Empiezo por pedir disculpas por aplicar la palabra
doctrina a lo que no pasa de ser una opinión personal o, más aún, tal vez tan
sólo una elucubración. No obstante, uso esa palabra, aunque entrecomillada, por
alusión a la, esa sí, doctrina de las dos espadas, con la que, en mi opinión,
tiene un cierto paralelismo.
La doctrina de las dos espadas se refiere a la
separación de los dos poderes, el espiritual y el temporal, encarnándose
respectivamente en el Papa y en el Emperador o, si hablamos en términos
actuales, en la Iglesia y el Estado. Esta doctrina queda magníficamente
expresada, a mi modo de ver en las palabras del Papa san Gelasio I (492-496) en
una carta dirigida al Emperador Anastasio I.
“Tú sabes que es tu deber, en lo que pertenece a la recepción y
reverente administración de los sacramentos, obedecer a la autoridad
eclesiástica en vez de dominarla. Por tanto, en esas cuestiones debes depender del juicio eclesiástico en vez de
tratar de doblegarlo a tu propia voluntad. Pues si en asuntos que tocan a la administración de la disciplina pública, los
obispos de la iglesia, sabiendo que el imperio se te ha otorgado por la
disposición divina, obedecen tus leyes para que no parezca que hay
opiniones contrarias en cuestiones puramente materiales, ¿con qué diligencia,
pregunto yo, debes obedecer a los que han recibido el cargo de administrar los
divinos misterios?” Completado con este
otro texto: “El único poder reside en Cristo
pero Él, de hecho, a causa de la debilidad y la soberbia humana, ha separado
para los tiempos sucesivos los dos ministerios
(civil y religioso), de manera que ninguno se ensoberbezca”.
Esta formulación de la doctrina se
ha malinterpretado, a mi entender, a lo largo de la historia, leyéndose en el
sentido de la supremacía del poder espiritual sobre el temporal. Pero, según yo
lo veo, mantiene un exquisito equilibrio entre las dos esferas de autoridad, la
espiritual y la temporal. Me parece que está en total consonancia con lo que
nos dice Cristo en el Evangelio: “Dad al
César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” o con lo que dice san
Pedro, el primer vicario de Cristo, en su primera epístola (1 Pedro 2, 13-17): “En atención al Señor, obedeced
respetuosamente a toda institución humana, ya sea el jefe del Estado, en cuanto
soberano, ya sean los gobernadores en cuanto comisionados por él para castigar
a los malhechores y premiar a los que actúan bien. Pues esta es la voluntad de
Dios: que al hacer el bien tapéis la boca a los ignorantes e insensatos. [...]
Mostrad aprecio a todos, amad a los hermanos, honrad a Dios, respetad al jefe
del Estado”. Conviene recordar que el jefe del Estado era Nerón.
El nombre de las dos espadas que se
da a esta doctrina proviene de dos pasajes del Evangelio. Uno narrado
únicamente por san Lucas en la última cena: (Lucas 22, 35-38) y el otro narrado
por los cuatro evangelistas en el prendimiento de Jesús: (Mateo 26, 51-54,
Marcos 14, 47, Lucas 22, 49-51 y Juan 18, 10-11). El de la última cena dice:
“A
continuación les dijo: ‘Cuando os envié sin bolsa, sin alforja y sin sandalias,
¿os faltó algo?’ Ellos contestaron: ‘Nada’. Jesús añadió: ‘Pues ahora, el que
tenga bolsa, que la tome, y lo mismo el que tenga alforja; y el que no tenga
espada, que venda su manto y se la compre’. […] Ellos le dijeron: ‘Señor, aquí
hay dos espadas’. Jesús les dijo: ‘¡Es suficiente!’” (Lucas 22, 35-38).
En el pasaje del prendimiento, los cuatro evangelistas
narran cómo un discípulo desenvaina la espada y corta la oreja de uno de los
que van a prender a Jesús. Pero cada uno resalta algún detalle particular.
Mateo no da el nombre del discípulo, pero nos dice que Jesús le ordena guardar la
espada porque el que empuña la espada morirá a espada y luego le dice: “¿O crees que no puedo acudir a mi Padre,
que pondría a mi disposición en seguida más de doce legiones de Ángeles? Pero,
¿cómo se cumplirían las Escrituras, según las cuales tiene que suceder así?”
Marcos, siempre escueto, tampoco desvela el nombre del violento discípulo ni
nos dice nada de la reacción de Jesús. Lucas tampoco nos dice quién fue el
agresor, pero pone en boca de Jesús una orden tajante: “¡Dejadlo!”, y después nos cuenta cómo Cristo curó al herido. Por
último, Juan nos revela tanto la identidad del atacante, Simón Pedro, como la
del herido, Malco, y ordena a Pedro que envaine la espada preguntándole: “¿Es que no debo beber esta copa de amargura
que el Padre me tiene preparada?”
La Tradición ha querido ver en estos pasajes (me
parece que trayéndolos un poco por los pelos) la base de la doctrina de la
relación entre las esferas del poder espiritual y temporal. Primero, en el
hecho de que Jesús recomiende la posesión de dos espadas y que sea suficiente
con dos, se ve la necesidad de esos dos poderes y no más. Segundo, basándose en
los pasajes del prendimiento –especialmente en el de san Juan–, que Pedro no
puede usar su espada sin la autorización de Jesús. Cuando, en el siglo XI
estalló la disputa de las investiduras entre el Imperio y la Iglesia, ésta usó
la espada de la excomunión para ganar la primera batalla. Pero tras varios
siglos de su uso, cada vez menos efectivo, cuando Bonifacio VIII, en el siglo
XIV, la quiso usar para intimidar al rey de Francia, Felipe el Hermoso, los
efectos fueron los contrarios. El rey secuestró al Papa tras afrentarle
ignominiosamente en Anagni, adonde fue a buscarle. ¿Por qué se me viene a la
cabeza al ver el giro de la historia lo de que el que empuña la espada morirá a
espada?
Por supuesto, que la pretensión de los Emperadores
primero y de otros reyes después, fue entrometerse en los asuntos de la Iglesia
para nombrar obispos e influir en cuestiones dogmáticas. Pero, ¿dio Cristo
autorización a la Iglesia para usar esa espada? ¿No será que la Iglesia tendría
que haber sido capaz de beber la copa de amargura que Cristo tuvo que beber sin
usar la espada del antema y de la excomunión? No lo sé. Arnold J. Toynbee en su
“Estudio de la historia”, dedica un apartado bajo el nombre de “El riesgo de
militar en la tierra” a ilustrar magníficamente cómo medios espirituales que
pueden parecer razonables y hasta buenos, pueden tener consecuencias indeseadas
y negativas. Creo que en el espíritu de la doctrina de las dos espadas está la
cooperación entre ambas para el bien del pueblo de Dios, y no su confrontación.
Hace años escribí unas líneas en las que exponía por qué me parecía que esta
tensión entre los dos poderes –que ha sido única en la historia entre la
civilización occidental y la Iglesia católica ya que en las demás
civilizaciones y religiones siempre ha habido una casi total sumisión de un
poder a otro–, si se entiende bien, ha sido fuente de progreso. Es
como una cuerda tensa que, si no llega a romperse, se pueden sacar de ella
notas que no se pueden sacar de una cuerda fofa.
Bueno, hasta aquí con la doctrina de las dos espadas.
Vamos ahora a la “doctrina” –ésta entre comillas– de las dos redes. De ninguna
manera pretendo un paralelismo punto por punto entre la doctrina de las dos
espadas y la “doctrina” de las dos redes, pero sí una analogía de conjunto.
La idea de las dos redes se me vino a la cabeza al
recordar una respuesta del Papa Benedicto XVI a un periodista en su viaje a
Alemania, durante el vuelo a Berlín. El periodista le preguntó sobre lo que les
diría a los que quieren abandonar la Iglesia por los abusos cometidos por el
clero contra menores. El Papa respondió comparando a la Iglesia con la red del
Señor que pesca peces buenos y malos de las aguas de la muerte para llevarlos a
las tierras de la vida. En esta red se pueden encontrar peces malvados.
Me pareció
una magnífica respuesta. Mucho después, se me vino a la cabeza que, salvando
las distancias de lo espiritual a lo temporal, como la doctrina de las dos
espadas hace, el capitalismo podría verse también como una red, también querida
por el Señor, como intentaré mostrar más adelante, que pesca también peces
buenos y malos para llevarlos del mar de la miseria a la tierra del bienestar.
En la red del capitalismo hay peces malvados, tiburones depredadores. Pero
también en la Iglesia hay tiburones depredadores, en un sentido diferente de
los que hay en la red del capitalismo. Y sé qué tipo de depredadores me repugna
más. Pero lo mismo que eso no debe ser motivo para rechazar a la Iglesia,
tampoco lo debe ser para abominar del capitalismo. Más allá de la respuesta del
Papa Benedicto XVI al periodista, elaborando a partir de ella, veo que la
Iglesia no ha sido capaz todavía, en veinte siglos, de sacar del mar de la
muerte a todos los peces y probablemente no los sacará a todos hasta el fin de
los tiempos, pero está en ello. En estos momentos, prácticamente toda la
humanidad ha oído hablar de Cristo y más o menos un tercio de ella le considera
como Dios, como la segunda persona de la Trinidad, aunque no todo ese tercio
esté lo crea fervientemente. Algo parecido ocurre con el capitalismo: sigue
habiendo muchos seres humanos que todavía están en el mar de la miseria, pero
también una enorme cantidad de ellos han salido de la pobreza en los últimos
doscientos años. Y no ha habido nunca en la historia de la humanidad ninguna
otra red material que haya sacado más peces de la pobreza que lo que ha logrado
el capitalismo. Sí que ha habido experimentos de redes que han creado pobreza,
tiranía y aberraciones sociales. Y circulan muchas utopías que, afortunadamente
nunca se han puesto en práctica y que espero que no se intenten llevar nunca a
la realidad.
Naturalmente,
si por los depredadores que hay en la Iglesia destruimos esta red, la muerte espiritual
de la que nos salva esa red se regodeará. De la misma manera, si por los tiburones
del capitalismo destruimos la red, la miseria, el hambre y la tiranía se
apoderarán del mundo. Un buen cristiano, como dice Benedicto XVI en esa
respuesta, debe “aprender
así a soportar también los escándalos y trabajar contra los escándalos,
formando parte precisamente de esta gran red del Señor”. Lo
mismo debemos hacer las personas que creemos de buena voluntad en la bondad
esencial del capitalismo a pesar de los tiburones que hay en él: soportar los
escándalos y trabajar contra ellos formando parte de la red del capitalismo.
A un buen
cristiano, le consume el celo apostólico. Le gustaría que todo el mundo entrase
YA en la red de la Iglesia. Pero no puede ser. Se tiene que conformar con ser
un apóstol para, poco a poco, conseguir que, uno a uno, vayan entrando en esa
red cada vez más peces. A un partidario de buena voluntad de la red del
capitalismo, también le gustaría que toda la humanidad estuviese YA en la
tierra del bienestar, pero no es posible de la noche a la mañana. Sin embargo,
si miramos el mundo en tranchas de tiempo de cincuenta en cincuenta años, no
cabe dudar de que, sobre todo desde hace unos doscientos años, la pobreza no ha
hecho más que retroceder en todo el mundo, aunque este proceso se haya
producido con numerosos traumas y situaciones terribles. Sólo los países en los
que se da una combinación mortal de corrupción, inseguridad jurídica y
populismo, no mejoran económicamente. Unidos a los países dominados por el
Islam. Dicho esto, y desgraciadamente, la erradicación total de la pobreza no
ocurrirá tampoco hasta el fin de los tiempos. “A los pobres siempre los tendréis con vosotros”, nos ha dicho
Cristo (Mateo 26,11; Marcos 14, 7; Juan 12, 8), “y podréis socorrerlos cuando queráis”, completa Marcos. Pero es un
hecho incontrovertible que se va avanzando hacia ello.
¿Por qué
digo que la red del capitalismo es también una red querida por el Señor? Porque
está basada en el don más precioso que Dios ha dado al hombre: la libertad.
También se basa en la laboriosidad, en el afán de superación y en otros muchos
valores humanos positivos. Valores que son, también, cristianos. Así lo pensó también
el Papa Juan Pablo II cuando en su encíclica Centesimus annus se pregunta y se
responde a sí mismo: “Volviendo ahora a la pregunta inicial, ¿se
puede decir quizá que, después del fracaso del comunismo, el sistema vencedor
sea el capitalismo, y que hacia él estén dirigidos los esfuerzos de los países
que tratan de reconstruir su economía y su sociedad? ¿Es quizá éste el modelo
que es necesario proponer a los países del Tercer Mundo, que buscan la vía del
verdadero progreso económico y civil? La respuesta obviamente es compleja. Si por «capitalismo» se entiende un sistema
económico que reconoce el papel fundamental y positivo de la empresa, del
mercado, de la propiedad privada y de la consiguiente responsabilidad para con
los medios de producción, de la libre creatividad humana en el sector de la
economía, la respuesta ciertamente es positiva […]”. Claro que los peces de esta red están acechados por la
codicia y muchos otros vicios que convierten a buenos peces en depredadores. Ni
más ni menos que como le ocurre a la red de la Iglesia.
Con esta
intuición, me puse a buscar textos evangélicos que apoyasen esta “doctrina”. Inmediatamente
se me vinieron a la cabeza, como no, los dos textos de la pesca milagrosa que
aparecen en los Evangelios. El primero, en el Evangelio de Lucas (Lucas 5,
1-10), al principio de la vida pública de Jesús. Los otros dos sinópticos, sin
contar la pesca milagrosa, ponen en los labios de Jesús, como lo hace también Lucas,
la promesa de que se convertirán en pescadores de hombres. Juan cuenta su pesca
milagrosa al final de su Evangelio, tras la resurrección, como una forma de
Jesús de darse a conocer a algunos apóstoles desanimados. Podría pensarse que
esto se refiere sólo a la red espiritual, pero los peces eran y son fuente de
riqueza y, de hecho, Zebedeo, el padre de Santiago y Juan, parece que era un
próspero empresario, con pesquerías que abastecían de pescado a Jerusalén.
Comentaristas autorizados del Evangelio afirman, basándose en el de Juan, que
si Pedro pudo entrar en la casa de Caifás tras el prendimiento de Jesús, fue
porque Juan, que conocía a Caifás, consiguió que entrase.
Y, ¿de qué podía conocer Juan al sumo sacerdote como para poder entrar al patio
interior de su casa al mismo tiempo que Jesús? Muy posiblemente porque en
muchas ocasiones habría llevado pescado a su casa. Sea como fuere, Zebedeo
siguió siendo pescador de peces durante toda su vida. Los pescadores de hombres
son imprescindibles para la primera red, pero los de peces no pueden dejar de
manejar sus redes para alimentar materialmente a la humanidad. Mateo y Marcos
nos dicen, narrándonos la llamada de Jesús a Pedro y Andrés primero y a
Santiago y Juan después, que estos últimos estaban reparando las redes. Las dos
redes, la de la Iglesia y la del capitalismo necesitan siempre ser reparadas,
pero nunca desechadas.
Pero, tras
la referencia evidente de las redes de la pesca milagrosa, me acordé de la
multiplicación de los panes y los peces. Los cuatro evangelistas cuentan la
multiplicación de panes y peces, pero Mateo y Marcos narran dos multiplicaciones.
En las multiplicaciones de los tres sinópticos, tras la pregunta de los apóstoles
acerca de cómo obtener comida para esa multitud, Jesús les dice: “Dadles vosotros de comer”. Tras
recolectar cinco panes y dos peces, Jesús procede al milagro de la
multiplicación. En la narración de Juan, el escepticismo de los discípulos es
manifiesto. Jesús, retóricamente, les pregunta: “¿Dónde
podríamos comprar pan para dar de comer a todos éstos?”. A lo que
responde escépticamente Felipe: “Con
doscientos denarios no compraríamos bastante para que a cada uno de ellos le
alcanzase un poco”. Y, casi irónico, Simón Pedro dice: “Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces;
pero, ¿qué es esto para tanta gente?”. En la segunda multiplicación,
contada sólo por Mateo y Marcos, Jesús se muestra tiernamente compasivo con los
que le han seguido: “Me da lástima esta
gente, porque llevan ya tres días conmigo y no tienen qué comer. No quiero
despedirlos en ayunas, no sea que desfallezcan por el camino”. Y,
nuevamente, a pesar de haber visto ya antes una multiplicación, la impotencia
de los discípulos. “¿De dónde vamos a
sacar en un despoblado pan para dar de comer a tanta gente, [con sólo] […] siete panes y unos pocos pececillos?”
Así pues, para Jesús, la red que permita dar de comer
a la humanidad es importante. Evidentemente, aunque en esas situaciones Jesús
obra el milagro, no podemos esperar que todos los días haga el milagro de
multiplicar los panes y los peces, como no podemos esperar que todos los días
cure con un milagro a todos los enfermos. El
milagro ya lo ha hecho. Lo hizo cuando creó al hombre a su imagen y semejanza,
libre, con inteligencia y voluntad, con imaginación y creatividad, con afán de
superación. Y tras crearlo le dio la orden de someter la tierra para que ésta
diese su alimento a su descendencia. Es decir, le hace copartícipe de la
creación. Cierto que si no hubiese habido pecado original todo hubiera sido más
fácil, pero lo hubo y vino el sudor de la frente y el trabajo doloroso. Y la
avaricia y el afán de dominio y de poder. Pero el milagro de la inteligencia y
de los demás dones para que el hombre hiciese la segunda red, la material, la
del capitalismo, ya estaba hecho. Y así, el ingenio del hombre, ha ido creando,
poco a poco, evolutivamente, la red del capitalismo que hace tiempo llamé
también “la increíble máquina de hacer pan”.
Así pues, como los dos poderes, las dos espadas, no
están hechas para luchar entre ellas, sino para colaborar. Si la “doctrina” de
las dos redes tiene sentido, éstas deberían cooperar también y no enfrentarse.
La Iglesia ha tenido buen cuidado de no condenar jamás la esencia del
capitalismo –hasta el Papa Francisco, me temo–. Pero cuando un Papa habla de
economía, sus palabras no forman parte del magisterio petrino, aunque sí ejerce
ese magisterio cuando señala severamente el egoísmo, la avaricia, el afán de
dominio que pervierten el capitalismo, como pervierten toda actividad humana.
Sin embargo, quizá por miedo a perder a las masas obreras, tampoco ha defendido
abiertamente a la esta red, sino que ha mantenido una postura más bien ambigua
y de cierta desconfianza (y de abierta hostilidad en Francisco). Está bien una
cierta tensión creativa, como la de las dos espadas, pero ojo con ir contra la
armonía de ambas redes, no sea que se estropee “la increíble máquina de hacer
pan”. Esta actitud de desconfianza de la Iglesia hacia el capitalismo ha creado
muy a menudo desconcierto en muchos sanos empresarios capitalistas, una mirada
de desconfianza, cuando no de abierta hostilidad por parte de muchos católicos
de buena voluntad y, en algunos casos, el regocijo de los que quieren destruir
el sistema para poder pescar en río revuelto. La experiencia de la teología de
la liberación está demasiado cerca para olvidarla. ¿Será por casualidad que la
mayoría de los que quisieran acabar con el capitalismo no les importaría o les
gustaría acabar también con la Iglesia?
P. “Santo Padre, en los últimos años, se ha dado un aumento de los abandonos
en la Iglesia, en parte a causa de los abusos cometidos contra menores por
miembros del clero. ¿Cuál es su sentimiento sobre este fenómeno? ¿Qué les diría
a quienes quieren abandonar la Iglesia?”
R. “[…] Yo diría que es importante reconocer que estar en la
Iglesia no quiere decir formar parte de una asociación, sino estar en la red
del Señor, que pesca peces buenos y malos de las aguas de la muerte para
llevarlos a las tierras de la vida. Puede ser que en esta red esté junto a
peces malvados y lo siento, pero es verdad que no estoy aquí por éste o por el
otro, sino porque es la red del Señor, que es algo diferente a todas las
asociaciones humanas, una red que toca el fundamento de mi ser. Hablando con
estas personas creo que tenemos que ir hasta el fondo de la cuestión: ¿qué es
la Iglesia? ¿Cuál es su diversidad? ¿Por qué estoy en la Iglesia, aunque se den
escándalos terribles? Así se puede renovar la conciencia del carácter
específico de ser Iglesia, pueblo de todos los pueblos, pueblo de Dios, y
aprender así a soportar también los escándalos y trabajar contra los
escándalos, formando parte precisamente de esta gran red del Señor”.
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