17 de mayo de 2020

Están soltando a Leviatán


Hace años escribí una cosa de la que hoy traigo aquí un refrito con un objetivo distinto del que me movió a escribirlo en su día. Es una visión de la filosofía política de Hobbes y Locke, dos de los filósofos empiristas ingleses, que tienen mucho que ver con lo que está pasando en el mundo occidental en los últimos años –o lustros– y acentuándose en España a raíz de la “excusa” del coronavirus. Como el texto que viene a continuación es mío, me puedo tomar la libertad de retocarlo allí donde me parezca, sin dejar constancia de ello. Pero, por supuesto, quien quiera el texto entero, no tiene más que pedírmelo.

Me cito:

El empirismo inglés.

Inglaterra, siempre menos especulativa y más pegada al terreno que el continente, dio a luz una corriente de pensamiento opuesta al racionalismo pero que, como éste, nace de una actitud de profunda desconfianza sobre la posibilidad de certeza en el conocimiento. Se trata del empirismo. Esta corriente desarrolla dos temas diferentes. Uno, […]. Otro, preocupado por cuestiones de índole más práctica, que se ocupa de la forma de ejercer el poder político y de las fuentes y orígenes de ese poder, representada por Thomas Hobbes (1588-1679) y John Locke (1632-1704).

Thomas Hobbes (1588-1679)

Inglés, contemporáneo de Descartes, el pensamiento de Hobbes era mucho más pragmático, como buen anglosajón. No tenía mucha fe en el hombre, lo que le llevó a formular su conocida frase: “El hombre es un lobo para el hombre”. Si la sociedad quería funcionar había que poner coto a esa ferocidad. Se trataba de establecer un contrato de coexistencia absolutamente inviolable. Pero para que ese contrato fuese absolutamente inviolable debía haber un garante todopoderoso. Ese garante sería el Estado. Su obra más famosa lleva el nombre de “Leviatán”. Leviatán es un monstruo marino terrible, descrito en el libro de Job.

“¿Puedes pescar a Leviatán con anzuelo o sujetar con un cordel su lengua? ¿Clavarás un junco en sus narices? ¿Taladrarás con un gancho sus fauces? ¿Te hará acaso largas súplicas o te dirá cosas tiernas? ¿Hará contigo el pacto de ser tu siervo para siempre? ¿Jugarás con él como un pájaro o lo atarás como un juguete de tus niñas? ¿Traficarán con él los pescadores? ¿Lo venderán en pública subasta? ¿Acribillarás su piel con dardos? ¿Taladrarás su cabeza con arpón? Atrévete contra él, te acordarás y no volverás a hacerlo.

La sola vista de Leviatán aterra, es de ilusos esperar vencerlo. Nadie hay tan audaz que se atreva a provocarlo. ¿Quién puede resistirlo frente a frente? ¿Quién lo atacó y salió ileso? ¡Ninguno bajo los cielos! Voy a describir también sus miembros, hablaré de su fuerza sin igual. ¿Quién logró desgarrar su dura piel y penetrar por su doble coraza? ¿Quién abrió las puertas de sus fauces rodeadas de dientes terroríficos? Su dorso es una hilera de escudos sólidamente soldados; están tan apretados entre sí que ni un soplo puede pasar entre ellos; están pegados uno a otro, adheridos sin dejar fisura. Su estornudo lanza destellos, sus ojos son como los párpados del alba. Sus fauces despiden llamaradas, arrojan chispas de fuego; de sus narices sale humo, como de una caldera hirviendo; su aliento encendería carbones, una llama sale de sus fauces. En su cuello reside la fuerza y ante él cunde el terror. Su carne es compacta, firmemente adosada a su cuerpo. Su corazón es duro como la roca, duro como piedra de molino. Cuando se yergue se asustan los valientes, el terror los hace retroceder. La espada que lo alcanza no se clava, ni tampoco lanza, dardo o jabalina; paja es el hierro para él y el bronce, madera carcomida; no le pone en fuga la saeta, polvo son para él las piedras de la honda; como golpe de caña le resulta la maza, se ríe del silbido del dardo. Tiene bajo el vientre tejuelas puntiagudas que arañan el fango como un trillo. Hace hervir el abismo como una olla, hace del mar un pebetero; deja detrás de sí una estela brillante y el mar parece una melena blanca. No tiene igual en la tierra, es una criatura sin miedo; hasta a los más arrogantes hace frente. ¡Es el rey de todas las fieras!” [1]

Tal era el garante del contrato entre los hombres. El Estado Leviatán de Hobbes no respondía más que ante sí mismo. La moral se desplazaba, de esta manera, desde un respeto que los hombres se deben unos a otros –aunque frecuentemente no se lo otorguen– por ser hijos de Dios, a un contrato garantizado por un Estado todopoderoso y terrible como Leviatán. Esta norma ética ha dado en llamarse “contractualismo”. Pero, claro, quedaban cuestiones importantes sin resolver: ¿Quién o qué podía evitar los atropellos del Estado Leviatán? ¿Quién manejaría al monstruo?

John Locke (1632-1704)

En el terreno de la teoría del Estado Locke es el contrapeso de Hobbes. Opuesto a la idea hobbesiana de que el hombre es un lobo para el hombre, Locke concibe en el hombre una tendencia al amor universal. Es un ser con una muy limitada libertad situada en la frontera del determinismo físico, en una, llamémosle así, estrecha zona de indiferencia. De esta limitada libertad nace la obligación del hombre de someterse a una norma moral que es la ley natural. El hombre no nace en la libertad pero sí para la libertad y por eso, su contractualismo de cesión del derecho al Estado, es limitado. Debido a que el Estado que, al fin y a la postre, siempre estaría controlado por alguien, podría ser usado por ese alguien contra los individuos que lo forman (Locke no era tan tonto como para no creer que, efectivamente, hay hombres que son lobos para los hombres), le parece conveniente que tenga sus poderes restringidos. El poder del soberano provendría de la cesión del pueblo, y siempre podría volver a él. La separación de los poderes del Estado sería la garantía de que esa reversión fuese posible. Así, Leviatán, en vez de ser una bestia incontrolada, pasaba a estar controlada, al menos en teoría, por la soberanía del pueblo que era, a su vez, tributario de la ley natural. Locke es, probablemente, el primer filósofo que habla de la separación de poderes del Estado y, en consecuencia, del germen de lo que hoy se conoce como el Estado de Derecho, como forma de controlar a Leviatán, a pesar de que Montesquieu, como buen francés, sea el que acapara injustamente el mérito de la separación de poderes. No es, por otra parte, extraño que esta idea de la separación de poderes se genere en Inglaterra. Desde el año 1215 en que Juan I, conocido como Juan sin tierra, firmase, obligado por la baja nobleza inglesa, la Carta Magna, la separación de poderes empezó tímidamente a ser un hecho aceptado, aún de mala gana, por los soberanos ingleses.

Fin de la autocita.

No es menos cierto, sin embargo, que el sometimiento del príncipe a la ley natural como límite a su poder, es una idea de profundas raíces católicas, que dio lugar a la justificación, bajo determinadas circunstancias, del derrocamiento del soberano, si se convertía en tirano, al ir contra la ley natural e, incluso, al tiranicidio en situaciones extremas. No conviene olvidar que la Carta Magna es muy anterior a la ruptura de Inglaterra con la Iglesia. Siglos más tarde, con la reforma luterana y el cisma de Inglaterra con la Iglesia católica, el poder político se situó por encima de la ley natural y no necesitaba la justificación de ésta. Hay evidencias documentales de que Locke conocía y había bebido de esas fuentes católicas de la limitación del poder por la ley natural, pero en su época –su juventud ocurrió durante el puritanismo de Cromwell y murió durante el reinado de Guillermo de Orange– la posesión de libros católicos y la difusión de sus ideas estaban durísimamente penados. Así pues, tras la reforma protestante, la separación de poderes se quedó sin ningún otro límite que el puro contractualismo y esto dio lugar, con el paso de varios siglos a una democracia autónoma en la que, con el respaldo más o menos explícito de la mayoría, todo es permisible, sin que ningún mandato de ninguna ley natural, convenientemente silenciada, pueda oponerse a la voluntad de la mayoría. En esos siglos que van desde Descartes hasta hoy, mediante un proceso de deterioro filosófico cuya descripción excede los límites de estas páginas, se fue cada vez borrando más el concepto de realidad sobre la que, mediante la razón, se pudiese llegar a saber, con las precauciones debidas, lo que es objetivamente bueno y separarlo de lo objetivamente malo, que eso es lo que es la ley natural. Se llegó así a un concepto de tolerancia que, en palabras de Toynbee, “la tolerancia lograda por la Ilustración constituyó una tolerancia basada, no en las virtudes de la fe, esperanza y caridad, sino en las enfermedades mefistofélicas de la desilusión, la aprensión y el cinismo. No fue una difícil conquista del fervor religioso, sino un fácil producto secundario de su decaimiento”[2].

Y este es el caballo de Troya del Estado de Derecho de Locke (o del de Montesquieu, tanto da). La tolerancia del todo vale lo mismo y el relativismo de que no hay ideas malignas, ha acabado con el sistema inmunitario de ese Estado de Derecho, como el VIH acaba con el humano. Y, a falta de ese sistema inmunitario, las enfermedades oportunistas, siguiendo con el símil del VIH, pueden acabar en la muerte de las sociedades democráticas. Personas que, por diferentes motivos, odian la libertad pueden –y de hecho lo hacen– infiltrarse en las instituciones democráticas. La democracia, que no es una vaca sagrada en sí misma, sino un instrumento para intentar garantizar el Estado de Derecho que, a su vez, es la garantía de la libertad humana, es incapaz de defenderse de estos gérmenes. Ciertamente, una educación ciudadana recta y profunda podría ser una vacuna contra esos patógenos sociales. Pero el problema es que esas ideas de falsa tolerancia y relativismo, así como la falta de rigor conceptual y lógico, también impregnan la educación. Citando otra vez a Toynbee:

“Un obstáculo en el camino ha sido el inevitable empobrecimiento de los resultados de la educación cuando su proceso se hace utilizable a ‘las masas’ a costa de su divorcio con su tradicional fondo cultural. […] Nuestro alimento intelectual producido en masa carece de sabor y de vitaminas. […] Un segundo obstáculo en el camino ha sido el espíritu utilitario con que los frutos de la educación tienden a utilizarse cuando se ponen al alcance de todo el mundo. […] La posibilidad de utilizar la educación como un medio de entretenimiento para ‘las masas’ sólo ha surgido desde la introducción de la educación elemental universal, y esta posibilidad ha colocado un tercer obstáculo en el camino , que es el mayor de todos ellos. Apenas se ha arrojado a las aguas el pan de la educación universal, cuando una manada de tiburones surge del fondo y devora el pan de los niños ante los mismos ojos del educador. […] Y la prensa sensacionalista fue inventada unos veinte años más tarde –esto es, tan pronto como hubo adquirido suficiente poder adquisitivo la primera generación de niños procedentes de las escuelas– por un golpe de genio irresponsable que adivinó que la obra de amor del filántropo podía aprovecharse para rendir un beneficio magnífico a un señor de la prensa. Los efectos desconcertantes del impacto de la democracia sobre la educación han atraído la atención de los gobernantes de los modernos Estados nacionales aspirantes al totalitarismo. Si los señores de la prensa podían hacer millones proporcionando un entretenimiento vano a los semieducados, los estadistas serios podían obtener, no ya dinero, pero tal vez sí poder de la misma fuente. Los dictadores modernos han depuesto a los señores de la prensa y han sustituido el grosero y envilecido entretenimiento privado por una igualmente grosera y envilecida propaganda de Estado. La maquinaria complicada e ingeniosa para la esclavitud en masa de las mentes semieducadas […] ha sido simplemente adoptada por los gobernantes de Estados, que han empleado estos instrumentos mentales, reforzados por el cine y la radio [y la televisión, habría sin duda escrito Toynbee si la televisión hubiese existido cuando escribió esto], para sus propios siniestros propósitos”[3]. “Al abrir a todos una casa de tesoros intelectuales, […], el espíritu de la democracia occidental moderna había brindado a la humanidad una nueva esperanza, aunque al precio de exponerse a un nuevo peligro. El peligro estribaba en las oportunidades que una educación universal daba a la propaganda y en la habilidad y falta de escrúpulos con que la habían aprovechado sagaces vendedores, agencias de noticias, grupos de presión, partidos políticos y gobiernos totalitarios. La esperanza estaba en la posibilidad de que estos explotadores de un público semieducado no pudieran ‘condicionar’ a sus víctimas hasta el punto de impedirles que continuaran su educación de modo que llegaran a hacerse inmunes a tal explotación”[4] […]. “Así, en los países en los que se ha introducido la educación democrática, las gentes están en peligro de caer bajo una tiranía intelectual. […] Si han de salvarse las almas de los hombres, el único camino para ello es elevar el nivel de la educación de ‘las masas’ hasta un grado tal que sus receptores sean inmunes de algún modo a las formas más groseras de la explotación y la propaganda; ni que decir tiene que esta no es una tarea fácil”[5].

No es que no sea tarea fácil, es que los gobernantes actuales, en especial los que quieren hacerse con el control del Estado de Derecho para destruirlo, no están interesados en absoluto en inmunizar a los ciudadanos contra su infección. Una ciudadanía semieducada y manipilable es mucho más fácil de manejar. La educación universal ha perdido su sabor y sus vitaminas no sólo por su masificación –eso podría arreglarse con el tiempo–, sino porque se le han quitado esas vitaminas y ese sabor de forma consciente. Más, se les ha adicionado la toxina de la falsa tolerancia basada en el relativismo del todo vale lo mismo.

Y así, delante de nuestras narices, y ante la impotencia del propio sistema democrático del Estado de Derecho, la izquierda radical, que siempre ha detestado la libertad y cuyo mayor enemigo es, precisamente, el Estado de Derecho, está desatando a Leviatán para cabalgarlo y utilizarlo para implantar un sistema de ruina terror y miseria. Pero nada de esto es nuevo ni improvisado. Forma parte de una estrategia gramsciana que está perfectamente ideada, diseñada y llevada a la práctica con un plan meticulosamente orquestado. Si la democracia no se reinventa para dotarse de un sistema inmunitario que le proteja de estos agentes patógenos, está muerta. Pero me temo que esa tolerancia basada, no en las virtudes de la fe, esperanza y caridad, sino en las enfermedades mefistofélicas de la desilusión, la aprensión y el cinismo, que tan meticulosa e irrasponsablemente lleva cultivando Occidente desde hace siglos, le impedirá dotarse del necesario sistema inmunitario y verá como del vientre del caballo salen los nuevos bárbaros para destruirla. Yo no puedo hacer otra cosa que levantar mi voz para gritarlo. Llevo años haciéndolo como voz que clama en el desierto. Me siento como debía sentirse Casandra en Troya, avisando a los troyanos de que el caballo era una trampa, ante la indiferencia de sus conciudadanos que celebraban alegre y prematuramente la victoria. Pero, citando a Quevedo “no he de callar por más que con el dedo, / ya tocando la boca, ya la frente / silencio avises o amenaces miedo”.



[1] Job, 40, 20-41, 25
[2] Pag. 281 del tomo II del compendio de “El estudio de la Historia” de Arnold J. Toynbee.
[3] Pag. 430 y 431 del tomo I del compendio de “El estudio de la Historia” de Arnold J. Toynbee.
[4] Pag 262 del tomo III del compendio de “E l estudio de la Historia” de Arnold J. Toynbee.
[5] Pag. 431 y 432 del tomo I del compendio de “El estudio de la Historia” de Arnold J. Toynbee.

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