El
28 de Octubre de 2020 empecé a publicar las oraciones de un libro que encontré
hace años por casualidad, del jesuita Pierre Charles. Si título es “La oración de todas las cosas” y
publicaré una cada martes, hasta completar las 33 más el prólogo que la componen.
Hoy publico el prólogo y la primera, porque, de alguna manera es también parte
del prólogo:
Pierre
Charles S.J.
Prologo
La
tierra es el único camino que puede conducirnos al cielo. No hay otro. Y la
tierra no es una idea, un razonamiento, una abstracción o un concepto. Ni
siquiera una ley. Es una cosa, una cosa enorme, una masa de cosas, las unas
dentro de las otras, las unas sobre las otras, trabadas y ruidosas; es un
universo.
Porque
las cosas deben llevarnos a Dios, poseen todo lo necesario para acomodarse
divinamente a esta tarea. A decir verdad, es su papel esencial, y dudar de su
capacidad para cumplirlo es algo así como preguntar si una fuente termal debe
ser caliente o un lago húmedo.
¿Y
si intentáramos buenamente ir a Dios por la senda de las cosas o, mejor aún, si
intentáramos encontrarle en las cosas, que son no nuestra obra, sino la suya y
que sólo nos hablan de El?
Discípulos
tal vez inconscientes, pero seguramente demasiado dóciles, de los viejos
filósofos del paganismo, separamos con demasiada facilidad el mundo de las
ideas del de las cosas, y nos inclinamos a creer que las ideas son nobles y
grandes, y que las cosas son comunes y vulgares. Al orar damos paso a bellas
abstracciones, que nos escoltan hacia las alturas; pero no nos atrevemos a
confesar que estas marchas áridas nos fatigan. Y con todo, la Providencia ha
multiplicado en torno nuestro los mensajeros discretos, que, sin ahogarnos,
pueden conducirnos por caminos de ternura a las fuentes santas de la paz. Los
viejos salmos de la oración, en su inspirado realismo, bien que nos hablan de
las ranas y de los mosquitos, de la lengua de los perros, del mochuelo y de los
asnos salvajes, del queso, de la manzana, del aceite y de la cerveza y de las
vacas que paren –abundantes in egresibus suis–, y de las vainas que se dan de
comer a los cerdos. Todo esto no es muy académico, pero el Espíritu Santo no se
entorpece con los escrúpulos de nuestros estetas; y el decurso de la oración
cristiana, serpenteando a través de toda la obra divina, no está sometido a las
reglas artificiales de los academicistas.
Debe
de haber una manera honesta y pura de contemplar las cosas; estas cosas que el
Creador formó para cantar su gloria y que el Redentor santificó con su
Encarnación. No son despreciables. Conviene no desplegar entre ellas y
nosotros, como una pantalla, el espesor de nuestros prejuicios. No es necesario
fingir que no existen, ni creer que no valen una larga mirada. Los iconoclastas
vaciaron antaño las iglesias, echando al fuego las imágenes y las flores, so
pretexto de que en el santuario estas cosas eran unas intrusas, y que la
presencia de Dios sólo se avenía al vacío. No habían entendido. Pero, aún
nosotros mismos, cuando rechazamos como inútiles o inoportunas las realidades
materiales de que Dios ha llenado el universo; cuando las tratamos como el
paseante trata las gotas de lluvia, preservándonos cuidadosamente de su
acercamiento, ¿estamos enteramente seguros de nuestra sensatez y en perfecto
acuerdo con el Espíritu Santo?
¿No
podría el agua inspirar nuestra oración? ¿Y la madera? ¿Y el gallo que canta en
la mañana? El vestido y las flores; los perfumes y las perlas; el viento que
murmura al pasar; el pan sobre la mesa; la cántara; la silla y el techo...,
todo ha sido santificado, todo ha sido cargado de bendiciones y de inspiración
divina por el Verbo; todo habla, pero hacen falta corazones atentos; “omnia
innuut, sed intellectorem requirunt”. “Todo insinúa, pero hace falta
entendedor”.
Rezar
no es siempre abstraerse sin cesar de todo lo que nos rodea; no es tampoco,
desde luego, distraerse y loquear con todo lo que nos circunda. Rezar siempre
es coincidir con el pensamiento del escritor, tal como se manifiesta en las
palabras.
No
somos maniqueos; no podemos dividir el mundo en dos partes y condenar, como
mala, toda la creación material. No tenemos el derecho de renovar ni de perpetuar
antiguas herejías, solemnemente condenadas, ni de disgustarnos de que Dios haya
tomado un cuerpo como el nuestro ni de que el Verbo se haya hecho carne.
Para
ir en busca de Dios no debemos, no podemos siquiera, dejar la tierra. Es ella
su templo y su morada, y cada uno de sus detalles cuenta una gloria eterna.
Señor,
ayúdanos a encontrarte. Dame este sentido delicado que, haciéndome amar
santamente las cosas, me permita comprenderlas y aceptar sus dulces y fuertes
lecciones. Enséñame a mirarlas sin desdén, cuidadoso de descubrir su
significación divina y el misterio de amor de que las has cargado. Tal vez
porque nunca he hecho oración sobre ellas ni por ellas, se han hecho peligrosas
para mí, como seducciones profanas; y porque no las contemplo contigo, vienen a
distraerme y a turbar las laboriosas simetrías que mis meditaciones se obstinan
en armar.
Ya que, Verbo de Dios, has querido hacerte hombre, yo
no me asemejaré a Ti, no siendo cada día menos hombre, sino siéndolo cada vez
más y más divinamente. A la buena manera cristiana, yo quisiera, Señor, pasear
contigo mi oración a través de las cosas de este mundo que es tuyo. Yo Te
encontraré en ellas; porque si no es demasiado difícil saber dónde estás, es
imposible saber dónde no estás.
I. GRAVI CORDE
Con el alma abrumada
Pierre Charles S.J.
La fatiga de vivir es a veces tan
grande, Señor, que mi espíritu sueña la evasión y quisiera huir muy lejos a un
país cualquiera de descanso eterno. Una irresistible nostalgia de olvido me
penetra y me domina. No condenes, Dios mío, mi cansancio como si fuera una
flojedad. Tú has perdonado a la caña cascada y te has compadecido del pábilo,
demasiado débil para brillar, pero humeante todavía, endeble, en el hueco de la
lucerna de tierra cocida.
Yo
quisiera decirte, sin frases, con la monotonía de las quejas anónimas, qué duro
es nuestro vivir y de qué angustias has sembrado todos nuestros caminos.
Es
cómodo repetir que el mundo es obra tuya y que Tú lo has desplegado ante
nosotros para que pudiéramos reconocer en él tus perfecciones. Con un poco de
literatura común se llega a cantar tu creación como un poema. Se ponen flores y
pájaros, fuentes y estrellas, tiernos claros de luna y dulzura de tarde de
otoño, jardines perfumados y torcaces en las frondas. Pero todas estas églogas
son un poco pueriles. Si bastara mirar la tierra para reconocerte, ¿por qué son
tan numerosos los que declaran no haberte visto en los caminos que han seguido
y no haberte encontrado jamás en el hilo, muy largo por cierto, de sus
itinerarios? ¿El mundo es verdaderamente para nosotros los mortales el cercado
suave del que habla la amada en el Cantar de los Cantares?
¿Cómo
puedo descubrir la obra de tu Bondad en este universo que ignora la compasión y
que, en su indiferencia ciega y sorda,
jamás escuchó el grito de nuestra angustia? La marea no se parará un
minuto para perdonar a ese niño perdido en la playa. El cierzo del invierno no
será menos glacial para el huérfano que tose o para la viejecita que tirita. El
suelo no dará una mies de añadidura para salvar del hambre a toda una población
de honestos trabajadores. Las tempestades no tuercen su curso por miramientos a
los marinos, y las avalanchas, lo mismo que los volcanes, no se preocupan de los
pueblos que entierran. Este mundo sin compasión, sin educación, sin moral, que
no ha distinguido jamás al justo del impío ni al inocente del culpable, ¿podré
yo tomarlo por objeto de mi oración y contiene verdaderamente el reflejo de tus
atributos?
Sé
que un tiempo, en los primeros siglos cristianos, este mundo obtuso y cruel
pareció tan indigno de tu bondad, que
hasta se llegaba a imaginar que se te daba gloria diciendo que no venía de Ti,
que venía de un demiurgo malo, y que la virtud de los fieles consistía en
blasfemar de él. Tales viejas herejías gnósticas han sido muy acertadamente
fulminadas por pesados anatemas conciliares; pero indican al menos el lugar del
escándalo. Nos muestran lo difícil que es a nuestro espíritu ver, en el mundo,
la marca de una ternura divina y algo como la caricia del Padre que está en los
Cielos.
Señor,
no me prohibas decir estas cosas y llevar a plena luz, delante de Ti, todas
estas objeciones dolorosas, que me envenenan cuando intento rechazarlas
ingeniosamente. Porque, por haber desgranado este extraño rosario, empiezo a
ver mejor en un rayo de verdad y mis quejas van, tal vez, a disiparse.
El
mundo no tiene corazón, decía yo, y, por lo tanto, no se parece a Ti. Pero el
mundo es yo también, yo formo parte de él y soy yo y son los hombres, los que
debemos hacerlo clemente y misericordioso. Nosotros somos el corazón del
universo.
El
mundo es ignorante. Ni siquiera sabe que existe. Esta es la verdad. Pero yo
formo parte de este mundo, y en mí encuentra él su conciencia y toma
significación. Este mundo es un instrumento; soy yo el obrero; y precisamente
porque él no tiene pensamiento propio, puede dejarse invadir y modelar por el
mío. Porque es indiferente, puede ser tan maravillosamente dócil. Su vacío
moral me permite llenarlo todo entero de mi adoración o de mi blasfemia. El
violín más bello del mundo es perfectamente estúpido. Ignora las notas y el
solfeo, y mientras está solo queda tan mudo como una piedra. Es el músico quien
le hará cantar su pasión, su locura, su desesperación o sus rabias. Todos los
colores de un cuadro están en algunos pequeños tubos o en algunos vasitos que
no tienen absolutamente nada de estético: es el artista quien les dará el poder
de expresar alguna cosa: algo grotesco o sublime, torpe o elegante. Las
palabras, alineadas alfabéticamente en los diccionarios, son incapaces de hacer
una frase, de expresar un juicio; hasta son incapaces de mentir. No son más que
la materia de la prosa o de la poesía; es el escritor quien las hará vivir,
poniendo la forma de su pensamiento, noble o vulgar, verdadero o falso, claro o
confuso.
Cuando
blasfemo del mundo porque carece de compasión y moral, me considero tontamente
como un espectador en una butaca. Pero yo soy actor en la escena. No se
convertirá la arcilla en casa protectora, sino porque en esa arcilla he
modelado y cocido los ladrillos y porque los he colocado debidamente. La
oración del mundo no se encontrará más que en mis labios o en los de mis
hermanos; su bondad no estará más que en mi gesto, y cuando el universo adore,
tal adoración sólo existe en el fondo del corazón de los hombres. Como la leña,
que puede en el hogar calentar en invierno toda la casa con tal de que se la
encienda y una llama la transforme. Para existir tengo necesidad de este universo
físico; yo estoy verdaderamente hecho del barro de la tierra y todo lleva en mí
la marca de este origen, pero para tener un sentido y un valor, para ser bueno
o malo, pecador o fiel, el universo tiene necesidad de mí; de mi acción tiene
él la marca, como la efigie acuñada en el metal de las monedas. Las lágrimas no
saben qué es la tristeza. Las lágrimas sólo son tristes por mi pena; y mis
labios son alegres por mi alegría.
Se
me ha repetido que el hombre era el rey del universo, como los pedantes dicen
que la filosofía es la reina de las ciencias; pero no me gusta mucho desempeñar
un papel real. Por otro lado, esto parece ligeramente caducado. ¡Rey del
universo!; dejemos estas palabras, Señor, a los viejos paganos. Eres Tú el
obrero que trabaja en la inmensa cantera del mundo para hacerlo en mí semejante
a Ti.
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