El
28 de Octubre de 2020 empecé a publicar las oraciones de un libro que encontré
hace años por casualidad, del jesuita Pierre Charles. Su título es “La oración de todas las cosas” y
publicaré una cada martes, hasta completar las 33 más el prólogo que la
componen. Hoy publico el prólogo y la primera, porque, de alguna manera es
también parte del prólogo:
II. IN CUBICULUM TUUM
Hay
un viejo proverbio turco que nos dice que el hombre nace en el cuarto y muere
en el prado; lo que, en el espíritu de aquellos grandes espadachines de antaño,
significaba que la muerte normal de un hombre era perecer en la batalla; un
poco como nosotros creemos que la muerte natural del buey es morir en un
matadero. Señor, no me atrevería a decir, en la hora sangrante en que vivo
(1945), que nuestros gloriosos dictadores hayan marcado un progreso claro sobre
esta sabiduría brutal, pero no vamos ahora a ocuparnos de batallas. Yo quisiera
mirar con ojos cristianos mi cuarto y todos aquellos en los que se me ha
permitido la entrada. Pensaremos en la estancia del Cenáculo, y en la de Marta
y María, y en el misterio de este pequeño universo encerrado entre cuatro
paredes y en el que Tú me pides que entre para hablar allí con el Padre Celestial.
Hoy, con las nuevas arquitecturas y la calefacción central, desaparecen un poco
estas estancias estrechas y cerradas, pero quedan todavía bastantes para que
pueda encontrar en ellas algo de tu Evangelio y pueda sentirme más cerca de tu
Presencia. ¡Está tan mezclado a mi vida mi cuarto! Si sólo me dice cosas
profanas, me hará el efecto de haber pasado toda mi existencia en la compañía
de un pagano; y si sólo me cuenta los recuerdos, es tan estéril como un eco.
Nuestra liturgia quiere, con todo, que se bendiga y que se rocíe con agua
bendita el sábado que precede a la Pascua, después del canto del aleluya. Tú,
por tanto, has escondido en él algún misterio de salvación. El autor de la
“Imitación” nos dice cándidamente que no ser fiel a su cuarto expone a la
neurastenia, y que basta pasar en él mucho tiempo para encontrar lo que nos
falta tan a menudo: la ternura de alma.
Mi
cuarto, Señor, es como tu gracia siempre acogedora. No lo he construido yo
mismo: un día entré en él. Es mi universo o, mejor, mi retiro, mi lugar de
trabajo y de observación. En él soy verdaderamente yo; lejos de las sujeciones
y de las actitudes que me impone la sociedad de los demás hombres. Tal vez
nunca te he dado gracias por este asilo. ¡Hay tantos que no tienen para vivir
más que una especie de cuchitril colectivo!; y yo encuentro muy natural cerrar
la puerta y, a pesar de la lluvia o de la oscuridad, quedarme solo, a la luz de
la lámpara, trabajando a mi gusto, como si todos mis hermanos estuviesen
alojados como yo. No he conocido jamás la lúgubre tragedia de ser echado por un
propietario, pero he sabido lo que era tener que dejar ciudades bombardeadas,
abandonarlo todo en pocos minutos, vagar a lo largo de las rutas y dormir en el
bosque sin saber si volvería a tener un techo sobre mi cabeza. Que mi cuarto me
inspire por lo menos un poco de compasión por los errantes y fugitivos, por los
desgraciados y los expulsados, por los que llenan el refugio una noche y a la
mañana siguiente empezarán otra vez a vagar sin esperanza.
Y
después, Señor, no sólo existe la habitación donde se habla y aquella en que se
juega, y la de comer, y la de dormir. Existe también el aposento donde se sufre
donde se muere, el aposento de la clínica, con sus largas noches de insomnio y
donde, detrás del tabique, se oyen débiles gemidos. Existen las celdas de los
religiosos, y a lo largo de los corredores, en las cárceles, también las celdas
de pesada puerta. ¡Extraño, Señor, bien extraño, que se haya impuesto como pena
a éstos lo que los otros han buscado como una liberación en los Carmelos y en
las Cartujas! Tan verdadero es que nuestra felicidad o nuestra desventura no
dependen del medio donde vivimos, sino de la manera, más o menos cordial, con
la cual nos adaptamos nosotros.
Tú
visitas nuestros cuartos, cuando, enfermos, nos traen, sin ruido, tu Eucaristía
y el sacerdote desea para él, al entrar, la paz divina: Pax huic domui.
Tú los habitas con nosotros y con todos estos ángeles de los que se habla en la
oración de Completas, y que deben también guardarnos en la paz. Es allí donde
conozco el gozo del trabajo y con más frecuencia el disgusto de la carne; allí
también donde, sobre todos esos papeles que atestan mi mesa, he escrito mis
notas, mis reflexiones, lo que yo creía mis descubrimientos: pobres cosas, sin
duda, pero, Señor, Tú también sabes que no soy ningún genio.
Yo
siquiera que mi cuarto no fuera para mí sólo un refugio, ni que me ayudase a
olvidar el mundo entero que padece, que se agita y que lucha confusamente allá
fuera. Tengo miedo de este veneno sutil, de esta anestesia, de esta pereza
pavorosa que encubre tan a menudo la soledad. Consígueme, Señor, que
cualesquiera que sean mis desgracias llegue siempre a mis oídos el lamento
inmenso de todos los que lloran en la noche, y que la tranquilidad de mi
cuarto, lejos de ser el abrigo bien acolchado en el que se saborea el placer del
olvido, sea siempre el taller silencioso donde el alma aprende a ser útil. Que
sea como el puesto del vigía de oído atento a los escuchas y que rehúsa cerrar
los ojos. Tú, que entraste en el Cenáculo a puertas cerradas, bien puedes
visitarme en mi cuarto blanco de cal. Puedes venir a contarme lo que pasa en tu
universo, en esta Tierra Santa en la que tanto te cuesta abrirte un camino, en
la que parecen sonar a hueco las Bienaventuranzas, en la que el grano
evangélico cae sobre las piedras duras y en la que Tú buscas, en tu angustia de
Redentor, corazones que te comprendan y brazos que te ayuden.
Y te doy las gracias por todo lo que encierran, en su minúsculo cerco, las cuatro paredes de mi cuarto; por las noticias buenas y malas que allí me han llegado, por las largas horas de fatiga y de trabajo y por los breves relámpagos que yo, un poco cándidamente, consideraba como inspiraciones; por la oración y el sueño; por los adioses de los visitantes que jamás he vuelto a ver y por la alegre venida de los amigos que no esperaba. ¡Mi cuarto! Convendría poner en plural esta palabra. ¡Señor! Bajo todos los climas, en todos los continentes los he encontrado y me han acogido. Los había que daban al mar, otros a la calle, otros al vasto bosque africano, y otros a un pequeño jardín de convento bien rastrillado. Aquí oía todas las campanas de nuestras ciudades cristianas de Europa; allá, el rumor infatigable del viejo océano Pacífico; y más allá aún, sobre el suelo ardiente del sol, el canturreo de la voz de los mercaderes ambulantes; pero en todas partes yo podía volver a encontrarte y a sentirte presente; y cuando se hayan acabado los días de mi peregrinación, después de haber atravesado tantos países, yo espero de tu misericordia verse abrir, ante mi miseria, una de esas pequeñas mansiones de eternidad de las que Tú decías a los discípulos que había muchas en la casa del Padre.
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