Hace
años, en la feria del libro viejo que se instalaba en el Paseo de Recoletos,
mirando libros al azar, encontré uno con el título de “La oración de todas las
cosas” escrito por un jesuita llamao Pierre Charles del que no había oído
hablar en mi vida. La curiosidad me llevó a echarle una ojeada y a hojearlo (no
es una redundancia). Constaba de un prólogo y treinta y tres oraciones de un
par de páginas cada una. Cada oración se construía alrededor de un objeto
cotidiano como una habitación, un trozo de pan, un madero, un vaso de vino, una
puerta, un rostro bañado de sudor, la arena de una playa, unas sandalias, una
brisa, una mesa, un libro, un borrico, una piedra y otras cosas por el estilo. Leí
el prólogo y una o dos oraciones. Me quedé enganchado en el libro y, claro, lo
compré. Lo devoré en un par de días y luego lo volví a leer despacio para
saborearlo. Me gustó tanto que, con paciencia, lo fui pasando a Word y lo
guardé en el ordenador. Después cayeron en el olvido y hasta perdí el recuerdo de su existencia
en mi ordenador.
Aunque
parezca que estoy dando una larga cambiada, no es así. Tal y como he contado en
los últimos envíos, este mes de agosto me lo pasé sentado en una butaca, sin
poder tumbarme y casi sin poder andar. El día 3 de Septiembre me operaron de la
columna y, gracias a Dios, estoy mejorando a pasos agigantados y aunque puedo
pasar casi toda la noche tumbado en la cama durmiendo, camino por casa y hasta
me animo a ir por las tardes a la misa de 8 en Santa María de Caná, sigo
pasando muchas horas sentado en una butaca. Como tengo mucho tiempo, el otro
día dediqué un rato a bucear entre los documentos que tengo olvidados en el
ordenador. Y, mira tú por donde, me di de manos a boca con “La oración de todas
las cosas”. Antes de leer algunas de las oraciones, me fijé en los objetos en
los que se inspiraba cada oración, y vi una dedicado a una silla. Aunque yo he
estado, y estoy en parte, sentado en un sillón, dado que ambos son de la misma
familia, a pesar de que un sillón no sea una silla grande, me animé a leer esa
oración. Me produjo una gran impresión y, por eso, os la transcribo.
LA
ORACIÓN DE TODAS LAS COSAS (PIERRE CHARLES S.J.)
XIII. SEDILIA VIGINTI QUATOR
Veinticuatro
sillas
Pierre Charles S.J.
Los profesores están casi siempre sentados (esto no reza
para mí)
y, para demostrarlo bien, cuando se les nombra por su oficio, se dice que se
les ha confiado una cátedra. También los alumnos están sentados, como los
jueces que presiden y como el pueblo cristiano al escuchar sermones. Nada más
trivial que una silla; nada, según parece, que inspire menos. Y basta a veces
sentarse en una iglesia silenciosa para ser disimuladamente visitado por el
sueño. Hasta llego a rezar sentado en una silla, pero nunca se me ha ocurrido
tomar la silla misma por objeto de mi oración. No tiene nada que decirme. Está ahí,
un poco estúpida como todo lo demasiado circunspecto, y siempre muda en su
inercia dócil. Sillas de salón o de refectorio, sillones de orquesta o sillones
de dentista, no les he encontrado nunca nada de particularmente solemne y
solamente en las grandes tragedias se ve a los emperadores romanos invitar a
sus interlocutores en términos majestuosos, como si se tratara del equilibrio
del mundo, a sentarse en su presencia, en una silla. “¡Tomad asiento, Cinna...!
Pero entonces, Señor, si las sillas no tienen nada que decirme,
¿por qué el Espíritu Santo se ha obstinado en hablarme de ellas sin cesar? ¿Por
qué, en el Credo, cantamos triunfalmente que estás sentado a la diestra del
Padre? ¿Por qué el Apocalipsis nos muestra la inmensidad del cielo con una
silla en medio, y a alguien sentado en ella: Et ecce sedes posita erat in
caelo, et supra sedem sedens? ¿Por qué estos salmos con vuestro grande
asiento preparado desde siglos: parata sedes tua? ¿Por qué dijiste a tus
discípulos que Te arreglarías para procurarles una silla en vuestro reino: sedebitis et vos, sedebitis super mensam meam; ¿y por qué declaraste a los
hijos de Zabedeo que pertenecía al Padre hacerles sentar, en el cielo, a la
derecha o a la izquierda...? ¿No seré yo muy necio y muy pagano todavía?; yo,
que no encuentro nada piadoso en una silla, pero que respeto soberanamente la
“Cátedra de San Pedro” por haberse cambiado una letra, y aun solamente en una
lengua, ¿qué otra cosa es sino una silla la Cátedra de San Pedro? Se guarda como una reliquia al fondo de
la Basílica del Vaticano, y al hablar el Papa como doctor infalible, decimos
que habla ex cátedra, es decir, sentado en una silla. Y un consistorio
no es más que una reunión de gente sentada, nos dice el diccionario
etimológico; y en el misal, el sábado siguiente a Pentecostés, un hermoso
responsorio, minúsculo, nos enseña que al expirar los cincuenta días –cum
complerentur dies Pentecostés– ¿qué sucedió? ¡Pues bien!, que estaban
sentados todos juntos: erant omnes pariter sedestes.
Al anunciar en la sinagoga de Nazaret que la profecía de Isaías se
había realizado y que Tú venías al mundo para curar toda herida, empezaste por
sentarte; como te sentaste en la barca para predicar al pueblo de Galilea
concentrado en masa a la orilla del agua: sedens docebat de navicula turbas; como Mateo estaba sentado en su pequeña
oficina fiscal al llamarle tu gracia para hacer de él tu apóstol –sedens in
telonio–; y como Pilatos se sentó en el Lithóstrotos para anunciar tu
condena, sedit pro tribuanli. Una simple silla debería evocarme todos
estos recuerdos divinos, al menos con tanta nitidez como una espada evoca el
combate y una pluma el escritor. Tú, el Verbo Creador, bajaste hasta nosotros –a
regalibus sedibus– y te sentaste en medio de tu pueblo terrestre, como uno
de entre ellos. La silla de mi cuarto podría rememorarme estas increíbles
maravillas, si yo tuviera la humildad suficiente para oír estas dulces
lecciones. Me hablaría también de los enfermos y de los viejos; de todos los
que sobre sillas- hamacas, inmóviles durante horas, sacudidos solamente por su
tosecilla seca, luchan contra las destrucciones invisibles que destrozan su
pecho o, en el yeso, esperan que sus huesos se suelden. Me hablaría de las
sillas de ruedas en las que tanta gente, por accidente o enfermedad, tiene que
permaneces sentado el resto de sus días. Me hablaría esta silla modesta de
todos mis hermanos y de todas mis hermanas que, sentados a sus mesas de
trabajo, en las clases, en las oficinas, en los bancos, en las bibliotecas, en
las fábricas mismas, ganan trabajosamente el sustento cotidiano. Me hablaría de
las ancianas y de los abuelos, de todos los viejos soñolientos que, en un
rincón de habitación cerrada, pasan el fin de su vida sentados en el hueco de
sus grandes sillones. Me hablaría también de todos los que no tienen más que la
tierra para sentarse y acostarse, y para los cuales una silla es un mueble de
lujo. Nada de esto es imaginario. No me engaño con consideraciones enervantes;
no me pierdo en místicas estrafalarias; no tejo teorías nuevas; sino que, al
nivel de lo real, con mi Dios hecho hombre, oigo cómo sube la llamada de la
caridad de las cosas más sencillas.
Tomar u ofrecer una silla, sentarse solo o en compañía, no son
solamente actos de educación o actitudes de descanso. El espíritu de fe debe
enseñarnos, bajo las apariencias exteriores y comunes, la significación y el
valor cristiano de estos humildes ademanes y cómo nos hacen semejantes a Aquél
que habita, invisible, en medio de nosotros.
Señor, purifica mi corazón y mi espíritu. Tú hiciste brotar un día
el agua viva de las rocas secas para tu pueblo sediento en el desierto, y
bebieron ellos y sus bestias de carga y todos sus rebaños. La simple silla de
mi cuarto, y la de la iglesia y la de la sala de espera o del locutorio, la de
visitas y la de las comidas –la de mi enfermedad, añado yo—, ¿no podría
convertirse, en vez de ser un simple mueble, en una fuente de inspiración
caritativa y como un memorial permanente de tu Encarnación? ¿Es verdaderamente
preciso que una silla se convierta en un trono real para hacerme pensar en tu
gloria?
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