Reconozco
abiertamente y sin ambages que en el título de estas páginas he incurrido en
leso delito de sensacionalismo de titulares, término que no se si está acuñado en
el lenguaje periodístico pero que podemos ver todos los días en la prensa. Luego,
el texto es otra cosa.
La
idea original del título de estas líneas fue “El capitalismo no es un sistema
económico”. Pero en seguida lo descarté por dos motivos: primero porque ya no
era tan sensacionalista y, segundo, porque era mentira y no me compensaba falsear
el título sin que fuese periodístico. Porque el capitalismo sí que es un
sistema económico real. Tan real que, parafraseando a san Pablo, “en él
vivimos, nos movemos y existimos”. Para bien o para mal (yo creo que en
conjunto y con miles de puntualizaciones, para muy, muy, muy bien, pero eso es
harina de otro costal). El título correcto debería haber sido: “El capitalismo
es el único sistema económico que no es un experimento de ingeniería social”.
Este título sí que refleja la tesis de estas líneas, pero se parece al título
de una tesis doctoral –cosa que no es ni de lejos ni, por supuesto, pretende
ser, ni hoy, ni nunca– y, ya se sabe, que los títulos de las tesis doctorales
son impotables. Pero basta de rollos y vamos al grano.
Efectivamente,
cualquier sistema económico, excepto el capitalismo, como luego veremos, es un
experimento de ingeniería social. Alguien tiene una idea, que en principio
puede ser hasta buena, de cómo debería estar organizada económicamente la
sociedad y pretende diseñar un sistema económico que le dé esa organización. Generalmente,
ese modelo de sistema económico es una reforma, más o menos profunda y más o
menos revolucionaria, del capitalismo –no podría ser de otra manera porque es el
único sistema económico que hay y que se pueda decir que funciona, mejor o peor–.
Casi todos estos experimentos suponen una fuerte –o absoluta– intervención del
estado en la economía. La historia de estos experimentos de ingeniería social es
la historia de la economía. Muchos se han llevado a la práctica como, por
ejemplo, el mercantilismo del siglo XVII –que, en contra de lo que su nombre
pueda parecer indicar, era absolutamente estatalista, el Estado soy Yo, ya se
sabe–, o el comunismo, o la socialdemocracia. El común denominador de todos
ellos, salvo, al menos de momento, de la socialdemocracia, ha sido su fracaso,
acompañado de miseria, abuso de poder y crímenes de lesa humanidad, casi todos
perpetrados por el estado que lo soporta. Otros –algunos cargados de una
buenísima voluntad, como el distributismo ideado por Chesterton y Belloc en los
umbrales del siglo XX– se han quedado, afortunadamente, en el limbo de los
justos sin que se les haya dado la oportunidad de generar las secuelas de miseria
y la consecuente violencia que hubiesen generado de haberse implantado en el
mundo real. Porque es casi una norma general que los experimentos de ingeniería
social, incluso aquellos nacidos de la buena voluntad, acaban en miseria y
terror.
No
es este el caso del capitalismo. El capitalismo no es un sistema ideado por
nadie. Es el fruto de una larga evolución simbiótica de la naturaleza del
hombre con la búsqueda de la prosperidad personal individual, y, sí, digo
individual. Evolución que arranca desde el momento que el primer ser humano
decidió que era una buena cosa cambiar cosas que él tenía en exceso y a las que
atribuía menor valor, por otras que tenía otro ser humano al que le pasaba
exactamente al revés. Le sobraban cosas que a él le faltaban. Y se dieron
cuenta de que cambiar libremente estas cosas por un valor de cambio, fijado por
mutuo acuerdo, que supusiese una ventaja para ambos, era mucho más ventajoso
que robárselo mediante la violencia. Y también se percataron de que cuanta
mayor fuese la satisfacción recíproca con el cambio, más fácil sería repetir
esa operación con millones de seres humanos aportando cada uno aquello que le
sobraba, a cambio de lo que le faltaba pero les sobraba a otros. Sería
demasiado largo –y probablemente no sabría hacerlo– explicar todo el proceso
evolutivo simbiótico que llevó desde ese primer intercambio hasta el
capitalismo de hoy. Pero es indudable que alguien con más conocimientos y
tiempo que yo, sabría y podría hacerlo. Esa sí podría ser una buena tesis
doctoral. Si ese alguien lo hiciese, es seguro que no contaría una historia
exenta de violencia, de abusos y de obstáculos –mucha de ella y muchos de ellos
ejercidos por los estados, aunque no sólo por ellos, por supuesto–, pero
también es seguro que de esa historia se vería emerger una mayor prosperidad
para un número creciente de individuos, a pesar de que cada uno buscase su prosperidad
particular. Desde luego, la inmensa diferencia comparativa del momento inicial
y del final de este proceso, no es racional ni empíricamente negable. No merece
la pena dedicarle un segundo a ello.
De
lo anterior pueden derivarse dos cosas.
La primera;
la evidencia de la acción de la mano invisible, hecha famosa por Adam Smith
aunque ni inventada ni nombrada por primera vez por él, pero sí muy bien
expresada: “No
es por la benevolencia del carnicero, del cervecero y del panadero por las que
podemos contar con nuestra cena, sino por su propio interés”. Sin embargo, justo debajo de mi casa hay una
panadería/pastelería que hace unos panes de 8 o 9 tipos distintos y miles de
pasteles. Yo disfruto enormemente con muchos de ellos y con su variedad. Y,
justo al lado, hay una carnicería en la que preparan por encargo un solomillo
mechado que es para chuparse los dedos, además de un morcillo riquísimo por si
me apetece tomar un buen cocido. Y, cuando voy a comprar, son amabilísimos
conmigo. Sé que los puristas dirán: “utilitarismo puro, lo hacen porque les
interesa”. ¡Toma claro! Hasta los puristas anti utilitaristas hacen una enorme
cantidad de cosas buenas por su propio interés. ¿Acaso es eso malo? A mí no me
lo parece. Sería un hipócrita si dijese que me lo parece. Pero, a pesar de
esto, ni el panadero, ni el carnicero, ni el purista antiutilitarista, ni yo,
hacemos lo que hacemos sólo por nuestro propio interés. Una parte, que no
sabría definir cuanta, de nuestras motivaciones son porque nos gusta lo que
hacemos en sí mismo, porque nos produce satisfacción y alegría ver que la gente
está contenta con lo que le damos y por una enorme cantidad de cosas positivas
–no es que el propio interés sea negativo– que nos hacen sentirnos bien humana,
ética y hasta espiritualmente. Porque hacer un buen servicio es, en sí mismo,
una cosa buena.
La segunda es que, naturalmente, en la naturaleza humana coexisten
el trigo y la cizaña. El trigo es el afán de superación, el ingenio, la
creatividad, la capacidad de asumir riesgos, la capacidad de trabajo productivo,
etc., etc., etc. pero, sobre todo, la libertad humana, máximo regalo de Dios al
ser humano. Regalo peligroso, es cierto, pero que Dios no quiere de ninguna
forma revocar. A alguien le oí decir una vez que Dios no es un dictador, ni
siquiera del Bien. La cizaña es el egoísmo, la avaricia, la soberbia, la
pereza, la envidia, la lujuria, la ira, la gula. Todos los pecados capitales y
alguno más. Por supuesto que, por eso, el propio interés puede degenerar en
nuestro interior en avaricia y codicia. Y el capitalismo –la evolución simbiótica
entre de
la naturaleza del hombre con la búsqueda de la prosperidad individual–
reflejará eso. Pero no es menos cierto que si mi panadero o mi carnicero,
llevados por la avaricia, empezasen a hacer panes, pasteles, solomillos o
morcillos malos, me perderían como cliente y, muy posiblemente, acabarían
cerrando. Si se dejasen llevar por esa avaricia lo pagarían deteriorando su
propia prosperidad. Y lo mismo se puede decir del empresario explotador de sus
empleados. En una situación de pleno empleo –o, incluso aunque no lo haya– verán
cómo se le van sus mejores empleados. Pero, como veremos más adelante, el
capitalismo, siempre, siempre genera pleno empleo. Sí, como suena. La culpa de
que el pleno empleo sea casi una entelequia es de un experimento de ingeniería
social que todavía está en marcha y que se llama socialdemocracia. Pero luego
hablaré de eso. Ciertamente, hay gente tan tonta que no se da cuenta de que su
avaricia es su ruina y sigue dejándose llevar por ella, aunque esto destruya su
negocio. Lo pagará con su prosperidad. Su eliminación no será inmediata, pero
sí inexorable. Y este proceso coevolutivo es histórico, no instantáneo. Pero se
ha ido produciendo siempre, de forma continua. Incluso en la época del inicio
de la revolución industrial, en la que se habla de la existencia de un
“capitalismo salvaje”. Ese capitalismo calificado de salvaje, creaba unas
condiciones de vida mejores que lo que había antes: hambrunas, muertes de
inanición cada vez que había una mala cosecha, sujeción a las inclemencias del
tiempo y miseria, muchísima miseria. La gente no emigraba del campo a la ciudad
y permanecía en ella por la fuerza de un experimento de ingeniería social, como
sí intentó hacer el stalinismo. Lo hacía en busca de la oportunidad de una vida
mejor. Durísima, pero mejor que lo que dejaba atrás. Lo que ocurre es que la
miseria, de estar oculta, dispersa y privada, pasó a estar visible, reunida y
pública. Pero no era mayor, sino menor. Hasta el propio Marx sabía esto. Marx
jamás dijo que la revolución industrial crease pobreza. Lo que dijo es que
creaba las condiciones para que la revolución comunista fuese posible. Y, ¡vaya
si intentó explotar esas condiciones! Y su batalla ideológica ha triunfado en
la cabeza de muchas personas del siglo XXI, pese al fracaso estrepitoso y
sangriento de su experimento. Recuerdo un cuento que leí de niño en el que un
lobo, a base de disfrazarse de cordero para comerse a esos animalitos, acaba
mimetizándose tanto con ellos que termina por convertirse en cordero. Ni más ni
menos que esto es lo que pasa con los panaderos, carniceros y empresarios en
general. El componente de virtud que siempre está mezclado en sus acciones,
crecerá con el hábito de ejercerlo. Al fin y al cabo, ya desde Aristóteles se
sabe que la virtud nace del hábito del bien. Insisto, no soy un ingenuo, esto
no curre de la noche a la mañana y esa sustitución no se producirá al completo
jamás, pero se está produciendo de forma inexorable. El capitalismo no fomenta
la cizaña de la naturaleza humana, sino que poco a poco, con movimiento de
glaciar, la transforma en trigo. No hay más que comparar la violencia de los
países en los que el capitalismo no se ha podido desarrollar por culpa de la
falta de seguridad jurídica creada por los tiranos que las gobiernan, con la de
las sociedades capitalistas avanzadas. O ver la inmensa cantidad de dinero que
particulares y empresas dedican a la beneficencia, a pesar de la tremenda carga
de impuestos, a través de ONG’s, fundaciones y otras organizaciones benéficas.
Es decir, el proceso coevolutivo es simbiótico. La naturaleza humana informa al
capitalismo y éste mejora aquella. Por todo esto, el capitalismo es un espejo
que nos presenta una imagen de nosotros mismos.
Y
aquí empiezan los experimentos de ingeniería social. Suelen partir de dos
graves errores.
El
primero es la impaciencia. El “I want it all
and I want it now”. Por
supuesto que, en ese camino evolutivo, aún queda muchísimo por recorrer. Hay
todavía mucha miseria, muchas lacras, muchas injusticias, muchas cosas que
mejorar. Y la impaciencia está muy bien siempre que la encaucemos por el camino
correcto. Esforcémonos en todo lo que esté en nuestra mano, con un corazón
imbuido de caridad y amor fraterno, en mejorar lo que se pueda mejorar. Ejerzamos
la virtud de un tipo de justicia que yo llamo generativa. Pero no achaquemos al
capitalismo esas tareas pendientes, que están cada vez más cumplimentadas por
él, aunque aún están muy incompletas.
El
segundo es echar la culpa al espejo de las deformidades que nos presenta,
asumiendo que esas deformidades están en él en vez de estar en la naturaleza
humana o, dicho de otra manera, en nuestros corazones. La primera ingeniería
social empieza por nuestro corazón. Cambiemos el nuestro en primer lugar y
apoyemos a, y colaboremos con, todas las organizaciones que pretenden cambiar
ese corazón. En este sentido, creo firmemente que la Iglesia Católica es la
institución que más hace y trabaja por producir ese cambio, aunque todavía está
muy lejos de conseguirlo. Evangelicemos, extendamos el amor de Cristo. Creo que
la Doctrina Social de la Iglesia debería ser –y lo es– una enseñanza que, a
tiempo y a destiempo, nos instase a ese cambio. Pero no debería sumarse a los
que piden que se quite las deformidades en el espejo. Cosa que, por desgracia,
también hace.
Así
pues, ojo con las llamadas “terceras vías”. Las que tienen buena voluntad son
–las de mala voluntad no sé lo que son– experimentos de ingeniería social que
pretenden ir más deprisa que lo que pueda cambiar el corazón del hombre. La mayoría
de ellas no pasarán nunca de ser un buen deseo. O no tan bueno. Pero ninguna de
las que se han intentado ha tenido éxito. La cogestión yugoeslava, el supuesto
experimento aperturista de Rumanía, etc., etc., etc. Todos fracasos
estrepitosos. Hay, sin embargo, dos experimentos de ingeniería social en marcha
de los que se pudiera pensar que pueden triunfar. Uno es el capitalismo de
estado comunista chino. El otro es, arrancando desde la orilla del capitalismo,
la socialdemocracia. Vamos a dedicarles unas líneas.
Me
exaspera el babeo de tanta gente con China. Aparentemente, China está
consiguiendo un éxito económico notable. Pero sólo aparentemente. El tejido
social y empresarial chino es lamentable. La explotación, la injusticia, el
atropello de los derechos humanos, la falta de libertad. Y mucho me temo que
este modelo comunista también petará. Lo que, sin duda, tendrá consecuencias
trágicas para la humanidad. Pero es muy difícil, si no imposible copiar un
sistema que en su desarrollo evolutivo ha tenido la libertad como condición
sine qua non, sobre la base de la dictadura de partido. Tarde o temprano, las
tensiones internas romperán este “equilibrio” que no es tal. O las masas chinas
se rebelarán con éxito o el Partido Comunista Chino las aplastará. A menudo
oigo decir que el pueblo chino está acostumbrado a la sumisión desde hace
milenios. Es cierto que siempre a estado brutalmente sometido, pero no lo es
menos que la libertad es un anhelo de la naturaleza humana profundísimamente
arraigada en el alma. Y, por otro lado, tampoco conviene olvidar que de las
diez guerras más sangrientas de la humanidad, cinco han sido guerras civiles
Chinas. Por otro lado, tampoco conviene ser ingenuos. El comunismo chino, como
todo comunismo, odia el capitalismo con toda su alma y aspira, como siempre ha
dicho el comunismo, a implantar el paraíso comunista en todo el mundo. Me temo
que Occidente está alimentando a Leviatán. Sinceramente, espero equivocarme o,
si no lo hago, que el resultado sea que las masas chinas acaben con el
comunismo y no que éste las aplaste.
La
socialdemocracia es otro de los babeos de millones de personas, muchas de ellas
cargadas de buena voluntad. Debajo de la socialdemocracia subyace la idea de
que un conjunto de políticos, a los que de momento, y título únicamente
metodológico, les voy a conceder la mejor voluntad del mundo, creen que van a
poder arreglar lo que piensan que son “imperfecciones del mercado”. No quiero
entrar en estas páginas en el tema de si existen o no imperfecciones en el
mercado. Otra vez, a título puramente metodológico, aceptaré que sí. Pero,
dicho esto, hay muchas preguntas que uno puede, y debe, hacerse. Ahí van
algunas de ellas ¿Las imperfecciones que los políticos creen ver, son las
auténticas imperfecciones? ¿Sabrán arreglarlas? ¿Al intentar arreglar una
imperfección, no estarán creando otras mayores? ¿Cuánto dinero costará
arreglarlas y quién lo pagará? Las tres primeras preguntas se responden con
rotundos monosílabos. No, no y sí. La cuarta es fácil de responder aunque no
sea con un monosílabo. Costará mucho, costará cada vez más a medida que se creen
nuevas imperfecciones y la pagarán los ciudadanos con sus impuestos. Pero quizá
lo más grave de todo sea que a los probos políticos no les costarán un euro de
su bolsillo los errores que cometan. Además, cuanto mayor sea el presupuesto
que maneje el probo político para “arreglar” supuestas imperfecciones, mayor
será su importancia y su poder. Más podrá hacer que venga gente a hacerle la
pelota para que arregle las “imperfecciones” que le afectan. Es divertido ganar
importancia y poder con el dinero ajeno del que nadie te pide cuentas. Es
divertido y es, además, un fuerte incentivo para ver más imperfecciones y para
crear otras nuevas. Y si uno es hábil se crea amigos concretos y reales
“arreglándoles” sus “imperfecciones” y los que salen perdiendo con el arreglo
son anónimos y dispersos. El poder de meter dinero en el bolsillo de quien lo
puede agradecer a base de sacárselo a los que no pueden hacer nada ni por ni
contra el probo político (salvo darle o quitarle el voto, pero esa es una de
las formas de agradecimiento, tal vez la menos inconfesable, que busca el probo
político. Hay otras formas de agradecimiento menos confesables) es un incentivo
muy fuerte para la corrupción como para resistirlo. Y esto es sobre la
hipótesis de la buena voluntad del probo político. No creo que haga falta
insistir que si el político no es tan probo o está movido por factores
ideológicos más que de buen administrador, la cosa se pone mucho más fea. Y a
fe que hay muchos de esos políticos. Y, así, la socialdemocracia va hinchando
el globo de gastos y apretando cada vez más las tuercas de los que generan
riqueza y prosperidad, haciendo que los movimientos y actividades de éstos
vayan siendo cada vez más arduos. Es como si nos pusieran a nadar en una
piscina llena de miel. Puede que disfrutásemos el sabor, pero no avanzaríamos
mucho acabaríamos agotados. Pero el político de turno no se preocupa porque en
el fondo de su corazón cree que el sistema lo aguanta todo. Y los gastos del
estado crecen meteóricamente impulsados por los perversos incentivos. Y los
impuestos, los déficits y la deuda públicos siguen con la lengua fuera al
crecimiento de los gastos. Existe una organización, la Fundación Civismo que
calcula cuál es el día de la liberación fiscal. Ese día es el día en el que un
ciudadano medio empieza a trabajar para sí mismo en vez depara el estado. En
España, en 2019, ese día fue el 178 del año, es decir, el 27 de Julio. Hasta ese
día, en 2019, el español medio trabajo para el estado. A continuación pongo un
link a la página web de esta fundación:
https://civismo.org/es/dia-de-la-liberacion-fiscal-2019/
De
cada euro de coste que tiene para un empresario el pago de un sueldo, entre
Seguridad Social, IRPF, IVA y otros impuestos, lo que le queda al trabajador
medio para llegar a fin de mes es más o menos la mitad. Con una situación así, echar
la culpa de los sueldos mileuristas y del paro al capitalismo, es una burla. La
culpa la tiene, sin lugar a dudas, la imparablemente abusiva socialdemocracia.
Una
de las más sangrantes muestras de ese sacar el dinero del bolsillo de unos para
meterlo en el de otros es el que se produce con la burda manipulación de los
tipos de interés por parte de la inmensa mayoría de los Bancos Centrales, con
el BCE al frente. El mantenimiento artificial de esos bajos tipos mete la mano
en el bolsillo de los ahorradores, tales como quien tiene un fondo de pensiones
para ahorrar para su jubilación. Es imposible que saquen una rentabilidad
medianamente satisfactoria para sus ahorros sin incurrir en riesgos que no
debería asumir. Y ese dinero que saca del bolsillo de los ahorradores, ¿a dónde
va a parar? A todo aquél que se endeuda pero, muy en espacial al estado, sobre
todo a los estados que más gastan y más déficits y deuda pública acumulan. A eso es a lo que se
llama redistribución de la renta y esa es la benéfica vigilancia con la que el
estado arregla los “errores” del mercado. Y suma y sigue. No parece que los
vientos vayan a favor de una moderación del gasto público. Siempre hay problemas
que el pobre probo político tiene que arreglar para que no se implante la
“tiranía de los mercados” que, como todo el mundo sabe, son despiadados. Antes
he hablado de que en el capitalismo no habría paro. Y es una verdad como un
templo. Si el 100% (o al menos el 80%) del dinero que le cuesta a una empresa
contratar a una persona acabase en el bolsillo de esa persona y si, además, los
salarios pudiesen bajar, como pasa con el precio de cualquier producto, jamás
habría paro y, además, todo el mundo ganaría más. ¿Hay mejor redistribución de
la renta que la ausencia de paro? Mejor quitarles el dinero a los probos
políticos que a los empresarios que crean riqueza o a los trabajadores que se
afanan en llegar a fin de mes con su sueldo. ¡Me digo yo!
¿Sería
tan difícil tener un estado que recaudase dinero sólo para mantener sus
funciones vitales, legislar poco y rectamente, administrar justicia, mantener
el orden, defender al país y hacer que nadie se quedase sin educación, o salud
o capacidad de ahorro para el futuro por ser pobre de verdad? El estado pagaría,
sólo para estas personas, sus gastos de salud en hospitales gestionados por
empresas eficientes, satisfaciendo la cuota de un buen seguro médico, pagaría
la educación de los hijos en un colegio o universidad privados y aportaría la
cuota de un razonable fondo de pensiones. En un estado así, el día de la
liberación fiscal podría situarse en Marzo. ¿No sería fantástico? Con lo que va
de Marzo a Julio, yo, que no estoy entre aquellos a los que el estado me
tuviese que pagar algo, me lo pagaría encantado de mi bolsillo. De hecho, parte
del dinero que gano para mí a partir de Julio, lo empleo de todas maneras en un
seguro médico (una pasta gansa a mis 70 años), en un fondo de pensiones (ya,
con 70 años, no) y en mandar a mis hijos (más bien mis hijos a sus hijos) a un
colegio que les guste. O sea que me veo obligado a pagar las cosas dos veces. ¿Es
un estado delgado una utopía? No. Es perfectamente posible, aunque sea
totalmente imposible desde un punto de vista político. Ya se ha encargado el pensamiento
socialdemócrata de crear las barreras ideológicas que lo impidan. Pero sigamos
ciegos nuestro camino socialdemócrata, a ver cuánto tarda en fracasar, con
nefastas consecuencias, este experimento de ingeniería social.
Creo
que me he desviado un poco del tema para ilustrar por qué cualquier experimento
de ingeniería social –socialdemocracia incluida– para “mejorar” el sistema de
evolución simbiótica que es el capitalismo tiene todas las papeletas para ser,
como ha sido todos los que se han implantado durante suficiente tiempo, un
estrepitoso fracaso. Sin embargo, me queda un tema que no quiero que se me
quede en el tintero. Desde el principio de estas páginas he querido dejar claro
que el capitalismo tiene los fallos que le contagia la parte negativa de la
naturaleza humana. Pero creo haber también mostrado que no es el sistema el que
tiene la culpa de ello. ¿De quien es entonces la culpa? Como católico que soy,
lo tengo bastante claro: de la naturaleza caída del hombre por el pecado
original. Pero no basta con decir eso. La naturaleza humana caída, en su
intento de hacer creer al ser humano que es un dios, ha desarrollado, desde
hace varios siglos una corriente filosófica, cuyo camino tampoco voy a trazar
aquí, que ha llevado a la negación de la existencia de la verdad o, al menos, a
la renuncia de la inteligencia a encontrarla, aunque sea parcialmente y, de ahí
al relativismo moral que es la fuente de la inmensa mayoría de los vicios
humanos que ensucian simbióticamente al capitalismo. Por lo tanto, Dios nos
libre de los buscadores de terceras vías o de mejoras del capitalismo en base a
experimentos de ingeniería social. Centrémonos en purificar nuestros corazones
y en tratar de enseñar a otros con el ejemplo el camino de esa purificación y en
desenmascarar la perversa corriente filosófica que nos ha llevado al
relativismo moral más terrible. Y en ese camino, busquemos la ayuda del Creador
y de Jesucristo a través de la Iglesia y sus sacramentos. Pero, ¡por ese mismo
Dios!, que la Doctrina Social de la Iglesia se afane en esto y no en apoyar la
intervención del estado en la economía o de empujar a los cristianos a la
creencia de la perversión de los mercados. Sé que esta Doctrina habla también
del principio de subsidiariedad del estado y de la bondad, con reparos, de los
mercados. Pero cuando se sale de la vía de la conversión de los corazones, se
mueve en un terreno de una ambigüedad tal, que confunde más que aclara con sus vacilaciones.
Cambiemos nosotros y el espejo del capitalismo nos devolverá la visión de ese
cambio.