementario a las Escrituras. Libro que debía ser comprendido como debían serlo las mismísimas Escrituras. Mediante la aplicación de la razón a ambos libros. Creyesen o no en Dios, era el mismo espíritu el que impulsaba e impulsa en distintas épocas a Darwin y Wallace o a Mendel, a Watson y Crick o a Collins, a Hubble y Lemâitre o a Einstein, a Maxwell y Faraday o a Bohr, a Cajal y Ochoa o Marañón y a un inacabable etcétera de científicos de todos los campos. Incluso a ateos militantes como Hawking y Dawkins. Para cerrar este punto, me quedo dos frases: la primera es la final del libro “El retorno de los brujos[5]” de Pawels y Bergier:  “La vida del hombre sólo se justifica por el esfuerzo, aún desdichado, para comprender mejor. Y la mejor comprensión es la mejor adhesión. Cuanto más comprendo, más amo; porque todo lo comprendido es bueno”. ¿Y si ni siquiera tiene por qué ser desdichado? La segunda es de la carta de san Pablo a los Romanos (Rom 8, 19-20): “La creación entera está en anhelante espera de la manifestación de los hijos de Dios. Ya que fue sometida al fracaso, no por su propia voluntad, sino por el que la sometió, con la esperanza de que será liberada de la esclavitud de la destrucción para ser admitida a la libertad gloriosa de los hijos de Dios”. Punto.

Toca ahora que analicemos la relación del ser humano con el mundo a la luz de una cosmovisión como la de las religiones/filosofías orientales. Tengo miedo de pecar de occidentalcentrismo, ya que mi conocimiento de la cosmovisión que subyace en las religiones/filosofías orentales es mucho más limitado que el de la judeocristiana. Pero la lógica y la observación me tranquilizan.

Empecemos por la lógica. Si una cosmovisión concibe el mundo material como un engaño de nuestros deseos que es el obstáculo –maya– que nos impide llegar a descubrir nuestra unidad intrínseca con ese ser impersonal que es el Uno y nos condena a la rueda del samsara, ¿cómo esa cosmovisión podría despertar en el ser humano el ansia de conocer a fondo ese mundo de cuyo engaño hay que liberarse? Realmente, no existe esa razón o, al menos, a mí no se me alcanza. Ahora la observación. Si comparamos los logros de las civilizaciones basadas en ambas cosmovisiones, la diferencia es evidente. No niego que en las civilizaciones orientales ha habido también descubrimientos importantes. Siempre se dice que en China se inventó la pólvora, la brújula y la seda, por poner algunos ejemplos. Seguro que se inventaron otras muchas cosas más. Pero cualquier lista que se haga de la inventiva china no resiste, ni remotamente, la comparación con la occidental. Además, los inventos occidentales nacen, en su mayoría, de una profunda búsqueda de los principios profundos de funcionamiento de la naturaleza y la materia. Es decir de la ciencia[6]. La palabra ciencia requiere una mínima aclaración. Para que algo sea ciencia, tiene que caminar sobre dos patas: La primera, una teoría coherente que pretenda explicar un determinado fenómeno y que permita hacer predicciones. La segunda, el diseño de agudos y a menudo exquisitos experimentos objetivos y repetibles que permitan que todo el mundo pueda comprobar la veracidad o falsedad de las predicciones de la teoría. Y eso sólo se ha dado en la cultura occidental, en ninguna otra. Ni siquiera en la griega. Un avance tecnológico, como la pólvora o la brújula, puede ser un fenómeno aislado. Pero cuando está basado en la ciencia, no es tal, es una poderosa irradiación que crea un potente tejido tecnológico. Y no es una casualidad que esto haya ocurrido sólo en occidente. Es una consecuencia inmediata de su cosmovisión. (A quien esté interesado en profundizar en esto, le sugiero que visite tres entradas con el título de "Primera no casualidad", "Segunda no casualidad" y "Tercera no casualidad, colgadas, respectivamente el 23 y 30 de Enero de 2011 y el 6 de Febrero de ese mismo año)

Analicemos ahora la relación del ser humano con sus semjantes a la luz de ambas cosmovisiones. En la cosmovisión judeocristiana nuestro semejante es nuestro prójimo. Igual a nosotros en dignidad, con independencia de las circusntancias, porque participa de la filiación divina. Todos somos iguales ante Dios. Debemos por tanto amar a nuestro prójimo. Es en el Levítico, escrito mucho antes de Cristo, en el que se nos dice “ama a tu prójimo como a ti mismo”, o donde se dicen frases tan luminosas como, entre otras muchas: Cuando coseches la mies de tu tierra, no siegues hasta el mismo borde de tu campo, ni espigues los restos de tu mies. No harás rebusco de tu viña, ni recogerás de tu huerto los frutos caídos; los dejarás para el pobre y el forastero. Yo, Yahvé, vuestro Dios”. La obligación de respetar el derecho de los débiles también aparece desde el principio: “No torcerás el derecho del forastero ni del huérfano, ni tomarás en prenda el vestido de la viudaTe acordarás de que fuiste esclavo en el país de Egipto y que Yahvé tu Dios te rescató de allí. Por eso te mando hacer esto”. Más adelante Jesucristo nos dice que debemos amar a nuestro prójomo, incluso si es nuestro enemigo y nos hace mal y debemos amarle cómo Dios nos ama a nosotros. Esto es algo absolutamente único en ninguna otra cosmovisión. De esta cosmovisión nace la igualdad de todos ante la ley. Gracias a esta cosmovisión se abolió la esclavitud en occidente. Aunque tardó mucho en imponerse, hay otras muchas culturas, basadas en otras cosmovisiones, donde todavía existe en la práctica y donde existe un sistema de castas. De esta cosmovisión arranca la Declaración de Derechos Humanos y sólo esta cosmovisión hace posible que nazca el estado de Derecho. El derecho pasa por ser una creación de Roma. Pero todavía estaba Tarquino el Soberbio, un terrible tirano, reinando en Roma cuando se habían puesto por escrito las ideas anteriores en el Pentateuco.

Y, ¿qué pasa con las cosmovisiones orientalistas? Cada hombre tiene que desarrollar su propia lucha contra maya. Tiene que conseguir desapegarse de los deseos que lo encadenan a la rueda del samsara para poder darse cuenta de que es dios, ya que es uno con el Uno. El libro del Samyutta Nikaya, Buda[7] dice: “Monjes, el deseo cesa en aquél que permanece reflexionando sobre la miseria de las cosas que encadenan. Al cesar el deseo, cesa también el apego. Al cesar el apego, cesa también el deseo de ser. Al cesar el deseo de ser, cesa también el deseo de renacer. Al cesar el renacer cesan también la ancianidad y la muerte, el dolor, el lamento, el sufrimiento, el desconsuelo y la desesperación. De este modo se produce la cesación de toda esta masa de dolor”[8]. Siglos más tarde, casi coincidiendo con la era cristiana, se produjo una innovación en la doctrina de la liberación del samsara. El iluminado que alcanzaba la victoria contra el samsara en vez de irse al nirvana, se quedaba en el mundo para ayudar a otros a encontrar el camino. Estos Budas que se quedan se llaman los Boddhisattvas. Esta corriente se llama el Gran Vehículo o Mahayana, que contrasta con el Pequeño Vehiculo o Hinayana del primer budismo. Esta doctrina incipiente,  evolucionando y en el sigo VII de nuestra era aparece un Boddhisattva llamado Shantideva que escribe: “Por el ánimo que emana de todos mis actos buenos quiero aplacar el dolor de todas las criaturas, ser el médico, el sanador, la nodriza del enfermo mientras tanto exista la enfermedad. [...] Mi vida, con todos mis renacimientos, todas mis posesiones, todo el mérito que he adquirido o voy a adquirir, todo esto lo abandono sin esperanza de ganar nada para mí mismo, a fin de ayudar a la salvación de todos los fieles”[9]. Es dificil, aunque no está documentado, no ver aquí una influencia del cristianismo, cuyo influjo, naturalmente, ya había llegado a la India en el siglo VII. No obstante, este texto todavía coexiste con otro, del mismo Shantideva en el que sigue latente la necesidad del desapego de todo afecto: ¿Cómo puede un ser fugaz apegarse a otro ser fugaz?, pues no volverá a ver a su ser amado en miles de nacimientos. Mientras no lo vea, sentirá despecho y no podrá mantener el pensamiento reconcentrado. Más, aunque lo viera no lograría saciarse; le oprimiría la sed como antes. Por este apego no percibe las cosas como son, pierde el sentido de urgencia por el desasosiego, y lo consume esta aflicción que le causa el ansia de querer unirse con lo amado. Preocupándose con esto, segundo a segundo pasa su corta vida en vano. Pierde el Dharma perenne por querer algo perecedero”. Es difícil que en una filosofía vital así nazca una cultura en la que florezcan el derecho, las libertades personales y la igualdad ante la ley. Si en cualquier momento, entre el siglo VII y la actualidad uno va a donde están los  que intentan aplacar el dolor de todas las criaturas, ser el médico, el sanador, la nodriza del enfermo mientras tanto exista la enfermedad y que entregan su vida,[...], todas sus posesiones, todo el mérito que han adquirido o van a adquirir, todo esto lo abandonan sin esperanza de ganar nada para sí mismos, a fin de ayudar a la salvación de todos los hombres, seguramente se encuentre con misioneros cristianos y muy pocos budistas.

Y ¡qué decir de la tercera relación de cada cosmovisión, la relación con Dios! San Pablo nos dice: “En Él vivimos, nos movemos y existimos, y todavía peregrinos en este mundo –un mundo a menudo excesivamente duro por el mal uso de nuestra libertad en el que, a pesar de todo– experimentamos continuamente las prubas de su amor”. Un Dios del que el salmista nos dice ser “como un niño en brazos de su madre”, un Dios que nos ha dicho hace muchos siglos: “¿Puede una madre olvidarse del fruto de sus entrañas? Pues aunque ella se olvidara, yo no te olvidaré”. O qué Él mismo, hecho hombre para acompañarnos en esas dificultades de la vida y nos ha preguntado: “Quién de vosotros, si su hijo le pide pan, le dará una piedra, o si le pide un pez, le dará una serpiente? Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, cuanto más vuestro Padre (Abba, papá) que está en los cielos, dará el Espíritu Santo a quien se lo pida”. El Espíritu Santo, la sabiduría, el amor. Un Dios bajo cuyo cuidado podemos caminar todos los instantes de nuestra vida. Un Dios al que podemos entrar a saludar cada día o al que podemos asimilar físicamente y dejarnos asimilar por Él en la Eucaristía, donde se ha quedado con nosotros “hasta el fin de los tiempos”. Pero un Dios que es, además, o sobre todo, esa infinitamente poderosa en indomable fuerza creador que se deja domar por nosotros si nos ponemos, un rato, cada día conscientemente en su presencia. Qué baja hasta nosotros, y nos empapa como la lluvia empapa la tierra reseca o nos da su luz, como un sol, para que hagamos nuestra función clorofílica, o sopla sobre nosotros como una suave brisa en un día de calima. Que nos da la fuerza para caminar cada día, no como quien arrastra una pesada piedra, sino para traer su Reino a este mundo bueno que ha creado para nosotros y que nuestra libertad mal usada ha trastocado. Un Dios que nos acogerá con nuestro cuerpo material y nuestra alma, ambos purificados y glorificados, y nos hará encontrarnos con todos los seres a los que hemos amado en este mundo y de los que no tenemos que desapegarnos, y que nos fundirá con Él en su Unidad de Tres. Es Él el que baja a nosotros, sólo conque le abramos los brazos. Sin esfuerzos de concentración, sin crear ningún vacío, sólo conque le llamemos en el silencio de un pequeño aparte de nuestra vida cotidiana. Esa es la relación con el Dios de la cosmovisión judeocristiana.

La meditación trascendental o su versión moderna, el mindfulness, me parecen una versión empobrecida de lo anterior. No niego que pueda ser buena esta meditación o este mindfulness. Seguro que es algo bueno. Pero ponerse ante un algo impersonal que no se sabe si es el ser o el no ser, o una mezcla de los dos, para, con gran esfuerzo, trepar hacia su cima para lograr vaciarnos de ese maya engañoso que nos impide ver que, en realidad ya somos uno con ello, me parece muy pobre, comparado con lo anterior.

Acabo con una aclaración pertinente y un epílogo.

Aclarción: No hay en esta comparación de cosmovisiones ni el más mínimo atisbo de nada que pueda considerarse superioridad racial. No hay ninguna raza superior a otra. El Homo Sapiens, con sus grandezas y mezquindades, es el mismo en África, Asia, América, Oceanía o Europa. Pero la cosmovisión judeocristiana ha producido en la historia avances que sólo podían brotar de ella. No es casualidad que la ciencia, la tecnología, la riqueza, los derechos humanos, el Estado de Derecho, la igualdad ante la ley, etc., etc., etc., hayan nacido de ella. Si esa cosmovisión hubiese cuajado en Asia, América, África u Oceanía, sería en esos continentes en los que se hubiesen producido esos avances.

Epílogo: Pero la casualidad –o, mejor dicho, la Providencia– ha querido misteriosamente que esta cosmovisión arraigase y floreciese en Europa. Una Europa que fue capaz de irradiar esa cosmovisión –junto con otras cosas malas, es verdad– a los otros cuatro continentes. Una Europa que hace siglos decidió empezar a darse tiros en el pie, un pie que se le va gangrenando poco a poco. Una Europa que se está haciendo vieja y escéptica de su fuerza y su misión, a las que desprecia. ¿Qué pueblo o continente tomará el relevo y llevará la antorcha de la cosmovisión judeocristiana? No lo sé. Pero sí sé que no será ninguna otra cosmovisión la que haga que se mantengan estos logros. Y si ningún pueblo toma el relevo, todos estos logros acabarán por desaparecer. Pero la cosmovisión seguirá viva porque es eterna y, como ave Fénix, será cuestión de siglos que aparezca otra vez bajo una forma más purificada que le dé otra oportunidad. El profeta Habacuc, desde el siglo VII a. de C. nos dice: “Escribe esta visión, ponla en tablillas con caracteres bien legibles, porque la visión tardará en cumplirse: tiende a su fin y no fallará; aunque parezca tardar, esperalá, pues se cumplirá en su momento”. Y san Pedro: “Una cosa, queridos, que no se os ha de ocultar: que in día es para el Señor como mil años y mil años como un día. Y no es que el Señor se retrase en cumplir su promesa como algunos creen; simplemente tiene paciencia con vosotros porque no queire que alguno se pierda, sino que todos se conviertan”. Pero esperemos que esta nueva oportunidad no sea necesaria. Todavía podemos reanimar y expandir a todo el mundo esa cosmovisión inmortal, bajo nuestra civilización. Con la ayuda de Dios, nada está perdido.



[1] Hablo de las últimas décadas, pero esa influencia se encuentra en la filosofía occidental, por lo menos, desde Arthur Schopenhauer en obras suyas como “El mundo como voluntad y representación”. Aunque tal vez debamos remontarnos más atrás hasta Kant, con su negación de la existencia real del espacio y el tiempo, prólogo del idealismo extremo que llega a negar la realidad lisa y llanamente. O, incluso a Descartes que llevado de su desconfianza hacia lo que el decían los sentidos, llegó a su tan famoso como erróneo “pienso luego existo”. Y, todavía más atrás, a Guillermo de Occam o en los griegos, a Parménides y Zenón de Elea que afirmaban que el movimiento no existía y que si lo percibíamos era porque nuestros sentidos nos engañaban. ¡Nada hay nuevo bajo el sol! Pero creo que muy pocos de los adeptos occidentales de estas corrientes hayan leído a estos pensadores.
[2] Esto recuerda, negativamente, a la historia narrada en dos películas “Atrapado en el tiempo” y “Al filo del tiempo”. Bajo diferentes circunstancias ambas películas nos presentan a una persona que tiene que volver a vivir una y otra vez una determinada parte de su vida. Pero en estas películas, los protagonistas sí que recuerdan lo que les pasó en las veces anteriores, lo que da lugar a un aprendizaje que les permite salir del bucle. Esto no se da, al menos conscientemente, en esta cosmovisión.
[3] Artes, en este contexto no significa el “arte” propiamente dicho. Significa, artilugios, ingenios.
[4] Muchas de estas citas están sacadas del libro “El triunfo de la razón” de Rodney Stark. La negrita es mía
[5] Recomiendo fervientemente la lectura de este libro, un gran éxito editorial en los años 70’s del siglo pasado. La traducción del título es lamentable. El original francés es: “Le matin des magiciens”. Tras leerlo, y con un poco de libertad poética yo lo hubiera traducido por “El amanecer de lo misterioso”. Pero…
[6] Uso la palabra ciencia en un sentido restrictivo, refiriéndome sólo a las ciencias duras, empíricas.
[7] Siddharta Gautama, en el siglo V A. de C. Fue el fundador del budismo y el primer Buda.
[8] Mircea Eliade, Historia de las creencias y de las ideas religiosas. Tomo IV, Las religiones en sus textos. Pag. 595.
[9] Bodhicharyavatara. Mircea Eliade. Historia de las creencias y de las ideas religiosas, Tomo II, Pag 222.

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