La Biblia cristiana es un conjunto de setenta y cuatro libros –cuarenta y siete del Antiguo Testamento y veintisiete del Nuevo Testamento– inspirados por Dios. Pero es muy importante aclarar qué significado dar a la palabra inspirados y lo voy a hacer por contraste con el Corán. El Corán es un libro que, según Mahoma, le fue dictado directa y literalmente por Alá. Es más, aseguraba que el Corán estaba escrito en el cielo desde toda la eternidad. Esto hace que el Corán no sea interpretable, ya que las palabras dictadas literalmente por Alá son las que son. Lo cual ha llevado al Islam a un problema insoluble, porque al haber contradicciones en él sobre asuntos vitales, cuando éstas le fueron señaladas a Mahoma, sólo pudo solventarlas diciendo que Alá podía decir hoy que estaba bien lo que ayer dijo que estaba mal y que, por tanto, lo que tenía validez era lo último dicho por Alá y que la última sentencia abrogaba las anteriores. Lo que ha llevado al irresoluble problema llamado del abrogado y el abrogante, porque no se sabe el orden en que Alá, supuestamente, dictó las suras a Mahoma.
La inspiración de la Biblia es radicalmente diferente. Dios no dictó la Biblia y, desde luego, no lo hizo a una sola persona. Su escritura es un proceso histórico en el que Dios ha puesto en la cabeza de cientos de personas inspiraciones que les llevaban a ponerlas por escrito. Y en cada época, el lenguaje y la cultura eran los propios del autor, que era un ser humano de su momento histórico. Por eso san Agustín (magnífico san Agustín) nos dice: “Para descubrir la intención de los autores sagrados, es preciso tener en cuenta las condiciones de su tiempo y de su cultura, los géneros literarios usados en aquella época, las maneras de sentir, de hablar y de narrar de aquel tiempo. Pues la verdad se presenta y enuncia de modo diverso en obras de diversa índole histórica, en libros proféticos o poéticos o en otros géneros literarios”. Hay una clara progresividad en la evolución de los textos bíblicos, desde culturas más primitivas a otras más evolucionadas. Muchos de los libros del Antiguo Testamento han sido escritos, el mismo libro, por distintas personas en distintas épocas. San Ireneo habla de que el hombre se tiene que acostumbrar a Dios y Dios se tiene que acostumbrar al hombre para encarnarse. ¡Qué grande! Muchos autores escribían sobre textos escritos siglos antes por otros. Esta superposición es perfectamente detectable por los estudiosos de la Biblia. Lo notable de esto es que los que reescribían sobre lo ya escrito solían ser tremendamente respetuosos con lo que habían escrito otros, aunque contradigan lo que aquellos escribieron. Y lo eran por dos motivos: por respeto a los anteriores autores y porque esos libros ya formaban parte del patrimonio cultural del pueblo judío que no admitía nada que se pareciese al “borrón y cuenta nueva”. Así se refleja en la frase de Kafka citada en el capítulo anterior:
“Es la voz del pueblo judío, que no es una cosa histórica, perteneciente al pasado, sino algo que pertenece totalmente al presente. Ahora bien, en su drama, usted usa la Biblia como si fuese un hecho histórico y momificado, lo cual es falso. […] El pueblo de la Biblia es una unión de individuos a través de una ley”.
La mayoría de los autores son anónimos, aunque a menudo se atribuyan los libros a un determinado personaje. No está claro –o al menos yo no lo tengo claro– el grado de consciencia que los autores de la Biblia tenían de estar siguiendo la inspiración divina. Mi opinión, no suficientemente fundada, es que, en general, no tenían esa consciencia o, si la tenían, era muy tenue. Creo que ellos pensaban que estaban escribiendo una cosa, sin ser muy –o nada– conscientes del valor atemporal de muchas de las cosas que escribían. La mayor parte de los libros del Antiguo Testamento recibieron su redacción definitiva en el siglo VI a. de C., entre los años 587 y 539 a. de C., cuando los judíos estaban deportados en Babilonia. Algunos fueron terminados de compilar después de esa fecha, y otros, escritos con posterioridad, no forman parte de lo que se conoce como el canon judío, aunque son venerados por ellos, pero sí entran en el canon cristiano. Incluso entre los judíos no hay acuerdo de cuáles son realmente los libros inspirados por Dios. Para la secta de los saduceos, únicamente los cinco primeros libros, Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio, los que forman el Pentateuco, son admitidos como canónicos y forman la Torah, la Ley. Por otro lado, los fariseos y otras sectas, como los esenios, admiten casi todos o todos los textos, aunque no todos coincidan en cuáles.
Con todo esto, la Biblia es un libro de libros enormemente complejo que no solamente puede, sino que debe y tiene que ser interpretado. Por supuesto, hay en ella multitud de contradicciones que deben ser resueltas, no recurriendo a un Dios arbitrario que cambia lo que es malo por bueno y viceversa a su antojo, sino interpretando las contradicciones a la luz de los principios de mayor altura moral, según una ley natural accesible a la razón. Una ley natural inscrita en la naturaleza del ser humano y que puede ser descubierta, en su mayor parte, por la razón rectamente usada. Esto, naturalmente es una tarea hercúlea que ha hecho, desde hace muchos siglos, que grandes mentes se dediquen al estudio de las Escrituras para interpretarlas correctamente de acuerdo con el principio enunciado más arriba. Se trataría, poniendo un símil de desnudar el auténtico mensaje que Dios quiere darnos en la Biblia del ropaje que lo envuelve y que, a menudo lo oculta. Pero es una delicadísima labor puesto que es posible que, en algunos pasajes, el ropaje esté tan pegado al mensaje que al quitar uno, dañemos el otro. Por supuesto, hay todo tipo de interpretaciones de la Biblia, muchas de ellas delirantes. Para esta interpretación, para esta separación de mensaje y ropaje, es muy válido el principio enunciado por san Agustín (el gran Agustín): “En lo esencial, unidad; en lo dudoso, libertad; en todo, caridad”. Según el dogma católico, el Espíritu Santo guía a la Iglesia en la interpretación de lo esencial. Pero no son muchos los pasajes de interpretación de unidad señalados por la Iglesia. Es inmensamente mayor el terreno de la liberad, siempre que no contradiga abiertamente el terreno de la unidad. Y, por eso, miles de teólogos y escrituristas, investigan dentro de ese terreno de libertad para buscar interpretaciones sensatas y acordes con lo unitario.
Así pues, la riqueza y grandiosidad de la Biblia es prácticamente inabarcable. Es como un inmenso fresco, del que la capilla Sixtina de Miguel Ángel no sería sino un pálido reflejo, en el que están representadas de forma múltiple todas las formas de relación entre Dios, el hombre y la historia. Porque los judíos, a través de la Biblia, fueron los “inventores” de la historia lineal. Los griegos, tenían una concepción circular de la historia, condenada a repetirse una y otra vez en un eterno y monótono bucle sin sentido. Los judíos abrieron la historia como una línea trazada por Dios entre el Aleph y la Tau –que es también el símbolo de la cruz–, principio y fin de la historia. Atenas acababa de ser fundada cuando el rey David ya reinaba en Jerusalén. Roma ni siquiera soñaba con existir. Así, la Biblia es como un grandioso fresco siempre abierto al futuro, para ser contemplado con admiración, descubriendo cada vez nuevas figuras, de acuerdo con las frases de Marc Chagall citada en el capítulo anterior:
“Tuve acceso al gran libro universal, la Biblia. Desde mi infancia me ha llamado con visiones sobre el destino del mundo y ha sido para mí una fuente de inspiración en mi trabajo. En los momentos de duda, su elevada grandiosidad poética y su sabiduría me han confortado como una madre. Desde mi primera juventud quedé cautivado por la Biblia. Siempre me pareció, y sigue pareciéndome, la mayor fuente de poesía de todos los tiempos. Desde entonces, he buscado ese reflejo en la vida y en el arte. La Biblia es como una resonancia de la naturaleza y yo he tratado de transmitir ese secreto”.
Y es en ese fresco chagalliano y Buonarrotiano en el que me voy a zambullir, con toda la humildad de que sea capaz, contando con la ayuda del Espíritu Santo y teniendo en cuenta otra frase citada en el capítulo anterior, de Georges Anzou:
“Sin la Eucaristía, tenemos en la Biblia la palabra de un ausente. Sin la Biblia, tenemos en la Eucaristía una presencia muda”.
Creo que es también importante comentar cuál es la relación entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. Otra vez san Agustín nos da la clave en una frase:
“Novum Testamentum in Vetere latet, Vetus in Novo patet” “El Nuevo Testamento late en el Antiguo, el Antiguo se clarifica en el Nuevo”.
Para mí, esto queda más claro con una imagen. Veo el Antiguo Testamento como una pirámide truncada inmersa en la penumbra, de la que, de la plataforma superior, sobresalen unas vigas que apuntan a un punto, que estaría situado en el vértice de la pirámide. Parece estar pidiendo un vértice. El Nuevo Testamento sería la cúspide de la pirámide, transparente, y en cuyo vértice hay una luz, Cristo, que ilumina la parte de abajo. Sin la parte de abajo, la cúspide de la pirámide no se sustentaría, sin la de arriba, la de abajo estaría en la penumbra, difícilmente observable. Así, Cristo, ha sido anunciado en el Antiguo Testamento desde muchos siglos antes de su nacimiento. Sin ese anuncio hubiese sido un personaje salido de la nada y autoproclamado Mesías, Salvador e Hijo de Dios. Mahoma sabía lo importante que era no haber salido de la nada, haber sido anunciado, y por eso, en la sura 61, aleya 6, pone en boca de Alá:
“Isa (Jesús), hijo de Miriam, decía a su pueblo: ¡Oh, hijos de Israel!, yo soy el apóstol, de Dios, enviado hacia vosotros para confirmar el Pentateuco que os ha sido dado antes de mí, y para anunciaros la venida de un apóstol después de mí, cuyo nombre será Ahmed”.
El nombre más usado del que nosotros conocemos como Mahoma es Mohamed, que significa “el glorificado”. Pero otro de sus nombres del Profeta, con la misma raíz que éste, es Ahmed, que significa “el glorioso”. Al decir que Jesús había anunciado su venida, Mahoma se refiere al anuncio por parte de Jesús, de acuerdo con el Evangelio de san Juan, del envío de un paráclito, un defensor, un consolador. La trasposición de la palabra griega “perínclito” (περίκλυτος) –glorioso, Ahmed– por “paráclito” (παράκλητος) –defensor, consolador– es, según Mahoma, una falsedad de la mala fe de los cristianos[1].
Así pues, Jesús había sido anunciado innumerables veces y de muchas maneras en el Antiguo Testamento, creado en el pueblo de Israel el anhelo de su venida. Pero, a su vez, el Nuevo Testamento da la clave de altura moral con la que interpretar, definitivamente, el Antiguo. Dentro del Antiguo Testamento, la mayor altura moral se encuentra en los libros proféticos y de ellos se valían los judíos para interpretar su revelación. Pero incluso el libro de Isaías, el de mayor altura moral del Antiguo Testamento, se queda pequeño frente a la iluminación del código moral de Jesús. En el sermón de la montaña, narrado de forma muy pormenorizada por san Mateo en su Evangelio, Jesús señala en relación con distintos pasajes de la Ley mosaica: “Habéis oído decir… pero yo os digo…”, dejando clara la nueva altura de la Ley llevada a su extremo complimiento por él.
A
lo largo de mis muchas lecturas de la Biblia, poco a poco, se ha ido destilando
como un licor que podría ser el extracto concentrado de la misma, reducido a
cinco palabras, dos tándem de dos y una resultante final. Estas palabras se
pueden disponer en forma de pentágono, al que yo llamo el pentágono de la
Biblia. En la figura siguiente pueden verse las cinco palabras dispuestas en el
pentágono:
Conversión
Rebelión (Pecado) (Volverse al Señor) Perdón
Promesa (Universal) Mesías salvador
AMOR
Para ilustrar el primer tándem de palabras, la Biblia narra hasta la saciedad, machaconamente, disfrazado de mil maneras distintas, a lo largo de toda ella, el ciclo del hombre –la humanidad, representada en el pueblo de Israel– diciéndole a Dios que no quiere saber nada de Él, que es una molestia para él, que le deje en paz. Como al hacer esto está yendo contra su naturaleza, le sobrevienen todo tipo de desgracias. Pero en un momento dado, estas desgracias le hacen darse cuenta de que necesita a Dios, se vuelve hacia Él –se convierte– y Dios, que siempre ha estado esperando ese momento, le abraza con amor… para que el ciclo se repita de nuevo. Setenta veces siete.
También desde el principio de la Biblia, Dios le hace una promesa al hombre. Su historia, que el propio hombre ha retorcido hasta destruirla, acabará bien. Él mismo enviará un personaje, un salvador, un redentor, que a lo largo de la historia irá tomando el nombre de Mesías, que en griego se dice Cristo y en español Ungido. Ese personaje será Dios mismo. Nos lo dice en verso el profeta Isaías:
Se
alegrarán el desierto y el yermo,
la
estepa se regocijará y flotrecerá;
florecerá
como el narciso,
se
regocijará y dará gritos de alegría;
[…]
y
verán la gloria del Señor,
el
esplendor de nuestro Dios.
Fortaleced
las manos débiles,
afianzad
las rodillas vacilantes,
decid
a los cobardes:
‘¡Ánimo,
no temáis!;
mirad
a vuestro Dios:
trae
la venganza y el desquite;
viene en persona a salvaros’ ” (Isaías 35, 1-4)
Así, esta figura del Mesías, el Ungido, el Cristo, ira tomando forma en la mente del pueblo de Israel, convirtiéndose en un profundo anhelo. Y no siempre la idea de la materialización de ese anhelo será como Dios lo había prometido haciendo una lectura de la Biblia según el principio –establecido más arriba– de los más altos niveles morales, es decir, de sus profetas. La pedagogía de Dios eligió un pueblo para que fuese el trasmisor de ese perdón y de esa promesa para toda la humanidad. Otra vez, no siempre el pueblo de Israel se percibió a sí mismo como una correa de transmisión, sino que a menudo se vio a sí mismo –una vez más, sin hacer caso de la visión universalista de los profetas– como el exclusivo beneficiario de ese perdón y esa promesa.
Los profetas, que alertaron al pueblo de Israel de su verdadero papel en la historia y de la verdadera naturaleza del Mesías, siempre mantuvieron un duro pulso con el judaísmo exclusivista. Pulso del que, normalmente, salieron trasquilados, cuando no martirizados. La Epístola a los Hebreos, ya en el Nuevo Testamento, nos dice de ellos:
“¿Qué más diré? Me faltaría tiempo para hablar de […] los profetas. Unos perecieron bajo torturas, rechazando la liberación con la esperanza de una resurrección mejor; otros soportaron burlas y azotes, cadenas y prisiones; fueron apedreados, torturados, aserrados, pasados a cuchillo; llevaron una vida errante, cubiertos de pieles de ovejas y de cabras, desprovistos de todo, perseguidos, maltratados. Aquellos hombres, de los que el mundo no era digno, andaban errantes por los desiertos, por los montes, por las cuevas y cavernas de la tierra”.
Para terminar este capítulo, me gustaría enumerar, simplemente enumerar, los setenta y cuatro libros de la Biblia, en el orden en el que vamos a ir pasando por ellos a vuelo de pájaro, y agrupados por tipos de libros:
Estructura
de la Biblia
·
Antiguo Testamento.
- Libros
históricos.
* Génesis. {
* Éxodo. { Pentateuco.
* Levítico { (Los
cinco libros que forman
* Números { la
Ley o la Torah)
* Deuteronomio (Segunda Ley). {
* Josué.
* Jueces.
* 1º y 2º de Samuel.
* 1º y 2º de los Reyes.
* 1º y 2º de las Crónicas.
* Esdras.
* Nehemías.
* 1 y 2 de los Macabeos.
- Varias historias[2].
* Rut.
* Tobías.
* Judit.
* Ester.
-
Libros Proféticos[3].
+
Profetas mayores
* Isaías.
* Jeremías.
* Baruc (Discípulo de Jeremías).
*
Carta de Jeremías.
* Ezequiel.
* Daniel.
+
Profetas menores
* Oseas.
* Joel.
* Amós.
* Abdías.
* Jonás.
* Miqueas.
* Nahúm.
* Habacuc.
* Sofonías.
* Ageo.
* Zacarías
* Malaquías.
- Libros Poéticos
* Salmos.
* Cantar de los Cantares.
* Lamentaciones
- Libros
Sapienciales
*
Job
* Proverbios.
* Eclesiastés o Cohélet.
* Sabiduría.
* Eclesiástico o Sirácida.
· Nuevo
Testamento.
-
Evangelios.
* San Mateo.
}
* San Marcos.} Sinópticos
* San Lucas.
}
* San Juan.
-
Hechos de los Apóstoles.
-
Epístolas apostólicas.
*
14 de san Pablo.
*
1 de Santiago.
*
2 de san Pedro.
*
3 de san Juan.
*
1 de san Judas Tadeo
- Apocalipsis.
El Antiguo Testamento judío, con excepción de algunos textos aceptados sólo por los cristianos, está escrita en hebreo y algunos pasajes en arameo. Una parte de los libros de la Biblia, como los Salmos y el Cantar de los Cantares, están escritos íntegramente en verso y en bastantes otros hay largas secciones en verso. El texto hebreo original no tenía vocales. A partir del siglo II y hasta el siglo X, unos eruditos bíblicos judíos, conocidos como los masoretas, fueron vocalizando el texto original y añadiendo cometarios al margen o al final de cada libro. No siempre ha habido acuerdo en la vocalización. Esto ha dado lugar a lo que se conoce con el nombre de texto masorético. Sin embargo, en Qumrán[4] han aparecido textos de la Biblia con vocales, lo que indica que, al menos algunos textos masoréticos son anteriores a Cristo. Aunque hay varias versiones de este texto, todas son muy parecidas y en general, aceptadas por todos los rabinos judíos.
Entre los siglos III y el I a. de C., debido a que muchos judíos de la diáspora habían dejado de hablar hebreo y arameo, el Antiguo Testamento fue traduciéndose al griego antiguo común, la koiné. Hoy en día, la versión griega generalmente aceptada por judíos y por cristianos recibe el nombre de la Septuaginta o la Biblia de los LXX. Esta denominación se debe a una leyenda que dice esa traducción fue hecha por 72 eruditos en 72 días y que, trabajando cada uno independientemente, las 72 traducciones eran idénticas. Aunque esto es una leyenda, hay una cierta parte de verdad en esto, porque, efectivamente, en Alejandría, bajo el reinado de Ptolomeo II Filadelfo, en los años 285-245 a. de C., se reunieron un gran número de sabios judíos que tradujeron el Pentateuco para que pasase a formar parte de la famosa Biblioteca de Alejandría. En los dos siglos posteriores, se completó la traducción de todos los libros sagrados. Sea como fuere, en el siglo I a. de C., el pueblo judío –todos los judíos de la diáspora y la mayoría de los de Israel–, el más celoso guardián de sus libros sagrados, aceptaba al Septuaginta como la versión fiel de los mismos. Es cierto, no obstante, que los más celosos de los judíos rechazaban como una profanación el hecho de que sus libros sagrados hubiesen sido traducidos a la lengua de los goyim, los gentiles, sin entrar en la mayor o menor exactitud de la traducción.
En el siglo IV, san Jerónimo, por encargo del Papa Dámaso I, tradujo la Biblia entera al latín vulgar, no al clásico, que san Jerónimo dominaba, para hacerla más asequible a la gente. San Jerónimo uso la Septuaginta como base para la traducción del Antiguo Testamento del griego al latín, y tradujo el Nuevo Testamento desde el original griego en el que están escritos todos sus libros.
Normalmente se atribuye a Lutero el haber hecho la primera traducción de la Biblia a lenguas vernáculas, concretamente al alemán, en 1534. Pero eso no es cierto. Ya en 1456 se había traducido la Biblia al alemán. La primera versión italiana data de 1471 y en español, la Biblia Políglota Complutense, fue traducida al español en 1520 por orden del Cardenal Cisneros. Pero, curiosamente, ya desde principios del siglo XVI el Nuevo Testamento y algunas partes del Antiguo, fueron traducidas al Quetchua y otras lenguas autóctonas de Sud y Centroamérica para su evangelización.
Pido disculpas por esta falsa erudición, que confieso abiertamente, para mi vergüenza, ser de Wikipedia.
Pero quizá la más curiosa traducción de algunos pasajes evangélicos a lenguas vernáculas –y esto no es de Wikipedia– fuese la genialidad del jesuita Gaspar de Loarte en Japón en el siglo XVI. Loarte trataba de conseguir que un sacerdote sin el más mínimo conocimiento del japonés –él sí que conocía el japonés a la perfección– pudiese predicar en esa lengua. Para eso inventó una manera de escribir japonés con caracteres occidentales, de forma que al leerlos como si se leyese en español, la fonética y el sentido fuesen un discurso inteligible para los japoneses. Por poner un ejemplo, es como si yo fuese a evangelizar a Inglaterra, sin saber ni papa de inglés y, para que pudiese hacer entender a los ingleses la parábola del hijo pródigo, alguien que supiese este idioma hubiese escrito para mí:
den ji sed: “e man jad tu sons, an de yaunger son sed tu jis fader; ‘fader, giv mi de seir of yaur steit dat sud com tu mi’. Sou, de fader divaided de propti bituin dem. [...]”.
Ingenioso, ¿no?
Así
pues, con la nave equipada con estas ideas, en el próximo capítulo, iniciaremos
la singladura. Ojalá sea capaz de encontrar las palabras adecuadas. Jesús
explicó las Escrituras a los dos discípulos de Emaús e inflamó sus corazones: “No
ardían nuestros corazones cuando nos explicaba las Escrituras”, se decían
entre sí. Tal vez me pueda prestar alguna que otra de sus palabras.
[1] Leído en una nota a pie de página
de el Corán, traducido por Joaquín García Bravo para Edicomunicación S. A.
1991.
[2] Normalmente aparecen
como históricos, aunque no lo son en modo alguno. Los libros de los macabeos,
que sí pueden considerarse históricos, suelen ir detrás de estos. Yo los pongo
por delante, entre los históricos.
[3] No aparecen por el orden
cronológico de los profetas, sino de mayor a menor extensión. De la misma
manera, la clasificación en mayores o menores, no es por su importancia, sino
porque los de Isaías, Jeremías, Ezequiel y Daniel son los más extensos. Pero
las profecías de los profetas menores no son menos importantes que las de los
mayores. El libro de Daniel no debería clasificarse entre los proféticos, ya
que es un libro que no recoge las enseñanzas de un profeta con ese nombre, sino
que está escrito ad hoc en el siglo II a. de C., muchos siglos más tarde de la
época que podría llamarse profética que se sitúa entre los siglos VIII y VI a.
de C. No aparecen como libros proféticos, ya que no dejaron un testimonio
escrito, los hechos de los profetas Elías y Eliseo que vivieron en el siglo IX
a. de C. Estos hechos se narran en el 2º libro de los Reyes.
[4] Las cuevas de Qumrán son unas cavernas
excavadas en los acantilados occidentales del mar muerto. En ellas vivían los
esenios, una secta purista judía que, entre otras cosas, almacenaba textos de
todo tipo de la antigüedad intentando buscar en ellos indicios del fin de los
tiempos. Las cuevas fueron abandonadas en el siglo I, durante la guerra de los
judíos contra Roma, y cayeron en el olvido. En el siglo XX unos pastores
palestinos las descubrieron y salió a la luz un tesoro de textos antiguos y
bíblicos que está siendo estudiado por muchísimos investigadores de la
antigüedad y de la Biblia, aportando una inmensa riqueza de información
histórica y bíblica.
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