Cuando uno mira el cosmos a través del Hubble y ve el majestuoso movimiento de las galaxias, las nebulosas o los planetas siente algo así como un sobrecogimiento, de asombro, ante el maravilloso orden de la Creación que se mueve, casi bailando, de acuerdo con unas leyes inmutables. Sin embargo, cuando uno vuelve la vista al planeta Tierra, a la historia de la humanidad, se encuentra con guerras espantosas, con personajes como Atila, Gengis Khan, Hitler o Stalin, con injusticias espeluznantes, etc., etc., etc. Una historia de conflictos, egoísmos y caos. Y podemos caer en la tentación de juzgar al Creador por ese caos. La diferencia estriba en la libertad. Las rocas, los planetas, las estrellas o las galaxias no son libres. Sólo pueden seguir unas leyes deterministas. Los seres humanos, en cambio, sí que somos libres. Y lo somos porque todo ese cosmos, que nos maravilla con su belleza, ha sido creado por amor hacia nosotros, para que nosotros podamos existir, contemplarlo y ser su consciencia –que no conciencia, al menos de momento–. Pero libres para poder, libremente –de qué otra manera podría ser si no–, corresponder a ese amor. No hay amor sin libertad. Sin embargo, aún en nuestra libertad, tenemos también unas leyes morales basadas en la coherencia con nuestra naturaleza y grabadas en ella, aunque no estamos obligados a seguirlas de forma determinista. Y, de hecho, no las seguimos. Y, entonces el orden se transforma en caos. Y nos encontramos con los seres humanos reales, de carne y hueso. Y aparece la desorientación existencial, guiada ciegamente por falsas filosofías. Y contemplamos, desolados y asombrados, todo el abanico que va desde la más sublime grandeza y belleza, hasta la más abyecta iniquidad. Desde la maravillosa mansedumbre de un san Francisco de Asís o la amorosa caridad de una Teresa de Calcuta o la sublime pasión san Juan, de Johan Sebastian Bach, hasta las más sanguinarias conquistas de un Tamerlán o los espantosos crímenes contra la humanidad de un Hitler o un Stalin, o la espantosa lacra de la esclavitud. ¿Podría Dios intervenir para evitar esto? Podría, pero leí a alguien que decía que Dios no quiere ser un dictador, ni siquiera del bien.
Sin embargo… sin embargo. Nuestro mundo humano, terreno, podría ser diferente. Podría ser un oasis de paz, de concordia, de alegría, aunque siguiesen existiendo la enfermedad, el dolor físico y la muerte. Si tan sólo siguiésemos esa ley natural inscrita en nuestra naturaleza y revelada por ese Dios de Amor para que ni siquiera tengamos que hacer el esfuerzo, factible no obstante, de descubrirla con nuestra razón. Más, los que creemos en ese Dios sabemos que ese mundo llegará. No porque los hombres vayamos a crear un experimento social que queramos que sea el paraíso en la tierra. Estos paraísos artificiales estarán siempre condenados al fracaso.
Sin embargo, me pregunto de si esa dicotomía entre el mundo cósmico y el humano será realmente cierta. ¿No será tan sólo un problema de perspectiva? Creo que sí. Si nos pudiésemos acercar a los majestuosos anillos de Saturno o al cinturón de Kuiper en la frontera del sistema solar, o a lo más profundo de nuestra galaxia, la impresión que recibiríamos no sería la de una paz majestuosa, sino la de una violencia inusitada. Así nos lo dice la ciencia cuando nos habla de los brutales choques de los asteroides que forman los anillos de Saturno o el cinturón de Kuiper, o de las explosiones de supernovas o del inmenso agujero negro del centro de nuestra galaxia, un inconmensurable Saturno, devorador de todo lo que le rodea. El cosmos, visto de cerca no es ni majestuoso ni pacífico. Como no lo son las lluvias torrenciales que arrasan un pueblo, o la erupción de un volcán que lo entierra entre sus cenizas o la voracidad de un cáncer que devora la vida de quien lo sufre. No, en el mundo cósmico no hay paz y, si hay una majestuosidad, es una majestuosidad terrible de la que conviene mantenerse lo más alejado posible.
Pero los seres humanos tenemos una ventaja sobre el majestuoso cosmos: Podemos progresar. Tenemos redención de ese sino de violencia. Ese sino no es tal. El mundo fue creado por Dios, majestuoso y terrible, para que en él apareciese el hombre, creado a su imagen y semejanza –la libertad entre otras semejanzas– para que, en su nombre, libremente, lo rigiese, lo pastorease, suavizase sus violencias y los efectos de las mismas –sufrimiento, enfermedad, muerte– en dos palabras, fuese, no sólo su consciencia, sino su conciencia. La creencia cristiana en el pecado original es la mayor fuente de esperanza de la humanidad. Para todas las demás cosmogonías, religiones y filosofías el mal y el bien están inextricablemente unidos, son las dos caras de la misma moneda, la lucha entre dos dioses o dos principios necesitados el uno del otro y en perpetua lucha el uno con el otro, condenados a vivir juntos y condenando irremediablemente al hombre a soportar siempre su lucha en el mundo y en sí mismo. Entonces el Génesis nos dijo de cada acto de creación: “Y vio Dios que era bueno”. Y de la creación del ser humano a su imagen y semejanza –“hombre y mujer los creó”– “Vio Dios que era muy bueno”. Dios creó el cosmos para que él, el hombre, en nombre de ese Dios creador, terminase su creación, encauzase su furia de forma que quedase de él sólo la majestuosidad. Pero el hombre no quiso pastorear a el universo que Dios le había dado en nombre de Él. Quiso, usando su libertad, explotarlo por su cuenta y lo que hizo fue que se derrumbase la armoniosa cúpula en construcción. Y el universo retuvo su furia. Y entraron en el mundo, con el pecado, el sufrimiento, la enfermedad, la muerte. Pero tiene arreglo. Se lo prometió desde el principio. El mal será vencido. La cúpula será reconstruida. La furia del universo será apaciguada, el dolor, el llanto, la enfermedad y la muerte serán vencidas. No por el hombre, aunque este deba esforzarse para ello con sus medios, sino por la gracia de ese mismo Dios. Llegará por la gracia de ese Dios Padre, Creador de cielo y tierra y de la mano de su Hijo, Jesucristo. Con nuestro esfuerzo, pero por su gracia. La esperanza vuelve a reinar en el mundo. El bien y el mal no son las dos caras de la misma moneda, no están inextricablemente unidos, no tienen el mismo poder. Por eso, san Pablo exclama: “La creación entera está en anhelante espera de la manifestación de los hijos de Dios. Ya que fue sometida al fracaso, no por su propia voluntad, sino por el que la sometió, con la esperanza de que será liberada de la esclavitud de la destrucción para ser admitida a la libertad gloriosa de los hijos de Dios [...] La creación entera gime y siente dolores de parto [...] y nosotros mismos gemimos, suspirando por que Dios nos haga sus hijos y libere nuestro cuerpo”. Y los salmos le dicen al Mesías que estaba prometido: “Siéntate a mi derecha hasta que yo ponga a tus enemigos como escabel de tus pies”. Lo que le da pie a san pablo para decir también: “El último enemigo vencido será la muerte” y “¿Dónde está muerte tu victoria, dónde tu aguijón?”.
Y, en esas estamos. Ardua, lenta, dolorosamente, reconstruyendo el cosmos y reconstruyéndonos a nosotros. Como una humanidad doliente pero esperanzada. Y podemos aplicar a este proceso los versos de Walt Whitman que dicen:
¡Oh, mi yo! ¡Oh, vida!, de sus preguntas que vuelven,
del desfile interminable de
los desleales, de las ciudades llenas de necios,
de mí mismo, que me reprocho
siempre (pues, ¿quién es más necio que yo, ni más
[desleal?),
de los ojos que en vano
ansían la luz, de los objetos despreciables, de la lucha siempre
[renovada,
de los malos resultados de
todo, de las multitudes afanosas y sórdidas que me rodean,
de los años vacíos e inútiles de los demás, yo
entremezclado con demás,
la pregunta, ¡oh, mi yo!, la
pregunta triste que vuelve a – ¿qué de bueno hay en medio
[de estas cosas, oh mi yo, oh vida?
Respuesta
Que estás
aquí –que existen la vida y la identidad,
que
prosigue el poderoso drama, y que tú, puedes contribuir con un verso.
Un duro verso tal vez, en
lucha siempre renovada, pero con destellos de esperanza, como nos dice también
Whitman:
¿Nunca has tenido
una hora,
un súbito destello divino que ha precipitado
y hecho estallar todas estas burbujas, modas,
[riqueza?
¿Estos ansiosos
proyectos comerciales – estos libros, política, arte, amores?
¿Una hora de total
aniquilamiento?
Pues si lo has sentido,
esos destellos son lo más auténtico de tu vida. No son sueños vanos. No son
sensiblería. Son el eco de tu verso, que viene de lejos pero que te atrae al
bien y a la vida, al revés que las sirenas a Odiseo. De ese verso que laboriosamente
debes escribir. No debemos callar nuestro verso. Tenemos que hacer caso a Jean
Guitton cuando nos dice:
“Creo que
cada uno de nosotros, en la vida privada, en la vida familiar, en la vida
nacional, en la vida internacional, no habla nunca de lo que es esencial. Dicho
de otra manera: lo que es esencial queda escondido para siempre en nuestro
corazón. Sin embargo, en mi opinión, no deberíamos guardar silencio sobre lo
esencial”
Guardar lo esencial en
nuestro corazón es un grave pecado porque, como le decía José Agustín Goytisolo
a su recién nacida hija Julia:
“Yo sé muy
bien que te dirán
que la vida
no tiene objeto
que es un
asunto desgraciado.
Entonces
siempre acuérdate
de lo que
un día yo escribí
pensando en
ti como ahora pienso:
[…]
Tu destino
está en los demás,
tu futuro
es tu propia vida,
tu dignidad
es la de todos.
Otros
esperan que resistas,
que les
ayude tu alegría,
tu canción
entre sus canciones.
Si no lo hacemos así
nosotros, los que sabemos esto, nos podrán recriminar con razón:
Gritemos ese
secreto, proclamemos esas palabras, para que los desesperados no puedan
decirnos: “¿Por qué calláis? ¿Por qué? ¿Es que no existe respuesta? ¿Ninguna
respuesta?”[1]
[1] Wolfgang Borchert, “Fuera, delante
de la puerta”. Borchert murió a los 26 años, la víspera del estreno de esta
obra.
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