21 de febrero de 2020

Una vida oculta


La semana pasada fui a ver, porque me la habían recomendado calurosamente, la película “Vida oculta” del director Terrence Malick. Hace años había visto otra película suya; “El árbol de la vida”. Me pareció una de una estética sobrecogedora, pero de una lentitud exasperante y de una longitud excesiva. Salí del cine bastante desesperado. Pero, después, rumiandola, me empezó a seducir por sus valores y por su planteamiento del perdón y de la belleza de la vida eterna, en la que todo se recuperaba purificado. Tanto es así que me consta que me ha influido en alguno de los pasajes de mi novela “El largo y tortuoso camino”. Por eso, ante la recomendación de “Vida oculta”, tenía sentimientos encontrados. A una parte de mí le daba una pereza mortal ver otra larga película lenta. Pero a la otra parte le interesaba ver qué mensaje transmitía esta película de la que sabía vagamente que trataba del heroísmo de un sencillo campesino, padre de familia, de algún país ocupado por el Tercer Reich en la Segunda Guerra Mundial. La duda de si ir o no ir a ver la película quedó resuelta cuando mi mujer me dijo: “Me apetece mucho ir a ver ‘Vida oculta’, ¿cuándo vamos?” Naturalmente, fuimos ese mismo día. Yo iba con la aprensión de qué iba a pasar. No sé si en estos años, no muchos, desde que vi “El árbol de la vida” he sido yo el que he cambiado o el cine de Malick o ambos, pero el hecho es que, siendo una película larga y lenta, no me pareció ni lo uno ni lo otro.

Aunque no es una película de la que se pueda hacer spoiling, quien quiera ir a verla, cosa que recomiendo fervientemente, tal vez no debería seguir leyendo. O tal vez sí. Pero si decide que no quiere leer lo que sigue antes de ver la película, lo que sí le recomiendo, con toda la capacidad de convencimiento que pueda tener, es que lea estas líneas después de verla. ¡Ah!, y es una película que sólo puede verse en el cine.

Desde el primer minuto la película me envolvió en su historia y su estética. Porque eso, sí la estética seguía siendo, como en “El  árbol de la vida”, de una belleza sobrecogedora, en claro contraste con la horrible historia que narraba, que era también sobrecogedora por lo terrible. Cada disparo de cámara era deslumbrante y muchos diálogos o, más bien, reflexiones en off, porque diálogos hay pocos, eran de una profundidad impresionante.

La película está basada en hechos reales. La historia real tiene su origen en el plebiscito que se hizo en Austria en 1938 sobre su anexión a Alemania.  Este plebiscito se produjo el 10 de Abril de 1938, casi exactamente un mes después de que las tropas Nazis hubiesen entrado a una Austria previamente sometida al terror por las paramilicias nazis autóctonas. A los pocos días de la ocupación se había detenido a unas 70.000 personas, por sus adscripciones políticas o por ser judíos. Por supuesto, el plebiscito fue una burla contra la democracia. Parece que no hubo pucherazo en el recuento de votos. No fue necesario. Lo de menos es que se hubiese prohibido la propaganda para el NO. Pero el voto no era secreto y las papeletas se entregaban abiertas, con la respuesta claramente visible, a los oficiales del ejército alemán que los introducían en las urnas. El censo electoral dejó fuera a un 10% de los votantes, mayoritariamente de izquierdas y judíos. Con todo esto, el resultado del escrutinio arrojó en toda Austria un 99,73% de votos favorables a la anexión. Pero es significativa la anécdota de que en el pueblo de Innervillgraten, en el Tirol, donde la votación se produjo en ausencia del ejército alemán, el porcentaje de votos negativos a la anexión fue del 95%.

La película es la historia de un granjero austríaco, Franz Jägerstätter, que vive, en los años de la Segunda Guerra Mundial, en una pequeña aldea rural de la Alta Austria, St Radegund, casado y con tres niñas. Se había casado con Franziska Schwaninger, Frika, en 1936. Frika era una católica convencida y, a raíz de su matrimonio, Franz abrazó el catolicismo y se adentró cada vez más profundamente en su fe. Aunque esto no se cuenta en la película, Franz fue el único en su pequeña aldea que votó en contra de la anexión de Austria al Tercer Reich. A partir de ese momento, y eso es lo que se refleja en la película,
Franz quedó señalado como antinazi. La gente del pueblo, tal vez viendo reflejada su cobardía en la valiente actuación de su vecino, va generando una creciente animadversión hacia él. Alrededor del matrimonio y sus hijas, así como la madre de Franz y una hermana de Frika, que viven con ellos, se va formando un círculo de desprecio primero, que poco a poco se va transformando en hostilidad. Franz es llamado a filas para alistarse en el ejército alemán en Junio de 1940. Pasa con reluctancia un periodo de entrenamiento militar pero ante la carencia de granjeros y la necesidad de producción de alimentos, le mandan otra vez a su aldea en 1941. En ese tiempo, su mujer, que ha estado sola, ha tenido que sufrir el desprecio y la marginación de sus vecinos. Cuando vuelve, Franz encuentra consuelo en la parroquia del pueblo, donde ejerce como sacristán, bajo la protección del párroco. Poco a poco se da más y más cuenta de las atrocidades del régimen nazi. Expresa sus inquietudes al párroco. Pero la Iglesia de Austria tiene un comportamiento bastante cobarde ante la situación. El sacerdote, ante la insistencia de Franz, le organiza una entrevista con su obispo que le dice que no se haga preguntas y que acepte el statu quo, como la Iglesia lo ha aceptado. Franz sale enormemente decepcionado de esta entrevista y sigue su creciente animadversión hacia el régimen, que no exterioriza pero que no pasa desapercibida a sus vecinos que estrechan más y más el círculo. Franz se libra de las levas por su condición de granjero y por el servicio que presta en su parroquia.

Pero el 23 de Febrero de 1943, le llaman a filas. Esta vez no se trata de un entrenamiento, sino que va a ir al frente, por lo que el 1 de Marzo tiene que hacer un juramento de lealtad al Führer. Todos en su regimiento lo hacen, menos él, que se niega. Por supuesto es inmediatamente detenido. De nada le sirve pedir que le destinen como auxiliar a un hospital, en donde no tendría que hacer el juramento. Le encarcelan en la prisión de Linz y el 4 de Mayo es llevado a la prisión de Berlín, acusado de traición y con la petición de la pena de muerte. Su estancia en la prisión es terrible. Sufre palizas tremendas y humillaciones espantosas. Todos los que están allí esperan o han sufrido juicio por traición y todos los juzgados son condenados a muerte en la guillotina. Muchos de los presos son enfermos mentales o personas con alguna minusvalía psíquica que sufren el plan de eugenesia nazi. No obstante, allí encuentra a un compañero que está en su misma situación con el que entabla una amistad. Cada día hay sacas de varios que van a la guillotina. Recibe la visita del párroco que le insta a que firme un documento en el que haga el juramento. El párroco argumenta que a Dios no le importa lo que diga con sus labios, sino lo que tenga en el corazón. Pero él se niega obstinadamente a firmar.

Mientras tanto, en su pueblo, su mujer y sus hijas son cruelmente discriminadas. Frika y su hermana tienen que trabajar como mulas, algunos del pueblo les roban impunemente lo que sacan de la tierra con su trabajo sin que ellas puedan acudir a nadie en su defensa. Hasta su suegra la llena de reproches, culpándole de la obstinación de su hijo por su conversión al catolicismo. Ella va a Berlín a interceder por su marido, pero, naturalmente, es totalmente inútil y ni siquiera consigue ser escuchada.

A Franz le asignan un abogado, que es un hombre de buena voluntad e intenta salvarle por todos los medios diciéndole que si firma el juramento, él podría conseguir, aunque ponga en riesgo su carrera, que le manden como auxiliar a un hospital. Todo en vano. Por fin, el 6 de Julio es condenado a muerte por un tribunal militar. Incluso el presidente del tribunal militar pide tener una conversación a solas con él en la que le insta a firmar. Le habla, casi paternalmente, de la inutilidad de su obstinación que no será conocida jamás por nadie. Le espeta si cree ser mejor que él. Franz le contesta que él no juzga a nadie, que cada uno cumple con su papel en la vida y que el suyo es mantenerse firme contra el mal, pase lo que pase y sean cuales sean las consecuencias. El militar se queda pensativo en actitud introspectiva. Lo que no impide que un momento más tarde dicte, con voz tonante, la condena a muerte.

Tras la condena, su mujer pide ir a verle a la prisión. El abogado consigue la visita y va acompañada por el sacerdote del pueblo. Esta vez el argumento del párroco cambia. Le dice que firme, aunque sólo sea por su mujer y sus hijas, para no dejarlas en la indigencia. Que Dios no quiere el sacrificio de ellas. El abogado, a su vez, le habla, como hizo el presidente del tribunal, de la inutilidad de su sacrificio. le dice que de qué sirve su obstinación si nadie se va a enterar de su negativa a jurar ni de su juramento. Le asegura que, en cambio, con sólo firmar, él podría hacer que la sentencia se revocase y volviese a ser libre en un hospital. Él parece dudar y le pregunta a su mujer qué piensa. Ella le dice que, haga lo que haga, ella estará a su lado. Y él no consiente en firmar el documento.

El día 9 de Agosto de 1943, justo un año después de la muerte de Edith Stein, gaseada en Auschwitz, el 9 de Agosto de 1942, Franz fue guillotinado. ¿Casualidad? ¿Existe la casualidad? ¿Existe la casualidad? Gotthold –que significa sostenido por Dios– Lessing escribió: “La palabra casualidad es una blasfemia; nada bajo el sol sucede por casualidad”. Por supuesto, cada uno puede pensar lo que quiera.

Hasta aquí la historia. A mí me gusta mucho –quizá demasiado– contar las historias con claridad cronológica de los acontecimientos. La película no cae en eso. Aunque vamos viendo cómo se suceden las cosas, no es una narración. Es más bien una profundización intimista, con uso de la voz en off del pensamiento. Nos enseña la creciente presión social del pueblo, el círculo de muerte que se va cerrando sobre Franz, pero no se centra en la narración, de la que sólo da pinceladas, sino en su lucha interior y la de su mujer. Nos va introduciendo en la horrible noche oscura que se va cerniendo sobre ellos. En el inconmensurable misterio del aparente silencio de Dios. Pero siempre, al fondo, más fuerte, el abandono en su voluntad, la confianza en que todo tiene un sentido oculto que no podemos ver y la seguridad del amor de Dios aunque no oigamos su voz en medio de su terrible silencio. Se recitan textos de los salmos y de las escrituras y los Evangelios y, aunque no se pronuncia el “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” de Jesús en la cruz, estas palabras resuenan continuamente en la cabeza de quien ve la película con un mínimo de conocimiento de los Evangelios. Pero creo que uno de los mensajes escondidos de la película está en el contraste entre la horrible negrura de la película y la belleza de todas y cada una de las secuencias visuales y de la fotografía. Es como si nos estuviese diciendo, la belleza del mundo es la prueba de la bondad del creador. Las niñas son siempre presentadas alegres y llenas de vida, también como si dijese, “quien no se hace como un niño, no entrará en el reino de los cielos”. Hay una escena que a mí me llamó la atención por un detalle que puede parecer nimio o fortuito, pero que creo que no es ni lo uno ni lo otro. En un momento en el que Frika y su hermana están luchando para arar la tierra, Frika se desmorona y llora desconsoladamente. Su hermana, con las manos llenas de barro, toma su cabeza entre sus manos y la acaricia con ternura, pero con las manos llenas de barro. El detalle es que el pelo de Frika no se mancha de barro por las caricias de su hermana. ¿Un guiño a su rectitud, coraje y, sobre todo, pureza? ¡Seguro! También hay algún que otro detalle aislado de actitudes de amor y compasión en medio del odio y la envidia. Una pobre mujer que ayuda a Frika cuando la rueda del carro, lleno de hortalizas, se rompe y ella sola es incapaz de arreglarlo, un molinero que le da más harina molida de la que podría sacarse del trigo que ella le ha llevado. Pequeños detalles que brillan como un diamante en medio de la miseria humana. El molinero, cuando llega a la aldea la noticia de la muerte de Franz, va a la iglesia y toca a muerto las campanas. La gente del pueblo, que está haciendo sus labores en el campo, cesa en sus trabajos, mira a la torre de la iglesia y se queda pensativa, cruzándose miradas culpables entre ellos. como reflexionando sobre su cobardía. Incluso un soldado alemán de la guarnición del pueblo se queda en actitud de culpa y, tal vez, de arrepentimiento. Puede ser una referencia a la actitud del legionario que atravesó con su lanza el costado de Cristo. Al menos, el sacrificio de Franz no fue del todo ignorado por todos.

La película acaba con una reflexión en off del pensamiento de Frika en la que expresa su convencimiento en que hay respuesta, que un día la conoceremos y la comprenderemos y nos daremos cuenta de por qué tuvo que pasar así. Y, mientras piensa esto, se ve como la gente se va congregando desde el campo hacia la torre de la iglesia. Es cierto que, como en otras escenas de la película, ésta parece que es más simbólica que real. A menudo, ante las pocas desgracias inexplicables que me han pasado en la vida, pienso que en este mundo estamos viendo un tapiz por el revés. Hay hebras de lana que van de un lado al otro, cruzándose, sin ningún sentido. Parece la obra de un idiota. Parece hacer ciertas las palabras que Shakespeare pone en boca de Macbeth en su tragedia del mismo nombre: “La vida es un cuento sin sentido contado con gran aparato por un idiota”. Pero el día que, al fin, veamos a Dios cara a cara, el tapiz nos será mostrado por su lado correcto. Entonces veremos la maravillosa escena bucólica que nos presenta y nos quedaremos sin aliento ante la contemplación de tanta belleza, y diremos estupefactos, presas de un asombro impensable: ‘¡Ah! Mira, ¡tenía que ser así!’ Quizá esta sea la clave de la lenta belleza que se desprende de cada plano de la película.

De la misma manera que no he podido evitar enmarcar la película en la cronología de los hechos, tampoco puedo evitar expresar algunas de mis impresiones. Por supuesto, la primera, mi absoluto convencimiento de que yo, en una situación así, no habría sido capaz ni siquiera de votar NO en el referéndum y, tal vez, aunque de esto esté menos convencido, de que también hubiese caído en la tentación de proyectar mi cobardía sobre el héroe.

En segundo lugar, mi creencia, sin demasiado convencimiento, de que el deber cristiano no obliga a actuar así. Es cierto que está el caso de Tomás Moro, martirizado por Enrique VIII, dejando también desamparadas a su mujer y sus hijas. Pero creo que es distinto. Creo que en el caso de Tomás Moro, como del Obispo Juan Fisher, lo que estaba en juego era la aceptación de la usurpación de Enrique VIII de la primacía de la Iglesia de Inglaterra, aunque la excusa fuese su matrimonio con Ana Bolena. Aquí no había un dilema moral semejante. Es difícil saber qué hubiese hecho Tomás Moro o Juan Fisher si “sólo” se hubiese tratado de no refrendar una conducta perversa de Enrique VIII, por perversa que fuese. Pero me atrevo a aventurarme –que Dios perdone mi osadía– a pensar que no se hubiese planteado el enfrentamiento.

Pero, sobre todo, mientras casi me estaba convenciendo, llevado por el razonamiento del abogado defensor y del presidente del tribunal militar, de la inutilidad de el sacrifico oculto de Franz, me sobrevinieron, como en un flash dos ideas. La primera que, por muy anónimo que sea, el sacrificio de un ser humano en su lucha contra el mal, en uso de su libertad, tiene un profundísimo sentido de trascendencia. Y no uso la palabra trascendencia en un sentido religioso, aunque sí místico. Trascendencia. Ir más allá. Más allá de la miseria de la vida, más allá de la injusticia, más allá del sinsentido. Inundando, anegando esta miseria en grandeza, esta injusticia en reparación y este sinsentido en sentido. Venciendo el mal en el bien. La segunda idea, que complementaba a esta primera, me vino del recuerdo de la película de “La pasión” de Mel Gibson. En el momento peor de la cruz, poco antes de la muerte de Cristo, justo antes del “Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado”, el demonio susurra al oído de Jesús: “Este sacrificio tuyo va a ser inútil, no va a servir para nada”. Sin embargo, en medio de tanto mal como todavía hay en el mundo, la cruz y el sacrificio de Cristo están triunfando y cambiando el mundo. Mucha gente, cegada por la oscuridad de una visión a la escala de la vida de un hombre, no ve este clarear del día y no se fija en el brillo de la estrella de la mañana. Pero si miramos a la escala de la historia, es imposible no ver la inmensa diferencia entre el terrible y despiadado mundo de la época de Cristo y éste, a pesar, insisto, del mucho mal que todavía hay en él. Pero hay que estar ciego para no ver el avance del bien en una escala histórica. Así, ningún sacrificio es inútil, por muy oculto e ignorado que esté, si está unido a este Sacrificio por antonomasia. Alguna vez he leído, no sé dónde que “al misterio insondable del sufrimiento humano responde el más insondable misterio de la inmolación voluntaria de Cristo, Dios hecho hombre, en la cruz”. Sólo a la luz de este segundo y más poderosos misterio tiene sentido el primero. Y así se desprende de la película. Está, además, la resurrección. En una escena, de esas que no se sabe si es real o simbólica, Franz y su amigo ven pasearse por el patio de la prisión al verdugo de la guillotina, vestido con un frack negro raído, mirando quiénes pueden ser los siguientes. Su amigo le cuenta cómo no hay que tener miedo a ese hombre. Cómo cuando cae la guillotina y la cabeza del ajusticiado sale volando por los aires, ésta parece rejuvenecer y, en un esfuerzo espasmódico, los brazos envejecidos del reo se alzan, atrapan la cabeza, la ponen otra vez sobre sus hombros y, tras erguirse de nuevo, el muerto recobra su energía, rejuvenece inmediatamente, al tiempo que todo el entorno se transforma y pasa de sombrío a luminoso. No se presentan imágenes de esto, son sólo las palabras del amigo en el sórdido patio de la prisión. Pero no pueden dejar de traer a la memoria el eco de las palabras de san Pablo: “El último enemigo a destruir será la muerte. […] Y cuando este ser corruptible se vista de incorruptibilidad y este ser mortal se vista de inmortalidad, entonces se cumplirá lo que dice la escritura: ‘¡La muerte ha sido vencida! ¿Dónde está, muerte tu victoria? ¿Dónde está muerte tu aguijón?’”.

Y, gracias a estos dos flashes que me sobrevinieron en la película, salí de ella, reconfortado y lleno de esperanza. “No tengáis miedo –nos dice Jesús– yo he vencido al mundo”. “No tengáis miedo –me atrevo a parafrasear yo– yo estoy venciendo al mundo. Y lo estoy haciendo a través de ti, a través de tus sacrificios, grandes o pequeños”. Porque sacrificio viene etimológicamente de “hacer sagrado”. Cada hombre, con sus pequeños sacrificios, sin necesidad de que sean heroicos, está haciendo sagrado al mundo. Misteriosamente, Dios elije a algunos seres humanos para que su sacrificio sea más parecido al suyo y, en medio de su aparente terrible silencio, les da una fuerza sobrenatural para soportarlo. Nadie lo podría soportar sin esa fuerza. A todos nos vencería la cobardía. Pero el sacrificio pequeño de cada hombre, a la medida de lo que el misterioso designio de Dios le pone delante, es también infinitamente valioso. Y este es el SENTIDO. Nada es inútil, nada se pierde. Ningún material es desechable en la construcción de este mundo sagrado que estamos edificando.

Amén.

14 de febrero de 2020

¿Podemos tener prosperidad sin crecimiento?


El otro día leí un interesante artículo de la revista americana “The New Yorker” con el título: “Can we have prosperity without growth?” (“¿Podemos tener prosperidad sin crecimiento?”), del que adjunto link.



Es un artículo de análisis, que explora las distintas posibles respuestas a la pregunta, sin tomar partido por ninguna ni, tampoco, por ninguna posible síntesis entre algunas que podrían ser compatibles. O sea, no se moja ni debajo de la ducha. Por eso le deja a uno con la sensación de, “so what?” Es, no obstante, interesante y hace pensar, lo que, probablemente, sea su propósito. Así que, por su parte, ¡misión cumplida! Pero no entra en mis capacidades quedarme en eso, de forma que me aventuro a expresar, de la forma más razonada posible, mis opiniones al respecto.


Para no crear suspense, enuncio mi tesis al principio: No, no podemos tener prosperidad sin crecimiento.

El mero hecho de que se plantee esta pregunta indica que hay quien piensa que debemos parar el crecimiento. Efectivamente, existe un poderoso movimiento al que se le ha aplicado el nombre de “degrowth”, que aboga por una parada o, incluso retroceso del crecimiento. Hay varias razones subyacentes debajo de este movimiento. Las enumero, sin intentar ser exhaustivo. Sería vano pretenderlo, ya que es un movimiento multiforme en el que se mezclan muchos sentimientos, a menudo –aunque, por supuesto, no siempre– irracionales y contradictorios, que hacen del mismo un intrincado laberinto:

1º En primer lugar, hay quien piensa que parar el crecimiento no iría contra la prosperidad.

2º En segundo lugar, hay quien cree que sí iría contra la prosperidad, pero es algo a lo que la humanidad está abocada dado que vivimos en un mundo de recursos limitados que no puede soportar un crecimiento continuado al ritmo que el mundo viene presentando en los últimos 200 años.

3º Por último, insisto sin ánimo de ser exhaustivo, también hay quien cree que el crecimiento nace de un afán inmoderado del ser humano por tener más y que ese afán desordenado –llamado avaricia o, todavía más peyorativamente, codicia– va contra la ética. Por lo tanto, es éticamente necesario frenar el crecimiento.

Aunque, como he dicho, muchas de estas opiniones se dan mezcladas y superpuestas y se interrelacionan inextricablemente entre ellas, por claridad del análisis, las voy a analizar por separado. Pero no lo haré en el orden expuesto, sino que lo haré en el orden 1º, 3º y 2º.

Pero antes de adentrarme en ese laberinto, quiero hacer una puntualización sobre un tema que también es fuente de confusión y debate. Se trata de la forma de medición de ese crecimiento. Mucha gente cree que el PIB per cápita es un indicador muy pobre para medir de ese crecimiento. Estoy totalmente de acuerdo con esto. Pero el problema aparece cuando se quiere buscar un indicador sintético que sea el correcto. Se han propuesto multitud de parámetros como indicadores para esta medición. Pero todos ellos tienen varios problemas. El primero es el que podríamos llamar síndrome Torre de Babel. No hay ninguno que sea aceptado por todo el mundo y muchos de los propuestos no sólo no son aceptados por muchos, sino que son muy duramente criticados. El segundo es que su medición tiene un enorme grado de inexactitud subjetiva, lo que les lleva a ser muy fácilmente manipulables según la ideología que los maneje. Y el tercero es que, de una manera u otra, todos tienen una correlación estadística muy grande con el PIB per cápita. Por todo ello, y a pesar de estar de acuerdo con que el PIB per cápita es un indicador pobre, creo que es el más generalmente aceptado, el más objetivamente medible, el menos manipulable y el subyacente de muchas de las variables que se puedan añadir para cualquier índice sintético. Así pues, como dice el refrán, “a falta de pan, buenas son tortas”, creo que debemos aceptar el PIB per cápita como el menos malo de los indicadores. Pero antes de dar por cerrado el capítulo de justificaciones del uso del PIB, quiero hacer una aclaración que me parece muy pertinente sobre lo que realmente es el PIB.

El PIB se mide en dinero. Así, se dice que el PIB de España es de aproximadamente 1,25 billones de € y que el PIB per cápita es de unos 26.500 € por persona. Pero esto no es más que una manera de decir en una sola cifra qué cantidad de bienes y servicios ha sido capaz de producir España. En realidad, lo que significa es que el España se han producido X coches de tal y cual modelo, Y km de recorridos en avión, Z toneladas de helado, W horas de clase de primaria y universitaria, K servicios de urgencia de hospitales, etc., etc., etc. Es evidente que la lectura y comprensión de algo así sería imposible, de ahí que se reduzca a una sola cifra que representa en valor en precio de todos esos servicios. Pero el PIB es lo que he dicho, aunque para hacerlo inteligible se resuma en una cifra expresada en unidades monetarias. Y si tenemos en cuenta que cuando en una sociedad libre alguien compra algo a un determinado precio es porque el valor de uso que atribuye a eso que compra es superior a lo que paga por ello, es, con todas las limitaciones que se han apuntado, una medida de la prosperidad de un país.

Pasemos ahora a analizar las tres corrientes enunciadas más arriba.

1º En primer lugar, hay quien piensa que parar el crecimiento no iría contra la prosperidad.

Es muy difícil sostener racionalmente que parar el crecimiento pudiera no ir contra la prosperidad. Si echamos la vista atrás hasta hace 50, 100, 150,… años es imposible no sentir asombro por la prosperidad conseguida en cualquiera de esos lapsos de tiempo. La pobreza ha retrocedido de forma impresionante en todas partes del mundo, como lo ha hecho la mortandad infantil; el acceso a la sanidad y a la educación han aumentado, como también lo ha hecho la esperanza de vida. A duras penas podremos encontrar un indicador que haya empeorado. Y la pregunta es: ¿Qué hubiese pasado si en algún momento de ese pasado se hubiese decidido parar el crecimiento? ¿Cuál hubiese sido el momento adecuado? La respuesta es: Ningún momento hubiese sido el adecuado y, si se hubiese decidido eso, hubiese sido trágico para la humanidad. Por otro lado, echemos un simple vistazo a nuestro entorno inmediato y pensemos cuántos de los productos y servicios de los que hoy disponemos y hacen nuestra vida mucho mejor, existían hace 50, 100, 150,… etc., años. A poco que pensamos nos quedaremos asombrados. Si alguien dice que volvería a un mundo de esas épocas es porque algún tipo de ideología le ciega. Pero si se cumpliese ese deseo, tardaría unas horas en pedir llorando que, por el amor de Dios, le volviesen a traer a 2020. Y eso le pasaría a cualquier persona, viviese en la parte del mundo en la que viviese. Pero, además, ¿cómo se toma la decisión de parar el crecimiento? ¿Quién la toma? ¿Cómo ese alguien que la toma prohíbe que la iniciativa y creatividad personal sigan promoviendo el crecimiento? ¿Con la dictadura? Por supuesto, este aumento generalizado de la prosperidad no significa que nos podamos sentir satisfechos. Hay muchas cosas que mejorar en el desarrollo del mundo, pero sólo se pueden mejorar con crecimiento.

Pero, veamos el asunto desde otra óptica. Supongamos que paramos el crecimiento mundial del PIB. ¿Lo dejamos cómo está? ¿Los pobres siguiendo siendo pobres y los ricos, ricos? Tremendamente injusto. ¿Entonces? ¿Igualamos el PIB per cápita de todos los países y personas al promedio mundial actual? No quiero ni pensar los terribles disturbios que eso produciría en todo el mundo, empezando por nuestro vecindario. ¿Alguien lo querría? Pero, además, ¿cómo se hace eso? ¿Alguien en su sano juicio cree que si los países desarrollados dejasen de crear riqueza y empezasen a destruirla, los países pobres mejorarían? No, empeorarían todavía más. Sólo el crecimiento mundial puede conseguir que las mejoras de los últimos 200 años a nivel mundial sigan produciéndose. Para el crecimiento y volveremos a la época de las cavernas. Como dice la reina de Corazones en “Alicia en el país de las maravillas”: “En este país, si quieres quedarte quieto donde estas, tienes que correr tanto como puedas, ahora bien, si lo que quieres es avanzar, entonces tienes que correr cuanto menos el doble”. Si dejamos de correr tanto como podamos, retrocederemos.

En el artículo hay, sin embargo, un argumento sobre este asunto que merece la pena señalar. Es una argumentación mantenida por Dietrich Vollrath, de la Universidad de Houston y autor del libro “Fully Grown: Why a Stagnant Economy Is a Sign of Success” (“Crecimiento completado: ¿Por qué una economía estancada es una señal de éxito?”). Vollrath afirma que el frenazo que los países desarrollados están experimentando en su crecimiento es debido al envejecimiento de la población, al menor tamaño de las familias y a un desplazamiento del PIB hacia servicios a costa de los productos físicos. Hace hincapié en que estas causas de menor crecimiento son fruto de la libre elección de los ciudadanos de esos países, decisión originada precisamente por el desarrollo logrado. Por tanto, concluye, el estancamiento no es sino el fruto del éxito de la sociedad. Por mucho que su análisis esté basado en un modelo matemático desarrollado en los años 90 del siglo pasado por Robert Solow, un economista de gran éxito del MIT, lo cierto es que me huele a sofisma por los cuatro costados. Es totalmente falso que los ciudadanos de países desarrollados estemos satisfechos con el menor crecimiento.

Con esto doy por terminadas mis reflexiones sobre el primero de los asuntos enumerados al principio.

Tal y como dije más arriba el orden en que iba a tratarlos tres asuntos señalados era 1º, 3º y 2º. Así que voy con el 3º

3º ¿Nace el deseo de crecimiento de un afán inmoderado, de un apetito desordenado, de un vicio, por tener más?

Me parece que creer esto es despreciar a la naturaleza humana. Si hay algo arraigado en lo más profundo de nuestra naturaleza es el avanzar siempre en todos los campos. Y entre esos campos está el del logro de un mayor bienestar. Por lo tanto, querer que el PIB crezca –conviene recordar lo dicho más arriba sobre qué es realmente el PIB– no es una cuestión de avaricia, de querer tener más dinero por el mero hecho de tenerlo, sino que es el reflejo de la aspiración más innata, y totalmente digna, del ser humano a una vida más próspera. Si no fuese por esta innata y digna aspiración, seguiríamos viviendo en cavernas, como en el paleolítico. Y creo que es de una hipocresía inaudita defender lo contrario, porque quienes confunden la sana aspiración a una vida más próspera con la avaricia, buscan esa prosperidad para ellos mismos y para su familia tanto como los demás. Simplemente, consideran que lo que en ellos es una justa aspiración es, en los demás, avaricia. Ciertamente, existe el vicio de la avaricia, o de la codicia si se quiere, pero esa no es la norma. Es un apetito que en determinadas personas se desordena y convierte en vicio algo que es, de por sí, bueno. No creo que este tema merezca ni una línea más.

Vayamos ahora con el segundo asunto.

2º El segundo de ellos plantea una cuestión importante que es el tema de los recursos limitados. El argumento parece contundente. Con independencia de que queramos o no seguir creciendo, en algún momento, más bien pronto que tarde, tendremos que parar –tenga las consecuencias que tenga este parón– por la causa de fuerza mayor de que habremos agotado los recursos de la Tierra, además de haberla convertido en un estercolero o haber provocado una catástrofe climática y ecológica.

Este razonamiento está preñado de una profunda desconfianza en las posibilidades de la tecnología. Pero no hay más que encender la televisión para oír, da igual en qué programa, los más negros catastrofismos sobre el apocalipsis que se nos echa encima. Sin embargo, en los últimos 200 años la tecnología ha conseguido que en todo, absolutamente todo lo que se hace, la necesidad de consumo de recursos necesarios y la generación de subproductos indeseados disminuya por unidad de PIB producido. Esto es un hecho indiscutible. La duda está quién ganará la carrera: Si lo hará la producción creciente de bienes y servicios o vencerá la capacidad de aumentar los rendimientos en el consumo de recursos y en la disminución de los subproductos indeseados gracias a la tecnología. El pensamiento dominante cree, o se le ha hecho creer, que esa carrera la perderá la tecnología. Pero hay quien piensa que la tecnología la ganará. Incluso hay quien piensa que se está produciendo a pasos agigantados el fenómeno del “desacoplamiento absoluto” (“Absolute decoupling”). Es decir, que se producirá un desacoplamiento total entre el output de bienes producidos y el consumo de recursos o la emisión de subproductos dañinos. Los economistas medioambientales Alex Bowen y Cameron Hepburn conjeturan que conseguir un desacoplamiento absoluto en 2050 puede parecer un desafío relativamente fácil. Sin participar del optimismo radical de Bowen y Hepburn, me encuentro más cerca de su postura que de la visión apocalíptica. No me cabe la menor duda de que, mientras ese desacoplamiento vaya progresando, debemos ser cuidadosos con el consumo, el uso de los recursos y la generación de residuos, sólidos o gaseosos. Y, aunque posiblemente el desacoplamiento absoluto no se produzca nunca, creo que la carrera a la que antes he hecho referencia la ganará la tecnología. Hace meses escribí unas páginas tituladas “Los próximos 200 años” en las que, entre otras cosas, pasaba una somera revista a los avances tecnológicos que pueden hacernos avanzar en el desacoplamiento. Por supuesto, quien quiera que le envíe estas páginas no tiene más que pedírmelas. Pero, en cualquier caso, sólo hay una manera de saber quién ganará la carrera: corriéndola. Porque no es posible pararse en la línea de salida. La vida nos empuja. Pararse sí que es el apocalipsis garantizado. Y entre correr la carrera, aunque se pueda perder, o morir de parálisis en la línea de salida, la alternativa mejor es indudable. Si hay que morir –cosa ni mucho menos clara–, siempre es mejor morir luchando. Naturalmente, esa carrera de fondo hay que correrla con prudencia, es decir, como he dicho hace unas líneas, siendo cuidadosos con el consumo, el uso de recursos y la producción de residuos de cualquier tipo.

Para terminar, no quiero dejar de decir lo siguiente: Aunque el riesgo de perder la carrera está ahí, detrás de los que propugnan no correrla y dan por hecho el apocalipsis, está una estrategia gramsciana de la extrema izquierda en su intento de descarrilar la prosperidad de la economía de libre mercado. Esta gente no se hace la pregunta de si podemos tener prosperidad sin crecimiento. Lo que realmente detestan es la prosperidad creada por el sistema que detestan y que les ha arrinconado económicamente. Y tras su fomento de las diversas respuestas negativas en la pregunta que no es la suya está su intento de dar otra oportunidad a su fracasado sistema haciendo fracasar el sistema de libre mercado. Por supuesto no digo, ni de lejos, que todo el que cree que hay que parar el crecimiento de la prosperidad por causa de la ecología sea de extrama izquierdas. La sutileza de la estrategia gramsciana estriba en hacer que haya gente que juraría con verdad no sólo que no son comunistas, sino que detestan ese sistema, pero apoyan las respuestas fomentadas por ellos. Y si alguien piensa que lo mío es paranoia, que lea el articulo de José María Anson cuyo link adjunto.


7 de febrero de 2020

Una visión liberal de los 10 mandamientos y la Biblia


Hace unos días estuve en una interesantísima conferencia dada por Carlos Rodríguez Braun, catedrático de Historia del Pensamiento Económico y, sobre todo, persona con una mente brillante. El tema de la conferencia era una reflexión sobre el liberalismo en los 10 mandamientos y, más ampliamente, en la Biblia. Como siempre que oigo algo interesante, mi mente se puso en modo hervor y me ha obligado a poner por escrito mis reflexiones sobre la base de esa conferencia. Digo que mis reflexiones son sobre la base de esa conferencia, no un resumen de la misma. Me resulta, sin embargo, imposible, separar qué son mis reflexiones y qué es el contenido de la charla. Pero, en fin, ahí voy.

Me gustó mucho de ella que hiciese un análisis lúcido sobre los errores de muchos liberales, que han tenido su parte de culpa en el desencuentro que históricamente se ha producido entre cristianismo y liberalismo, sobre todo en el siglo XIX, pero cuyas secuelas perduran hasta nuestros días. Sin embargo, no es de eso de lo que quiero hablar, aunque a lo largo de estas líneas y, sobre todo, al final, daré mi punto de vista sobre este tema. Centrándonos en los mandamientos, Rodríguez Braun distingue, junto a todos los teólogos, los tres primeros mandamientos, referidos a nuestra relación con Dios, de los otros siete, a los que llamaba mandamientos sociales, porque se refieren a las relaciones entre los hombres y de ellos con la sociedad.

De estos tres primeros mandamientos se deduce que hay Alguien que está por encima del poder humano. Que el poder humano, aunque se otorgue democráticamente, no es autónomo. Que hay una ley superior al poder humano y a todas sus leyes y que éstas, incluso si se han promulgado a través de un proceso democrático, pueden ser injustas, inmorales y perniciosas. Es decir, esos tres mandamientos son una limitación del poder humano y, por tanto, un canto a la libertad. No a una libertad de hacer lo que queramos sino a una libertad sujeta a unos límites impuestos por un ser superior, que ama al ser humano y que busca su bien. Es decir, son un canto a una libertad para hacer el bien y evitar el mal. Son un canto a una libertad para, no a una libertad de. Porque la libertad es la suprema capacidad, única en el ser humano, para elegir el bien y rechazar el mal. Y el bien y el mal, aunque sea muy difícil trazar una frontera nítida entre ellos, son realidades externas al hombre y superiores a él. Es cierto que, como decía Solzenytschin, “la línea que separa el bien y el mal pasa por medio del corazón del hombre”. También dice esto el Evangelio en la parábola del trigo y la cizaña. A menudo es difícil definir dónde está esa línea que atraviesa nuestro corazón y de qué lado de ella estamos. Pero hay cosas innegables. El holocausto nazi estaba del lado del mal y la vida y obras de madre Teresa de Calcuta estaba en el lado del bien. Por eso, por encima del derecho positivo, el ser humano debe tratar de entender esa ley superior y tratar de evitar que el poder, ni siquiera el democrático, la traspase.

El primer mandamiento prohíbe tajantemente construir ningún ídolo de metal fundido ni de cualquier otro material y, por supuesto, prohíbe postrarse ante ellos. Sabido es que el pueblo de Israel se construyó, junto al monte Sinaí, un becerro de oro al que adoró, lo que produjo una terrible ira en Moisés cuando bajó del monte con las tablas de la Ley. Sabido es también que Jesús dice que no se puede servir a Dios y al dinero, es decir, que no se puede idolatrar al dinero. Muchos cristianos antiliberales ven en esto una maldición del dinero. Pero no hay tal. El oro con el que los israelitas hicieron el becerro provenía de que los egipcios se lo entregaron cuando se fueron de su país para que las plagas se aplacasen. El libro del Éxodo nos cuenta: “Los egipcios apremiaban al pueblo; tenían prisa en echarlos del país, porque pensaban: Vamos a morir todos. […] Siguiendo la orden de Moisés, los israelitas pidieron a los egipcios vestidos y objetos de plata y oro. Y el Señor hizo que los egipcios se mostraran benévolos con el pueblo y que accedieran a su petición de buen grado. Así despojaron a los egipcios”. En ningún momento se dice que la posesión de ese oro y plata fuese malo. El oro, el dinero, se convierte en malo cuando se hace con él un becerro de oro, cuando se lo idolatra. Pero de ninguna manera es malo en sí mismo. Al revés, en innumerables pasajes en la Biblia se presenta el hecho de tener bienes materiales como una bendición de Dios.

Según Rodríguez Braun, estos mandamientos para con Dios, “se traducen en la relevancia de su Iglesia, y esto chocó con el dogmatismo de numerosos liberales, que no entendieron, y muchos siguen sin entenderlo, que la Iglesia, con sus errores y sus horrores, es una institución que debemos defender los liberales, creyentes o no, porque cumple un papel muy importante en la defensa de la libertad, en tanto que entidad socialmente relevante que se interpone entre el poder y las personas”[1]. Siendo, como soy, creyente y católico, no puedo estar más de acuerdo con esta afirmación. Pero creo, sin embargo, que, así expresada, es un salto en un vacío lógico. De ahí que haga alguna aclaración.

Desde luego, si hay algo que caracteriza a la civilización nacida de la tradición judeo-cristiana, la civilización occidental, es la tensión, que yo califico como creativa, entre el poder terrenal y el religioso. En todas las demás civilizaciones, con las religiones que las sustentan, uno u otro de los dos poderes domina totalmente al otro. En las civilizaciones nacidas del Islam, el poder civil está completamente sometido al religioso. En las civilizaciones del extremo oriente o en las civilizaciones griega y romana, incluso en la cristiana del Imperio Bizantino, el poder religioso está o estaba totalmente sometido al civil. En cambio, toda la historia del judaísmo que nos cuenta el Antiguo Testamento está cruzada por la tensión creativa entre los dos poderes. Los profetas y los reyes, rara vez se llevaban bien. En la época de Cristo, las cosas no eran diferentes entre la religión judía y el poder dominante de Roma. Por su parte, el cristianismo siempre ha defendido la independencia de los dos poderes, aunque a lo largo de su historia haya habido intentos por parte de ambos de dominar al otro. Afortunadamente nunca estos intentos han llegado a tener un éxito completo en ninguna dirección. El siguiente párrafo lo escribo en apoyo de lo dicho hace tres líneas.

Ya desde el principio Cristo dijo claramente que cada uno de los poderes tenía su propio ámbito, como se ve en la famosa frase del Evangelio de “dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. Este camino de actuación señalado por Jesús, encuentra su eco en la primerísima Iglesia. En efecto, san Pedro, el primer Papa, dice en su primera epístola (1 Pedro 2, 13-17): “En atención al Señor, obedeced respetuosamente a toda institución humana, ya sea el jefe del Estado, en cuanto soberano, ya sean los gobernadores en cuanto comisionados por él para castigar a los malhechores y premiar a los que actúan bien. Pues esta es la voluntad de Dios: que al hacer el bien tapéis la boca a los ignorantes e insensatos. [...] Mostrad aprecio a todos, amad a los hermanos, honrad a Dios, respetad al jefe del Estado”. Conviene recordar que cuando san Pedro escribió esto, el jefe del Estado era Nerón. Esto dio lugar, en la tradición cristiana, a la llamada “teoría de las dos espadas”. Siglos más tarde, el Papa san Gelasio I (492-496), declaró: “El único poder reside en Cristo pero Él, de hecho, a causa de la debilidad y la soberbia humana, ha separado para los tiempos sucesivos los dos ministerios (civil y religioso), de manera que ninguno se ensoberbezca”. Son estos mimbres los que han hecho que únicamente en el occidente Cristiano haya podido mantenerse durante veinte siglos esta tensión creativa ya iniciada en el judaísmo. La soberbia humana, tanto de los hombres de la Iglesia como de los hombres de Estado ha hecho que unos y otros se equivocarán a lo largo de la historia[2]. Pero siempre tenían enfrente otro poder para llamarle al orden. No ha sido fácil y, muchas veces, las tensiones han llegado a límites durísimos. Pero ninguno de los dos poderes, en ningún momento de los últimos 4000 años, se ha rendido completamente ante el otro. ¡Afortunadamente! Quien quiera entender mejor por qué esta tensión entre los dos poderes me parece creativa, puede hacerlo en el siguiente link. Pero no es objeto de estas líneas profundizar sobre ello.


Lo que sí queda claro es que, como dice Rodríguez Braun, la “Iglesia, con sus errores y sus horrores, […] cumple un papel muy importante en la defensa de la libertad, en tanto que entidad socialmente relevante que se interpone entre el poder y las personas”. Llegados a este punto, debemos que distinguir el liberalismo del libertarianismo[3]. Algunos liberales, creo que minoritarios, piensan que el liberalismo no tiene que someterse a ningún límite de tipo moral, sino que para ellos sólo rige el imperio de la libertad personal absoluta, sin límites. Estos son los libertarianos, que defienden el libertarianismo. Pero la mayoría de los liberales, y desde luego, los fundadores del pensamiento liberal, como Adam Smith, Locke, la Escuela de Salamanca, y figuras señeras del mismo, como Hayek, no creen esto, sino que piensan que el ejercicio de la libertad económica debe estar sometido a normas morales de derecho natural y que las leyes positivas emanadas del estado tienen que ser acordes con ese derecho natural. En este sentido, creo que el propio Papa Juan Pablo II podría calificarse como liberal en lo económico. Como muestra, ahí van unos párrafos de su encíclica social Cenessimus annnus:

“Volviendo ahora a la pregunta inicial, ¿se puede decir quizá que, después del fracaso del comunismo[4], el sistema vencedor sea el capitalismo, y que hacia él estén dirigidos los esfuerzos de los países que tratan de reconstruir su economía y su sociedad? ¿Es quizá éste el modelo que es necesario proponer a los países del Tercer Mundo, que buscan la vía del verdadero progreso económico y civil?

La respuesta obviamente es compleja. Si por «capitalismo» se entiende un sistema económico que reconoce el papel fundamental y positivo de la empresa, del mercado, de la propiedad privada y de la consiguiente responsabilidad para con los medios de producción, de la libre creatividad humana en el sector de la economía, la respuesta ciertamente es positiva[5], aunque quizá sería más apropiado hablar de «economía de empresa», «economía de mercado», o simplemente de «economía libre». Pero si por «capitalismo» se entiende un sistema en el cual la libertad, en el ámbito económico, no está encuadrada en un sólido contexto jurídico que la ponga al servicio integral del ser humano, cuyo centro es ético y la considere como una particular dimensión de la misma, entonces la respuesta es absolutamente negativa”.

Es evidente que lo que Juan Pablo segundo es liberal, al menos en este párrafo, aunque la palabra capitalismo le produzca rechazo. Lo que no es, es libertariano, como no lo son la mayoría de los liberales.

Para estos último, los liberales no libertarianos, la interposición de la Iglesia, como institución con peso, intérprete de las normas morales que limitan el poder del estado y la justicia de sus leyes, es algo que, si no es necesario, sí es, al menos, muy benéfico para el liberalismo. Por supuesto, también hay cristianos y miembros de la Iglesia que trasgreden, al hablar de liberalismo, el ámbito propio de la religión. Estas irrupciones de cada uno en el campo que es propio del otro son las que han creado en desencuentro y, a veces, el enfrentamiento entre cristianismo y liberalismo. Me parece que la aportación de Rodríguez Braun para desfacer este entuerto es muy encomiable.

Llegamos ahora a los siete mandamientos que hemos llamado sociales. Y el primero de ellos es el de “honraras a tu padre y a tu madre”. Señala Rodríguez Braun que éste es el único mandamiento social que se enuncia de un modo asertivo en lugar de prohibitivo. Señala también que en las dos versiones de los mandamientos que aparecen en la Biblia, este cuarto mandamiento, además de ordenar honrar a padre y madre, añaden una promesa unida al cumplimiento del mismo: “… para que tus días se alarguen en la tierra que el Señor, tu Dios, te da”, dice en Éxodo 20, 12, mientras que en Deuteronomio 5, 16 se añade: “… como el Señor, tu Dios, te lo tiene mandado, y tus días se prolongarán por mucho tiempo y te irá bien en la tierra que el Señor, tu Dios, te da”. Rodríguez Braun hace dos extrapolaciones de este cuatro mandamiento. La primera es extender su bendición de los padres a la institución de la familia y, de ella, a todas las instituciones. La segunda liga este mandamiento a la longevidad de esas instituciones. No sé si el argumento es un poco demasiado forzado. Pero, si se acepta, ciertamente, mientras los tres primeros mandamientos ponen el poder de Dios sobre el poder humano y político y, el tercero, en particular, a través de los profetas o la Iglesia, interpone entre el poder político y los hombres algo que proviene del poder de Dios, este cuarto, el primero social, interpone las instituciones civiles longevas entre el poder político y la libertad del individuo. Instituciones civiles como, ciertamente, la familia, pero también la propiedad privada y, ¿por qué no?, la división de poderes y el Estado de Derecho y otras muchas. Los mandamientos salvaguardan de esta manera la libertad individual, sacralizando instituciones fuertes y duraderas y sancionando con su autoridad la subsidiariedad del estado. Por lo tanto, éste debe dictar leyes positivas que deben ser respetadas. Pero no puede dictar leyes que vayan contra esas normas superiores defendidas por Dios ni puede eliminar instituciones que se interponen entre su poder y las libertades individuales. E, incluso de las leyes justas, cuantas menos dicte mejor, para evitar caer en una jungla legislativa paralizante y plagada de contradicciones. Es harto conocida la animadversión del socialismo por las instituciones y su inveterado gusto por la prohibición. Ve en esas instituciones un freno para instaurar su supuesto paraíso, como lo ve en la libertad individual, lo que le lleva a un especial deleite en la prohibición. Dale poder a un socialista y empezará a prohibir.

La propiedad privada estaría también sancionada con el quinto mandamiento, no matarás –¿que propiedad puede haber más valiosa que la vida?– , el séptimo, no robarás, y el décimo, no codiciarás los bienes ajenos. Y estos mandamientos deben ser también respetados por el poder político, ya que los mandamientos están por encima de él. Sobre la propiedad privada, Rodríguez Braun señala que, incluso entre economistas neoclásicos, los hay que dudan del derecho a la propiedad privada de la tierra, como algo no multiplicable y, por tanto, propiedad de todos en general y de nadie en particular. Pero hay un curioso pasaje del libro del Génesis que sanciona con claridad la propiedad privada de la tierra. Una buena parte del capítulo 23 de este libro se dedica a ello. Este capítulo nos cuenta la muerte de Sara, la mujer de Abraham. Abraham, que vive en la Tierra Prometida por Dios, sin poseer ni un centímetro cuadrado de la misma, quiere tener en propiedad un lugar en el que enterrar a su esposa difunta. El pasaje es tan peculiar que creo que merece ser transcrito literalmente.

“Abraham fue a llorar a Sara y a hacer duelo por ella. Y cuando se levantó de junto a su difunta, habló así a los hititas:

- Yo soy un emigrante que reside entre vosotros. Dadme una sepultura en propiedad para enterrar a mi difunta.

Los hititas le respondieron:

- Escúchanos, señor, tú eres entre nosotros un príncipe divino[6]. Sepulta a tu difunta en el mejor de nuestros sepulcros; ninguno de nosotros te negará el suyo para que puedas sepultar a tu difunta.

Abraham se levantó, hizo una reverencia ante la gente del país y les habló así:

- Si estáis de acuerdo en que sepulte a mi difunta, escuchadme: interceded por mí ante Efrón, el hijo de Sofar para que me venda por su justo precio, como sepultura en propiedad, la cueva de Macpelá, que se encuentra al final de su campo.

Efrón, el hitita, se hallaba presente y respondió a Abraham en presencia de los hititas que asistían al trato:

- No, señor mío, escúchame: yo te doy el campo y la cueva que hay en él; en presencia de los hititas de mi pueblo te lo doy. Sepulta a tu difunta.

Entonces Abraham hizo una reverencia ante la gente del país y habló así a Efrón, en presencia del pueblo:

- Escúchame, por favor, yo te doy el precio del campo; acéptalo; entonces enterraré a mi difunta.

Pero Efrón respondió a Abraham:

- Señor, escúchame; el terreno vale cuatrocientas monedas de plata[7], ¿qué es eso para nosotros dos? Anda, entierra a tu difunta.

Abraham llegó a un acuerdo con Efrón y le pagó el precio que le había pedido en presencia de los hititas: cuatrocientas monedas de plata de uso corriente entre los comerciantes. De este modo, el campo de Efrón, que estaba en Macpelá, enfrente de Mambré: el campo, su cueva y todos los árboles de su término, pasaron a ser propiedad de Abraham, en presencia de los hititas, que asistían al trato”.

Caben pocas dudas de que en este pasaje la Biblia sanciona la propiedad privada de la tierra, así como la importancia de los contratos ante testigos y hasta del registro de la propiedad.

Es precisamente el octavo mandamiento, no mentirás o, como se expresa en las dos narraciones de los mandamientos, “no levantarás falso testimonio contra tu prójimo” –y, por supuesto, en el pasaje anterior–, en el que se apoya el respeto a los contratos que está en la base de toda economía liberal. Respeto debido, no únicamente por las partes contratantes, que por supuesto, sino por toda la comunidad, el estado incluido.

Qué decir del sexto mandamiento, que es inseparable del noveno. El sexto dice: “No cometerás adulterio” y el noveno: “No desearás la mujer de tu prójimo”. El primero es una norma de respeto a los derechos del propio cónyuge y/o del cónyuge de la otra parte con la que se comete adulterio. El noveno se anticipa en varios siglos al mandato de Cristo cuando dice: “Habéis oído decir: no cometerás adulterio. Pero yo os digo que todo el que mira con malos deseos a una mujer (Cristo no especifica que tenga que estar casada la mujer mirada ni el hombre que mira), ya ha cometido adulterio con ella en su corazón”.

Señala Rodriguez Braun que lo exquisito de los mandamientos es que se refiere a los derechos sobre las propiedades de los otros. Los mandamientos no dicen “nadie te puede robar a ti” o, “nadie puede “robarte” a tu mujer” o “no permitirás que nadie desee a tu mujer” o nadie puede codiciar tus bienes”. No. Lo que dice es: “ no puedes robar”, “ no puedes robarle su mujer al otro”, “ no puedes desear la mujer del otro”, “ no puedes codiciar los bienes de otro”. Y ese , es, por supuesto, también, el estado.

No está mal la reflexión. ¿Apoyan los diez mandamientos, la Biblia y los Evangelios una visión liberal, que no libertariana? Creo que la respuesta es afirmativa.

Por último, Rodríguez Braun dice algo muy sutil y de gran honestidad intelectual. Dice: “Sé muy bien, como sabéis vosotros, que en la Biblia hay de todo y que los textos sagrados, como casi cualquier texto, pueden expurgarse para que digan cualquier cosa y, en este caso, cualquier cosa antiliberal. Lo interesante de lo que hoy me ocupa es que ese esfuerzo de entresacadura debe ser realmente ímprobo para convertir el Decálogo en un manifiesto comunista o socialista. En cambio, su liberalismo es realmente imponente”.

Para terminar, un apunte sobre el desencuentro histórico entre liberalismo y cristianismo, más allá de lo apuntado más arriba. Cuando en el siglo XIX el Papa Pío IX en su encíclica “Quanta cura” y en su famoso anexo, conocido como el Syllabus condenó con enorme rotundidad el liberalismo, de ninguna manera se refería al liberalismo económico. Se estaba refiriendo a una ideología que defendía la autonomía absoluta del hombre ante Dios y ante toda instancia superior a él, así como al intento de explicar el mundo y las normas morales con la exclusión de Dios. Uno podrá estar más o menos de acuerdo con el contenido de esta encíclica y del Syllabus, pero de ninguna manera puede decir que condena el liberalismo económico. Ciertamente que ha habido, y hay, liberales en los que se dan juntas la fe en el sistema económico liberal y un liberalismo de corte ideológico como el condenado por el Papa Pío IX. Por tanto, en ese desencuentro, que casi se pude llamar enfrentamiento, algunos liberales no son del todo inocentes. Pero estoy convencido, aunque parezca paradójico, de que hay un solape inmensamente mayor entre el liberalismo ideológico condenado por Pío IX y el socialismo, que el que pueda haber entre aquél y el liberalismo económico.

De la misma manera, en la Doctrina Social de la Iglesia, de la que ya he dicho en otros escritos míos que me parece confusa hasta el caos y contradictoria en lo accesorio de su contenido, que es la mayoría, condena directa y contundentemente el comunismo y el socialismo. Sin embargo, cuando habla del liberalismo, jamás lo condena taxativamente, como hace con comunismo y socialismo, sino que, cuando lo condena, lo hace de forma a mi modo de ver confusa y, a menudo contradictoria. Y creo que lo hace así porque hay una confusión semántica entre liberalismo y libertarianismo, como se ha definido en estas líneas. Confusión semántica de la que los liberales hemos tenido nuestra parte de culpa.

Termino agradeciendo a Carlos Rodríguez Braun su interesantísima conferencia y aclarando, como hice al principio, que estas páginas ni son, ni pretenden ser un resumen de su conferencia, sino unas reflexiones mías germinadas a raíz de ésta.


[1] Citado textualmente de un folleto en el que se refleja casi palabra por palabra la conferencia de Rodríguez Braun. Cuando el texto de ese cuadernillo esté colgado en el link que para ello tiene habilitado el Centro Diego de Covarrubias, os lo haré llegar.
[2] La infalibilidad del Papa no es para asuntos de política y de Estado, sino tan sólo para las cuestiones dogmáticas y morales.
[3] El concepto de libertarianismo nace en estados unidos bajo el nombre de libertarianism. No está claro si la traducción española debe ser libertarismo o libertarianismo. Me inclino por esta segunda, aunque menos eufónica, por ser más precisa. Libertarismo podría ser más bien la doctrina sostenida por los libertarios y esta palabra, en español parece que designa más a los anarquistas tradicionales que a los liberales a ultranza. La palabra libertarianismo aunque, como se ha dicho, menos eufónica, parece menos afectada por esta confusión semántica.
[4] Previamente, el Papa Juan Pablo II había dedicado todo el capítulo III de esta encíclica, que lleva el título de “El año 1989”, a describir el fracaso total del comunismo.
[5] Cuando he dado a leer este párrafo a muy diferentes tipos de personas, sin decir su fuente y pidiéndoles que identificasen a su autor, las respuestas iban de Adam Smith a Hayek, pasando por muchos otros autores, pero jamás me han citado a Juan Pablo II.
[6] Impresionante manera de definir a Abraham, un pobre pastor nómada, por parte del pueblo guerrero y asentado en medio del cual vivía como emigrante. Ciertamente el Señor tardó en dar la Tierra Prometida en propiedad a los descendientes de Abraham –la tendrían que conquistar siglos más tarde al mando de Josué– pero de lo que no cabe duda es de que le protegió mientras vivió como un paria en ella.
[7] No tengo ni idea de lo que pudieran representar 400 monedas de plata en aquella época, pero por otras referencias bíblicas comparables, se me antoja que Efrón se aprovechó de Abraham. En efecto, san Mateo nos dice en su evangelio lo siguiente: “Mientras tanto, Judas, el traidor, al ver que lo habían condenado, se arrepintió y devolvió las treinta monedas de plata a los jefes de los sacerdotes y los ancianos, diciendo: ‘He pecado entregando sangre inocente’. Ellos replicaron: ‘¿A nosotros qué? Allá tú’. Él arrojó en el templo las monedas, se marchó y se ahorcó. Los jefes de los sacerdotes tomaron las monedas y dijeron: ‘No se pueden echar en el tesoro del templo, porque son precio de sangre’. Y después de deliberar, compraron con ellas el campo del alfarero para sepultura de forasteros”. Si consideramos que este campo estaba al lado de Jerusalén, es decir era casi urbano, mientras el de Abraham estaba en mitad de ningún sitio, admitimos que la inflación ha sido una constante en la historia de la humanidad y nos damos cuenta de que entre los dos episodios median 1.800 años, entonces, el precio de 400 monedas de plata debió ser un latrocinio contra Abraham.