Soy
ingeniero industrial. Del ICAI, para ser más exacto. Elegí la rama electrónica.
Me apasionaba diseñar circuitos con microchips de lógica booleana. Mi “fallido”
proyecto fin de carrera fue un circuito muy especial. Entre mi director de
proyecto (75%) y yo (25%) diseñamos un circuito que servía para acoplar un
alternador a la red en un barco. No me voy a extender en explicar qué demonios
es eso, pero baste decir que el momento en el que la red eléctrica de un barco
necesita más potencia, es necesario que se ponga en marcha otro grupo
electrógeno que mueva una máquina que genera electricidad alterna (un
alternador) que se acople a la red eléctrica a la que le falta potencia. Todo
el proceso es extraordinariamente delicado. Sin electrónica, se hacía a ojo y,
muy frecuentemente, un error en ese proceso hacía que el acoplamiento fallase,
el alternador se rompiese y el barco quedase, durante un tiempo, sin suficiente
potencia eléctrica. Si esto ocurría en más de una o dos ocasiones en una
travesía, el barco tenía que entrar en puerto a reparar las averías, con el
enorme coste en tiempo y dinero que esto suponía. Pero la electrónica vino a
solucionar esto. Y entre mi director de proyecto y yo, diseñamos uno de los
sistemas electrónicos pioneros para llevar a cabo esta delicada función. Tras
una laboriosa puesta a punto (25% mi director de proyecto, 75% yo) el equipo
funcionó a la perfección y la escuela de ICAI –que, como es razonable, tenía la
propiedad intelectual– lo pudo vender a varias navieras para que lo instalasen
en sus barcos[1].
Efectivamente,
el circuito era una maravilla. Pero tenía un defecto. Sólo podía hacer eso. Lo
hacía magníficamente, pero únicamente podía hacer eso. Más tarde entré a
trabajar como ingeniero en una empresa pionera. Diseñaba circuitos que servían
para controlar cualquier cosa a la que se conectase. Por ejemplo, podían estar
“enchufados” a una planta química en la que se dosificaba la mezcla de varias
sustancias, se controlaba la presión de la mezcla y su temperatura y se
determinaba cuando la reacción química se había producido y se paraba el
proceso. O se pesaba un camión de remolacha lleno y vacío, se leía el contenido
en azúcar de la misma y, en función de estas cosas, se establecía el precio que
había que pagar. Pongo estos dos ejemplos entre las varias cosas que hice. Pero
tenía que tener buen cuidado de que las especificaciones del cliente estuviesen
bien meditadas, porque una vez avanzado o terminado el diseño y la puesta a
punto, ya no se podía pedir que hiciese una función más como, por ejemplo, medir
y regular también la presión de la reacción química o añadir la variable
humedad para determinar el precio a pagar por la remolacha. Haberlo pensado
antes. Una vez que habías dotado al sistema de unos “sentidos” (sensores) y
unos “brazos” (actuadores), el circuito servía para lo que servía y nada más
que para eso.
Pero
en los últimos meses de mi estancia en esa empresa, me encontré con los
microprocesadores. Recuerdo la marca y el modelo: Era el INTEL8080. Fue un
shock para mí. El microprocesador podía programarse. El hardware era siempre el
mismo, pero el microprocesador podía hacer lo que tú le dijeses, con un
software programable que podías cambiar tanto y tantas veces como quisieras,
sin modificar el hardware básico. Eso dejaba un inmenso campo abierto. Se
podían añadir casi tantos canales de entrada de los más diversos sensores
(“sentidos”) o de salida hacia cualquier tipo de actuador (“brazos”). Sólo
había que reprogramarlo. Cierto que el lenguaje de programación era un coñazo.
El FORTRAN, COBOL y otros lenguajes simbólicos de la época eran para los
grandes IBM’s para los centros de cálculo. El 8080 había que programarlo en
“código máquina” y era algo muy laborioso. Pero podía hacerse. Por supuesto,
aprendí a programar en “código máquina” e hice varios proyectos con el 8080. El
microprocesador tenía, eso sí, una desventaja frente al circuito electrónico:
Que sin programar es totalmente inútil.
Por
aquel entonces, 1977, decidí que quería dedicarme a la gestión de empresas y me
matriculé en el MBA del IESE donde me gradué en 1979 y di un giro radical a mi
carrera profesional. Muchas veces me he preguntado qué hubiese sido de mi vida
si hubiese seguido en el mundo del diseño de equipos electrónicos y
programación de microprocesadores. Y siempre me he dado la misma respuesta: Ni
lo sé ni me importa. Tengo la vida que tengo y no tengo ni una sola queja de la
misma.
Llegados
a este punto, Don Mendo diría: “¿Y a qué viene, vive el cielo, / cuando tan
grande es mi duelo, / esta conseja endiablada / del cencerro y de la espada / y
del farol y del celo?” Bueno, pues viene a cuenta de las dos primeras palabras
del título de estas líneas. Tengo ahora que relacionarlas con las dos
siguientes, cerebro y alma. El cerebro humano, a diferencia del del resto de
los animales, es más un ordenador que un circuito electrónico. Los animales
tienen un cerebro capaz de hacer magníficamente aquellas funciones para las que
le ha diseñado la evolución. En el proceso de fabricación en serie de cerebros
animales, a veces ocurre que en un se cambia una resistencia por un condensador
o una puerta booleana Y por una O. Normalmente lo que ocurre es que ese cerebro
queda inutilizado y el organismo que lo tiene es inviable. El error muere con
él. Pero muy de cuando en cuando, ocurre que un error así, hace el cerebro
mejor que el anterior para determinada situación. Y aparece un animal que, con
ese cerebro hace mejor cosas que el anterior hacía peor o no podía hacer. Y ese
animal, encuentra su nicho en el ecosistema, distinto del que ocupaba el anterior,
y en él vive y se reproduce. Y lo que pasa con el órgano llamado cerebro, pasa
también con el hígado o los brazos. Poco a poco, pequeños cambios se van
acumulando hasta que se forma una nueva especie. Así funciona –de forma
excesivamente simplificada– la evolución.
En
un momento dado, hace unos tres y pico millones de años, apareció el primer homínido.
El Ardipithecus Ramidus. Era ya bastante parecido a nosotros en lo que se
refiere a su anatomía. Mucho más de lo que puedan serlo los actuales
chimpancés. Caminaba erguido. Medía un metro y medio, pesaba 50Kg y su cerebro
era de unos 350g. A partir de ahí, se fueron sucediendo diferentes especies. Australopithecus
con distintos apellidos y, más tarde, el género Homo, también con distintos
apellidos. En sus rasgos anatómicos se iban pareciendo cada vez un poco más a
lo que ahora somos nosotros. Pero lo que realmente sorprende al ver la
evolución de todas estas especies es la velocidad a la que crecía el cerebro. En
el A. Ramidus la relación entre el peso del cerebro y el del cuerpo era de 7g/Kg.
Los primeros Homo Sapiens, es decir nosotros, pesaban unos 70Kg, ya que no
poseían el panículo adiposo que tiene el Homo Sapiens actual, y nuestro cerebro
pesa 1,35Kg, lo que da un ratio de 19g/Kg. Es decir, casi triplicamos la
relación[2]. Aunque nos parezcamos
normales, somos un “bicho raro”. Muy “raro”. Es muy posible que, en esta
evolución, nuestro cerebro “circuito electrónico” conviviese con la formación
de un cerebro “ordenador”. Pero un cerebro “ordenador” sin software, como
explicaré más adelante.
Esto
no es una mera curiosidad, sino un hecho de gran importancia. El cerebro es uno
de los órganos que más energía consume. Por lo tanto, un cerebro más grande de
lo normal requiere una necesidad mucho mayor de búsqueda de alimentos. Además,
si el Homo Sapiens adulto tiene esta relación, en un Homo Sapiens recién nacido
esa relación es escandalosamente mayor. Una de las cosas que crea ternura hacia
los bebés es su enorme cabeza. Conseguir alimentos para una cría así es un
problema para una hembra de Homo Sapiens. Pero, además, complica enormemente el
parto. Para nacer, el niño debe hacer una auténtica ginkana y, al final, sale
con la cara mirando para atrás, cosa que no ocurre en el parto de ningún otro mamífero.
Esto hace necesaria la presencia de otra hembra para limpiar las vías
respiratorias del recién nacido. Las hembras chimpancés hacen esto ellas solas.
Pero el momento del parto es de una exposición enorme a los depredadores y, en
el caso de la hembra Homo Sapiens, además de ser mucho más largo, expone a dos
hembras. Más aún, para que la pelvis de una hembra de Homo Sapiens pueda dejar
pasar una cabeza así, el hueco que deja ese hueso tiene que ensancharse y, en
consecuencia, se hace más frágil. Todo esto –y más cosas que no describo por
brevedad– hacen de ese cerebro desproporcionado del Homo Sapiens y el Homo
Neandertalensis un terrible hándicap evolutivo. No es de extrañar. Tener en la
cabeza un “circuito electrónico” para funcionar en el día a día, al mismo
tiempo que se va construyendo un “ordenador” sin “software” es algo muy
complicado y caro. Por supuesto, estos hándicaps desaparecen totalmente cuando
en ese cerebro “ordenador” aparece el “software”, es decir, la inteligencia.
Pero, como vamos a ver, hay un desfase temporal importante entre la aparición
de la especie Homo Sapiens anatómicamente igual a nosotros y la aparición del
software-inteligencia y el lenguaje.
Efectivamente,
el Homo Sapiens anatómicamente como nosotros apareció hace unos 200.000 años. Sin
embargo, los primeros indicios de una inteligencia simbólica aparecieron hace tan
sólo –en esta escala de tiempo– hace unos 30.000 años. Es decir, hay un “incómodo”
gap de unos 170.000 años entre ambos fenómenos en el que la especie Homo
Sapiens tuvo que soportar el hándicap de un cerebro desproporcionado, sin las
ventajas de la inteligencia. ¿Se produjo ese cerebro por evolución? Sin la más
mínima duda. Se puede seguir perfectamente el cambio evolutivo del cráneo en la
evolución de los homínidos. Aunque la línea evolutiva que llega hasta nosotros no
es una línea directa, sino que tiene diferentes ramificaciones, en el registro
fósil puede apreciarse un continuo y progresivo crecimiento de la capacidad
craneal. Pero la cuestión es cómo se puedo llegar a producir esa evolución de
unos órganos que tienen un alto coste, ANTES de que aparezca la función que los
hace útiles. Los seres humanos estamos acostumbrados subvencionar una actividad
económica si creemos que puede ser rentable pasados unos años, aunque durante
sus primeros tres o cuatro dé pérdidas. Pero eso no pasa con la evolución. La
evolución jamás permitirá que aparezca un órgano cuya función no sea “rentable”
de forma inmediata. De hecho, mientras que de las ramas evolutivas de las que
se desgajó la que llevó al Homo Sapiens, hay en la actualidad bastantes
especies –chimpancés, bonobos, gorilas, orangutanes, gibones, etc.–, toda la
rama principal y las bifurcaciones de otras especies de homínidos están
extintas. Es decir, la Especie Homo sapiens estamos solos en el género Homo y
de los Ardipithecus y Australopithecus no queda nadie. Parece como si una vez
cumplida su misión de transmitirnos su bagaje evolutivo hubiesen desaparecido completamente.
Las causas de la desaparición son hasta hoy una cuestión tremendamente
controvertida en la que hay profundos desacuerdos. Pero todo parece indicar que
el cerebro era, a todas luces, un órgano demasiado caro para la evolución antes
de tener la inteligencia. Es cómo si la evolución hubiese hecho una excepción a
su ley de no dar subvenciones para permitir que la rama que lleva hasta
nosotros subsistiese justo para cumplir con su relevo. Pero eso no es posible,
evolutivamente hablando. A menos que…
Hace
unas líneas he dicho que ese cerebro tan desproporcionado nos hacía a los seres
humanos unos seres muy “raros”. Al menos tan raros como un toro de raza
Hereford o un perro Chihuahua. Ambos son animales que no podrían existir si no
los hubiese “producido” el hombre. Y el hombre los ha “producido”, por
supuesto, por evolución. Ha ido criando ejemplares en los que, a través de
cruces especialmente elegidos y una rigurosísima selección, se hayan
desarrollado evolutivamente los caracteres que les permitiesen dar más carne o
ser extremadamente pequeños. Pero ambos tipos de toros o perros serían
incapaces de sobrevivir en la naturaleza. Los primeros morirían por ser
demasiado torpes y los segundos por excesivamente delicados. Han llegado a ser
como son y subsisten como raza porque el hombre los cuida[3]. Se puede sostener que la evolución
del cerebro de Homo Sapiens sea un tipo de evolución “subvencionada”, como lo
es la de los toros Hereford o la de los Chihuahua. La cuestión es que la
evolución de los toros Hereford y los perros Chihuahua, la guía y la protege el
ser humano. Pero, ¿quién ha guiado y protegido la evolución del Homo Sapiens?
Ha debido de haber un alguien. Un alguien que ha ido cuidando a las especies
que iban transformándose hacia el Homo Sapiens hasta que cumplían su función
mientras construían su “ordenador”. Y, cuando, al final, éste ha estado listo,
ese alguien le ha cargado el software de la inteligencia. Y aquí estamos.
Convertidos en la “máquina” más eficaz de supervivencia que jamás hubiera
podido soñar con producir la evolución natural.
Como
soy más amigo de imágenes que de razonamientos abstractos, ilustraré esto con
otra imagen. Imaginemos el arbusto de la vida. Es un arbusto frondoso que ha
tomado una forma irregular pero que cabría en una cúpula semiesférica. Sin
embargo, hay una rama que se aleja por el aire a una distancia varias veces
mayor que el diámetro del arbusto y a una altura también varias veces mayor que
la del arbusto. La vemos de lejos y nos preguntamos cómo se sostiene en el
aire. Sospechamos que no se sostiene en el aire, sino que debe haber una guía,
un pequeño alambre o una pequeña guita en la que esa rama se apoye para poder
llegar tan lejos y tan alto. No la vemos, pero es la explicación más plausible.
Y, al final de esa rama, vemos el fruto. Grande, jugoso, de aspecto sabroso. El
único fruto de todo el arbusto. Por más que rebusquemos en él, no encontraremos
ni un fruto igual.
Pero
volvamos al “software”. Cuando nuestro cerebro ordenador estuvo listo, ese
alguien que parece haber guiado su desarrollo le inyecto el “software”[4]. Pero cuando se habla de
software, hay que tener en cuenta que hay diferentes capas de software. Por
ejemplo, yo estoy escribiendo estas líneas en un programa llamado Word. Puedo
usar otros programas como Excel, Power Point, Access, Acrobat, PDF, etc. Estos
son programas cuyas reglas de funcionamiento conozco y uso para mis propios
fines. Pero ninguno de estos programas funcionaría si no tuviese una capa
inferior, que es el sistema Office, que integra estos programas. Y yo no tengo
ni idea de cómo es ese programa Office. Sólo sé que tiene que estar ahí para
que el Word funcione. Y, por debajo del Office, funciona al Windows, mucho más
misterioso. Y, todavía más abajo hay un sistema operativo que traduce todo a
código máquina. Porque al final, al igual que me pasaba a mí con el INTEL8080, todo
lo que hace un ordenador se reduce a 1’s y 0’s. De todo eso que hay debajo, yo
sólo percibo la pinta del iceberg, el Word y otros programas. La inteligencia,
la voluntad, la memoria[5], etc. Son el equivalente a
esos programas. Pero por debajo hay algo, imperceptible, no detecatable, mucho
más difícil de definir, como la consciencia, la capacidad de buscar la verdad,
el anhelo de la bondad o la capacidad de extasiarse ante la belleza. Y aún más
abajo, como el sistema operativo que permite que lo de más arriba funcione,
está el alma.
El
hardware de un ordenador es algo físico y material. Y como todo lo físico y
material, sujeto a deterioro. El sofware, en cambio, puede guardarse en diferentes
soportes y, aunque el hardware se deteriore, salvaguardarse de forma casi
indefinida. De la misma manera, aunque el cuerpo humano se deteriore y, al
final, muera, todo nuestro software, todo lo que hayamos escrito en el Word de
nuestra vida, calculado en nuestro Excel, almacenado en nuestro Acces, podrá ser conservado ad
eternum. Y creo que el que diseño nuestro software, lo guardará en sus
circuitos eternos, depurará las faltas de ortografía de nuestro Word, las
fórmulas erróneas de nuestro Excel o los links de búsqueda sin salida de
nuestro Acces. Más aún, podrá combinar y conectar, en su soporte eterno, todos esos programas míos con los del resto de
los seres humanos. Así, en ese nuevo soporte, experimentaré dentro de mí la
bondad de un san Francisco de Asís o de una Madre Teresa, la belleza plástica
sentida por un Chagall o la auditiva de un Mahler, las profundas verdades
escrutadas por un Tomás de Aquino o un Husserl, todo en una unidad magnífica
que sea infinítamente más que la suma de sus partes, porque estará insertada,
enriquecida, purificada, multiplicada, exaltada, por la conexión y
contemplación del SOFTWARE eterno y primigenio. Por Dios. Allí espero
encontrarme algún día congregado en la unidad con todos los seres humanos, por
la benevolencia y misericordia de ese SOFTWARE que es Dios.
[1] Alguno se puede estar peguntando
por qué he escrito mi “fallido” proyecto de fin de carrera. Pues porque después
de mi 25% de diseño, de mi 75% de puesta a punto y de escribir una breve pero precisa
memoria, el profesor de la asignatura de proyectos, cuando le presenté la
memoria, la miró de canto y dijo, sin abrirla: “Esto hay que engordarlo”.
Tuvimos un “pequeño altercado” y, aunque el equipo funcionó en barcos de
verdad, no hubo manera de que mi proyecto fuese aceptado. Cosas de la vida.
[2] Hago en esto una simplificación,
por no complicar estas líneas. Esta simplificación sería demasiado burda si
estuviese comparando a un hombre con un elefante. Pero para animales con un
peso corporal parecido no es una simplificación grave.
[3] La evolución artificial, guiada
por el hombre, ha sido capaz de crear nuevas razas, pero jamás ha producido una
especie nueva. Caben pocas dudas, sin embargo, que una continuación de este
proceso durante suficiente tiempo, acabaría produciendo nuevas especies.
[4] En la entrada del 19-IX-2019,
titulada “Una reflexión sobre el libro “Sapiens” de Yubal Noah Harari”, explico
por qué me parece prácticamente imposible que nuestra inteligencia venga por
evolución.
[5] No me refiero a la memoria como
lugar de almacenamiento de recuerdos, que sería puro hardware, como lo son los
megas de un ordenador, sino a la memoria que me permite organizar, buscar,
extraer, relacionar, etc. esos recuerdos. Esta memoria es al puro hardware como
el programa Acces es a la memoria de megas del ordenador.
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