28 de abril de 2021

La oración de todas las cosas 22: Y empezaron a hablar

 XXII ET COEPERUNT LOQUI

Y empezaron a hablar

Pierre Charles S.J. 

Has puesto en nuestras manos poderes inauditos y no comprendo muy bien, Señor, por qué los hombres van repitiendo sin cesar que son seres débiles y gusanillos. Me parece que hay algo de picardía en estas quejas, como la de los falsos ciegos que piden limosna y que distinguen muy bien una moneda chica de una grande. Si una muralla pudiera pensar cuando se calienta al sol y los lagartos se le montan encima, no cambiara nada al equilibrio del mundo; esta muralla pensaría tal vez cosas sublimes, pero nadie sabría nunca nada. Sin la palabra, toda su ciencia no removería un grano de arena. Pero que se ponga a hablar y podrá revolucionar al mundo.

Me has dado esta misteriosa facultad; las palabras que pronuncio pueden ser mentiras y soy capaz de hacer la guerra a la verdad. Puedo, con palabras, bombardear los espíritus, sembrar dudas, destruir el equilibrio moral de una persona y hasta de un pueblo. Mi palabra da libertad y poder formidable al pensamiento, para el bien o para el mal. Es el espíritu actuando sobre todo. Comienzo a comprender todo el alcance de esta frase singular por la cual nos adviertes de que tendremos que dar cuenta de toda palabra inútil. Porque a pesar del proverbio que sólo expresa el cuidado burgués de la seguridad y el horror del riesgo, la palabra es de oro, y el silencio no es más que de plata. Las peores formas de cobardía son los mutismos, como todas las deserciones.

Ya no me acuerdo de los esfuerzos que tuve que desplegar un tiempo para aprender a hablar; y los que pacientemente me enseñaron este extraño oficio se imaginaban, sin duda, que se trataba de una pobre ciencia elemental, vulgar, por ser común a todos. Pero, en realidad, es una responsabilidad bien pesada que se echa con ella a la cabeza de los hijos de los hombres; mucho más grave que si se les confiaran cuchillos afilados o armas de fuego.

Tú nos has dado muestra de confianza al dotarnos de la palabra. Bien sabías que la volveríamos contra Ti. Sabíais que después de los “aleluya” te abrumarían bajo el Crucifige. Sabíais que Pilato te enviaría al Calvario con palabras griegas y que también con palabras Pedro te negaría. Tú has previsto todas las blasfemias salidas de la boca de los hombres, y sus mentiras insidiosas y sus violencias verbales y hasta sus malos chismes. Y, con todo, no quisiste que tus criaturas fueran un rebaño mudo; y Tú devolviste la palabra a aquellos cuya lengua impotente no conseguía articular nada. Quisiste poder conversar con nosotros, y dijiste que cuando dos hombres hablaban entre sí Tú terciarías siempre en su coloquio. Tu buena nueva debía anunciarse en alta voz; lo que oyéramos en secreto había que predicarlo por las azoteas. Por el agua y por unas palabras recibiríamos el bautismo; y por unas palabras podríamos conceder tu perdón; y hasta al sonido de nuestras palabras Tú ibas a descender al altar. Toda la magnificencia de nuestros credos, de nuestros salmos, de nuestros cánticos; la alegría de Navidad y la gloria de Pascua, todo será como una guirnalda aérea, tejida de palabras humanas.

No quiero considerar este don divino solamente como una actividad sospechosa que hay que apresurarse a poner en sólidas peanas y regular a golpes de imperativo. Quisiera más bien que, por respeto al prodigio que significa mi palabra, ésta fuera siempre digna de Aquél que me la ha confiado. La mentira es un ultraje a la verdad, porque es una profanación de la santidad de la palabra. A sí mismo se envilece el mentiroso, porque la verdad no se altera jamás por la mentira. Es tan verdadera después como antes. Si cambiara porque yo la traiciono, no la traicionaría. Sería conforme a mi capricho. La Revelación es tu palabra, Señor, y para expresar en nuestro lenguaje tu naturaleza eterna, decimos que eres el Verbo, la Palabra del Padre; encargándose de definir esta palabra tan simple el misterio más alto.

Se han compuesto bellas teorías sobre la palabra de honor; quisiera que se pusiera un poco más en práctica el honor de la palabra. Sé que las hay cómicas y hasta indecorosas; pero yo pienso en Ti, Señor, al recordar las palabras definitivas que sellan las fidelidades: palabras de las promesas, de los empeños, de los votos religiosos; en esta palabra diminuta “perpetuo” que fija la orientación de toda una vida. Y me acuerdo también de las palabras de arrepentimiento en el confesionario. Tú has querido que se expresara la confesión y que se oyera la absolución. Tu gracia sigue el conducto de nuestras frases y por no haberse dicho una palabra queda inválido el sacramento. Pienso en las palabras últimas de los moribundos, en todo el fulgor desgarrador de las últimas recomendaciones y de los adioses supremos; en las “gracias” que sube todavía de sus labios antes del gran silencio, en las palabras que cayeron de lo alto de la Cruz y en las que la Virgen María conservaba en su corazón, como tesoros, para meditarlas en secreto.

Nosotros hemos hecho vulgares todas estas cosas. Hemos hecho laicas las cosas santas. No vemos nada sagrado en las palabras que pronunciamos: cosa de fonética, decimos, y de filología. Repetimos inconscientemente que los escritos permanecen y que las palabras vuelan. Nos hemos aburrido tanto con sermones y conferencias, que las habilidades de los retóricos nos parecen pobres trucos y todos los preceptos de la oratoria antiguallas indigentes. Como el jurado del Areópago, diríamos al mismo san Pablo que abreviase.

No quiero que estas vulgaridades me invadan. Y Te doy gracias de rodillas, Señor, por haberme dado el don de la palabra, y que, por Ti, yo pueda ejercitar lo que los Apóstoles llamaban: ministerium verbi, el ministerio de la palabra. Desde que le Espíritu les visitó, empezaron a hablar, y de sus palabras vive todavía la fe de todos tus fieles; porque Tú los inspiraste, Tú de quien decían: Maestro, ¿a quién iremos? Sólo Tú tienes palabra de vida eterna.

Me juzgarás por mis obras, y la primera de mis obras, la que más se me asemeja, son las palabras que escojo y que pronuncio. No puedo añadir un codo a mi talla, ni cambiar las condiciones de mi nacimiento; no puedo nada ni contra la forma de la tierra ni contra la sucesión de las estaciones; pero soy yo quien hablo, como y cuando quiero. Haz, Señor, por tu gracia, que mis palabras sean sin artificio, como el rostro de la verdad, y que sean fecundas para el bien, como tu Verbo creador; y que su mensaje sea, en su sencillez, un Evangelio.

Añadido mío:

Otra oración profana de otro gran poeta.

 

Si he perdido la vida, el tiempo, todo

lo que tiré, como un anillo, al agua,

si he perdido la voz en la maleza,

me queda la palabra.

 

Si he sufrido la sed, el hambre, todo

lo que era mío y resultó ser nada,

si he segado las sombras del silencio,

me queda la palabra.

 

Si abrí los labios para ver el rostro

puro y terrible de mi patria,

si abrí los labios hasta desgarrármelos,

me queda la palabra.

 

Blas de Otero.

26 de abril de 2021

Travesía de la Biblia: 6ª singladura

Abraham (II)

Al final de la singladura anterior, se había quedado en suspenso la pregunta sobre cuál fue el pecado que la Biblia imputa a Sodoma y Gomorra, hayan estas ciudades existido o no.

La pregunta es bastante peliaguda. En casi todos los idiomas existe la palabra sodomía. Es evidente que esta palabra deriva de la ciudad de Sodoma. Pero conviene aclarar, antes de proseguir, que la sodomía no es equivalente a la homosexualidad. La homosexualidad es una condición de algunas personas –no voy a entrar en la discusión de si esta condición es innata, sobrevenida o adquirida por prácticas viciosas– y, como tal condición, no puede ser, en sí misma, un pecado. Lo es, según ciertas religiones, entre las que se cuenta el cristianismo, la práctica homosexual, como lo es, también, el adulterio heterosexual. ¿Fue ese el pecado de Sodoma y Gomorra? Veamos lo que nos dice la Biblia en los diversos pasajes en los que hace alusión a los pecados de estas ciudades.

Sodoma –más que Gomorra– aparece muchas veces en las escrituras, pero no en todas se hace referencia a su pecado. En los pasajes del Génesis que nos ocupan, se dice:

“Abram se estableció en la tierra de Canaán y Lot en las ciudades del valle, plantando sus tiendas hasta Sodoma. Los habitantes de Sodoma eran muy malos y pecaban gravemente contra el Señor” (Génesis, 13, 12-13).

“Entonces el Señor dijo a Abraham: ‘El clamor contra Sodoma y Gomorra es tan grande y su pecado tan horroroso, que voy a bajar a ver si realmente sus acciones corresponden al clamor que contra ellas llega hasta mí’ ”. (Génesis 18, 20-21).

Es entonces cuando los tres ángeles que habían anunciado a Abraham el nacimiento de Isaac y de los que hablé en la singladura anterior, van a Sodoma donde Lot los acoge como huéspedes. Entonces los habitantes de Sodoma “jóvenes y ancianos, todo el pueblo, sin excepción”, rodearon la casa de Lot gritando: “¿Dónde están esos hombres que han venido a tu casa esta noche? Sácanoslos para que nos acostemos con ellos”. Cuando Lot les suplica que no hagan tal cosa, intentan echar la puerta abajo. “Pero los visitantes sacaron su brazo, metieron a Lot con ellos en casa y cerraron la puerta; y a los hombres que estaban junto a la puerta, desde el más joven al más viejo, los cegaron con un resplandor de suerte que por más que tanteaban, no encontraban la puerta” (Cfr. Génesis 19, 1-11). Es entonces cuando Dios decide arrasar Sodoma y Gomorra. Es decir, en este pasaje, con independencia del pecado que pueda significar la práctica homosexual o el adulterio privado, se trata de algo mucho más terrible. Una violación homosexual en masa a unos huéspedes de un ciudadano.

Pero veamos otros pasajes de la Biblia en los que se habla del pecado de Sodoma y Gomorra. Por ejemplo, en Jeremías 23, 14, el Profeta se indigna contra los falsos profetas de Jerusalén diciendo:

“Pero en los profetas de Jerusalén

he visto monstruosidades:

cometen adulterio, viven en la mentira,

apoyan a los malvados,

y nadie se convierte de su maldad;

son todos ellos para mí como Sodoma,

y sus habitantes como Gomorra”.

Y, a su vez, el profeta Ezequiel, también refiriéndose también a Jerusalén, dice:

“Tu hermana mayor es Samaría, que está a tu izquierda con sus ciudades y tu hermana menor Sodoma, que está con sus ciudades a tu derecha. Y no sólo has seguido su conducta y has imitado sus abominaciones, sino que en todo te has comportado peor que ellas. Te juro, oráculo del Señor, que tu hermana Sodoma y sus ciudades no han hecho lo que has hecho tú y las tuyas. Este fue el pecado de tu hermana Sodoma y de sus ciudades: soberbia, gula y bienestar apacible; no socorrieron al pobre y al indigente, sino que fueron orgullosas y me ofendieron con sus abominaciones, por eso las aniquilé, como tú has visto. […] Pero yo cambiaré su suerte, la suerte de Sodoma y de sus ciudades y de Samaría y las suyas, y cambiaré tu suerte en medio de ellas, para que cargues con tu oprobio, te avergüences de lo que has hecho y les sirvas de consuelo. Tu hermana Sodoma y sus ciudades, Samaría y las suyas, volverán al primer estado, y tú y tus ciudades, volveréis al primer estado. ¿No te burlaste de tu hermana Sodoma en tu época arrogante, antes de que fuese puesta al descubierto tu desnudez? […] Pero yo me acordaré de la alianza que hice contigo en los días de tu juventud y estableceré contigo una alianza eterna. Te acordarás de tu conducta y te avergonzarás cuando acojas a tus hermanas mayores y a las menores. Yo te las daré como hijas, […]. Yo estableceré mi alianza contigo y sabrás que yo soy el Señor, para que te acuerdes y te avergüences y no te atrevas a abrir más la boca cuando te haya perdonado todo lo que has hecho. Oráculo del Señor (Ezequiel 16, 46-63).

También en el Nuevo Testamento se habla del pecado de Sodoma y Gomorra. Así, en la segunda epístola de san Pedro, se dice:

“No libró de la destrucción a Sodoma y Gomorra, sino que las redujo a cenizas como escarmiento para los que pecaran después (2 Pedro 2, 6-9).

Por último, san Judas Tadeo, en su epístola, dice:

“Igualmente, Sodoma y Gomorra, junto con las ciudades circunvecinas, que se entregaron lo mismo que ellas a la lujuria y a vicios antinaturales, sufrieron la pena del fuego eterno para escarmiento de los demás (Judas 7).

De todo esto se pueden interpretar:

1º Que los pecados de Sodoma y Gomorra no fueron únicamente pecados de lo que hoy se entiende por sodomía, sino otros muchos como adulterio, mentira, connivencia con los malvados, soberbia, gula, desprecio al necesitado y explotación al débil y otras abominaciones de toda índole.

2º Que el castigo del ropaje de la Biblia fue para escarmiento de otros pueblos que pecaran después.

 

3º Que la misericordia de Dios perdonará a esos que pecarán después, si media el arrepentimiento.


Es decir, el mensaje es una llamada al arrepentimiento para todos los pecadores de todos los tiempos, para que la misericordia de Dios les pueda perdonar.

Merecen comentarse aquí, para apuntalar esta interpretación, varios pasajes de los Evangelios, como:

“Y tú Cafarnaum, ¿te elevarás hasta el cielo? ¡Hasta el abismo te hundirás! Porque si en Sodoma se hubiesen hecho los milagros realizados en ti, hoy seguiría en pie. Por eso os digo que el día del juicio será más llevadero para Sodoma que para ti” (Mateo 11, 23-24).

O cuando Jesús da instrucciones a los doce apóstoles antes de enviarlos a anunciar el Reino de Dios por los pueblos de Galilea:

“Si no os reciben ni escuchan vuestro mensaje, salid de esa casa o de ese pueblo y sacudíos el polvo de los pies. Os aseguro que el día del juicio será más llevadero para Sodoma y Gomorra que para ese pueblo” (Mateo 10, 14-15).

Es decir, el mensaje de toda la narración de Sodoma y Gomorra, despojado del ropaje, es una llamada a la conversión a todos los seres humanos de todos los tiempos, para que abandonen cualquier tipo de pecado y se abran a arrepentimiento. “¿Creéis que aquellos galileos murieron así por ser más pecadores que los demás? Os digo que no. Más aún, si no os convertís, también vosotros pereceréis del mismo modo. Y aquellos dieciocho que murieron al desplomarse sobre ellos la torra de Siloé, ¿creéis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Os digo que no; y si no os convertís, todos pereceréis igualmente” (Lucas 13, 2-5).

Estas son las respuestas que me parecen adecuadas a las preguntas planteadas en la singladura anterior sobre la existencia de Sodoma y Gomorra y la naturaleza del pecado de los habitantes de estas ciudades. Si efectivamente existieron y fueron arrasadas por un desastre natural, no por un castigo divino. La huella que este suceso dejó en la tradición sirvió de ropaje sobre el que el autor bíblico inspirado introdujo un mensaje atemporal y universal de conversión. O sea, una nueva forma de presentar el ciclo de pecado-conversión-perdón.

Tras este circunloquio, quizá demasiado largo, para aclarar las dos cuestiones precedentes, retomo ahora la historia de Abraham. Y lo hago con el propio ciclo pecado-conversión-perdón particular de Abraham. Porque inmediatamente después de la tragedia de Sodoma y Gomorra, Abraham se va otra vez al sur del desierto del Néguev y allí repite una vez más, paso por paso, esta vez con un personaje llamado Abimélec, rey de Guerar, la bajeza de presentar a Sara como su hermana para librarse de la muerte. Aunque por este pasaje nos enteramos de que Sara, cuyo parentesco con Abraham no se nos había dicho al principio, era realmente su medio hermana, “hija de su padre, aunque no de su madre”. Enterado Abimélec en sueños del engaño, antes de haber tenido relaciones con Sara, se la devuelve a Abraham junto con ganado, “siervos y siervas” (sic el lenguaje inclusivo, aunque no diga sierves) y mil monedas de plata. Abraham se arrepiente y pide al Señor que libere a Abimélec de la maldición de esterilidad que había promulgado para todas las mujeres de su familia. Y Dios escucha la intercesión de Abraham.

Pero, tras el nacimiento de Isaac, la enemistad entre Sara y Agar se hace cada vez mayor hasta que, el día que Isaac fue destetado, día que entre los semitas se celebra con gran alegría, Sara presiona a Abraham para que expulse del campamento a Agar y a su hijo Ismael. En ese momento Ismael debía tener unos dieciséis años, pero abandonarlos en el desierto era poco menos que una condena a muerte. Por eso Abraham se consume del disgusto y se debate consigo mismo sobre si hacer o no lo que le dice Sara, porque amaba mucho a Ismael. Probablemente, aunque la Biblia no lo dice, Abraham hubiese resistido a las presiones de su mujer. Pero entonces interviene el Señor y le dice a Abraham:

“ ‘No tengas pena por el muchacho ni por tu esclava; haz lo que te pide Sara, porque la descendencia que llevará tu nombre será la de Isaac. Pero también del hijo de la esclava haré yo un gran pueblo, por ser descendiente tuyo’ ”.

“Entonces Abraham se levantó muy de mañana, tomó pan y un odre de agua y se lo dio a Agar; puso al niño sobre sus hombros y la despidió”.

Tal vez para hacer el tema aún más dramático de lo que es, la Biblia presenta en este pasaje a Ismael como un niño al que pone en los hombros de su madre en vez de como a un fornido muchachote que es lo que era. Sea como fuere, este pasaje anticipa el sacrificio que más tarde le pedirá Dios a Abraham. La Biblia nos cuenta cómo, efectivamente, Dios cumple su promesa y salva a madre e hijo. La Escritura nos dice de Ismael: “Dios estaba con el niño que creció, vivió en el desierto de Farán, y su madre lo casó con una mujer egipcia”. La Biblia no menciona la relación posterior que Abraham pudo tener con su hijo Ismael y su esclava Agar, pero debieron tener un estrecho contacto. Efectivamente, el desierto de Farán está en la península del Sinaí, a tiro de piedra del del Néguev, donde Abraham acampaba con frecuencia y, sobre todo, lo que sí dice la Biblia es que cuando Abraham estaba a punto de morir Ismael acudió a su lecho de muerte y él e Isaac “lo enterraron en la cueva de Macpelá”. Después la Biblia dice que los descendientes de Ismael “se establecieron desde Javilá hasta Sur, enfrente de Egipto, en la ruta de Asiria. Ismael se estableció, pues, enfrente de sus hermanos”.

Parece que los árabes descienden de Ismael. Veinticinco siglos más tarde, Mahoma fundó el Islam y decidió que Ismael y Agar se establecieron realmente en la Meca, donde Abraham les iba a ver regularmente –la distancia entre Canaán y la Meca es de cerca de 2.000 Km– y que, en uno de sus viajes Abraham e Ismael construyeron el santuario de la Kaaba. De esta forma, según Mahoma y el Corán, el Islam es una religión más antigua que el judaísmo.

Llegamos así al episodio crucial en la vida de Abraham, episodio generalmente muy mal entendido. Se trata del sacrificio de Isaac. Hemos visto cómo a Abraham le ha fallado repetidamente su confianza en el Señor. El miedo a que le faltase su protección, tanto ante el Faraón como ante Abimélec, el rey de Guerar, hizo que “vendiese” dos veces a su mujer, Sara. La falta de confianza en la promesa de Dios de que le iba a dar descendencia hizo que hiciese caso de Sara y tuviese un hijo con su esclava Agar. En su arrepentimiento, Dios le perdona las tres veces y le sigue bendiciendo. Pero Abraham tiene que dar la prueba definitiva de su fe y confianza absoluta en las promesas del Señor. Éste ha rescatado dos veces a Sara de las garras del Faraón y de Abimélec, le ha mostrado cómo, tras anunciárselo, ha salvado milagrosamente la vida de su querido hijo Ismael, le ha prometido en repetidas ocasiones que a través de Isaac le dará numerosísima descendencia y la tierra en posesión. Pero desde esta última promesa han pasado muchos años, tal vez catorce o quince. Isaac es ya un fornido muchacho. Así, tras quince años, Dios le pide algo insólito y que va directamente en contra de lo que le ha prometido. Le dice:

“Toma a tu hijo único, a tu querido Isaac, ve a la región de Moria y ofrécemelo allí en holocausto, en un monte que yo te indicaré”.

Es importante hacer ver que era una abominable práctica entre los pueblos cananeos el ofrecer a sus hijos en holocausto, quemándolos, para aplacar a su dios Moloch. Las palabras que usa la Biblia son que “les hacían pasar por el fuego”. El Señor había prevenido a Abraham sobre el peligro de caer en las costumbres de los pueblos que habitaban la tierra de Canaán. Por eso, a Abraham debió parecerle doblemente extraño que Dios le pidiese algo así. Extraño porque iba contra sus promesas y extraño porque se contradecía yendo contra sus propios mandatos.

No obstante, “se levantó muy de madrugada, aparejó su asno, tomó consigo dos siervos y a su hijo Isaac, partió la leña para el holocausto y se encaminó al lugar que Dios le había indicado”.

Quince años son muchos años, y el tiempo, que todo lo difumina, podría haber minado de nuevo, a pesar de todos los prodigios hechos por Dios, la confianza de Abraham en Él. Al fin y al cabo, ¿Qué eran aquellas promesas que el Señor le había hecho? ¿No serían un sueño agrandado por el recuerdo? Y, ¿no sería, al fin y al cabo, la simple buena fortuna y sus visitas periódicas lo que habían mantenido en vida a Agar e Ismael? ¿No sería todas esas cosas simples imaginaciones de su mente calenturienta? Sólo hay una manera de que Abraham pudiese haber conjurado, al menos en parte esas preguntas y esas dudas. Estoy seguro de que Abraham, todos los días de esos quince años, sin fallar uno, se ponía delante del Señor, junto con Isaac a medida que éste iba teniendo uso de razón y se repetía ante Él y ante su hijo esas promesas, al tiempo que se recordaba las proezas de Dios con él y la imposibilidad de sobrevivir al desierto de una mujer y un joven abandonados. Y cada día renovaba su confianza en el Señor: “Si me pones a prueba de nuevo, esta vez no te fallaré porque Tú estarás conmigo y Tú eres fiel a tus promesas”. Así un día y otro, durante más de cinco mil días. E Isaac habría oído esa oración también miles de veces, al principio como un niño que escucha las palabras de su padre sin entenderlas, pero cada vez entendiendo un poco más su fe y su oración y contagiándose de ellas. Así, cuando durante los tres días de marcha hacia Moira le preguntaba a su padre: “Padre, tenemos el fuego y la leña, pero ¿dónde está el cordero para el holocausto?”, sabía muy bien lo que estaba pasando. Y cuando su padre le contestaba: “Dios proveerá el cordero para el holocausto, hijo mío”, ambos sabían que no era una mentira piadosa y cruel al mismo tiempo, sino un convencimiento profundo de que Dios era fiel a sus promesas y en un momento u otro, efectivamente, cambiaría el sacrificio de Isaac por alguna otra víctima. Aunque, naturalmente, esa confianza no estaría del todo libre de dudas, angustia y tentaciones de volverse a su tienda olvidando las promesas del Señor. Llegados cerca del lugar indicado por Dios, dejaron al asno y a los criados y continuaron solos. Isaac llevaba la leña para el holocausto y Abraham llevaba el fuego y el cuchillo.

“Llegados al lugar que Dios le había indicado, Abraham levantó el altar, preparó la leña y después ató a su hijo Isaac poniéndolo sobre el altar, encima de la leña”.

Por supuesto, difícilmente Abraham, que era un anciano, podría haber atado a Isaac, un joven fuerte y ágil, sin que éste se dejase. Pero no cuesta mucho imaginar la terrible angustia y lucha interior de ambos. ¿Y si, a fin de cuentas, no fuesen verdad todas esas promesas? ¿Y si Dios fuese un ser perverso, como lo eran los dioses de los cananeos, y tras hacer que se hiciese ilusiones todo fuese un engaño para disfrutar sádicamente? Todas estas preguntas debían martillear la cabeza de ambos, pero continuaron el ritual:

“Después Abraham agarró el cuchillo para degollar a su hijo…”

El autor de la epístola a los hebreos, en el Nuevo Testamento, bebiendo seguramente de otras fuentes distintas de las que se recogen en el Génesis[1], nos dice:

“Por la fe Abraham, sometido a prueba, estuvo dispuesto a sacrificar a Isaac, y era su hijo único a quien inmolaba, el depositario de las promesas, aquél de quien se había dicho: ‘De Isaac te nacerá una descendencia’. Pensaba Abraham que Dios es capaz de resucitar muertos. Por eso el recobrar a su hijo fue para él como un símbolo”.

Efectivamente, Abraham hubiese llegado hasta el final, sabiendo el poder de resurrección de Dios.

“… pero un ángel del Señor le gritó desde el cielo: ‘¡Abraham! ¡Abraham!’ Y él respondió: ‘Aquí estoy’. Y el ángel le dijo: ‘No pongas la mano sobre el muchacho ni le hagas ningún daño. Ya veo que obedeces a Dios y que no me niegas a tu hijo único’. Abraham levantó entonces la vista y vio un carnero enredado por los cuernos en un matorral. Tomó al carnero y lo ofreció en holocausto en lugar de su hijo. Abraham puso a aquel lugar el nombre de ‘El Señor provee’, y por eso todavía hoy se llama ‘El Señor provee’ ”.

Es decir, que Abraham estaba dispuesto a seguir hasta el final porque estaba convencido de que, aún en ese caso, Dios le devolvería a su hijo Isaac, resucitándolo. Y sí, recobrar a su hijo fue para él como un símbolo. Un símbolo del salvador que habría de venir y que vencería a la muerte. Un símbolo y una visión. Unos dieciocho siglos más tarde, Jesús discutía en el templo con los jefes de los judíos. Decían:

“ ‘Yo os aseguro que el que acepta mi palabra, no morirá nunca’. Al oír esto los judíos le dijeron: ‘[…] Tanto Abraham como los profetas murieron y ahora tú dices: El que acepta mi palabra no experimentará nunca la muerte. ¿Acaso eres tú más importante que nuestro padre Abraham?  Tanto él como los profetas murieron. ¿Por quién te tienes?’ Jesús respondió: ‘[…] Abraham, vuestro padre, se alegró sólo con el pensamiento de que iba a ver mi día; lo vio y se llenó de gozo’. Entonces los judíos le dijeron: ‘¿De modo que tú, que aún no tienes cincuenta años, has visto a Abraham?’ Jesús les respondió: ‘Os aseguro que antes de Abraham naciera YO SOY’ ” (Juan 8, 51-58).

La expresión de Jesús “YO SOY”, así, en presente de indicativo, cuando se está hablando del pasado, y sin predicado, es sumamente extraña. Lo es para nosotros hoy, pero no lo era en absoluto para los judíos. YO SOY es, como se verá cuando se hable de Moisés, el nombre propio de Dios. Nombre que los judíos no podían ni siquiera pronunciar y que expresaban con las consonantes YHVH que da Yahveh. Por lo tanto, los judíos sbían perfectamente que en ese momento, Jesús se estaba proclamando como el mismísimo Dios. Por eso, en ese mismo instante, “ante esa afirmación, los judíos tomaron piedras para tirárselas”, pues estaba blasfemando; “pero Jesús se escondió y salió del Templo” (Juan 8, 59).

Sea como fuere, Abraham, probablemente en el momento cumbre del sacrificio de Isaac, precisamente por estar dispuesto a seguirlo hasta el final, fue testigo de la resurrección de Jesús. Isaac es pues un símbolo del Salvador que habría de venir a vencer a la muerte, del cordero cuya sangre, puesta en el dintel de las casas de los Israelitas la noche antes del éxodo de Egipto, les salvo del ángel exterminador, del nuevo cordero, el Cordero de Dios que, ofrecido en sacrificio, redimiría con su sangre a todo el género humano. La tradición judía afirma que el monte Moira, en el que tuvo lugar el sacrificio no consumado de Isaac, es el monte en el que, nueve siglos más tarde, Salomón construiría el Templo de Jerusalén.

Superada esa prueba, Abraham fue un hombre nuevo que nunca más dudó de las promesas y de la providencia divinas. Sin embargo, en la próxima singladura habré de concluir con la figura de Abraham, antes de entrar en el segundo patriarca: Isaac.



[1] Hay una gran cantidad de fuentes y libros judíos muy respetados por éstos que no forman parte de su canon, pero que gozaban en época de Cristo de enorme popularidad.

21 de abril de 2021

La oración de todas las cosas 21: El cuerpo de los santos

XXI: CORPORA SANCTORUM

 El cuerpo de los santos

Pierre Charles S.J.

El hombre está auténticamente compuesto de cuerpo y alma, los filósofos lo aprueban desde hace siglos; algunos Concilios lo han afirmado también solemnemente. No hay necesidad de volver al asunto. Es una cuestión clasificada, una dificultad liquidada, un problema resuelto, que se puede, por tanto, dejar a las disertaciones de profesores.

Y con todo, este terrible problema reaparece en todos los ángulos del camino y no podemos equilibrar nuestra acción hasta que no hemos comprendido qué es el cuerpo y cómo debemos tratarlo. ¿Es una suerte de lastre embarazoso, desmesurado? ¿Un obstáculo para el puro trabajo del espíritu, como creía Plotino? ¿Una vergüenza por todo lo que encubre y por lo que encierra de flaquezas? ¿Un compañero patán, sin maneras, que grita, que duerme, que ronca, y que molesta, y no cesa de mortificar, de turbar el alma delicada y sutil que el azar del nacimiento le asocia hasta la muerte?

Se ha dicho todo esto. Escuelas filosóficas lo han afirmado, y sobre tales fundamentos, bien sospechosos, se han edificado sistemas violentos de ascetismo: el cuerpo, enemigo del alma, y que, por tanto, debe ser tratado como tal; la carne, adversa al espíritu, y que, por consiguiente, debe llenarse de desprecio. Los viejos herejes de la antigua Gnosis habían sacado todas estas consecuencias de algunas fórmulas de San Pablo, mal entendidas y difíciles de entender bien, por otra parte, como dice San Pedro, difficiliora intellectu. Es fácil burlarse del cuerpo humano, reírse de su apariencia, escandalizarse de su anatomía y enumerar el catálogo de sus enfermedades poco gloriosas. Pero, verdaderamente, ¿se puede ser cristiano y componer tales diatribas y puede la fe, con su luz tan pura, hacernos ver en el cuerpo humano lo mismo que ve en él también cualquier ateo?

Yo creo, Señor, que debe haber una manera muy santa de poseer el cuerpo; pienso que merece una estima infinita porque es obra tuya, a pesar de las picardías  que descubrimos en él, a pesar de su estructura animal, a pesar de las enfermedades crónicas que le asedian y a pesar de todo cuanto en él puede chocar con nuestra susceptibilidad de grandes pensadores o, incluso, con nuestros escrúpulos de devotos. ¿No habría medio de considerarlo como algo sagrado, porque debo respetarlo en mí y en los otros y porque sin él yo no sería participante de ninguna de tus gracias sacramentales? Bien sé que es necesario remontarse muy alto, hasta la visión de la fe, para reconciliarse plenamente, en tu luz, con esta carne mortal, con sus necesidades y miserias;  pero mi primera ocupación ¿no es, precisamente, la de emprender esta divina ascensión y de mirar todas las cosas como Tú?

Después de todo, no puedo merecer nada sino en y por el cuerpo, porque en el momento mismo en que mi alma pueda obrar sola, estoy muerto y me resulta imposible todo aumento de mérito. No hay en mi vida actos del cuerpo y actos del alma, sino siempre, y en todas partes, actos del compuesto todo entero del hombre que soy yo, esencialmente carne y espíritu. Tu Iglesia militante no se compone de almas, como pensaban los protestantes, sino que está hecha de hombres como yo, blancos, negros o amarillos, de carne y hueso, y que no brillan lo más a menudo por su inteligencia, sine intellectu estis. Se nos ha reprochado a nosotros, los católicos, en la bella época del Renacimiento y del Protestantismo, de ser materiales en nuestras devociones; de abrumar nuestras iglesias de cosas vistosas, ¡sin hablar del halago de la música! Pero tu Iglesia se compone de hombres, y de hombres se ocupa, de sus enfermedades como de sus pecados, de la peste como de la ortodoxia. Por su cuerpo te han servido y glorificado todos los mártires y todos los ascetas, y todos los trabajadores y todos los guerreros. En vez de hacer consistir la virtud en ignorar o en despreciar el cuerpo, ¿no nos enseña tu Espíritu que la perfección está en la armonía, en la perfecta salud de cuerpo y de alma, sin rebeldía, sin dictadura, bajo la bendición del Creador? La castidad, ¿no podría crecer más que en el menosprecio de la carne, como la de los budistas, o podría más bien abrirse, entre nosotros, los cristianos, como la expresión del respeto inmenso que guardamos a nuestro cuerpo santificado? Después de todo, tu cuerpo de Redentor, este cuerpo divino del Verbo Encarnado, era parecido al mío, y la anatomía de tu Madre, la Virgen, era la de todas las mujeres. Con un realismo que embaraza a menudo a nuestros piadosos traductores, la Liturgia no ha temido subrayar todos sus detalles.

Como de todo lo excelente, se puede abusar del cuerpo; y como todo lo santo, puede profanarse; pero ¿es esto razón para tratarlo como cosa vil? Hablamos también de comuniones sacrílegas, y, con todo, al sacramente de la Eucaristía no se le denigra por el mal uso que hace de él el pecador.

Y el médico y el enfermero pasan sus días en socorrer la miseria del cuerpo, hacen obra tan divina como los que consultan los textos, remueven las ideas, como se dice, y creen, por tanto, alinearse entre los intelectuales. Es el cuerpo el que asegura la perpetuidad de tu Iglesia sobre la tierra, y por él, Tú continuas aquí abajo tu obra misteriosa. Antaño, luchaba un pueblo con otro pueblo para poseer alguna reliquia insigne; un húmero, un fémur o el cráneo, por desgracia no siempre muy auténtico, de algún antiguo patrón desaparecido hacía siglos. Hemos desparramado estas reliquias por el mundo entero; pero, ¿no podríamos guardar algo de esta veneración para todos los cuerpos vivos de tus criaturas y de tus fieles? ¿Y debemos esperar la resurrección gloriosa para reconciliarnos santamente, no con nuestros “despojos mortales”, como se dice a veces sin respeto; no con nuestro servidor o nuestro compañero, sino siguiendo la filosofía católica, con nosotros mismos? Cuerpo paciente, cuerpo trabajado, cuerpo herido, cuerpo enfermo, cuerpo de difunto, carne santificada, ¿no debemos amarlo con un gran amor de caridad? Y el crimen de los homicidas, de los dictadores belicosos, de los libertinos y lujuriosos, ¿no es precisamente el de profanar con cóleras, con ambiciones o codicias mediocres o abyectas la obra de elección del Creador? Debemus amare naturam humanam, decía Santo Tomás;  debemos amar la naturaleza humana, es decir, al hombre, cuerpo y alma, tal como Dios lo ha hecho.



Añadido mío, aunque no mío:

 

No puedo pensar sin ser, ni ser sin mi cuerpo; yo estoy expuesto por él a mí mismo, al mundo, a los otros; por él escapo a la soledad de un pensamiento que no sería más que pensamiento de mi pensamiento. Al impedirme ser totalmente transparente a mí mismo, me arroja sin cesar fuera de mí en la problemática del mundo y las luchas del hombre. Por la solicitación de los sentidos me lanza al espacio, por su envejecimiento me enseña la duración, por su muerte me enfrenta con la eternidad. Hace sentir el peso de la esclavitud, pero al mismo tiempo está en la raíz de toda consciencia y de toda vida espiritual. Es el mediador omnipresente de la vida del espíritu.

 

Emmanuel Mounier. El personalismo.

 

 

 Otro añadido mío, aunque tampoco mío

Carne 

Félix de Azúa, El País 21-VI-2000

Hace unos días asistí al funeral de una excelente persona muy querida por cuantos la conocieron. La parroquia estaba más bien mohína, como es razonable, hasta que comenzó el sermón. Entonces nos pusimos tristísimos. El buen cura vino a decir que lo mejor que puede hacerse en esta vida es morirse, porque de inmediato nos disolvemos en la luz divina como chispas devoradas por un alegre y vertiginoso incendio. Lo cual está muy bien, pero lo presentaba como algo estrictamente espiritual. Sólo nuestra parte inmaterial pasaba a formar parte de tan colosal luminosidad. Ni una palabra dijo sobre la parte carnal. Ahora bien, si la resurrección de la carne, la Gloria eterna, se queda en un cursillo de filosofía platónica, o, a todo tirar, hegeliana, dos potentes pensamientos ateos. Sin la resurrección de la carne, la promesa católica de inmortalidad se reduce a tener portal en un Internet eterno.

Mientras escuchaba las palabras del bondadoso sacerdote, me vinieron a la cabeza espeluznantes imágenes de una película de Dreyer, la sublime Ordet (La Palabra): cuando el personaje chiflado que todos creen mudo se enfrenta al cadáver de su cuñada y comienza a balbucear con voz cada vez más tonante hasta que, fuera de sí, aúlla las terribles palabras y ordena a la muerta que resucite. Al tiempo de caer desvanecido, la mujer se incorpora. Creo recordar que las flores que cubrían su cuerpo resbalan hasta el suelo volando con la lentitud de una sumisión reticente.

Católicos no os dejéis arrebatar la Gloria de la carne. No os hagáis hegelianos. Que, sobre todo, el cuerpo sea eterno es la mayor esperanza que se pueda concebir y sólo cabe en una religión cuyo Dios se dejó matar para que también la muerte se salvara. quienes no tenemos la fortuna de creer, os envidiamos ese milagro, a saber, que para Dios (ya que no para los hombres) nuestra carne tenga la misma dignidad que nuestro espíritu, si no más, porque también sufre más el dolor. Rezamos para que estéis en la verdad y nosotros en la más negra de las ignorancias. Porque todos querríamos, tras la muerte, volver a ver los ojos de las buenas personas. E incluso los ojos de las buenas personas. En fin, ver ojos y no únicamente luz.

16 de abril de 2021

Travesía de la Biblia; 5ª singladura

 Abraham (I)

En esta singladura nos encontramos con Abram, al que Dios cambiará el nombre por Abraham y que es el primero de la saga de los patriarcas Isaac y Jacob cuyos doce hijos dieron lugar a las tribus de Israel.

Abraham es el primer personaje de la Biblia que tiene visos de ser histórico. Con esto no quiero decir que haya testimonios escritos de su vida. Difícilmente podrían haber sido escritos, y mucho menos sobrevivir al paso de los siglos, testimonios de un personaje que, si existió, fue un personaje que, en sus tiempos, no pasó de ser una persona corriente, sin ningún relieve por el que pasar a la historia. Sin embargo, lo que sí hay es una inmensa cantidad de tablillas sumerio-acadias que nos describen con enorme lujo de detalles, los aspectos más prosaicos de la vida cotidiana –tales como contratos, contabilidad, prácticas de los distintos oficios, etc., etc., etc.– de los habitantes de Mesopotamia de los primeros siglos del segundo milenio, época en la que podría situarse Abraham. Y cuando se lee lo que la Biblia dice de Abraham y se pone delante del decorado de fondo de lo que se sabe de aquella época, el personaje encaja en ese decorado de forma impresionante. Es decir, parece altísimamente improbable que haya sido un personaje inventado seis siglos más tarde por Moisés al escribir el Génesis. Sería como si alguien que no hubiese leído en su vida un libro de historia nos contase las aventuras de un navegante portugués del siglo XIV. Cualquiera que conociese las navegaciones de esa época, aunque sólo fuera someramente, se daría cuenta de que el personaje no encajaba ni a martillazos. Pues con Abraham pasa lo contrario. Cuanto más se sabe de la época en que vivió, más asombro causa su realismo. Con toda probabilidad fue un personaje muy especial, cuyas noticias llegaron a Moisés y al Génesis a través de la tradición oral familiar tan típica de los pueblos semitas[1]. Y, lo mismo se puede decir de su hijo Isaac, de su nieto, Jacob y de sus bisnietos, los doce hijos de este último, y de sus respectivas familias. 

La figura e historia de Abraham son de tal densidad teológica que le tendré que dedicarle más de una singladura en esta travesía de la Biblia. Intentaré mostrar a través de él los dos binomios básicos que vimos en la 2ª singladura de esta travesía de la Biblia, a saber: El binomio pecado-conversión-perdón y el de promesa universal-anuncio del Mesías salvador. 

La primera noticia que nos da la Biblia de Abram se produce al final de la genealogía de Sem, el hijo al que Noé bendice. Al final de esa genealogía, nos dice: “Téraj tenía setenta años cuando engendró a Abram, a Najor y a Aram”. En un momento de su vida Téraj decide, por motivos que desconocemos, abandonar, con parte de su familia la ciudad de Ur de los caldeos, en Mesopotamia, e ir a la tierra de Canaán. En unas líneas nos describe cuál es esa familia. Son: su hijo Abram, que estaba casado con Saray, cuya ascendencia desconocemos y que se nos dice que era estéril y su nieto Lot, hijo de Aram, que murió al poco tiempo. Su hijo Najor, que se había casado con su prima hermana Melcá, también hija de Aram, no parte con su padre Téraj.

Pero la intención de la familia de llegar a la tierra de Canaán, se ve truncada cuando llegan a Jarán, situada a mitad de camino entre Ur y Canaán. Tampoco sabemos la razón de este cambio de planes. Pero Dios es tozudo con sus planes. Si Téraj se había quedado en Jarán, el plan sería continuado por su hijo Abram. Así, Dios le dice a Abram:

“Sal de tu tierra, de entre tus parientes y de la casa de tu padre, y vete a la tierra que yo te indicaré”. Es decir, no le dice a dónde tiene que ir, sólo que tiene que dejar su tierra. Es imposible saber cómo habla Dios a las personas que elige para una misión, que a menudo produce una muy fuerte aversión en quien la recibe, pero lo que es indudable es que cuando les llama lo hace con una fuerza que no deja el más mínimo lugar a dudas, porque aún a regañadientes, los elegidos, generalmente, se lanzan al cumplimiento de esa misión y embarcan en ello toda su existencia. Así pues, Abram parte, nos dice la Biblia, con Saray, su mujer estéril, con Lot, su sobrino, y lleva consigo todas sus posesiones y los esclavos que tenía en Jarán. Nada nos dice la Biblia que pueda hacernos pensar que sentía un enorme peso por la misión que le había encomendado Dios. Pero Dios le bendice diciéndole (en verso):

“Yo haré de ti un gran pueblo,

te bendeciré y haré famoso tu nombre,

que será una bendición.

Bendeciré a los que te bendigan

y maldeciré a los que te maldigan.

Por ti serán benditas

todas las naciones de la tierra” 

Esta es la primera promesa universal hecha a Abram que abarca a todas las naciones de la tierra, no únicamente a su descendencia. Pero el hecho es que Abram se ha convertido de un urbanita, en un nómada que va plantando su tienda allí donde se lo permiten los ocupantes de esa tierra. Y, tras ir un poco de un sitio a otro, tras construir un altar entre Betel y Ay, donde el Señor le promete que dará esa tierra a su descendencia, se tuvo que instalar en el desierto del Néguev, al sudoeste del mar muerto. Y allí le sorprende una hambruna de las que solían asolar regularmente la tierra de Canaán y, claro, muy especialmente, el desierto del Néguev.

Empieza ahora el primero de los tres ciclos de pecado y perdón. Porque empujado por el hambre, Abram y su familia se tienen que ir a Egipto y allí Abram comete una bajeza inimaginable. Antes de llegar, le dice a Saray, su mujer:

“Mira, yo sé que eres una mujer muy bella; en cuanto te vean los egipcios, dirán: ‘es su mujer’ y me matarán, dejándote a ti con vida. Hazme este favor, di que eres mi hermana, para que me traten bien gracias a ti y, por consideración a ti, respeten mi vida”.

Efectivamente, así lo hacen. Y cuando el Faraón vio a Saray, la hizo llevar a su palacio y colmó a Abram de bienes, dándole “ovejas, vacas y asnos, siervos y siervas, camellos y asnas”. El Génesis no es explícito acerca de hasta dónde llegó el Faraón en su relación con Saray, pero sí dice que el Señor la castigó, a él y a su familia, con grandes plagas. Hasta el punto de que, éste, entre aterrado e iracundo llama a Abram y le dice:

“¿Qué es lo que me has hecho? ¿Por qué no me dijiste que era tu mujer? ¿Cómo me dijiste que era hermana tuya, dando lugar a que yo la tomase por esposa? Toma a tu mujer y márchate”.

Le pone una escolta y le expulsa con su mujer y sus posesiones. Aunque no se menciona en este momento, Saray se va de Egipto con una esclava, regalada por el Faraón, de nombre Agar. Agar jugará un papel muy importante en el segundo de los ciclos pecado-perdón de Abram. Expulsado de Egipto, vuelve al altar que construyó entre Betel y Ay y allí, se postra ante el Señor, arrepentido. Y parece que el Señor le perdona.

Poco después de esto, Abram y Lot, estando entre Betel y Ay, deciden separarse y seguir cada uno su camino. A pesar de vivir de prestado sobre la tierra de Canaán, a ambos, tío y sobrino, que pastorean juntos sus rebaños, les va muy bien. Pero, precisamente por eso, surgen rencillas entre sus pastores, que amenazan con contagiarse a los dueños, hasta el punto de que Abram le dice a Lot:

“Evitemos las discordias entre nosotros y entre nuestros pastores, porque somos hermanos[2]. Tienes delante toda la tierra; sepárate de mí; si tú vas a la izquierda, yo iré hacia la derecha, y si vas hacia la derecha, yo iré hacia la izquierda”.

Lot ve, hacia el Este, el fértil valle del Jordán, “de regadío como el jardín del Señor y las tierras de Egipto” y lo escoge para sí, yéndose a vivir a la ciudad de Sodoma, que aparece nombrada por primera vez en la Biblia, de la que dice que sus “habitantes eran muy malos y pecaban gravemente contra el Señor”. Deja así de ser un nómada para volver a ser un urbanita, como lo había sido en Ur y en Jarán y, lo que es peor, establece una relación estrecha con el mal y el pecado, aunque él siga siendo justo. Dado que en ningún pasaje anterior se habla de que Lot tuviese familia, cabe pensar que se casó con una mujer de Sodoma y que allí tuvo a sus dos hijas. Abram, en cambio, se establece en la tierra de Canaán, en el encinar de Mambré, cerca de Hebrón, donde levanta un nuevo altar al Señor. Ambos son ricos y multiplicarán su riqueza, pero Abram lo hace manteniéndose fiel al Señor y a sus promesas, mientras que Lot entra en connivencia con el pecado.

Poco después, los reyes de unas ciudades-estado poderosas declaran la guerra a los reyes de Sodoma y Gomorra y los derrotan. Entre el botín, se llevan cautivos a Lot y a su familia. Abram, siendo tan sólo un nómada, sale en persecución de los reyes victoriosos. Con tan sólo trescientos dieciocho criados y, con la ayuda de Dios, los derrota. Y tras esa victoria, rescatado Lot del poder de esos reyes, Abram recibe la bendición de un misterioso personaje. Se trata del rey de Salem, rey de la paz, llamado Melquisedec, que es también sacerdote del Altísimo y del que siglos más tarde nos dirá el autor de la epístola a los Hebreos, ya en el Nuevo Testamento, que “se presenta sin padre, ni madre, ni antepasados; no se conoce el comienzo ni el fin de su vida, y así, a semejanza del Hijo de Dios, es sacerdote para siempre”. Pues bien, este personaje lanza esta bendición en verso sobre Abram:

“Que el Dios Altísimo,

que hizo el cielo y la tierra,

bendiga a Abram.

Bendito sea el Dios Altísimo

que te ha dado la victoria

sobre tus enemigos”.

Entonces Dios dice a Abram: “No temas, Abram, yo soy tu escudo. Tu recompensa será muy grande”. Es decir, que, a pesar de su pecado, y gracias a su arrepentimiento, Dios no retira a Abram su promesa ni su protección. Por primera vez, se oye la queja de Abram: “Señor, Señor, ¿para qué me vas a dar nada, si voy a morir sin hijos y el heredero de mi casa será ese Eliazer de Damasco? No me has dado descendencia, y mi heredero va a ser uno de mis criados”. A lo que Dios responde con una nueva promesa: “No, no será ése tu heredero, sino uno salido de tus entrañas […] Levanta tus ojos al cielo y cuenta, si puedes, las estrellas. Así será tu descendencia”. Y la Biblia nos aclara: “Creyó Abram al Señor y el Señor lo anotó en su haber”. Y continua Dios: “A tu descendencia daré esta tierra, desde el torrente de Egipto hasta el gran río, el Eufrates”. Abram deberá esperar hasta que el rey David haga cierta esta promesa, que después se esfumará para su descendencia. Al menos en el sentido material.

Aquí entra en juego la esclava egipcia de Saray, Agar, y un nuevo ciclo de pecado-perdón para Abram. Según una tradición semítica, cuando una mujer era estéril, su marido podía engendrar un hijo en una esclava de su mujer. Si la esclava paría al niño sentada en las rodillas de su ama, una ley consuetudinaria afirmaba que el niño era legalmente hijo de la mujer estéril y de su marido. De acuerdo con esto, Saray, llevada por la impaciencia y la desconfianza en las promesas de Dios, propone a Abram que se acueste con Agar y que  tenga así un descendiente que sea legalmente hijo de Saray. Abram, llevado también por su propia impaciencia y desconfianza, accede a la propuesta de su mujer. Agar se queda esperando y así nace Ismael. Pero este hijo provoca los celos y el odio entre las dos mujeres. Nada nos dice la Biblia sobre el arrepentimiento de Abram por esa desconfianza, pero lo cierto es que trece años más tarde, Abram vuelve a recibir la bendición del Señor. Le dice:

“Yo soy el Dios Poderoso. Camina en mi presencia con rectitud. Yo haré una alianza contigo y te multiplicaré inmensamente”.

Y, entonces, como muestra de esa bendición, Dios hace algo que no había hecho nunca en lo que la humanidad tenía de existencia. Les camba el nombre a él y a su mujer, Saray:

“Esta alianza hago contigo: tú llegarás a ser padre de una muchedumbre de pueblos. No te llamarás Abram, sino que tu nombre será Abraham, porque yo te hago padre de una muchedumbre de pueblos. Te haré inmensamente fecundo; de ti surgirán naciones, y reyes saldrán de ti. […] A tu mujer, Saray, ya no la llamarás Saray, sino Sara. Yo la bendeciré y haré que te de un hijo; la bendeciré y haré que se convierta en un pueblo numeroso y que de ella salgan reyes”.

Lo de cambiar el nombre, es algo mucho más importante que una anécdota. En la cultura semita cada persona tenía dos nombres, uno por el que era conocido y otro, el que Dios le había dado y que, generalmente, ni el propio interesado conocía. Dar nombres era una atribución divina. Por eso es asombroso que en el primer acto de la creación del hombre, a su imagen y semejanza, Dios concediera a Adán el dar nombre a todos los seres vivos. Si alguien conocía el auténtico nombre de otro, era como si tuviese un dominio especial sobre él. En el libro del Apocalipsis, cuando Cristo habla a la iglesia de Pérgamo, le dice: “Al vencedor […] le daré una piedra blanca en la que hay escrito un nombre nuevo que sólo conoce el que lo recibe”. Esa piedra blanca con nuestro verdadero nombre nos está esperando a que salgamos vencedores, con la ayuda de Dios, como Abraham, de la batalla de la vida. Por eso, este cambio de nombre que Dios hace a Abraham y Sara es algo verdaderamente portentoso. Pero más portentosos será, como se verá más adelante, cuando Dios revele su propio nombre a Moisés.

Pero Abraham no confía en la promesa de Dios de darle un hijo y se ríe para sí. Dios, no obstante las dudas de Abraham, insiste y aclara algunas cosas:

“Te digo que Sara, tu mujer, te dará un hijo; lo llamarás Isaac; y yo estableceré con él y con sus descendientes una alianza perpetua. En cuanto a Ismael, acepto tu suplica. Yo lo bendigo, lo haré fecundo y lo multiplicaré inmensamente. […] Pero mi alianza la estableceré con Isaac, el hijo que te dará Sara el año próximo por estas fechas”.

Efectivamente, tres meses más tarde, aparecen tres ángeles en donde Abraham tenía plantada su tienda, un lugar llamado el encinar de Mambré, cerca de la ciudad de Hebrón. Los ángeles vuelven a prometer a Abraham que tendrá un hijo con Sara. Esta vez es Sara la que se ríe y no se lo cree. Pero el Señor no tiene en cuenta la desconfianza de ambos y, efectivamente, nueve meses más tarde nace Isaac.

Pero los ángeles que hacen este anuncio a Abraham, tienen otra misión que cumplir: Ir a Sodoma y Gomorra para ver hasta dónde llega la maldad de estas ciudades y, si es tan grande como lo que ha llegado a sus oídos, destruirlas. Pero, antes de hacerlo, Dios decide alertar a Abraham de sus propósitos y le dice:

“El clamor contra Sodoma y Gomorra es tan grande y su pecado tan horroroso, que voy a bajar a ver si realmente sus acciones corresponden al clamor que contra ellas llega hasta mí. Lo voy a saber”.

Evidentemente, Dios ya sabía hasta donde llegaba esa maldad. La misión de esos ángeles no podía ser otra que, como nos dice la Biblia que hará Jonás, muchos siglos más tarde, en Nínive, instar a los habitantes de Sodoma y Gomorra a la conversión. Pero cuando los tres ángeles, bajo la apariencia de hombres obtienen la hospitalidad de Lot, la población de Sodoma, pide que se los entregue para violarlos en la plaza pública. Es entonces cuando tiene lugar una subasta a la baja en la que Abraham pide a Dios que perdone la suerte de ambas ciudades si en ellas hubiera un número determinado de justos, ya que no deberían perecer junto a los pecadores. La subasta empieza por cincuenta justos. Dios perdonaría a ambas ciudades si en ellas hubiese cincuenta justos. Abraham sabe que no los hay y va bajando el número hasta diez. La conversación acaba con la frase de Dios: “Por consideración a diez, no la destruiría”. He ahí, en Abraham, la figura de alguien que intercede pos la humanidad, anticipo del Salvador. Pero ni siquiera hay diez justos en toda Sodoma y Gomorra. Sin embargo, aunque la conversación acabe ahí, la acción de Dios no. Los enviados a destruir Sodoma y Gomorra dicen a Lot que tome a su mujer, sus dos hijas y a sus dos futuros yernos, seis en total, y abandonen la ciudad. Los dos futuros yernos se ríen de los mensajeros y el propio Lot no se acaba de decidir a abandonar la ciudad con su mujer y sus hijas. Los tres ángeles tienen que arrastrarles para que la abandonen. Sólo entonces Dios manda “una lluvia de azufre y fuego sobre Sodoma y Gomorra. Y destruyó estas ciudades y toda la llanura, todos los habitantes de las ciudades y toda la vegetación del suelo. […] Abraham se levantó muy temprano y se dirigió al lugar donde había estado en presencia del Señor. Volvió la vista hacia Sodoma y Gomorra y hacia toda la llanura y vio la humareda que subía desde la tierra; era una humareda como la de un horno”. La mujer de Lot, en su huida, añora la vida de pecado que deja atrás y queda convertida en estatua de sal.

Las cuestiones sobre las que me gustaría hablar a continuación  son: ¿Existieron realmente Sodoma y Gomorra y la lluvia de fuego sobre ellas? ¿Cuál fue la naturaleza de su pecado?

Respondiendo a la primera pregunta, si consideramos lo que dice el Génesis cuando Abram y Lot se separan, Sodoma y Gomorra estaban al norte del mar Muerto, en la ribera Oeste del valle del Jordán y Lot se va hacia ese valle y se instala en Sodoma. Pues bien, hasta hace poco no se había encontrado en todo el valle del Jordán ningún hallazgo arqueológico que permitiese detectar rastros de algún tipo de catástrofe como la descrita en el Génesis sobre Sodoma y Gomorra. Sin embargo, recientemente, los investigadores Phillip Silvia y Steven Collins, de la Trinity Southwest University, (Alburquerque, Nuevo México) han descubierto las ruinas de una ciudad, en lo que hoy es una elevada colina llamada Tall-el-Hammam, en Jordania, al nordeste del mar Muerto. Parece que fue una importante ciudad-estado de la edad de bronce, con una economía agrícola próspera. Sin embargo, hacia el primer tercio del segundo milenio a. de C, época aproximada en la que parece que vivió Abraham, fue abandonada súbitamente y no fue repoblada hasta unos setecientos años más tarde. Se ignoran las causas de este abandono. Estos mismos investigadores, descubrieron algunos restos de vasijas y ladrillos cristalizados sólo por una cara, así como esqueletos en posiciones extrañas. También en una amplia zona aparecieron rocas con una cristalización similar. Parece que esa cristalización hubiese necesitado para producirse una altísima temperatura durante un tiempo muy breve y que esto es compatible con la irrupción de un meteorito en la atmosfera, que hubiese destruido las ciudades de la zona. La historia del planeta Tierra está llena de fenómenos así, desde el monstruoso impacto en la península del Yucatán, hace 65 millones de años, que causó un brutal cambio climático global que llevó a la desaparición de los dinosaurios, hasta el que tuvo lugar en Tunguska, Siberia, el 30 de Junio de 1908. Un meteorito tan grande como el de Yucatán deja un inmenso cráter, pero uno más pequeño, como el de Tunguska, de unos 65 metros de diámetro, se desintegró como una bola de fuego a entre 5 y 10 Km de altura sobre la tierra, sin dejar ningún cráter. Las estimaciones, muy imprecisas, sobre la magnitud de esa explosión hablan de entre 3 y 30 megatones. Incluso tomando la cifra más baja de esta horquilla, la violencia de la explosión sería 60 veces la de la bomba lanzada sobre Hiroshima. Afortunadamente, en lo más profundo de Siberia, la población es tan escasa que sólo hubo tres muertos, que estaban a unos 50 Km del “impacto”, pero una superficie de bosque de unos 70 Km de largo por 55 Km de ancho, quedó arrasada, destrozando unos 80 millones de árboles dejándolos con los troncos calcinados y abatidos en la dirección radial a la zona del “impacto”.


 Imagen del bosque de Tunguska 19 años más tarde del “impacto”.

De ser ciertas las conclusiones de estas investigaciones[3], nos encontraríamos, como vimos en el caso del diluvio, con un fenómeno natural que debió dejar una inmensa huella en la conciencia de las personas que vivían en esa época y que fue transmitida a la posteridad por tradición oral o escrita. Bajo ese ropaje, el autor bíblico del Pentateuco, inspirado por Dios, transmitió el mensaje del castigo divino por los pecados. Pero para la transmisión del mensaje no es en absoluto necesario que esa explosión haya existido. Esta explosión sería sólo el ropaje. Haya o no existido, el mensaje sigue siendo el mismo que el del diluvio: pecado-consecuencias nefastas del mismo-perdón para los justos. Pero, ¿son plausibles las conclusiones de esa investigación arqueológica? La mayoría de los científicos no las apoyan, lo que, por otro lado, suele ocurrir con cualquier investigación que rompe un paradigma. También se debe considerar que la Trinity Southwest University es una universidad de confesión protestante evangélica. Sólo imparte enseñanzas bíblicas y arqueológicas y rechaza, como una intromisión del estado en la separación con la religión, la obtención de cualquier acreditación o ayuda económica estatal. En su Mission & Philosophy Statement afirma: “Humildemente remitimos nuestras mentes a la Biblia abrazando la Escritura (incluido el antiguo Tanakh hebreo y el Nuevo testamento) como la única representación escrita de la realidad, divinamente inspirada, dada por Dios a la humanidad, hablando con absoluta autoridad en todos los asuntos que aborda”. Hasta donde he podido llegar a saber, esta universidad está próxima a posturas fundamentalistas como el creacionismo o similares. Es posible, aunque no afirmo que sea así, que esa visión les pueda llevar a la flexibilización del método científico para hacer que llegue a conclusiones apriorísticas. Pero si eso fuese así, tampoco es descartable que las conclusiones de sus investigaciones sean, a pesar de ello, acertadas. Sin embargo, como acabo de decir, que lo sean o no sólo afectaría al ropaje, pero es indiferente para el mensaje bíblico. Que cada uno saque su conclusión, indiferente, en cualquier caso, para el mensaje bíblico.

Acabo aquí esta singladura. En la próxima, seguiré con la figura de Abraham, empezando por la respuesta a la pregunta formulada más arriba: ¿Cuál fue la naturaleza del pecado de Sodoma y Gomorra?



[1] Ver lo dicho al respecto de la autoría del Génesis en la 4ª singladura de esta travesía de la Biblia.

[2] Abraham llama hermano a Lot, cuando en realidad eran tío y sobrino. La palabra hebrea para esta denominación de hermano es “aj”. En las lenguas semíticas el concepto de familia era diferente al que tenemos ahora. Normalmente, tres generaciones vivían unidas bajo el patriarca, el abuelo. Esto hacía que los primos viviesen juntos y la palabra hebrea “aj” reflejaba este hecho. Significaba más bien “pariente próximo que vivía en el mismo clan”. Este término de “aj”, para denominar a parientes próximos no hermanos propiamente dichos, se usa en otras partes en la Biblia. Probablemente José, el padre de Jesús, viviría con sus hermanos Cleofás/Alfeo y Jacob. El primero era el marido de otra María que aparece al pie de la cruz, y eran padres de Santiago, “el hermano del Señor”. El segundo hermano de José, Jacob, era padre de Judas Tadeo, también discípulo y “hermando” de Jesús. Aunque los evangelios están escritos en griego, ésta no era la lengua nativa de los evangelistas y, por eso usaban el término griego “adelphós” en una traducción servil del término arameo, lengua semítica materna de Mateo, Marcos y Juan, equivalente al “aj” hebreo para hablar de los “hermanos de Jesús”. Lucas y Pablo, que sí tenían el griego como lengua materna, toman el término “hermanos de Jesús” de los otros evangelios. Marcos y Mateo, citan incluso los nombres de estos “hermanos”: Santiago, José, Judas y Simón, y aluden a sus “hermanas”, sin citar los nombres de éstas.

[3] Las conclusiones de esa investigación están plasmadas en un paper publicado bajo el título: “The Civilitation-Ending3,7KYrBP Event: Archaeological Data, Sample Analyses, and Biblical Implications” (KYrBP=KiloYears Before Present). Como simple curiosidad, añado debajo un link a un reportaje muy bien hecho (por lo que precisamente hay que tener cuidado para que no nos den gato por liebre) por los autores de esta investigación.

https://www.dailymotion.com/video/x30dv4e