XVIII. SICUT COLUMBA
Como una paloma
Pierre Charles S.J.
Santo Tomás de Aquino nos asegura, Señor, en la Suma Teológica, que la paloma, bajo cuya forma se apareció el Espíritu Santo en tu bautismo no era apariencia, sino una verdadera paloma viva. El Espíritu de verdad, nos dice él, no podía, en el momento en que acreditaba tu misión divina, recurrir a prestidigitaciones ni a falsas apariencias. Añade que esta paloma no era el Espíritu Santo mismo, y, aunque no se trata aquí de una manera de encarnación era, en fin, un ave y, acabado su cometido se disolvería volviendo a la materia de donde había salido. Son estas consideraciones muy apreciables, y sólo los espíritus fuertes, es decir, muy pobres, pueden encontrarlas ridículas. Pero yo no quiero llenar mi plegaria de todos esos problemas sutiles. Retengo sólo una cosa. La Santísima Trinidad ha pensado en la paloma. La ha escogido para una misión muy santa y muy misteriosa. Ya no puedo yo considerarla como los naturalistas y decir solamente de ella que forma parte del orden de las columbinas, muy cercanas a las gallináceas. Debe entrar en mi piedad y formar parte de aquel tesoro confuso que yo llamo mi vida religiosa. Tiene el derecho de figurar en mi plegaria ya que está pintada o esculpida encima del altar en multitud de iglesias. Está llena de recuerdos sagrados, desde la singular paloma del arca que entró por la ventana con un ramo verde en el pico, hasta los dos palominos ofrecidos por la Virgen el día de la Purificación y hasta la voz de las tórtolas del Cantar de Cantares. Se polemizó mucho un tiempo sobre estas cosas, Señor. Se han atribuido, no sin fantasía, a la paloma propiedades maravillosas y se le han visto símbolos que era necesario descifrar. La paloma no tiene hiel, se pensaba; era una lección para todos los rencorosos. Se echaba en el agua para esquivar al milano o al buitre, modelo pues de la virtud de la prudencia. Su canto es un gemido y nos predica el arrepentimiento... ¿Será necesario mezclar toda esta ciencia apócrifa a mi oración? Una paloma que se zambulle en el fondo del agua, ya no vuelve; y los zureos nunca me parecieron maneras de gemir, como no me lo pareció tampoco la llamada de las torcaces en el bosque. Yo prefiero tu palabra: sed sencillos como las palomas[1]. Esto es inmediato. Ningún doctor debe interponerse entre mí y estas palomas que miro. No tengo que razonar, ni siquiera reflexionar. Quedo preso con las aves en la misma red. Y vamos juntos como la barca y sus marineros. Para enseñarme la sencillez, es tal vez contradictorio complicar el método, hacer como estos oradores que explican largamente que su discurso será muy breve. La sencillez me es difícil porque estoy lleno de estorbos. ¡Que no me añadan más a este bagaje; que se me libere más bien! Yo no puedo buscar la sabiduría en los libros; deseo entenderme bien con las cosas. El final es siempre sencillo. Los itinerarios son embrollados. Y me pierdo de tal manera en los itinerarios que jamás llego a ninguna parte.
¿No podría entenderme contigo, Dios mío, en la sencillez total? Nos tomaremos el uno y el otro tales cuales somos, sin ceremonias, sin maniobras y sin astucias. Est, est; non, non. No buscaré arreglarme a mis ojos. Suprimiré todo lo postizo, aun en mis deseos. Si la oración misma me fatiga, no intentaré hacerme creer que no me cansa, sino que buenamente te ofreceré mi oración deslavazada, de la misma manera que oigo sermones enojosos sin forzarme por encontrarlos sublimes.
No obedeceré a mis superiores porque son genios. ¿Un genio? No se sabrá hasta dentro de cien años, cuando la historia haya nivelado todos los montículos de topo que tomamos por montañas. Por otro lado, no tengo ningún deseo de obedecer a los genios. No sé por qué tendrían que mezclarse a darme órdenes. Si yo encontrase a Euclides o a Newton, no les encomendaría en absoluto el cuidado de dictarme la conducta. Y además, los genios están ya muy ocupados en sus propios quehaceres.
Tampoco obedeceré a mis superiores porque son santos. ¿Santos? Sólo Tú lo sabes. Sería impertinente hacerme juez de la eminente virtud de los que tienen derecho sobre mí, y de dosificar mi sumisión en proporción de su mérito. Mi obediencia no puede esperar el resultado de tales exámenes quiméricos. Obedeceré a mis superiores sencillamente porque son mis superiores, sin preocuparme de más[2].
Tú eres mi Creador y mi Redentor. No puedo nada sin Ti, ni siquiera levantarme o sentarme. Esto basta. Y yo me entrego sin inventario previo. Porque sé que tienes necesidad de mí y que pides mi servicio. Quedarse contigo es cosa muy sencilla; como para una paloma quedarse en el palomar. Y volver a Ti cuando se Te ha dejado, es aún más sencillo. Se vuelve como las palomas mensajeras, estas navegantes admirables del aire, que se remontan en largas espirales, dan dos o tres vueltas en el horizonte y, orientadas no sabemos cómo, enfilan en línea recta, sin preocuparse de fronteras ni de escalas, y vuelven a casa como si no hubieran hecho nada extraordinario.
Lo que estorba a menudo nuestra virtud, es la conciencia refleja que de ella nos formamos. Somos como estos nadadores tan ocupados en darse cuenta de todos sus movimientos que acaban por ir a pique. No creemos ya en la espontaneidad. Nos parece una forma silvestre, cuando es la perfección, porque es simple y sin vuelta, como tu túnica, Señor, que no tenía costura: de super contexta per totum.
La sencillez nos parece un poco bobalicona, y llamamos idiotas a los simples de espíritu. Hemos alargado sin medida la zona de nuestros desprecios. Ha alcanzado al candor mismo. Creemos que las gentes maliciosas son aquellas que reflexionan mucho, que ensortijan sus frases y que ergotizan sobre los de los otros. Pero la reflexión, que no remata en una visión muy sencilla, es una reflexión que aborta.
El amor es prodigiosamente simple. Todo queda abolido por él, o mejor, lo absorbe todo. El universo cabe en un “¡te amo!”. Aquí no es cuestión de verificación, de papeleo, de hacer desfilar testigos; de pesar el pro y el contra. Confieso, Señor, no haber entendido jamás lo que era hacer progresos en tu amor. En su ejercicio, en sus manifestaciones, en sus obras, sea. Pero amar un poco más hoy que ayer, esto me parece tomar el cálculo por amor, y la satisfacción de sí por el don de otro.
Y porque el amor es muy sencillo, la paloma retorna a mi vocabulario. Veni, columba mea. Detesto los artilugios de la coquetería y las ñoñeces, y con todo, Señor, a esta paloma allá en lo alto, en las grietas del viejo muro –in caverna maceriae–, yo la encuentro tan rica de verdad como todos los tratados abrumados de doctrina.
[1] La frase completa es: “Os
envío como corderos en medio de lobos. Sed, pues, astutos como serpientes y
sencillos como palomas” (Mateo 10-17). ¡Qué mandato más difícil el de
compatibilizar la astucia con la sencillez! Imposible sin la Gracia. Pero es un
mandato. La palabra astucia tiene connotaciones negativas. Pero no puede ser
algo negativo si es un mandato evangélico. Significa, creo, usar de la
inteligencia, que es un don de Dios para juzgar las situaciones y buscar el
bien y evitar el mal. Es, por lo tanto, la virtud de la prudencia.
[2] No estoy
del todo de acuerdo con las dos últimas frases o, por lo menos, necesito hacer
una puntualización. Aunque no soy religioso, siempre me he preguntado por los
límites del voto religioso de obediencia. Creo que los tiene. No creo que sea
una obediencia ciega e incondicional. Si un superior religioso manda a otro,
sometido al voto de obediencia hacia él, algo que su inteligencia le dice que
es injusto, malvado o perverso, no creo que el que debe obediencia esté
obligado a obedecer en este caso. Sería contravenir el mandato de ser astutos
como serpientes, en el sentido de la nota anterior. En cambio, si se trata de
una divergencia de criterios, sin que haya maldad o injusticia en lo ordenado,
sí creo que el sujeto al voto debe obedecer. Y debe hacerlo aunque sea más
inteligente o más santo que el superior. Porque la mayor inteligencia humana es
muy limitada. ¿Quién puede saber si su inteligencia no se está equivocando? El
ejercicio del voto de obediencia en este caso –cuando lo ordenado no se ve como
malo– es un acto de humildad y, por tanto, supone la sencillez de la paloma.
¿Quién sabe si la orden del superior está dictada por Dios, que supera toda
inteligencia humana? Y en cuanto a santidad, ¿quién puede decir quién es más
santo que quién? Sin embargo, aún en el caso de que se produzca una simple
divergencia y no haya un acuerdo, y prevalezca la orden del superior, me parece
que ambas inteligencias deben intentar, en un abierto, sincero y caritativo diálogo,
buscar lo mejor. Pero el mandato evangélico es doble: Astutos como serpientes Y
sencillos como palomas. Por tanto, creo que el voto de obediencia no exime al
que recibe la orden de pensar con sencillez, ni al que la da de buscar
astutamente –en el sentido positivo de la palabra, es decir, también con
sencillez– un encuentro de las inteligencias. Eso creo que es el voto de
obediencia, sin ser ni religioso, ni teólogo, ni canonista. Otra cosa sería
despotismo por un lado y dejación de la obligación de pensar por el otro. Por
supuesto, admito puntualizaciones a esta forma mía de ver el voto de
obediencia.
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