Al empezar esta travesía alguien podría desanimarse diciendo: “Si la Biblia tiene 74 libros y este tío va a dedicar una etapa de la travesía a cada libro, este viaje es demasiado largo para mí, así que no me embarco en la aventura”. Puedo garantizar una cosa: No es esa mi intención. Dentro de la falta de planificación del viaje por mi parte, mi idea la de pasar bastantes libros juntos de un plumazo, en un solo salto de este cabotaje. Pero… aunque… sin embargo… no obstante… habrá libros a los que les tenga que dedicar, no un salto del cabotaje, sino varios o, tal vez, muchos. Y ese es el caso de los primeros libros de la Biblia, el Pentateuco y, muy en particular, el Génesis. Porque son libros fundacionales y, además, más que innovadores, revolucionarios y que, por lo tanto, merecen ser visitados en varias etapas. Dicho esto, ahí voy con el Génesis.
Estamos demasiado acostumbrados al Génesis para darnos cuenta de las imponentes revoluciones que hay en él. Empecemos por el principio, por la creación. Todas las religiones y mitologías tienen sus relatos de la creación del mundo, sus cosmogénesis. Podría por tanto pensarse que el relato del Génesis de la creación es, simplemente, uno más. Sería una idea errónea. Todas las cosmogénesis anteriores al Génesis parten de tres principios que, en cierta medida, se derivan unos de otros:
-
El
mundo material fue creado a partir de una materia preexistente. En muchos
casos, esa materia preexistente eran los despojos de un dios malvado, vencido y
muerto por un dios benéfico. También hay cosmogonías –si se les puede llamar
así– que afirman que el mundo material no existe, sino que es una ilusión de
los sentidos.
-
Ese
mundo material es malo. Y si es una ilusión de nuestros sentido, es falso. En
cualquier caso, se trata de liberarse de él.
-
El
mal es, por tanto, inherente, consustancial con el mundo material o con el
sueño de nuestra mente, por lo que es inseparable del bien, aunque éste, a
pesar de ser el mundo material malo, pueda, tal vez, introducirse y habitar en
él subrepticiamente. El mal y el bien, según estas cosmogonías, formarían una amalgama
inseparable que en algunas culturas se llama el Ying y el Yang.
Y aquí viene la
triple revolución del Génesis. Por primera vez en la historia se dice que el mundo
ha sido creado de la nada, que el mundo material es bueno y que el mal no está
inextricablemente unido al Bien, sino que es tan sólo una negación del mismo
que será vencido y expulsado del mundo. ¡¡¡!!!
Efectivamente, las
primeras palabras del Génesis dicen lacónicamente: “Al principio creó Dios
el cielo y la tierra”. Luego nos dice que “la tierra –creada por
Dios al principio– era una soledad caótica…” y nos cuenta cómo Dios,
mediante su Espíritu, que aleteaba sobre ella, la fue perfeccionándola en el
tiempo con distintos actos de creación, esta vez no a partir de la nada sino
del cielo y la tierra creados primigeniamente. Lo de los seis días de creación
es, por supuesto, simbólico. Hay mucha gente que pretende buscar la irreconciliabilidad
o la conciliación del relato Bíblico con los descubrimientos de la ciencia
moderna. Tanto una cosa como la otra están fuera de lugar al leer el Génesis
(aunque es cierto que el descubrimiento científico del Big-Bang parece, hoy por
hoy, más bien apoyar esa conciliación que la irreconciliabilidad[1]). Pero eso carece de
importancia, porque el Génesis no es un libro de ciencia.
Es cierto que el Génesis no dice explícitamente que el mundo fuese creado de la nada. Pero así parece darlo a entender implícitamente. Sólo en el 2º Libro de los Macabeos, no reconocido como canónico por los judíos[2], pero que forma parte de la Septuaginta (ver capítulo 2), se dice explícitamente esto: “Te pido, hijo mío, que mires el cielo y la tierra y lo que hay en ella; que sepas que Dios hizo todo esto de la nada…”. Aunque los libros de los Macabeos no formen parte del canon judío, sin embargo, los judíos siempre, en su inmensa mayoría, han creído en la creación del mundo ex nihilo.
Por otro lado, tras cada acto de creación, el Génesis nos dice. “Y vio Dios que era bueno”. Y cuando acaba la creación dice: “Vio entonces Dios todo lo que había hecho, y todo era muy bueno”. En el relato de la creación del hombre ya se empieza a ver la superposición de textos de distintos autores, porque hay dos relatos de la creación del ser humano. Los expertos en la biblia detectan en el Pentateuco al menos cuatro redacciones superpuestas. La yahvista, la elohista, la sacerdotal y la deuteronómica[3]. La tradición yahvista es más poética, crea relatos evocadores y presenta un Dios más antropomórfico. La elohista, por el contrario es más escueta, más sobria y esquemática. El primer relato de la creación del hombre es elohista (aunque viene precedido por el relato, yahvista, de la creación en seis días). Dice escuetamente: “Y creó Dios a los hombres a su imagen; a imagen de Dios los creó; varón y mujer los creó”. El segundo, típicamente yahvista, nos cuenta cómo lo modeló del polvo de la tierra, cómo le situó en el jardín del Edén, como creó para él los animales, cómo al ver que se sentía sólo, creó a la mujer de una de sus costillas tras sumirle en un profundo sueño, cómo el hombre, al ver a la mujer, exclamó:
“Ahora
sí;
esta
es hueso de mis huesos
y carne de mi carne”.
Y lo dice, además, en verso, siendo, con seguridad, el primer poema de amor de la historia. Sigue el texto, ya en prosa, del Génesis: “Por esa razón dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán una sola carne. Estaban ambos desnudos, el hombre y la mujer, pero no sentían vergüenza el uno del otro”. Así pues, el mundo material creado por Dios, es bueno, muy bueno. Como lo es la sexualidad rectamente utilizada. Pero, nada más creados, los seres humanos –hombre y mujer, porque esto aparece en el relato elohista, en el que son creados al mismo tiempo– reciben un primer mandato: “Creced y multiplicaos, llenad la tierra y ‘pastoreadla’[4]”.
Entonces, si el mundo fue creado bueno por Dios, ¿de dónde viene la evidencia del mal, el dolor, la enfermedad, la muerte? También el Génesis es revolucionario en esto. El mal, tanto en su faceta de mal uso de la libertad por parte del hombre, como la del desequilibrio de las fuerzas de la naturaleza que causa la enfermedad, los desastres naturales y, en última instancia, la muerte, entra en el mundo por la pretensión del hombre de suplantar a Dios. El salmo 8, dice (en verso):
“¿Qué
es el hombre para que te acuerdes de él,
el
ser humano para que de él te cuides?
Lo
hiciste poco inferior a un dios,
coronándolo
de gloria y esplendor;
le diste el dominio de sobre la obra de tus manos”.
Yo interpreto, aunque no puedo asegurar que mi interpretación sea correcta, que estos versos del salmo 8 se refieren al poder del ser humano antes de la aparición del mal. Creo que el hombre, con el poder delegado por Dios, podía controlar las fuerzas de la naturaleza, incluido el deterioro de cada célula que la lleva a multiplicarse descontroladamente, o el curso de una riada o cualquier otra enfermedad o catástrofe. Los teólogos llaman a esto los dones praeternaturales. Pero, animado por su poder y tentado por el demonio, el hombre decidió, como el aprendiz de brujo de Goethe, ejercer este dominio en su propio nombre, sin contar con Dios, despreciando su ayuda[5]. Y todo el equilibrio cósmico, físico y espiritual, que le permitía hacerlo se derrumbó. Y así entraron en el mundo las desgracias, la enfermedad, la muerte, las injusticias y todas las maldades imaginables. El demonio aparece en el Antiguo Testamento, bajo distintos nombres, si mi conteo no es erróneo, en doce pasajes[6], algunos de ellos contundentes, e innumerables veces, muchas en boca de Cristo, en el Nuevo Testamento. Pero su primera aparición la hace en el capítulo 3 del Génesis, bajo la forma de la serpiente que tienta al ser humano con el “seréis como dioses”. El origen de Satanás como un ángel magnífico que también quiso ser como Dios está en el libro del profeta Ezequiel (18, 12-15). Y, así, al usar el hombre mal su libertad, se rompió el equilibrio del plan de amor –que no el amor– que Dios tenía para él en el jardín del Edén. Terrible don el de la libertad, necesario, sin embargo, para responder con amor a amor de Dios y parte inseparable del ser creados a imagen de Dios, como acabamos de ver que dice el Génesis. Los filósofos afirman que el mal no tiene ser, que es la ausencia del bien. Efectivamente, es imposible pensar en un mal si no es en referencia a un bien del que nos priva. La muerte es un mal porque nos priva de algo que sí tiene ser, la vida. El robo es un mal porque nos priva de un bien que sí tiene ser. La enfermedad es un mal porque nos priva de un bien que es la salud. El mal es sólo un restando un vacío, un agujero en algo que es. Ocurre lo mismo, dicen los científicos, con el frío. El frío no tiene entidad, es la ausencia de calor. Una nevera, no crea frío, expulsa el calor fuera de su recinto. Por supuesto que hay neveras del mal, que expulsan el bien de su entorno. Pero el mal no es inherente a este mundo, ni está inextricablemente unido al bien. Por eso un día será vencido. Esa es la tercera gran diferencia revolucionaria entre el Génesis y todos los mitos de la creación de otras religiones. La respuesta se llama el pecado original y es la mayor esperanza que pueda tener la humanidad a diferencia con las otras cosmogonías y explicaciones del mal anteriores a la Biblia que en definitiva, nos vienen a decir: “Si no te gusta el mal, date por jodido”. Así pues, es seguro que en la creación del mundo hay parte del ropaje que viene prestado de determinadas mitologías anteriores a la Biblia, pero eso no hace del relato bíblico un mito. Porque lo que tiene de mensaje es muy real y absolutamente revolucionario, diferente a lo que puedan decir mitologías más antiguas.
Hasta aquí las tres novedades revolucionarias del Génesis. Pero ahora aparecen los dos primeros binomios a los que hacía alusión en el capítulo anterior: El de la rebelión y el perdón por un lado, y el de la promesa universal y el salvador por otro. Nada más ser expulsados del Edén, que ese es el símbolo de la ruptura de ese equilibrio cósmico y espiritual del que hablaba más arriba, aparecen frases muy duras tanto para el hombre como para la mujer. Al hombre le dice:
“…
maldita sea la tierra por tu culpa.
Con
fatiga comerás sus frutos
todos
los días de tu vida.
Ella
te dará espinas y cardos,
y
comerás la hierba de los campos.
Con
el sudor de tu frente
comerás
el pan,
hasta
que vuelvas a la tierra,
de
la que fuiste formado,
porque
eres polvo
y al polvo volverás”.
Y a la mujer:
“Multiplicaré
los dolores de tu preñez,
parirás
a tus hijos con dolor:
desearás a tu marido, y él te dominará”.
Sorprendentemente, estas duras palabras, como la primera declaración de amor del hombre a la mujer, son también en verso. Pero, justo antes de estas duras palabras, como quien pone la venda antes que la herida, el Génesis maldice al demonio, bajo la forma de serpiente.
“Entonces el Señor Dios dijo a la serpiente: Por haber hecho eso, serás maldita entre todas las bestias del campo. Te arrastrarás sobre tu vientre y comerás polvo todos los días de tu vida. Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo. Él te aplastará la cabeza y tú sólo herirás su talón”.
Este párrafo se conoce como el protoevangelio. Porque, efectivamente, anuncia que de la estirpe de la mujer saldrá un salvador que vencerá el mal. El arco temporal de esta promesa va desde ese momento hasta el fin de los tiempos en el que se producirá la victoria definitiva de ese salvador. Salvador que no saldrá indemne de la lucha con el demonio, sino que será herido por éste. No es difícil establecer paralelismos entre este texto y la encarnación, muerte y resurrección de Cristo. Y en esas estamos. Dios vendrá a salvarnos a través de la historia. No lo hará con un chasquido de sus dedos todopoderosos. Eso no respetaría nuestra libertad como imágenes de Dios. Lo haremos nosotros a través de él, como debió haber sido desde el Edén. Nosotros estaremos el día de la victoria, orgullosos, no como espectadores, sino como vencedores a las órdenes de Dios. Y nos levantaremos las mangas para enseñar nuestras cicatrices y diremos: “Yo estuve allí, luchando en la batalla, codo con codo con mi Dios”. Y cantaremos las palabras del salmo 115 (113B) que dice (naturalmente, en verso):
“¡No
a nosotros, Señor, no a nosotros,
sólo a tu nombre la gloria, por tu amor, por tu fidelidad[7]”.
Hay una cosa que creo importante aclarar antes de acabar este capítulo. Aunque las duras frases dichas al hombre y a la mujer suenan a castigo, Dios no castiga. Nunca. El ropaje de las palabras del Antiguo Testamento, adaptado a la cultura de los que lo escribieron, habla a menudo de castigo. Pero si se sigue el principio interpretativo señalado en el capítulo anterior, y se separa el ropaje del mensaje, a la luz del Nuevo Testamento, no hay castigo. Es el desorden ético del proceder humano causado por el pecado y no el castigo de Dios, lo que hace que al hombre le vaya mal al apartarse de Él. Incluso en el Antiguo Testamento, en muchos pasajes aparece el profundo anhelo de Dios de que el ser humano se vuelva hacia Él, se convierta, para poder abrazarle, perdonarle y restaurarle en su felicidad. Adelantémonos varios siglos para oír a Isaías, también en verso:
“Han
abandonado al Señor,
han
despreciado al Santo de Israel,
le
han vuelto la espalda.
[…]
La
cabeza es pura llaga,
el
corazón está agotado.
Desde
la planta del pie hasta la cabeza
no
queda nada sano:
todo
son heridas, golpes,
llagas
en carne viva
que
no han sido curadas ni vendadas,
ni
aliviadas con aceite.
Vuestro
país está arrasado,
vuestras
ciudades incendiadas,
vuestras
tierras las devoran extranjeros
ante
vuestros propios ojos;
todo
es desolación,
[…]
Sión
ha quedado como cabaña en viña,
como
choza en melonar,
como ciudad sitiada”.
Y, entonces el ruego de Dios al hombre para poder ofrecerle el perdón y la promesa:
“Lavaos,
purificaos; apartad de mi vista
vuestras
malas acciones.
Dejad
de hacer el mal,
“aprended
a hacer el bien.
Buscad
el derecho,
proteged
al oprimido,
socorred
al huérfano,
defended
a la viuda.
Luego
venid y hablemos
–dice
el Señor–.
Aunque
vuestros pecados
sean
como escarlata,
blanquearán
como la nieve;
aunque
sean rojos como la púrpura,
quedarán
como lana.
Si
obedecéis y hacéis el bien,
comeréis
los frutos de la tierra;
si
os resistís y sois rebeldes,
os
devorará la espada.
Lo ha dicho el Señor”. (Isaías, 1, 4-8; 16-20).
Ni siquiera el infierno que por supuesto, existe, es un castigo. Es una autoexclusión, un no querer entrar ni a rastras en el cielo. Quien vaya al infierno, será porque desprecia el abrazo del Padre. Es ilustrativo leer el relato que Jean Guitton hace, en su “Testamento filosófico” de su conversación –real y atestiguada ante mí por la secretaria personal de Guitton que estaba delante– con François Mitterrand, en el que aquél intenta convencer a éste, ante una pregunta, de que el infierno es una muestra del amor de Dios y que puede leerse en mi blog tadurraca en el siguiente link:
https://www.blogger.com/u/1/blog/post/edit/4896069513485192750/2856459143827893951
Aquí
podría terminar el Antiguo Testamento y enlazar directamente con el Nuevo. Los
aficionados al bridge (yo no he jugado jamás a ese juego) saben que lo más
importante del juego es la subasta. El carteo es pura mecánica. Parece que hay
un dicho de la rancia aristocracia británica que dice que los lords deben hacer
la subasta y, luego, el carteo, lo pueden hacer los mayordomos. Pero Dios ha querido
hacerse mayordomo y jugar también el carteo. Por eso este largo puente desde la
expulsión del Edén hasta el fin de los tiempos, es un puente con muchos ojos. El
Antiguo Testamento irá describiendo, a lo largo de sus páginas, miles de esos
ojos y, cada uno de ellos será una mini réplica de este inmenso arco que cruza
el mar de un extremo al otro. Por eso, muchos siglos más tarde, el autor de la
Epístola a los Hebreos podrá decir: “Muchas veces y de muchas maneras habló
Dios antiguamente a nuestros antepasados por medio de los profetas”. Conviene
tener esto muy presente al leer el resto de lo que venga. Y si alguien quiere,
puede ya dar por terminada la lectura aquí con la perspectiva del puente
completo, antes de ir a inspeccionar cada ojo del mismo.
Ilustración hecha a pluma estilográfica por mi padre en un cuento que les escribió a mis hermanas mayores Merche y Asun con el título de “Jaime, el hijo del leñador”.
No
obstante, para quien quiera seguirme en esta travesía, seguiré mi Odisea a
través de todos los ojos del puente.
[1] No sólo la creación, sino también
la teoría de la evolución está, de alguna manera presente en el Génesis cuando
dice, en el sexto “día”. “Produzca la tierra seres vivientes por especies: ganados, reptiles, bestias
salvajes por especies”.
Y cuando forma el cuerpo del hombre (el alma se la insufla Dios directamente),
lo hace también a partir de la tierra, como al resto de las especies: “Entonces
el Señor Dios formó al hombre del polvo de la tierra, sopló en su nariz un
hálito de vida y el hombre se convirtió en un ser viviente”.
[2] Que un libro no esté incluido en
el canon judío no significa que éstos no lo consideren digno de respeto e,
incluso, de veneración. En cualquier caso, también conviene recordar que, para
los judíos de la máxima ortodoxia, sólo el Pentateuco es canónico.
[3] No hay unanimidad entre los
biblistas cerca de la realidad de estas cuatro redacciones, superpuestas, pero
si una gran coincidencia en este asunto.
[4] La traducción de mi Biblia
dice “sometedla”. Sin embargo, siempre que hablo de este pasaje tomo la palabra
de un amigo mío, erudito de lenguas antiguas, que me asegura que pastoreadla es
una traducción posible y más acorde con el espíritu de la biblia y con la
mentalidad de una sociedad nómada que depende de sus ganados.
[5] Este poema del aprendiz de brujo
de Goethe, fue puesto en música por Paul Dukas y su música escenificada en la
inolvidable película Fantasía de Walt Disney, https://www.youtube.com/watch?v=2DX2yVucz24
[6] Génesis 3, 1-6, Levítico 16, 8-26
y 17, 7, Deuteronomio 32, 17, 1 Crónicas 21, 1, 2 Crónicas 11, 15, Isaías 13,
21 y 34,14, Ezequiel 18, 12-15, Zacarías 3,1-2, Salmos 106 (105), 37 y Job1, 1-
3,15.
[7] Para entender
esta frase recomiendo la lectura de la arenga del rey inglés Enrique V el día
de san Crispín, justo antes de la batalla de Agincourt, según la cuenta
Shakespeare en su obra “La vida del rey Enrique V”, acto IV escena III. No es
mala lectura. O, si se prefiere, puede verse en la escena en la película
“Enrique V”, fiel al drama de Shakespeare https://www.youtube.com/watch?v=5X_2WD0RnPo y escuchar el
canto de acción de gracias de después de la batalla de la misma película, https://www.youtube.com/watch?v=_AFPghilIG basado en el salmo 115 (113B).
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