Hace ya bastantes años que
escuché por primera vez la palabra cosmovisión y debo confesar que no
sabía muy bien cuál era su verdadero alcance. En el diccionario de la RAE hay
sólo una acepción de la palabra: “Visión o concepción global del universo”. La
verdad es que me parecía demasiado vaga, muy genérica. Pero un día, leyendo el
libro de “La democracia en América” de Alexis de Tocqueville, encontré lo que
me parece la más precisa descripción del término y su utilidad para la vida:
“No hay casi acción humana, por
particular que se la suponga, que no nazca de una idea muy general que los
hombres han concebido de Dios, de sus relaciones con el género humano, de la
naturaleza de su alma y de sus deberes hacia sus semejantes. No se puede evitar
que esas ideas sean la fuente común de donde surge todo lo demás. Por tanto,
los hombres tienen un interés inmenso [o deberían tenerlo] en
concebir ideas muy firmes sobre Dios, su alma, sus deberes generales hacia su
creador y sus semejantes, porque la duda sobre esos puntos dejaría al azar
todas sus acciones y las condenaría, en cierto modo, al desorden y a la
impotencia. Es esa la materia en la que resulta más importante que cada uno de
nosotros tenga ideas sólidas […]”.
El mundo occidental, basado en
una cosmovisión judeocristiana –tanto si uno profesa la religión cristiana como
si no, tanto si es consciente de ello como si no–, desde hace unas décadas,
está experimentando un auge de una cosmovisión basada en las
religiones/filosofías orientales nacidas principalmente en la India. Me refiero
al hinduismo, budismo, jainismo, yoga, taoísmo, confucionismo (estos últimos nacidos
en China), etc. Tal vez la causa de ese auge haya que buscarla en el sentimiento
de aburrimiento del cristianismo –¡Eso ya lo tengo muy visto!, aunque no se
conozca más que superficial y sesgadamente su contenido– y en el exotismo novedoso
de estas religiones/filosofías[1].
Soy consciente que he metido en el mismo saco de religiones/filosofías
orientales, cosas muy diversas. Pero, aunque no sepa diferenciar claramente las
fronteras de esas religiones/filosofías –como un budista no sabría hacerlo
entre el catolicismo y el anabaptismo o, incluso entre cristianismo y judaísmo–
creo, sin demasiado miedo a equivocarme, que todas tienen una cosmovisión
similar.
En las siguientes líneas voy a
intentar formular, de acuerdo con la definición de Tocqueville, cuáles pueden
ser las cosmovisiones judeocristiana por un lado y oriental por otro, y, sobre
todo, su impacto en el obrar humano a los largo de la historia de ambas
civilizaciones.
Me atrevería a decir que la
cosmovisión judeocristiana se basa en la existencia de un Dios personal bondadoso,
todopoderoso, inteligencia creadora por amor de mundos visibles e invisibles. Para todas las cosmogonías anteriores al
Génesis el mundo era poco más que material de desecho, cuando no una prisión en
el que el ser humano estaba atrapado o una niebla ilusoria que nos impedía la
visión. La revolución se produce con una sola frase, repetida tras cada acto
creador. “Y vio Dios que era bueno”. Estos mundos, visible e
invisibles, han sido construidos con un propósito, de acuerdo con esa
inteligencia. Y, en esos mundos ha auspiciado la aparición de seres libres,
personales e individuales y racionales que, con su inteligencia pueden, y
tienen el deber y la compulsión, de acercarse al propósito de esa creación,
entenderla y configurar su acción a ese propósito. Cuando esos seres fueron
(fuimos) creados, el Génesis dice: “Y vio
Dios que era muy bueno”. Y si ese Dios ha creado todo por amor, entonces
nosotros tenemos hacia nuestros semejantes el deber de transmitirles ese amor. Ese
Dios-Inteligencia es todopoderoso en todo menos en una cosa: No puede ni
engañarse ni engañarnos. Por tanto, no puede escamotearnos la búsqueda de su
propósito cambiando las reglas del juego. Esos mundos y el ser humano son
buenos en su esencia, pero por un “accidente” del mal uso de la libertad, han
hecho que apareciese el mal. Sin embargo, este mal no es consustancial ni al
mundo ni a los seres inteligentes que pueda haber en él. Este mal no tiene
existencia ontológica sino que es, únicamente, la ausencia de un bien, como el
frío no es sino la ausencia del calor. Por tanto, este mal puede y será corregido
por esos seres libres e inteligentes con la ayuda de su Creador. Esta ayuda se
traduce en una revelación de su propósito, a través de unos textos que pueden y
deben ser interpretados por la inteligencia de esos seres. Por último, esa
ayuda se ha materializado –esto ya únicamente dentro de la cosmovisión
cristiana– en la irrupción del mismo Dios, hecho hombre, en la historia. Los
hombres pueden, con la oración, entrar en contacto con ese Dios personal. En la
religión católica, ese contacto se logra sobre todo a través de la Eucaristía,
el Cuerpo y la Sangre de ese Dios encarnado, que nos asimila a Él. Esta
historia tiene un fin que será la redención final del hombre y de la creación
entera, y su unión beatífica con su Dios.
Comprendo que este párrafo me ha
salido largo y retorcido, pero no es fácil describir en unas líneas la cosmovisión
judeocristiana y, seguramente, a pesar de su longitud y retorcimiento, sea
incompleta. Por supuesto, no es el objetivo de la descripción de esta
cosmovisión inducir a nadie a creer en ella. Su objetivo es meramente
descriptivo.
Ahora, con mucho más miedo del
que he tenido para describir la cosmovisión judeocristiana, me voy a atrever a
hacer lo mismo con la de las religiones/filosofías orientales, teniendo por
seguro que no voy a hacer justicia a los sutiles matices que diferencian a unas
y otras. Pero quiero dejar constancia que lo que voy a describir no es esas
religiones/filosofías, sino la cosmovisión que subyace a ellas.
Esta cosmovisión postula la
existencia eterna de una fuerza impersonal, a veces desplegada en distintas
deidades “personales” menores (Hinduismo). Los seres humanos (y esas deidades “personales”
menores en el caso del hinduismo) no son criaturas distintas ni creadas por esa
fuerza impersonal. Son uno con ella que es la Unidad. No existe, por tanto, el
dualismo creador-creación. Por supuesto, la experiencia sensible cotidiana dice
que cada una de las personas que vivimos en el mundo no somos esa fuerza
impersonal y experimentamos nuestra individualidad y nuestras inmensas
limitaciones. Pero, según esta cosmovisión, eso es debido a que entre nosotros
y esa fuerza impersonal, hay un velo de ficción, llamado maya, que es el
mundo (¿cómo, si somos Uno con ella puede haber algo entre nosotros y ella?).
Precisamente lo que los seres humanos deben lograr es hacer desaparecer la
ficción de ese velo del maya-mundo para acceder a la experiencia directa
de esa Unidad, previamente existente, con la fuerza impersonal y a su poder.
Esto es el nirvana. No hay acuerdo en distintas versiones de esta cosmovisión
si ese nirvana es la unión con esa fuerza impersonal o la simple y llana
extinción en el no-ser. Porque, en definitiva, la cosmovisión monística, no
distingue la dualidad del ser y el no-ser, como no distingue la dualidad entre
el bien y el mal. Todo se subsume en un monismo de contrarios que es el yin y
el yang. Así que el mal es consustancial con el bien y jamás desaparecerá. Sea
como fuere, la forma de eliminar ese velo maya es lograr el desapego
total de todo lo que forma ese maya, incluidos afectos personales. Pero,
una vida no es suficiente para lograr ese desapego que lleve a los seres
humanos al nirvana. Por eso, hay que pasar por el calvario de sucesivas
reencarnaciones que, lejos de ser una magnífica oportunidad de vivir otra vida
son, para esta cosmovisión, una terrible rueda, una espantosa pesadilla: el samsara,
que nos esclaviza. Hay distintas versiones del samsara en las diferentes
religiones/filosofías orientales. El conjunto de las acciones que nos llevan a
ese desapego es el karma. Lo terrible es que al pasar de una
reencarnación a otra, olvidamos el karma que pudiéramos llevar acumulado,
con lo que no hay aprendizaje, al menos consciente, de una vida a la otra[2].
La meditación es la única vía para salir de la rueda del samsara.
Me temo que este párrafo descriptivo de la cosmovisión oriental
me ha salido aún más largo y retorcido que el de la cosmovisión judeocristiana.
El lógico, puesto que sé menos de esta segunda que de la primera. Pero aún así,
me atrevo a seguir adelante. Veré cómo esas cosmovisiones condicionan la
relación del ser humano con el mundo, con sus semejantes y con Dios.
La cosmovisión judeocristiana
ve en el mundo un libro que refleja la inteligencia de ese Dios. Es un mundo
con unas leyes coherentes, fruto de un propósito misterioso, sí, pero en el que
se puede uno adentrar usando la razón de la que Dios ha dotado al ser humano.
Por tanto, el hombre debe dejarse llevar por ese afán, innato en él, de
investigar ese mundo con los pobres medios que tenga para arrancarle su
secreto. Y esa búsqueda es la misma que la búsqueda de la intención de su
creador, siempre sabiendo que el amor es lo que subyace en la creación. Desde
los primeros padres de la Iglesia se percibe ese rastro. En el siglo II, decía
Tertuliano: “La
razón es cosa de Dios, en la medida en que no hay nada que Dios, el Hacedor de
todo, no haya proveído, dispuesto u ordenado por la razón –nada que no haya
querido que que sea manejado y entendido por la razón”. En el siglo III Clemente de Alejandría: “No
creáis que decimos que estas cosas son para ser recibidas sólo por la fe, sino
que también son para ser asentidas por la razón. Porque está claro que no es
seguro comprometerse con estas cosas con la fe desnuda de la razón, porque es
seguro que la verdad no puede ser irrazonable”. En el siglo V, san Agustín: “Los cielos no
quieren que Dios odie en nosotros aquello por lo que nos ha hecho superiores a
los animales. Los cielos no quieren que debamos creer de tal forma que no
tengamos que aceptar o buscar razones, ya que no podríamos siquiera creer si no
poseyéramos almas racionales”. O: “hay ciertos asuntos pertenecientes a
la doctrina de la salvación que no podemos aprehender todavía… un día seremos
capaces de hacerlo”. Pero no sólo celebraba el progreso teológico, sino
que, con los pies en la tierra, también aplaudía y admiraba el progreso
material: “¿Acaso el genio del hombre no ha inventado y aplicado incontables
y asombrosas artes[3],
en parte por necesidad y en parte como resultado de su exuberante inventiva, de
forma que el vigor de su mente es signo de una inagotable riqueza de su
naturaleza que le permite inventar, aprender o emplear tales artes? ¡Qué
maravillosos –puede uno decir asombrado– avances ha hecho la laboriosidad
humana en las artes del tejido, y la construcción, de la agricultura y la
navegación!”. O Gilbert de Tournay en el siglo XIII: “Nunca encontraremos
la verdad si nos contentamos con lo que ya conocemos. Todo lo que se ha escrito
antes de nosotros no son leyes, sino guías. La verdad está abierta a todos, ya
que nunca es totalmente poseída”. O Fray Giordano de Florencia en el siglo
XIV: “No hemos encontrado todas las artes; nunca encontraremos el fin en esa
búsqueda. ¡Cada día se descubre un nuevo arte! ¡Cada día uno descubre y admira
la habilidad que se ha alcanzado en medidas y números! ¡Con qué sagacidad se
han descubierto los movimientos y conexiones de las estrellas! Y todo esto se debe al inefable don de que
Dios confiriese a su creación una naturaleza racional”[4].
¿Y qué decir de Tomás de Aquino? ¿Y de toda la escolástica tardía de la Escuela
de Salamanca, que aplicando la razón a la política y la economía fueron
pioneros innovadores en esas dos ramas del saber? Francisco de Vitoria es
considerado como el padre del Derecho internacional y una pléyade de clérigos
de diferentes órdenes, son los padres de la actual liberal escuela austríaca de
economía. De Cusa, Copérnico, Brahe, Kepler y Galileo, entre otros, veían la
creación como un libro en el que Dios se había revelado por un camino
complementario a las Escrituras. Libro que debía ser comprendido como debían serlo
las mismísimas Escrituras. Mediante la aplicación de la razón a ambos libros. Creyesen
o no en Dios, era el mismo espíritu el que impulsaba e impulsa en distintas
épocas a Darwin y Wallace o a Mendel, a Watson y Crick o a Collins, a Hubble y Lemâitre
o a Einstein, a Maxwell y Faraday o a Bohr, a Cajal y Ochoa o Marañón y a un
inacabable etcétera de científicos de todos los campos. Incluso a ateos
militantes como Hawking y Dawkins. Para cerrar este punto, me quedo dos frases:
la primera es la final del libro “El retorno de los brujos[5]”
de Pawels y Bergier: “La vida del
hombre sólo se justifica por el esfuerzo, aún desdichado, para comprender
mejor. Y la mejor comprensión es la mejor adhesión. Cuanto más comprendo, más
amo; porque todo lo comprendido es bueno”. ¿Y si ni siquiera tiene por qué
ser desdichado? La segunda es de la carta de san Pablo a los Romanos (Rom 8,
19-20): “La creación entera está en anhelante espera de la manifestación de los
hijos de Dios. Ya que fue sometida al fracaso, no por su propia voluntad, sino por el
que la sometió, con la esperanza de que será liberada de la esclavitud de la
destrucción para ser admitida a la libertad gloriosa de los hijos de Dios”. Punto.
Toca ahora que analicemos la relación del ser humano con
el mundo a la luz de una cosmovisión como la de las religiones/filosofías
orientales. Tengo miedo de pecar de occidentalcentrismo, ya que mi conocimiento
de la cosmovisión que subyace en las religiones/filosofías orentales es mucho
más limitado que el de la judeocristiana. Pero la lógica y la observación me
tranquilizan.
Empecemos por la lógica. Si una cosmovisión concibe el
mundo material como un engaño de nuestros deseos que es el obstáculo –maya–
que nos impide llegar a descubrir nuestra unidad intrínseca con ese ser impersonal
que es el Uno y nos condena a la rueda del samsara, ¿cómo esa
cosmovisión podría despertar en el ser humano el ansia de conocer a fondo ese
mundo de cuyo engaño hay que liberarse? Realmente, no existe esa razón o, al
menos, a mí no se me alcanza. Ahora la observación. Si comparamos los logros de
las civilizaciones basadas en ambas cosmovisiones, la diferencia es evidente.
No niego que en las civilizaciones orientales ha habido también descubrimientos
importantes. Siempre se dice que en China se inventó la pólvora, la brújula y la
seda, por poner algunos ejemplos. Seguro que se inventaron otras muchas cosas
más. Pero cualquier lista que se haga de la inventiva china no resiste, ni
remotamente, la comparación con la occidental. Además, los inventos
occidentales nacen, en su mayoría, de una profunda búsqueda de los principios profundos
de funcionamiento de la naturaleza y la materia. Es decir de la ciencia[6].
La palabra ciencia requiere una mínima aclaración. Para que algo sea ciencia,
tiene que caminar sobre dos patas: La primera, una teoría coherente que pretenda
explicar un determinado fenómeno y que permita hacer predicciones. La segunda, el
diseño de agudos y a menudo exquisitos experimentos objetivos y repetibles que permitan
que todo el mundo pueda comprobar la veracidad o falsedad de las predicciones
de la teoría. Y eso sólo se ha dado en la cultura occidental, en ninguna otra.
Ni siquiera en la griega. Un avance tecnológico, como la pólvora o la brújula,
puede ser un fenómeno aislado. Pero cuando está basado en la ciencia, no es
tal, es una poderosa irradiación que crea un potente tejido tecnológico. Y no
es una casualidad que esto haya ocurrido sólo en occidente. Es una consecuencia
inmediata de su cosmovisión. (A quien esté interesado en profundizar en esto, le sugiero que visite tres entradas con el título de "Primera no casualidad", "Segunda no casualidad" y "Tercera no casualidad, colgadas, respectivamente el 23 y 30 de Enero de 2011 y el 6 de Febrero de ese mismo año)
Analicemos ahora la relación del ser humano con sus
semjantes a la luz de ambas cosmovisiones. En la cosmovisión judeocristiana
nuestro semejante es nuestro prójimo. Igual a nosotros en dignidad, con
independencia de las circusntancias, porque participa de la filiación divina. Todos
somos iguales ante Dios. Debemos por tanto amar a nuestro prójimo. Es en el
Levítico, escrito mucho antes de Cristo, en el que se nos dice “ama a tu prójimo como a ti mismo”, o
donde se dicen frases tan luminosas como, entre otras muchas: “Cuando coseches la mies de tu tierra, no siegues
hasta el mismo borde de tu campo, ni espigues los restos de tu mies. No harás
rebusco de tu viña, ni recogerás de tu huerto los frutos caídos; los dejarás
para el pobre y el forastero. Yo,
Yahvé, vuestro Dios”. La obligación de respetar el derecho de los débiles
también aparece desde el principio: “No
torcerás el derecho del forastero ni del huérfano, ni tomarás en prenda el
vestido de la viuda. Te acordarás de que fuiste esclavo en el país
de Egipto y que Yahvé tu Dios te rescató de allí. Por eso te mando hacer esto”.
Más adelante Jesucristo nos dice que debemos amar a nuestro prójomo, incluso
si es nuestro enemigo y nos hace mal y debemos amarle cómo Dios nos ama a
nosotros. Esto es algo absolutamente único en ninguna otra cosmovisión. De esta
cosmovisión nace la igualdad de todos ante la ley. Gracias a esta cosmovisión
se abolió la esclavitud en occidente. Aunque tardó mucho en imponerse, hay
otras muchas culturas, basadas en otras cosmovisiones, donde todavía existe en
la práctica y donde existe un sistema de castas. De esta cosmovisión arranca la
Declaración de Derechos Humanos y sólo esta cosmovisión hace posible que nazca
el estado de Derecho. El derecho pasa por ser una creación de Roma. Pero
todavía estaba Tarquino el Soberbio, un terrible tirano, reinando en Roma
cuando se habían puesto por escrito las ideas anteriores en el Pentateuco.
Y, ¿qué pasa con las cosmovisiones orientalistas? Cada
hombre tiene que desarrollar su propia lucha contra maya. Tiene que
conseguir desapegarse de los deseos que lo encadenan a la rueda del samsara
para poder darse cuenta de que es dios, ya que es uno con el Uno. El libro del
Samyutta Nikaya, Buda[7] dice:
“Monjes, el deseo cesa en
aquél que permanece reflexionando sobre la miseria de las cosas que encadenan.
Al cesar el deseo, cesa también el apego. Al cesar el apego, cesa también el
deseo de ser. Al cesar el deseo de ser, cesa también el deseo de renacer. Al
cesar el renacer cesan también la ancianidad y la muerte, el dolor, el lamento,
el sufrimiento, el desconsuelo y la desesperación. De este modo se produce la
cesación de toda esta masa de dolor”[8]. Siglos más tarde, casi coincidiendo con la era
cristiana, se produjo una innovación en la doctrina de la liberación del samsara.
El iluminado que alcanzaba la victoria contra el samsara en vez de irse
al nirvana, se quedaba en el mundo para ayudar a otros a encontrar el camino.
Estos Budas que se quedan se llaman los Boddhisattvas. Esta corriente se llama
el Gran Vehículo o Mahayana, que contrasta con el Pequeño Vehiculo o Hinayana
del primer budismo. Esta doctrina incipiente,
evolucionando y en el sigo VII de nuestra era aparece un Boddhisattva
llamado Shantideva que escribe: “Por el ánimo que emana de todos mis actos
buenos quiero aplacar el dolor de todas las criaturas, ser el médico, el
sanador, la nodriza del enfermo mientras tanto exista la enfermedad. [...] Mi
vida, con todos mis renacimientos, todas mis posesiones, todo el mérito que he
adquirido o voy a adquirir, todo esto lo abandono sin esperanza de ganar nada
para mí mismo, a fin de ayudar a la salvación de todos los fieles”[9].
Es dificil, aunque no está documentado, no ver aquí una influencia del
cristianismo, cuyo influjo, naturalmente, ya había llegado a la India en el
siglo VII. No obstante, este texto todavía coexiste con otro, del mismo
Shantideva en el que sigue latente la necesidad del desapego de todo afecto: “¿Cómo puede un ser fugaz apegarse a otro
ser fugaz?, pues no volverá a ver a su ser amado en miles de nacimientos.
Mientras no lo vea, sentirá despecho y no podrá mantener el pensamiento
reconcentrado. Más, aunque lo viera no lograría saciarse; le oprimiría la sed
como antes. Por este apego no percibe las cosas como son, pierde el sentido de
urgencia por el desasosiego, y lo consume esta aflicción que le causa el ansia
de querer unirse con lo amado. Preocupándose con esto, segundo a segundo pasa
su corta vida en vano. Pierde el Dharma perenne por querer algo perecedero”. Es difícil que en una filosofía vital
así nazca una cultura en la que florezcan el derecho, las libertades personales
y la igualdad ante la ley. Si en cualquier momento, entre el siglo VII y la
actualidad uno va a donde están los que
intentan aplacar el dolor de todas las criaturas, ser el médico, el
sanador, la nodriza del enfermo mientras tanto exista la enfermedad y que
entregan su vida,[...], todas sus posesiones, todo el mérito que han
adquirido o van a adquirir, todo esto lo abandonan sin esperanza
de ganar nada para sí mismos, a fin de ayudar a la salvación de todos
los hombres, seguramente se encuentre con misioneros cristianos y muy pocos
budistas.
Y ¡qué decir de la tercera relación de cada
cosmovisión, la relación con Dios! San Pablo nos dice: “En Él vivimos, nos
movemos y existimos, y todavía peregrinos en este mundo –un mundo a menudo
excesivamente duro por el mal uso de nuestra libertad en el que, a pesar de
todo– experimentamos continuamente las prubas de su amor”. Un Dios del
que el salmista nos dice ser “como un niño en brazos de su madre”, un
Dios que nos ha dicho hace muchos siglos: “¿Puede una madre olvidarse del
fruto de sus entrañas? Pues aunque ella se olvidara, yo no te olvidaré”. O
qué Él mismo, hecho hombre para acompañarnos en esas dificultades de la vida y nos
ha preguntado: “Quién de vosotros, si su hijo le pide pan, le dará una
piedra, o si le pide un pez, le dará una serpiente? Pues si vosotros, siendo
malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, cuanto más vuestro Padre
(Abba, papá) que está en los cielos, dará el Espíritu Santo a quien se lo pida”.
El Espíritu Santo, la sabiduría, el amor. Un Dios bajo cuyo cuidado podemos
caminar todos los instantes de nuestra vida. Un Dios al que podemos entrar a
saludar cada día o al que podemos asimilar físicamente y dejarnos asimilar por
Él en la Eucaristía, donde se ha quedado con nosotros “hasta el fin de los
tiempos”. Pero un Dios que es, además, o sobre todo, esa infinitamente
poderosa en indomable fuerza creador que se deja domar por nosotros si nos
ponemos, un rato, cada día conscientemente en su presencia. Qué baja hasta
nosotros, y nos empapa como la lluvia empapa la tierra reseca o nos da su luz,
como un sol, para que hagamos nuestra función clorofílica, o sopla sobre
nosotros como una suave brisa en un día de calima. Que nos da la fuerza para
caminar cada día, no como quien arrastra una pesada piedra, sino para traer su
Reino a este mundo bueno que ha creado para nosotros y que nuestra libertad mal
usada ha trastocado. Un Dios que nos acogerá con nuestro cuerpo material y
nuestra alma, ambos purificados y glorificados, y nos hará encontrarnos con
todos los seres a los que hemos amado en este mundo y de los que no tenemos que
desapegarnos, y que nos fundirá con Él en su Unidad de Tres. Es Él el que baja
a nosotros, sólo conque le abramos los brazos. Sin esfuerzos de concentración,
sin crear ningún vacío, sólo conque le llamemos en el silencio de un pequeño
aparte de nuestra vida cotidiana. Esa es la relación con el Dios de la
cosmovisión judeocristiana.
La meditación trascendental o su versión moderna, el
mindfulness, me parecen una versión empobrecida de lo anterior. No niego que
pueda ser buena esta meditación o este mindfulness. Seguro que es algo bueno.
Pero ponerse ante un algo impersonal que no se sabe si es el ser o el no ser, o
una mezcla de los dos, para, con gran esfuerzo, trepar hacia su cima para lograr
vaciarnos de ese maya engañoso que nos impide ver que, en realidad ya
somos uno con ello, me parece muy pobre, comparado con lo anterior.
Acabo con una aclaración pertinente y un epílogo.
Aclarción: No hay en esta comparación de cosmovisiones
ni el más mínimo atisbo de nada que pueda considerarse superioridad racial. No
hay ninguna raza superior a otra. El Homo Sapiens, con sus grandezas y mezquindades,
es el mismo en África, Asia, América, Oceanía o Europa. Pero la cosmovisión
judeocristiana ha producido en la historia avances que sólo podían brotar de
ella. No es casualidad que la ciencia, la tecnología, la riqueza, los derechos
humanos, el Estado de Derecho, la igualdad ante la ley, etc., etc., etc., hayan
nacido de ella. Si esa cosmovisión hubiese cuajado en Asia, América, África u
Oceanía, sería en esos continentes en los que se hubiesen producido esos
avances.
Epílogo: Pero la casualidad –o, mejor dicho, la
Providencia– ha querido misteriosamente que esta cosmovisión arraigase y
floreciese en Europa. Una Europa que fue capaz de irradiar esa cosmovisión
–junto con otras cosas malas, es verdad– a los otros cuatro continentes. Una
Europa que hace siglos decidió empezar a darse tiros en el pie, un pie que se
le va gangrenando poco a poco. Una Europa que se está haciendo vieja y
escéptica de su fuerza y su misión, a las que desprecia. ¿Qué pueblo o
continente tomará el relevo y llevará la antorcha de la cosmovisión
judeocristiana? No lo sé. Pero sí sé que no será ninguna otra cosmovisión la
que haga que se mantengan estos logros. Y si ningún pueblo toma el relevo, todos
estos logros acabarán por desaparecer. Pero la cosmovisión seguirá viva porque
es eterna y, como ave Fénix, será cuestión de siglos que aparezca otra vez bajo
una forma más purificada que le dé otra oportunidad. El profeta Habacuc, desde el siglo VII a. de C. nos dice: “Escribe
esta visión, ponla en tablillas con caracteres bien legibles, porque la visión
tardará en cumplirse: tiende a su fin y no fallará; aunque parezca tardar,
esperalá, pues se cumplirá en su momento”. Y san Pedro: “Una cosa,
queridos, que no se os ha de ocultar: que in día es para el Señor como mil años
y mil años como un día. Y no es que el Señor se retrase en cumplir su promesa como
algunos creen; simplemente tiene paciencia con vosotros porque no queire que
alguno se pierda, sino que todos se conviertan”. Pero esperemos que
esta nueva oportunidad no sea necesaria.
Todavía podemos reanimar y expandir a todo el mundo esa cosmovisión
inmortal, bajo nuestra civilización. Con la ayuda de Dios, nada está perdido.
[1] Hablo de las últimas
décadas, pero esa influencia se encuentra en la filosofía occidental, por lo
menos, desde Arthur Schopenhauer en obras suyas como “El mundo como voluntad y
representación”. Aunque tal vez debamos remontarnos más atrás hasta Kant, con su
negación de la existencia real del espacio y el tiempo, prólogo del idealismo
extremo que llega a negar la realidad lisa y llanamente. O, incluso a Descartes
que llevado de su desconfianza hacia lo que el decían los sentidos, llegó a su
tan famoso como erróneo “pienso luego existo”. Y, todavía más atrás, a
Guillermo de Occam o en los griegos, a Parménides y Zenón de Elea que afirmaban
que el movimiento no existía y que si lo percibíamos era porque nuestros
sentidos nos engañaban. ¡Nada hay nuevo bajo el sol! Pero creo que muy pocos de
los adeptos occidentales de estas corrientes hayan leído a estos pensadores.
[2] Esto recuerda,
negativamente, a la historia narrada en dos películas “Atrapado en el tiempo” y
“Al filo del tiempo”. Bajo diferentes circunstancias ambas películas nos
presentan a una persona que tiene que volver a vivir una y otra vez una
determinada parte de su vida. Pero en estas películas, los protagonistas sí que
recuerdan lo que les pasó en las veces anteriores, lo que da lugar a un
aprendizaje que les permite salir del bucle. Esto no se da, al menos
conscientemente, en esta cosmovisión.
[3] Artes, en este contexto no significa el “arte” propiamente dicho.
Significa, artilugios, ingenios.
[4] Muchas de estas citas están sacadas del libro “El triunfo de la
razón” de Rodney Stark. La negrita es mía
[5] Recomiendo fervientemente
la lectura de este libro, un gran éxito editorial en los años 70’s del siglo
pasado. La traducción del título es lamentable. El original francés es: “Le
matin des magiciens”. Tras leerlo, y con un poco de libertad poética yo lo
hubiera traducido por “El amanecer de lo misterioso”. Pero…
[6] Uso la palabra ciencia en
un sentido restrictivo, refiriéndome sólo a las ciencias duras, empíricas.
[7] Siddharta Gautama, en el siglo V A. de C. Fue el fundador del
budismo y el primer Buda.
[8] Mircea Eliade, Historia de
las creencias y de las ideas religiosas. Tomo IV, Las religiones en sus textos.
Pag. 595.
[9] Bodhicharyavatara. Mircea
Eliade. Historia de las creencias y de las ideas religiosas, Tomo II, Pag 222.
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