Estoy
HARTO. Completamente HARTO de Cataluña y de la mierda del procés. Estoy HARTO
hasta donde le llega el agua al pescador de camarones cuando le sube la marea
al que pesca quisquillas con el agua por las rodillas, como dice el viejo
chiste de Jaimito. Oigo argumentos muy convincentes y con los que estoy de
acuerdo, que explican de mil maneras por qué la defensa de la Constitución es
la garantía de la convivencia. Estoy totalmente de acuerdo con ellos, pero creo
que son perfectamente inútiles. No basta con defender la Constitución, hay que
aplicarla, con los medios que ella misma brinda. Cataluña es una desgracia sin
solución. Es el hijo envidioso y torticero que una familia numerosa puede tener
la desgracia de que le salga. Da igual cuanta deferencia se tenga con él. Da
igual que, debido a su envidia, se le dé más que a sus hermanos. Todo da igual.
Siempre dirá que a él se le trata peor, que se le da menos, que se le quiere
menos, que se le discrimina, etc., etc., etc. Ningún razonamiento, ningún hecho
objetivo le hará bajarse del burro. Lo único que cabe hacer, una vez llegado al
agotamiento y el hartazgo, es darle la razón y empezar a tener con él menos
detalles que con el resto de sus hermanos, a ver si por defecto, ya que no ha
sido posible por exceso, se da cuenta de que sus quejas eran injustas. Esto que
digo debe ser muy difícil de hacer con un hijo. Pero no lo es tanto para una
región. Y eso es lo que está pasando con Cataluña. Se inventan una historia que
nunca ha existido, una represión que nunca ha existido, una discriminación
negativa que nunca ha existido, aunque sí haya existido la discriminación
positiva, y un larguísimo etcétera de agravios imaginarios. Y esto no es desde
hace cuarenta años, no. Es desde hace siglos. Al menos desde no se sabe qué
inexistentes afrentas hubo con ellos en la guerra de sucesión española allá por
los albores del siglo XVIII. Pero, no, eso es mucho más tardío. Al menos –y
posiblemente antes– en tiempos de Juan II de Aragón, padre de Fernando el
Católico, antes de que se produjese la unión de Aragón y Castilla, ya estaban
los catalanes tocando las pelotas a su rey por supuestas afrentas. Afrentas
inexistentes que tienen anotadas en su memoria enferma. No en vano, Ortega y
Gasset, allá por 1932, en la República, cuando se discutía el Estatuto de
Cataluña, decía:
“Se nos ha dicho: «Hay que resolver el problema
catalán y hay que resolverlo de una vez para siempre, de raíz. La República
fracasaría si no lograse resolver este conflicto que la monarquía no acertó a
solventar».
[…]
¿Qué es eso de proponernos
conminativamente que resolvamos de una vez para siempre y de raíz un problema,
sin parar en las mientes de si ese problema, él por sí mismo, es soluble,
soluble en esa forma radical y fulminante? ¿Qué diríamos de quien nos obligase
sin remisión a resolver de golpe el problema de la cuadratura del círculo?
Sencillamente diríamos que, con otras palabras, nos había invitado al suicidio.
Pues bien, señores; yo
sostengo que el problema catalán, como todos los parejos a él, que han existido
y existen en otras naciones, es un problema que no
se puede resolver, que sólo se puede conllevar, y al decir esto,
conste que significo con ello, no sólo que los demás españoles tenemos que
conllevarnos con los catalanes, sino que los catalanes también tienen que
conllevarse con los demás españoles.
[…]
Digo, pues, que el problema catalán es
un problema que no se puede resolver,
que sólo se puede conllevar; que es un problema perpetuo, que ha sido siempre,
antes de que existiese la unidad peninsular y seguirá siendo mientras España
subsista; que es un problema perpetuo, y que a fuer de tal, repito, sólo se
puede conllevar.
¿Por qué? En rigor, no
debía hacer falta que yo apuntase la respuesta, porque debía ésta hallarse en
todas las mentes medianamente cultivadas. Cualquiera diría que se trata de un
problema único en el mundo, que anda buscando, sin hallarla, su pareja en la
Historia, cuando es más bien un fenómeno cuya estructura fundamental es
archiconocida, porque se ha dado y se da con abundantísima frecuencia sobre el
área histórica. Es tan conocido y tan frecuente, que desde hace muchos años
tiene inclusive un nombre técnico: el problema catalán es
un caso corriente de lo que se llama nacionalismo particularista.
[…]
¿Qué es el nacionalismo particularista? Es un
sentimiento de entorno vago, de intensidad variable, pero de tendencia
sumamente clara, que se apodera de un pueblo o colectividad y le hace desear
ardientemente vivir aparte de los demás pueblos o colectividades. Mientras éstos anhelan lo contrario, a saber: adscribirse,
integrarse, fundirse en una gran unidad histórica, en esa radical comunidad de
destino que es una gran nación, esos otros pueblos sienten, por una misteriosa y fatal
predisposición, el afán de quedar fuera, exentos, señeros, intactos de toda
fusión, reclusos y absortos dentro de sí mismos.
[…]
En cambio, el pueblo particularista
parte, desde luego, de un sentimiento defensivo, de una extraña y terrible
hiperestesia frente a todo contacto y toda fusión; es un anhelo de vivir aparte. Por eso el nacionalismo particularista podría llamarse, más
expresivamente, apartismo o, en buen castellano, señerismo.
[…]
Pues bien; en el pueblo particularista,
como veis, se dan, perpetuamente en disociación, estas dos tendencias: una,
sentimental, que le impulsa a vivir aparte; otra, en parte también sentimental,
pero, sobre todo, de razón, de hábito, que le fuerza a convivir con los otros
en unidad nacional. De aquí que, según los tiempos,
predomine la una o la otra tendencia y que vengan etapas en las cuales, a veces
durante generaciones, parece que ese impulso de secesión se ha evaporado y el
pueblo éste se muestra unido, como el que más, dentro de la gran Nación. Pero
no; aquel instinto de apartarse continúa somormujo, soterráneo, y más tarde,
cuando menos se espera, como el Guadiana, vuelve a presentarse su afán de
exclusión y de huida.
[…]
Y así, por cualquier fecha que cortemos la
historia de los catalanes encontraremos a éstos, con gran probabilidad,
enzarzados con alguien, y si no consigo mismos, enzarzados sobre cuestiones de soberanía, sea cual sea la
forma que de la idea de soberanía se tenga en aquella época: sea el poder que
se atribuye a una persona a la cual se llama soberano, como en la Edad Media y
en el siglo XVII, o sea, como en nuestro tiempo, la soberanía popular. Pasan
los climas históricos, se suceden las civilizaciones y ese sentimiento
lacerante, doloroso, permanece idéntico en lo esencial. Comprenderéis que un pueblo
que es problema para sí mismo tiene que ser, a veces, fatigoso para los demás […]. Comprenderéis, pues, que si esto ha sido un siglo y
otro y siempre, se trata de una realidad profunda, dolorosa y respetable; y
cuando oigáis que el problema catalán es en su raíz, en su raíz –conste esta
repetición mía–, cuando oigáis que el problema catalán es en su raíz ficticio,
pensad que eso sí que es una ficción.
[…]
¿Quiere decir, por lo pronto, que todos los
catalanes sientan esa tendencia? De ninguna manera. Muchos catalanes sienten y han sentido siempre
la tendencia opuesta; de aquí esa disociación perdurable de la vida catalana a
que yo antes me refería. Muchos, muchos catalanes quieren vivir con España. […] lo he dicho porque es la pura verdad, porque, en
consecuencia, conviene hacerlo constar y porque, claro está, habrá que atenderlo”.
Podría
seguir espigando frases de ese discurso, pero, ¿para qué? Ya he dicho que estoy
HARTO. De hecho, no sé ni por qué me embarco en escribir esto. No obstante,
algo me lleva a seguir citando, esta vez a Henri Bergson:
“Si se han podido construir sólidamente en los
tiempos modernos grandes naciones es porque la coacción, fuerza de cohesión que
se ejerce desde fuera y desde arriba sobre el conjunto, ha cedido puesto poco a
poco a un principio
de unión que asciende desde el fondo de cada una de las sociedades elementales
que forman parte del conjunto, es decir, desde la
región misma de las fuerzas disociadoras a las que hay que oponer una
resistencia ininterrumpida. […] el patriotismo es virtud […] que puede teñirse de misticismo pero
que no mezcla su religión con ningún cálculo utilitario, que se extiende en un
gran país y levanta una nación, que atrae hacia sí lo mejor que hay en las
almas. En fin, el patriotismo que se ha ido formando lenta, piadosamente, con
los recuerdos y esperanzas, con la poesía y amor, con un poco de todas las
bellezas morales que hay bajo el cielo, como la miel con las flores. Era
necesario un sentimiento tan elevado, imitación del sentido místico, para
vencer a un sentimiento tan profundo como el egoísmo de la tribu”[1].
Me
he permitido resaltar algunas frases de estas citas. ¿Qué significa “conllevar”
el problema catalán? ¿Acaso seguir mimándoles para que nos escupan a la cara
los mimos? De ninguna manera. Más arriba he dicho cómo creo que había que
actuar con un hijo aquejado de ese particularismo. También he dicho que actuar
así con un hijo debe ser muy difícil, pero no tanto con una región. Si se ha
mimado a Cataluña siempre por encima de otras regiones, ha llegado el momento
de ponerla en su sitio. ¿Cómo? Con la ley, naturalmente. Aplicando el artículo
155 sine die. ¿Hasta cuándo? Hasta que se produzca un cambio de ciclo de los
que habla Ortega: “según los tiempos, predomine la una o la otra
tendencia y que vengan etapas en las cuales, a veces durante generaciones,
parece que ese impulso de secesión se ha evaporado y el pueblo éste se muestra
unido, como el que más, dentro de la gran Nación”. Cuando se ha
aplicado anteriormente el 155 se ha hecho tímidamente. Creo que fue necesario que
se hiciese así porque no había precedente y porque el consenso de los partidos
constitucionalistas sobre este precedente estaba limitado a un mínimo y creo
que era conveniente este consenso en su primera aplicación. Ahora ya hay un
precedente, no es la primera vez. Cuando digo un 155 sine die, me refiero a un
155 que finalice cuando acaben los efectos de la ideologización tribal de la
enseñanza y los medios de comunicación pública. Pero no que perjudique
económicamente a Cataluña bajo ningún concepto. Porque, como decía Ortega con
mucha razón “muchos
catalanes sienten y han sentido siempre la tendencia opuesta; de aquí esa disociación
perdurable de la vida catalana a que yo antes me refería. Muchos, muchos
catalanes quieren vivir con España. […] lo
he dicho porque es la pura verdad, porque, en consecuencia, conviene hacerlo
constar y porque, claro está, habrá que atenderlo”. No se puede dejar a estos catalanes que quieren
vivir con España, que son y se sienten españoles, abandonados a su suerte. De
hecho, es el separatismo el que está labrando el desastre económico para todos
los catalanes. Por lo tanto, con únicamente la medida del 155 sine die, la
situación económica de una Cataluña sin un Gobierno eficiente, dejaría de ir al
desastre. Además el 155 sine die sería ponerse claramente y sin equidistancias
mentirosas, del lado de los catalanes que se sienten España y apoyarles
abiertamente contra la discriminación de la que son objeto. Por si alguno no
recuerda el texto de este artículo, lo reproduzco:
1. Si una Comunidad
Autónoma no cumpliere las obligaciones que la Constitución u otras
leyes le impongan, o actuare de forma que atente gravemente al interés general
de España, el Gobierno, previo requerimiento al Presidente de la Comunidad
Autónoma y, en el caso de no ser atendido, con la aprobación por mayoría
absoluta del Senado, podrá adoptar las medidas necesarias para obligar a
aquélla al cumplimiento forzoso de dichas obligaciones o para la protección del
mencionado interés general.
2. Para la ejecución de
las medidas previstas en el apartado anterior, el Gobierno podrá dar
instrucciones a todas las autoridades de las Comunidades Autónomas.
¿Se
puede dudar de que la Comunidad Autónoma catalana no cumple con las
obligaciones que la Constitución u otras leyes le imponen y de que está
actuando de forma que atenta gravemente al interés general de España? No creo
que quepa esta duda. Y el artículo no habla de plazos ni de otras limitaciones
para su aplicación que lo que ya está pasando. Por lo tanto, defendamos la
Constitución aplicándola, no con bla, bla, bla.
Pero,
¡ay!, me temo que las fuerzas constitucionalistas tampoco van a tener un
consenso. Y esto me hace estar todavía más HARTO. Porque nos encontramos con
una izquierda que no se sabe –ni ella tampoco sabe– muy bien a qué juega. Con
un PSOE que ya en su interior padece un desdoblamiento de la personalidad con
un PSC equidistante y ambiguo. Más ambiguo todavía que su matriz, lo que ya es
mucho decir. Porque el PSOE, y toda la izquierda en general, al menos desde
hace muchos años, es culpable de haber dinamitado la mística de España. Ya en
democracia, ya llevada a cabo la transición, han identificado durante decenios
el uso de la bandera constitucional de España con actitudes fascistas, y han
hecho gala de la bandera republicana en todos sus mítines durante décadas. Han desacreditado
la hazaña española en América, haciéndose cómplices de la leyenda más negra y
falsa sobre esta gesta. Han fomentado estatutos de autonomía totalmente
anticonstitucionales que sólo el recurso al Constitucional ha permitido
descafeinar, etc., etc., etc. Ahora dicen que aman a España pero me permito
dudar de ello. Eso en cuanto al PSOE. Pero, ¿qué decir de Podemos, que apoya
abiertamente un referéndum en Cataluña como muestra del ejercicio de la
democracia? Es muy fácil liberar las fuerzas de la división para luego
lamentarse. Pero una vez liberadas, ya no hay quien las recoja y alguien es
responsable de esa “liberación” aunque, como dice el refrán “tire la piedra y
esconda la mano”. Es perfectamente aplicable a esto la frase que Shakespeare pone
en boca de Marco Antonio, en su tragedia “Julio César”, cuando tras arengar a
la plebe de Roma para que se lance a la destrucción y al vandalismo por el
asesinato de César, dice:
CIUDADANO
PRIMERO. — ¡Nunca, nunca! ¡Venid! ¡Salgamos! ¡Salgamos! ¡Queremos su
cuerpo en el sitio sagrado e incendiaremos con teas las casas de los traidores!
¡Recoged el cadáver!
CIUDADANO
SEGUNDO. — ¡Id en busca de fuego!
CIUDADANO
TERCERO. — ¡Destrozad los bancos!
CIUDADANO
CUARTO. — ¡Haced pedazos los asientos, las ventanas, todo!
(Salen
los CIUDADANOS con el Cuerpo.)
MARCO ANTONIO. — ¡Ahora, prosiga la obra! ¡Maldad, ya estás en
pie! ¡Toma el curso que quieras!
Y,
luego, un poco más tarde, en las calles de Roma:
Entra
CINA el poeta. (Este Cina no es el mismo que
el conspirador asesino de César. Pero, ¡qué más le da a la chusma lanzada al
pillaje!). Este texto entre paréntesis es mío.
CINA. — Esta
noche he soñado que estaba en un festín con César, y siniestros presagios
atormentan mi imaginación. No tengo deseo de salir de casa, y, sin embargo, un
algo desconocido me impulsa.
(Entran CIUDADANOS.)
CIUDADANO
PRIMERO. — ¿Cuál es vuestro nombre?
CIUDADANO
SEGUNDO. — ¿Adónde vais?
CIUDADANO
TERCERO. — ¿Dónde vivís?
CIUDADANO
CUARTO. — ¿Sois casado, o soltero?
CIUDADANO
SEGUNDO. — Responded a cada uno inmediatamente.
CIUDADANO
PRIMERO. — Y brevemente.
CIUDADANO
CUARTO. — Y sensatamente.
CIUDADANO
TERCERO. — Y francamente, os trae cuenta.
CINA. — ¿Cuál
es mi nombre? ¿Adonde voy? ¿Dónde vivo? ¿Si soy casado o soltero? ¿Y luego
responder a cada uno inmediatamente y brevemente, sensatamente y francamente?
Pues, sensatamente, digo que soy soltero.
CIUDADANO
SEGUNDO. - ¡Eso es tanto como decir que los que se casan son imbéciles
Temo que eso os va a costar un golpe. Prosigue, inmediatamente.
CINA. —
Inmediatamente, voy a los funerales de César.
CIUDADANO
PRIMERO. — ¿Como amigo, o como enemigo?
CINA. — Como
amigo.
CIUDADANO
SEGUNDO. — Ese punto está contestado inmediatamente.
CIUDADANO
CUARTO. — Ahora, vuestra residencia, Brevemente.
CINA. —
Brevemente, resido cerca del Capitolio.
CIUDADANO
TERCERO. — Vuestro nombre, señor, francamente.
CINA. —
Francamente, mi nombre es Cina.
CIUDADANO
PRIMERO. — ¡Desgarradle en pedazos! ¡Es un conspirador!
CINA. — ¡Soy
Cina el poeta! ¡Soy Cina el poeta!
CIUDADANO
CUARTO. — ¡Desgarradle por sus malos versos! ¡Desgarradle por sus
malos versos!
CINA. — ¡No
soy Cina el conspirador!
CIUDADANO
CUARTO. — ¡No importa, se llama Cina! ¡Arrancadle solamente su nombre
del corazón y dejadle marchar!
CIUDADANO
TERCERO. — ¡Desgarradle! ¡Desgarradle! ¡Vengan teas! ¡Eh! ¡Teas
encendidas! ¡A casa de Bruto! ¡A casa de Casio! ¡Arda todo! ¡Vayan algunos a
casa de Decio, y otros a la de Casca, y otros a la de Ligario! ¡En marcha!
¡Vamos!
¡Impresionante
Shakespeare!
También
son aplicables este pasaje y la responsabilidad de esta violencia a el
impresentable de Joaquín Torra y sus secuaces que, tras recomendar a los CDR’s
que aprieten, ahora dice que esa violencia callejera destructiva no representa
al movimiento independentista. ¿A quién representa entonces? ¿Al Rey? ¿A los
catalanes que se sienten españoles? ¿A alguien que pasaba por allí? ¿A mi tía
Federica? Cuando uno siembra vientos y recoge tempestades no se puede echar la
culpa más que al sembrador de los mismos.
Por
todo esto, estoy HARTO de palabrería, repetida por periodistas tertulianos que
también tienen su parte de responsabilidad, con la que puedo estar de acuerdo
en su contenido pero no en su utilidad. Palabrería que, además, acaba diciendo
que hay que dialogar para encontrar una solución política. ¿Diálogo sobre qué para
llegar a qué solución política? ¿Dejarles hacer un referéndum de
autodeterminación a ellos solitos? ¿Dialogar sobre la forma de llevarlo a cabo?
O, ¿qué? Porque si algo está claro a estas alturas de la película es que a los
independentistas no hay ningún grado de autogobierno que les baste? Todo lo que
se les dé, servirá tan sólo para azuzar su hambre. Sólo el 155 sine die puede permitir
que conllevemos el problema catalán, ya que, como decía Ortega, no tiene
solución política. Ninguna. Cero.
No hay comentarios:
Publicar un comentario